31 ago 2010

Prefacio (La Literatura y el Mal)

La generación a la que pertenezco es tumultuosa.
Nació a la vida literaria en los tumultos del surrealismo.

En los años que siguieron a la primera
guerra mundial existió un sentimiento desbordante.
La literatura se ahogaba en sus límites. Parecía que
contenía en sí una revolución.

Estos estudios, cuya coherencia se me impone,
los compuso un hombre de edad madura.
Pero su sentido profundo se vincula con el tumulto
de su juventud y son en realidad su eco ensordecido.

Para mí, resulta significativo que se publicaran
en parte (por lo menos en su primera versión) en
Critique, esa revista que logró crédito gracias a su
seriedad.

Pero debo advertir aquí que si en algunos casos
he tenido que volver a escribirlos, se ha debido a
que, al persistir los tumultos en mi espíritu, al principio
sólo había podido dar a mis ideas una expresión
confusa. El tumulto es fundamental; es el
sentido de este libro. Pero es tiempo ya de alcanzar
la claridad de la consciencia.

Es tiempo... A veces incluso puede parecer que
el tiempo falta. Por lo menos el tiempo apremia.
Estos estudios responden al esfuerzo que he
venido realizando para desentrañar el sentido de la
literatura... La literatura es lo esencial o no es nada.

El Mal - una forma aguda del Mal- que la literatura
expresa, posee para nosotros, por lo menos así lo
pienso yo, un valor soberano. Pero esta concepción
no supone la ausencia de moral, sino que en realidad
exige una "hipermoral".

La literatura es comunicación. La comunicación
supone lealtad: la moral rigurosa se da en esta perspectiva
a partir de complicidades en el conocimiento
del Mal que Fundamentan la comunicación
intensa.

La literatura no es inocente y, como culpable,
tenla que acabar al final por confesarlo. Solamente
la acción tiene los derechos. La literatura, he intentado demostrarlo lentamente, es la infancia por fin recuperada. ¿Pero qué verdad tendría una infancia que gobernara? Ante la necesidad de la acción se impone la honestidad de Kafka que no se atribuía
ningún derecho. Sea cual sea la enseñanza que se
desprenda de los libros de Genet, la defensa que
Sartre hace de él no es admisible. Al final, la literatura
tenla que declararse culpable.

30 ago 2010

Turismo Literario

Los escritores sentimos cierta curiosidad por las vidas de otros escritores, supongo que es natural que así sea. Un oficio, y sobre todo un oficio elegido, uno que no se cambiaría por otro , ni se abandonaría por un golpe de fortuna, termina por ser más que una forma de ganarse el pan y se convierte en la parte del león de la existencia. Conozco escritores que llevan esta curiosidad hasta extremos delirantes, pero son los menos, la mayoría, creo, nos limitamos a visitar ciertas tumbas y ciertas casas en ciertas ciudades o pueblos donde moraron en su día ciertos escritores. Cada uno de nosotros maneja su propio santoral, por más que muchos santos coincidan, al fin y al cabo, no hay más que un Proust, por poner un ejemplo evidente de uno de esos autores que resulta casi imposible no compartir con cualquiera que alguna vez se haya sentado seriamente delante de una máquina de escribir. De todos esos santos, los escritores admirados, se va haciendo algo parecido a una fe, una guía personal de conducta en la escritura, que con frecuencia supone más una aspiración imprecisa que un reflejo. Ninguno de entre nosotros, mas allá del rango de nuestros méritos, pretende ser otro escritor sino éste, uno que lleve su propio nombre con más lustre, aquel que considera posible llegar a ser, y sin embargo me resulta difícil, por no decir imposible, no detenerme al menos un instante delante de la tumba de Kafka, no tomarme al menos un daiquiri a la salud de Hemingway en el Floridita de la Habana, no acercarme a la barra del White Horse donde Dylan Thomas tomó su última copa en Manhattan o no acercarme de puntillas al nido de amor escondido de Ezra Pound frente a la Giudecca en Venecia. No soy de los que planean sus vacaciones con un mapa de visitas literarias, pero de una manera no premeditada siempre acabo por tomar ese pequeño desvío que casualmente pasa por delante de aquellos lugares donde algunos escritores vivieron, o murieron, o por esos otros, los mares del sur o Transilvania, que, en ocasiones sin siquiera conocerlos, imaginaron.

Lo más curioso es que una vez allí, en ese bar, ese cementerio o esa casa, uno no sabe muy bien qué hacer ni a qué ha venido exactamente. Imagino que algo parecido deben de sentir quienes visitan el estadio de su equipo favorito el día que no hay partido. Se obliga uno a sentir algo, pero lo cierto es que allí ya no sucede nada, y por tanto nada nos acerca a aquello que admiramos. Frente a la casa en la que vivió la Durás su infancia en Vietnam, o en el jardín por el que paseó Lope de Vega en Madrid, tengo la desasosegante sensación de que mi presencia no añade nada, con el daiquiri de Hemingway en la mano, y una vez pasada la infantil excitación del primer sorbo, me siento un completo imbécil, y merodeando alrededor del nido de amor de Pound no puedo evitar considerarme por un instante un mirón impertinente. Es de suponer que aquellos que pagan fortunas en las subastas por un vestido de Marilyn Monroe, por el sombrero blanco que Hank Williams perdió al morir, o peor aún, por la tarjeta caducada que se dejó Keith Richards en un restaurante, comprenden esta sensación de grotesco vacío. Admirar no nos acerca en absoluto al objeto de nuestra admiración, de la misma manera que por mucho que uno pegue la nariz a los cristales de la pastelería no se aproxima en realidad ni un milímetro a la tarta de chocolate.

No se cómo será para otros colegas, pero en mi caso, el turismo literario, por más que quiera imaginarlo accidental, resulta siempre una experiencia agridulce. Soy consciente de que la escritura sucede en lugar diferente de aquel donde habitó este escritor o aquella escritora, pero me cuesta no detenerme delante de esas placas reales o imaginarias que dicen "Aquí vivió...".

Ignoro si algún día abandonaré esta mala costumbre de asomarme por las ventanas de los demás, de poner flores que nadie ha pedido sobre las tumbas, de beberme las copas de los muertos, puede que sí, pero si no lo consigo espero al menos que aquellos fantasmas que ya han sido molestados y esos otros a los que molestaré sin duda el próximo verano acepten estas líneas a modo de disculpa.

27 ago 2010

"Prefacio del agente secreto"

El origen de El agente secreto, tema, tratamiento, intención artística y todo otro motivo que pueda inducir a un escritor a asumir su tarea, puede delinearse, creo yo, dentro de un período de reacción mental y emotiva.
El hecho es que comencé este libro impulsivamente y lo escribí sin interrupciones. En su momento, cuando estuvo impreso y sometido a la crítica de los lectores, fui hallado culpable de haberlo escrito. Algunas imputaciones fueron severas, otras incluían una nota angustiosa. No las tengo prolijamente presentes, pero recuerdo con nitidez el sentido general, que era bien simple, y también recuerdo mi sorpresa por la índole de las acusaciones. ¡Todo esto me suena ahora a historia antigua!
Y sin embargo ocurrió hace no demasiado tiempo. Debo concluir que en el año 1907 yo conservaba aun mucho de mi prístina inocencia. Ahora pienso que incluso una persona ingenua pudría haber sospechado que algunas críticas surgían de la suciedad moral y sordidez del relato.
Por supuesto ésta es una seria objeción. Pero no fue general. De hecho, parece ingrato recordar tan diminuto reproche entre las muchas apreciaciones inteligentes y de simpatía. Confío en que los lectores de este prefacio no se apresurarán a rotular esta actitud como vanidad herida o natural disposición a la ingratitud. Sugiero que un corazón caritativo bien podría atribuir mi elección a natural modestia. Con todo, no es estricta modestia lo que me hace seleccionar ese reproche para la ilustración de mi caso. No, no es modestia exactamente. No estoy nada seguro de ser modesto; pero los que hayan leído hondo en mi obra, me adjudicarán la suficiente dosis de decencia, tacto, savoir faire, y todo lo que se quiera, como para precaverme de cantar mi propia alabanza, más allá de las palabras de otras personas. ¡No! El verdadero motivo de mi selección estriba en muy distinta cualidad.
Siempre fui propenso a justificar mis acciones, no a defenderlas. A justificarlas; no a insistir en que tenía razón, sino explicar que no había intención perversa ni desdén secreto hacia la sensibilidad natural de los hombres en el fondo de mis impulsos.
Este tipo de debilidad es peligroso sólo en la medida en que lo expone a uno al riesgo de convertirse en un pesado; porque el mundo, en general, no está interesado en los motivos de cualquier acto hostil, sino en sus consecuencias. El hombre puede sonreír y sonreír, pero no es un animal investigador: gusta de lo obvio, huye de las explicaciones.
A pesar de todo seguiré adelante con la tarea. Era evidente que yo no tendría por qué haber escrito este libro. No estaba bajo el imperativo de habérmelas con este tema; y uso la palabra tema en el sentido de relato en sí mismo y en el más amplio de una especial manifestación en la vida del hombre. Esto lo admito en su totalidad. Pero nunca entró en mi cabeza la idea de elaborar mera perversidad con el fin de conmover o incluso sólo de sorprender a mis lectores con un cambio de frente. Al hacer esta declaración espero ser creído, no por la sola evidencia de mi carácter, sino porque, como cualquiera puede verlo, todo el tratamiento del relato, la indignación que la alienta, la piedad y el desprecio subyacentes prueban mi separación de la suciedad y la sordidez: la suciedad y la sordidez son nada más que las circunstancias externas del medio ambiente.
El inicio de la escritura de El agente secreto fue inmediato a un período de dos años de intensa absorción en aquella remota novela Nostromo, con su distante atmósfera latinoamericana, y la profundamente personal Mirror of the Sea. La primera, una intensa acometida creativa sobre la que supongo que siempre se fundamentará mi elaboración más amplia; la segunda, un esfuerzo sin restricciones para develar, por un momento, las profundas intimidades del mar y las influencias formativas de mi cercana primera mitad de vida. También fue un período en que mi sentido de la veracidad de las cosas estaba acompañado por una muy intensa disposición imaginativa y emocional que, por genuina y fiel a los hechos que fuese, me hacía sentir, una vez cumplida la tarea, como si me hubiese perdido en ella, a la deriva entre cáscaras vacías de sensaciones, extraviado en un mundo de distinta, de inferior valía.
No sé si en realidad experimenté que quería un cambio, cambio en mi imaginación, en mi visión y en mi actitud mental. Pienso más bien que ya se había introducido en mí, impremeditado, un cambio en mi postura anímica fundamental. No recuerdo si pasó algo definitivo.
Con Mirror of the Sea, terminada en la total conciencia de que me había entendido honestamente conmigo mismo y con mis lectores en cada línea de ese libro, me entregué a una pausa no desdichada. Después, mientras todavía estaba en ella, por así decir, y por cierto no pensaba salirme de mi modo de ver la perversidad, el tema de El agente secreto- quiero decir la anécdota- se me impuso a través de unas pocas palabras, pronunciadas por un amigo, durante una conversación acerca de la anarquía o, más bien, las actividades anarquistas; no recuerdo ahora cómo surgió la cosa.
Recuerdo, sin embargo, que subrayamos la criminal futileza del asunto, doctrina, accionar y mentalidad y el despreciable aspecto de esa alocada posición, considerándola un descarado fraude que explota las punzantes miserias y apasionadas credulidades de una humanidad siempre tan anhelosa de autodestrucción. Esto es lo que hizo para mí tan imperdonables las pretensiones filosóficas de esa doctrina. De inmediato, pasando a instancias particulares, recordamos la ya vieja historia del intento de volar el Observatorio de Greenwich: hecho tan vacuo y sanguinario que es imposible rastrear su origen mediante un proceso de pensamiento racional o irracional. Porque también la sinrazón tiene sus propios procesos lógicos. Pero este atropello no podría comprenderse por ninguna vía racional y así nos quedamos enfrentados con la realidad de un hombre hecho añicos, en aras de algo que ni remotamente se parece a una idea, ya sea anarquista o de otro tipo. En cuanto a la pared exterior del Observatorio, no mostró mucho más que una débil grieta.
Le hice notar todo esto a mi amigo, que permaneció en silencio por un rato y luego anotó con su característico modo casual y omnisciente: «Oh, ese tipo era medio imbécil. Su hermana se suicidó poco después» Estas fueron las únicas palabras que intercambiamos; para mi máxima sorpresa, luego de esa inesperada muestra de información, que me dejó mudo por un instante, él siguió hablando de algún otro tema.
Nunca se me ocurrió después preguntarle cómo había llegado a conocer esos datos. Estoy seguro de que si él llegó a ver alguna vez en su vida la espalda de un anarquista, ésa debe haber sido su única conexión con el mundo del hampa. No obstante, mi amigo era una persona que gustaba hablar con todo tipo de gente y pudo haber recogido esos datos esclarecedores de segunda o tercera mano, de un barrendero que pasaba, de un oficial de policía retirado, de algún asiduo de su club o incluso, tal vez, de algún ministro de Estado con quien se haya visto en una recepción pública o privada.
De todos modos, sobre la categoría de esclarecedores no puede haber ninguna duda. Era como caminar desde un bosque hacia una llanura: no había mucho para ver pero sí había muchísima luz. No, no había mucho para ver y, francamente, por un rato considerable no logré percibir nada. Quedaba tan sólo la impresión de luminosidad, la cual, a pesar de su calidad satisfactoria, era pasiva. Más tarde, después de una semana, me encontré con un libro que, hasta donde yo sé, no ha obtenido nunca éxito: las muy escuetas memorias de un auxiliar de comisario de policía, un hombre de obvia competencia, con una fuerte impronta religiosa en su carácter, que llegó a ese cargo en la época de los atentados dinamiteros en Londres, por los años ‘80. El libro era bastante interesante, muy discreto, por supuesto; he olvidado en este momento el conjunto de su contenido. No incluía revelaciones, rozaba la superficie agradablemente y eso era todo. No trataré siquiera de explicar por qué me sentía atraído por un corto pasaje de unos siete renglones, en el que el autor (creo que su nombre era Anderson) reprodujo un breve diálogo mantenido en un pasillo de la Cámara de los Comunes, después de un imprevisto atentado anarquista, con el Secretario del Interior. Creo que por entonces lo era Sir William Harcourt. El ministro estaba muy irritado y el policía se mostraba apologético. De las tres frases que intercambiaron, lo que más me llamó la atención fue el airado arranque de Sir W. Harcourt: « todo esto está muy bien. Pero su idea de la reserva acerca de ellos parece consistir en mantener al Ministro del Interior en la oscuridad». Buena caracterización del temperamento de Sir W. Harcourt, pero no mucho más; aunque debe haber habido una cierta atmósfera en todo el incidente porque de inmediato me sentí estimulado. Y en mi mente sobrevino lo que un estudiante de química entendería muy bien comparándolo con la adición de una diminutísima gota del elemento pertinente, que precipita el proceso de cristalización en un tubo de ensayo lleno de alguna solución incolora.
Primero experimenté un cambio mental que removió mi imaginación aquietada, en la que formas extrañas, bien delineadas en sus contornos, pero imperfectamente aprehendidas, aparecieron exigiendo atención, como los cristales lo harían con sus formas caprichosas e inesperadas. A partir de ese fenómeno comencé a meditar, incluso acerca del pasado: acerca de Sudamérica, un continente de crudo sol y brutales revoluciones; acerca del mar, vasta extensión de aguas saladas, espejo de los enojos y sonrisas del cielo, reflector de la luz del mundo.
Luego surgió la visión de una enorme ciudad, de una monstruosa ciudad, más populosa que algunos continentes, indiferente a los enojos y sonrisas del cielo en sus obras; una cruel devoradora de la luz del mundo.
Había allí lugar suficiente para desarrollar cualquier historia, profundidad suficiente para cualquier pasión, suficiente variedad para un marco ambiental, oscuridad suficiente para sepultar cinco millones de vidas.
Irresistible, la ciudad se convirtió en el entorno para el siguiente período de profundas meditaciones tentativas. Panoramas sin fin se me abrieron en diversas direcciones. ¡Hubiera llevado años encontrar el camino correcto! ¡Parecía que iba a llevar años!... Con lentitud el vislumbrado convencimiento de la pasión paternal de Mrs. Verloc creció como una llama entre mi persona y ese entorno, tiñéndolo con su secreto ardor y recibiendo, a cambio, algo del sombrío colorido ambiental.
Por fin la historia de Winnie Verloc se irguió completa desde los días de su infancia hasta el desenlace, desproporcionada todavía, con todos sus elementos aun en el plano focal, como estaba; pero lista ahora para ser abordada. Fue trabajo de unos tres días.
Este libro es esa historia, reducida a proporciones lógicas, con todo su transcurso sugerido y centrado alrededor de la absurda crueldad de la explosión del Greenwich Park. Tuve allí una labor no precisamente ardua, pero sí de absorbente dificultad. Con todo, había que hacerla. Era una necesidad. Las figuras agrupadas alrededor de Mrs. Verloc y relacionadas directa o indirectamente con su trágica sospecha de que “la vida no resiste una mirada profunda”, son el resultado de esa real necesidad. En forma personal nunca dudé de la realidad de la historia de Mrs. Verloc, pero había que desprenderla de su oscuridad en esa inmensa ciudad, hacerla creíble. Y no me refiero tanto a su alma cuanto a sus circunstancias, no aludo tanto a su psicología cuanto a su humanidad. Para las circunstancias no faltaban sugestiones. Tuve que pelear duro para mantener a distancia prudencial los recuerdos de mis paseos solitarios y nocturnos por todo Londres, en mi juventud, para que no se abalanzaran abrumadores en cada página de la historia, ya que emergían, uno tras otro, dentro de mi estilo de sentir y de pensar, tan serio como cualquier otro que haya campeado en cada línea escrita por mí. En este sentido pienso, en realidad, que El agente secreto es un genuino producto de elaboración. Incluso el objetivo artístico puro, el de aplicar un método irónico a un tema de esta índole, fue formulado con deliberación y en la creencia fervorosa de que sólo el tratamiento irónico me capacitaría para decir todo lo que sentía que debía decir, con desdén y con piedad. Una de las satisfacciones menores de mi vida de escritor es la de haber asumido esa resolución y haber logrado, me parece, llevarla hasta el fin. También con los personajes aquellos a quienes la absoluta necesidad del caso- el de Mrs. Verloc- pone de relieve dentro del conjunto de Londres, también con ellos alcancé esas pequeñas satisfacciones que tanto cuentan en la realidad frente al cúmulo de dudas oprimentes que rondan con persistencia todo intento de trabajo creativo. Por ejemplo, con Mr. Vladimir mismo, que era perfecto partido para una presentación caricaturesca, me sentí, gratificado cuando escuché decir a un experimentado hombre de mundo: «Conrad debe haber tenido relación con ese mundo o por lo menos tiene una excelente intuición de las cosas», porque Mr. Vladimir era no sólo posible en los detalles, sino, justamente, en lo esencial. Luego, un visitante llegado de América me contó que toda clase de refugiados en Nueva York sostenían que el libro había sido escrito por alguien que los conocía mucho. Éste me pareció un alto cumplido considerando que, de hecho, los he conocido menos que aquel omnisciente amigo que me dio la primera sugerencia para la novela. No dudo, sin embargo, que hubo momentos, mientras escribía el libro, en los que yo era un total revolucionario, no diré más convencido que ellos, pero ciertamente alimentando un objetivo más concentrado que el de cada uno de ellos haya abrigado en el transcurso íntegro de su vida. Y no digo esto por alardear. Simplemente atiendo mi negocio. Con el material de todos mis libros siempre he atendido mi negocio. Lo atenderé entregándome a él por completo. Y esta aseveración tampoco es alarde. No podría haber obrado de otro modo. Una falsedad me hubiera deprimido demasiado.
Las sugerencias para ciertos personajes del relato, respetuosos de la ley o desdeñosos de ella, vinieron de diversas fuentes que, tal vez, algún lector pudo haber reconocido. No son oscuras en exceso. Pero aquí no me interesa legitimar a alguno de esos personajes, e incluso, para mi criterio general acerca de las reacciones morales entre el criminal y la policía, todo lo que me aventuraría a decir es que me parecen por lo menos sostenibles.
Los doce años transcurridos desde la publicación del libro no han cambiado mi actitud. No me arrepiento de haberlo escrito. Recientemente, circunstancias que nada tienen que ver con el contenido general de este prefacio, me impulsaron a desnudar este relato de sus ropajes literarios de indignado desdén, con que mucho me costó revestirlo años atrás. Me vi forzado, por así decir, a mirar su esqueleto desnudo: es una horrible osamenta, lo confieso. Pero aún me permitiré decir que al relatar la historia de Winnie Verloc hasta su final anarquista de absoluta desolación, locura y desesperanza, y al contarla como lo he hecho aquí, no he intentado cometer una afrenta gratuita a los sentimientos de la humanidad.

26 ago 2010

" Breve defensa de la poesía "

Las discusiones sobre el papel del artista en la sociedad pocas veces dan fruto porque sus participantes no han definido qué quieren decir con los términos que usan. Mientras malinterpretemos lo que otros dicen, ni el acuerdo central ni la diferencia genuina de opinión son posibles. Empezaré, entonces, con algunas definiciones.
Individuo. En primer lugar, un término biológico: un árbol, un caballo, un hombre, una mujer. En segundo lugar, como el hombre es un animal social y nace sin formas instintivas de conducta, el término es sociopolítico: un americano, un doctor, un miembro de la familia Smith. Como individuos somos, se quiera o no, miembros de una sociedad o de varias sociedades, cuya naturaleza esta determinada por necesidades biológicas y económicas. Como individuos nos crean por reproducción sexual y condicionamientos sociales y sólo se nos puede identificar por las sociedades a las que pertenecemos. Como individuos, somos comparables, clasificables, contables, remplazables.
Persona. Como personas, cada uno de nosotros puede decir yo respondiendo al tú de otras personas. Como personas, cada uno de nosotros es único, miembro de una clase propia con una perspectiva única del mundo, alguien que no se parece a nadie que haya existido antes y que no lo será a nadie que exista después. El mito de la descendencia de toda la humanidad de un solo antepasado, Adán, es un modo de decir que se nos llama a la existencia personal, no por un proceso biológico sino por otras personas, nuestros padres, amigos, etcétera. De hecho cada uno de nosotros es Adán, una encarnación de toda la humanidad. Como personas no somos miembros de las sociedades pero, junto con otras personas, tenemos la libertad de formar comunidades por amor a algo mas que nosotros, por la música, la filatelia o por el estilo. Como personas somos incomparables, inclasificables, incontables, irremplazables.
Al parecer muchos animales cuentan con un código de señales para comunicarse entre individuos de la misma especie, con el fin de transmitir una información vital sobre sexo, territorio, alimento, enemigos. En los animales sociales como la abeja, este código puede volverse complejísimo pero sigue siendo un código, una herramienta impersonal de comunicación: no evoluciona hacia el lenguaje porque el lenguaje no es un código sino la palabra viva. Sólo las personas pueden crear el lenguaje porque solo ellas desean abrirse libremente a otros, dirigirse a otros y responder a otros en la primera o segunda personas, o por sus nombres: sin importar qué tan elaborados estén, todos los códigos se limitan a la tercera persona.
Como los hombres son a la vez individuos sociales y personas, necesitan un código y un lenguaje. Para ambos se emplean lo que llamamos palabras, pero entre nuestro uso de ellas como señales y nuestro uso de ellas como discurso personal hay un abismo; si no hacemos esta distinción no podremos entender un arte literario como la poesía ni comprender su función.
Los pronombres personales de la primera y segunda personas no tienen género; el de la tercera tiene género, y en realidad debería llamarse impersonal. Al hablar sobre alguien más a un tercero, la tercera persona es una necesidad gramatical, pero pensar en otros como él o ella es pensar en ellos no como personas sino como individuos.
Los nombres propios son intraducibles. Al traducir al inglés una novela alemana cuyo héroe se llama Heinrich, el traductor debe escribir Heinrich y no cambiarlo por Henry.
La poesía es lenguaje en el más personal, el más íntimo de los diálogos. Un poema sólo tiene vida cuando un lector responde a las palabras que el poeta escribió.
La propaganda es un monólogo que no busca una respuesta sino un eco. Hacer esta distinción no es condenar a toda propaganda como tal. La propaganda es una necesidad de la vida social humana. Pero no distinguir la diferencia entre poesía y propaganda les hace a las dos un daño indecible: la poesía pierde su valor y la propaganda su eficacia.
En formas más primitivas de organización social, por ejemplo en las sociedades tribales o campesinas, a la índole personal del lenguaje poético la oscurece el hecho de que la sociedad y la comunidad más o menos coinciden. Todos se ocupan del mismo tipo de actividad económica, todos conocen a los demás personalmente y más o menos comparten los mismos intereses. Más aún, en una sociedad primitiva, la poesía, el lenguaje de la revelación personal, no se ha separado de lo mágico, del intento por controlar las fuerzas naturales mediante la manipulación verbal. Por otra parte, hasta la invención de la escritura, el hecho de que el verso es mas fácil de recordar que la prosa da al primero un valor de utilidad social no poético, como mnemotecnia para transmitir conocimientos esenciales de una generación a otra.
Donde quiera que haya un mal social verdadero, la poesía, o cualquier arte para el caso, es inútil como arma. Aparte de la acción política directa, la única arma es el informe de hechos: fotografías, estadísticas, testimonios.
Las condiciones sociales que conozco personalmente y en las que tengo que escribir son las de una sociedad tecnológicamente avanzada, urbanizada y aglomerada. Estoy seguro de que en cualquier sociedad (no importa cuál sea su estructura-política) que alcance el mismo nivel de desarrollo tecnológico, urbanización y riqueza, el poeta se enfrentará a los mismos problemas.
Es difícil concebir una sociedad abundante que no sea una sociedad organizada para el consumo. El peligro en una sociedad así es el de no distinguir entre aquellos bienes que, como la comida, pueden consumirse y hacerse a un lado o, como la ropa y los automóviles, descartarse y reemplazarse por otros más nuevos, y los bienes espirituales como las obras de arte que sólo alimentan cuando no se consumen.
En una sociedad opulenta como Estados Unidos, las regalías dejan bien claro al poeta que la poesía no es popular entre los lectores. Para cualquiera que trabaje en este medio, creo que esto debía ser más un motivo de orgullo que de vergüenza. El público lector ha aprendido a consumir incluso la mejor narrativa como si fuera sopa. Ha aprendido a mal emplear incluso la mejor música, al usarla de fondo para el estudio o la conversación. Los ejecutivos empresariales pueden comprar buenos cuadros y colgarlos en sus paredes como trofeos de estatus. Los turistas pueden "hacer" la gran arquitectura en un tour guiado de una hora. Pero gracias a Dios la poesía aún es difícil de digerir para el público; todavía tiene que ser "leída", esto es, hay que llegar a ella por un encuentro personal, o ignorarla. Por penoso que sea tener un puñado de lectores, por lo menos el poeta sabe algo sobre ellos: que tienen una relación personal con su obra. Y esto es más de lo que cualquier novelista de bestsellers podría reclamar para sí.

25 ago 2010

"Cómo leer un libro"

La idea de hacer una feria del libro en la ciudad donde hace un siglo Nietzsche perdió la razón suena, de alguna manera, bien; para ser precisos, parece una cinta de Moebius (comúnmente conocida como un círculo vicioso), ya que varios de los puestos de esta feria están ocupados por las obras completas o escogidas de este gran alemán. En conjunto, la infinitud es un aspecto muy palpable en este negocio de la edición, bien sea porque extiende la existencia de un autor muerto más allá de los límites que él imaginó, o porque le suministra a un autor vivo un futuro que todos preferimos considerar como interminable.
En conjunto, los libros son menos finitos que nosotros. Incluso los peores de ellos duran más que sus autores, principalmente porque ocupan una cantidad menor de espacio físico que quienes los escribieron. A menudo permanecen en los estantes absorbiendo polvo mucho después de que el propio escritor se ha convertido en un puñado de polvo. Pero aun esta forma de futuro es mejor que la memoria de unos cuantos parientes y amigos sobrevivientes con quienes no se puede contar, y es a veces precisamente el apetito por esta dimensión póstuma lo que pone una pluma en movimiento.
Así, mientras manipulamos estos objetos rectangulares —en octavo, en cuarto, en duodécimo, etc.— no estaríamos terriblemente equivocados si asumiéramos que estamos tocando con nuestras manos, por así decirlo, las urnas reales o potenciales con nuestras cenizas de regreso. Al fin de cuentas, lo que se incluye en la escritura de un libro —ya sea novela, tratado filosófico, colección de poemas, biografía o relato policiaco— es, en últimas, la única vida de un hombre: buena o mala pero siempre finita. Quienquiera que dijo que filosofar es un ejercicio en morir tenía razón en más de un sentido, ya que por escribir un libro nadie se vuelve más joven.
Ni tampoco se vuelve más joven por leerlo. Por ello, deberíamos tener una preferencia natural por los libros buenos. La paradoja, sin embargo, reside en el hecho de que en literatura, como en casi todo, “bueno” no es una categoría autónoma: se define por contraposición a “malo”. Más aún, para escribir un buen libro un escritor debe leer gran cantidad de basura, de lo contrario no podría desarrollar los criterios necesarios. Ésa puede ser la mejor defensa de la mala literatura en el Juicio Final; es también la raison d'être de los actos en que tomamos parte hoy.
Como todos estamos moribundos y como leer libros lleva tiempo, debemos arbitrar un sistema que nos permita una apariencia de economía. Claro, no se puede negar el posible placer de encerrarse con una novela mediocre bien gruesa y bien lenta; sin embargo, todos sabemos que podemos complacernos de esa manera sólo hasta cierto punto. Al final, leemos no por leer sino para aprender. De ahí la necesidad de concisión, de condensación, de fusión, de obras que evidencien el predicamento humano con toda su diversidad, bajo una luz más vívida; en otras palabras, la necesidad de un atajo. De ahí también —como subproducto de nuestra sospecha de que tales atajos existen (y existen, pero sobre eso más adelante)— la necesidad de una brújula en el océano de la materia impresa disponible.
El papel de esa brújula lo desempeñan, por supuesto, la crítica literaria, los comentaristas. Por desgracia, la aguja oscila locamente. Lo que para unos es norte, para otros es sur (Suramérica, para ser más preciso); lo mismo sucede, y en mayor grado todavía, con oriente y occidente. El problema con el crítico es (como mínimo) triple: a) puede ser un escritorzuelo tan ignorante como nosotros; b) puede tener fuerte predilección por cierto tipo de escritura o sencillamente acomodarse a la industria editorial, y c) si es un escritor de talento convertirá sus críticas en una forma de arte independiente —Jorge Luis Borges viene a cuento—, y uno puede acabar leyendo los comentarios más que los propios libros.
En todo caso, nos encontramos a la deriva en medio del océano, con páginas y páginas flotando en todas las direcciones, aferrados a una balsa cuya capacidad de flotación no es segura. La alternativa, por consiguiente, sería desarrollar nuestro propio gusto, fabricar nuestra propia brújula, familiarizarnos, por así decirlo, con estrellas y constelaciones particulares: opacas o brillantes pero siempre remotas. Esto, sin embargo, requiere montones de tiempo, y bien podría uno encontrarse viejo y gris buscando la salida con un infecto volumen bajo el brazo. Otra alternativa —o quizás sólo parte de la misma— es proceder de oídas: la opinión de un amigo, una referencia encontrada en un texto que nos gusta. Aunque de ninguna manera institucionalizado (lo que no sería una mala idea), este tipo de procedimiento nos es familiar a todos desde la primera niñez. Pero también la seguridad que nos da resulta pobre, pues el océano de la li-teratura disponible se hincha y se amplía constantemente, como de sobra lo atestigua esta feria del libro: no es sino otra tempestad en ese océano.
¿Dónde está, entonces, la tierra firme, así sea una isla inhabitable? ¿Dónde está nuestro buen Viernes, para no hablar de Chita?
 Antes de presentar mis sugerencias —¡no!, la que percibo como la única solución para tener un gusto sólido en literatura— me gustaría decir unas cuantas palabras sobre la fuente de esta solución, es decir, sobre mi humilde yo —no debido a mi vanidad personal sino porque creo que el valor de una idea se relaciona con el contexto en el cual emerge—. En efecto, de haber sido editor, pondría en las cubiertas de los libros no sólo el nombre del autor sino también la edad exacta en la que escribió esta o aquella obra, a fin de permitirle decidir a sus lectores si están interesados en la información o en las opiniones de un hombre mucho más joven —o, acaso, mucho más viejo— que ellos.
La fuente de la sugerencia que viene pertenece a la categoría de personas (¡ay!, ya no puedo seguir usando el término “generación”, que implica cierto sentido de masa y de unidad) para quienes la literatura ha sido siempre cuestión de un centenar de nombres; aquellos cuyas gracias sociales habrían hecho respingar a Robinson Crusoe e incluso a Tarzán; a los que se sienten raros en las grandes reuniones, no bailan en las fiestas, tienden a buscar excusas metafísicas para el adulterio y son remilgados a la hora de hablar de política; aquellos que se desagradan a sí mismos mucho más de lo que desagradan a sus detractores; que todavía prefieren el alcohol o el tabaco a la heroína o la marihuana; aquellos que, en palabras de W. H. Auden, “no encontrará uno en las barricadas y que nunca se suicidan ni matan a sus amantes”. Si alguna de estas personas eventualmente es encontrada nadando en su sangre en el piso de una celda carce­laria o hablando desde una plataforma, es porque se ha re­be­lado (o más precisamente, ha puesto objeciones) no contra una injusticia particular sino contra el orden del mundo en su conjunto. No se hacen ilusiones sobre la objetividad de las opiniones que proclaman; por el contrario, insisten desde el primer momento en su imperdonable sub­jeti­­vidad. Sin embargo, actúan de esa manera no con el propósi­to de guarecerse contra un posible ataque: por lo general, están plenamente conscientes de la vulnerabilidad intrínseca de sus opiniones y de la posición que defienden. Pero —asu­mien­do una actitud en cierta manera opuesta a la dar­winiana— consideran la vulnerabilidad como el rasgo primario de la materia viva. Esto, debo añadir, tiene menos que ver con tendencias masoquistas, atribuidas hoy a casi cualquier hombre de letras, que con su conocimiento instintivo, a veces de primera mano, de que la extrema subjetividad, el prejuicio e incluso la idiosincrasia son lo que ayuda al arte a evitar el cliché. Y la resistencia al cliché es lo que distingue al arte de la vida.
Ahora que conocen los antecedentes de lo que voy a decir, más vale decirlo de una vez. La manera de desarrollar buen gusto en literatura es leer poesía. Si piensan que estoy hablando por partidismo profesional, que estoy tratando de defender los intereses de mi gremio, están equivocados: no soy sindicalista. La clave consiste en que siendo la forma suprema de la locución humana, la poesía no es sólo la más concisa, la más condensada manera de transmitir la experiencia humana; ofrece también los criterios más elevados posibles para cualquier operación lingüística, especialmente sobre papel.
Mientras más poesía lee uno, menos tolerante se vuelve a cualquier forma de verbosidad, ya sea en el discurso político o filosófico, en historia, estudios sociales o en el arte de la ficción. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, rapidez e intensidad lacónica de la dicción poética. Hija del epitafio y del epigrama, concebida al parecer como un atajo hacia cualquier tema concebible, la poesía impone una gran disciplina a la prosa. Le enseña no sólo el valor de cada palabra sino también los patrones mentales mercuriales de la especie, alternativas a una composición lineal, la destreza de evitar lo evidente, el énfasis en el detalle, la técnica del anticlímax. Sobre todo, la poesía desarrolla en la prosa ese apetito por la metafísica que distingue a una obra de arte de las meras belles lettres . Hay que admitir, sin embargo, que en este aspecto particular la prosa ha demostrado ser una discípula más bien perezosa.
Por favor, no me interpreten mal. No estoy tratando de desacreditar la prosa. La verdad del asunto es que la poesía es sencillamente más antigua que la prosa y por lo tanto ha cubierto una mayor distancia. La literatura empezó con la poesía, con el canto de un nómade que antecedió a los garrapateos del colonizador. Y aun cuando en alguna parte he comparado la diferencia entre poesía y prosa a la que hay entre la fuerza aérea y la infantería, la sugerencia que me propongo hacer no tiene nada que ver ni con la jerarquía ni con los orígenes antropológicos de la literatura. Todo lo que quiero es ser práctico y ahorrar a su vista y a sus células cerebrales un montón de materia impresa inútil. La poesía, podría decirse, se inventó sólo con este propósito, pues es sinónimo de economía. Lo que uno debería hacer, por lo tanto, es reconstruir, así sea en miniatura, el proceso que se dio en nuestra civilización en el curso de dos milenios. Es más fácil de lo que se podría pensar, pues el cuerpo de la poesía es mucho menos voluminoso que el de la prosa. Más aún, si lo que a usted le interesa especialmente es la literatura contemporánea, entonces su oficio es pan comido. Todo cuanto tiene que hacer es proveerse por un par de meses con obras de poetas de su lengua natal, preferiblemente de la primera mitad de este siglo. Supongo que acabará con una docena de libros delgados, y al terminar el verano estará en gran forma.
Si su lengua madre es el inglés, le recomendaría a Robert Frost, Thomas Hardy, W. B. Yeats, T. S. Eliot, W. H. Auden, Marianne Moore y Elizabeth Bishop. Si el alemán, Rainer Maria Rilke, Georg Trakl, Peter Huchel y Gottfried Benn. Si es el español, Antonio Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez y Octavio Paz bastarán. Si su lengua es el polaco —o si usted sabe polaco (lo cual sería una gran ventaja, porque la poesía más extraordinaria de este siglo está escrita en esa lengua)— me gustaría sugerirle los nombres de Leopold Staff, Czeslaw Milosz, Zbigniew Herbert y Wislawa Szymborska. Si es francés, entonces por supuesto Guillaume Apollinaire, Jules Supervielle, Pierre Reverdy, Blaise Cendrars, algo de Paul Eluard, un poquito de Aragon, Victor Segalen y Henri Michaux. Si es griego, debería leer a Constantino Cavafis, Georgio Seferis, Yannis Ritsos. Si holandés, tendría que ser Martinus Nijhoff, en particular su asombroso “Awater”. Si es portugués, debe leer a Fernando Pessoa y quizás a Carlos Drummond de Andrade. Si es la lengua sueca, lea a Gunnar Ekelöf, Harry Martinson, Tomas Tranströmer. Si ruso, tendrían que ser —por lo menos— Osip Mandelstam, Marina Tsvetaeva, Anna Ajmátova, Boris Pasternak, Vladislav Khodasevich, Velemir Khlebnikov, Nicolai Klyvev. De ser el italiano, no presumo de someterle ningún nombre a esta audiencia, y si menciono a Quasimodo, Saba, Ungaretti y Montale es simplemente porque hace mucho tiempo he querido reconocer mi gratitud y mi deuda personal y privada con estos cuatro grandes poetas cuyos versos influyeron mi vida de manera bastante crucial, y es algo que además me complace hacer estando en territorio italiano.
Si después de recorrer las obras de algunos de estos autores, usted deja de lado un libro de prosa tomado del estante, no será culpa suya. Si sigue leyéndolo, será mérito del autor; ello significará que ese autor tiene efectivamente algo que añadir a la verdad sobre nuestra existencia tal como fue conocida por los pocos poetas mencionados; esto demostrará que el autor al menos no es redundante, que su lenguaje tiene una gracia o una energía independientes. O acaso podrá querer decir que usted es un adicto incurable a la lectura. Hablando de adicciones, no es la peor.
Déjenme pintar aquí ahora una caricatura, porque las caricaturas acentúan lo esencial. En ella veo a un lector que tiene ambas manos ocupadas con libros. En la izquierda tiene una colección de poemas; en la derecha un volumen de prosa. Miremos de cuál prescinde primero. Naturalmente, puede ocupar ambas manos con volúmenes de prosa, pero ello lo dejaría con criterios que se autocancelan. Y, naturalmente, podría también preguntarse qué distingue a la buena poesía de la mala, y qué le garantiza que vale la pena fastidiarse con lo que tiene en la mano izquierda.
Bueno, para empezar, lo que tiene en la mano izquierda será, muy posiblemente, más liviano que lo que tiene en la derecha. En segundo lugar, la poesía, como una vez dijo Montale, es un arte incurablemente semántico y en ella las oportunidades para el charlatanismo son extremadamente limitadas. En el tercer verso el lector sabrá qué clase de cosa tiene en la mano izquierda, pues la poesía cobra sentido con rapidez y la calidad de su lenguaje se deja sentir de inmediato. Después de tres versos podrá echarle una mirada a lo que tiene en la mano derecha.
Esto, como les dije, es una caricatura. Pero también podrá ser la postura que muchos de ustedes asuman sin quererlo en esta feria del libro. Cerciórense, por lo menos, de que los libros que tienen entre las manos pertenezcan a diferentes géneros de la literatura. Ahora, ese movimiento de los ojos de izquierda a derecha puede llegar a ser, por supuesto, enloquecedor; pero ya no hay jinetes en las calles de Turín, y el espectáculo de un cochero azotando a su animal no empeorará el estado en que se encuentren el salir de este recinto. Además, dentro de cien años ninguna locura le importará mucho a las multitudes cuyo número rebasará con mucho el total de letricas negras de todos los libros juntos de esta feria. De manera que nada pierden con ensayar el pequeño truco que acabo de sugerirles.
 

24 ago 2010

Sabines por Sabines

Mi primer contacto con la Universidad fue la Escuela de Medicina, la que estaba en Santo Domingo, que había sido edificio de la Inquisición y que para mí, durante los tres años que estuve ahí, lo siguió siendo. En realidad odiaba esa escuela, y hasta la fecha me da escalofríos pasar por ahí... Yo venía de provincia, de Tuxtla Gutiérrez, una ciudad pequeña —en esa época, de treinta mil habitantes—, y la de México no era una ciudad tan grande como lo es ahora, pero proporcionalmente sí lo parecía: en 1945 tendría dos millones de habitantes. Cursé hasta la preparatoria en Tuxtla, y luego quise venir a la Universidad a estudiar medicina. Yo pensaba que mis papás querían un hijo médico, y se pusieron muy contentos de que fuera a estudiar medicina. Hice el viaje, fui a inscribirme a la universidad y ahí empezaron los traumas. Yo solito, en un ambiente que no conocía, me sentía desolado, abandonado, víctima de la agresividad de la ciudad de México. Un primo mío me llevó a inscribirme.

—Tienes que levantarte a las tres y media —me dijo— porque hay que estar a las cuatro.

Y llegamos, pues, a las cuatro de la mañana, y ya había cola como de cuadra y media. A las nueve abrieron la universidad —era el horario normal—, a esas horas empezó a funcionar la fila; llegué a la ventanilla exactamente a la una de la tarde, y la señora me dio con la puerta de la ventanilla en las narices.

—Pero oiga usted...

—Nada, ya se acabó. Venga mañana.

Ahí empezaron los traumas. Al día siguiente tuve que volver a hacer cola a las cuatro de la mañana. Por fortuna llegué a la ventanilla como diez minutos antes de la una, y me atendió la vieja del día anterior, una mujer odiosa, por lo menos para mí se merecía todos los calificativos... Era la señorita Nájera, no me olvidaré jamás de su nombre pues tuve que tratar con ella varias veces y siempre me tronaba las puertas en las narices. La cosa es que por fin me inscribí en la Escuela de Medicina.


Paseo de perros

La clase de anatomía era a las siete de la mañana, y yo hice todo lo posible para asistir a esa hora y no pude. Vivía a tres cuadras de la escuela, en Belisario Domínguez. A pie iba yo, pero a las siete de la mañana no podía... Un doctor, de apellido Bandera, daba su materia de anatomía a las tres de la tarde, era el único que la daba a esa hora. Y la de anatomía era la clase fundamental. Opté, entonces, con el doctor Bandera, pero al presentarme...

—Usted está inscrito a las siete de la mañana.

—Sí, doctor.

—Tráigame una orden del profesor para poder hacer el cambio.

Transcurrieron cuatro meses para que consiguiera esa orden. Así que a mediados de año ya estaba condenado a una prueba doble, porque tenía una de faltas con el maestro Bandera...

Ya le había agarrado horror a la escuela. Me aconsejaron, y lo hice al pie de la letra, que me hiciera pasar por muchacho de segundo año reprobado, para evitar las novatadas, que eran terribles: te pintaban a cada rato, no sólo te cortaban el pelo sino que te echaban pintura, te montaban, te hacían lo que querían... Me hice entonces pasar como alumno de segundo año reprobado, me aprendí quiénes habían sido los maestros, lo hice muy bien y evité todo, todo... Ya había evitado hasta el paseo de perros, la culminación de las novatadas: agarraban a todos los novatos, les echaban pintura ya todos pelones, los montaban, los hacían pasear por el zócalo, por las principales avenidas del centro... Los vejaban, pues, de la manera más cochina. Yo me libré de todo eso. Pero como a diez días de paseo, un traidor chiapaneco le dijo a unos cuates:

—Ese tipo se ha hecho pasar por reprobado de segundo, pero no es cierto. Yo lo conozco muy bien, es de Chiapas, se llama...


Fueron conmigo y negué todo...

—Mira, hermano, olvídate: ya te libraste bastante tiempo y te burlaste. Dale gracias a Dios, pero de la peloneada no te vas a salvar.

Y me dejé. Me pasaron la maquinita de rasurar por un costado de la cabeza y por el otro. Había una señora gorda y chaparra, era un barril, medio loquita, que llegaba a la escuela todas las tardes; enamoraba a los muchachos, y éstos le hacían la corte... Recién peloneado que agarran a la señora y la ponen a bailar conmigo. Ésa fue la humillación mayor; desde todos los portales de arriba estaban los estudiantes viendo lo que hacía yo con la vieja aquella. Salí humillado y ofendido de la bailada.


Condenado a repetir la clase

Una experiencia en verdad dura fue mi primer examen. Había una clase de embriología que era semestral, todas las demás materias duraban un año. En junio se hacían los exámenes de embriología. Reunían a todos los grupos en el auditorio, que tenía capacidad como para setecientos u ochocientos estudiantes. Acudí al examen, sabía yo de la materia —era machetero, estudiaba mucho—, y a mi lado se sentó un muchacho... No olvidaré tampoco su nombre: Sánchez González, Alberto. Yo: Sabines Gutiérrez, Jaime. Me dijo:


—Oye, mano, sóplame...

—Espérate, estoy contestando mi examen.

Pasaban los maestros en sus rondas de vigilancia. Contesté mi prueba y luego le dije todos los datos que pude, lo ayudé bastante. Era obvio que mi prueba estaba mejor desarrollada. La cosa es que entregamos los exámenes; en una mesa estaba el maestro con todos sus ayudantes.

Como a los ocho días salieron las listas con las calificaciones. Y me dice feliz un amigo de Chiapas, que había querido competir conmigo toda la primaria, secundaria y preparatoria:

—Jaime, ya salieron las calificaciones.

—¿No te fijaste cuánto saqué?

—Sí, claro. Sacaste cero.

—¿Qué? ¡Estás loco!

Bajo la escalera estaban las calificaciones. Miro: "Sánchez González, Alberto: 8", "Sabines Gutiérrez, Jaime: 0". Me dije: es un error, con seguridad me saqué diez y aquí me ponen cero. Fui a ver a la señorita Nájera.

—¿Qué se le ofrece?

—Esto, señorita: creo que hay un error...

—¿Cuál es su nombre?

—Sabines Gutiérrez, Jaime.

—No, señor, no hay ningún error: tiene usted cero.

—Pero, señorita...

—No hay ningún error, deje usted de molestar.

Y yo: qué hago, Dios mío. No había otra clase de embriología. Con cero estaba condenado a repetir la clase en el siguiente año; de haber reprobado con cinco tenía derecho al extraordinario. Averigüé entonces la dirección del doctor Daniel Nieto Roaro, que vivía en avenida Chapultepec y ahí tenía su consultorio. Y voy a buscarlo. Había dos o tres gentes. Abría él la puerta: pase usted, pase usted... Hasta que me tocó mi turno.

—Pase usted, joven —me dijo, muy atento, pero en cuanto le dije "maestro" él se volvió a verme y cambió de actitud: del que busca la lana al que está viendo a un pobre diablo que es su alumno—. ¡¿Qué desea?!

—Maestro, vine a verlo porque me pasa esto... Estoy seguro que no puedo tener cero, yo sé embriología.

—¿Cuál es su nombre?

Se lo di, el doctor Nieto sacó una listita de seis gentes.

—Sabines, aquí está. Sí tiene usted cero.

—¿Por qué, maestro?

—Usted contestó "presente" cuando pasé lista, pero su prueba nunca apareció: usted no me presentó su prueba.

—La dejé en el escritorio...

—Es lo que usted dice, yo no la tuve.

—Maestro, no me haga usted eso, con cero no puedo ni hacer el extraordinario.

—No es culpa mía.

—Hágame usted un examen ahorita, hágame cinco preguntas y si no sé repruébeme.

—No estoy para hacer exámenes cuando los alumnos quieren, la Universidad es la que determina la fecha de los exámenes. Tenga la bondad de retirarse.

Salí del consultorio deseando tener una pistola y balacear al viejo chaparro ese. Ahí se acabó mi aventura de la Escuela de Medicina. Se acabó porque perdí la fe, la confianza en mí mismo. Recuerdo que cuando presenté neuroanatomía y saqué 9.5 no lo creía. Me sentía como si hubiera robado la calificación. Y luego, en ese año de 1945, estalló una huelga en la Universidad. No sabía qué hacer: estaba esperando mi examen de anatomía para el 20 de diciembre, y la huelga estalló el cuatro. Quería ir a pasar las vacaciones a mi tierra, cuando menos pasar la Nochebuena y el Año Nuevo con mis viejos. Le hablé a mi papá y le pregunté si podía irme. Me dijo:

—Sí, vente.

Y así me fui a pasar la Nochebuena, con la alegría a medias: seguía debiendo anatomía, que era la base de toda la carrera.



Y lloré como un muchachito

Regresé en febrero y presenté el examen extraordinario. Luego a la clase de disecciones, que también era a las siete de la mañana, casi no llegué, tuve muchas faltas. La prueba teórica la resolví muy bien, pero en la práctica me tocó la rodilla para diseccionarla... Se acercó el maestro:

—¿Qué es esto?

—Mire, el ligamento anterior...

—¡Esto es una carnicería!

Nunca le tuve miedo ni horror o asco al cuerpo humano, pero no aprendí. Sabía de anatomía teóricamente. Con todo eso me pusieron dos sietes y un siete punto cinco.

En segundo año el equivalente de la anatomía era fisiología. También me tocó al final de año prueba doble, pues ya casi no iba a la escuela. Odiaba la escuela. Y había una clase de maestros... Decían: hay mucho estudiante de medicina, ya somos muchos médicos, ¿por qué no se van a estudiar otra carrera?

En esos tres años de la Escuela de Medicina me hice poeta, con el dolor, la soledad y la angustia. Compraba unas libretas muy grandes, y no había noche que no me pusiera a escribir de mis angustias, de mis penas, de mi tragedia personal. Escribía páginas y páginas. Nunca salió un buen poema, desde luego, nunca publiqué nada de eso. Pero sí agarré el oficio de poeta en esos tres años, pues escribía yo por necesidad. Anteriormente hacía un poema a la novia, todo muy bonito. Lo hice en serio cuando sentí la agresión de la capital, cuando sentí la soledad... Lo primero fue lo hostil de la enorme ciudad de México, y la hostilidad particular hacia mí en la escuela: fue mi estado de ánimo el que acrecentaba los estragos que hacía en mí la Escuela de Medicina.

Después de tres años me decidí a hablar con mi padre. Fui a Chiapas en unas vacaciones.

—Oye, viejo, te voy a decir una cosa. Voy a seguir estudiando medicina, pero nada más para colgar el título en la pared de tu casa; no voy a ejercer como médico.

Mi papá se me quedó viendo sin entender. Yo seguí:

—No quiero seguir estudiando medicina. Si sigo será porque tú me obligues a eso.

—¿Pero quién te ha obligado, hijo? Nadie te dijo: ve a estudiar medicina. Tu mamá y yo nos pusimos muy contentos porque íbamos a tener un hijo médico, pero lo mismo hubiera sido si nos dijeras: voy a estudiar ingeniería, quiero ser abogado... Lo que quisieras ser nos daría mucho gusto porque ni Juan ni Jorge, tus hermanos, pudieron estudiar más allá de la preparatoria. Nosotros no te guiamos ni te dijimos que estudiaras medicina.

—Pues no.

Me volví, fui a mi cuarto y me puse a llorar como un muchachito, a grito pelado, convulsivamente. Era la tensión de tres años de angustia, que se resolvieron de la manera más sencilla y absurda. Me di cuenta que era yo el que se presionaba.


Mientras un gato la mira

Dejé la medicina en paz y después vine a Filosofía y Letras, que estaba en Mascarones. Ahí me sentí de maravilla. Ya conocía la ciudad de México, ya había pasado tres años solo. Y me fui con mi vieja casera, doña Anita, que vivía con una hermana y una hijita, la niña que toca el piano "mientras un gato la mira", que era la Maruca. Doña Anita se había cambiado a la calle de Cuba, a una cuadra de donde vivíamos antes. Era yo su único huésped. Había dos recámaras: una para la viejita, su hermana y su hija, y otra que daba a la calle y era la que me alquilaba... Lo que tenía enfrente era la calle de la perdición: estaba el teatro Lírico, con una escandalería hasta la una de la mañana; y a un lado del Lírico estaban dos cabarets, La Perla y Las Cavernas... Y ésos eran centros nocturnos más o menos potables, pues cuando estudiaba medicina me iba a meter a unos cabarets de rompe y rasga. Recuerdo uno que se llamaba El Chapulín, en el que no había día de Dios en que no hubiera uno o dos heridos de arma blanca. A un amigo mío una vez lo iban a matar. Era pura gente de baja ralea, y pura muchacha de a veinte centavos la pieza.

Me instalé, pues, en República de Cuba y me inscribí en Mascarones. Las clases eran de las cuatro de la tarde a las ocho de la noche todos los días. Uno de mis maestros fue Julio Torri, viejito delicioso al que nadie le hacía caso. Tenía una vocecita, y en el salón como de sesenta muchachos se la pasaban todos platicando. Yo procuraba sentarme cerca, en primera o segunda fila, para escucharlo. Conocía ya sus escritos, sus poemas en prosa. Torri no se peleaba, no decía: "Cállense" ni regañaba a los estudiantes ni nada, iba a lo suyo, el que quisiera oírlo que lo oyera. El maestro que más admiraba era José Gaos, pero él daba filosofía. De todos modos, siendo estudiante de lengua y literatura me iba a meter a las clases de Gaos, como oyente. Ahí hice muchos amigos como Ricardo Guerra, que fue marido de Rosario Castellanos, o Fernando Salmerón, que acaba de morir... En Mascarones también andaba Héctor Azar, al que teníamos como en segundo término, como un año atrás...Ya después se hizo un gran director de teatro. Estaban además Emilio Carballido, Sergio Magaña y las poetas Rosario Castellanos, Dolores Castro y Luisa Josefina Hernández. Ahí estuvo unos meses el nicaragüense Ernesto Cardenal.

En Mascarones estuve tres años. Pensaba seguirme de largo, pero en las vacaciones de finales de 1951 mi padre sufrió un accidente muy serio en Chiapas. Me quedé hasta que salió del hospital, y cuando vine a ver ya habían pasado las inscripciones. Dije: voy a regresar el año entrante. Lo que no sucedió.


"Ahí está la tienda, Jaime"

Me habló uno que era candidato al gobierno del estado para saber si quería participar en su campaña. Pensé: de aquí cuando menos voy a sacar una beca y vuelvo a estudiar el año entrante. No hubo tal beca ni nada porque el tipo, el licenciado Efraín Aranda Osorio, era un sádico. Tuvo de oradores a tres jóvenes poetas —José Falconi, Enoch Cansino Casahonda y yo—, y a los tres nos quiso humillar. A Pepe Falconi lo tuvo haciendo antesala como mes y medio. Me enteré y le dije:

—¿Por qué te dejas humillar de ese modo? No es justo, hemos sido sus confidentes...

—Sí, Jaime, pero tú puedes hacerlo, yo no. Estoy casado y tengo un hijo.

Tenía razón, se tenía que aguantar. Aranda Osorio le dio chamba a los dos meses de estar haciendo cola.

Recuerdo que por esos meses se celebraba en Veracruz el carnaval, y mi padre quiso ir. Lo fui a dejar al aeropuerto, y encontramos a Aranda Osorio, ya gobernador.

—¡Mi mayor! —le dijo a mi papá.

Luego se volvió a mí:

—Jaime, no me has ido a ver.

—Pensaba yo que no era oportuno, licenciado.

—Búscame, Jaime, búscame.

Mi padre me llamó la atención:

—Ya ves, te he estado diciendo que lo visites. Deja tu orgullo a un lado.

—Bueno, voy a ir.

Al día siguiente fui al palacio de gobierno a verlo. Daba audiencia en un salón grande de esta manera: empezaba a humillar a todo mundo. Por ejemplo:

—A ver, tú, ¿qué se te ofrece? ¡Ah, chamba, otra vez chamba!

Llegó un momento, después de dos horas de estar ahí, en que pensé que a lo mejor no me había visto. Me puse de pie, dominaba las cabezas de la gente que estaba ahí. Incluso se llegaron a cruzar nuestras miradas. "Me va a llamar", me dije, y me senté. A las dos y cuarto o dos y media de la tarde se levantó el hombre:

—Señores, me van a perdonar. El gobernador también es un ser humano y tiene que ir a comer. Los que no pude recibir ahora, mañana los espero.

"Mañana esperas a tu madre", me dije. Y no volví. Eso significó que a los pocos meses me casara. No podía regresar a la escuela, no tenía dinero para costearme los estudios, y mi hermano Juan había sido designado diputado federal por primera vez en su vida y debía viajar a la ciudad de México con su mujer y sus hijos...

—Si quieres vivir de algo, ahí está la tienda, Jaime.

¡Hijo, la tienda de ropa! ¡Qué cosa es eso! Ni modo...

—¿Cuánto voy a ganar?

—Fija tú el sueldo.

—¿Te parece bien que gane mil pesos mensuales?

—Está bien.

Estamos hablando de 1952, y mil pesos daban apenas para vivir. Yo era un idiota también, y Juan, sabiéndolo, me dijo que escogiera yo el sueldo. Como al año y medio le reclamé:

—No me alcanza con lo que gano.

—Pues súbete el sueldo.

Y me lo subí a mil quinientos. Con esa cantidad se podía vivir, sí, aunque con aprietos: comprando fiado el refrigerador, los muebles de la casa...

Para mí la tienda fue un martirio. El comercio de ropa era el oficio más antipoético del mundo. Vendía lo mismo camisas que telas metreadas para hacerte un vestido, una falda, un pantalón. Lo odioso de esa situación era el regateo.

—¿Cuánto cuesta ésta, patroncito? —me decía un indito.

Yo vendía a veinte pesos el metro de corte de pantalón, pero el pobre indito venía con su morral y sus ahorritos de seis meses para comprarse una muda de ropa...

—Te la voy a dejar en dieciséis.

Hacía mis cuentas: costaba catorce en la fábrica, le ponía un diez por ciento de traslado, renta de casa e impuestos.

—Le doy ocho, patrón.

¡No sabía yo vender! El mismo indito se iba a otras tiendas calle arriba y pagaba por aquel corte veintitrés pesos, pues así son los comerciantes: los explotan vilmente.

"Usted me engañó"

A los dos años la tienda de ropa de Juan ya venía para abajo: no vendía, no vendía, y sufría terriblemente por eso. Entonces abrí los ojos, porque empecé a comprar telas finas... Recuerdo que compré una pieza de seda natural color crudo, bonita seda. Pasó una de las señoras popof de Tuxtla, y me dijo:

—Don Jaime, ¿tiene alguna novedad?

—Sí, doña Laura.

Le mostré feliz la pieza de seda. Me costaba de fábrica treinta pesos el metro.

—¿Cuánto cuesta, don Jaime?

—Treinta y cinco, doña Laura.

—Pero me va a dejar los tres metros en cien, ¿verdad?

Y le di a treinta y tres pesos el metro, que era apenas sacar los gastos. Como a los ocho días volvió doña Laura Cano muy enojada.

—¡Usted me engañó! Eso que me vendió no era seda natural, ésa la tiene María Aramoni y cuesta sesenta pesos pero sí es seda natural.

A mi lado estaba un vendedor.

—Dígale a la señora qué clase de tela es ésta —le pedí.

—Es seda natural, de primera...

Ella no se fue muy convencida. Llamé a mi ayudante, Julio, y le dije:

—Quita los precios del aparador.

Tenía unos brocados que me costaban treinta pesos y los vendía yo a treinta y cinco...

—¿A cuánto los pongo, don Jaime?

—Cincuenta y cinco. Y esta seda natural vale desde este momento cincuenta y cinco, la vamos a dar cinco pesos más barata que doña María.

Y la tienda se fue para arriba. Me dediqué a vender pura tela fina.

Ésa fue una enseñanza, otra me la dio un yucateco. Era de esos muchachos que se dedican a vender cosas en la calle.

—Patrón, deme usted de su lino de la Burlington.

La Burlington era una fábrica que había en México con ese nombre. Fabricaban un tipo de lino, buena tela para pantalones o traje completo, que me costaba dieciséis pesos el metro. Si para un traje se necesitan cinco metros, son ochenta pesos.

—¿A cuánto me va a dejar el metro?

—En dieciocho.

—Bueno, deme usted cinco metros.

Pagó noventa pesos. Envolvió la tela, la puso en un papel de china y luego en periódico. A la media hora regresó.

—Me da usted otros cinco metros.

—¿Ya vendiste los otros?

—Sí, patrón.

—¿Qué hiciste?

—Me chingué al diputado Cárdenas.

—¿Y a cómo le vendiste el lino?

—Ah, no, patrón, eso no se lo puedo decir.

—Si no me dices a cómo, no te vuelvo a vender un metro.

—Se lo tuve que dar barato.

—¿Cuánto es barato?

—Pues se lo di... Le dejé el corte en mil pesos.

—¿A doscientos pesos el metro?

—Sí, a doscientos.

—Pues de ahora en adelante el metro te va a costar veinte pesos, no dieciocho, no te vuelvo a dar más rebajas, con lo que friegas a tus clientes es suficiente.

Abrí los ojos: la gente identifica la calidad con el precio. Aprendí y salvé la tienda de Juan. Pero vivía yo angustiado, sobre todo en cierta época: cuando empiezan las lluvias, en abril y mayo, bajan las ventas, no hay dinero. Tuxtla era una ciudad de pequeña burocracia, y de algunos campesinos que llegaban de otras partes del estado a hacer sus compras. En época de lluvias no había venta. Abría las cortinas, que eran cuatro, a las siete de la mañana, y a veces eran las doce del día y no habían entrado más que las moscas. Y yo, afligido:

—Va a venir don Fulano de Tal y le debo cinco mil pesos, ¿cómo le voy a pagar?

Ésas eran mis angustias de todos los días, siempre con sentimientos de culpa.


Rounds de sombra

Para entonces ya había escrito Horal y Adán y Eva; en la tienda de ropa trabajé Tarumba, que tiene un tono airado: la ternura, por un lado, y la protesta, el sentimiento de rebeldía, por otro.

Seguía llenando libretas. Escribía a lo bestia. En 1949, cuando estudiaba en Filosofía y Letras, me eché todo Horal, pero el poemario que ustedes conocen no es ni la quinta parte de lo que era. Siempre he tenido un gran sentido autocrítico.

En la tienda los primeros seis meses estuve como traumatizado, sin escribir nada. Me afligía seguir escribiendo. Un día me dije: voy a hacer un ejercicio, voy a hacer un soneto diario, aunque no sirva, como los rounds de sombra del boxeador. Y eran sonetos bien escritos, con todas las de la ley. Al mes los leí y me dije: no lo quiera Dios... Pero me sirvieron como entrenamiento porque cuando reparé, como a los quince o veinte días, empecé a escribir Tarumba. Mi mujer se embarazó de Julio, y en los versos hablaba yo del niño que traía en el vientre.

El año de la política fue 1952. En el siguiente me casé, en mayo; y Julio nació en mayo de 1954.

Tarumba nació en la tienda de telas. Me llama la atención que es el libro con el que más se identifican los jóvenes. Me extraña ese fenómeno. Cuando estuve en Cuba, en 1965 —fui jurado del Premio Casa de las Américas—, a todos los jóvenes les llamaba la atención Tarumba. También estuve en las playas de Tonalá, Chiapas, que es lugar de jipis, y encontré que a estos muchachos también les gustaba Tarumba. ¿Por qué ocurrirá esto? ¿Cómo es posible que estos muchachos que crecen en la revolución cubana y estos otros que crecen en la libertad del jipismo se identifiquen con Tarumba? Así era y sigue siendo. Todo Tarumba es una protesta contra la vida que lleva uno. Es la rebeldía. En la tienda yo vivía asfixiado... No sé cuándo no he vivido asfixiado, casi nunca he vivido así que diga "chino libre". En la tienda hubo periodos especiales en que la presión fue tremenda. Fueron como siete años horribles para mí: aparte de los sufrimientos que pasaba como tendero, que viene don Fulano de Tal y no tengo dinero para pagarle, o no entra ningún cabrón cliente a esta tienda, y las aflicciones, tener que decir: le voy a pagar la mitad y en el próximo viaje le doy el resto...

Aparte de eso, era vivir en un ambiente mediocre: yo ya había vivido dos o tres años en Filosofía y Letras, ya había abierto los ojos a muchas cosas. El "vate" y "poeta" con que te saludan en provincia a mí me caía gordo. Me decía: qué chingón eres, escribiste tu Horal, tu Adán y Eva... Y el gran poeta, el gran poeta de México aquí está barriendo la calle. Chíngate, cabrón.

¿Qué aprendí? La humildad: ésa fue la palabra que aprendí en esos años, a no estar pensando que el poeta es un ser sagrado o un privilegiado. No, es como cualquier otro.

Siempre he presumido que soy uno de los pocos poetas que trabajan en México, o que trabajó, porque ya no lo hago: desde que agarré la tienda de ropa, después estuve aquí en México durante veinticinco años en una fábrica de alimentos para animales. Han sido chambas físicas, no trabajo intelectual. Me ofrecían: por qué no escribes en este periódico. Pienso que el trabajo material, el trabajo manual, hace menos daño a la poesía que el trabajo intelectual. El periodismo sí me pudo haber perjudicado. La cercanía del periodismo con el trabajo intelectual te distrae de la disciplina verdadera que necesita la poesía... La poesía es una cosa ignorada hasta por mí mismo, que nadie me la toque.

Nunca he vuelto sobre mis pasos en la poesía. Corrijo sólo en el momento de escribir. Si revisan mis libretas las encontrarán casi limpias: con una raya los poemas que rechazaba, y de vez en cuando cambiaba una palabra. Por lo general siempre corrijo en el momento de escribir, siempre he tenido la idea de que la poesía es fruto de un instante, y de que somos como el río de Heráclito: si yo, hoy, corrijo lo que hice ayer, estoy adulterándome, me estoy falseando. El Jaime Sabines de ayer fue muy diferente al Jaime Sabines de este instante, como éste de hoy va a ser diferente al de mañana. Por eso no creo en la corrección, pues la veo como una falsificación. La poesía comunica emociones antes que nada, y esa emoción de hoy no es la misma que la de mañana. Con algún otro sentido, con alguna otra nariz, la vamos a oler diferente...

Hace como tres años vino Carlos Monsiváis. Tenía yo pendiente regalarle un poema, pues él dice que colecciona originales de poemas para ponerlos en la pared de su casa. Incluso antes, cuando fui diputado, me había hecho esa petición, y yo traje la cuartilla en mi saco durante varias semanas pero él no apareció. Entonces vino a la casa. Le pedí a una de mis hijas, Judith o Julieta, que me trajera una o dos libretas, pues tengo como veintiocho. Monsiváis empezó a hojearlas.

—Qué bruto eres, nunca corriges.

Le respondí:

—Ésa es mi manera de escribir, no le estoy imponiendo a todo mundo que no revise o reescriba sus textos.

Tengo un amigo, Marco Antonio Montes de Oca, que corrige cien veces un poema, es su manera de hacerlo. No estoy dando fórmulas. Mi manera de ser es ésa. Dije entonces a Monsiváis:

—Arranca el poema que quieras.

Y él:

—No, no, me da pudor, no sé... ¿Por qué no publicas tantos poemas buenos que tienes aquí?

Lo mismo me lo habían dicho Judith y Julio, mis hijos. Me puse a repasar luego aquellas libretas y me dije: es cierto, este poema está bueno, y éste también... Y estoy armando ahora un tomo que se va a llamar Poemas rescatados. Es material de muchas épocas. De 1950 para acá. Algunos están tachados no sé por qué... Me da la impresión de que en ese momento no me gustaron por algo. Otros sí me doy cuenta de que no me funcionaban para el libro que tenía pensado escribir, no encajaban en ese libro. Y los dejé así, marginados. Después nunca volví sobre esos poemas. Ahora me voy a dedicar a ellos. Es un trabajo sencillo, leer el poema, quizá cambiarle una que otra palabra y decir: te perdono la vida.


Si la vida es ejercer nuestros sentidos

También a mí me emociona la respuesta del público en las sesiones de lectura de mi poesía, es una cosa caliente. Una vez di una lectura en la presidencia municipal de Veracruz. Ya había ido dos veces a Jalapa, pero el público de Jalapa es intelectual, "sabe": sus reacciones son más parcas, más cautelosas, pero no se entrega. En cambio en Veracruz tuve un público de cargadores, de estibadores... De pueblo, pues. Yo pensaba que iba a ser al revés que en Jalapa; estas gentes no me van a agarrar ni una. Desde que empecé a leer sentí la vibración de ese público, y era una sala para escasamente ciento veinte o ciento treinta personas, adultos, mujeres del mercado oyendo poesía... ¡Qué sensibilidad para escuchar la poesía! Una mujer me dijo:

—¡Desgraciado poeta, me hiciste que me viniera la regla!

Y era una señora grande, treinta y cinco o cuarenta años. Ésa fue una de las primeras veces en que vi la reacción de la gente... Porque en Hermosillo me invitaron unos estudiantes de la Universidad de Sonora. Estuvieron hablándome y hablándome por teléfono hasta que por fin les dije:

—Sí voy.

Me mandaron mi pasaje del avión, me reservaron cuarto en un hotel de lujo... En el aeropuerto encuentro a siete muchachos.

—¡Maestro Sabines, lo vinimos a esperar!

Yo me sentía como si me cargaran en hombros. Fuimos al hotel.

—Lo dejamos comer, maestro, y luego venimos por usted. El recital es a la siete.

—¿Dónde va a ser?

—En el auditorio.

—Aquí los espero.

Me baño y espero que pase el tiempo. Llegan por mí puntuales y nos vamos en un carro al auditorio. Lo primero que llamó mi atención fueron las dimensiones del auditorio: enorme, enorme, como para dos mil gentes... Atolondradamente subo al estrado, me siento y me pongo a ver el auditorio y a mi público: los siete muchachos que me habían esperado en el aeropuerto más una muchacha y dos chiapanecos. Me quedé viéndolos.

—Miren, me van a perdonar —les dije—, pero me parece ridículo que esté yo aquí arriba.

—No, maestro, nos da mucha pena, es que no le hicimos la publicidad debida...

—Perdónenme pero vamos a hacer un trato, ¿qué les parece? Nos vamos al hotel, en el hotel hay un bar, nos sentamos en el bar los diez, nos echamos unos tragos y les leo todos los poemas del mundo.

Así se solucionó el recital, estuvimos como hasta las dos de la mañana...

La reacción de la gente es muy importante. Me da mucho gusto que el Nuevo recuento de poemas circule tanto entre los jóvenes, quisiera que lo vendieran más barato. Tengo la idea de que la poesía debe ser barata, no de elite. Mi pleito con don Joaquín Díez Canedo fue cuando publiqué por primera vez el poema del mayor Sabines: yo quería que hiciera una edición barata y que se conociera por todos lados, y él se encaprichó...

—No vamos a hablar más. Yo soy el editor y mi antojo es hacer una edición de lujo. Para mí el suyo es uno de los grandes poemas de la lengua española, y desde el poema de Manrique a la muerte de su padre no ha habido otro poema como éste. Voy a hacer trescientos ejemplares y usted me los va a firmar.

¿Por qué no acabar con ese concepto casi sagrado de la poesía, de no tocar ni con el pétalo de un centavo un libro? Uno escribe para los demás, no para tener el librito guardado. El poema es un medio de comunicación, un medio de entendimiento humano, un puente que tendemos entre una personalidad y otra, entre una isla y otra.

23 ago 2010

Literatura, o Tipografía

Ignoro si, como quería Mallarmé, el mundo ha sido hecho para llegar al libro, pero estoy seguro de la inversa: los libros han sido, son y serán escritos para llegar al mundo. Los emperadores, algún califa, ciertos monjes de la Edad Media, los teólogos de la Inquisición, y la policía, han olvidado, por turno, aquello que los latinos llamaron "el destino del libro", su paralela historia con el hombre, quien, como se sabe desde Prometeo, tiene entrañas de inmortal— y, por turno, han pasado a esa turbia posteridad que también, implacablemente, registran los libros: a sus capítulos largos de execración.     Esto lo escribíamos, en otro sitio, hace un año, cuando el fantasma del Senador Mac Carthy (Mac Burro, dijo Guillén) se nos apareció de golpe, disfrazado de Sargento Chirico y, sin más trámite que el usual trabucazo en las costillas, prohibió Gaceta Literaria, El Grillo de Papel, Fichero, Cuadernos de Cultura, Cuatro Patas, clausuró no sé cuántas editoriales y saqueó (entre otras cosas) bibliotecas. Aquella vez, hubo una Mesa Redonda en la SADE, alguien propuso un Comité de Defensa de la Cultura, y, a la salida nomás, en una cantina de San Telmo, ideamos el nombre de esta revista. No sabemos, pues, si festejar la Efemérides o llorarla, porque hasta hoy nadie se atrevió a formar aquella Junta, siguen en silencio las mejores publicaciones literarias del país y, todavía, hay en las imprentas interdictas, ciertos caballeros de azul, con gorra, fumando en la puerta. Hemos vísto muchas arbitrariedades en este tiempo. La poderosa castidad de un fiscal originó pleitos, juicios, censuras: soportamos, incluso, la intolerable payasada de ir presos. Hace unos meses fue cerrada Impresora del Oeste; el otro día, la revista Che y, con ella, algo de lo poco (o quizá todo) lo que en este país nos quedaba para leer sin arriesgarnos a morir fulminados por la súbita imbecilidad, la vergüenza, la risa o sencillamente el asco. Por fortuna hay gente empecinada publicar revistas. Hoy en la Cultura, Eco Contemporáneo, Palabra, Una Hoja, Síntesis, Airón, son algunas de las que quiero recordar ahora. La cercanía afectiva, o ideológica, no impide sin embargo que uno, al leerlas, se sienta excéptico: en general (salvando las dos primeras) dan la idea de ser publicaciones estudiantiles, atropelladas, neblinosamente escritas cuando no —como sucede con Una Hoja, con Entrega— mal escritas. 0 de misteriosa ideología, como sucede con Eco Contemporáneo. Se dirá, en el primer caso, que importa menos escribir "bien" que tener algo que decir. Y de eso, justamente, se trata, porque es bastante inextrincable que, quien piensa bien, pueda escribir mal. En el segundo caso se objetará (tal vez) que no es imperioso, para dar una opinión honesta o escribir un magnífico cuento, tener "ideología", sea misteriosa o explícita. Es cierto, pero, si no bastara indagar el luminoso origen de la palabra ("idea") podríamos alegar que no hablábamos de Dogma, de Ortodoxia, sino de coherencia intelectual. Y siempre nos pareció bastante menos hirsuto tenerla que carecer de ella. Por otra parte, al traer a la memoria el humillante panorama de la cultura argentina, la sistemática violencia que el Estado ejerce sobre las ideas, sobre la creación artística, sin olvidarnos (de paso) que estamos trabajando en un sistema donde la televisión, la radio, el periodismo están imaginados para un nivel de inteligencia tipo norteamericano medio —entiéndase, aproximadamente, al nivel de un chimpancé adulto—, al recordar esto, digo, lo menos que puede pedírsele al hombre que dirige una revista, a quienes la hacen, es claridad de juicio y —toda vez que se expresan por medio de la ficción, o el poema— una razonable dosis de belleza. Lo demás, son chiquilinadas de adolescentes jugando a ser importantes. El riesgo que se corre entre nosotros, es que, cualquier día al millón y medio de literatos, poetas, filósofos y teóricos que protuberan en Buenos Aires se les antoje darse el gustazo de publicar su revista propia: inigualable espanto, si se piensa —por ejemplo— que trabajando todos de acuerdo podríamos editar un diario enorme, como La Nación —o, seamos francos, hacer una revolución, no, precisamente, literaria.     Estas dos necesidades, la de una buena literatura (redundancia que en cualquier otro idioma del mundo sería un disparate sintáctico, pero que, en argentino, es una imposición histórica), ésa, y la urgencia de claridad intelectual son, a mi entender, lo único que puede justificar el trabajo, penoso, impago, temible, de escribir. Intelectual y Literatura —lo sé— son dos palabras que se han vuelto despreciables; pero de esto tienen la culpa, justamente, quienes ignoran qué es un escritor y qué es un hombre inteligente. No se trata de reivindicar vocablos, sino de rescatar, para nosotros, la idea que ellos representan. Porque somos nosotros: Hoy en la Cultura, Airón, El Escarabajo de Oro, Una Hoja, Síntesis, Eco Contemporáneo, Palabra: los que escribimos y caminamos por los quioscos, y andamos enloquecidos levantando pagarés o gambeteándole a la censura, padeciendo lo que creamos, amándolo; los que quizá nacimos para otra cosa, para inventar novelas grandes, o cuentos inmortales, o poemas irrepetibles, o dramas para siempre, pero de pronto estamos sacando una revista, peleándonos a palabra limpia con la vida, ganándosela a ellos por derecho de juventud y de pasión; somos —acaso— los únicos que podemos inventar el limpio significado de las bellas palabras; los únicos que tenemos motivos legítimos para hacerlo. No hay más que una literatura, la grande, no hay, para el escritor, más que una justificación: escribirla. Lo demás, es tipografía.

20 ago 2010

Cartas del Vidente

PRIMERA CARTA: 
De Arthur Rimbaud a Georges Izambard
Charleville, [13] mayo 1871

Estimado señor:
Ya está usted otra vez de profesor. Nos debemos a la sociedad, me tiene usted dicho: forma usted parte del cuerpo docente: anda por el buen carril. — También yo me aplico este principio: hago, con todo cinismo, que me mantengan; estoy desenterrando antiguos imbéciles del colegio: les suelto todo lo bobo, sucio, malo, de palabra o de obra, que soy capaz de inventarme: me pagan en cervezas y en vinos. Stat mater dolorosa, dum pendet filius, — Me debo a la Sociedad, eso es cierto; — y soy yo quien tiene razón. Usted también la tiene, hoy por hoy. En el fondo, usted no ve más que poesía subjetiva en este principio suyo: su obstinación en reincorporarse al establo universitario —¡perdón!— así lo demuestra. Pero no por ella dejará de terminar como uno de esos satisfechos que no han hecho nada, porque nada quisieron hacer. Eso sin tener en cuenta que su poesía subjetiva siempre será horriblemente sosa. Un día, así lo espero, — y otros muchos esperan lo mismo —, veré en ese principio suyo la poesía objetiva: ¡la veré más sinceramente de lo que usted sería capaz! Seré un trabajador: tal es la idea que me frena, cuando las cóleras locas me empujan hacia la batalla de París —¡donde, no obstante, tantos trabajadores siguen muriendo mientras yo le escribo a usted! Trabajar ahora, eso nunca jamás; estoy en huelga. Por el momento, lo que hago es encanallarme todo lo posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente: ni va usted a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los padecimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, que haber nacido poeta, y yo me he dado cuenta de que soy poeta. No es en modo alguno culpa mía. Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. — Perdón por el juego de palabras.
YO es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que ignoran por completo!
Usted para mí no es Docente. Le regalo esto: ¿puede calificarse de sátira, como usted diría? ¿Puede calificarse de poesía?
Es fantasía, siempre. — Pero, se lo suplico, no subraye ni con lápiz, ni demasiado con el pensamiento.
El corazón atormentado 
Mi triste corazón babea en la popa,
Mi corazón está lleno de tabaco de hebra:
Ellos le arrojan chorros de sopa,
Mi triste corazón babea en la popa:
Ante las chirigotas de la tropa
Que suelta una risotada general,
Mi triste corazón babea en la popa,
¡Mi corazón está lleno de tabaco de hierba!
¡Itifálicos y sorcheros
Sus insultos lo han pervertido!
En el gobernalle pintan frescos
Itifálicos y sorcheros.
Oh olas abracadabrantescas,
Tomad mi cuerpo para que se salve:
¡Itifálicos y sorcheros
sus insultos lo han pervertido!
Cuando, al final, se les seque el tabaco,
¿Cómo actuar, oh corazón robado?
Habrá cantilenas báquicas
Cuando, al final, se les seque el tabaco:
Me darán bascas estomacales
Si el triste corazón me lo reprimen:
Cuando, al final, se les seque el tabaco
¿Cómo actuar, oh corazón robado?
No es que esto no quiera decir nada. Contésteme, a casa del
señor Deverrière, para A.R.
AR. RIMBAUD
SEGUNDA CARTA :
De Arthur Rimbaud a Paul Demeny
Charleville, 15 mayo 1871
He decidido darle a usted una hora de literatura nueva; empiezo a continuación con un salmo de actualidad:
 
Canto de guerra parisino
La primavera es evidente, porque
Desde el corazón de las Propiedades verdes,
El vuelo de Thiers y de Picard
Mantiene sus esplendores de par en par.
¡Oh Mayo! ¡Qué delirante culos al aire!
¡Sèvres, Meudon, Bagneux, Asnières,
Escuchad, pues, cómo los bienvenidos
Siembran las cosas primaverales!
Llevan chacó, sable y tam-tam,
No la vieja caja de velas
Y yolas que nunca, nunca…
¡Surcan el lago de aguas enrojecidas!
¡Ahora más que nunca nos juerguearemos
Cuando se vengan encima de nuestros cuchitriles
A derrumbarse los amarillos cabujones
En amaneceres muy especiales!
Thiers y Picard son unos Eros,
Conquistadores de heliotropos,
Con petróleo pintan Corots:
Ahí vienen sus tropas abejorreando…
¡Son familiares del Gran Truco!…
¡Y tumbado en los gladiolos, Favre
Hace de su parpadeo acueducto,
Y sus resoplidos a la pimienta!
La gran ciudad tiene las calles calientes,
A pesar de vuestras duchas de petróleo,
y decididamente tenemos que
Sacudiros en vuestro papel.
¡Y los Rurales que se arrellanan
En prolongados acuclillamientos,
Oirán ramitas crujiendo
Entre los rojos arrugamientos!
A. RIMBAUD
—Ahí va una prosa sobre el porvenir de la poesía. Toda poesía antigua desemboca en la poesía Griega, Vida
armoniosa. — Desde Grecia hasta el movimiento romántico, — edad media, — hay letrados, versificadores. De Ennio a Turoldus, de Turoldus a Casimir Delavigne, todo es prosa rimada, apoltronamiento y gloria de innumerables generaciones idiotas: Racine es el puro, el fuerte, el grande. — Si alguien le hubiese soplado en las rimas, revuelto los hemistiquios, al Divino Tonto no se le haría más caso hoy que a cualquiera que se
descolgara escribiendo unos Orígenes. — Después de Racine, el juego se pone mohoso. Ha durado dos mil años.
No es broma ni paradoja. La razón me inspira más convencimientos sobre el tema que rabietas se agarra el Jeune-France. Por lo demás, los nuevos son muy libres de abominar de los antepasados: estamos en casa y no nos falta el tiempo. Nunca se ha entendido bien el romanticismo. ¿Quién iba a entenderlo? ¡Los críticos! ¿A los románticos, que tan bien demuestran que la canción es muy pocas veces la obra, es decir: el pensamiento contado y comprendido por quien lo canta? Porque Yo es otro. Si el cobre se despierta convertido en corneta, la culpa no es en modo alguno suya. Algo me resulta evidente: estoy asistiendo al parto de mi propio pensamiento: lo miro, lo escucho: aventuro un roce con el arco: la sinfonía se remueve en las profundidades, o aparece de un salto en escena.
Si los viejos imbéciles hubieran descubierto del yo algo más que su significado falso, ahora no tendríamos que andar barriendo tantos millones de esqueletos que, desde tiempo infinito, han venido acumulando los productos de sus tuertas inteligencias, ¡proclamándose autores de ellos!
En Grecia, he dicho, versos y liras ponen ritmo a la acción.
A partir de ahí, música y rima se tornan juegos, entretenimientos.
El estudio de ese pasado encanta a los curiosos: muchos se complacen en renovar semejantes antigüedades — allá ellos. A la inteligencia universal siempre le han crecido las ideas naturalmente; los hombres recogían en parte aquellos frutos del cerebro; se obraba en consecuencia, se escribían libros: de tal modo iban las cosas, porque el hombre no se trabajaba, no se había despertado aún, o no había alcanzado todavía la plenitud de la gran ilusión. Funcionarios, escribanos: autor, creador, poeta, ¡nunca existió tal hombre!
El primer objeto de estudio del hombre que quiere ser poeta es su propio conocimiento, completo; se busca el alma, la inspecciona, la prueba, la aprende. Cuando ya se la sabe, tiene que cultivarla; lo cual parece fácil: en todo cerebro se produce un desarrollo natural; tantos egoístas se proclaman autores; ¡hay otros muchos que se atribuyen su progreso intelectual! — Pero de lo que se trata es de hacer monstruosa el alma: ¡a la manera de los comprachicos, vaya! Imagínese un hombre que se implanta verrugas en la cara y se las cultiva.
Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, por la que se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido! ¡Porque se ha cultivado el alma, ya rica, más que ningún otro! Alcanza lo desconocido y, aunque, enloquecido, acabara perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables: ya vendrán otros horribles trabajadores; empezarán a partir de los horizontes
en que el otro se haya desplomado.
— Continuará dentro de seis minutos —
Intercalo aquí un segundo salmo fuera de texto: préstele usted benévolo oído, — y todo el mundo se quedará encantado. — Tengo el arco en la mano, empiezo:
 
Mis pequeñas enamoradas 
Un hidrolato lagrimal lava
Los cielos de verde col:
Bajo el árbol retoñero que os babea
Los cauchos,
Blancas de lunas especiales
Con los pialatos redondos,
¡Entrechocad las rótulas,
Monicacos míos!
¡Nos amamos en aquella época,
Monicaco azul!
¡Comíamos huevos pasados por agua
Y pamplinas de agua!
Una tarde, me consagraste como poeta,
Monicaco rubio:
Baja aquí, que te dé unos azotes,
en mi regazo;
Vomité tu bandolina,
Monicaco moreno;
Tú me habrías cortado la mandolina
Con el filo de la frente.
¡Puah! Mis salivas resecas,
Monicaco pelirrojo,
¡Todavía te infectan las zanjas
Del pecho redondo!
¡Oh mis pequeñas enamoradas,
os odio tanto!
¡Sujetaos con trapos dolorosos
Las feas tetas!
¡Prestadme los viejos tarros
De sentimiento en conserva!
¡Hale, venga, sed mis bailarinas
Por un momento!…
¡Los omoplatos se os desencajan,
Oh amores míos!
¡Con una estrella en los riñones cojos,
¡Dadles la vuelta a vuestras vueltas!
¡Y pensar que por tales brazuelos de cordero
He escrito rimas!
¡Me gustaría romperos las caderas
Por haber amado!
Soso montón de estrellas fallidas,
Id a llenar los rincones!
— ¡Reventaréis en Dios, albardeadas
De innobles cuidados!
Bajo las lunas particulares
con los pialatos redondos,
¡Entrechocad las rótulas,
Monicacos míos!
A. RIMBAUD
 
Ahí lo tiene. Y tenga usted en cuenta que, si no me lo impidiese el temor de hacerle pagar más de 60 céntimos de porte, — ¡yo, pobre pasmado que hace siete meses que no veo una monedita de bronce! — ¡aún le mandaría mis Amantes de París, cien hexámetros, señor mío, y mi Muerte de París, doscientos hexámetros!
Vuelvo a tomar el hilo: El poeta es, pues, robador de fuego. Lleva el peso de la humanidad, incluso de los animales; tendrá que conseguir que sus invenciones se sientan, se palpen, se escuchen; si lo que trae de allá abajo tiene forma, él da forma; si es informe, lo que da es informe. Hallar una lengua;
— Por lo demás, como toda palabra es idea, ¡vendrá el momento del lenguaje universal! Hay que ser académico, — más muerto que un fósil, — para completar un diccionario, sea del idioma que sea. ¡Hay gente débil que si se pusiera a pensar en la primera letra del alfabeto, acabaría muy pronto por sumirse en la locura!
Este lenguaje será del alma para el alma, resumiéndolo todo, perfumes, sonidos, colores, pensamiento que se aferra al pensamiento y tira de él. Si el poeta definiera qué cantidad de lo desconocido se despierta, en su época, dentro del alma universal, ¡daría algo más — la fórmula de su pensamiento, — la notación de su marcha hacia el Progreso! Enormidad que se convierte en norma, absorbida por todos, ¡el poeta sería en verdad un multiplicador de progreso!
Este porvenir será materialista, ya lo ve usted; — Siempre llenos de Números y de Armonía, estos poemas habrán sido hechos para permanecer. — En el fondo, seguirá siento, en parte, Poesía griega.
El arte eterno tendría sus cometidos, del mismo modo en que los poetas son ciudadanos. La poesía dejará de poner ritmo a la acción; irá por delante de ella. ¡Existirán tales poetas! Cuando se rompa la infinita servidumbre de la mujer, cuando viva por ella y para ella, cuando el hombre, — hasta ahora abominable, — le haya dado la remisión, ¡también ella será poeta! ¡La mujer hará sus hallazgos en lo desconocido! ¿Serán sus mundos de ideas distintos de los nuestros? — Descubrirá cosas extrañas, insondables, repulsivas, deliciosas; nosotros las recogeremos, las comprenderemos. Mientras tanto, pidamos a los poetas lo nuevo, — ideas y formas. Todos los listos estarán dispuestos a creer que ellos ha han dado satisfacción a tal demanda. — ¡No es eso!
Los primeros románticos fueron videntes sin percatarse bien de ello: el cultivo de sus almas se inició en los accidentes: locomotoras abandonadas, pero ardorosas, que durante algún tiempo se acoplan a los carriles. — Lamartine es a veces vidente, pero lo estrangula la forma vieja. — Hugo, demasiado cabezota, sí que tiene mucha visión en los últimos volúmenes:
Los Miserables son un verdadero poema. Tengo Los castigos a mano; Stella da más o menos la medida de la visión de Hugo. Demasiados Belmontet y Lammenais, Jehovás y columnas, viejas enormidades muertas. Musset nos es catorce veces detestable, a nosotros, generaciones dolorosas y presa de visiones, — que nos sentimos insultados por su pereza de ángel. ¡Oh cuentos y proverbios insípidos!
¡Oh noches! ¡Oh Rolla, oh Namouna, oh la Coupe! Todo es francés, es decir: detestable en grado sumo: ¡francés, no parisino! ¡Una obra más del odioso genio que inspiró a Rabelais, a Voltaire, a Jean La Fontaine, comentado por el señor Taine! ¡Primaveral, el espíritu de Musset! ¡Encantador, su amor! ¡Esto sí que es pintura al esmalte, poesía sólida! La poesía francesa se seguirá paladeando durante mucho tiempo, pero en Francia. No hay dependiente de ultramarinos que no sea capaz de descolgarse con un apóstrofe estilo Rolla; no hay seminarista que no lleve sus quinientas rimas en el secreto de su libreta. A los quince años, tales impulsos de pasión ponen a los jóvenes en celo; a los dieciséis empiezan a conformarse con recitarlos con sentimiento; a los dieciocho, incluso a los diecisiete, todo colegial que esté en condiciones hace el Rolla, ¡escribe un Rolla! Incluso puede que quede alguno todavía que pierda la vida en ello. Musset no supo hacer nada: había visiones tras la gasa de las cortinas: él cerró los ojos. Francés, flojo, arrastrado del cafetín al pupitre del colegio, el hermoso cadáver está muerto, y, de ahora en adelante, no nos tomemos siquiera la molestia de despertarlo para nuestras abominaciones.
Los segundos románticos son muy videntes. Th. Gauthier, Leconte de Lisle, Th. de Banville. Pero cómo inspeccionar lo invisible y oír lo inaudito que recuperar el espíritu de las cosas muertas, Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un auténtico Dios. Vivió, sin embargo, en un medio demasiado artista; y la forma, que tanto le alaban, es mezquina: las invenciones de lo desconocido requieren de formas nuevas.
— Experimentada en las formas viejas, entre los inocentes, A Renaud, — ha hecho su Rolla; — L. Grandet, — ha hecho su Rolla; — los galos y los Musset, G. Lafenestre, Coran, Cl. Popelin, Soulary, L. Salles; Los escolares, Marc, Aicard, Theuriet; los muertos y los imbéciles, Autran, Barbier, L. Pichat, Lemoyne, los Deschamps, los Dessessarts; los periodistas, L. Claudel, Robert Luzarches, X. de Richard; los fantasistas, C. Méndez; los bohemios; las mujeres; los talentos, Léon Dierx y Sully-Prudhomme, Coppée; — la nueva escuela, llamada parnasiana, tiene dos videntes: Albert Mérat y Paul Verlaine, un verdadero poeta. — Ahí lo tiene. De modo que estoy trabajando en hacerme vidente. — Y terminemos con un canto piadoso.
 
Acuclillamientos
Bastante tarde, sintiéndose con asco en el estómago,
El hermano Milotus, sin quitar ojo del tragaluz
Desde el cual el sol, claro como un caldero rebruñido,
Le clava una jaqueca y le marea la vista,
Desplaza entre las sábanas su barriga de cura.
Se agita bajo su manta gris
Y baja con las rodillas en la barriga trémula,
Pasmado como un viejo comiéndose su toma
Porque tiene, agarrado del asa un orinal blanco,
Que arremangarse la camisa por encima de los riñones.
Ahora ya está en cuclillas, friolento, con los dedos del pie
Replegados, tiritando al claro sol que contrachapea
Amarillos de bollo en los vidrios de papel;
Y la nariz del hombre, alumbrado de laca,
Husmea en los rayos de sol, como un polipero carnal.
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … .
El hombre se cuece a fuego lento, con los brazos retorcidos,
[ con el belfo
Metido en la barriga; siente que se le escurren los muslos en el
[ fuego,
Y que las calzas se le chamuscan, y que la va a diñar;
¡Algo parecido a un pájaro se menea un poquito
En su barriga serena como un montón de mondongo!
En torno a él duerme un batiborrillo de muebles embrutecidos
En andrajos de mugre y sobre panzas sucias;
Hay escabeles, poltronas extrañas, acurrucados
En los rincones negros; aparadores con jeta de chantre
Entreabiertos a un sueño lleno de horribles apetitos.
El asqueroso calor embute la habitación estrecha;
El cerebro del hombre está atiborrado de trapos.
Escucha un crecimiento de pelos en su piel húmeda,
Se descarga, sacudiendo su cojo escabel.
… … … … … … … … … … … … … … … … … … … … .
Y por la noche, bajo los rayos de la luna, que le trazan
Alrededor del culo rebabas de luz,
Una sombra con detalles sigue en cuclillas, contra un fondo
De nieve rosa como una malvarrosa.
Una nariz estrafalaria persigue a Venus por el cielo profundo.
Sería usted execrable si no me contestase: rápidamente. Porque
dentro de ocho días puede que esté en París.
Hasta la vista.
A. RIMBAUD

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