31 dic 2010

INTRODUCCION A LA MONTAÑA MAGICA

La posteridad deberá decidir si habrá de contarse La montaña mágica entre las "obras maestras" en el sentido en que se define el resto de los objetos clásicos de sus estudios. De cualquier modo, tal posteridad sí podrá ver en ella un documento del ambiente y de cierta problemática espiritual europea del primer tercio del siglo veinte, y por ello tal vez acoja con benevolencia un par de observaciones del autor acerca del surgimiento del libro y las experiencias a que dio pie. 
Hay autores cuyo nombre va ligado al de una única gran obra, que llegan a identificarse con ella, y cuya esencia llega a expresarse cabalmente en esta, única, obra. Dante con la Divina Comedia. Cervantes con el Don Quijote. Pero hay otros ~entre los que me cuento~ para los que la obra aislada no posee de ningún modo una representatividad perfecta, no pasa de ser el fragmento de un todo mayor, de la obra de sus vidas, e incluso de su vida y su persona [...]. Del mismo modo, también la obra de una vida en cuanto todo posee sus leitmotiv, que sirven al propósito de conferir unidad, de hacer palpable tal unidad y resaltar el todo en la obra aislada. Pero precisamente por este motivo no haremos justicia al fragmento si lo consideramos aisladamente, sin atender a sus vínculos con la obra global y al sistema de relaciones en que se encuentra. Resulta, por ejemplo, muy difícil y casi impracticable hablar de La montaña mágica sin referirse a las relaciones que ~en un sentido restrospectivo~ guarda con mi novela de juventud Los Buddenbrook, con el tratado crítico~polemizante Reflexiones de un apolítico y con La muerte en Venecia, así como con ~en sentido prospectivo~ las novelas del ciclo de José. 
Quizá sea mejor que les cuente algo de la historia y de las anécdotas que rodearon la concepción y el surgimiento de la novela, tal y como se produjeron en el transcurso de mi vida. 
En al año 1912 ~casi ha transcurrido una generación, sin contar con que quien hoy es estudiante en aquella época aún no había nacido~ mi esposa contrajo una dolencia pulmonar ~nada grave~ que, sin embargo, la obligó a permanecer durante medio año en la montaña, en un sanatorio de la región suiza de Davos. Entretanto, yo permanecí con nuestros hijos en Münich y en nuestra casa de Tölz an der Isar; pero en mayo y junio de aquel mismo año visité a mi mujer durante varias semanas y, si leen ustedes el primer capítulo de La montaña mágica titulado "La llegada", en el que el invitado Hans Castorp cena con su primo enfermo Ziemssen en el restaurante del sanatorio, probando no sólo la excelente cocina del lugar, sino también la atmósfera del mismo y de la vida "aquí arriba", si leen este capítulo obtendrán una descripción relativamente precisa de nuestro encuentro en dicho ambiente y de mis propias extrañas impresiones de entonces. 
Una de sus experiencias ~y en realidad la principal~ es una transposición exacta de una experiencia del autor, a saber, la auscultación de un invitado ajeno, procedente de tierras llanas, y el descubrimiento de que está enfermo. 
Hacía aproximadamente diez días que había llegado cuando contraje, a causa del frío y de la humedad reinantes en el balcón, un catarro de las vías respiratorias superiores. El director, que, como pueden imaginarse, se parece en ciertos detalles externos a mi consejero Behrens, golpeó mi pecho y constató con extraordinaria celeridad cierta amortiguación, como suele denominarse, un punto enfermo en mi pulmón que, de haber sido yo Hans Castorp, tal vez habría dado a mi vida un rumbo enteramente distinto. El médico me aseguró que sería sensato que permaneciera allá arriba durante medio año sometiéndome a una cura y, de haber seguido su consejo, ¿quién sabe?, tal vez ahora seguiría allí. Pero preferí escribir La montaña mágica haciendo uso de las impresiones que acumulé durante las breves tres semanas que permanecí allí y que bastaron para darme una idea de los peligros que entraña tal ambiente para los jóvenes ~y la tuberculosis es una enfermedad de jóvenes. El mundo de enfermos que se respiraba allá arriba es de una cerrazón tal y posee la fuerza envolvente que seguramente habrán experimentado ustedes al leer mi novela. Se trata de una especie de sucedáneo de la vida que logra, en poco tiempo, enajenar al joven y alejarlo completamente de la vida real y activa. Todo es, o era, suntuoso allá arriba, también la noción de tiempo. 
La idea de transformar mis impresiones y experiencias de Davos en un relato pronto se apoderó de mí. [...] El relato que planeaba escribir ~que desde el primer momento recibió el título de La montaña mágica~ no debía ser más que la contrapartida humorística de La muerte en Venecia, también en cuanto a su extensión, por lo que debía adoptar la forma de una short story[i] un poco larga. La había concebido como un juego satírico relacionado con la trágica novela corta que acababa de concluir. Su ambientación debía ser una mezcla de muerte y diversión, mezcla que había percibido en aquel extraño lugar de la montaña. La fascinación por la muerte, el triunfo del embriagador desorden sobre una vida dedicada al orden más excelso, descrito en La muerte en Venecia, debía plasmarse en clave humorística. Un héroe simple, el cómico conflicto planteado entre ciertas macabras aventuras y la honorabilidad burguesa, así rezaban mis intenciones. El final era incierto, pero ya se encarrilaría; el conjunto parecía poder adquirir cierta ligereza y divertir, y no ocuparía muchas páginas. Al regresar a Tölz y Münich comencé a escribir el primer capítulo. 
No tardó en asaltarme una secreta sospecha de los peligros de la ampliación de la historia, de la inclinación de aquel material por la seriedad y la vaguedad intelectual. No podía ignorar que me encontraba en una encrucijada difícil. La subestimación de una empresa es una experiencia recurrente que tal vez no sólo me afecte a mí. Durante el proceso de su concepción, un trabajo suele presentársenos bajo una luz inocua, sencilla y práctica. No parece exigir excesivo esfuerzo, y su ejecución parece simple. Si fuera posible representarse de antemano todas las posibilidades y dificultades de una obra, si uno conociera la voluntad de ésta, a menudo muy distinta de la del autor, probablemente renunciaríamos y no tendríamos siquiera el valor de comenzar. Una obra tiene en muchos casos sus propias ambiciones, que pueden sobrepasar con mucho las del propio autor, lo que no está mal. Porque la ambición no debe ser la de una persona, el autor no debe anteponerse a la obra, sino que la obra debe extraerla de sí misma y forzarse. De este modo, creo, han surgido las grandes obras, y no del afán previo de crear una. 
En pocas palabras, pronto noté que la historia de Davos tenía esta ambición y que sus intenciones eran muy distintas a las mías. Esto era así incluso en lo exterior, puesto que el ampuloso estilo humorístico inglés con el que pretendía recuperarme del rigor de La muerte en Venecia reclamaba para sí el espacio y el tiempo necesarios. Luego llegó la guerra[ii], cuyo estallido me proporcionó un fácil final para la novela, y cuyas experiencias enriquecieron el libro de un modo insospechado, pero que interrumpió su redacción durante años. 
Retomé La montaña mágica, interrumpiendo su redacción continuamente con ensayos críticos que la acompañaban, y de los cuales los tres principales eran, por su contenido, vástagos espirituales directos de la gran novela madre: los titulados "Goethe y Tostoi", "De la república alemana" y "Experiencias ocultas". 
Finalmente, en otoño de 1924, aparecieron los dos volúmenes surgidos del proyecto original de short story y que, a fin de cuentas, no me habían tenido atado a su yugo siete, sino doce años; aun si su recepción por parte de los lectores hubiera sido mucho más negativa, habría superado con creces mis expectativas. Estoy acostumbrado a entregar una obra acabada con callada resignación, sin albergar la menor esperanza de éxito mundano. Los encantos que ésta irradió, embargándome a mí, su tutor, se han diluido ya en ese momento de tal manera que su terminación no pasa de ser un deber ético de producción, en realidad, de obstinación. En general, todos esos años de tesón me parecen tan marcados por la obstinación, siendo éste un placer excesivamente privado y problemático como para que pueda confiar lo más mínimo en la posible participación de muchos en la huella que dejan mis extrañas mañanas. 
Los problemas que se planteaban en La montaña mágica no afectaban por su naturaleza a la gran mayoría del público, pero la masa del público culto sí se veía acuciada por ellos, y la miseria general había conferido a la receptividad del gran público precisamente esa "gradación" alquímica que constituía el núcleo de la aventura del joven Hans Castorp. Sin duda, el lector alemán se volvía a reconocer en el sencillo, aunque algo "travieso" héroe de la novela; podía y quería seguirle. 
¿Qué puedo decir sobre el libro y sobre cómo hay que leerlo? Comienzo haciendo una exigencia muy arrogante, a saber, la de leerlo dos veces. Esta exigencia se retirará naturalmente de inmediato en el caso de que la primera lectura haya resultado aburrida. El arte no debe ser tarea escolar ni aburrimiento [...], sino que quiere y debe deparar alegría, debe entretener y dar vida, y aquel sobre el cual una obra determinada no ejerza efecto debe dejarla y volcarse en otra. Pero a quien haya llegado al final de La montaña mágica le recomiendo leerla de nuevo, porque su forma especial, su carácter en cuanto composición, implica que el placer del lector aumentará y se profundizará en la segunda lectura ~del mismo modo que hay que conocer una pieza de música para poder disfrutarle plenamente. No he utilizado casualmente la palabra "composición", que normalmente suele reservarse a la música. La música siempre ha ejercido un influjo notable sobre el estilo de mi obra. Los escritores suelen ser "en realidad" otra cosa, pintores o ilustradores frustrados, escultores o arquitectos. En lo que a mí respecta, debo incluirme entre los músicos que han engrosado las filas de los escritores. Desde siempre, la novela ha sido para mí una sinfonía, una obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas desempeñan el papel de motivos musicales. En alguna ocasión ~incluso yo mismo lo he hecho~ se he reparado en la influencia que el arte de Richard Wagner ha ejercido sobre mi producción. No niego la existencia de tal influencia, y sobre todo sigo a Wagner en la utilización del leitmotiv, que apliqué en la narración y no, como era el caso en la obra de Tolstoi y de Zola y también en mi novela de juventud Los Buddenbrooks, de un modo meramente naturalista con fines de caracterización, es decir, mecánicamente, sino de acuerdo con los aspectos simbólicos de la música. Ensayé tal práctica por primera vez en Tonio Kröger. 
Vuelvo sobre algo ya conocido, a saber, sobre el misterio del tiempo, que la novela trata de diversos modos. Se trata de una novela temporal en un doble sentido: primero en el histórico, ya que se trata de trazar un cuadro de los aspectos internos de una época, de Europa en vísperas de la guerra; pero también porque se ocupa del propio tiempo y no sólo en cuanto experiencia de su héroe, sino también en sí misma, como novela, y a través de sí. El mismo libro es aquello que cuenta; porque, al describir el hermético encantamiento que hace al joven héroe sucumbir a la atemporalidad, aspira a anular el tiempo gracias a sus medios artísticos, mediante el intento de conferir una presencia total en todo momento al mundo ideo~musical que abarca [....]. Sin duda opera con los medios de la novela realista, pero no lo es, traspasando continuamente el elemento realista, dándole un alcance simbólico y haciéndolo inteligible en la esfera de lo espiritual y lo ideal. Esto es así incluso en el tratamiento de sus personajes, que para el lector son más de lo que parecen: todos ellos son exponentes, representantes y enviados de ámbitos, principios y mundos espirituales. Confío en que no sean por ello meras sombras o alegorías en peregrinación. Por el contrario, me tranquiliza la experiencia de que el lector perciba a estar personas, a Joachim, Claudia Chauchat, Peeperkorn, Settembrini, etc., como personas reales que recuerda como si de auténticos conocidos se tratase. 
Pero la crítica de la terapia practicada en los sanatorios no es más que la fachada, una de las fachadas, del libro, cuya esencia es más bien lo oculto. El doctoral aviso sobre los peligros morales que entraña la cura de reposo y todo aquel siniestro ambiente queda en realidad a cargo del señor Settembrini, ese parlanchín racionalista y humanista que no pasa de ser un personaje más, un personaje humorístico que despierta simpatías, aunque a veces también sea portavoz del autor, aunque no el propio autor. 
Lo que aprende [Hans Castorp] es que la salud más perfecta se adquiere mediante las profundas experiencias de la enfermedad y la muerte, del mismo modo como el conocimiento del pecado constituye una condición previa para la redención. «Para vivir», dice en una ocasión Hans Castorp a Madame Chauchat, «para vivir hay dos caminos: uno es el común, el directo y correcto. El otro es tremendo, conduce a través de la muerte y es el camino genial». Esta concepción de la enfermedad y la muerte como estación de paso necesaria en el camino hacia el conocimiento, la salud y la vida, convierte a La montaña mágica en una novela de iniciación. 
Este vínculo no es de mi cosecha. La crítica me lo ha proporcionado, y yo hago uso de él, ya que debo hablarles de La montaña mágica. Desde luego, acepto la ayuda de la crítica ajena, porque es un error creer que el propio autor sea el mejor conocedor y comentador de su propia obra. Tal vez lo sea mientras permanece y trabaja en ella. Pero una obra terminada y distante en el tiempo cada vez se convierte más en algo separado, ajeno a él, en algo de lo que otros con el tiempo podrán saber mucho más que él, de forma que podrán recordarle mucho de lo que olvidó o incluso de lo que nunca supo a ciencia cierta. Es necesario que se lo recuerden a uno. Por que uno nunca es dueño de sí mismo, nuestra autoconciencia es débil en la medida en que nunca podemos tener presentes a un tiempo todos los elementos que nos conforman. 
Sea como fuere, tiene su encanto dejarse ilustrar por los críticos sobre uno mismo, aleccionar en relación con obras ya lejanas en el tiempo y volver a adentrarse en ellas, proceso que probablemente no excluirá ese sentimiento que se expresa de un modo incomparable con las palabras francesas: «Posible que j'ai eu tant d'esprit?». Mi fórmula de agradecimiento perpetuo para tales muestras de afecto reza: «Les agradezco enormemente que hayan tenido la amabilidad de recordarme a mí mismo». 
Hace poco llegó a mis manos un manuscrito inglés redactado por un joven erudito de la Universidad de Harvard. Se titula "El héroe buscador. El mito como símbolo universal en las obras de Th. M.", y su lectura no me ha refrescado menos el recuerdo y la conciencia de mí mismo. El autor sitúa a la Magic Mountain y su simple héroe en una gran tradición no sólo alemana, sino universal: los incluye en un tipo de género que denomina "The Quester Legend" y que se remonta a las primeras obras escritas de los pueblos. Su forma alemana más conocida es el Fausto de Goethe. 
Hans Castorp sería otro héroe buscador, según explica el autor de este análisis ~¿y acaso con razón? El buscador del Grial, sobre todo Perceval, es descrito al principio de sus aventuras como un idiota, un completo idiota, un cándido. Estos epítetos equivalen a la "sencillez", simplicidad y ausencia de amaneramiento que se atribuyen constantemente al héroe de mi novela, como si cierta tradición me hubiera obligado a persistir en este rasgo. 
En una palabra, la montaña mágica es una variante del templo iniciático, sede de una peligrosa investigación que persigue el misterio de la vida, y Hans Castorp, el "viajero que se ilustra", cuenta con harto distinguidos predecesores mítico~caballerescos: es el típico, el más curioso neófito que abraza voluntariamente, demasiado, la enfermedad y la muerte, porque ya su primer contacto con ellos le proporciona la promesa de una comprensión extraordinaria, de increíbles aventuras ~naturalmente unidas a un riesgo equiparable. 
Hans Castorp como buscador del Grial [...] seguramente no lo vieron así al leer su historia, y si yo mismo lo pensé, no fue otra cosa que pensamiento. Tal vez vuelvan a leer el libro bajo esta perspectiva. Se darán cuenta entonces de lo que es el Grial, el conocimiento, la iniciación, aquello que no sólo constituye el objetivo del necio héroe, sino del propio libro. Lo encontrarán en el capítulo titulado "Nieve", donde Hans Castorp, perdido en mortales alturas, sueña su poema~sueño sobre el hombre. El Grial que, a pesar de no encontrarlo, intuye en el sueño provocado por la cercanía de la muerte, antes de que se vea arrastrado, desde sus alturas, hasta la catástrofe europea, es la idea del hombre, la concepción de una humanidad futura que haya atravesado el conocimiento más profundo, la enfermedad y la muerte. Porque el hombre mismo es un secreto, y toda humanidad descansa en el respeto al secreto del hombre.

30 dic 2010

Así escribo

Cada vez me gusta menos responder a cuestionarios, tal vez porque me recuerdan demasiado a ciertos interrogatorios (no precisamente literarios) que he debido soportar a lo largo de los años. Por eso prefiero responder en bloque, aunque algunas preguntas no alcancen a tener una respuesta concreta, cosa que no me parece una gran pérdida.

Me acuerdo de un tintero, de una lapicera con pluma "cucharita", del invierno en Bánfield: fuego de salamandra, sabañones. Es el atardecer y tengo ocho o nueve años; escribo un poema para celebrar el cumpleaños de un pariente. La prosa me cuesta más en ese tiempo y en todos los tiempos, pero lo mismo escribo un cuento sobre un perro que se llama Leal y que muere por salvar a una niña caída en manos de malvados raptores. Escribir no me parece nada insólito, más bien una manera de pasar el tiempo hasta llegar a los 15 años y poder entrar en la marina, que considero mi vocación verdadera. Ya no hoy, por cierto, y en todo caso el sueño dura poco: de golpe quiero ser músico, pero no tengo aptitudes para el solfeo (mi tía, dixit), y en cambio los sonetos me salen redondos. El director de la primaria le dice a mi madre que leo demasiado y que me racione los libros; ese día empiezo a saber que el mundo está lleno de idiotas. A los 12 años proyecto un poema que modestamente abarcará la entera historia de la humanidad, y escribo las 20 páginas correspondientes a la edad de las cavernas; creo que una pleuresía interrumpe esta empresa genial que tiene a la familia en suspenso. De golpe pantalones largos, y entro en la escuela normal donde descubro que si en mi casa respetan y favorecen lo más posible mis gustos literarios, los planes de enseñanza hacen esfuerzos heroicos para desarraigarlos y convertirme en un hombre, con lo que esta palabra significa casi siempre en América Latina. Autodefensa inmediata: alianza con dos o tres condiscípulos que también siguen soñando despiertos, siete interminables años de magisterio y profesorado en letras; la verdadera educación se hará puertas afuera, lecturas salvajes, cine, maratones de diálogos en cafés y calles, conciertos, autoaprendizaje del inglés y el francés, sigo escribiendo cuentos y poemas, los muestro a pocos amigos. A lo largo de ese absurdo profesorado, de acaso 60 profesores, sólo dos me orientan en la reflexión y especialmente en la crítica (la autocrítica): Arturo Marasso y Vicente Fatone.

De todo eso quedan dos cosas: la decisión de no cerrarme a nada en un momento en que veo a tantos amigos optar por A o por B, y la decisión complementaria de llevar esa apertura y esa porosidad a una consecuencia literaria, salga pato o gallareta. Para empezar: horror a todo profesionalismo, incluso hoy sigo viéndome como un aficionado, alguien que escribe porque le gusta y no porque tiene que escribir. De ahí los defectos posibles: falta de planes, de esquemas, pero siempre preferiré esos defectos al aburrimiento del método. No por nada la temprana lección del jazz: lo improvisado es lo que queda, aunque nadie llega así nomás a la improvisación, y todo está en ese "aunque".

La noción misma de la escritura: rechazo de la "originalidad" para lograr la naturalidad, que en última instancia es lo que abre paso a lo original. Mientras escribo leo más que nunca, ningún miedo a las "influencias"; en cambio, me niego a hablar de lo que estoy haciendo y sólo muestro lo terminado y corregido, creo que por superstición más que por principio. (Esa gente que te cuenta su novela antes de haberla empezado... en fin, a lo mejor peco por soberbia.) En cuanto a la revisión y la corrección de lo escrito, creo que con los años la cosa va cambiando; de joven escribía de un tirón y después "trabajaba" el texto ya enfriado, pero ahora tardo más en escribir, dejo que las cosas se preparen y organicen en esa región entre sueño y vigilia donde laten los pulsos más hondos, y por eso corrijo menos en la relectura. Algún crítico me reprocha una sequedad que antes no tenía; puede ser que los lectores sigan prefiriendo algo más jugoso, pero al final de mi camino me gusta más un haiku que un soneto, y un soneto más que una oda; tal vez porque tanta rutina y entusiasmo sobre el barroco latinoamericano ha terminado por afirmarme en ese horror a las volutas que ya denunciaba en Rayuela (donde las volutas no faltan, digámoslo antes de que usted lo piense). 

28 dic 2010

Escribir

"13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas". Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del Kursk es bueno porque es necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo. 

Naturalmente, lo que no dice ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos primordiales, la escritura resultaría imposible. 

Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas. 

27 dic 2010

Del oficio de la escritura

El mío es un oficio de paciencia, silencioso y solitario. Mis nietos, que me ven ante el ordenador durante horas interminables, creen que paso castigada. ¿Por qué lo hago? No lo sé… Es una función orgánica, como el sueño o la maternidad. Contar y contar… es lo único que quiero hacer. Debo inventar muy poco, porque la realidad es siempre más espléndida que cualquier engendro de mi imaginación. En el mejor de los casos la escritura intenta dar voz a quienes no la tienen o a quienes han sido silenciados, pero cuando lo hago no me impongo la tarea de representar a nadie, trascender, dar un mensaje o explicar los misterios del universo, simplemente trato de contar en el tono de las conversaciones privadas, procurando que no se me olviden el humor y la compasión, dos ingredientes necesarios para dar vida a los personajes. 

Soy afortunada, provengo de una familia extravagante. Un montón de locos deliciosos conforma nuestra pintoresca estirpe. Ellos han inspirado casi todas mis novelas. Con parientes como los míos no se necesita imaginación, ellos proveen todos los componentes del realismo mágico.

Mis libros nacen de una emoción profunda que me ha acompañado por largo tiempo. Nostalgia por Chile, mi patria a los pies del mundo, motivó "La casa de los espíritus". En esa novela quise reconstruir, desde el exilio, el país perdido después del Golpe Militar de 1973, resucitar a los muertos, reunir a los dispersos. Vivía yo en Caracas como miles de otros inmigrantes, refugiados y exilados, cuando el 8 de enero de 1981 recibí una triste noticia desde Santiago: mi abuelo, un viejo formidable que iba a cumplir los cien años, agonizaba. 

(...) Esa noche instalé en la cocina mi máquina de escribir y comencé una carta para aquel abuelo legendario. Era una carta espiritual que él jamás leería, La primera frase fue escrita en trance, mis dedos volaron sobre el teclado y antes que alcanzara a darme cuenta había escrito: Barrabás llegó a la familia por vía marítima. ¿Quién era Barrabás y por qué llegó por vía marítima? ¿Qué tenía que ver Barrabás en una carta de despedida de mi abuelo? Aún no lo sabía, pero con la confianza del ignorante seguí escribiendo sin pausa ni respiro, cada noche, sin mayor esfuerzo, como si voces secretas susurraran la historia al oído. Al cabo de un año tenía quinientas páginas sobre la mesa de la cocina. Había nacido "La casa de los espíritus". Ese Barrabás que llegó por vía marítima habría de cambiar mi destino; nada volvió a ser igual para mí después de esa frase. "La casa de los espíritus" me inició en el mundo sin retorno de la literatura.

Mis novelas no se gestan en la mente, crecen en el vientre. No escojo el tema, el tema me escoje a mí. Mi trabajo consiste en dedicar suficiente tiempo, silencio y disciplina a la escritura para que los personajes aparezcan de cuerpo entero y hablen por sí mismos. No los invento, son criaturas que existen en otra dimensión, esperando que alguien las traiga al mundo. Soy sólo un instrumento, algo así como una radio; si logro sintonizar la frecuencia precisa, tal vez los personajes se manifiesten y me cuenten sus vidas. 

Cada 8 de enero, cuando comienzo otro libro, oficio una ceremonia secreta para llamar a los espíritus del trabajo y la inspiración, luego pongo los dedos en las teclas y dejo que la primera frase se escriba sola, como en un trance, tal como se escribió Barrabás llegó por vía marítima en "La casa de los espíritus". Carezco de un plan, no sé lo que ocurrirá. Esa frase inicial entreabre una puerta por donde me asomo tímidamente a otro mundo. En los meses siguientes explorará ese territorio palabra a palabra. Los personajes, que al principio son muy borrosos, irán revelándose con sus contornos precisos, cada uno con su propia voz, su biografía, su carácter, sus mañas y grandezas, tan reales e independientes que sería inútil de mi parte tratar de controlarlos. La historia se desdoblará lentamente, un pliegue a la vez, hasta llegar a los estratos más profundos. 

24 dic 2010

EL POETA

1

El poeta trae de lejos la palabra.
Al poeta lo lleva lejos la palabra.
Entre sí y no, por baches indirectos
de parábolas, signos, planetas,
hasta lanzándose desde el campanario
agarra un garfio, pues el camino del cometa -
es el camino del poeta. Casuales eslabones
ése es su enlace. ¡Mirar las estrellas
de nada sirve! En el calendario
no se pronostican los eclipses del poeta.
Él es el que desordena los naipes,
falsea el peso y las cuentas,
el preguntón en el pupitre,
el que a Kant para el arrastre deja.
El que en el pétreo foso de la bastilla
es como un árbol que crece en su belleza…
Aquél de huellas - siempre desaparecidas,
El que es el tren al que cualquiera
llega tarde-
- su camino es el de los cometas -
El camino del poeta: arde pero no calienta,
arranca pero no cría - estalla y se quiebra.
¡Tu camino es el de enredadas cabelleras,
no pronosticado en el calendario, poeta.
8 de abril de 1923

2

Son en el mundo los superfluos, los suplementarios,
los no inscritos en lo que la vista abraza.
(Los no escritos en vuestros vocabularios.
Para ellos el foso de la basura es casa.)
Están en el mundo desnudos, despedidos,
tachuelas son a vuestras orlas de seda,
son el estiércol - los enmudecidos –
la suciedad que repugna a las ruedas.
La apariencia - en el mundo donde no se ve:
(¡Su marca: granos leprosos!)
Hay Jobs en el mundo que
de Job serían envidiosos -
cuando: los poetas con los parias rimamos,
pero, sobresaliendo de la orilla marcada,
a los dioses las diosas disputamos
¡y a Dios la Inmaculada!
22 de abril de 1923

3

¡Qué puedo hacer, ciega e hijastra
en un mundo donde cada uno es padre y vidente,
donde sobre anatemas pasa el espanto
como sobre terraplenes! Donde la gente
resfriado llama - ¡al llanto!
¡Qué puedo hacer - por decisión y providencia
cantora! - ¡Tal cable! ¡Bronceado! ¡Siberia!
¡Como por un puente - por mi alucinamiento!
Con su ligereza
en un mundo de pesos.
¡Primera y cantora, qué puedo
en un mundo donde lo más negro es – grisura!
¡Donde la inspiración en termos va metida!
¡¿Con esta desmesura
en un mundo de medidas?!

23 dic 2010

Sobre el arte de un escritor

El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse.

Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia.

Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos. 

Siempre me decía: "Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio". Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente? 

Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida. 

Inflación palabraria. El problema de la inflación monetaria en América Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la monetaria o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido éxito en la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria sigue ahí, tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito a esa lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el lenguaje. Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 ó 16 años y lloraba ante la hoja de papel en blanco porque no podía. 

¿Función social? 

La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la tiene, y aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que dicen que la literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento que alguien escribe y publica está realizando una función social, porque se publica para otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo mando a mi propia casa, pongo "Cartas de amor a mí mismo" y me emociono al recibirlas. Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la masturbación, tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente, como decía el viejo chiste).

Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función social. A veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es una literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora, reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en general, es aburridísima.

22 dic 2010

El canto errante (fragmento)

“Los pensamientos e intenciones de un poeta son su estética”, dice un buen escritor: Que me place. Pienso que el don del arte es aquel que de modo superior hace que nos reconozcamos íntima y exteriormente ante la vida. El poeta tiene la visión directa e introspectiva de la vida y una superstición que va más allá de lo que está sujeto a las leyes del general conocimiento. La religión y filosofía se encuentran con el arte en tales fronteras, pues en ambas hay también una ambivalencia artística. Estamos lejos de la conocida comparación del arte con el juego. Andan por el mundo tantas flamantes teorías y enseñanzas estéticas... La venden al peso, adobadas de ciencia fresca, de la que se descompone más pronto, para poder aparecer renovada en los catálogos y escaparates pasado mañana.

Yo he dicho: Cuando dije mi poesía era “mía en mí”, sostuve la primera condición de mi existir, sin pretensión ninguna de causar sectarismo en mente o voluntad ajena, y en un intento de amor absoluto de la Belleza.

Yo he dicho: Ser sincero es ser potente. La actividad humana no se ejercita por medio de la ciencia y de los conocimientos actuales, sino en el vencimiento del tiempo y del espacio. Yo he dicho: Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo. He meditado ante el problema de la existencia y he procurado ir hacia la más alta idealidad. He expresado lo que expresaba mi alma y he querido penetrar en el alma de los demás, y hundirme en la vasta alma universal. He apartado asimismo, como quiere Schopenhauer, mi individualidad del resto del mundo, y he visto con desinterés lo que a mi yo parece extraño, para convencerme de que nada es extraño a mi yo. He cantado, en mis diferentes modos, el espectáculo multiforme de la Naturaleza y su inmenso misterio. He celebrado el heroísmo, las épocas bellas de la Historia, los poetas, los ensueños, las esperanzas. He impuesto al instrumento lírico mi voluntad del momento, siendo a mi vez órgano de los instantes, vario y variable, según la dirección que imprime el inexplicable Destino.

21 dic 2010

La página en blanco no es un espejo en el que mirarse

Dicen que hay autores que escriben porque se ven en la necesidad de explicar algo que les incumbe. ¿Es tu caso?

Yo parto de ideas. Puedo tener una idea o, no sé, conocer a una persona en determinado momento, y tenerla guardada en la mente durante uno, dos años, sin forzar nada. Y, finalmente, de algún modo, surge. Una idea se transforma misteriosamente en una frase entera. Tengo un amigo, sin embargo, que cada noche pide a Dios no tener ideas antes de las navidades para poder estar tranquilo con su familia (risas). Lo que hay que tener en cuenta es que la inspiración llega una sola vez, después hay que trabajar. Es lo que me ha sucedido con un tema recurrente en mi obra: la inmigración europea. Es un asunto sobre el que se puede escribir un artículo o una novela.
Bien, aprendí que si quieres escribir una novela, debes matarte, eliminarte de la ecuación. No eres nadie. El novelista se debe mantener al margen. Sí, está metido en el mundo que inventa, narra desde su punto de vista, pero, como autor, no existe en la historia. Yo recurro a la tercera persona, todo lo que sucede en la novela pasa antes por mis ojos, por mi sensibilidad, por mi memoria… pero como autor no soy nadie. La página en blanco no es un espejo en el que mirarse.

¿Y cuál fue la primera idea que te provocó escribir Brooklyn?

Fueron recuerdos que recuperé de la memoria.
Tenía doce años. Conocíamos a una vecina viuda que hablaba mucho de su hija, decía que se había mudado a Brooklyn,  que se casó… Era una familia que guardaba muchos secretos. Veía a esa vieja señora por la calle y pensaba en las historias que debía cargar con ella. Luego, como sabes, he ido pasando largas temporadas en Estados Unidos antes de escribir la novela. La realidad, cuando vives allí, es muy dura. No fue ninguna suerte trasladarme durante meses, al menos en mis primeras estancias, porque has de instalarte en un espacio ajeno y te preguntas “¿por qué he decidido venir aquí?”. Publiqué The Master y, sí, gane dinero con ese libro. Pero no sé invertir. La única cosa realmente buena que puedes hacer cuando tienes dinero es construir una casa. Una amiga que tiene una empresa inmobiliaria me puso en alerta sobre un espacio edificable con vistas al mar, ubicado en el lugar donde pasaba las vacaciones. Para mi, Nueva York es tremendamente frío y pensé que sería genial tener mi casa en un lugar tranquilo. Comencé a pensar entonces en esa imagen idílica del campo, en poder disfrutar conduciendo hasta llegar a mi “hogar”, un término que en español en muy complicado de utilizar, porque no tiene la trascendencia que posee la palabra inglesa “home”. Luego, mezclé esas imágenes con lo emocional, con momentos en los que te preguntas de dónde vienes y adónde vas… Y un día emergió, de la mezcla de todo esto.

A Eilis, la protagonista de tu novela, le haces descubrir el exilio físico pero también, y no menos importante, el emocional.

Sí, ahí tuve que echar mano de mis experiencias. Están por todo el libro. A los quince años era un chico imposible, un rebelde. Me enviaron a un colegio residencial religioso. No podía estar solo. Nunca. Allí escuché a Leonard Cohen, leía poesía melancólica… Imagínate. Tardé dos semanas en acostumbrarme a la vida en ese lugar. Es un periodo en el que no sabes qué va a pasar. Piensas que se trata de una enfermedad, que es algo pasajero. Esa vivencia la encontramos en los primeros días de Eilis en América. Luego está lo del barco, cuando se pasa todo el viaje vomitando. También es algo que sufrí en el trayecto Palma de Mallorca-Barcelona. La primera vez que hice el viaje coincidió con una gran tempestad. Era la única persona que estaba en el restaurante del barco. No había nadie más. Resultó que habían avisado a todos los pasajeros para que no salieran de sus camarotes, pero yo no me enteré. Estuve las seis horas vomitando. Además es angustioso, porque una vez empiezas no hay manera de parar hasta que no llegas a puerto (risas). En cuanto al sexo… Bueno, quería narrar de manera fidedigna cómo vive su primera experiencia una chica irlandesa, partiendo de la inocencia, ya que no dispone de referencia alguna. Una buena amiga me explicó con pelos y señales cómo fue su primera vez. Lo que quedó en la novela fue exactamente tal y como me lo contó ella.
Precisamente Eilis no tiene problemas con los hombres que entran en su vida. Los has retratado a todos como ejemplares de una bondad inmaculada.
Pues sí, es cierto.

Y me refiero a todos, sus pretendientes, sus hermanos, sus amigos…

(Risas) Sí, todos son estupendos y buscan a una mujer para toda la vida.
Ahora que la literatura parece que vaya de la mano de la experimentación narrativa, apuestas por la sencillez en la forma y el estilo.

Mira, he dado clases sobre Jane Austen en la Universidad. Clases de tres horas, con diez alumnos que debían entrar, leer, releer, analizando la estructura y cómo va todo, cómo funciona una novela. No hay mayor influencia para mi que la novela del XIX. Las grandes obras… Moby Dick…  Son como dibujos muy elaborados, auténticas obras de cámara.

Y esa fascinación que sientes por Henry James…

Sí, de ahí he sacado mucho. ¡Y de Flaubert! Adoro Tres cuentos, en especial el titulado  Un corazón sencillo. Me inspira su estilo, su prosa. Y es algo que también procuro transmitir a mis alumnos. El problema es que ejercer como profesor de narrativa es muy difícil cuando tienes que enfrentarte a los alumnos americanos.

¿Y eso?

No puedo decirles “Mira, deja esto, hazte abogado”. Aunque para algunos sería estupendo. Scott Turow, gracias a haber cursado la carrera de Derecho, se ha convertido en un escritor de éxito. Los estudiantes americanos se preocupan simplemente en crear historias que estén bien. Y, claro, no les puedo insultar. ¡Si fueran irlandeses les machacaría! A los americanos no, hay que animarles continuamente. Un día, en clase de literatura, uno de ellos dijo una tontería. Me levanté y les pregunté “Pero, ¿alguien tiene algo interesante que decir?”. Silencio absoluto. El alumno se encaró diciéndome que no le podía hablar así.

¿Cómo logras que limen sus trabajos?

Es duro (risas). Un día acabé harto. Empezaron a leer sus trabajos. Después de escuchar tres historias malísimas, decidí formular tres reglas que, incluso para mi, fueron reveladoras. La primera era: Deja de escribir siempre con flashbacks, no enmarañes el relato. Vale, vas en bici, estás sujetando el manillar. ¡Pues cuenta la puñetera historia! Y fíjate que, pensando en ello, me empezó a interesar escribir una novela que fuera lineal y no circular. Que no fuera un tornillo al que dar vueltas.  The Master, la novela que escribí sobre Henry James, era una complicada historia en la que recurría a este tipo de artimañas que ahora estaba rechazando. ¡Me di cuenta de que, al darles esta norma, me estaba hablando a mí mismo! Supongo que el uso de la narración lineal que utilizo enBrooklyn nació ahí.

¿Y las otras dos reglas?

¡Ah, sí! La segunda es: Acaba todo lo que empieces, deja de sentir pena de tí mismo, limítate a acabarlo y punto. Y la tercera: Utiliza todo lo que sepas, aunque fastidie a los demás. Un alumno de Stanford me dijo en cierta ocasión que no podía escribir sobre un tema porque le daría pena a su madre. ¡Pues apénala! ¡Roba historias de tus amigos! ¡Yo lo hago y no me va mal! Hace poco recibí una carta de este chico dándome las gracias por las clases. Pensé “¡pero si nunca me escuchan! ¡Pasan totalmente de lo que les digo!”. Bueno, al menos él escuchó una vez y me alegro, porque me anunció que logró acabar su libro y está a punto de publicarlo.
He oído que Brooklyn será llevada al cine.

Sí, ya han terminado las negociaciones. Ha sido duro porque, como siempre, el problema ha sido la financiación. Hace poco di una charla en Londres a la que asistió el guionista que se hará cargo de la adaptación. Me pareció interesante que se preocupara en conocerme.
No vamos a desvelar el final de la novela pero, ¿cómo te imaginas el futuro de Eilis?
La imagen que tengo de la historia es de veinte años más tarde. El hermano de Eilis está en la playa de Wexford. Una pareja de adolescentes que pasea se encuentra con él. Tienen unos ojos preciosos, oscuros. También el cabello de los dos es oscuro. Su aspecto es latino, italiano. Jack, su hermano, se pregunta quiénes son. Se acercan a él y conversan. Son los hijos de Eilis que han venido a visitar a su abuela desde América. Los dos se parecen un poco a Frank, el hermano pequeño de Tony. No hay rastro de pecas ni de los rasgos típicos irlandeses… Y ese es el futuro.

20 dic 2010

Buenos lectores y buenos escritores

«Cómo ser un buen lector», o «Amabilidad para con los autores»; algo así podría servir de subtítulo a estos comentarios sobre diversos autores, ya que mi propósito es hablar afectuosamente, con cariñoso y moroso detalle, de varias obras maestras europeas. Hace cien años, Flaubert, en una carta a. su amante, hacía el siguiente comentario: «qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros». 

Al leer, debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos.Nada tienen de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reunir con amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, alejándose del libro antes de haber empezado a comprenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea preconcebida de que es una denuncia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber. 

Otra cuestión: ¿Podemos obtener información de una novela sobre lugares y épocas? ¿Puede ser alguien tan ingenuo como para creer que esos abultados best-sellers difundidos por los clubs del libro bajo el enunciado de «novelas históricas» pueden contribuir al enriquecimiento de nuestros 'conocimientos sobre el pasado? Pero ¿y las obras maestras? ¿Podemos fiarnos del retrato que hace Jane Austen de la Inglaterra terrateniente, con sus baronets y sus jardines paisajistas, cuando todo lo que ella conocía era el salón de un pastor protestante? Y Casa Desolada, esa fantástica aventura amorosa en un Londres fantástico, ¿podemos considerarla un estudio del Londres de hace cien años? Desde luego que no. Y lo mismo ocurre con las demás novelas de esta serie. La verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas... y las que vamos a estudiar aquí lo son en grado sumo. 

El tiempo y el espacio, el color de las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente, todas estas cosas no son, para los escritores de genio (por lo que podemos suponer, y confío en que suponemos bien), nociones tradicionales que pueden sacarse de la biblioteca circulante de las verdades públicas, sino una serie de sorpresas extraordinarias que los artistas maestros han aprendido a expresar a su manera personaL La ornamentación del lugar común incumbe a los autores de segunda fila; éstos no se molestan en reinventar el mundo; sólo tratan de sacarle el jugo lo mejor que pueden a un determinado orden de cosas, a los modelos tradicionales de la novelística. Las diversas combinaciones que un autor de segunda fila es capaz de producir dentro de estos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda les gusta reconocer sus propias ideas vestidas con un disfraz agradable. Pero el verdadero escritor, el hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dormido y manipula ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su disposición ningún valor predeterminado: debe crearlos él. El arte de escribir es una actividad futil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: «¡Anda !», dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El escritor es el primero en trazar su mapa y- poner nombre a los objetos naturales que contiene. Estas bayas son comestibles. Ese bicho moteado que se ha cruzado veloz en mi camino se puede domesticar. Aquel lago entre los árboles se llamará Lago de Opalo o, más artísticamente, Lago Aguasucia. Esa bruma es una montaña... y aquella montaña tiene que ser conquistada. El artista maestro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente. 

Una tarde, en una remota universidad de provincia donde daba yo un largo cursillo, propuse hacer una pequeña encuesta: facilitaría diez definiciones de lector; de las diez, los estudiantes debían elegir cuatro que, combinadas, equivaliesen a un buen lector. He perdido esa lista; pero según recuerdo, la cosa era más o menos así: 

Selecciona cuatro respuestas a la pregunta «¿qué cualidades debe tener uno para ser un buen lector?»:

1) Debe pertenecer a un club de lectores.
2) Debe identificarse con el héroe o la heroína.
3) Debe concentrarse en el aspecto socioeconómico.
4) Debe preferir un relato con acción y diálogo a uno sin ellos.
5) Debe haber visto la novela en película.
6) Debe ser un autor embrionario.
7) Debe tener imaginación.
8) Debe tener memoria.
9) Debe tener un diccionario.
10) Debe tener cierto sentido artístico. 

Los estudiantes se inclinaron en su mayoría por la identificación emocional, la acción y el aspecto socioeconómico o histórico. Naturalmente, como habréis adivinado, el buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un diccionario y cierto sentido artístico..., sentido que yo trato de desarrollar en mi mismo y en los demás siempre que se me ofrece la ocasión.

A propósito, utilizo la palabra lector en un sentido muy amplio. Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un «relector». Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover laboriosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cuadro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cuadro contiene ciertos elementos de profundidad y desarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familiarizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto entero y pueda apreciar luego los detalles. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lectura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cuadro. Sin embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que sea -ya se trate de una obra literaria o de una obra científica (la línea divisoria entre una y otra no es tan clara como generalmente se cree)-, un libro, digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento del espinazo es, o debe ser, el único instrumento que debemos utilizar al enfrentarnos con un libro. 

Sentado esto, veamos cómo funciona la mente cuando el melancólico lector se enfrenta con el libro risueño. Primero, se le disipa la melancolía, y para bien o para mal, el lector participa en el espíritu del juego. El esfuerzo de empezar un libro, sobre todo si es elogiado por personas a las que el lector joven considera en su fuero interno demasiado anticuadas o demasiado serias, es a menudo difícil de realizar; pero una vez hecho, las compensaciones son numerosas y variadas. Puesto que el artista maestro ha utilizado su imaginación para crear su libro, es natural y lícito que el consumidor del libro también utilice la suya. 

Sin embargo, hay al menos dos clases de imaginación en el caso del lector. Veamos, pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar está el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y es de naturaleza netamente personal (hay diversas subespecies en este primer apartado de lectura emocional). Sentimos con gran intensidad la situación expuesta en el libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a quien conocemos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede hacer el lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo modesto de imaginación el que yo quisiera que utilizasen los lectores. Así que ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo, un equilibrio armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a la vez que gozamos intensamente -apasionadamente, con lágrimas y estremecimientos- de la textura interna de una determinada obra maestra. 

Por supuesto, es imposible ser completamente objetivo en estas cuestiones. Todo lo que vale la pena es en cierto modo subjetivo. Por ejemplo, puede que vosotros allí sentados no seáis más que un sueño mío, y puede que yo sea una de vuestras pesadillas. Lo que quiero decir es que el lector debe saber cuándo y dónde refrenar su imaginación; lo hará tratando de dilucidar el mundo específico que el autor pone a su disposición. Tenemos que ver cosas y oir cosas: visualizar las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes.

Cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora os digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el científico. El artista entusiasta propende a ser demasiado subjetivo en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio, si el aspirante a lector carece por completo de pasión y de paciencia -pasión de artista y paciencia de científico-, difícilmente gozará con la gran literatura. 

La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando «el lobo, el lobo», con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando «el lobo, el lobo», sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la histotia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura. 

La literatura es invencion. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza. 

Volviendo un momento al muchacho cubierto con pieles de cordero que grita «el lobo, el lobo», podemos exponer la cuestión de la siguiente manera: la magia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa deliberadamente, en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico, narrado por las noches alrededor de las hogueras. Pero él fue el pequeño mago. Fue el inventor. 

Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor. 

Al narrador acudimos en busca del entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propagandista, moralista, profeta: ésta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una formación moral sino también de conocimientos directos, de simples datos. ¡ Ay!, he conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran encantador, y aquí es donde llegamos a la parte verdaderamente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas. 

Las tres facetas del gran escritor -magia, narración, lección- tienden a mezclarse en una impresión de único y unificado resplandor, ya que la magia del arte puede estar presente en el mismo esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremecimiento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfretd Park o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espinadorsal. Aquí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debamos mantenernos un poco distantes, un poco despegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal. 

17 dic 2010

Por qué escribo (para periódicos)

Mi más nítido recuerdo de la Guerra del Golfo es el de unos pocos instantes en un autobús en los que el mundo se desintegró frente a mí.

En ese entonces estaba en la universidad terminando un doctorado y trabajaba en la mesa de redacción de un periódico durante las tardes. De día, iba a manifestaciones en contra de la guerra y discutía ese tema con la gente; de noche procesaba las noticias con tinte propagandístico que llenaban los periódicos.

Me sentía desgarrado entre una ira increíble y una profunda tristeza a causa de lo que mi gobierno estaba haciendo y lo poco que yo podía influir en la cobertura del tema desde mi escritorio en el periódico.

Una tarde que volvía a casa en autobús desde la escuela, todas esas emociones estallaron. Iba sentado mirando por la ventanilla y no podía dejar de pensar en lo que le estaba pasando a la gente en Iraq, las bombas y la sangre; no podía sacarme la muerte de la cabeza.

Comencé a llorar. No sé si la gente a mi alrededor lo encontró extraño, no tenía noción de estar rodeado de gente. Me sentía solo y sentía una pena tan inmensa como el horror que la había provocado. Fue un momento de un dolor lacerante contra el que no tenía defensas.

Casi diez años después, mientras escribo esto, recuerdo haber mirado por la ventanilla del autobús y haber sentido esa desesperación y me doy cuenta de que nunca me he recuperado por completo de ese momento. En el mundo no han faltado sufrimiento y maldad para conmover a la gente y la Guerra del Golfo fue de alguna manera nada fuera de lo común para un país con una historia tan brutal como la de los Estados Unidos.

Sin embargo, para mí marcó un punto de inflexión, un momento después del cual no hubo posibilidad alguna de volver a creer que mi país sea una querida tierra de libertad [N. Del T. El autor evoca la primera estrofa de uno de los himnos más patrióticos de los Estados Unidos: My country ´tis of thee/sweet land of liberty/of thee I sing]. No fue un momento de evaluación puramente racional; fue un momento en el que me di cuenta de las cosas que sabía pero que hasta entonces no había asimilado por completo, un momento en el que me permití sentir lo que hasta entonces había mantenido bajo control.

Tarde esa noche, intenté explicarle lo que estaba sintiendo a un compañero de trabajo del periódico, un hombre diez años mayor que yo, quien pensé podría comprender. "Entiendo lo que quieres decir," dijo encogiéndose de hombros. "Es lo mismo que nos pasó a muchos de nosotros durante Vietnam. No hay vuelta atrás. Ya nunca más es lo mismo".

Ese sentimiento vuelve a mí con frecuencia. Regresó un día de mayo de 2000, el semestre de primavera estaba llegando a su fin y yo me acomodé en mi oficina una mañana pensando terminar con las tareas de fin de semestre. Me demoré un poco con el periódico matutino, disfrutando el ritmo más pausado que sobreviene cuando los estudiantes comienzan a partir por el receso.

A medida que leía un artículo sobre la controversia desatada por la nota del reportero Seymour Hersh sobre acusaciones por crímenes de guerra contra un general de la guerra del Golfo que violó las normas de combate y, de hecho, asesinó iraquíes después del alto al fuego, comencé a sentir bronca por la guerra - bronca por la muerte innecesaria, indignación por los abusos de poder que funcionarios de mi gobierno consideran como derecho de nacimiento y fastidio por la tranquilidad con que mis compatriotas aceptan todo esto como si fuera el orden natural de las cosas.

Sin embargo, la indignación pronto se convirtió en tristeza y me sentí resbalar hacia 1991. Dejé el periódico y comencé a sollozar. Me sentía abrumado por todas las emociones que había sentido durante la guerra, magnificadas luego de 10 años por el conocimiento acerca de cómo los demoledores efectos del embargo económico contra Iraq han transformado la creciente muerte y miseria en algo habitual.

Entonces escribí.

Escribí por muchas y distintas razones esa mañana- personales y políticas, de largo y de corto plazo, estratégicas y de principios. Escribí por que sabía que las revelaciones de Hersh serían un buen anzuelo para una columna de opinión y por que sabía que si agarraba el tema a tiempo podría lograr hacer entrar un artículo abiertamente crítico en uno de los periódicos de mayor circulación.

Escribí porque se supone que debo escribir dado mi trabajo como profesor de periodismo. Escribí porque me gusta ver mis pensamientos impresos. Escribí porque en aquel momento en algún rincón de Iraq un padre como yo miraba a un niño como el mío morir a causa de la política de los Estados Unidos.

Escribí porque creo que los ciudadanos deben conocer la verdad acerca de los crímenes que su gobierno comete. Escribí porque obligar a la gente a reconsiderar la Guerra del Golfo puede ayudar a terminar con las sanciones contra Iraq. Escribí porque la escritura es un arte en el que siempre he encontrado placer.

Pero ese día, escribí principalmente porque no sabía qué más hacer con mi bronca y dolor. Escribí porque cuando terminé de hacerlo sentí que tanta bronca y dolor tenían un propósito. Escribí porque, de no haberlo hecho, me hubiera sentido peor de lo que me sentí. Escribí para resistir y desahogarme. Y escribí para ser parte de un movimiento más amplio en pos de un cambio progresista. Escribí para mí mismo y escribí para los demás. Pensé en mí mismo y pensé en la última súplica del arzobispo salvadoreño Oscar Romero: que los privilegiados usen su privilegio para "ser una voz para los que no tienen voz".

Sin embargo, uno puede preguntarse con sobrada razón: ¿es que acaso una columna de opinión en un periódico significa verdaderamente algo?

A pesar de que resulta tonto pensar que el acto de escribir en sí y por sí mismo pueda producir un cambio, no es tonto creer en el poder de la palabra escrita. La mayoría de las personas pueden recordar un texto - ya sea una columna de opinión de un periódico, una novela excelente o un libro político brillante - que las haya cambiado de alguna manera.

A veces recibo cartas de personas que me cuentan que una columna de opinión o un artículo escrito por mí ha marcado una diferencia en sus vidas. Sólo basta una de esas cartas ocasionales para que siga escribiendo. Prácticamente todos los días leo palabras que alguien ha escrito y que marcan una diferencia en mi vida; eso también hace que siga escribiendo.

Quizá soy ingenuo. Otros, (incluyendo a varios de mis colegas profesores) pueden tener razón - no se le puede ganar al sistema, entonces lo mejor es sacarle el mayor provecho, encontrar un trabajo gratificante en el plano personal y vivir tranquilo. "Admiro lo que haces", me dijo un colega, "pero yo tengo que vivir en el mundo real".

La última vez que me detuve a pensarlo, me di cuenta de que sí vivo en el mundo real. Un mundo lleno de injusticia y dolor y sufrimiento pero también de alegría, amor y solidaridad. También un mundo en el que debemos vivir con incertidumbre tanto moral como práctica. Nunca puedo saber con certeza absoluta si aquello en lo que creo terminará siendo lo correcto o si las elecciones que hago para obrar de acuerdo a esas ideas serán las más efectivas.

Hasta que no esté muerto y alguien pueda quizás analizar los efectos políticos, puede resultar que todas las palabras que escribí no tengan un efecto tangible sobre el mundo, que me estuve engañando a mí mismo pensando que esas palabras marcarían una diferencia. Quizá estoy perdiendo el tiempo. Sin embargo, aún si supiera que todo esto es cierto, lo mismo escribiría.

Escribo porque sufro y por que veo a otras personas sufrir.
Escribo no por lo que soy sino por lo que quiero ser.
Escribo porque algunas veces no sé qué otra cosa hacer.
Escribo no porque no entienda de qué se trata el mundo "real", sino porque quiero creer que podemos hacer real otro mundo.
Escribo para evitar que el mundo se desintegre frente a mí.

16 dic 2010

16 Consejos

En literatura es preciso evitar:

1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.


2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.


3. La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.


4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.


5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.


6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.


7. Las frases, las escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época; o sea, el ambiente local.


8. La enumeración caótica.


9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.


10. El antropomorfismo.


11. La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulysses de Joyce y la Odisea de Homero.


12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.


13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.


14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.


15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y, en fin:


16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.

15 dic 2010

Contacto con el fuego

La escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros.

Allí está la brecha. Allí está la dificultad.

Estuve leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del premio [Nobel]. Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que su padre tenía mil quinientos libros. Su talento no surgió del vacío, estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes formaban parte de sus recuerdos familiares. Su padre lo estimuló para escribir. Y cuando llegó a Inglaterra por sus propios méritos utilizó la Biblioteca Británica. Estaba en contacto con las mejores tradiciones.

Pensemos en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las mejores tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de literatura en Ciudad del Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a alguna de ellas, dictadas por esa mente maravillosa por su audacia y valentía.

Para escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición.

Tengo un amigo en Zimbabwe. Un escritor. Es negro y este aspecto es pertinente. Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que aparecían en los frascos de mermelada y en las latas de fruta en conserva. Creció en una zona que he recorrido, una zona rural para población negra. El suelo está formado por arena y grava, hay escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de mayores recursos.

Hay una escuela… semejante a aquella que ya he descripto. Mi amigo encontró una enciclopedia para niños que alguien había arrojado a la basura y la utilizó para aprender.
Para la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores. Habían crecido al sur de la antigua Rhodesia, bajo el dominio blanco: las escuelas de los misioneros eran las mejores escuelas. En Zimbabwe no se forman escritores. No es fácil, mucho menos bajo el dominio de Mugabe.

Todos ellos recorrieron un arduo camino hacia la alfabetización, sin mencionar sus esfuerzos para convertirse en escritores. Me refiero a que las situaciones relacionadas con textos impresos en latas de mermelada y enciclopedias desechadas no eran infrecuentes. Y estamos hablando de personas que aspiraban a una educación cuyos estándares estaban muy lejos de su alcance. Una choza o varias con muchos niños, una madre agobiada por el trabajo, una lucha permanente por la comida y la ropa.

Sin embargo, a pesar de las dificultades, surgieron los escritores y hay algo más que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio conquistado físicamente menos de cien años antes. Los abuelos y las abuelas de estas personas podrían haber sido los narradores de su clan. La tradición oral. En el transcurso de una generación, o dos, se produjo la transición desde las historias recordadas y transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro formidable.

Libros, literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo del hombre blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso, que ya es un libro), es necesario encontrar un editor, que te pague, que se mantenga solvente, que distribuya los libros. Recibí numerosos informes sobre el panorama editorial para África. Incluso en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con su diferente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de posibilidades.

Aquí estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no trascienden porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es posible estimar semejante desperdicio de talento, de potencial. Pero incluso antes de esa etapa en la creación de un libro que exige un editor, un anticipo, estímulo, hace falta algo más.

A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo, la pregunta fundamental es: “¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?”. A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración.

Si un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos.

Cuando los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan siempre con este espacio, este otro tiempo. “¿Lo has encontrado? ¿Lo conservas?”

Pasemos a un panorama en apariencia muy diferente. Estamos en Londres, una de las grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo escritor. Con cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es elegante? Si se trata de un hombre: ¿Es carismático? ¿Es atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún chiste.

A este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero. Los paparazzicomienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se los agasaja, alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neófitos, que no tienen idea de qué ocurre en realidad.

Ella, él disfruta de los halagos, del reconocimiento.

Pero preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: “Es lo peor que me pudo haber pasado”.

Algunos de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir.

Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. “¿Aún conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar. Entonces, sujétate fuerte, no te sueltes.”

Es imprescindible alguna clase de educación.

En mi mente habitan magníficos recuerdos de África que puedo revivir y contemplar cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol, doradas, púrpuras y anaranjadas, que se despliegan en el cielo al atardecer. ¿Y las mariposas diurnas y nocturnas y las abejas sobre los aromáticos arbustos del Kalahari? O, cuando me sentaba a la orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos claros, durante la estación seca, con su satinado y profundo tono de verde, con todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elefantes, jirafas, leones y otros animales, había muchísimos, pero cómo olvidar el cielo nocturno, aún incontaminado, negro y maravilloso, cubierto de inquietas estrellas.

Tenemos un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los egipcios, a los griegos, a los romanos. Todo está allí, esta abundancia de literatura por descubrir una y otra vez para quien tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro. Supongamos que no existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos.

Poseemos una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se agotará. Podemos disponer de ella, siempre.

Tenemos un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos cuyos nombres conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y más en el tiempo hasta un claro del bosque donde arde una enorme hoguera y los antiguos chamanes bailan y cantan, porque nuestro patrimonio de cuentos se originó en el fuego, la magia, el mundo de los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente.

Si consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe un momento de contacto con el fuego, con aquello que nos gusta llamar inspiración y que se remonta al pasado remoto hasta el origen de nuestra raza, al fuego, al hielo y a los fuertes vientos que nos dieron forma y que conformaron nuestro mundo.

El narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias siempre va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo.

14 dic 2010

 La loca de la casa

Ayer me reservé el día entero para escribir. Pensaba dedicar el día a La loca de la casa, y me relamía de sólo imaginar el montó de horas que iba a poder emplear en ello. Me senté al ordenador a eso de las diez de la mañana, sin citas para la hora del almuerzo, sin citas para la cena, sin tener que hacer ningún recado ni ir a ningún sitio, en  lo alto de una jornada alta y limpia, perfecta para dedicarla a la escritura.
Encendí la pantalla, me acomodé bien en la silla. De pronto se me ocurrió que hacía por lo menos un par de meses que no contestaba las cartas recibidas en mi página web. Eran muchas, muchísimas y empecé a responderlas. Pasaron muchas horas. Me detuve apenas veinte minutos para comer algo. Retomé la tarea. Terminé de contestar el correo a eso de las ocho de la noche, reventada, con dolor de cabeza y el cuello agarrotado de tanto teclear. Telefoneé a Carmen García Mallo, una de mis mejores amigas, con el ánimo sombrío y furibundo.
–        Hoy quería escribir, tenía todo el día para escribir y lo he tirado por la borda contestando e-mails.
–        ¿por qué? ¿Por pereza?
–        No, no.
–        ¿Por qué?
–        Por miedo.
No se lo puede explicar, pero anoche, en la indefensión extrema de la noche, en la claridad alucinada de la noche, mientras daba vueltas en la cama, comprendí exactamente lo que quería decir. Por miedo a todo lo que dejar de escribir una vez que pasas a la acción. Por miedo a concretar la idea, a encarcelarla, a deteriorarla, a mutilarla. Mientras se mantienen en el rutilante limbo de lo imaginario, mientras son sólo ideas o proyectos, tus libros son absolutamente maravillosos. Y luego, cuando vas clavándolos en la realidad palabra a palabra, como Nabokov clavaba sus pobres mariposas sobre el corcho, cuando los conviertes en cosas inevitablemente muertas, en insectos crucificados, por más que los recubra un triste polvo de oro. (…)
Con todo, el miedo mayor no es al propio malestar, no al agobio de pasarte día tras día sin poder disfrutar de tu trabajo. Lo que en verdad te espanta es el resultado de ese trabajo, esto es, escribir palabras pero palabras malas, textos inferiores a tu propia capacidad. Temes machacar tu idea redactándola de manera mediocre. Por supuesto que luego puedes y debes reescribirla, y enmendar los fallos más evidentes e incluso tirar partes enteras de una novela y volver a empezar. Pero una vez que has acotado tu idea con palabras la has manchado, la has hecho descender a la tosca realidad, y es muy difícil volver a tener la misma libertad creativa que antes, cuando todo volaba por los  aires. Una idea escrita es una idea herida y esclavizada a una cierta forma material; por eso da tanto miedo sentarse a trabajar, porque es algo de algún modo, irreversible.

13 dic 2010

Melodrama en tres cartas

I

Martín Luis Guzmán tiene 28 años, una esposa y tres hijos. Vive exiliado en Nueva York, donde también se encuentra de paso el dominicano Pedro Henríquez Ureña, tres años mayor que él, líder del desperdigado Ateneo de la Juventud. El 9 de marzo de 1916 Guzmán escribe a Alfonso Reyes, otro miembro del Ateneo, exiliado en Madrid:


Mi querido Alfonso:

Usted ve que le escribo en máquina: estoy en los Estados Unidos. El Spagne nos trajo con inquietudes y con mal tiempo; llegamos a Nueva York con dos días de retardo. 

[...]

Me he instalado ya: vivimos en una excelente casa que nos cuesta (asómbrese usted) cincuenta dólares mensuales, o sean 250 pesetas cada mes. Con algo más de cien dólares hemos amueblado nuestras cinco habitaciones maravillosamente: sala, tres alcobas, comedor. Cuarto de baño como el nuestro no lo hay ni en el hotel Palace de esa querida ciudad. Naturalmente, Pedro vive en casa.

[...]

A Pedro lo encontré peor que nunca; peor no en cuanto al trato que da a sus amigos, que es excelente: suave y fácil como un resbalarse por el skating-ring. Peor en cuanto a la nerviosidad de su ser físico y a lo sensible de ser espiritual. [...] Afortunadamente para Pedro, y para nosotros todos, yo he sido un puerto que llega; mis aguas tranquilas le han dado refugio. ¿Me creerá usted si se lo digo? En ocho días Pedro ya es otro; lo he obligado a hacer vida de hogar; trabajamos todo el día, pero cenamos en familia todas las noches, rodeados de my little ones y al calor del vapor que sale de una sopera. Jugamos a las damas, a las cartas; lo hago acostarse, lo converso, lo arrullo, lo duermo... Tengo cuatro hijos.

II

Un año y nueve cartas después, cuando Henríquez Ureña se ha marchado ya de Nueva York y vive en Madrid, Guzmán escribe a Reyes:
Mi querido Alfonso:

[...]

Trato todo el día con ladrones y sinvergüenzas de la peor calaña. Mis hijos y mi mujer son los únicos seres civilizados con los que hablo. Me está llevando el demonio de desesperación y de ahogo porque veo que mi vida se me escapa y no hago aún ni haré ya parte al menos de lo que yo esperaba de mí. Me siento abandonado de todos, sin esperanza de ninguna ayuda, sin contactos de ninguna especie confortante. Y cuando esto me sucede, pasa Pedro por aquí como una exhalación y no se da cuenta ni le importo un bledo. Se cree él que yo soy muy feliz porque me gusta hacer dinero, porque tengo dinero –aún cuando yo diga que no lo tengo– porque soy un ser de tendencias.

[...]

Escríbame más frecuentemente. Disfrute usted de Pedro y dígale que le perdono que me haya dejado. Adiós.

La carta, fechada el 10 de julio de 1917, es, al parecer, la única de toda la correspondencia que se conserva en mal estado –rota, incompleta.

III

Unas semanas más tarde, el 2 de agosto, Reyes responde a Guzmán:

Mi querido Martín: Su carta explosiva me llegó estando Pedro a mi lado. Él la abrió y empezó a leerla. Se la arrebaté, la leí y después –tras un breve prólogo en que le dije cómo creía yo que tenía Ud. una poquilla de razón– se la entregué. Tuvo un momento de hilaridad, después de risa nerviosa, más tarde de disgusto profundo; al fin, de apaciguamiento. Pero en su interior ¿quién sabrá lo que hay? Él no me ha devuelto la carta; dice que se propone romperla o quemarla; tal vez ya lo hizo

10 dic 2010

"Ejercicios de Estilo"

En el transcurso de los años treinta, estuvimos escuchando juntos (Michel Leiris y yo) en la sala Pleyel un concierto en el que se interpretaba el Arte de la Fuga. Me acuerdo que lo seguimos muy apasionadamente y que, al salir, nos dijimos que sería muy interesante hacer algo de ese tipo en el plano literario (considerando la obra de Bach, no desde el ángulo del contrapunto y fuga, sino como construcción de una obra por medio de variaciones que proliferaran hasta el infinito en torno a un tema bastante nimio".

En efecto, fue acordándome de Bach muy conscientemente como escribí Ejercicios de Estilo, y muy en especial de esa sesión de la sala Pleyel; pero, ¿era, seguro, antes de la guerra? En cualquier caso, fue mayo del 42 cuando compuse los doce primeros (que, además, han quedado como los doce primeros del libro); pensaba limitarme a eso y titulé este modesto intento Dodecaedro, porque, como es sabido, ese bello poliedro tiene doce caras. El director de una revista muy distinguida que aparecía entonces en zona llamada libre mayo del 42 y que me había pedido un «texto», me devolvió el Dodecaedro con aire consternado, incluso diría con tristeza, como si hubiese querido jugarle una mala pasada.

Aquello no me impidió continuar; en agosto del 42, en noviembre del 42, en julio del 44, una docena más se añadió a Dodecaedro. En febrero de 1945, La Terre n'est pas une vallée de larmes, publicación surrealista y belga dirigida por Marcel Mariën, publicó nueve de ellos con el título
Ejercicios de Estilo ; una nota decía: «El autor piensa, de este modo, "tratar el mismo asunto". -un incidente real, por lo demás, y trivial- de un centenar de maneras diferentes. Seguramente esos cien capítulos idénticos en cuanto al tema no dejarán de provocar, leídos en hilera (sic), algún efecto en el lector.» Esta nota la había redactado yo, por supuesto.

En el transcurso de 1945, escribí otros dieciocho que aparecieron en diciembre del mismo año en Fontaine . En resumidas cuentas, en tres años, había redactado menos de cincuenta; todo el resto fue liquidado durante el verano de 1946 en Isle-sur-Sorgue. Me detuve en los noventa y nueve, juzgando satisfactoria la cantidad; ni tanto ni tan calvo: el ideal griego, vaya."



Notaciones

En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él.
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: "Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo." Le indica dónde (en el escote) y por qué.

Relato

Una mañana a mediodía, junto al parque Monceau, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S (en la actualidad el 84), observé a un personaje con el cuello bastante largo que llevaba un sombrero de fieltro rodeado de un cordón trenzado en lugar de cinta. Este individuo interpeló, de golpe y porrazo, a su vecino, pretendiendo que le pisoteaba adrede cada vez que subían o bajaban viajeros. Pero abandonó rápidamente la discusión para lanzarse sobre un sitio que había quedado libre.

Dos horas más tarde, volví a verlo delante de la estación de Saint-Lazare, conversando con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.

Vacilaciones

No sé muy bien dónde ocurría aquello... ¿en una iglesia, en un cubo de la basura, en un osario? ¿Quizás en un autobús? Había allí... pero, ¿qué había allí? ¿Huevos, alfombras, rábanos? ¿Esqueletos? Sí, pero con su carne aún alrededor, y vivos. Sí, me parece que era eso. Gente en un autobús. Pero había uno (¿o dos?) que se hacía notar, no sé muy bien por qué. ¿Por su megalomanía? ¿Por su adiposidad? ¿Por su melancolía? No, mejor... más exactamente... por su juventud, adornada con un largo... ¿narigón? ¿mentón? ¿pulgar? No: cuello; y por un sombrero extraño, extraño, extraño. Se puso a pelear -sí, eso es-, sin duda con otro viajero (¿hombre o mujer?, ¿niño o viejo?) Luego eso se acabó, concluyó acabándose de alguna forma, probablemente con la huida de uno de los dos adversarios.

Estoy casi seguro de que es ese mismo personaje el que me volví a encontrar, pero ¿dónde? ¿Delante de una iglesia? ¿delante de un osario? ¿delante de un cubo de la basura? Con un compañero que debía de estar hablándole de alguna cosa, pero ¿de qué? ¿de qué? ¿de qué?
Retrógrado

Te deberías añadir un botón en el abrigo, le dice su amigo. Me lo encontré en medio de la plaza de Roma, después de haberlo dejado cundo se precipitaba con avidez sobre un asiento. Acababa de protestar por el empujón de otro viajero que, según él, le atropellaba cada vez que bajaba alguien. Este descarnado joven era portador de un sombrero ridículo. Eso ocurrió en la plataforma de un S completo aquel mediodía.

Punto de vista subjetivo

No estaba descontento con mi vestimenta, precisamente hoy. Estrenaba un sombrero nuevo, bastante chulo, y un abrigo que me parecía pero que muy bien. Me encuentro a X delante de la estación de Saint-Lazare, el cual intenta aguarme la fiesta tratando de demostrarme que el abrigo es muy escotado y que debería añadirle un botón más. Aunque, menos mal que no se ha atrevido a meterse con mi gorro.

Poco antes, había reñido de lo lindo a una especie de patán que me empujaba adrede como un bruto cada vez que el personal pasaba, al bajar o al subir. Eso ocurría en uno de esos inmundos autobuses que se llenan de populacho precisamente a las horas en que debo dignarme a utilizarlos.

Otro punto de vista subjetivo

Había hoy en el autobús, a mi lado, en la plataforma, uno de esos mocosos de los que no abundan afortunadamente porque si no, acabaría por matar a uno. Aquél, un muchacho de unos veintiséis o treinta años, me irritaba especialmente, no tanto a causa de su largo cuello de pavo desplumado como por la clase de cinta de su sombrero, cinta reducida a una especie de cordón de color morado. ¡Jo!, ¡el cabrón! ¡Cómo me cargaba! Como a esa hora había mucha gente en nuestro la autobús, aprovechaba los empujones de costumbre a las subidas o bajadas para hincarle el codo en las costillas. Acabó por largarse cobardemente antes de que o me decidiera a pisotearle un poco los pinreles para jorobarlo. También le hubiera dicho, para fastidiarlo, que a su abrigo demasiado escotado le faltaba un botón.

Propaganda editorial

En su nueva novela, tratada con el talento que le caracteriza, el célebre novelista X, a quien debemos ya tantas obras maestras, se ha esmerado en presentar únicamente personajes muy matizados que se mueven en una atmósfera comprensible para todos, grandes y chicos. La intriga gira, pues, en torno al encuentro en un autobús del héroe de esta historia con un personaje bastante enigmático que se pelea con el primero que llega. En el episodio final, se ve a ese misterioso individuo escuchando con la mayor atención los consejos de un amigo, modelo de elegancia. El conjunto produce una sensación encantadora que el novelista X ha cincelado con notable fortuna.

Ignorancia

Yo, no sé qué quieren de mí. Pues sí, he cogido el S hacia mediodía. ¿Que si había gente? A esa hora, por supuesto. ¿Un joven con sombrero de fieltro? Es muy posible. Aunque yo no miro descaradamente a la gente. Me importa un pito ¿Una especie de galón trenzado? ¿Alrededor del sombrero? Comprendo, una curiosidad como otra cualquiera, pero, desde luego, no me fijo en eso. Un galón trenzado... ¿y se habría peleado con otro señor? Cosas que pasan.
Y, además, ¿tendría que haberlo vuelto a ver otra vez una o dos horas más tarde? ¿Por qué no? Hay cosas aún más raras en la vida. Precisamente, recuerdo que mi padre me contaba a menudo que...

Versos libres

El
autobús
lleno
el
corazón
vacío
el
cuello
largo
el
cordón
trenzado
los
pies
planos
y
aplanados
el
sitio
vacío
y el inesperado encuentro junto a la estación de mil luces apagadas
del corazón, del cuello, del cordón, de los pies,
del sitio vacío
y de un botón.

Amanerado

Eran los aledaños de un julio meridiano. El sol reinaba con todo su esplendor sobre el horizonte de múltiples ubres. El asfalto palpitaba dulcemente, exhalando ese tierno aroma de alquitrán que origina en los cancerosos ideas a la par pueriles y corrosivas sobre el origen de sus dolencias. Un autobús, de librea verde y blanca, blasonado con una enigmática S, vino a recoger, junto al parque Monceau, un pequeño pero agraciado lote de viajeros candidatos a los húmedos confines de la disolución sudorípara. En la plataforma trasera de esta obra maestra de la industria automovilística francesa contemporánea, donde se amontonaban los transbordados como sardinas en lata, un pillastre que frisaba la treintena y que llevaba, entre un cuello de una longitud cuasi serpentina y un sombrero cercado por un cordoncillo, una cabeza tan sin gracia como plúmbea, alzó la voz para lamentarse, con amargura no fingida y que parecía emanar de un frasco de genciana, o de cualquier otro líquido de propiedades semejantes, de un fenómeno consistente en empujones reiterados que, según él, tenían como causante a un cousuario presente hic et nunc de la S. T. C. R. P. y le dio a su lamento el tono agrio de un viejo vicario que se hace pellizcar el trasero en un mingitorio y que, por excepción, no le apetece en absoluto tal delicadeza y no entra por uvas. Pero, al descubrir un sitio libre, se lanza en pos de él.
Más tarde, cuando el sol había bajado ya algunos peldaños de la monumental escalera de su parada celeste, y cuando de nuevo me hacía vehicular por otro autobús de la misma línea, observé al mismo personaje descrito anteriormente moviéndose en la plaza de Roma de forma peripatética en compañía de un individuo eiusdem estofae que le daba, en esta plaza consagrada a la circulación automovilística, consejos de una elegancia tal que no iba más allá de un botón.

Filosófico

Sólo las grandes ciudades pueden presentar a la espiritualidad fenomenológica las esencialidades de las coincidencias temporales e improbabilísticas. El filósofo que sube a veces en la inexistencialidad fútil y utilitaria de un autobús S puede percibir en él con la lucidez de su ojo pineal las apariencias fugitivas y decoloradas de una conciencia profana afligida por el largo cuello de la vanidad y por la trenza sombreril de la ignorancia. Esta materia sin verdadera entelequia se lanza a veces con el imperativo categórico de su impulso vital y recriminatorio contra la irrealidad neoberkeleyana de un mecanismo corporal inapesadumbrado de conciencia. Esta actitud moral arrastra al más incosciente de los dos hacia una espacialidad vacía donde se descompone en sus átomos elementales y ganchudos.

La indagación filosófica prosigue normalmente con el encuentro fortuito pero anagógico del mismo ser acompañado de su réplica inesencial y costurera, la cual le aconseja nouménicamente transponer al plano del intelecto el concepto de abrigo situado sociológicamente demasiado bajo.

Modern Style

En un ómnibus, una mañana, hacia mediodía, me fue dado asistir a la pequeña tragicomedia siguiente. Un petimetre, aquejado de un largo cuello, y, cosa extraña con un cordoncillo alrededor del bombín (moda que hace furor, pero que yo repruebo), pretextando de pronto una gran prisa, interpeló a su vecino con una arrogancia que disimulaba mal un carácter probablemente pusilánime y lo acusó de pisotearle de forma sistemática sus escarpines de charol cada vez que subían o bajaban damas o caballeros dirigiéndose a la puerta de Champerret. Pero el gomoso no aguardó en absoluto una contestación que sin duda le hubiese llevado al campo del honor y trepó raudo a la imperial donde le esperaba un sitio libre, pues uno de los ocupantes de nuestro vehículo acababa de posar su pie sobre el blando asfalto de la calzada de la plaza Pereire.

Dos horas más tarde, al encontrarme sobre la misma imperial, observé al pisaverde del que os acabo de hablar, que parecía disfrutar sobremanera con la conversación de un joven currutaco que le daba consejos superchic sobre la forma de llevar la esclavina en sociedad.
 
Injurioso

Tras una espera repugnante bajo un sol inaguantable, acabé subiendo en un autobús inmundo
infestado por una pandilla de imbéciles. El más imbécil de estos imbéciles era un granuja con el gañote desmedido que exhibía un güito grotesco con un cordón en lugar de cinta. Este chuleta se puso a gruñir porque un viejo chocho le pisoteaba los pinreles con un furor senil; pero enseguida se arrugó largándose a un sitio vado todavía húmedo del sudor de las nalgas de su anterior ocupante.

Dos horas más tarde, qué mala pata, me tropiezo con el mismo imbécil que charra con otro imbécil delante de ese asqueroso monumento llamado la estación de Saint-Lazare. Parloteaban a propósito de un botón. Me digo: aunque se suba o se baje el forúnculo, mona se quedará, el muy
requeteimbécil.

Distingo

Por la mañana (y no por Ana la maña) viajaba en la plataforma (pero no formaba en la vieja plata) del autobús (no confundir con el alto obús), y como estaba llena (no me como esta ballena) la masa chocaba (y no la más achochada). Entonces un jovencito (y no cito un joven) extravagante (no vago estragante) se dirigió (aunque no digirió) a un sujeto (pero no atado) pacífico (no Atlántico) enojándose (no desojándose) porque éste (no Oeste) le pisaba el pie (no le pispaba el bies).

Al cabo del rato (y no al rabo del gato) yo vi al tonto (no llovía a lo tonto) en San Lázaro (no el de Tormes) conversando con un amigo (no amigando con un converso) más meticuloso (mas no supositorio) en temas de indumento (y no mento más té hindú).

9 dic 2010

Así escribo

El parapeto mide dos por uno y medio. Diría que es una celda, si no hubiera esta vista espectacular. Juraría que es un escondite, si no tuviera pinta de escaparate. Aceptaría que es sólo un balcón, si no lo empleara a diario para librar combate con monstruos y demonios. Pasado el mediodía, un poco a espaldas de la novela en curso, descargo estas palabras sobre una página vacía del cuaderno —enorme, de argollas, especial para bocetos— que uso como pizarra, o agenda, o bitácora, o casi cualquier cosa porque sus hojas gruesas y anchas son la tierra más libre que he conocido. Diría que combato para defenderla, pero hay días que actúo como su enemigo y culpo de ello a monstruos y demonios, que a todo esto me deben la vida. Somos uno y legión, no quiero imaginar qué papelón haríamos a solas.

Peleo contra el pánico a no ser suficiente, luego de haberme dicho durante tantas lunas que lo sería de sobra, pues de noche se piensa uno capaz de cualquier cosa y ay, de día le toca demostrarlo. En la niñez, el día era un desierto abominable del que frecuentemente me redimía la tarde. Horas largas mirando las ventanas del aula donde nada asomaba sino nubes y cielo, pero ya lo demás se adivinaba lo bastante suculento para darse a inventarlo de cualquier forma. No sería un pupitre el parapeto ideal para iniciarse en los combates literarios, pero tenía dentro lápices, plumas, libretas, cuadernos: armas legales todas cuyo uso clandestino quedaría encubierto por esos cientos de columnas de garrapatas contrahechas, que para diario horror de mi madre yo osaba hacer pasar por caligrafía. ¿Cómo le iba a explicar a la inocente que la bonita letra se lleva mal con el malandrinaje?

Aun hoy, que por fin las recorto a punta de ronquidos, las mañanas me tratan con la punta del pie. No bien abro los párpados, miro el reloj y me propongo estar en mi puesto no después de las diez. Cosa algo complicada, pues aún no hay nada propiamente puesto sobre el balcón que mira a la barranca. Falta el sillón. La música. El tapete. Los víveres. La sombrilla. La idea es no moverse del parapeto, una vez que comiencen las escaramuzas. Pero ya he dicho que éstas arrancan mal...

Alguien adentro quisiera una coartada para quedarse el día entero holgazaneando. Imposible, le digo, de vuelta en los zapatos del capataz, asombrado de estar de pie a estas horas en que, jura mi madre, ya los perros buscan la sombra, y a mis ojos semejan aún la madrugada. Metabolismo nocturno, dicen. Por años me propuse alcanzar la espartana disciplina de aquellos novelistas admirables que hacen lo suyo desde que amanece; hoy aduzco que mis dominios íntimos se rigen por la hora del Pacífico.

Al capataz le he dado un poder indecente. Nadie como él asume que lo que es yo no entiendo por la buena. Cada tarde, nada más terminar, planto en un calendario de pared tres pegotes en forma de dígitos, correspondientes a la última página escrita. Y como el calendario está frente a la cama, no hay manera de abrir los párpados al mundo sin reparar en ese mapa de productividad, orgullo de Dracón que consigna la entrega, o en su caso la holganza, sin otros argumentos que los cuantitativos. Sintomáticamente, de esa cifra acostumbran pender el buen humor de la tarde y la serenidad de la noche.

No escribo la novela en el cuaderno, sino en una libreta donde no caben otros menesteres. La novela es celosa y yo le correspondo. Solamente con ella uso las hojas rayadas Maruman tamaño B5, dentro de una carpeta con veintiséis argollas de metal, así como la tinta Waterman negra que aproximadamente cada siete cuartillas devora mi Mont Blanc Julio Verne, traqueteado y querido juguetazo con la forma de un Nautilus y el peso de una daga. Es en esas recargas recurrentes que percibo el avance del proyecto y le gano terreno a la ansiedad. Voy nadando en el mar, lastrado por el peso muerto de mi historia y resuelto a salvarla contra todo pronóstico.

Al parapeto lo rodea el rumor de los pájaros de la barranca. Una sonata múltiple que crece conforme la tarde avanza y la tinta, a su vez, fluye hasta terminarse. Bombeo el combustible y vuelvo a la carga. Limpio el punto con manos y antebrazos, me embadurno feliz de sangre color negro. Retorno a alimentar la ampolla del dedo corazón de la mano derecha que de pronto amenaza con punzar y ya ni caso le hago porque estoy combatiendo a monstruos y demonios y me he apostado entero a salvar a la historia y sobrevivirlos. Lo que importa es pelear, ha escrito Javier Cercas. Si alguien quiere pelear, entrométase ahora. Dígame dónde quiere que le encaje la pluma.

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