20 dic 2012

ESCRIBIR





Un escritor es una intuición, y supongo que existen tantas intuiciones como maneras de seguir esa huella del aire en que termina convirtiéndose cada uno al abordar el trabajo de la escritura, que es el arte de la transformación. Porque escribir es transformarse. Como si la figura pública del escritor no fuera más que un indicio de la progresiva y ciega disolución en el esfuerzo de nadar de noche en busca de la otra orilla donde aletea un espejo.

Inicialmente puede ser el ladrido nabokoviano de un animal en el bosque, el juvenil y entusiasta cross a la mandíbula de Roberto Arlt o la ineluctable modalidad de lo visible que nos acompaña en la edad adulta, pero como fuera es la intuición quien hace al escritor y no al revés. Durante un tiempo, por ejemplo, mi intuición fue sacar el revólver cuando oía hablar de reconciliación, y los textos adquirían entonces el tono airado de un combate público y político con el hábito que lo engendraba.

Pero un escritor es también algo que no existe; es decir, algo que se llena. Escribir es quedarse quieto, clavarse en un solo paso; adquirir la inmovilidad del recipiente que se infla mientras adopta la forma escurridiza de su contenido. Si es veneno, la escritura se hará más espesa. Si se somete a una determinada presión, se transformará en gas. Si se agita demasiado, producirá búrbujas. Si se vierte en un chorro, se cubrirá de espuma. Convertirse en receptáculo de los flujos inconstantes e irregulares que hacen al mundo y a las personas en el estado de distracción que nos domina. Avanzar quieto, viajar lento, considerar la posibilidad de no escribir nada para comenzar a escribir algo, olvidado del imperativo de escribir a riesgo de desvanecerse como escritor.

El extraño arte de seguir a nado una intuición conduce así al todavía más raro arte de callar. Escribir es ocupar entonces el lugar de una situación imposible. Tengo el recuerdo infantil de una calle sin salida donde transcurrió mi infancia como imagen iniciática de este doble ministerio. Nuestra casa estaba ubicada al fondo de un barrio de Ñuñoa, en el reposado Santiago de mediados de los años ’60, en medio de plazas con ciruelos y balancines. De improviso, una mañana de verano, la guerra y la ficción entraron a nuestra cuadra. Primero se anunció como un ruido de feria: sirenas de policía, neumáticos chirriando contra el pavimento, y luego el sonido nítido de un disparo, como si una suela cayera desde el balcón a las baldosas. Me asomé a mirar por la ventana abierta del cuarto donde dormíamos con mis hermanos, en el segundo piso de aquella casa próxima a la felicidad que fue mi infancia. En el quebrado revuelo de la mañana, abajo, en medio de la calle donde acostumbrábamos a correr en bicicleta, la estridencia de los motores invadió la calle. Vi a un auto ingresar a toda velocidad, detenerse violentamente frente al muro y a un hombre que abría la puerta como quien se dispone a caer desde un décimo piso. El hombre huía, eso era evidente. Su auto, un Chevrolet o un Ford de cuatro puertas, había quedado dramáticamente enfrentado al muro que cortaba la calle sin salida. Pude ver que el hombre, ese fugitivo, apenas tenía tiempo de comprender lo que sucedía. Detrás suyo, en medio de los frenazos y los gritos, dos autos que lo perseguían ya bloqueaban su mala suerte. Lo vi tal como pude oír el disparo unos segundos antes: nítido, el pelo revuelto, la expresión espantada de quien ha quedado encerrado en su propia fuga. Como dije, el hombre abrió la puerta, bajó del auto y se cubrió. Quizá sacó una pistola. O un amuleto para pedir por un milagro. Sus perseguidores sí sacaron pistolas, y quedaron protegidos por los autos formando una punta en medio de la calle. Está el hombre solo, entonces, genuflecto y desesperado al fondo de la calle donde vivíamos, y muchos hombres que lo persiguen, amenazándolo, ahora sí con las valisas policiales encendidas.

Ignoro lo que ocurrió después. Una violenta sacudida me sacó del puesto de observación cuando mi madre me apartó de la ventana y acabó con la función. He imaginado muchas veces el final de aquel episodio, con distintos motivos de esperanza para la persecución y la fuga. He atribuido intenciones y escurrido los líquidos hacia una y otra posibilidad dramática. A veces el punto de vista pertenece al jefe de la brigada policial, otras al solitario fugitivo. Las palabras han resuelto algunos huecos lógicos y abierto otros menos verosímiles. De lo que nunca me olvido es de haber visto el rostro del hombre esa mañana, junto a la amplísima gama de perplejidades que cruzaban su expresión al momento de poner pie en mi calle sin salida.
Desde entonces, escribo o imagino hacerlo.
Escribir es perforar el muro de una situación imposible.




15 dic 2012

Receta





A las personas interesadas en mi técnica literaria les transmito mi siguiente receta:



Entra en la esfera del sueño

Tras lo cual, ponte a escribir la primera historia que se te ocurra y escribe unas veinte páginas. Luego léelo.


En estas veinte páginas habría quizás una escena, unas cuantas frases sueltas, una metáfora, que te parecerán excitantes. Entonces vuelve a escribirlo todo una vez más tratando de que esos elementos excitantes se conviertan en la trama, y sigue escribiendo sin tener en cuenta la realidad, tendiendo sólo a satisfacer las necesidades de tu imaginación.

Durante esta segunda redacción, tu imaginación tomará ya una dirección determinadas, y llegarás a unas asociaciones nuevas que definirán con más claridad tu campo de acción.

Entonces escribe las siguientes veinte páginas siguiendo siempre la línea de las asociaciones, buscando siempre el elemento excitante, creativo, misterioso y revelador.

Luego vuelve a escribirlo todo una vez más. Haciéndolo así, ni te darás cuenta siquiera del momento en que surjan unas cuantas escenas-claves, metáforas, símbolos y conseguirás la clave adecuada.

Todo empieza a tomar cuerpo bajo tus dedos por la fuerza de su propia lógica; las escenas, los personajes, los conceptos, las imágenes exigen su complemento y lo que ya has creado te dictará el resto.


10 dic 2012

"El novelista y el razonamiento moral"





Hace mucho tiempo —en el siglo XVIII— un gran y excéntrico defensor de la literatura y la lengua inglesa —se trataba del doctor Johnson— escribió, en el prólogo a su Diccionario: “La gloria cardinal de todo pueblo emana de sus autores”. Un supuesto no convencional, me temo, incluso entonces. 
Y mucho menos convencional ahora, aunque todavía me parece cierto. Incluso a comienzos del siglo XXI. Por supuesto, me refiero a la gloria permanente, no a la transitoria. 
A menudo se me pregunta si en mi opinión hay algo que deban hacer los escritores, y en una entrevista reciente me oí responder: “Varias cosas. Apasionarse con las palabras, preocuparse mucho por las oraciones. Y prestar atención al mundo”. 
Sobra decir que tan pronto como salieron de mi boca estas frases desenfadadas, pensé en algunas otras recetas para la virtud del escritor. 
Por ejemplo: “Sé serio”. Con lo cual quiero decir: “Nunca seas cínico”. Lo cual no excluye ser gracioso. 
Y… si se me permite otra más: “Procura nacer en una época en la cual sea probable que Dostoievski y Tolstói y Turguéniev y Chéjov te exalten e influyan de manera definitiva”. 
La verdad es que no importa cuanto se les ocurra decir sobre lo que debe ser un escritor idealmente, siempre hay algo más. Todas estas descripciones nada significan sin ejemplos. Así pues, si se me pidiera el nombre de un escritor vivo que personifique todo lo que puede ser 
un escritor, pensaría de inmediato en Nadine Gordimer. 
Un gran escritor de narrativa crea —por medio de actos de la imaginación, por medio de un lenguaje que parece inevitable, por medio de formas vívidas— un mundo nuevo, un mundo único, individual; y responde a un mundo, que el escritor comparte con otras personas, si bien desconocido o mal conocido por aún más personas, confinadas a sus mundos: llámese a ello historia, sociedad, o lo que convenga. 
El amplio conjunto de la obra de Nadine Gordimer, de elocuencia deslumbrante y diversidad extremada, es, sobre todo, un yacimiento de seres humanos en situaciones, de historias activadas por los personajes. Sus libros nos han ofrecido su imaginación, que ya es parte de la imaginación de sus muchos lectores por doquier. En particular, han ofrecido, a los que no somos sudafricanos, un retrato muy, muy amplio de la región del mundo de la que es oriunda y a la cual ha prestado una atención tan rigurosa y responsable. 
Su posición ejemplar e influyente en la lucha revolucionaria durante decenios en pro de la justicia y la igualdad en Sudáfrica, su solidaridad natural con las luchas comparables en otros lugares del mundo, ya han sido justamente celebradas. Pocos escritores de primer orden en la actualidad han cumplido con las múltiples tareas éticas válidas al escritor de conciencia y de grandes dotes intelectuales con tanta energía y valentía, sin reservas, como Nadine Gordimer. 
Aunque, por supuesto, la tarea más importante del escritor sea escribir bien. (Y seguir escribiendo bien. Sin apagarse ni venderse.) En última instancia —es decir, desde el punto de vista de la literatura—, Nadine Gordimer no representa nada o a nadie más que a sí misma. A ella, y a la noble causa de la literatura. 
Que la dedicada activista nunca eclipse a la dedicada servidora de la literatura, a la narradora incomparable. 
Escribir es conocer algo. Qué placer depara la lectura de un escritor que conoce mucho. (No es una experiencia habitual últimamente…) La literatura, yo propondría, es conocimiento; si bien es verdad que, aun en su grandeza, es conocimiento imperfecto. Como todo conocimiento. 
A pesar de lo cual, aún hoy, incluso hoy, la literatura sigue siendo uno de los principales modos del entendimiento. 
Y Nadine Gordimer entiende mucho de la vida privada —de los vínculos familiares, de los afectos familiares, de los poderes de Eros— y de las exigencias contradictorias que las luchas en la arena pública pueden exigir al escritor serio. 
En nuestra cultura degradada todos nos incitan a simplificar la realidad, a despreciar el saber. Hay mucha sabiduría en la obra de Nadine Gordimer. Ella ha articulado una visión admirablemente compleja del corazón humano y de las contradicciones inherentes a la literatura y la Historia. 
Me honra excepcionalmente rendir homenaje a lo que la obra de Nadine Gordimer ha significado para mí, para todos, por la lucidez y pasión y elocuencia y fidelidad a la idea de la responsabilidad del escritor ante la literatura y la sociedad. 
Con literatura quiero decir literatura en sentido normativo, el sentido en que encarna y salvaguarda pautas exigentes. Por sociedad quiero decir asimismo sociedad en sentido normativo; lo cual indica que un gran narrador, al escribir con veracidad sobre la sociedad en que él o ella vive, no puede sino evocar (aunque sólo sea por su ausencia) los principios superiores de justicia y veracidad en favor de los cuales tenemos el derecho (algunos dirían que el deber) de militar en las forzosamente imperfectas sociedades en que vivimos. 
Tengo, evidentemente, al escritor de novelas, relatos y obras de teatro por un agente moral. En efecto, este concepto del escritor es uno de los muchos vínculos entre la idea de la literatura de Nadine Gordimer y la mía. Desde mi punto de vista, y me parece que desde el suyo, un narrador que se adhiere a la literatura es, por necesidad, alguien que reflexiona sobre problemas morales: sobre lo justo y lo injusto, lo mejor y lo peor, lo repugnante y admirable, lo lamentable y lo que inspira alegría y beneplácito. Ello no implica moralización en sentido directo o rudimentario alguno. Los narradores serios reflexionan sobre los problemas morales de un modo práctico. Relatan historias. Narran. Evocan una común humanidad con la que podemos identificarnos, si bien las vidas pueden ser distantes de la propia. Estimulan nuestra imaginación. Las historias que cuentan amplían y complican —y por ende, mejoran— nuestras simpatías. Educan nuestra facultad de juicio moral. 
Cuando afirmo que el escritor narra, quiero decir que la historia tiene una forma: comienzo, medio (denominado desarrollo en sentido estricto) y un final o desenlace. Todo narrador quiere contar muchas historias, pero sabemos que no podemos contarlas todas, sin duda no de manera simultánea. Sabemos que debemos optar por una, digamos, central; hemos de ser selectivos. El arte del escritor consiste en extraer todo lo posible de esa historia, de esa secuencia… de ese tiempo (la cronología de la historia), de ese espacio (la geografía concreta de la historia). Piensa la voz del álter ego en el monólogo que da comienzo a mi novela más reciente, En América: “Hay tantas historias que contar, que resulta difícil decir por qué es una en lugar 
de otra, debe de ser porque con esta historia sientes que puedes contar muchas otras, que hay una necesidad en ella; veo que me estoy explicando mal… Tiene que ser algo parecido a enamorarte. Todo lo que explique por qué has elegido esta historia… ha explicado poco. Una historia, me refiero a una larga, una novela, es como un viaje alrededor del mundo en ochenta días: apenas puedes recordar el principio cuando ya toca a su fin”. 
El novelista, entonces, es alguien que te lleva de viaje. Por el espacio. Por el tiempo. Un novelista guía al lector por encima de una brecha, traslada algo donde no estaba antes. 
Siempre he imaginado que algún egresado de filosofía (como yo misma), a altas horas de la noche, debatiéndose en la abstrusa explicación de las apenas comprensibles categorías del espacio y el tiempo en la Crítica de la razón pura de Kant, optó por inventar un viejo estribillo, con el que todo aquello podía ponerse 
en términos más sencillos. Dice así: 
El tiempo existe para que no todo ocurra al mismo tiempo… y el espacio para que no todo te ocurra a ti. 
Según este criterio, la novela es un vehículo ideal tanto del espacio como del tiempo. La novela nos muestra el tiempo: es decir, no todo ocurre a la vez. (Es una secuencia, una línea.) Nos muestra el espacio: es decir, lo que ocurre no le pasa a una sola persona. 
En otras palabras, la novela no es solo la creación de una voz sino de un mundo. Imita las estructuras esenciales por las cuales sentimos que vivimos en el tiempo y habitamos un mundo e intentamos dar sentido a nuestras vivencias. Pero consigue lo que las vidas (las vidas vividas) no pueden ofrecer, salvo después de que hayan concluido. Le confiere —y sustrae— el significado o sentido a una vida. Ello es posible porque la narración es posible, porque hay normas narrativas tan privativas al pensamiento y al sentimiento y la experiencia como, en la elucidación kantiana, las categorías mentales del espacio y el tiempo. 
Uno de los rasgos intrínsecos de la imaginación del novelista es el modo espacioso de idear la acción humana, incluso cuando el meollo de una narración dada sea precisamente manifestar la imposibilidad de un mundo en verdad espacioso, como en la narrativa de Samuel Beckett y Thomas Bernhard. La convicción de la riqueza potencial de nuestra existencia en el tiempo también es una característica de la distintiva imaginación novelística, incluso si el propósito del novelista —se podría citar a Bernhard y a Beckett de nuevo— es demostrar la futilidad y reiteración de la acción en el tiempo. Como el mundo que en efecto habitamos, los mundos que crea el novelista tienen historia y geografía. No serían novelas si no fuera así. 
En otras palabras —y repito—, la novela cuenta una historia. No quiero solo decir que la historia es el contenido de la novela, la cual entonces se despliega u organiza como una narración literaria según las diversas ideas de la forma. Sostengo que el relato de una historia es la propiedad formal más importante de la novela; y que el novelista, a pesar de la complejidad de sus medios, está sujeto a —y liberado por— la lógica fundamental de la narrativa. 
El esquema narrativo básico es lineal (incluso 
cuando no es cronológico). Avanza desde un “antes” (o: “al principio”) un “durante” y hasta un “al fin” o “después”. Pero es mucho más que una mera secuencia causal, así como el tiempo —que se dilata con la emoción y se contrae con su atenuación— no es un tiempo uniforme, de reloj. La tarea del novelista es animar el tiempo, así como animar el espacio. 
La dimensión del tiempo es esencial para la prosa narrativa, aunque no, si se me permite invocar la vieja idea del sistema bipartidista literario, para la poesía (es decir, para la poesía lírica). La poesía está situada en el presente. Los poemas, incluso cuando cuentan una historia, no son como las historias. 
Una de las diferencias estriba en el papel de la metáfora, la cual, me parece, es necesaria en la poesía. En efecto, desde mi punto de vista, es tarea —una de las tareas— del poeta inventar metáforas. Uno de los recursos fundamentales del entendimiento humano es lo que podría denominarse sentido “pictural”, que se consigue al comparar una cosa con otra. He aquí algunos ejemplos venerables, conocidos (y verosímiles) por todos: 
el tiempo como río 
la vida como sueño 
la muerte como sueño 
el amor como enfermedad 
la vida como un drama / escenario 
la sabiduría como luz 
los ojos como estrellas 
el mundo como un libro 
el ser humano como un árbol 
la música como alimento 
etcétera, etcétera 
Un gran poeta es el que refina y amplía la gran reserva histórica de metáforas y aumenta las existencias de metáforas. Estas ofrecen un modo profundo de entendimiento, y muchos novelistas —aunque no todos— recurren a ella. La comprensión de la experiencia por medio de la metáfora no es el entendimiento característico que ofrecen los grandes novelistas. Virginia Woolf no es una novelista más importante que Thomas Bernhard porque ella emplee metáforas y él no. 
El entendimiento del novelista es temporal, más que espacial o pictural. Su medio es una interpretación del sentido del tiempo; el tiempo vivido como una arena de luchas o conflictos u opciones. Todas las historias tratan de batallas, luchas de una u otra clase, que terminan en victoria y derrota. Todo se dirige hacia el final, cuando se conocerá el resultado. 
“Lo moderno” es una idea, una idea muy radical, que continúa evolucionando. En la actualidad nos encontramos en la segunda fase de la ideología de lo moderno (a la que se le ha dado el presuntuoso nombre de “lo posmoderno”). 
En la literatura, lo moderno por lo general puede remontarse a Flaubert, el primer novelista íntegramente consciente de sí mismo, y que pareció moderno, o avanzado, porque se preocupaba de su prosa, la juzgaba con criterios rigurosos —como velocidad, economía, precisión, densidad— que parecían hacerse eco de ansiedades antaño restringidas al dominio de la poesía. 
Flaubert también fue heraldo del regreso a la “abstracción”, característica de las estrategias modernas de creación y defensa del arte que niegan la primacía del tema. En una ocasión afirmó que Madame Bovary, una novela con una historia y un tema de forja clásica, trataba del color marrón. En otra ocasión Flaubert dijo que trataba sobre… nada. 
Por supuesto, nadie pensaba que Madame Bovary en verdad tratara sobre el color marrón o sobre “nada”. Lo ejemplar es el grado de meticulosidad del escritor —perfeccionismo si se quiere— que sugieren tan patentes hipérboles. De Flaubert se podría repetir lo que Picasso afirmaba de Cézanne: lo que une a todo novelista serio con Flaubert es menos su realización que su ansiedad. 
Este comienzo de “lo moderno” en la literatura sobrevino en el decenio de 1850. Un siglo y medio es mucho tiempo. Muchas actitudes y cautelas y negativas relacionadas con “lo moderno” en la literatura —así como en las otras artes— han comenzado a parecer convencionales o incluso estériles. Y, en alguna medida, este juicio está justificado. Toda noción de literatura, incluso la más exigente y liberadora, puede convertirse en una variedad de la complacencia espiritual y la congratulación propia. 
La mayoría de las nociones sobre literatura son reactivas; y, en manos de talentos menores, meramente reactivas. Pero lo que está ocurriendo en las repulsas propuestas en el debate actual sobre la novela tiene un alcance mucho mayor que el proceso habitual por el cual los nuevos talentos necesitan repudiar las ideas más viejas de la excelencia literaria. 
En América del Norte y en Europa, me parece justo afirmarlo, vivimos ahora en un período de reacción. En las artes, ello adopta el cariz de una reacción intimidatoria contra las altas realizaciones de la modernidad, las cuales se consideran demasiado difíciles, demasiado exigentes con el público, no lo bastante accesibles (o “fáciles de usar”). Y en la política adopta el cariz de un rechazo a toda pretendida evaluación de la vida pública mediante el menosprecio a los meros ideales. 
En la era moderna, la exhortación a volver al realismo en las artes a menudo va de la mano del fortalecimiento del realismo cínico en el discurso político. 
La mayor ofensa actual, en asuntos artísticos y culturales en general, por no mencionar la vida política, es parecer que se defiende un criterio superior, más exigente, el cual sufre el ataque de la izquierda y de la derecha, por su ingenuidad o (el nuevo estandarte de los filisteos) “elitismo”. 
Las proclamas sobre la muerte de la novela —o en su nueva variante, el fin del libro— han sido, por supuesto, materia de debate sobre la literatura durante casi un siglo. Pero recientemente han alcanzado renovadas virulencia y persuasión teórica. 
Desde que los programas de tratamiento de textos se volvieron herramientas comunes de la mayoría de los escritores —entre ellos yo misma— ha habido quienes aseguran que ya se depara un futuro nuevo y soberbio para la narrativa. 
El argumento es como sigue. 
La novela, como la conocemos, ha llegado a su fin. Sin embargo, no hay razón para lamentarse. Algo mejor (y más democrático) la sustituirá: la hipernovela, escrita en el espacio no lineal y no sucesivo que ha posibilitado el ordenador. 
Este nuevo modelo narrativo se propone liberar al lector de los dos puntales de la novela tradicional: la narrativa lineal y el autor. El lector, obligado cruelmente a leer una palabra tras otra hasta llegar al final de la oración, un párrafo tras otro hasta llegar al final de una escena, se regocijará al saber que, según una descripción, “la libertad verdadera” del lector ya es posible gracias al advenimiento del ordenador: “la liberación de la tiranía de la línea”. Una hipernovela “no tiene principio; es reversible; es accesible por varias entradas, ninguna de las cuales se puede señalar autoritariamente como principal”. En lugar de seguir una historia lineal dictada por el autor, el lector puede ahora navegar a voluntad a través de un “infinito espacio verbal”. 
Me parece que a la mayoría de los lectores —sin duda, prácticamente a todos los lectores— les sorprenderá enterarse de que la narración estructurada —desde el esquema más elemental de principio-desarrollo-final de los relatos tradicionales hasta la narrativa de construcción más elaborada, no cronológica y con voces múltiples— es en realidad un género de opresión y no una fuente de goce. 
De hecho, lo que interesa de la narrativa a la mayoría de los lectores es la historia precisamente: sea en cuentos de hadas, en la novela negra o en las narraciones complejas de Cervantes y Dostoievski, Jane Austen, Proust e Italo Calvino. La historia —la idea de que los hechos se suceden en un orden causal específico— es el modo en que vemos el mundo y lo que más nos interesa de él. La gente que no lee por otro motivo, lee por la trama. 
Sin embargo, los defensores de la hipernarrativa sostienen que la trama nos “aprisiona” y nos irritan sus limitaciones. Que sentimos rencor y anhelamos ser liberados de la añeja tiranía del autor, el cual dicta cuál será el desenlace de la historia, y que deseamos ser en verdad lectores activos, quienes en cualquier momento de la lectura del texto podamos elegir entre diversas continuaciones o desenlaces optativos de la historia al reordenar los pasajes del texto. A veces se afirma que la hipernarrativa imita la vida real, con su miríada de oportunidades y desenlaces sorprendentes; así pues, supongo que está siendo promovida como una suerte de realismo supremo. 
A lo anterior respondería que, si bien es cierto que esperamos organizar y darle sentido a nuestra vida, no esperamos escribir las novelas a los demás. Y uno de los recursos disponibles para ayudarnos a darle sentido a la vida, a elegir, y a proponer y aceptar criterios para nosotros, es la vivencia de voces singulares y autorizadas, que no son la propia, las cuales conforman el gran cuerpo de las obras que educan el corazón y los sentimientos y nos enseñan a estar en el mundo, que encarnan y defienden el esplendor del lenguaje (es decir, expanden el instrumento fundamental de la conciencia): a saber, literatura. 
Lo que es aún más cierto es que el hipertexto —¿o debería decir la ideología del hipertexto?— es ultrademocrático y por ende armoniza íntegramente con las exhortaciones demagógicas a la democracia cultural que acompañan (y distraen la atención de) el creciente afianzamiento del dominio capitalista plutocrático. 
La propuesta de que la novela del futuro no tendrá trama, o más bien, tendrá una trama ideada por el lector (más bien, los lectores) carece del menor atractivo y, si llegara a realizarse, sería inevitable que acarreara no la muy anunciada muerte del autor sino la extinción del lector, todos los lectores futuros de lo que se cataloga como “literatura”. Es fácil advertir que solo podría haber sido un invento de la crítica literaria académica, la cual ha sido aplastada por una plétora de nociones que expresan la más activa hostilidad al proyecto mismo de la literatura. 
Pero esta idea esconde algo más. 
Estas proclamas según las cuales el libro y la novela en particular están llegando a su fin no pueden adscribirse al mero daño causado por la ideología que ha llegado a dominar las facultades de literatura en muchas universidades importantes de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa occidental. (No sé que tan cierto es esto en Sudáfrica.) La verdadera fuerza que oculta el argumento contra la literatura, contra el libro, proviene me parece, de la hegemonía del modelo narrativo propuesto por la televisión. 
Una novela no es una serie de propuestas, o una lista, o un conjunto de órdenes del día, o un itinerario (abierto, modificable). Es el viaje mismo: emprendido, vivido y concluido. 
La conclusión no significa que se ha contado todo. Henry James, cuando estaba a punto de finalizar una de sus grandes novelas, Retrato de una dama, confió a sus cuadernos su preocupación de que los lectores pudieran pensar que su novela no estaba en realidad terminada, que no había “conducido a la heroína hasta el final de su situación”. (Recuérdese que James deja a su heroína, la brillante e idealista Isabel Archer, resuelta a no abandonar a su marido, el cual se le ha revelado como un mercenario sinvergüenza, a pesar de que un antiguo pretendiente, llamado con acierto Caspar Goodwood, aún la ama y espera que cambie de parecer.) Pero la novela, James razonó consigo mismo, habría estado bien terminada en ese punto. Así lo escribió: “Nunca se cuenta la integridad de nada; solo se puede adoptar lo que se agrupa. Lo 
que he hecho tiene esa unidad: se agrupa. Así está completa”. 
Nosotros, los lectores de James, podremos desear que Isabel Archer deje a su terrible marido para ser feliz junto al amoroso, fiel y honorable Caspar Goodwood: sin duda me gustaría que lo hiciera. Pero James nos está contando que no lo hará. 
Toda trama narrativa contiene pistas y rastros de las historias que ha excluido o a las que se ha resistido a fin de adoptar su forma presente. Las opciones de la trama deben dejarse sentir hasta el último instante. Estas opciones constituyen un desorden (y por lo tanto un suspense) potencial en el desarrollo de la historia. 
La presión para que los hechos vayan de otro modo yace tras cada revés infortunado, cada nuevo desafío a un desenlace estable. Los lectores cuentan con esos frentes de resistencia a fin de que la narración permanezca desestabilizada, impregnada con la amenaza de conflictos ulteriores; hasta que se alcanza un estado de equilibrio: una solución que parece menos arbitraria y provisional que los momentos de estancamiento, invariablemente engañosos, en el cuerpo de la historia. La construcción de una trama consiste en encontrar momentos de estabilidad y luego en generar nuevas tensiones narrativas que los deshacen, hasta que se llega al final. 
Lo que llamamos en una novela un final “apropiado” es otro equilibrio, el cual, si está bien proyectado, tendrá un carácter reconocidamente distinto. Nos persuadirá —este final— de que las tensiones que corresponden a toda historia dificultosa han sido cabalmente resueltas. Han perdido el predominio para efectuar cambios significativos adicionales. Las contiene la capacidad del final para sellarlo todo. 
Los finales en la novela le confieren una suerte de libertad que la vida nos niega obstinadamente: llegar a un alto que no es la muerte y descubrir con precisión dónde estamos respecto de los hechos que nos han llevado a una conclusión. Aquí, nos dice el final, está el último segmento de una hipotética experiencia íntegra, cuya fuerza y autoridad valoramos en función de la índole de claridad que aporta, sin coacción excesiva, a los hechos de la trama. 
Si un final parece forzar la alineación de las fuerzas conflictivas de la narración, es probable que concluyamos que hay defectos en la estructura narrativa, acaso provenientes de la falta de dominio del narrador o de una confusión sobre lo que la historia es susceptible de sugerir. 
El placer de la narrativa estriba precisamente en que se dirige a un final. Y un final satisfactorio es el que excluye. El escritor supone que lo que no atañe al diseño conclusivo del esclarecimiento de la historia puede dejarse sin menoscabo fuera del relato. 
Una novela es un mundo con fronteras. Para que haya totalidad, unidad, coherencia, debe haberlas. Todo es relevante en el viaje que emprendemos dentro de esas fronteras. Se puede definir el final de la historia como un punto de convergencia mágica de las mudables vistas preliminares: una posición fija desde la cual el lector ve cómo a cosas en un principio dispares les corresponde en última instancia estar juntas. 
Además, la novela, por ser un acto de la realización de una forma, es un proceso de conocimiento, en tanto que la forma fracturada o insuficiente, en efecto, no conoce, no quiere conocer, qué le pertenece. 
En la actualidad, estos dos modelos compiten en busca de nuestra lealtad y atención. 
Hay una distinción esencial —me parece— entre las historias, por un lado, que tienen por meta la totalidad, un final, y, por otro lado, la información, que siempre es, por definición, parcial, incompleta, fragmentaria. 
Ello es análogo a los modelos narrativos contrastantes que proponen la literatura y la televisión. 
La literatura cuenta historias. La televisión da información. 
La literatura implica. Es la recreación de la solidaridad humana. La televisión (y su ilusoria inmediatez) aparta; nos enclaustra en nuestra propia indiferencia. 
Las llamadas historias que se nos cuentan en la televisión satisfacen nuestro apetito de anécdotas y nos ofrecen modelos de conocimiento que se anulan mutuamente. (Esto se refuerza con la práctica de interrumpir las narraciones televisivas con anuncios.) Afirman implícitamente la idea de que toda la información es en potencia relevante (o “interesante”), que todas las historias son interminables; o si se detienen, no es porque hayan concluido sino, más bien, porque han sido eclipsadas por una historia más fresca, más escabrosa o más excéntrica. 
Al presentarnos una cantidad ilimitada de historias sin fin, las narraciones que relatan los medios de difusión —el consumo de las cuales ha robado de modo tan dramático el tiempo que el público educado le dedicaba antaño a la lectura— imparten una lección de amoralidad e indiferencia antitética a la que encarna la empresa de la novela. 
En la narración del novelista siempre hay —como he sostenido— un componente ético. Este componente ético no es la verdad, en oposición a la falsedad de la crónica. Es el modelo de la totalidad, de la intensidad sentida, del esclarecimiento que suministra la historia, y su solución; lo cual es contrario al modelo obtuso, de falta de entendimiento, de consternación pasiva y del consecuente entumecimiento sentimental que ofrece la superabundancia de historias interminables difundidas por los medios. 
La televisión nos ofrece, de un modo en extremo degradado y falso, una verdad que el novelista está obligado a suprimir en el interés del modelo ético 
de entendimiento exclusivo de la empresa narrativa, 
a saber: que el rasgo distintivo de nuestro universo es que muchas cosas están ocurriendo al mismo tiempo. (“El tiempo existe para que no todo ocurra al mismo tiempo… y el espacio para que no todo te ocurra a ti.”) 
Contar una historia es decir: esta es una historia importante. A fin de reducir la extensión y simultaneidad de todo a algo lineal, a una senda. 
Ser un individuo moral es prestar, obligarse a prestar, algunos géneros de atención. 
Cuando ejercemos nuestro juicio moral, no solo estamos afirmando que esto es mejor que aquello. Incluso de un modo más fundamental estamos afirmando que esto es más importante que aquello. A fin de ordenar la extensión y simultaneidad abrumadora de todo, con el coste de ignorar o darle la espalda a la mayor parte de lo que está ocurriendo en el mundo. 
La naturaleza de los juicios morales depende de nuestra capacidad para prestar atención; una capacidad que, de manera inevitable, tiene límites, aunque éstos pueden ampliarse. 
Pero acaso el comienzo de la sabiduría, de la humildad, sea el reconocimiento, inclinando la cabeza, de la idea, la devastadora idea, de la simultaneidad de todo, y la incapacidad de nuestro entendimiento moral —que también es el entendimiento del novelista— para asimilarlo. 
Acaso esta conciencia resulta más llevadera para los poetas, que no creen cabalmente en la narrativa. Fernando Pessoa, grandísimo poeta y escritor portugués de principios del siglo XX, escribió en su suma en prosa, El libro del desasosiego: 
He descubierto que siempre estoy atento, y siempre pensando en dos cosas al mismo tiempo. Supongo que todos somos así en alguna medida… En mi caso las dos realidades que atraen mi atención son igualmente vívidas. En eso reside mi originalidad. Eso, quizá constituye mi tragedia, y lo que lo vuelve cómico. 
Sí, cada cual es en alguna medida así… pero la conciencia del carácter doble del pensamiento es una posición incómoda, muy incómoda si se mantiene mucho tiempo. Parece normal que la gente reduzca la complejidad de lo que siente y piensa y que clausure 
la conciencia de lo que se halla fuera de su experiencia inmediata. 
¿No está este rechazo de una conciencia extendida, que asimila más de lo que ocurre ahora mismo, aquí mismo, en el centro de nuestra siempre confundida conciencia de la maldad humana y de la capacidad inmensa de los seres humanos para hacer el mal? Puesto que existen, de modo categórico, zonas de la experiencia que no son angustiantes, que dan alegría, es un enigma permanente que haya tanta miseria y maldad. Una buena parte de la narrativa y las conjeturas que intentan librarse de la narrativa y volverse puramente abstractas se preguntan: ¿por qué existe el mal?, ¿por qué las personas se traicionan y asesinan unas a otras?, ¿por qué sufren los inocentes? 
Pero acaso sea preciso reformular el problema: ¿por qué no hay maldad por doquier? Más precisamente: ¿por qué está en algunos lugares, pero no en todos? ¿Y qué debemos hacer cuando no nos acaece a nosotros, cuando el dolor que se sufre es el dolor de los demás? 
Al enterarse de la demoledora noticia del gran terremoto que arrasó Lisboa el 1 de noviembre de 1755 y que (si se ha de creer a los historiadores) despojó a toda una sociedad de su optimismo (si bien no pienso, es evidente, que cada sociedad tenga una sola actitud fundamental), al gran Voltaire le impresionó su incapacidad para asimilar lo que había sucedido en otro lugar. “Lisboa está en ruinas —escribió— y aquí en París bailamos”. 
Se podría suponer que en el siglo XX, el siglo del genocidio, a la gente no le parezca ni paradójico ni sorprendente que se pueda ser tan indiferente a lo ocurrido simultáneamente en otros lugares. ¿No es parte de la estructura fundamental de la experiencia que “ahora” se refiera tanto a “aquí” como a “allí”? Y, no obstante, me atrevo a afirmar, somos tan capaces de sentirnos sorprendidos —y frustrados ante la insuficiencia de nuestra respuesta— por la simultaneidad de destinos humanos absolutamente divergentes como Voltaire hace dos siglos y medio. Acaso sea nuestro destino perpetuo sorprendernos de la simultaneidad de los acontecimientos; por la extensión misma del mundo en el tiempo y el espacio. Que nos encontremos aquí, ahora prósperos, a salvo, con escasas posibilidades de irnos a la cama hambrientos o de volar en pedazos a causa de una explosión esta noche… mientras que en otros lugares del mundo, ahora mismo… en Grozni, en Najaf, en Sudán, en Congo, en Gaza, en las favelas de Río de Janeiro… 
Ser viajero —y los novelistas a menudo son viajeros— es recordar siempre la simultaneidad de lo que está pasando en el mundo, vuestro mundo y el mundo muy distinto que habéis visitado y del que habéis vuelto a “casa”. 
Es un principio de respuesta a esta conciencia dolorosa decir: es una cuestión de compasión… de los límites de la imaginación. También podéis afirmar que no es “natural” seguir recordando que el mundo es tan… extenso. Que mientras está ocurriendo esto, también está ocurriendo aquello. 
Es verdad. 
Sin embargo, respondería, por eso necesitamos la narrativa: para ampliar nuestro mundo. 
Los novelistas, entonces, desempeñan su necesaria tarea ética basados en su derecho a una reducción declarada del mundo, tanto en el espacio como en el tiempo. 
Los personajes en una novela actúan dentro de un tiempo que ya está cerrado, en el que todo lo que merece la pena salvarse ha sido conservado: “libre —como lo expresa Henry James en su prólogo a El expolio de Poynton— de aditamentos incómodos” y de una sucesión sin rumbo. Todas las historias reales son las historias del destino de alguien. Los personajes en una novela tienen un destino intensamente legible. 
El destino de la literatura misma es otra cosa. La literatura en cuanto relato está llena de aditamentos incómodos, exigencias irrelevantes, actividades sin sentido, atención poco económica. 
Habent sua fata fabulae, señala la locución latina. Los relatos, las historias, tienen su propio destino. Porque se diseminan, transcriben, recuerdan mal, traducen. 
Por supuesto, no sería deseable de otro modo. La escritura de narraciones, una actividad necesariamente solitaria, tiene un destino necesariamente público, comunitario. 
Por tradición, todas las comunidades son locales. La cultura implica barreras (por ejemplo, lingüísticas), distancia, intraducibilidad. En cambio, “lo moderno” significa, sobre todo, la supresión de las barreras, de la distancia; el acceso instantáneo; la nivelación de la cultura y, por su propia lógica inexorable, la abolición, la revocación de la cultura. 
Lo que sirve a “lo moderno” es la estandarización, la homogeneización. (De hecho, “lo moderno” es homogeneización, estandarización. El sitio moderno por antonomasia es el aeropuerto, y todos los aeropuertos son parecidos, como todas las ciudades modernas, de Seúl a São Paulo, tienden a parecerse.) Este impulso hacia la homogeneización no puede dejar inafectado el proyecto de la literatura. La novela, que se caracteriza por la singularidad, solo puede entrar en este sistema de difusión máxima por medio de la traducción; la cual, si bien necesaria, conlleva una distorsión intrínseca de la identidad de la novela en el plano más profundo: no es la comunicación de información, ni siquiera el relato de historias atractivas, sino la perpetuación del proyecto de la literatura misma, con su incitación a desarrollar el género de introspección que se opone a la saciedad moderna. 
Traducir es pasar algo a través de las fronteras. Pero la lección repetida de esta sociedad, de una sociedad “moderna”, es que no hay fronteras; lo que significa, por supuesto, nada más y nada menos, la ausencia de fronteras para los sectores privilegiados de la sociedad, los cuales gozan de mayor movilidad geográfica que nunca antes en la historia humana. Y la lección de la hegemonía de los medios de difusión —la televisión, la MTV, internet— es que solo hay una cultura, que lo hallado al otro lado de las fronteras por doquier —o así será algún día— es más de lo mismo, mientras todos en el planeta se alimentan en el mismo comedero de estandarizados entretenimientos y fantasías del eros y la violencia manufacturados en Estados Unidos, Japón o donde sea: todos iluminados por el mismo caudal incesante de bitios de información y opiniones sin filtrar (si bien, de hecho, a menudo censuradas). 
No puede negarse que estos medios pueden proporcionar algún placer, algún esclarecimiento, pero sostendría que la actitud que promueven y los apetitos que satisfacen son del todo hostiles a la escritura (producción) y lectura (consumo) de literatura seria. 
La conciencia transnacional a la que es inducido cualquiera que pertenezca a la sociedad de consumo capitalista —también conocida como economía mundial— en efecto vuelve irrelevante la literatura —un mero servicio que suministra lo que ya sabemos— y puede encajar en los indefinidos esquemas de adquisición de información y el visionado voyeurista a distancia. 
Todo novelista aspira a alcanzar el público más amplio posible, cruzar tantas fronteras como sea posible. Pero es tarea del novelista, creo, y me parece que Nadine Gordimer coincide conmigo, tener presente la espuria geografía cultural que se está instaurando a comienzos del siglo XXI. 
Por un lado contamos con la posibilidad, por medio de la traducción y por medio del reciclaje en los medios, de una creciente difusión de nuestra obra. El espacio, por decirlo así, está siendo conquistado. El “aquí” y el “allí”, se nos dice, están en contacto constante entre sí y están convergiendo, vigorosamente. Por otro lado, la ideología tras estas oportunidades de difusión sin precedentes, de traducción —la ideología ya dominante en lo que pasa por cultura en las sociedades modernas— está proyectada para volver obsoleta la tarea profética y crítica, incluso subversiva, del novelista, que consiste en profundizar y a veces, si hace falta, oponerse al común entendimiento de nuestro destino. 
Larga vida a la tarea del novelista.


"Orígenes de la Poesía" 
por Luigi Pirandello.

Pensad cómo nace un artista. Nace un niño. Parece difícil imaginar a Dante niño o a Shakespeare o a Cervantes, esto es, los mundos que estos nombres representan, en su infancia. Casi se creería despojarlos de su valor. A Dante, Shakespeare, Cervantes niños se procura prestarles dotes especiales; se piensa: habrán sido niños prodigios. Y nada es más falso. Un espíritu que, llegado a su madurez, será capaz de síntesis originales, es decir, de expresar un peculiar sentimiento suyo de la vida al través de los modos de arte, situaciones y personajes, que dimanarán de su concepción de la vida, la cual se habrá formado en él con la experiencia y con la reflexión, experiencia de dolor y reflexión hecha de rebelión contra aquel dolor y de victorias nunca jamás decisivas, no puede tener en un principio la habilidad que en un niño sorprenden a los adultos. Para llegar donde llegará es necesario una escuela de la vida tan inadecuada para los hábitos como eficaz para cierta clase de espíritus vírgenes y pacientes: espíritus verdaderamente infantil en el comienzo y buen escolar, no digo en la escuela, sino en la vida, buen escolar, que necesita en primer lugar una buena fe plena con respecto a las cosas que aprende. Esta buena fe es la ingenuidad misma en su fondo, de donde la necesidad de creer en los aspectos de la vida; así como la atención continua y la seriedad íntima con las cuales se sigue y considera las enseñanzas, significa un humilde y amoroso concepto del pequeño espíritu vivo con respecto a las grandes cosas vivas que poco a poco tornase propiedad suya. Buena fe, credulidad y respeto absolutamente necesarios para acumular amargos desengaños, crueles desilusiones, golpes feroces y todos los errores de la inocencia, por los cuales las experiencias devienen válidas, y la educación del espíritu, logra a sí a expensas propias, sirve para hacerlo crecer, manteniéndolo puro, desarrollando sólo sus aptitudes adecuadas, y para dejarlo, como es justo que sea un artista, inadaptada la vida. En efecto, él deberá crear, con la ilusión de crearse, aquella vida que siente y en la cual puede creer. 
Crear formas de vida o formas vivas, que es lo mismo, es obra ingenua y natural a la cual no podría conducir habilidad ninguna y es fuerza que al artista quede desde su infancia, calidad del niño que él fue. Con esto me guardo mucho de decir que sea preciso indagar en los primeros años de un artista para encontrar la clave de la vida expresada por él: digo más que, en mi opinión, ningún hombre a sido nunca niño más verdadero, y por ende incomprensible, que un artista, ninguno más que él privado de medios para hacerse valer e incapaz de adoptar fácilmente los modos aconsejados por las conveniencias. Niño tan interesado en sí y en todas las cosas de la vida circunstante, en las personas casos, ambientes, países; tan atento, y tardo y distraído y jamás con el mismo humor y tan inepto para dejar bien librados a sus genitores, que verdaderamente no podía interesar a nadie, porque todos nos interesamos en cambio, como es justo, en los niños ágiles, vivos bien educados, desenvueltos, que nos permiten comunicarnos con los pensamientos y los gustos de su edad, naturalmente ilusionándolo, aunque sin quererlo. Estos niños descuidan enseguida cultivar sus verdaderos pensamientos y gustos, salvo cuando tropiezan con el capricho, y no teniendo un sentido verdaderamente puro de la vida no están solicitados por la necesidad de orientarse en el misterio, pueden aceptar en todo la guía de los adultos y por explicaciones suficientes, las respuestas genéricas, distraídas o cautelosas que damos a sus porqués. La vida verdaderamente humana, la del Espíritu, no recomienza en ellos desde los orígenes. 
Creerán ya encaminados a campos bien conocidos de la actividad humana, ya limitados, ya prontos a tomar de la vida lo que es justo y tal vez aún lo que no es justo. También éstos creerán, porque el hombre, aunque humilde y pobre de espíritu, posee siempre este poder y debe necesariamente usarlo: en realidad, no se gana la vida, sino que vive siempre, de un modo o de otro, su historia. No obstante su creación, aun la de su vida, no desinteresada como la del arte, antes bien enderezada a fines de utilidad práctica y particular, no está ni quiere estar fuera de su tiempo ni valedera más allá del círculo limitado de las personas con las cuales él tendrá contacto, y por eso con aquel tiempo pasará y terminará en aquel círculo. 
El niño que un día se expresará en el arte sabe ya encontrar y con placer arcano el sentido de sí en un punto secreto de su espíritu: soledad segura, con un poco de susto y de espanto, que da sólo una leve ansia, como ante la inminencia de una revelación que no puede efectuarse porque el tiempo se ha parado. Y sólo en este misterioso sentido de sí cree el niño. Las cosas verdaderas y vivas deberán inspirarle aquel sentido, deberán persuadirlo de que más allá de cuanto él pueda comprender de ellas, hay en ellas un misterio que nadie, ni aun los "grandes", le podrán explicar, el mismo de la vida. El lado más importante, el misterio. 
Quien va hacia la vida para vivirla, es bueno que procure olvidarlo. El sentido del misterio es generalmente poco útil. Puede servir a los hombres de buena voluntad sólo para tener cierto punto de referencia y para hallar el equilibrio de la conciencia, pero de noche, antes de dormir. En cambio, es la materia prima para la obra de los santos y de los artistas. Nuestro niño se lo encuentra siempre entre los pies. No sabe, en realidad, qué hacer con él, porque es claro que él no puede conocer lo que la vida querrá de él. Es un niño y nada más, el niño más embrollado en las incertidumbres y en el trabajo de la infancia que sea posible imaginar. En medio de las cosas, y empeñado en no dejarse subyugar por ellas, es decir, en no permanecer incapaz de pronunciar una palabra secreta suya ante cada una, aunque sea creada atolondradamente, una palabra de la cual no puede servirse sino consigo mismo, puesto que no sabría explicar a los demás el sentido que le da, ha empezado ya realmente a expresar, pero en un lenguaje hermético, de iniciados. Conoce perfectamente las palabras usuales con las cuales se designan las cosas: nada tiene que hacer con las que él crea así, no para designar, sino para expresar el sentido secreto que las cosas tienen para él, su fuego deslumbrante o el abismo de tinieblas que llevan en sí: el punto vivo. Por lo común, iniciado en aquel lenguaje hermético permanece solo: y así se explica que gran número de artistas perezcan en esos años. 
Se puede salvar para el arte el niño que en virtud del ingenuo y formidable valor de iniciar en aquel su lenguaje a otro niño, o amiguito o a un hermano, a una hermana o mejor a una amiguita de la hermana, logra comunicar - lo cual es un milagro - el sentido preciso de palabras que poseen uno inexpresable, adquiriendo así el modo de poder hablar de sus descubrimientos del mundo: fantasías maravillosas que harán comulgar a ambos en un fervor de vida tan intenso y embriagador como acaso no lo será aquel que de jóvenes gozarán en el amor. Es el primer lenguaje creativo, el primer fruto del amor a la vida, amor desinteresado, actividad pura del espíritu que concentra todas sus facultades, voluntad, sentimientos, intelecto y fantasía en expresarse, sólo por necesidad de hacerlo por nada más. 
Lo más justo de pensar tocante a este primer creador es que todos los hombres, más o menos, lo poseyeron en sus primeros años. Y que el hecho de lograr comunicarlo, condición que juzgamos necesaria para el porvenir artístico del niño, sea no obstante, cosa muy distinta que suficiente para asegurárselo. Muchos hombres, que más tarde no llegaron a ser artistas, recuerdan haber hablado de aquel modo con sus amiguitos. Todo depende entonces, es decir, mientras dura la infancia, en el interés que el espíritu tome en sus medios de comunicación con los demás: si poco a poco, aun habiendo experimentado la alegría exaltaste de expresar de cualquier modo el sentido de las cosas, empieza a descuidarla por el placer más sosegado y fructuoso de entrar en comunicación con los demás por medio del lenguaje usual, con el cual se designan los conceptos de las cosas; o si, por el contrario, permanece ligado a la necesidad de comunicar su sentido secreto. Es decir, si se le ocurriera como posible y viable la solemne locura de llegar a hablar ante todos como habla en secreta intimidad de su espíritu, sólo para sí y para su pequeño confidente. Una verdadera locura, si se piensa que por la mente del niño no puede cruzar la idea de que en realidad existe para el hombre un medio de hablar de aquel modo, es decir, el arte. Del arte nada sabe. 
Si así sucede, empezará pronto para él el febril trabajo de solucionar con las palabras comunes los ideogramas de que se servía cuando hablaba consigo mismo o con el amiguito iniciado en su lenguaje hermético, y descubrirá que las palabras comunes se impregnarán con ese trabajo de sentidos nuevos hasta formar un lenguaje suyo, una vez más, pero esta vez adaptado también a los demás y tanto más cuando más se ingenie en ajustarlo, en verificarlo, explorándolo en varios sentidos, definiendo y aclarando para sí mismo el valor en cada momento.





3 dic 2012

Fragmento


A VECES suceden cosas inesperadas que encajan tan perfectamente entre sí, que es como si esa gran computadora que todo lo regula y lo vigila de verdad existiera. El año pasado (2011), estando en Bogotá, recibí un mail de la editorial holandesa Karaat -que hasta ese momento desconocía-, en el que me pedían si podía escribir un prólogo para un libro de una joven escritora mexicana que jamás había oído nombrar. Le pregunté a mi anfitrión colombiano-el poeta Pedro Alejo Gómez, antiguo embajador de su país en Holanda y actual director de una casa de la poesía en Bogotá- si la conocía, pero no, él tampoco la había oído nombrar nunca. Ahora bien, es un hecho que los libros de escritores y poetas de países latinoamericanos distan mucho de venderse y reseñarse en los demás países del continente. Por eso fue para mí una doble sorpresa encontrarme ese mismo día en una gran librería de la capital colombiana con su libro: una edición angosta color carmesí, sin mayor ornamentación, provista únicamente del título lapidario Papeles falsos y de su nombre: Valeria Luiselli. Los días que siguieron recorrí el país-Popayán, Leticia, Cartagena de Indias- con el libro metido en mi equipaje, y desde un principio supe que me había regalado a mí mismo una sorpresa.
En ninguna parte se lee mejor que en una habitación de hotel. En la tropical Leticia, a orillas del Amazonas, la luz era amarillenta y la habitación, una sala de piedra sofocante con un ventilador de techo quejumbroso, pero con el libro en la mano me encontraba en terreno conocido, en el cementerio de Venecia, junto a la tumba de Joseph Brodsky, que yo también había visitado años antes con motivo de mi libro Tumbas, y tal vez haya sido por eso: cuando uno ha escrito algo sobre un tema determinado, es capaz de apreciar mejor lo que escribe otro sobre lo mismo. Y aunque le tuviera un enorme respeto a Brodsky desde el día en que lo oí recitar en Poetry International, el festival internacional de poesía de Rotterdam, el Brodsky de Luiselli era distinto del mío: ella tenía, claramente, un parentesco mucho más profundo con él. En el cementerio de San Michele yo había buscado muertos, donde ella buscó a Brodsky. Ella viajó a esa ciudad por él; es otra clase de viaje.
Es cierto que Luiselli es joven-tiene 28 años-, y sin embargo aquí había alguien que sabía escribir de un modo extremadamente personal sobre su búsqueda de un poeta admirado, sobre su permanencia en la ciudad a la que el maestro había dedicado escritos tan brillantes. Con todo, la Venecia de ella es una ciudad distinta de la de él. Ella se hospeda en un convento de monjas, por la noche se encuentra con la puerta cerrada, duerme en un banco a la intemperie, se enferma, un amigo acude en su ayuda y ese mismo día la inscriben en el registro civil para convertirla en una residente asegurada de Venecia. Puede parecer un detalle peculiar, pero no lo es. A algunas personas les suceden cosas que emanan del absurdo; la ingenuidad en ocasiones se ve recompensada por lo que ella misma llama papeles falsos, sobre todo cuando se trata de la misma ingenuidad con la que contemplamos y describimos el mundo. Cuando se viaja con Luiselli, ya sea por México, sobrevolando un océano o visitando Nueva York, se viaja con una manera de mirar y pensar que es esencialmente la de otra persona, sui generis, y uno se ve obligado a pensar de una manera que no es necesariamente la suya: cavilaciones sobre el "exceso de identidad" que un rostro adquiere con el correr del tiempo, sobre la decepción de un encuentro con un muerto, sobre la inmovilidad de los planos y el horror tautológico de esos mapitas que aparecen en las pantallas de los vuelos transatlánticos, en los que se ve cómo la imagen del avión en el que uno viaja se desplaza apenas un milímetro a la vez sobre el fondo azul vacío dibujado del océano.

La tónica de su escritura es la del flâneur y filósofo, porque al compás del paseo a pie (o en bicicleta: hay todo un pasaje sobre cómo pasearse en ese medio de transporte ¡en plena Ciudad de México!) va reflexionando sobre arquitectura y lo que ésta hace con las personas, sobre lugares vacíos en la ciudad, reflexiones con un fondo de asfalto y veredas. Luiselli en ningún momento reniega de su afiliación intelectual con pensadores europeos como Benjamin, Kracauer y Baudelaire, y aun así todos esos pensamientos escritos con tanta claridad conservan un acento mexicano. La ingenuidad lleva a los encuentros más curiosos: señoras mayores, celadores, guardias de seguridad, porteros de noche, un vecino chino frente a su computadora -al que solo observa por la ventana, pero con quien nunca intercambia palabra-, un mundo excéntrico y solitario que nunca pierde el nexo con el mundo exterior.
Para la nómade urbana, lo exterior ha pasado a ser interior, y viceversa.
¿Qué pasa realmente en este libro? ¿Qué lo hace tan cautivador, si bien esa palabra no parece armonizar con el por momentos elevado nivel de abstracción, con frases contundentes que obligan al lector, cuando ya se encuentra seis palabras más allá, a detenerse y volver atrás en la lectura: "Para encontrar la tumba que buscamos, la inscripción definitiva, es preciso examinar con detenimiento las várices del mármol."
Ha de ser la combinación de ingenuidad e inteligencia, que, cada una a su manera, traen aparejado un método propio de mirar y escribir. Hay que saber mirar para saber dónde no se está, pues solo entonces se sabe dónde se está; hay que referir de un modo impasible el descubrimiento del detalle absurdo, dominar el arte del understatement hilarante, hay que oír que el nombre de la Comisión Mexicana de Límites convertirá la historia de la mapoteca de la ciudad de México -que de por sí ya es bastante absurda- en una extraña aventura también para quien lo lea. Y finalmente hay que poder escribirlo todo de tal modo para que ese lector también lo vea: tanto los pasillos largos y estrechos donde "cuelgan mapas como sábanas perennemente húmedas" como la foto de los ocho miembros de la mentada Comisión, que parecen "los ocho médicos de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp", con lo que de pronto, aplicando un sencillo truco, va a parar a una mapoteca mexicana el pintor de Leiden y Ámsterdam y nosotros, gracias a esa maniobra, sabemos exactamente a qué alude la autora.
No faltan en este libro las referencias efectivas: Wallace Stevens y Nietszche, Chesterton y Rousseau, aunque ninguno de estos nombres resulta demasiado pesado; discurren entre las frases con colores propios, fragmentos de una visión del mundo alimentada por un conocimiento y una erudición llevados con levedad, no solo por la "paseante solitaria" que escribe, sino también por el lector que se deja tomar de la mano por esa sapiencia natural y fluida y se reencuentra a sí mismo en lugares insospechados. Si bien la he visitado en reiteradas ocasiones, nunca he visto la inconmensurabilidad de Ciudad de México con estos ojos: "una ola de mercurio que nunca termina de reventar contra la cordillera; las calles y avenidas, pliegues petrificados en un lago fantasma que se desborda". Esa es la visión al "hacer tierra en este gran lago desierto", pero la resistencia que experimenta en el aterrizaje no proviene tanto de la visión de esa ciudad allá abajo, sino más bien de una oposición a la "caída hacia un mundo futuro", que produce miedo y una clase de tristeza, la cuadrícula de un mundo que hay que volver a cargar cuando uno se interna en él. En la Ciudad de México o Nueva York – la ciudad como océano de banquetas y edificios, como forma enigmática en un mapa – la escritura del individuo contemplativo en la vorágine ciudadana nunca está del todo exenta de melancolía.
Los ensayos no tienen trama; los libros de viaje (Chatwin, Theroux) a veces sí tienen, y luego está el libro de viaje como una antología de ensayos, y el ensayo en el que se viaja y se observa. Si mi singular clasificación es acertada, Papeles falsos pertenece a esta última categoría. Por lo visto, las Meditaciones de un paseante solitario de Jean-Jacques Rousseau
han sido una fuente de inspiración para la autora, pues aunque a estas alturas la naturaleza está petrificada, aun en la ciudad de millones de habitantes sigue habiendo un elemento romántico, el instante del vacío creativo, el "relingo: un vacío en el corazón de la ciudad", al que define de un suspiro como "todo lo que no hemos leído". Eso sería bastante fácil de resolver. Sin embargo, el giro es otro: si no se escribe, tampoco puede haber lectura. Se trata, pues, de la escritura como creación de vacíos; "el papel de la escritura no es dar mayor claridad, sino distribuir silencios y vacíos".
"Quizá sea cierto —escribe al comienzo de su libro— que una persona sólo tiene
dos residencias permanentes: la casa de la infancia y la tumba. Todos los demás espacios que habitamos son mera continuidad grisácea de esa primera morada, una sucesión indistinta de
muros que finalmente se resuelven en la cripta o en la urna —expresión más ínfima de las infinitas divisiones de un espacio en donde puede caber un cuerpo humano."
El lector que soy se inclina a contradecirle. Existe una tercera morada para los sin techo, y es la de la escritura, aunque según su definición escribir sea "taladrar paredes, romper ventanas, derrumbar edificios. Hacer excavaciones profundas para –¿para qué realmente?– para no encontrar nada". Taladrar, romper, hacer volar por los aires: nada que objetar. Mientras esa nada tenga la forma que ha adquirido en este libro, un lector bien puede vivir con esa paradoja. Porque sin importar lo que ella misma opine al respecto ("Nada más lejano a la verdad, en mi vida al menos, que la metáfora de la literatura como un lugar habitable"), el relingo que Valeria Luiselli ha creado con Papeles falsos es un santuario para sus lectores. Del mismo modo que existen quienes viajan por el desierto, tiene que haber lectores que en la tan nítidamente articulada inhabitabilidad encuentren su casa.

26 nov 2012

Mis esfuerzos



Con el tiempo he llegado a ser un tema de preocupación para mis editores. Hay uno que me ha invitado a escribir novelas cortas para él; ¡a mí, que hasta el momento quizá no haya sido capaz de que ni una sola haya salido bien! A los veinte años, escribía versos, y a los cuarenta y ocho, de repente he comenzado de nuevo a escribir poemas. Por principio, en la presente tentativa de autorretrato, voy a evitar cualquier deriva personal. Por ejemplo, no diré ni una sola palabra de las personalidades importantes que he encontrado en mi vida. En cambio, me gustaría hablar lo más fielmente posible de hacia dónde van mis esfuerzos. Creo disfrutar hoy de cierta reputación como escritor de historias cortas. Quizás el valor literario del relato breve sea bastante efímero. ¿Puedo por otra parte rogar al lector que tenga la bondad de creer que lo que sale de mi boca es el fruto de mi excelente humor? Tengo la impresión, en este momento delicioso de mi vida, de ser la alegría en persona. Hasta aquí, he escrito por otra parte en una tranquilidad perfecta, a pesar de que mi naturaleza me haya podido llevar a la intranquilidad. Subrayemos de paso que, más o menos, desde hace cinco años, tengo una amiguita que a fe mía, no quiero siempre con un amor de primerísima categoría. De cuando en cuando, lo confieso abiertamente, leo en francés, sin tener la pretensión de comprender cada palabra de esta lengua. Respecto a los libros y a los seres humanos, considero que entenderlos de cabo a rabo, antes que provechoso, carece de interés. Quizá me haya dejado influenciar, aquí o allá, por las lecturas. Hace unos veinte años, redacté con cierta maña tres novelas, que quizá no lo son en absoluto, sino que serían más bien libros, en los que aparecen un montón de cosas, y cuyo contenido parece que ha gustado a un círculo más o menos grande de mis semejantes. Hace mucho tiempo, uno de mis jóvenes contemporáneos, se puso casi a provocarme al ver que no me emocionaba porque se le hubiera ocurrido decirme que admiraba tal o cual de mis viejos libros. Es un hecho, sin embargo, que la obra en cuestión es por así decirlo inencontrable en librería, por lo que su autor no debería mostrarse encantado. Sucede quizá lo mismo con alguno de mis honorables colegas. Cuando iba al colegio, uno de mis maestros o pedagogos celebró mi redacción como diciendo que era el tipo de escritura de artículo por excelencia, lo que me permitió redactar numerosos borradores, etcétera, y me llevó a cuidar mi oficio de escritor, por lo que, naturalmente, me enorgullezco. En aquella época, si pasé de la redacción de novelas a los artículos, es porque las vastas construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme. Mi mano desarrolló como una especie de rechazo a servir. Para recuperar sus buenas costumbres, no le pedía más que ligeras pruebas de eficacia, pues, son precisamente este tipo de detalles los que me han permitido reconquistarla. Conteniendo mi ambición, he tenido por norma el contentarme con cualquier pequeño éxito, por modesto que fuera. El escritor en mí se conformaba a las órdenes de aquel que deseaba seguir llevando una vida muy tranquila, y que cobraba de las redacciones de periódicos más diversos. Por lo que creo, en otro tiempo tuve un nombre; sin embargo, me acostumbré también a un nombre menos notable pues anhelaba adaptarme a la denominación de «cronista de periódicos». Jamás me ha llegado a paralizar la idea sentimental de que se me pudiera considerar como artísticamente perdido. Como una suave mano sobre mi hombro, la pregunta se planteaba a veces: «¿Ya no es arte lo que haces?». Sin embargo, podía decirme que lo que continua mereciendo la pena no tiene que dejarse importunar por exigencias cuyo peso ideológico lo ensombrece. Confesémoslo rotundamente, no tenía voluntad para prohibirme perder el tiempo hasta ciertos límites. Me basta con poder pensar que es verosímil que el tiempo ha cuidado de mí maravillosamente. Aún estoy vivo, lo reconozco, y quizá me sea permitido dar gracias por ello estando dispuesto a vivir en armonía conmigo mismo. Cuando, ocasionalmente, me apetecía garabatear al buen tuntún, ello podía parecer un poco descabellado a los ojos de la gente archiseria; pero en realidad, experimentaba en el terreno de la palabra, con la esperanza de que la lengua guardara alguna vitalidad aún desconocida que sería una alegría descubrir. Mientras que mi único deseo era liberarme, y permitía que este deseo existiera, ha podido suceder que aquí o allá, se me desapruebe. La crítica acompañará siempre a los esfuerzos.

18 nov 2012

Escribo luego he sentido



Me he preguntado varias veces qué hace que una persona escriba, si para ser poeta hay que conocer poetas, si leer novelas sirve para la construcción de novelas, y si la narrativa es el grado más elevado del narcisismo o la cima de la dedicación a los demás. Aunque no son preguntas fundamentales para mi literatura, porque cuando escribo las olvido por completo.
Nadie toma la pluma en mano ni por la escuela ni por la lectura. Las novelas no engendran novelas, sólo la poesía es una de las componentes de la plurigestación de la obra literaria y está en cualquier parte. Hay quien escribe porque es médico, algunas novelistas fueron amas de casa, arqueólogas o ricas herederas; hay prosistas de ambos sexos: campesinos, ingenieros, vagos, cineastas, maestros y de todas las profesiones existentes. Conozco muchas personas que estudiaron literatura y que por ello mismo dejaron de escribir hasta su diario.
Durante veinte años, creí que se escribe porque hay que desahogar sensaciones, la mayoría de ellas angustiosas, así como para comunicar la paz que se encuentra tras haber transitado por el camino de diversos amores: los carnales, en primer lugar, y, con la misma intensidad, la pasión por lo que sea: el arte, la intriga, la belleza, el deporte, los estudios, los viajes. Escribir implicaba, según yo en esos tiempos, inventar mundos mejores y deshacerse de fantasmas, buscar la verdad y relatar lo visto, gozar la forma y estudiarse a fondo; en fin, la narrativa conjuraba la realidad e instauraba el diálogo.
No he desechado por completo esas ideas; las creo sustancialmente válidas, aunque algo ingenuas.
Si las tomara al pie de la letra, debería decir: escribo porque vagué de niña por las calles no de una ciudad hermosa, sino de la poesía que quedaba en cada piedra abandonada, devastada casi, de la mítica Siracusa. Hoy, cuando vuelvo a mi tierra natal, la encuentro bella, pero las sucesivas restauraciones y el turismo la han vuelto banal, inútil a las sensaciones. ¿No habrá más escritores en Siracusa? ¿Nunca más un Quasimodo, un Vittorini o una Gargallo?
Como otra novelista, Marguerite Yourcenar, no amo el arte del maquillaje y la restauración. Sin embargo, yo vagaba por las calles de Siracusa (y luego de Roma, Estambul y México) porque prefería los espacios públicos al terror de la vida privada, al miedo que me inspiraba mi padre y el desconcierto que las contradicciones de mi madre me provocaban. La antipatía hacia los ámbitos privados que deriva de ese pánico es, probablemente, uno de los motivos por los que nunca he podido vivir una relación de pareja estable, pero no lo lamento.
El miedo se vio agigantado por el poder de la mente, engendrando fantasías infantiles que persisten. Por ellas visualicé la escuela como una cárcel donde debía aprovechar el tiempo aprendiendo lo único que me serviría cuando, finalmente, saldría a la libertad. Aprendí a escribir con felicidad; y esa felicidad hábil rescató a una niña enclaustrada entre los muros, los miedos y las etiquetas de la clase alta. Fui salvada por la escritura; cortó la soga que iba a colgarme. Redondas a manuscritas, eses como serpientes: me poseyó la misma pasión que anima a una pintora al descubrir las manchas y los colores en un tiempo que la memoria, luego, no podrá recordar.
Y todo ello fue posible porque, por las tardes, las niñas y los niños de entonces no teníamos nada que hacer. La televisión era cosa de premio para los que se portaban bien (yo nunca), no existían clases de natación, ballet, y mil desviaciones más, madres y padres estaban ausentes y los hermanos eran cariñosas presencias incultas.
Belleza cubierta por el polvo del tiempo, miedo, deseo de libertad y aburrimiento, he ahí los ingredientes más antiguos de mi pasión por la escritura. No rechazo esta filiación, es fundamentalmente verdadera, pero hoy dudo de su absoluto.
En un segundo momento, el miedo despertó en mí la única forma sana de buscar venganza, se transformó día tras día en un deseo de justicia anticlasista, libertario, feminista, y en ese trance se manifestó la narrativa. Yo, como todos los verdaderos amantes de la literatura, prefería la poesía, la capacidad de decir lo inmortal, pero como todos los militantes de algo necesitaba explicarme. Narrar no es sino dar a conocer algo que se conoce o se cree conocer. Más antigua que la filosofía, la narrativa nunca ha alcanzado la sabiduría de la poesía, ligándose para siempre a la historia.
Mi padre recuerda que cuando yo tenía siete años y estaba en segundo de primaria, durante una de esas tardes de inverno en que, fuera por un repentino arranque de afecto o por su costumbre de control, entró sorpresivamente a mi cuarto, me encontró doblada sobre un cuaderno. “¿Qué haces?”, me preguntó. Yo simplemente le contesté: “Escribo una novela”.
No conservo esas hojas, pero supongo que contenían algunos de los cuentos maravillosos que mi hija ahora escribe y hablan de fantasmas, sombras, niñas heroínas, murciélagos sin miedo, brujas amistosas. Mi hija tiene nueve años, pinta, juega fútbol, escucha rock y casi siempre impide que entre a su cuarto, pero de noche se pasa a mi cama. ¿Escribirá profesionalmente cuando crezca?
No hay recetas. No hay escuelas. No hay prohibiciones ni apoyos que valgan. Hoy sostengo que quien escribe no podría no hacerlo y que ningún novelista inspira a otro. Cuando era una preadolescente, en secundaria, creía sinceramente que después de la Ilíada era inútil cualquier otro cuento: ¿quién se atrevería a narrar de la amistad después de haber leído cómo los amigos buscaban en el campo de batalla a los sobrevivientes? Luego leí el Gilgamesh, la Chanson de Roland, el Lai du chèvrefeuil de Marie de France; cuando llegué a la Divina Commedia de Dante me convencí de que todo había sido dicho. Sin embargo, nunca dejé de escribir poemas apasionados (por suerte los quemé todos), cuentos iracundos y cartas desesperadas y sin destinatarios. Yo no competía con Dante, lo consideraba definitivo y, sin embargo, no podía no escribir.
¿Me habría suicidado, habría enloquecido de no llenar cuadernos de signos? Probablemente, pero no se escribe para huir de la locura. De hecho hay escritores esquizofrénicos, maniáticos depresivos, alcohólicos, sadomasoquistas y Primo Levi se suicidó tras haber aparentemente desahogado el horror de los campos de exterminio nazistas en novelas inmortales.
¿Qué lleva a una persona a escribir, pues? Seguramente no el placer de la lectura, ni siquiera de la lectura inteligente de los mejores autores. No es leyendo Orlando de Virginia Woolf que empecé a escribir, aunque me encantó, por el mismo motivo que mirando a la Santa Lucia de Caravaggio no me hice pintora ¡Y sólo las diosas saben cuánto me gusta Caravaggio, qué parecidos se me hacen su vida y sus sentimientos a los más íntimos de los míos!
Para escribir se necesitan muchas cosas y ninguna en especial. Nadie puede escribir si no ama conocer y no se interesa en algo, de por vida o sucesivamente no importa. Conozco escritores que fueron expertos en geografía oceánica del siglo XVI mientras escribían una novela y se convirtieron en maestros en la alimentación luterana de Dinamarca en el siglo XIX para ambientar un cuento. Personajes míos me han llevado de la mano por las calles de varias ciudades; fui sólo para darles donde pasear a ellos. Estudié las mañas de las tipografías, las rutas coloniales mexicanas, la mentalidad de la izquierda de los años 1970, los reportes hemerográficos sobre las matanzas de niños de la calle en Brasil, el incremento de la violencia en Colombia y las implicaciones de su discurso. Di vuelta a los archivos de San Luis Potosí y Zacatecas, escuché a campesinas y sembradores en los campos de Oaxaca, molesté a biólogos y agrónomas. En una ocasión conviví con los pescadores de camarón del puerto de Mazatlán. Cada imagen de un cuento o una novela implica una investigación, sistemática o no. Cada frase esconde el placer de haber sido conocida y escrita.
El verbo narrar, así como la persona que lo pone en acto -la narradora- y el objeto que la acción produce -la narración-, tienen todos un origen etimológico que los hace remontar al sustantivo latino gnarus, el que conoce, el hábil, experto y familiarizado con una temática, y más lejos aún a la raíz sánscrita gná, que significa conocer.
La etimología evidencia, como toda disciplina histórica, la mentalidad del presente; por ende, revela una huella poderosísima de las emociones e ideas de un pasado sacralizado por un poder contemporáneo que puede cambiar. De no saberlo, yo también atribuiría un carácter sobrehumano a una voz del pasado y, con ello, podría jugar un rato a construir venganzas lexicales contra las y los filósofos e historiadores que me han marginado por ser yo una narradora, una escritora de “ficciones”. Soy una filósofa de la historia (eso estudié y no literatura) y tengo conciencia de todo lo que interviene en las construcciones humanas y, por lo tanto, no me atrevo a decir, sólo sobre la base de un verbo romano, que todo el que no cuenta es un ignorante. Sin embargo, narro en latín significa lo mismo que en castellano: cuento, relato, y para el orador romano así como para los capitanes de navíos, las mujeres que agitaban sus brócolis en el mercado, los campesinos y las tejedoras, el ignaro o ignorante era aquel que no podía contar porque desconocía la realidad.
La relación entre narración y conocimiento es para mí obvia y muchas veces la he visto expresarse positiva o negativamente en la vida de pueblos muy diversos: el cantador entre las y los wixarica es la persona de sexo masculino que relata los acontecimientos reales y míticos, sin distinción, que hacen de su pueblo un creador de cultura consciente de su importancia; en el dialecto de la Roma contemporánea un “ignorante” no es sólo la persona que desconoce algo, que lo ignora, sino aquella que manifiesta su hostilidad, su falta de interés por los demás, su egoísmo a través de no comunicarse verbalmente: es quien contesta con monosílabos o rehúsa dar explicaciones. Esta definición dialectal me atrae mucho, porque implica que quien no transmite sus saberes es un ignorante o un maleducado.
Así que, para escribir narrativa, es necesario querer transmitir algo que se sabe o comunicar algo que se inventa. De niña, yo fui muy fantasiosa y de joven, una gran mentirosa; pero no creo que una mentira implique siempre la comunicación de una falsa realidad.
Escribir es un ejercicio de la voluntad, una expresión de la libertad humana. Recuerdo las clases de Paleografía Latina del profesor Armando Petrucci, en la Universidad de Roma, cuando intentaba hacerme reconocer una caligrafía carolingia diferenciándola de una sorboniana del siglo XIII, de lo cual yo era incapaz. Un día me tomó del brazo y me dijo: “Entiende, sin escritura no hay historia, no por los afanes de control de los gestores de la memoria, sino porque el esfuerzo para construir un mundo de signos tan complejos, con que darnos a entender sin la presencia física de un transmisor del mensaje, es lo que nos ha convertido en todo lo que somos”.
La persona que escribe es en sí conocedora y comunicante. Pero ¿qué conoce la persona que como yo escribe ficción, qué necesita comunicar? Sinceramente no lo sé.
En la Sierra Huichola, en el norte de Jalisco, he tenido el honor de escuchar a un cantador que no se interrumpió durante una tarde y buena parte de la noche. Frente a un grupito de cinco personas, el anciano relató el origen de la tierra, de la verdad, del fuego; habló de personas, de héroes, de dioses; describió viajes, pasos, animales. En fin, reinventó, dándonoslo a conocer, el mundo. No sabía escribir, sabía hablar, pero era cuanto de más semejante he conocido a un escritor de ficción. Conocía de lo que hablaba y, por ende, inventaba. Según la visión académica del antropólogo que nos acompañaba, el cantador nos mintió, según la escritora que yo soy el anciano nos permitió participar de su grandioso proceso de creación. Hiló el cuento, nunca se contradijo aunque introdujo contradicciones entre los personajes y las situaciones que nos presentaba, resolvió los conflictos de entendimiento, manejó lo mítico atándolo con lo inexistente y con lo cotidiano y, finalmente, retuvo nuestra atención, nos convenció. Todos, menos el antropólogo, sentimos que esa tarde y noche habíamos presenciado algo que cambiaba en parte nuestras vidas.
Hubo muchos otros antes y después en mi vida, parecidos al que viví en la Sierra Huichola hace ocho años. Como bien saben los paleógrafos, la lectura y la escritura son dos procesos distintos. Existen y existieron siempre personas que firman un documento que no pueden leer, así como lectores que no podrían escribir una carta. Yo en primero de primaria descubrí la escritura, el placer de plasmar palabras, y durante muchos años escribí sin leer casi nada: escribí cuentos antes de haber terminado el libro de gramática. Fue al finalizar la secundaria que me arrojé sobre los libros de la biblioteca como un niño hambriento sobre un canasto de pan de dulce. Comí las conchas buenas y los cuernitos podridos, los bolillos mal cocidos, los duros y los sabrosos, las chilindrinas mordisqueadas por otros, los bollos salados y los panqués desabridos. Estaba triste y leía. Me aburría y leía. Peleaba con mis padres y leía. Cuando a los catorce años obtuve una moto y me lancé a las calles sobre dos ruedas, dejé de leer un rato. El mundo era hermosísimo y yo iba al centro de la ciudad, a pueblos cercanos, a los pies de las montañas y caminaba, es decir leía mis pasos sobre el vasto libro que es el mundo. En esos meses adolescentes, escribí menos que en ningún otro periodo de mi vida. Me sucedió algo parecido cuando descubrí el sexo en los brazos de un coetáneo afectuoso; esos eran los años en que creímos que las mujeres y los hombres son iguales y tienen un igual derecho al placer. Fueron años con la utopía a la portada de nuestras manos, años rebeldes y, por lo mismo, amorosos.
Todavía hoy en día cuando leo no escribo y cuando escribo, no leo. Sin embargo, la lectura ha definitivamente influenciado mi modo de escribir. Así como, en México, los han hecho las reuniones que teníamos entre varios escritores, en un viejo club de ajedrez de la colonia Roma. Las bautizamos tertulias del No-Taller del Alfil Negro. Durante más de diez años, capitaneados por el dibujante y ajedrecista Luis de la Torre, mujeres y hombres de edades, proveniencias geográficas y de clase, preferencias sexuales distintas, nos escuchamos, comimos pozole, hablamos de gramática, descorchamos botellas de vino imbebible, leímos en voz alta, nos enamoramos y escribimos. Ahí forjé amistades para la vida y mejoré mi español, desde entonces mi instrumento de escritura. Y del Alfil Negro salimos escritores tan distintos como Ricardo Chávez Castañeda, Guadalupe Lizalde, Leonardo da Jandra, y yo. Jamás tuvimos una línea y nunca formamos una escuela, pero juntos, al leernos conscientemente, mejoramos el cómo de nuestra literatura, afilamos nuestras lenguas, supimos qué podíamos romper y qué debíamos transformar.
Todo influye sobre el saber de las personas, cualquier cosa que atrae su atención las educa, incrementa su conocimiento. Se conoce con los cinco sentidos y lo transmitido por otros nos permite reconocer lo que estamos tocando, viendo, saboreando, oliendo, escuchando. Leí Los Buddenbrock de Tomas Mann en el pasillo del hospital donde estaba muriendo mi abuelo. Sentada en una silla esperaba que me llamaran para poderlo ver. Yo amaba tiernamente a mi abuelo materno. Desde entonces, ninguna información sobre Mann ha incrementado o disminuido mi sensación que el escritor alemán fue el amigo que me consoló del primer dolor de separación de mi vida, porque fue capaz de describir a la familia y sus muertes.
Ese día descubrí que entre leer y escribir existe una relación y que ésta se cifra en una persona, la que lee; es decir, quien escribe tiene en el público que lo lee el fin de su necesidad. La escritora da a conocer, escribe para sí y para alguien más.
El lector no determina el momento mismo de la creación, pero está presente sin estarlo. Los signos de la escritura desde su origen presuponen la construcción de un código que puede ser descifrado por otra persona. Ontológicamente la escritura es un medio de transmisión de informaciones vitales: ¡no pasen por ahí, el rió está crecido!, ¡corran tras el vellocino de oro!
Aldous Huxley, en su obra de ficción, inventó mundos, situaciones más que angustiosas, creó personajes de sentimientos que probablemente espejeaban los suyos, grandezas humanas subyugadas por el control infinito de las burocracias cientificistas, y constantemente nos tuvo presentes, a nosotras y nosotros los lectores posibles a quienes quería prevenir. Pero Aldous Huxley no escribió porque yo, quizás, en un futuro lo leería, mucho menos por el público lector que construye una empresa editorial, ni por un afán de protagonismo; escribió porque su forma de participar del mundo era la escritura.
Clarice Lispector, que constante aunque no exclusivamente usó el monólogo, ponía en boca de sus personajes, siempre inquietantes, una historia de sensaciones en primera persona que se lanzaba al mundo como el borbotar de los locos en las calles de las grandes ciudades. Desgranaba mensajes con la misma intensidad con que una mística pronuncia el nombre de Dios y, a través de la exasperación de las sensaciones, nos ha comunicado un entero mundo interior que buscaba decirse. De paso, al hacerlo ha transformado la literatura latinoamericana, abriéndola a algo más que al histórico realismo, mágico y no.
Marvel Moreno recorrió el camino inverso. Hizo de la historia de las relaciones entre mujeres, en una Colombia devastada por las convenciones clasistas, el espacio literario de una voluntad libertaria, tan intimista cuanto revolucionaria.
Cada día en el mundo alguien toma la pluma o la computadora y empieza a escribir una carta, un cuento, un poema o una novela. Cada día una escritora o un escritor se inician en el afán de comunicar partiendo de sí mismos. Algunos pensarán que si son dotados se volverán ricos y famosos y el mundo será capaz de entender sus sentimientos; otros ni se fijan en ello y sólo llenan páginas y páginas de palabras: no hay nada más pasivo y obediente que una hoja de papel en blanco. La mayoría absoluta dejará la tarea sin acabar. Algunos terminarán su primer escrito. Menos aún lograrán publicarlo. Sólo una minoría restringida enfrentará un segundo o un tercer empeño literario. De ésta saldrán los escritores.
Simone de Beauvoir, no sé ya en qué texto, recordaba que uno de los “nouveaux philosophes” expresó su enojo a Sartre porque no le habían publicado su libro más reciente y ella le repuso que todos los escritores famosos, en un principio, habían sido rechazados por las editoriales. Yo iría más lejos y diría que únicamente la escritora o escritor que es capaz de superar la frustración del primer, el segundo, el tercer y hasta el cuarto rechazo es un verdadero escritor. Y lo es porque su seguridad en lo que tiene que comunicar persiste en ella o él a pesar de la falta de comprensión, como en el filósofo platónico que ha visto la realidad y se esfuerza en darla a entender a sus congéneres, que la rechazan porque quedaron atados en la caverna. En América Latina, se ha convertido en un hecho mítico, arquetípico casi, que Cien años de soledad de García Márquez haya sido rechazado en primera instancia.
Así que para escribir hay que tener confianza en sí misma y tolerancia a las frustraciones, amén de no poder dejar de hacerlo. Eso ya limita la cantidad de personas que serán escritoras.
Un elemento ulterior, que sin ser fundamental también representa algo en esa capacidad de ser, es el elemento material. No es el dinero lo que hace a un escritor, aunque la angustia por la sobrevivencia puede acallar a una gran voz. Sin embargo, es obvio que demasiado apego a los bienes materiales no ayuda a que una persona pueda dedicar su vida a la escritura. Escribir es un oficio de sencillez, que requiere de sopa de lentejas y amigos íntimos.
Yo soy una narradora que necesita viajar mucho, soy una caminante de las palabras, una descriptora de la emoción de andar; claro está que si yo requiriera de un hotel para dormir no podría haber escrito todas mis páginas. De hecho he escrito porque las posadas, las estaciones de ferrocarril y de camiones, los techos de grutas y cabañas, las casas amigas que me abrieron sus puertas, me han cobijado. Dormí en palacios y chabollas, sin preferencias ni afán de obtener más hospitalidad en los primeros que en las segundas.
Todas las personas que escriben necesitan un buen nivel de vida, pero lo bueno no lo determina la cantidad de dinero. Si yo pudiera vender los libros suficientes como para no vender mi fuerza de trabajo a una universidad o una fábrica, seguramente dejaría de presentarme a las nueve de la mañana en mi lugar de trabajo. Pero, sin lugar a duda, prefiero vender mi fuerza de trabajo que mis ganas de decir lo que necesito decir. Y prefiero hacerlo porque me deja soportar con mayor lucidez y dignidad mis crisis. Entre Marcha seca y Verano con lluvia pasaron cuatro años de vacío: una persona que escribe en algunas ocasiones puede ser una persona que sufre porque no puede escribir. No depender en lo económico de la página escrita, me salvó de publicar cualquier porquería. Ése es el riesgo que corre quien obtiene una beca o un contrato editorial aparentemente apetecible.
Pero no nos confundamos. Las becas en sí no son un mal ni un bien, son un instrumento. En tres ocasiones pedí una beca y en dos la obtuve. Con la primera, durante seis meses pude redactar mi tesis de doctorado en historia contemporánea de América latina, sin tener que perder el tiempo yendo a trabajar. En la segunda ocasión, recorrí, con mi hija de año y medio en los hombros, todo el arco de la Gran Chichimeca para ambientar mi novela sobre el capitán Caldera. El resultado final es hijo de esos pasos dados en libertad económica. De no obtener esas becas, no habría escrito lo que escribí sino, probablemente, otra cosa.
Vivir de becas, sin embargo, se me haría inmoral: a ningún campesino le subvenciona su placer de sembrar y ninguna literatura se alimenta del desconocimiento del mundo del trabajo. Una buena escritora necesita de un café con los amigos, de una cerveza en la cantina y de muchos pasos frente al mar, tanto como de conocer el desgaste rutinario de las colas para tomar un camión, la prisa y el miedo de llegar tarde, el deseo de encerrarse en el baño para leer una novela y olvidar al jefe. Aun los escritores de ciencia ficción necesitan tener los pies anclados en la tierra y nada nos ancla más que la economía.
He renunciado muchas veces a un trabajo bien remunerado para terminar una novela, que a veces publiqué y otras no. Jamás pedí una beca en esas ocasiones, viví de mis ahorros y de la paciencia de mis amigas, cuando no de los regalos de mi mamá, esperando que cuando terminara de hacer lo que debía hacer alguien me volviera a ofrecer un empleo. El trabajo, como la escuela, es una cárcel donde aprender lo que nos será necesario cuando salgamos de ella. Además tiene pausas, permisos: cuando estoy de vacaciones, yo dejo fluir el tiempo sin hacer nada. En el campo o frente a una bahía, miro las gaviotas volar desde una hamaca, camino unos pasos, duermo la siesta, me acuesto a las ocho de la noche y me despierto con el alba para seguir gozando del ocio. De repente, algo podría meterse en mí, la semilla de un cuento, una novela o un sueño con los ojos abiertos.
Si eso realmente sucede, empezaré a escribir en una hoja de cuaderno, en el revés de una servilleta, tomaré notas, me llenaré de emoción, buscaré por doquier datos para seguir adelante. Aun a sabiendas de que mi novela durará más que el tiempo de las vacaciones y la terminaré entre los horarios de la oficina y las clases, la prisa por la redacción de un texto de presentación del libro de una desconocida, la obligación moral de mi militancia, las idas y venidas de la escuela de mi hija, la lavadora, el trapeador y la cocina, la tarea de matemáticas, el dentista y el contar los centavos para llegar a fin de mes. Todo ello aderezado por las ganas de caminar en silencio con un amigo, leer un poema húngaro o un libro de historia chileno, mirar una película de Kiarostami o un cuadro de Carlos Gutiérrez Angulo.
Así también se construye la libertad de decir. Aquélla que vive del deseo y es, como la poesía, ingrediente de toda literatura.

12 nov 2012

Entrevista



Hacía tanto tiempo que me sentía desgraciado, desesperado, asaltado por las dudas sobre mi trabajo, que conseguí describirle el panorama con nitidez. Y ella lo captó aún más claramente de lo que yo se lo había pintado. Sus párpados parecieron enmarcar los ojos, que se entrecerraron sin contraerse en un guiño, con firmeza, con suavidad, tranquilamente.

—Conseguirá escribir —me dijo— si lo hace sin pensar en el resultado en términos de resultado, sino pensando en la escritura en términos de descubrimiento, que es lo mismo que decir que la creación debe producirse entre el lápiz y el papel, no antes, en el pensamiento, o después, al darle nueva forma. Sí, es cierto que primero es un pensamiento, pero no debe ser una idea elaborada. Si está ahí, y si lo deja usted salir, saldrá, y lo hará en forma de una experiencia creativa repentina. No sabrá cómo ocurrió, ni siquiera de qué se trata, pero será una creación si surge de usted y del lápiz, y no de un trazado arquitectónico previo de lo que quiera hacer. La técnica no es tanto cuestión de forma o estilo como del modo en que surgen ambos, y de cómo lograr que lo hagan de nuevo. Si uno permite que la fuente se hiele, siempre quedará el agua helada, saltando hacia el cielo y cayendo hacia el suelo, su movimiento congelado.

Estará allí para verla, pero ya no manará. Sé lo importante que es experimentar ese reconocimiento creativo. No es posible introducirse en el útero para dar forma al niño: está allí dentro, se hace a sí mismo y surge completo. Existe y uno lo ha hecho y lo ha sentido, pero ha venido por sí mismo. Eso es el reconocimiento creativo. Por supuesto uno tiene más control sobre lo que escribe. Hay que saber lo que se desea obtener, pero una vez descubierto, hay que dejarse llevar, y si parece alejarnos del camino, nada de echarse atrás, porque quizá sea ahí donde instintivamente queremos estar. Quien se vuelve atrás e intenta permanecer para siempre donde siempre ha estado hasta entonces, se seca.

"Usted piensa, Preston, que ha agotado ya el aire que había donde está ahora. Dice que allá donde vive ya no queda aire, pero no es cierto, ya que si fuese así significaría que ha abandonado toda esperanza de cambio. Creo que los escritores deben cambiar de decorado. El hecho de que usted no sepa dónde iría si pudiera hacerlo significa que en realidad no podría llevarse consigo nada al lugar donde fuese y, consiguientemente, que no habría nada allí hasta que usted lo encontrase y que, una vez lo hiciese, resultaría ser algo que usted mismo había llevado y creía haber dejado atrás. Eso sería también un acto de reconocimiento creativo, porque tendría todo que ver con usted y nada con el lugar.
Quise saber qué pasaba cuando se intentaba escribir y nos sentíamos impedidos, asfixiados, sin palabras o cuando, caso de llegar, éstas sonaban acorchadas y carentes de sentido. ¿Qué pasaba cuando uno sentía que jamás podría escribir ni una palabra más?

—Preston, la forma de volver a empezar algo es volver a empezarlo —me respondió riendo—. No hay otro camino. Empezar de nuevo. Si siente profundamente, el libro emergerá de usted con tanta intensidad como la que tenga su sentimiento en su momento más elevado, y nunca será más profundo ni más auténtico que ese sentimiento. Pero usted no sabe aún nada acerca de su sentimiento, porque aunque pueda creer que todo está ahí dentro, cristalizado, no lo ha dejado manar. ¿Cómo saber, pues, lo que lleva dentro? Sin duda, lo mejor de todo será algo que en realidad usted no conoce aún. Si lo conociese todo ya, no se trataría de un acto de creación, sino de un dictado. Un libro no es un libro hasta que está escrito, y uno no puede decir que está escribiendo un libro cuando todo lo que hace es escribir sobre hojas de papel y sigue aún sin aflorar todo lo que se lleva dentro. Hay que dejarlo fluir interminablemente. Además, un libro no es el hombre completo. No existen autores de un solo libro. Recuerdo a un joven que conocí en París justo después de la guerra. Usted no habrá oído hablar de él. A todos nos gustó mucho su primer libro y él también estaba satisfecho. Un día me dijo que su libro haría historia dentro de la literatura y yo le respondí: "Quizá llegue a ser parte de la historia de la literatura, pero sólo si construyes una parte nueva cada día y creces con la historia que estás creando hasta llegar a convertirte en parte de ella". Pero aquel joven jamás escribió ningún otro libro. Ahora vaga por París melancólicamente buscando su nombre en los índices literarios.
Su secretaria entraba y salía de la habitación, guardando cosas en un baúl que permanecía abierto en el extremo del sofá (ambas se hacían a la mar al día siguiente) e intercambiando unas cuantas palabras con un tono de voz que me resultó novedoso por su suavidad. De repente, en relación con algo que estábamos comentando sobre América, salió a la luz que tanto ella como yo eramos de Seattle, y que había conocido a mi padre cuando era un hombre joven, antes de que se marchara a Klondike. En ese momento, mientras hablaba su secretaria, pareció apoderarse de la otra mujer una extraña y profunda vinculación con su tierra (había nacido en Pensilvania, se había criado en Oakland, California, y después había vivido en París durante treinta años sin volver a ver su lugar de origen), ya que empezó a hablar con intenso y sentido fervor de su experiencia americana durante los últimos seis meses.
—Acaba de decir, Preston, que hace diez años arrancó sus raíces e intentó plantarlas otra vez en Nueva Inglaterra, donde no había nadie que llevase su sangre, y que ahora tiene la sensación de carecer de ellas. Algo parecido a eso me ocurrió a mí también. Supongo que he debido de sentir que había pasado algo así, porque si no, no habría vuelto. He visitado California. La he visto y la he sentido y he experimentado ternura y también horror. Las raíces parecen pequeñas y secas cuando quedan expuestas a la vista. En ocasiones, parecen contradecir la fuerza de unas plantas claramente vigorosas.

Se interrumpió cuando encendí un cigarrillo. No supe descifrar si le alarmaba verme fumar tanto o si enmudecía instintivamente ante cualquier actividad física por parte de su oyente.

—Bueno —continuó—, no somos exactamente así. Nuestras raíces pueden estar en cualquier sitio y, no obstante, podemos sobrevivir, porque, a poco que lo piense, llevamos nuestras raíces con nosotros. Siempre he sido vagamente consciente de ello, y ahora estoy convencida a pies juntillas. Lo sé porque uno puede volver a donde estaban sus raíces y pueden parecerle menos reales de lo que lo eran a cinco mil, diez mil kilómetros de distancia. No se preocupe por sus raíces siempre y cuando se preocupe por ellas. Lo esencial es sentir que existen, que están en alguna parte. Ya se cuidarán ellas mismas, y también cuidarán de nosotros, aunque quizá nunca sepamos cómo. Pensar obsesivamente en volver a ellas es confesar que la planta se está muriendo.

—Sí —le contesté—, pero hay algo más. Está esa ansia por la tierra, por el idioma.

—Lo sé —respondió casi con tristeza—. ¡Estados Unidos es un país maravilloso! —Y sin previo aviso declaró—: Ahora siento que aquí está lo que me interesa. ¡Después de todo,

Estados Unidos es asunto mío!

Se echó a reír con maravillosa y encantadora espontaneidad, con auténtico placer. Cuando le pregunté si regresaría levantó furtivamente la mirada sin dejar de sonreír.

Parpadeó expresando el mismo entusiasmo que un hombre que chasqueara los labios.

—Bueno —le dije—, ha tenido mucho tiempo para echar un vistazo a su alrededor. ¿Qué es lo que les ocurre a los escritores americanos?

—¿Qué ha notado usted?

—Es obvio. Al principio, todos parecen grandiosos. Luego llegan a los treinta y cinco o los cuarenta y se secan. Pierden algo y comienzan a repetir la misma fórmula. O bien envejecen en silencio.

—Se trata de un problema sencillo —respondió ella—. Se convierten en escritores. Dejan de ser hombres creativos y enseguida descubren que son novelistas, o críticos, o poetas, o biógrafos, y se les alienta a ser alguna de esas cosas sólo porque han demostrado ser buenos en una ocasión, o en dos, o en tres, pero eso es una estupidez.

Cuando un hombre dice "Soy novelista" no es más que un artesano literario. Si el señor
Robert Frost es un buen poeta se debe a que es un granjero. Quiero decir que, en su interior, es en realidad un granjero. Hay otro al que ustedes los jóvenes están haciendo todo lo posible, y lo imposible, por olvidar. Es el editor de un periódico de una pequeña ciudad y su nombre es Sherwood Anderson. Sherwood es auténticamente grande [fue el único al que ella llamó por su nombre y, además, con cariño], porque en realidad no le preocupa saber qué es, no se ha parado a pensar que pueda ser nada distinto de un hombre, un hombre que puede desaparecer y ser poca cosa a los ojos del mundo, aun cuando quizá sea uno de los pocos americanos que han alcanzado una perfecta frescura en la creación y la pasión, sencilla como la lluvia cayendo sobre una página, una lluvia que brotaba de él y caía ahí milagrosamente, y era toda suya. Verá, él tenía ese reconocimiento creativo, esa maravillosa capacidad de volcarlo todo en el papel antes de haberlo visto siquiera, y de sentirse fortalecido por lo que luego contemplaba, lo que le permitía zambullirse en busca de más sin saber que era eso lo que hacía. Scott Fitzgerald también poseyó ese don durante algún tiempo, pero ya no.

Ahora es un Novelista Americano.

—¿Y qué hay de Hemingway? —No pude resistirme a formularle esta pregunta. Su nombre y el de Ernest Hemingway son casi inseparables cuando se piensa en el París de la posguerra, en los expatriados que se reunieron en torno a ella como si fuera una sibila
—. Fue bueno hasta después de Adiós a las armas.

—No —me respondió—, ya a partir de 1925 había dejado de serlo. En sus primeros relatos cortos había eso que he estado intentando describirle a usted. Después... Hemingway no perdió la facultad, la tiró por la borda. Entonces le dije: "Tienes una pequeña renta, Hemingway. No te morirás de hambre. Puedes trabajar sin preocupaciones y mejorar, puedes conservar eso y crecerá contigo". Pero él no deseaba madurar de esa manera; quería crecer de forma violenta. Es curioso, Preston, pero Hemingway no es un Novelista Americano. No se ha vendido ni ha adoptado ningún molde literario. Puede que se haya acomodado a su propio molde, pero no es únicamente literario. Cuando conocí a Hemingway tenía verdadera capacidad para la emoción y ése fue el sustrato de sus primeros relatos. Pero se avergonzaba de sí mismo y empezó a desarrollar, a modo de escudo, una brutalidad propia de un chicarrón de Kansas City. Era "duro" porque tenía auténtica sensibilidad, y eso le avergonzaba. Y entonces sucedió. Vi lo que estaba pasando e intenté preservar lo que había de bueno en él, pero era demasiado tarde. Emprendió el camino que habían seguido, y aún siguen haciéndolo, muchos americanos antes que él. Se obsesionó con el sexo y la muerte violenta.
"No me interprete mal —dijo alzando su regordete dedo índice—. El sexo y la muerte son las fuentes de las emociones humanas más válidas, pero no lo son todo, ni siquiera son todo emoción. Pero Hemingway empezó a multiplicarlo todo por, y a restarlo de, sexo y muerte. Supe desde el principio, y lo sé aún mejor ahora, que no pretendía descubrir qué eran. Fue el disfraz con el que quería ocultar lo que en él había de amable y delicado. Y finalmente, su enfermiza y dolorosa timidez encontró salida en la brutalidad. No, no, espere... No en una verdadera brutalidad, porque un hombre realmente brutal busca algo más que los toros y la pesca en alta mar, y la caza de elefantes, o lo que se lleve ahora. Si Hemingway hubiera sido auténticamente brutal, podría haber hecho buena literatura sobre esas cosas. Pero no lo es, y dudo que jamás vuelva a escribir sinceramente acerca de algo. Es competente, sí, pero sólo como escritor; la otra mitad es el hombre.

—¿Cree en serio que los escritores norteamericanos están obsesionados por el sexo? Y, de ser así, ¿acaso no es legítimo? —le pregunté.

—Están en su derecho, por supuesto. Una literatura creativa que no se ocupe del sexo es inconcebible. Pero no del sexo literario, porque el sexo es una parte de algo cuyas otras partes no tienen nada que ver con el sexo, no son sexo en absoluto. No, Preston, se trata de un problema de tono. Por el modo en que un hombre habla del sexo se puede decir, si es que hay que decir algo, si es o no impotente. Y si no habla de otro tema, puede estar seguro de que lo es, física y artísticamente.
"He intentado explicar a los norteamericanos —continuó— que sin pasión no puede existir una creación realmente grandiosa, pero no estoy nada segura de haberme hecho entender.

Si no lo han comprendido es porque han tenido que pensar primero en el sexo. Les resulta más fácil identificar el sexo con la pasión que concebir ésta como la potencia total del hombre. Siempre intentan etiquetarla, y eso es un error. ¿Qué quiero decir con esto? Se lo explicaré. Estoy pensando en Byron. Byron poseía pasión. Ésta no tenía nada que ver con sus mujeres. Era una cualidad de la mente de Byron, y todo lo que escribía surgía de ella. Quizá sea por eso por lo que su obra es tan desigual, ya que la pasión del hombre, si es auténtica, no es uniforme; y en ocasiones, si puede plasmarla por escrito, es exclusivamente pasión y carece de significado fuera de sí misma. Swinburne dedicó toda su vida a escribir acerca de la pasión, pero puede leerle de cabo a rabo y no logrará descubrir cuáles eran sus pasiones. No estoy convencida de que sea preciso saberlo, ni de que Swinburne hubiese sido mejor de haberlo sabido. La pasión humana puede ser maravillosa cuando tiene un objeto, que puede ser una mujer o una idea, o la ira ante una injusticia, pero cuando, como normalmente sucede, desaparece o se alcanza el objeto de esa pasión, ésta no sobrevive. Únicamente lo hace si estaba ahí antes, sólo si la mujer o la idea o la cólera eran algo incidental en esa pasión, y no su causa. Y es eso lo que hace a un hombre un escritor.

"A menudo, los que realmente la poseen no son capaces de reconocerla en sí mismos, porque no saben lo que es sentir de un modo diferente o no sentir en absoluto. Y ella no responde cuando se la llama. Probablemente, Goethe pensara que El joven Werther era un libro más apasionado que Wilhelm Meister, pero en Werther se limitaba a describir la pasión y en Wilhem Meister la transfería. No creo que supiese que lo había hecho. No tenía por qué. Emerson se habría sorprendido si le hubiesen dicho que era apasionado. Pero Emerson tenía auténtica pasión. Escribía con pasión, pero jamás habría podido escribir sobre la pasión, porque no sabía nada acerca de ella. Hemingway lo sabe todo sobre la pasión y en ocasiones puede escribir con seguridad acerca de la misma, pero carece de ella. Tan sólo tiene pasiones. Y Faulkner y Caldwell y todos los que he leído aquí y antes de llegar a América son buenos y honrados artesanos, pero carecen de pasión.

Nunca había participado en una conversación tan fluida, natural e informal. No se percibían en ella ni el recelo ni la tensa búsqueda del término preciso que colorean el discurso de la mayoría de los intelectuales norteamericanos cuando expresan sus opiniones. Si se paran a escuchar alguna vez a unos obreros charlando cuando están concentrados en su trabajo y uno de ellos sigue hablando, aunque no siempre de modo audible, mientras sierra y mide y pone clavos, manteniendo un ritmo fluido, y casi sin ser consciente de las palabras que expresa, se harán una idea de lo que intento decir.

—Bueno, yo opino que Thomas Wolfe la posee —apunté yo. Acababa de leer Of Time and the River , que me había emocionado profundamente—. Creo que en verdad la tiene. Más que ningún otro hombre que conozca en América.

—Leí su primer libro —respondió ella, equivocándose en el título—. Y lo he buscado, pero no he podido encontrarlo. Wolfe es como un diluvio y a usted le ha anegado, pero si quiere leer metódicamente, Preston, debe aprender a distinguir cómo le arrastran. En el tren leí un artículo sobre Wolfe. En él decían que es muchas cosas, entre otras las cataratas del Niágara. No es la tontería que parece. Las cataratas del Niágara son poderosas, tienen forma y belleza durante treinta segundos, pero el agua del fondo, la que ha sido la catarata durante unos instantes, no es ni mejor ni distinta de la de arriba. Le ha sucedido algo hermoso y terrible, pero se trata de la misma agua y nada le habría ocurrido de no ser por una aberración en una de las formas de la naturaleza.

El río es la auténtica forma del agua, una forma que le conviene, y la catarata es un error. Los libros de Wolfe son el agua depositada en el fondo, que lanza espuma en un espectáculo magnífico porque ha seguido el camino equivocado, pero no es mejor de lo que era al emprenderlo. Las cataratas del Niágara existen porque la forma auténtica se ha agotado y el agua no encuentra otra salida. Pero el artista creativo debería ser más hábil.

—Quiere decir con eso que en su opinión la forma novela ha desaparecido?

—Así es, en efecto. Cuando una forma se agota ocurre siempre que todo lo que se escribe ateniéndose a sus normas carece en realidad de forma. Y sabemos que ha muerto cuando ha cristalizado y todo lo que se acoja a ella tiene que ser hecho de una determinada manera. Lo que hay de malo en Wolfe está hecho de esa forma y lo bueno de otra muy diferente. Así pues, si toma lo bueno, resulta que lo que ha escrito no es una novela en absoluto.

—Sí, pero ¿qué más da? —le pregunté—. Para mí fue algo muy auténtico, y quizá no me importe si se trata o no de una novela.

—Intente entenderme, Preston. Lo que me impacienta no es que no sea una novela sino que Wolfe no viese lo que podría haber sido. Y si posee realmente la pasión que usted le atribuye, lo habría visto, porque la habría sentido de verdad, ella habría adoptado su propia forma y, dada la prodigiosa energía de Wolfe, no le habría vencido.

—¿Qué tiene que ver la pasión con la elección de una forma artística?

—Todo. No existe ninguna otra cosa que determine la forma. Lo que Wolfe está escribiendo es su autobiografía, pero ha decidido narrarla como una historia, y una autobiografía no es nunca una historia porque la vida no se desarrolla en forma de acontecimientos. Lo que realmente ha hecho es soltar amarras, por lo que sólo ha contado la verdad de su liberación, y no la verdad del descubrimiento. Y es por eso por lo que él significa tanto para ustedes los jóvenes, porque es también su liberación. Y tal vez por ser tan larga y poco selectiva resulte mejor así, ya que, si permanece en ustedes, le darán su propia forma y, si tienen pasión, la añadirán también; y quizá sean capaces de llegar al descubrimiento que él no alcanzó. Pero no volverá a leer ese libro porque no tendrá necesidad de hacerlo. Y cuando un libro ha sido verdaderamente importante para nosotros, siempre se lo necesita.
Su secretaria entró en la habitación, miró el reloj y dijo: 'Tienes veinticinco minutos para el paseo. Has de estar de vuelta a la una menos diez". Me levanté, súbitamente consciente de que había solicitado una entrevista de quince minutos durante su último día de permanencia en Estados Unidos y había transcurrido más de una hora. Me había olvidado por completo del tiempo. Hice gesto de marcharme.

—No —exclamó ella abruptamente—. Quedan más cosas por decir. Acompáñeme, quiero contárselas.
Salimos del hotel.

—Póngase a mi izquierda —me explicó—, porque no oigo nada por el oído derecho.
Caminaba con paso resuelto, casi apresuradamente, y elevaba la voz por encima del ruido del tráfico.

—Hay dos cosas en particular que quiero decirle porque he estado pensado acerca de ellas durante mi estancia en Estados Unidos. Llevo meditándolas muchos años, pero aquí las he visto bajo una nueva luz. Han sucedido tantas cosas desde que me marché. Los americanos empiezan a utilizar de verdad la cabeza por primera vez desde la Guerra Civil. Entonces la emplearon porque no tenían otro remedio y el pensamiento flotaba en el aire, y ahora tienen que usarla so pena de ser destruidos. Cuando se escribe sobre la Guerra Civil hay que pensar en ella en términos del entonces y el ahora y no del periodo intermedio. Puede que los americanos no hayan llegado aún muy lejos, pero empiezan a pensar otra vez. Aquí hay cerebro y algo nos espera. No tiene todavía una forma definida, pero lo percibo aquí como no lo hago en el extranjero. Por eso creo que este país es otra vez asunto mío. Verá, hay algo para los escritores que no existía antes. Ustedes están demasiado próximos al problema y sólo lo perciben vagamente. Por eso permiten que les preocupen sus dificultades económicas. Si ven y sienten sabrán cuál es su tarea, y si la realizan bien el problema económico se resolverá por sí solo.

No deben pensar tanto en que sus mujeres e hijos dependen de su trabajo. Intenten pensar que su trabajo depende de sus mujeres e hijos, porque será así si realmente viene de ustedes, de los que tienen mujer e hijos, y los de la Quinta avenida, y toda esa gente. De no ser así, es inútil de todos modos, porque su problema económico no tendrá nada que ver con la literatura, ya que no será un escritor en absoluto. Les veo a ustedes, a los escritores jóvenes, muy preocupados por no perder la integridad, y está bien que así sea, pero un hombre que pierde la integridad no sabe que la ha perdido, y nadie podrá arrebatársela si realmente la tiene. Un ideal solamente es bueno si le mueve hacia adelante y le ayuda a crear, Preston, pero no sirve para nada si hace que usted prefiera no producir antes que escribir de vez en cuando a cambio de dinero, porque el ideal se destruye a sí mismo si el problema económico del que me ha estado hablando le destruye a usted.

Mientras cruzábamos las calles, la multitud miraba con curiosidad hacia aquella mujer de cara morena cuya foto había aparecido con tanta frecuencia en los periódicos. Ella no prestaba atención a la gente, o eso me pareció, pero se mostraba extraordinariamente consciente del movimiento que la rodeaba, y especialmente del de los taxis. Después de todo, me dije a mí mismo, ella había vivido en París.

—Lo que debe recordar todo escritor serio es que escribe seriamente y que no es un comerciante. Es una suerte para ambos que el comerciante y el escritor estén unidos en una misma persona pero, si no es ése el caso, seguro que uno de los dos terminará con el otro si se les enfrenta. Y hay algo más.

Giramos en la avenida Madison y tomamos el camino de vuelta al hotel.

—Es algo muy importante. Lo sé porque he visto cómo acababa con muchos escritores. Se trata de no creer que uno es una determinada cosa. Piense en su caso. Usted ha escrito primero una biografía, después una historia de la revolución americana, y en tercer lugar una novela, pero sería absurdo que se considerase un Biógrafo, un Historiador o un Novelista. —Pronunció cada palabra encabezándola con una gran mayúscula—. La verdad es que probablemente todas esas formas estén muertas, porque se han convertido en formas. Usted ha debido sentirlo así, ya que de otro modo no habría pasado de una a otra. Bien, pues ha de seguir adelante, y volverá a utilizarlas y, alguna vez, si su trabajo tiene algún sentido, aunque no estoy segura de que nada que no sea el trabajo de toda una vida tenga sentido, descubrirá una forma nueva. Alguien dijo en una ocasión que yo buscaba una cuarta dimensión en la literatura. Nunca he hecho nada parecido, no persigo nada en absoluto, me limito a madurar gradualmente y, poco a poco, espero llegar a ser más consciente de los modos en que pueden sentirse y conocerse las cosas por medio de las palabras. Quizá me baste con sentirlas y conocerlas de un modo nuevo, y si las consigo comprender suficientemente transmitiré una nota de seguridad y
confianza que hará que otros también comprendan.

"Cuando uno ha descubierto y desarrollado una nueva forma, lo importante no es ésta sino el hecho de que se ha logrado la forma. Por eso Boswell es el más grande biógrafo que haya existido, porque no esclavizaba a Eckermann con la fidelidad y exactitud de las notas, que por otro lado no son fieles en absoluto, sino porque puso en boca de Johnson palabras que probablemente él nunca pronunció y, sin embargo, al leerlas uno sabe que eso es lo que Johnson habría dicho en tal o cual circunstancia. Y lo sabemos porque Boswell descubrió la auténtica forma de Johnson, que Johnson nunca conoció. Lo mejor es no pensar siquiera en la forma sino dejarla que se abra paso ella sola. ¿Le parece extraño que yo diga eso? Se me ha acusado de no pensar en otra cosa. ¿No se da cuenta de dónde está la verdadera gracia? ¡Son los críticos los que siempre se han dedicado a pensar en la forma mientras yo me dedicaba a escribir!

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