20 dic 2012

ESCRIBIR





Un escritor es una intuición, y supongo que existen tantas intuiciones como maneras de seguir esa huella del aire en que termina convirtiéndose cada uno al abordar el trabajo de la escritura, que es el arte de la transformación. Porque escribir es transformarse. Como si la figura pública del escritor no fuera más que un indicio de la progresiva y ciega disolución en el esfuerzo de nadar de noche en busca de la otra orilla donde aletea un espejo.

Inicialmente puede ser el ladrido nabokoviano de un animal en el bosque, el juvenil y entusiasta cross a la mandíbula de Roberto Arlt o la ineluctable modalidad de lo visible que nos acompaña en la edad adulta, pero como fuera es la intuición quien hace al escritor y no al revés. Durante un tiempo, por ejemplo, mi intuición fue sacar el revólver cuando oía hablar de reconciliación, y los textos adquirían entonces el tono airado de un combate público y político con el hábito que lo engendraba.

Pero un escritor es también algo que no existe; es decir, algo que se llena. Escribir es quedarse quieto, clavarse en un solo paso; adquirir la inmovilidad del recipiente que se infla mientras adopta la forma escurridiza de su contenido. Si es veneno, la escritura se hará más espesa. Si se somete a una determinada presión, se transformará en gas. Si se agita demasiado, producirá búrbujas. Si se vierte en un chorro, se cubrirá de espuma. Convertirse en receptáculo de los flujos inconstantes e irregulares que hacen al mundo y a las personas en el estado de distracción que nos domina. Avanzar quieto, viajar lento, considerar la posibilidad de no escribir nada para comenzar a escribir algo, olvidado del imperativo de escribir a riesgo de desvanecerse como escritor.

El extraño arte de seguir a nado una intuición conduce así al todavía más raro arte de callar. Escribir es ocupar entonces el lugar de una situación imposible. Tengo el recuerdo infantil de una calle sin salida donde transcurrió mi infancia como imagen iniciática de este doble ministerio. Nuestra casa estaba ubicada al fondo de un barrio de Ñuñoa, en el reposado Santiago de mediados de los años ’60, en medio de plazas con ciruelos y balancines. De improviso, una mañana de verano, la guerra y la ficción entraron a nuestra cuadra. Primero se anunció como un ruido de feria: sirenas de policía, neumáticos chirriando contra el pavimento, y luego el sonido nítido de un disparo, como si una suela cayera desde el balcón a las baldosas. Me asomé a mirar por la ventana abierta del cuarto donde dormíamos con mis hermanos, en el segundo piso de aquella casa próxima a la felicidad que fue mi infancia. En el quebrado revuelo de la mañana, abajo, en medio de la calle donde acostumbrábamos a correr en bicicleta, la estridencia de los motores invadió la calle. Vi a un auto ingresar a toda velocidad, detenerse violentamente frente al muro y a un hombre que abría la puerta como quien se dispone a caer desde un décimo piso. El hombre huía, eso era evidente. Su auto, un Chevrolet o un Ford de cuatro puertas, había quedado dramáticamente enfrentado al muro que cortaba la calle sin salida. Pude ver que el hombre, ese fugitivo, apenas tenía tiempo de comprender lo que sucedía. Detrás suyo, en medio de los frenazos y los gritos, dos autos que lo perseguían ya bloqueaban su mala suerte. Lo vi tal como pude oír el disparo unos segundos antes: nítido, el pelo revuelto, la expresión espantada de quien ha quedado encerrado en su propia fuga. Como dije, el hombre abrió la puerta, bajó del auto y se cubrió. Quizá sacó una pistola. O un amuleto para pedir por un milagro. Sus perseguidores sí sacaron pistolas, y quedaron protegidos por los autos formando una punta en medio de la calle. Está el hombre solo, entonces, genuflecto y desesperado al fondo de la calle donde vivíamos, y muchos hombres que lo persiguen, amenazándolo, ahora sí con las valisas policiales encendidas.

Ignoro lo que ocurrió después. Una violenta sacudida me sacó del puesto de observación cuando mi madre me apartó de la ventana y acabó con la función. He imaginado muchas veces el final de aquel episodio, con distintos motivos de esperanza para la persecución y la fuga. He atribuido intenciones y escurrido los líquidos hacia una y otra posibilidad dramática. A veces el punto de vista pertenece al jefe de la brigada policial, otras al solitario fugitivo. Las palabras han resuelto algunos huecos lógicos y abierto otros menos verosímiles. De lo que nunca me olvido es de haber visto el rostro del hombre esa mañana, junto a la amplísima gama de perplejidades que cruzaban su expresión al momento de poner pie en mi calle sin salida.
Desde entonces, escribo o imagino hacerlo.
Escribir es perforar el muro de una situación imposible.




15 dic 2012

Receta





A las personas interesadas en mi técnica literaria les transmito mi siguiente receta:



Entra en la esfera del sueño

Tras lo cual, ponte a escribir la primera historia que se te ocurra y escribe unas veinte páginas. Luego léelo.


En estas veinte páginas habría quizás una escena, unas cuantas frases sueltas, una metáfora, que te parecerán excitantes. Entonces vuelve a escribirlo todo una vez más tratando de que esos elementos excitantes se conviertan en la trama, y sigue escribiendo sin tener en cuenta la realidad, tendiendo sólo a satisfacer las necesidades de tu imaginación.

Durante esta segunda redacción, tu imaginación tomará ya una dirección determinadas, y llegarás a unas asociaciones nuevas que definirán con más claridad tu campo de acción.

Entonces escribe las siguientes veinte páginas siguiendo siempre la línea de las asociaciones, buscando siempre el elemento excitante, creativo, misterioso y revelador.

Luego vuelve a escribirlo todo una vez más. Haciéndolo así, ni te darás cuenta siquiera del momento en que surjan unas cuantas escenas-claves, metáforas, símbolos y conseguirás la clave adecuada.

Todo empieza a tomar cuerpo bajo tus dedos por la fuerza de su propia lógica; las escenas, los personajes, los conceptos, las imágenes exigen su complemento y lo que ya has creado te dictará el resto.


10 dic 2012

"El novelista y el razonamiento moral"





Hace mucho tiempo —en el siglo XVIII— un gran y excéntrico defensor de la literatura y la lengua inglesa —se trataba del doctor Johnson— escribió, en el prólogo a su Diccionario: “La gloria cardinal de todo pueblo emana de sus autores”. Un supuesto no convencional, me temo, incluso entonces. 
Y mucho menos convencional ahora, aunque todavía me parece cierto. Incluso a comienzos del siglo XXI. Por supuesto, me refiero a la gloria permanente, no a la transitoria. 
A menudo se me pregunta si en mi opinión hay algo que deban hacer los escritores, y en una entrevista reciente me oí responder: “Varias cosas. Apasionarse con las palabras, preocuparse mucho por las oraciones. Y prestar atención al mundo”. 
Sobra decir que tan pronto como salieron de mi boca estas frases desenfadadas, pensé en algunas otras recetas para la virtud del escritor. 
Por ejemplo: “Sé serio”. Con lo cual quiero decir: “Nunca seas cínico”. Lo cual no excluye ser gracioso. 
Y… si se me permite otra más: “Procura nacer en una época en la cual sea probable que Dostoievski y Tolstói y Turguéniev y Chéjov te exalten e influyan de manera definitiva”. 
La verdad es que no importa cuanto se les ocurra decir sobre lo que debe ser un escritor idealmente, siempre hay algo más. Todas estas descripciones nada significan sin ejemplos. Así pues, si se me pidiera el nombre de un escritor vivo que personifique todo lo que puede ser 
un escritor, pensaría de inmediato en Nadine Gordimer. 
Un gran escritor de narrativa crea —por medio de actos de la imaginación, por medio de un lenguaje que parece inevitable, por medio de formas vívidas— un mundo nuevo, un mundo único, individual; y responde a un mundo, que el escritor comparte con otras personas, si bien desconocido o mal conocido por aún más personas, confinadas a sus mundos: llámese a ello historia, sociedad, o lo que convenga. 
El amplio conjunto de la obra de Nadine Gordimer, de elocuencia deslumbrante y diversidad extremada, es, sobre todo, un yacimiento de seres humanos en situaciones, de historias activadas por los personajes. Sus libros nos han ofrecido su imaginación, que ya es parte de la imaginación de sus muchos lectores por doquier. En particular, han ofrecido, a los que no somos sudafricanos, un retrato muy, muy amplio de la región del mundo de la que es oriunda y a la cual ha prestado una atención tan rigurosa y responsable. 
Su posición ejemplar e influyente en la lucha revolucionaria durante decenios en pro de la justicia y la igualdad en Sudáfrica, su solidaridad natural con las luchas comparables en otros lugares del mundo, ya han sido justamente celebradas. Pocos escritores de primer orden en la actualidad han cumplido con las múltiples tareas éticas válidas al escritor de conciencia y de grandes dotes intelectuales con tanta energía y valentía, sin reservas, como Nadine Gordimer. 
Aunque, por supuesto, la tarea más importante del escritor sea escribir bien. (Y seguir escribiendo bien. Sin apagarse ni venderse.) En última instancia —es decir, desde el punto de vista de la literatura—, Nadine Gordimer no representa nada o a nadie más que a sí misma. A ella, y a la noble causa de la literatura. 
Que la dedicada activista nunca eclipse a la dedicada servidora de la literatura, a la narradora incomparable. 
Escribir es conocer algo. Qué placer depara la lectura de un escritor que conoce mucho. (No es una experiencia habitual últimamente…) La literatura, yo propondría, es conocimiento; si bien es verdad que, aun en su grandeza, es conocimiento imperfecto. Como todo conocimiento. 
A pesar de lo cual, aún hoy, incluso hoy, la literatura sigue siendo uno de los principales modos del entendimiento. 
Y Nadine Gordimer entiende mucho de la vida privada —de los vínculos familiares, de los afectos familiares, de los poderes de Eros— y de las exigencias contradictorias que las luchas en la arena pública pueden exigir al escritor serio. 
En nuestra cultura degradada todos nos incitan a simplificar la realidad, a despreciar el saber. Hay mucha sabiduría en la obra de Nadine Gordimer. Ella ha articulado una visión admirablemente compleja del corazón humano y de las contradicciones inherentes a la literatura y la Historia. 
Me honra excepcionalmente rendir homenaje a lo que la obra de Nadine Gordimer ha significado para mí, para todos, por la lucidez y pasión y elocuencia y fidelidad a la idea de la responsabilidad del escritor ante la literatura y la sociedad. 
Con literatura quiero decir literatura en sentido normativo, el sentido en que encarna y salvaguarda pautas exigentes. Por sociedad quiero decir asimismo sociedad en sentido normativo; lo cual indica que un gran narrador, al escribir con veracidad sobre la sociedad en que él o ella vive, no puede sino evocar (aunque sólo sea por su ausencia) los principios superiores de justicia y veracidad en favor de los cuales tenemos el derecho (algunos dirían que el deber) de militar en las forzosamente imperfectas sociedades en que vivimos. 
Tengo, evidentemente, al escritor de novelas, relatos y obras de teatro por un agente moral. En efecto, este concepto del escritor es uno de los muchos vínculos entre la idea de la literatura de Nadine Gordimer y la mía. Desde mi punto de vista, y me parece que desde el suyo, un narrador que se adhiere a la literatura es, por necesidad, alguien que reflexiona sobre problemas morales: sobre lo justo y lo injusto, lo mejor y lo peor, lo repugnante y admirable, lo lamentable y lo que inspira alegría y beneplácito. Ello no implica moralización en sentido directo o rudimentario alguno. Los narradores serios reflexionan sobre los problemas morales de un modo práctico. Relatan historias. Narran. Evocan una común humanidad con la que podemos identificarnos, si bien las vidas pueden ser distantes de la propia. Estimulan nuestra imaginación. Las historias que cuentan amplían y complican —y por ende, mejoran— nuestras simpatías. Educan nuestra facultad de juicio moral. 
Cuando afirmo que el escritor narra, quiero decir que la historia tiene una forma: comienzo, medio (denominado desarrollo en sentido estricto) y un final o desenlace. Todo narrador quiere contar muchas historias, pero sabemos que no podemos contarlas todas, sin duda no de manera simultánea. Sabemos que debemos optar por una, digamos, central; hemos de ser selectivos. El arte del escritor consiste en extraer todo lo posible de esa historia, de esa secuencia… de ese tiempo (la cronología de la historia), de ese espacio (la geografía concreta de la historia). Piensa la voz del álter ego en el monólogo que da comienzo a mi novela más reciente, En América: “Hay tantas historias que contar, que resulta difícil decir por qué es una en lugar 
de otra, debe de ser porque con esta historia sientes que puedes contar muchas otras, que hay una necesidad en ella; veo que me estoy explicando mal… Tiene que ser algo parecido a enamorarte. Todo lo que explique por qué has elegido esta historia… ha explicado poco. Una historia, me refiero a una larga, una novela, es como un viaje alrededor del mundo en ochenta días: apenas puedes recordar el principio cuando ya toca a su fin”. 
El novelista, entonces, es alguien que te lleva de viaje. Por el espacio. Por el tiempo. Un novelista guía al lector por encima de una brecha, traslada algo donde no estaba antes. 
Siempre he imaginado que algún egresado de filosofía (como yo misma), a altas horas de la noche, debatiéndose en la abstrusa explicación de las apenas comprensibles categorías del espacio y el tiempo en la Crítica de la razón pura de Kant, optó por inventar un viejo estribillo, con el que todo aquello podía ponerse 
en términos más sencillos. Dice así: 
El tiempo existe para que no todo ocurra al mismo tiempo… y el espacio para que no todo te ocurra a ti. 
Según este criterio, la novela es un vehículo ideal tanto del espacio como del tiempo. La novela nos muestra el tiempo: es decir, no todo ocurre a la vez. (Es una secuencia, una línea.) Nos muestra el espacio: es decir, lo que ocurre no le pasa a una sola persona. 
En otras palabras, la novela no es solo la creación de una voz sino de un mundo. Imita las estructuras esenciales por las cuales sentimos que vivimos en el tiempo y habitamos un mundo e intentamos dar sentido a nuestras vivencias. Pero consigue lo que las vidas (las vidas vividas) no pueden ofrecer, salvo después de que hayan concluido. Le confiere —y sustrae— el significado o sentido a una vida. Ello es posible porque la narración es posible, porque hay normas narrativas tan privativas al pensamiento y al sentimiento y la experiencia como, en la elucidación kantiana, las categorías mentales del espacio y el tiempo. 
Uno de los rasgos intrínsecos de la imaginación del novelista es el modo espacioso de idear la acción humana, incluso cuando el meollo de una narración dada sea precisamente manifestar la imposibilidad de un mundo en verdad espacioso, como en la narrativa de Samuel Beckett y Thomas Bernhard. La convicción de la riqueza potencial de nuestra existencia en el tiempo también es una característica de la distintiva imaginación novelística, incluso si el propósito del novelista —se podría citar a Bernhard y a Beckett de nuevo— es demostrar la futilidad y reiteración de la acción en el tiempo. Como el mundo que en efecto habitamos, los mundos que crea el novelista tienen historia y geografía. No serían novelas si no fuera así. 
En otras palabras —y repito—, la novela cuenta una historia. No quiero solo decir que la historia es el contenido de la novela, la cual entonces se despliega u organiza como una narración literaria según las diversas ideas de la forma. Sostengo que el relato de una historia es la propiedad formal más importante de la novela; y que el novelista, a pesar de la complejidad de sus medios, está sujeto a —y liberado por— la lógica fundamental de la narrativa. 
El esquema narrativo básico es lineal (incluso 
cuando no es cronológico). Avanza desde un “antes” (o: “al principio”) un “durante” y hasta un “al fin” o “después”. Pero es mucho más que una mera secuencia causal, así como el tiempo —que se dilata con la emoción y se contrae con su atenuación— no es un tiempo uniforme, de reloj. La tarea del novelista es animar el tiempo, así como animar el espacio. 
La dimensión del tiempo es esencial para la prosa narrativa, aunque no, si se me permite invocar la vieja idea del sistema bipartidista literario, para la poesía (es decir, para la poesía lírica). La poesía está situada en el presente. Los poemas, incluso cuando cuentan una historia, no son como las historias. 
Una de las diferencias estriba en el papel de la metáfora, la cual, me parece, es necesaria en la poesía. En efecto, desde mi punto de vista, es tarea —una de las tareas— del poeta inventar metáforas. Uno de los recursos fundamentales del entendimiento humano es lo que podría denominarse sentido “pictural”, que se consigue al comparar una cosa con otra. He aquí algunos ejemplos venerables, conocidos (y verosímiles) por todos: 
el tiempo como río 
la vida como sueño 
la muerte como sueño 
el amor como enfermedad 
la vida como un drama / escenario 
la sabiduría como luz 
los ojos como estrellas 
el mundo como un libro 
el ser humano como un árbol 
la música como alimento 
etcétera, etcétera 
Un gran poeta es el que refina y amplía la gran reserva histórica de metáforas y aumenta las existencias de metáforas. Estas ofrecen un modo profundo de entendimiento, y muchos novelistas —aunque no todos— recurren a ella. La comprensión de la experiencia por medio de la metáfora no es el entendimiento característico que ofrecen los grandes novelistas. Virginia Woolf no es una novelista más importante que Thomas Bernhard porque ella emplee metáforas y él no. 
El entendimiento del novelista es temporal, más que espacial o pictural. Su medio es una interpretación del sentido del tiempo; el tiempo vivido como una arena de luchas o conflictos u opciones. Todas las historias tratan de batallas, luchas de una u otra clase, que terminan en victoria y derrota. Todo se dirige hacia el final, cuando se conocerá el resultado. 
“Lo moderno” es una idea, una idea muy radical, que continúa evolucionando. En la actualidad nos encontramos en la segunda fase de la ideología de lo moderno (a la que se le ha dado el presuntuoso nombre de “lo posmoderno”). 
En la literatura, lo moderno por lo general puede remontarse a Flaubert, el primer novelista íntegramente consciente de sí mismo, y que pareció moderno, o avanzado, porque se preocupaba de su prosa, la juzgaba con criterios rigurosos —como velocidad, economía, precisión, densidad— que parecían hacerse eco de ansiedades antaño restringidas al dominio de la poesía. 
Flaubert también fue heraldo del regreso a la “abstracción”, característica de las estrategias modernas de creación y defensa del arte que niegan la primacía del tema. En una ocasión afirmó que Madame Bovary, una novela con una historia y un tema de forja clásica, trataba del color marrón. En otra ocasión Flaubert dijo que trataba sobre… nada. 
Por supuesto, nadie pensaba que Madame Bovary en verdad tratara sobre el color marrón o sobre “nada”. Lo ejemplar es el grado de meticulosidad del escritor —perfeccionismo si se quiere— que sugieren tan patentes hipérboles. De Flaubert se podría repetir lo que Picasso afirmaba de Cézanne: lo que une a todo novelista serio con Flaubert es menos su realización que su ansiedad. 
Este comienzo de “lo moderno” en la literatura sobrevino en el decenio de 1850. Un siglo y medio es mucho tiempo. Muchas actitudes y cautelas y negativas relacionadas con “lo moderno” en la literatura —así como en las otras artes— han comenzado a parecer convencionales o incluso estériles. Y, en alguna medida, este juicio está justificado. Toda noción de literatura, incluso la más exigente y liberadora, puede convertirse en una variedad de la complacencia espiritual y la congratulación propia. 
La mayoría de las nociones sobre literatura son reactivas; y, en manos de talentos menores, meramente reactivas. Pero lo que está ocurriendo en las repulsas propuestas en el debate actual sobre la novela tiene un alcance mucho mayor que el proceso habitual por el cual los nuevos talentos necesitan repudiar las ideas más viejas de la excelencia literaria. 
En América del Norte y en Europa, me parece justo afirmarlo, vivimos ahora en un período de reacción. En las artes, ello adopta el cariz de una reacción intimidatoria contra las altas realizaciones de la modernidad, las cuales se consideran demasiado difíciles, demasiado exigentes con el público, no lo bastante accesibles (o “fáciles de usar”). Y en la política adopta el cariz de un rechazo a toda pretendida evaluación de la vida pública mediante el menosprecio a los meros ideales. 
En la era moderna, la exhortación a volver al realismo en las artes a menudo va de la mano del fortalecimiento del realismo cínico en el discurso político. 
La mayor ofensa actual, en asuntos artísticos y culturales en general, por no mencionar la vida política, es parecer que se defiende un criterio superior, más exigente, el cual sufre el ataque de la izquierda y de la derecha, por su ingenuidad o (el nuevo estandarte de los filisteos) “elitismo”. 
Las proclamas sobre la muerte de la novela —o en su nueva variante, el fin del libro— han sido, por supuesto, materia de debate sobre la literatura durante casi un siglo. Pero recientemente han alcanzado renovadas virulencia y persuasión teórica. 
Desde que los programas de tratamiento de textos se volvieron herramientas comunes de la mayoría de los escritores —entre ellos yo misma— ha habido quienes aseguran que ya se depara un futuro nuevo y soberbio para la narrativa. 
El argumento es como sigue. 
La novela, como la conocemos, ha llegado a su fin. Sin embargo, no hay razón para lamentarse. Algo mejor (y más democrático) la sustituirá: la hipernovela, escrita en el espacio no lineal y no sucesivo que ha posibilitado el ordenador. 
Este nuevo modelo narrativo se propone liberar al lector de los dos puntales de la novela tradicional: la narrativa lineal y el autor. El lector, obligado cruelmente a leer una palabra tras otra hasta llegar al final de la oración, un párrafo tras otro hasta llegar al final de una escena, se regocijará al saber que, según una descripción, “la libertad verdadera” del lector ya es posible gracias al advenimiento del ordenador: “la liberación de la tiranía de la línea”. Una hipernovela “no tiene principio; es reversible; es accesible por varias entradas, ninguna de las cuales se puede señalar autoritariamente como principal”. En lugar de seguir una historia lineal dictada por el autor, el lector puede ahora navegar a voluntad a través de un “infinito espacio verbal”. 
Me parece que a la mayoría de los lectores —sin duda, prácticamente a todos los lectores— les sorprenderá enterarse de que la narración estructurada —desde el esquema más elemental de principio-desarrollo-final de los relatos tradicionales hasta la narrativa de construcción más elaborada, no cronológica y con voces múltiples— es en realidad un género de opresión y no una fuente de goce. 
De hecho, lo que interesa de la narrativa a la mayoría de los lectores es la historia precisamente: sea en cuentos de hadas, en la novela negra o en las narraciones complejas de Cervantes y Dostoievski, Jane Austen, Proust e Italo Calvino. La historia —la idea de que los hechos se suceden en un orden causal específico— es el modo en que vemos el mundo y lo que más nos interesa de él. La gente que no lee por otro motivo, lee por la trama. 
Sin embargo, los defensores de la hipernarrativa sostienen que la trama nos “aprisiona” y nos irritan sus limitaciones. Que sentimos rencor y anhelamos ser liberados de la añeja tiranía del autor, el cual dicta cuál será el desenlace de la historia, y que deseamos ser en verdad lectores activos, quienes en cualquier momento de la lectura del texto podamos elegir entre diversas continuaciones o desenlaces optativos de la historia al reordenar los pasajes del texto. A veces se afirma que la hipernarrativa imita la vida real, con su miríada de oportunidades y desenlaces sorprendentes; así pues, supongo que está siendo promovida como una suerte de realismo supremo. 
A lo anterior respondería que, si bien es cierto que esperamos organizar y darle sentido a nuestra vida, no esperamos escribir las novelas a los demás. Y uno de los recursos disponibles para ayudarnos a darle sentido a la vida, a elegir, y a proponer y aceptar criterios para nosotros, es la vivencia de voces singulares y autorizadas, que no son la propia, las cuales conforman el gran cuerpo de las obras que educan el corazón y los sentimientos y nos enseñan a estar en el mundo, que encarnan y defienden el esplendor del lenguaje (es decir, expanden el instrumento fundamental de la conciencia): a saber, literatura. 
Lo que es aún más cierto es que el hipertexto —¿o debería decir la ideología del hipertexto?— es ultrademocrático y por ende armoniza íntegramente con las exhortaciones demagógicas a la democracia cultural que acompañan (y distraen la atención de) el creciente afianzamiento del dominio capitalista plutocrático. 
La propuesta de que la novela del futuro no tendrá trama, o más bien, tendrá una trama ideada por el lector (más bien, los lectores) carece del menor atractivo y, si llegara a realizarse, sería inevitable que acarreara no la muy anunciada muerte del autor sino la extinción del lector, todos los lectores futuros de lo que se cataloga como “literatura”. Es fácil advertir que solo podría haber sido un invento de la crítica literaria académica, la cual ha sido aplastada por una plétora de nociones que expresan la más activa hostilidad al proyecto mismo de la literatura. 
Pero esta idea esconde algo más. 
Estas proclamas según las cuales el libro y la novela en particular están llegando a su fin no pueden adscribirse al mero daño causado por la ideología que ha llegado a dominar las facultades de literatura en muchas universidades importantes de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa occidental. (No sé que tan cierto es esto en Sudáfrica.) La verdadera fuerza que oculta el argumento contra la literatura, contra el libro, proviene me parece, de la hegemonía del modelo narrativo propuesto por la televisión. 
Una novela no es una serie de propuestas, o una lista, o un conjunto de órdenes del día, o un itinerario (abierto, modificable). Es el viaje mismo: emprendido, vivido y concluido. 
La conclusión no significa que se ha contado todo. Henry James, cuando estaba a punto de finalizar una de sus grandes novelas, Retrato de una dama, confió a sus cuadernos su preocupación de que los lectores pudieran pensar que su novela no estaba en realidad terminada, que no había “conducido a la heroína hasta el final de su situación”. (Recuérdese que James deja a su heroína, la brillante e idealista Isabel Archer, resuelta a no abandonar a su marido, el cual se le ha revelado como un mercenario sinvergüenza, a pesar de que un antiguo pretendiente, llamado con acierto Caspar Goodwood, aún la ama y espera que cambie de parecer.) Pero la novela, James razonó consigo mismo, habría estado bien terminada en ese punto. Así lo escribió: “Nunca se cuenta la integridad de nada; solo se puede adoptar lo que se agrupa. Lo 
que he hecho tiene esa unidad: se agrupa. Así está completa”. 
Nosotros, los lectores de James, podremos desear que Isabel Archer deje a su terrible marido para ser feliz junto al amoroso, fiel y honorable Caspar Goodwood: sin duda me gustaría que lo hiciera. Pero James nos está contando que no lo hará. 
Toda trama narrativa contiene pistas y rastros de las historias que ha excluido o a las que se ha resistido a fin de adoptar su forma presente. Las opciones de la trama deben dejarse sentir hasta el último instante. Estas opciones constituyen un desorden (y por lo tanto un suspense) potencial en el desarrollo de la historia. 
La presión para que los hechos vayan de otro modo yace tras cada revés infortunado, cada nuevo desafío a un desenlace estable. Los lectores cuentan con esos frentes de resistencia a fin de que la narración permanezca desestabilizada, impregnada con la amenaza de conflictos ulteriores; hasta que se alcanza un estado de equilibrio: una solución que parece menos arbitraria y provisional que los momentos de estancamiento, invariablemente engañosos, en el cuerpo de la historia. La construcción de una trama consiste en encontrar momentos de estabilidad y luego en generar nuevas tensiones narrativas que los deshacen, hasta que se llega al final. 
Lo que llamamos en una novela un final “apropiado” es otro equilibrio, el cual, si está bien proyectado, tendrá un carácter reconocidamente distinto. Nos persuadirá —este final— de que las tensiones que corresponden a toda historia dificultosa han sido cabalmente resueltas. Han perdido el predominio para efectuar cambios significativos adicionales. Las contiene la capacidad del final para sellarlo todo. 
Los finales en la novela le confieren una suerte de libertad que la vida nos niega obstinadamente: llegar a un alto que no es la muerte y descubrir con precisión dónde estamos respecto de los hechos que nos han llevado a una conclusión. Aquí, nos dice el final, está el último segmento de una hipotética experiencia íntegra, cuya fuerza y autoridad valoramos en función de la índole de claridad que aporta, sin coacción excesiva, a los hechos de la trama. 
Si un final parece forzar la alineación de las fuerzas conflictivas de la narración, es probable que concluyamos que hay defectos en la estructura narrativa, acaso provenientes de la falta de dominio del narrador o de una confusión sobre lo que la historia es susceptible de sugerir. 
El placer de la narrativa estriba precisamente en que se dirige a un final. Y un final satisfactorio es el que excluye. El escritor supone que lo que no atañe al diseño conclusivo del esclarecimiento de la historia puede dejarse sin menoscabo fuera del relato. 
Una novela es un mundo con fronteras. Para que haya totalidad, unidad, coherencia, debe haberlas. Todo es relevante en el viaje que emprendemos dentro de esas fronteras. Se puede definir el final de la historia como un punto de convergencia mágica de las mudables vistas preliminares: una posición fija desde la cual el lector ve cómo a cosas en un principio dispares les corresponde en última instancia estar juntas. 
Además, la novela, por ser un acto de la realización de una forma, es un proceso de conocimiento, en tanto que la forma fracturada o insuficiente, en efecto, no conoce, no quiere conocer, qué le pertenece. 
En la actualidad, estos dos modelos compiten en busca de nuestra lealtad y atención. 
Hay una distinción esencial —me parece— entre las historias, por un lado, que tienen por meta la totalidad, un final, y, por otro lado, la información, que siempre es, por definición, parcial, incompleta, fragmentaria. 
Ello es análogo a los modelos narrativos contrastantes que proponen la literatura y la televisión. 
La literatura cuenta historias. La televisión da información. 
La literatura implica. Es la recreación de la solidaridad humana. La televisión (y su ilusoria inmediatez) aparta; nos enclaustra en nuestra propia indiferencia. 
Las llamadas historias que se nos cuentan en la televisión satisfacen nuestro apetito de anécdotas y nos ofrecen modelos de conocimiento que se anulan mutuamente. (Esto se refuerza con la práctica de interrumpir las narraciones televisivas con anuncios.) Afirman implícitamente la idea de que toda la información es en potencia relevante (o “interesante”), que todas las historias son interminables; o si se detienen, no es porque hayan concluido sino, más bien, porque han sido eclipsadas por una historia más fresca, más escabrosa o más excéntrica. 
Al presentarnos una cantidad ilimitada de historias sin fin, las narraciones que relatan los medios de difusión —el consumo de las cuales ha robado de modo tan dramático el tiempo que el público educado le dedicaba antaño a la lectura— imparten una lección de amoralidad e indiferencia antitética a la que encarna la empresa de la novela. 
En la narración del novelista siempre hay —como he sostenido— un componente ético. Este componente ético no es la verdad, en oposición a la falsedad de la crónica. Es el modelo de la totalidad, de la intensidad sentida, del esclarecimiento que suministra la historia, y su solución; lo cual es contrario al modelo obtuso, de falta de entendimiento, de consternación pasiva y del consecuente entumecimiento sentimental que ofrece la superabundancia de historias interminables difundidas por los medios. 
La televisión nos ofrece, de un modo en extremo degradado y falso, una verdad que el novelista está obligado a suprimir en el interés del modelo ético 
de entendimiento exclusivo de la empresa narrativa, 
a saber: que el rasgo distintivo de nuestro universo es que muchas cosas están ocurriendo al mismo tiempo. (“El tiempo existe para que no todo ocurra al mismo tiempo… y el espacio para que no todo te ocurra a ti.”) 
Contar una historia es decir: esta es una historia importante. A fin de reducir la extensión y simultaneidad de todo a algo lineal, a una senda. 
Ser un individuo moral es prestar, obligarse a prestar, algunos géneros de atención. 
Cuando ejercemos nuestro juicio moral, no solo estamos afirmando que esto es mejor que aquello. Incluso de un modo más fundamental estamos afirmando que esto es más importante que aquello. A fin de ordenar la extensión y simultaneidad abrumadora de todo, con el coste de ignorar o darle la espalda a la mayor parte de lo que está ocurriendo en el mundo. 
La naturaleza de los juicios morales depende de nuestra capacidad para prestar atención; una capacidad que, de manera inevitable, tiene límites, aunque éstos pueden ampliarse. 
Pero acaso el comienzo de la sabiduría, de la humildad, sea el reconocimiento, inclinando la cabeza, de la idea, la devastadora idea, de la simultaneidad de todo, y la incapacidad de nuestro entendimiento moral —que también es el entendimiento del novelista— para asimilarlo. 
Acaso esta conciencia resulta más llevadera para los poetas, que no creen cabalmente en la narrativa. Fernando Pessoa, grandísimo poeta y escritor portugués de principios del siglo XX, escribió en su suma en prosa, El libro del desasosiego: 
He descubierto que siempre estoy atento, y siempre pensando en dos cosas al mismo tiempo. Supongo que todos somos así en alguna medida… En mi caso las dos realidades que atraen mi atención son igualmente vívidas. En eso reside mi originalidad. Eso, quizá constituye mi tragedia, y lo que lo vuelve cómico. 
Sí, cada cual es en alguna medida así… pero la conciencia del carácter doble del pensamiento es una posición incómoda, muy incómoda si se mantiene mucho tiempo. Parece normal que la gente reduzca la complejidad de lo que siente y piensa y que clausure 
la conciencia de lo que se halla fuera de su experiencia inmediata. 
¿No está este rechazo de una conciencia extendida, que asimila más de lo que ocurre ahora mismo, aquí mismo, en el centro de nuestra siempre confundida conciencia de la maldad humana y de la capacidad inmensa de los seres humanos para hacer el mal? Puesto que existen, de modo categórico, zonas de la experiencia que no son angustiantes, que dan alegría, es un enigma permanente que haya tanta miseria y maldad. Una buena parte de la narrativa y las conjeturas que intentan librarse de la narrativa y volverse puramente abstractas se preguntan: ¿por qué existe el mal?, ¿por qué las personas se traicionan y asesinan unas a otras?, ¿por qué sufren los inocentes? 
Pero acaso sea preciso reformular el problema: ¿por qué no hay maldad por doquier? Más precisamente: ¿por qué está en algunos lugares, pero no en todos? ¿Y qué debemos hacer cuando no nos acaece a nosotros, cuando el dolor que se sufre es el dolor de los demás? 
Al enterarse de la demoledora noticia del gran terremoto que arrasó Lisboa el 1 de noviembre de 1755 y que (si se ha de creer a los historiadores) despojó a toda una sociedad de su optimismo (si bien no pienso, es evidente, que cada sociedad tenga una sola actitud fundamental), al gran Voltaire le impresionó su incapacidad para asimilar lo que había sucedido en otro lugar. “Lisboa está en ruinas —escribió— y aquí en París bailamos”. 
Se podría suponer que en el siglo XX, el siglo del genocidio, a la gente no le parezca ni paradójico ni sorprendente que se pueda ser tan indiferente a lo ocurrido simultáneamente en otros lugares. ¿No es parte de la estructura fundamental de la experiencia que “ahora” se refiera tanto a “aquí” como a “allí”? Y, no obstante, me atrevo a afirmar, somos tan capaces de sentirnos sorprendidos —y frustrados ante la insuficiencia de nuestra respuesta— por la simultaneidad de destinos humanos absolutamente divergentes como Voltaire hace dos siglos y medio. Acaso sea nuestro destino perpetuo sorprendernos de la simultaneidad de los acontecimientos; por la extensión misma del mundo en el tiempo y el espacio. Que nos encontremos aquí, ahora prósperos, a salvo, con escasas posibilidades de irnos a la cama hambrientos o de volar en pedazos a causa de una explosión esta noche… mientras que en otros lugares del mundo, ahora mismo… en Grozni, en Najaf, en Sudán, en Congo, en Gaza, en las favelas de Río de Janeiro… 
Ser viajero —y los novelistas a menudo son viajeros— es recordar siempre la simultaneidad de lo que está pasando en el mundo, vuestro mundo y el mundo muy distinto que habéis visitado y del que habéis vuelto a “casa”. 
Es un principio de respuesta a esta conciencia dolorosa decir: es una cuestión de compasión… de los límites de la imaginación. También podéis afirmar que no es “natural” seguir recordando que el mundo es tan… extenso. Que mientras está ocurriendo esto, también está ocurriendo aquello. 
Es verdad. 
Sin embargo, respondería, por eso necesitamos la narrativa: para ampliar nuestro mundo. 
Los novelistas, entonces, desempeñan su necesaria tarea ética basados en su derecho a una reducción declarada del mundo, tanto en el espacio como en el tiempo. 
Los personajes en una novela actúan dentro de un tiempo que ya está cerrado, en el que todo lo que merece la pena salvarse ha sido conservado: “libre —como lo expresa Henry James en su prólogo a El expolio de Poynton— de aditamentos incómodos” y de una sucesión sin rumbo. Todas las historias reales son las historias del destino de alguien. Los personajes en una novela tienen un destino intensamente legible. 
El destino de la literatura misma es otra cosa. La literatura en cuanto relato está llena de aditamentos incómodos, exigencias irrelevantes, actividades sin sentido, atención poco económica. 
Habent sua fata fabulae, señala la locución latina. Los relatos, las historias, tienen su propio destino. Porque se diseminan, transcriben, recuerdan mal, traducen. 
Por supuesto, no sería deseable de otro modo. La escritura de narraciones, una actividad necesariamente solitaria, tiene un destino necesariamente público, comunitario. 
Por tradición, todas las comunidades son locales. La cultura implica barreras (por ejemplo, lingüísticas), distancia, intraducibilidad. En cambio, “lo moderno” significa, sobre todo, la supresión de las barreras, de la distancia; el acceso instantáneo; la nivelación de la cultura y, por su propia lógica inexorable, la abolición, la revocación de la cultura. 
Lo que sirve a “lo moderno” es la estandarización, la homogeneización. (De hecho, “lo moderno” es homogeneización, estandarización. El sitio moderno por antonomasia es el aeropuerto, y todos los aeropuertos son parecidos, como todas las ciudades modernas, de Seúl a São Paulo, tienden a parecerse.) Este impulso hacia la homogeneización no puede dejar inafectado el proyecto de la literatura. La novela, que se caracteriza por la singularidad, solo puede entrar en este sistema de difusión máxima por medio de la traducción; la cual, si bien necesaria, conlleva una distorsión intrínseca de la identidad de la novela en el plano más profundo: no es la comunicación de información, ni siquiera el relato de historias atractivas, sino la perpetuación del proyecto de la literatura misma, con su incitación a desarrollar el género de introspección que se opone a la saciedad moderna. 
Traducir es pasar algo a través de las fronteras. Pero la lección repetida de esta sociedad, de una sociedad “moderna”, es que no hay fronteras; lo que significa, por supuesto, nada más y nada menos, la ausencia de fronteras para los sectores privilegiados de la sociedad, los cuales gozan de mayor movilidad geográfica que nunca antes en la historia humana. Y la lección de la hegemonía de los medios de difusión —la televisión, la MTV, internet— es que solo hay una cultura, que lo hallado al otro lado de las fronteras por doquier —o así será algún día— es más de lo mismo, mientras todos en el planeta se alimentan en el mismo comedero de estandarizados entretenimientos y fantasías del eros y la violencia manufacturados en Estados Unidos, Japón o donde sea: todos iluminados por el mismo caudal incesante de bitios de información y opiniones sin filtrar (si bien, de hecho, a menudo censuradas). 
No puede negarse que estos medios pueden proporcionar algún placer, algún esclarecimiento, pero sostendría que la actitud que promueven y los apetitos que satisfacen son del todo hostiles a la escritura (producción) y lectura (consumo) de literatura seria. 
La conciencia transnacional a la que es inducido cualquiera que pertenezca a la sociedad de consumo capitalista —también conocida como economía mundial— en efecto vuelve irrelevante la literatura —un mero servicio que suministra lo que ya sabemos— y puede encajar en los indefinidos esquemas de adquisición de información y el visionado voyeurista a distancia. 
Todo novelista aspira a alcanzar el público más amplio posible, cruzar tantas fronteras como sea posible. Pero es tarea del novelista, creo, y me parece que Nadine Gordimer coincide conmigo, tener presente la espuria geografía cultural que se está instaurando a comienzos del siglo XXI. 
Por un lado contamos con la posibilidad, por medio de la traducción y por medio del reciclaje en los medios, de una creciente difusión de nuestra obra. El espacio, por decirlo así, está siendo conquistado. El “aquí” y el “allí”, se nos dice, están en contacto constante entre sí y están convergiendo, vigorosamente. Por otro lado, la ideología tras estas oportunidades de difusión sin precedentes, de traducción —la ideología ya dominante en lo que pasa por cultura en las sociedades modernas— está proyectada para volver obsoleta la tarea profética y crítica, incluso subversiva, del novelista, que consiste en profundizar y a veces, si hace falta, oponerse al común entendimiento de nuestro destino. 
Larga vida a la tarea del novelista.


"Orígenes de la Poesía" 
por Luigi Pirandello.

Pensad cómo nace un artista. Nace un niño. Parece difícil imaginar a Dante niño o a Shakespeare o a Cervantes, esto es, los mundos que estos nombres representan, en su infancia. Casi se creería despojarlos de su valor. A Dante, Shakespeare, Cervantes niños se procura prestarles dotes especiales; se piensa: habrán sido niños prodigios. Y nada es más falso. Un espíritu que, llegado a su madurez, será capaz de síntesis originales, es decir, de expresar un peculiar sentimiento suyo de la vida al través de los modos de arte, situaciones y personajes, que dimanarán de su concepción de la vida, la cual se habrá formado en él con la experiencia y con la reflexión, experiencia de dolor y reflexión hecha de rebelión contra aquel dolor y de victorias nunca jamás decisivas, no puede tener en un principio la habilidad que en un niño sorprenden a los adultos. Para llegar donde llegará es necesario una escuela de la vida tan inadecuada para los hábitos como eficaz para cierta clase de espíritus vírgenes y pacientes: espíritus verdaderamente infantil en el comienzo y buen escolar, no digo en la escuela, sino en la vida, buen escolar, que necesita en primer lugar una buena fe plena con respecto a las cosas que aprende. Esta buena fe es la ingenuidad misma en su fondo, de donde la necesidad de creer en los aspectos de la vida; así como la atención continua y la seriedad íntima con las cuales se sigue y considera las enseñanzas, significa un humilde y amoroso concepto del pequeño espíritu vivo con respecto a las grandes cosas vivas que poco a poco tornase propiedad suya. Buena fe, credulidad y respeto absolutamente necesarios para acumular amargos desengaños, crueles desilusiones, golpes feroces y todos los errores de la inocencia, por los cuales las experiencias devienen válidas, y la educación del espíritu, logra a sí a expensas propias, sirve para hacerlo crecer, manteniéndolo puro, desarrollando sólo sus aptitudes adecuadas, y para dejarlo, como es justo que sea un artista, inadaptada la vida. En efecto, él deberá crear, con la ilusión de crearse, aquella vida que siente y en la cual puede creer. 
Crear formas de vida o formas vivas, que es lo mismo, es obra ingenua y natural a la cual no podría conducir habilidad ninguna y es fuerza que al artista quede desde su infancia, calidad del niño que él fue. Con esto me guardo mucho de decir que sea preciso indagar en los primeros años de un artista para encontrar la clave de la vida expresada por él: digo más que, en mi opinión, ningún hombre a sido nunca niño más verdadero, y por ende incomprensible, que un artista, ninguno más que él privado de medios para hacerse valer e incapaz de adoptar fácilmente los modos aconsejados por las conveniencias. Niño tan interesado en sí y en todas las cosas de la vida circunstante, en las personas casos, ambientes, países; tan atento, y tardo y distraído y jamás con el mismo humor y tan inepto para dejar bien librados a sus genitores, que verdaderamente no podía interesar a nadie, porque todos nos interesamos en cambio, como es justo, en los niños ágiles, vivos bien educados, desenvueltos, que nos permiten comunicarnos con los pensamientos y los gustos de su edad, naturalmente ilusionándolo, aunque sin quererlo. Estos niños descuidan enseguida cultivar sus verdaderos pensamientos y gustos, salvo cuando tropiezan con el capricho, y no teniendo un sentido verdaderamente puro de la vida no están solicitados por la necesidad de orientarse en el misterio, pueden aceptar en todo la guía de los adultos y por explicaciones suficientes, las respuestas genéricas, distraídas o cautelosas que damos a sus porqués. La vida verdaderamente humana, la del Espíritu, no recomienza en ellos desde los orígenes. 
Creerán ya encaminados a campos bien conocidos de la actividad humana, ya limitados, ya prontos a tomar de la vida lo que es justo y tal vez aún lo que no es justo. También éstos creerán, porque el hombre, aunque humilde y pobre de espíritu, posee siempre este poder y debe necesariamente usarlo: en realidad, no se gana la vida, sino que vive siempre, de un modo o de otro, su historia. No obstante su creación, aun la de su vida, no desinteresada como la del arte, antes bien enderezada a fines de utilidad práctica y particular, no está ni quiere estar fuera de su tiempo ni valedera más allá del círculo limitado de las personas con las cuales él tendrá contacto, y por eso con aquel tiempo pasará y terminará en aquel círculo. 
El niño que un día se expresará en el arte sabe ya encontrar y con placer arcano el sentido de sí en un punto secreto de su espíritu: soledad segura, con un poco de susto y de espanto, que da sólo una leve ansia, como ante la inminencia de una revelación que no puede efectuarse porque el tiempo se ha parado. Y sólo en este misterioso sentido de sí cree el niño. Las cosas verdaderas y vivas deberán inspirarle aquel sentido, deberán persuadirlo de que más allá de cuanto él pueda comprender de ellas, hay en ellas un misterio que nadie, ni aun los "grandes", le podrán explicar, el mismo de la vida. El lado más importante, el misterio. 
Quien va hacia la vida para vivirla, es bueno que procure olvidarlo. El sentido del misterio es generalmente poco útil. Puede servir a los hombres de buena voluntad sólo para tener cierto punto de referencia y para hallar el equilibrio de la conciencia, pero de noche, antes de dormir. En cambio, es la materia prima para la obra de los santos y de los artistas. Nuestro niño se lo encuentra siempre entre los pies. No sabe, en realidad, qué hacer con él, porque es claro que él no puede conocer lo que la vida querrá de él. Es un niño y nada más, el niño más embrollado en las incertidumbres y en el trabajo de la infancia que sea posible imaginar. En medio de las cosas, y empeñado en no dejarse subyugar por ellas, es decir, en no permanecer incapaz de pronunciar una palabra secreta suya ante cada una, aunque sea creada atolondradamente, una palabra de la cual no puede servirse sino consigo mismo, puesto que no sabría explicar a los demás el sentido que le da, ha empezado ya realmente a expresar, pero en un lenguaje hermético, de iniciados. Conoce perfectamente las palabras usuales con las cuales se designan las cosas: nada tiene que hacer con las que él crea así, no para designar, sino para expresar el sentido secreto que las cosas tienen para él, su fuego deslumbrante o el abismo de tinieblas que llevan en sí: el punto vivo. Por lo común, iniciado en aquel lenguaje hermético permanece solo: y así se explica que gran número de artistas perezcan en esos años. 
Se puede salvar para el arte el niño que en virtud del ingenuo y formidable valor de iniciar en aquel su lenguaje a otro niño, o amiguito o a un hermano, a una hermana o mejor a una amiguita de la hermana, logra comunicar - lo cual es un milagro - el sentido preciso de palabras que poseen uno inexpresable, adquiriendo así el modo de poder hablar de sus descubrimientos del mundo: fantasías maravillosas que harán comulgar a ambos en un fervor de vida tan intenso y embriagador como acaso no lo será aquel que de jóvenes gozarán en el amor. Es el primer lenguaje creativo, el primer fruto del amor a la vida, amor desinteresado, actividad pura del espíritu que concentra todas sus facultades, voluntad, sentimientos, intelecto y fantasía en expresarse, sólo por necesidad de hacerlo por nada más. 
Lo más justo de pensar tocante a este primer creador es que todos los hombres, más o menos, lo poseyeron en sus primeros años. Y que el hecho de lograr comunicarlo, condición que juzgamos necesaria para el porvenir artístico del niño, sea no obstante, cosa muy distinta que suficiente para asegurárselo. Muchos hombres, que más tarde no llegaron a ser artistas, recuerdan haber hablado de aquel modo con sus amiguitos. Todo depende entonces, es decir, mientras dura la infancia, en el interés que el espíritu tome en sus medios de comunicación con los demás: si poco a poco, aun habiendo experimentado la alegría exaltaste de expresar de cualquier modo el sentido de las cosas, empieza a descuidarla por el placer más sosegado y fructuoso de entrar en comunicación con los demás por medio del lenguaje usual, con el cual se designan los conceptos de las cosas; o si, por el contrario, permanece ligado a la necesidad de comunicar su sentido secreto. Es decir, si se le ocurriera como posible y viable la solemne locura de llegar a hablar ante todos como habla en secreta intimidad de su espíritu, sólo para sí y para su pequeño confidente. Una verdadera locura, si se piensa que por la mente del niño no puede cruzar la idea de que en realidad existe para el hombre un medio de hablar de aquel modo, es decir, el arte. Del arte nada sabe. 
Si así sucede, empezará pronto para él el febril trabajo de solucionar con las palabras comunes los ideogramas de que se servía cuando hablaba consigo mismo o con el amiguito iniciado en su lenguaje hermético, y descubrirá que las palabras comunes se impregnarán con ese trabajo de sentidos nuevos hasta formar un lenguaje suyo, una vez más, pero esta vez adaptado también a los demás y tanto más cuando más se ingenie en ajustarlo, en verificarlo, explorándolo en varios sentidos, definiendo y aclarando para sí mismo el valor en cada momento.





3 dic 2012

Fragmento


A VECES suceden cosas inesperadas que encajan tan perfectamente entre sí, que es como si esa gran computadora que todo lo regula y lo vigila de verdad existiera. El año pasado (2011), estando en Bogotá, recibí un mail de la editorial holandesa Karaat -que hasta ese momento desconocía-, en el que me pedían si podía escribir un prólogo para un libro de una joven escritora mexicana que jamás había oído nombrar. Le pregunté a mi anfitrión colombiano-el poeta Pedro Alejo Gómez, antiguo embajador de su país en Holanda y actual director de una casa de la poesía en Bogotá- si la conocía, pero no, él tampoco la había oído nombrar nunca. Ahora bien, es un hecho que los libros de escritores y poetas de países latinoamericanos distan mucho de venderse y reseñarse en los demás países del continente. Por eso fue para mí una doble sorpresa encontrarme ese mismo día en una gran librería de la capital colombiana con su libro: una edición angosta color carmesí, sin mayor ornamentación, provista únicamente del título lapidario Papeles falsos y de su nombre: Valeria Luiselli. Los días que siguieron recorrí el país-Popayán, Leticia, Cartagena de Indias- con el libro metido en mi equipaje, y desde un principio supe que me había regalado a mí mismo una sorpresa.
En ninguna parte se lee mejor que en una habitación de hotel. En la tropical Leticia, a orillas del Amazonas, la luz era amarillenta y la habitación, una sala de piedra sofocante con un ventilador de techo quejumbroso, pero con el libro en la mano me encontraba en terreno conocido, en el cementerio de Venecia, junto a la tumba de Joseph Brodsky, que yo también había visitado años antes con motivo de mi libro Tumbas, y tal vez haya sido por eso: cuando uno ha escrito algo sobre un tema determinado, es capaz de apreciar mejor lo que escribe otro sobre lo mismo. Y aunque le tuviera un enorme respeto a Brodsky desde el día en que lo oí recitar en Poetry International, el festival internacional de poesía de Rotterdam, el Brodsky de Luiselli era distinto del mío: ella tenía, claramente, un parentesco mucho más profundo con él. En el cementerio de San Michele yo había buscado muertos, donde ella buscó a Brodsky. Ella viajó a esa ciudad por él; es otra clase de viaje.
Es cierto que Luiselli es joven-tiene 28 años-, y sin embargo aquí había alguien que sabía escribir de un modo extremadamente personal sobre su búsqueda de un poeta admirado, sobre su permanencia en la ciudad a la que el maestro había dedicado escritos tan brillantes. Con todo, la Venecia de ella es una ciudad distinta de la de él. Ella se hospeda en un convento de monjas, por la noche se encuentra con la puerta cerrada, duerme en un banco a la intemperie, se enferma, un amigo acude en su ayuda y ese mismo día la inscriben en el registro civil para convertirla en una residente asegurada de Venecia. Puede parecer un detalle peculiar, pero no lo es. A algunas personas les suceden cosas que emanan del absurdo; la ingenuidad en ocasiones se ve recompensada por lo que ella misma llama papeles falsos, sobre todo cuando se trata de la misma ingenuidad con la que contemplamos y describimos el mundo. Cuando se viaja con Luiselli, ya sea por México, sobrevolando un océano o visitando Nueva York, se viaja con una manera de mirar y pensar que es esencialmente la de otra persona, sui generis, y uno se ve obligado a pensar de una manera que no es necesariamente la suya: cavilaciones sobre el "exceso de identidad" que un rostro adquiere con el correr del tiempo, sobre la decepción de un encuentro con un muerto, sobre la inmovilidad de los planos y el horror tautológico de esos mapitas que aparecen en las pantallas de los vuelos transatlánticos, en los que se ve cómo la imagen del avión en el que uno viaja se desplaza apenas un milímetro a la vez sobre el fondo azul vacío dibujado del océano.

La tónica de su escritura es la del flâneur y filósofo, porque al compás del paseo a pie (o en bicicleta: hay todo un pasaje sobre cómo pasearse en ese medio de transporte ¡en plena Ciudad de México!) va reflexionando sobre arquitectura y lo que ésta hace con las personas, sobre lugares vacíos en la ciudad, reflexiones con un fondo de asfalto y veredas. Luiselli en ningún momento reniega de su afiliación intelectual con pensadores europeos como Benjamin, Kracauer y Baudelaire, y aun así todos esos pensamientos escritos con tanta claridad conservan un acento mexicano. La ingenuidad lleva a los encuentros más curiosos: señoras mayores, celadores, guardias de seguridad, porteros de noche, un vecino chino frente a su computadora -al que solo observa por la ventana, pero con quien nunca intercambia palabra-, un mundo excéntrico y solitario que nunca pierde el nexo con el mundo exterior.
Para la nómade urbana, lo exterior ha pasado a ser interior, y viceversa.
¿Qué pasa realmente en este libro? ¿Qué lo hace tan cautivador, si bien esa palabra no parece armonizar con el por momentos elevado nivel de abstracción, con frases contundentes que obligan al lector, cuando ya se encuentra seis palabras más allá, a detenerse y volver atrás en la lectura: "Para encontrar la tumba que buscamos, la inscripción definitiva, es preciso examinar con detenimiento las várices del mármol."
Ha de ser la combinación de ingenuidad e inteligencia, que, cada una a su manera, traen aparejado un método propio de mirar y escribir. Hay que saber mirar para saber dónde no se está, pues solo entonces se sabe dónde se está; hay que referir de un modo impasible el descubrimiento del detalle absurdo, dominar el arte del understatement hilarante, hay que oír que el nombre de la Comisión Mexicana de Límites convertirá la historia de la mapoteca de la ciudad de México -que de por sí ya es bastante absurda- en una extraña aventura también para quien lo lea. Y finalmente hay que poder escribirlo todo de tal modo para que ese lector también lo vea: tanto los pasillos largos y estrechos donde "cuelgan mapas como sábanas perennemente húmedas" como la foto de los ocho miembros de la mentada Comisión, que parecen "los ocho médicos de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp", con lo que de pronto, aplicando un sencillo truco, va a parar a una mapoteca mexicana el pintor de Leiden y Ámsterdam y nosotros, gracias a esa maniobra, sabemos exactamente a qué alude la autora.
No faltan en este libro las referencias efectivas: Wallace Stevens y Nietszche, Chesterton y Rousseau, aunque ninguno de estos nombres resulta demasiado pesado; discurren entre las frases con colores propios, fragmentos de una visión del mundo alimentada por un conocimiento y una erudición llevados con levedad, no solo por la "paseante solitaria" que escribe, sino también por el lector que se deja tomar de la mano por esa sapiencia natural y fluida y se reencuentra a sí mismo en lugares insospechados. Si bien la he visitado en reiteradas ocasiones, nunca he visto la inconmensurabilidad de Ciudad de México con estos ojos: "una ola de mercurio que nunca termina de reventar contra la cordillera; las calles y avenidas, pliegues petrificados en un lago fantasma que se desborda". Esa es la visión al "hacer tierra en este gran lago desierto", pero la resistencia que experimenta en el aterrizaje no proviene tanto de la visión de esa ciudad allá abajo, sino más bien de una oposición a la "caída hacia un mundo futuro", que produce miedo y una clase de tristeza, la cuadrícula de un mundo que hay que volver a cargar cuando uno se interna en él. En la Ciudad de México o Nueva York – la ciudad como océano de banquetas y edificios, como forma enigmática en un mapa – la escritura del individuo contemplativo en la vorágine ciudadana nunca está del todo exenta de melancolía.
Los ensayos no tienen trama; los libros de viaje (Chatwin, Theroux) a veces sí tienen, y luego está el libro de viaje como una antología de ensayos, y el ensayo en el que se viaja y se observa. Si mi singular clasificación es acertada, Papeles falsos pertenece a esta última categoría. Por lo visto, las Meditaciones de un paseante solitario de Jean-Jacques Rousseau
han sido una fuente de inspiración para la autora, pues aunque a estas alturas la naturaleza está petrificada, aun en la ciudad de millones de habitantes sigue habiendo un elemento romántico, el instante del vacío creativo, el "relingo: un vacío en el corazón de la ciudad", al que define de un suspiro como "todo lo que no hemos leído". Eso sería bastante fácil de resolver. Sin embargo, el giro es otro: si no se escribe, tampoco puede haber lectura. Se trata, pues, de la escritura como creación de vacíos; "el papel de la escritura no es dar mayor claridad, sino distribuir silencios y vacíos".
"Quizá sea cierto —escribe al comienzo de su libro— que una persona sólo tiene
dos residencias permanentes: la casa de la infancia y la tumba. Todos los demás espacios que habitamos son mera continuidad grisácea de esa primera morada, una sucesión indistinta de
muros que finalmente se resuelven en la cripta o en la urna —expresión más ínfima de las infinitas divisiones de un espacio en donde puede caber un cuerpo humano."
El lector que soy se inclina a contradecirle. Existe una tercera morada para los sin techo, y es la de la escritura, aunque según su definición escribir sea "taladrar paredes, romper ventanas, derrumbar edificios. Hacer excavaciones profundas para –¿para qué realmente?– para no encontrar nada". Taladrar, romper, hacer volar por los aires: nada que objetar. Mientras esa nada tenga la forma que ha adquirido en este libro, un lector bien puede vivir con esa paradoja. Porque sin importar lo que ella misma opine al respecto ("Nada más lejano a la verdad, en mi vida al menos, que la metáfora de la literatura como un lugar habitable"), el relingo que Valeria Luiselli ha creado con Papeles falsos es un santuario para sus lectores. Del mismo modo que existen quienes viajan por el desierto, tiene que haber lectores que en la tan nítidamente articulada inhabitabilidad encuentren su casa.

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