28 oct 2013

Algunos temas


Genealogía literaria
Mi genealogía dentro de la narrativa estadounidense comprende nombres como Herman Melville, Henry James y Mark Twain. Pese a que en el siglo XIX tuvimos excelentes narradores de la talla de Stephen Crane y Nathaniel Hawthorne, pienso que la narrativa estadounidense contemporánea crece a partir de Twain. De algún modo Ernest Hemingway halló la forma de seguir con esa recuperación del habla vernácula, esa exploración de la idiosincrasia lingüística de Estados Unidos. T.S. Eliot llegó a decir que Edgar Allan Poe escribía para adolescentes, y creo que no le falta razón: mucha narrativa estadounidense se escribe justamente para jóvenes. Esa es la parte sustancial de mi crítica a varios autores posmodernos de mi país: que escriben ficción para muchachos.
Literatura y espacio
Los rusos son muy buenos para la novela social de largo aliento. Al gestarse en un espacio tan vasto, la literatura rusa transmite la idea de que abarca todo el mundo aunque no aborde todo el mundo. Esta noción, aunada a la sensación de aislamiento, también está presente en la literatura estadounidense. Tanto en Rusia como en Estados Unidos tuvimos que inventar nuestra propia identidad escritural; esto nos diferencia de los europeos, que escriben superponiéndose unos a otros a excepción de los británicos, quienes asimismo hicieron prosperar la novela de largo aliento en tiempos en que Inglaterra era un enorme imperio.
En Estados Unidos existe una realidad de grandes proporciones que parece querer decir algo igualmente grande aunque no universal; creo que un autor está acabado si se embarca en el proyecto de una novela “universal”, ya que la novela exige especificidad. Yo no tengo la ambición de crear “la gran novela americana”, un concepto estático que nunca me ha gustado; más bien me siento afortunado de escribir en un país que se reinventa constantemente. Si escribes en países como Holanda o Dinamarca, donde hay magníficos autores, tarde o temprano te enfrentas al hecho de abordar una identidad particular, llámese holandesa o danesa, mientras que en el Nuevo Mundo la identidad es mucho más fluida y heterogénea.
Escribir con el lector en mente
En mis dos primeras novelas [Ciudad veintisiete y Movimiento fuerte] estaba expresando mi malestar y mi desprecio por el mundo, aunque había algo de actuación en ello. Me sentía furioso y frustrado, lleno de ideas políticas, pero ignoraba cómo canalizar bien esa energía. No fue sino hasta mediados de la década de los 90 que comencé a preguntarme: “¿Quién va a leer lo que escribo?” A partir de entonces pude comprender mejor lo que debía hacer como escritor de ficción: pasar más tiempo con mis temores y ansiedades, buscando vías para representarlos de forma disfrutable a ojos de un lector que quizá los compartiera.
Así pues, en los últimos 15 años me he dedicado a reconocer esa conexión con el otro. Me doy el extraño lujo de pasar buena parte del día sentado en una habitación oscura, a solas conmigo mismo, meditando en lo que ocurre a mi alrededor. Mi trabajo es aprovechar esa oportunidad para pensar en cosas en las que la gente no suele detenerse a pensar entre el vértigo contemporáneo, cosas que luego deberé comunicar a través de novelas que puedan resultar interesantes y entretenidas.
La culpa consumista
Cuando consumes una cantidad desproporcionada de los recursos mundiales como hace Estados Unidos, cuando inviertes una buena cantidad de tiempo en preocuparte por adquirir bienes antes que por las carencias en otras zonas del planeta, es apropiado culparte porque ocurre algo perturbador: no necesitas el nuevo iPhone tanto como un habitante de África Central necesita dos gallinas. Pero esto no es exclusivo de Estados Unidos: sucede en cualquier país desarrollado como parte de la economía consumista.
El problema estriba en no advertir que la cantidad de oportunidades, libertades y comodidades de las que gozas no es extensiva a todos los habitantes del mundo. Desde mi punto de vista, la culpa del consumidor es sólo una forma embozada de la furia: cuando dices sentirte culpable porque la gente del África subsahariana no tiene tantos alimentos como tú, ¿no querrás decir en realidad que estás enojado porque esa gente no te deja disfrutar tu comida a gusto? He aprendido que la vergüenza y la responsabilidad, que comparten una misma zona con la culpa, son conceptos más útiles e interesantes que la culpa misma.
El poder del dinero
El dinero, lo he dicho en otras ocasiones, es un buen amigo del novelista: si quieres ganar el interés del lector desde la primera página de tu libro, di a cuánto asciende la deuda del protagonista. Una frase inicial potente y certera podría ser, por ejemplo: “Debía conseguir mil dólares a más tardar el viernes.” Así se generan una ansiedad y una empatía instantáneas por el personaje: el lector querrá saber qué sucede a continuación, en las páginas que vienen. El dinero es un elemento mágico, al menos dentro del universo de la escritura de ficción; ni siquiera en el cine funciona tan bien. Mientras que en una película se vuelve laborioso establecer que un personaje necesita dinero, en una novela bastan unas palabras para que el lector se compenetre de inmediato con el dilema del héroe.
Mi relación con el dinero es ambivalente: durante mucho tiempo no lo tuve, y sólo hasta que mis novelas se comenzaron a vender lo vi llegar. Por varios años creí que jamás saldría de la pobreza, y ahora me parece extraño no tener que preocuparme por mi economía; siento como si hubiera perdido una parte fundamental de lo que soy. Quizá porque Estados Unidos ha dejado claro su interés por el dinero más que cualquier otra cultura grande, resulta difícil ser un novelista estadounidense y no hablar del tema financiero.
La familia infeliz se escribe mejor
Es curioso notar que, en las famosas primeras líneas de Ana Karenina, Lev Tolstói no habla de familias disfuncionales sino de familias infelices. Detesto el término “disfuncional”: la familia retratada por Tolstói es altamente funcional pero infeliz. Algo que hace que la familia sea un tema tan rico para la ficción es su inevitabilidad, su permanencia: decidir que jamás volverás a ver a tus padres no los borrará del mundo. En un país que se ha inventado a sí mismo como Estados Unidos, en una cultura cada vez más global que pretende replantear su identidad, asumo que mi papel como novelista consiste en mantenerme fiel a las cosas que ni la virtualidad ni el consumismo pueden alterar. Todas las formas de lealtad y tradición resultan inconvenientes para la maquinaria del consumo porque interfieren con su perfecto funcionamiento, y esas son precisamente las formas sobre las que me atrae escribir. Eso sí: es obvio que las familias infelices generan mejores libros que las familias felices.

20 oct 2013

¿Un Ars Poética?




Para Ednodio Quintero

Recibí una invitación para asistir a la Bienal de Narradores de Mérida, Venezuela, donde cada uno de los participantes debería exponer su propio concepto de Ars Poética. Viví en el terror durante semanas. ¿Qué podía decir al respecto? A lo más que podría llegar, sospechaba, sería a bosquejar un Ars Combinatoria; más modestamente, a enumerar ciertos temas y circunstancias que de alguna manera definen mi escritura.

El bagaje teórico ha sido a lo largo de mi vida lamentablemente parco. Sólo a edad avanzada, durante una estancia en Moscú, me acerqué a la obra de los formalistas rusos y de sus discípulos. Conocí a Víctor Sklovski, me invitó a su estudio y lo oí hablar durante toda una mañana. ¡Quedé deslumbrado! No lograba explicarme cómo había podido prescindir hasta entonces de aquel mundo cargado de incitaciones luminosas. Me propuse estudiar, tan pronto como terminara con los rusos, los aspectos fundamentales de la lingüística, las distintas teorías sobre la forma, asomarme a la Escuela de Praga, llegar al estructuralismo, a la semiótica, a las nuevas corrientes, a Genette, a Greimas, a Iuri Lotman y la Escuela de Tartú. La verdad, ni siquiera llegué a mayores en el estudio del formalismo ruso. Leí, eso sí, con indecible placer, los tres volúmenes que Boris Eijenbaum dedicó a la obra de León Tolstoi, el libro de Tynianov sobre el joven Puschkin, la Teoría de la prosa, de Sklovski, ya que también su teoría literaria se apoyaba en obras concretas: las de Boccaccio, Cervantes, Sterne, Dickens y Biely. El placer se volvió aún más intenso al llegar a Bajtín y leer sus estudios sobre Rabelais y Dostoievski. Cuando traté de asomarme a los textos especializados, los llamados "científicos", me sentí perdido. Me confundía a cada momento, desconocía el vocabulario. No sin remordimiento los fui paulatinamente abandonando. De cuando en cuando me aflige esta abulia y sueño en un futuro que me permita estar en condiciones de volverme docto. Ayuno hasta del conocimiento de la retórica clásica, ¿cómo podía atreverme a discurrir sobre un Ars Poética?

En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y devotamente la obra de Alfonso Reyes que incluye varios títulos de teoría literaria: El deslinde, La experiencia literaria, Al yunque. Los leía, me imagino, por el puro amor a su idioma, por la insospechada música que encontraba en ellos, por la gracia que, de repente, aligeraba la exposición de un tema necesariamente grave. Borges, en un poema en memoria del escritor mexicano, afirma:

En los trabajos lo asistió la humana
Esperanza y fue lumbre de su vida
Dar con el verso que ya no se olvida
Y renovar la prosa castellana.

Era tal su discreción, que muchos aun ahora no acaban de enterarse de esa hazaña portentosa, la de transformar, renovándola, nuestra lengua. Releo sus ensayos y más me asombra la juventud de esa prosa que no se parece a ninguna otra. Cardoza y Aragón sostiene que nadie que no haya leído a Reyes podrá afirmar que lo ha leído.

Debo a nuestro gran polígrafo y a los varios años de tenaz lectura la pasión por su lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar giros cotidianos, reñidos en apariencia con el lenguaje literario, en alguna sesuda exposición sobre Góngora, Virgilio o Mallarmé. Si la razón teórica en Reyes topó con mi sordera, en cambio le soy deudor del acercamiento a varios terrenos a los que de otra manera quizás habría tardado en llegar: el mundo helénico, la literatura española medieval, la de los Siglos de Oro, la novela del sertón y la poesía vanguardista de Brasil, Sterne, Borges, Francisco Delicado, la novela policial, ¡y tantas cosas más! Su gusto era ecuménico. Reyes se movía con ligera seguridad, con extrema cortesía, con curiosidad insaciable por muy variadas zonas literarias, algunas poco iluminadas. Acompañaba el ejercicio hedónico de la escritura con otras responsabilidades. El maestro —porque también lo era— concebía como una especie de apostolado compartir con su grey todo aquello que lo deleitaba. 

Fue un paciente y esperanzado pastor que se propuso, y en algunos casos lo logró, desasnar a varias generaciones de mexicanos; lo que la mía le debe es invaluable. En una época de ventanas y puertas cerradas, Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes. 

Evocarlo me hace recordar uno de sus primeros cuentos: "La cena", un relato de horror inmerso en una atmósfera cotidiana, donde a primera vista todo parece normal, anodino, hasta podría decirse un poco dulzón, mientras entre líneas el lector va poco a poco presintiendo que se interna en un mundo demencial, quizás el del crimen. Esa "cena" debe de haberme herido en el flanco preciso. Años después comencé a escribir. Y sólo ahora advierto que una de las raíces de mi narrativa se hunde en aquel cuento. 

Buena parte de lo que más tarde he hecho no ha sido sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato.

Mi aprendizaje es el resultado de una lectura inmoderada de cuentos y novelas, de mis empeños como traductor y del estudio de algunos libros sobre aspectos de la novela escritos casi siempre por narradores, como el ya clásico de E. M. Forster, el elaboradísimo cuaderno de notas de Henry James, o el fragmentario de Antón Chéjov, así como de una larga serie de entrevistas, artículos y ensayos sobre novela también de novelistas; sin olvidar, por supuesto, las conversaciones con gente del oficio.

Los decálogos, esa enumeración de instrucciones para uso de jóvenes aspirantes a escritores, me han resultado fascinantes por el mero hecho de permitirme leer después la obra de sus autores bajo una luz no previsible. Los preceptos que Chéjov escribió para orientar a un hermano menor decidido a emprender el oficio literario son la clara exposición de la poética que de una manera gradual el narrador ruso había forjado. No son la causa sino el resultado de una obra donde el autor había perfilado su mundo y definido ya su especificidad literaria. Pero, ¿entenderemos mejor el mundo de Chéjov al conocer esa preceptiva extraída de su propia experiencia profesional? Me parece que no. A cambio, el conocer la artesanía empleada para escribir sus relatos admirables con toda seguridad intensificará el placer de la lectura. Conocer esa preceptiva nos permitirá descubrir si no su mundo conceptual sí algunos secretos de su estilo, o, más bien, los misterios de su carpintería. Sólo que si aplicamos como norma la misma preceptiva a Dostoievski, Céline o Lezama Lima tendríamos que descalificarlos como narradores, pues tanto su universo como sus métodos y fines se encuentran en total oposición a los del escritor ruso. ¿Podría acaso el decálogo de Horacio Quiroga aplicarse a la obra de Joyce, de Borges o de Gadda? Me temo que no. No por otra razón, sino porque pertenecen a familias literarias diferentes. 

Cada autor, a fin de cuentas, ha de crear su propia poética, a menos que se conforme con ser el súcubo o el acólito de un maestro. Cada uno constituirá, o tal vez sea mejor decir encontrará, la forma que su escritura requiere, ya que sin la existencia de una forma no hay narrativa posible. Y a esa forma, el hipotético creador habrá de llegar guiado por su propio instinto.

Uno aprende y desaprende a cada paso. El novelista deberá entender que la única realidad que le corresponde es su novela, y que su responsabilidad fundamental se finca en ella. Todo lo vivido, los conflictos personales, las preocupaciones sociales, los buenos y los malos amores, las lecturas, y, desde luego, los sueños, habrán de confluir en ella, puesto que la novela es una esponja que deseará absorberlo todo. El narrador cuidará de alimentarla y fortalecerla, impidiéndole cualquier propensión a la obesidad, "La novela en su definición más amplia —sostenía Henry James— no es sino una impresión personal y directa de la vida."

Y ya que cito a este gran narrador, debo reconocer que algunas de las lecciones decisivas sobre el oficio las debo a su lectura. Tuve la suerte de traducir al castellano siete de sus novelas, entre ellas una de las más endemoniadamente difíciles que pueda permitirse cualquier literatura: Lo que Maisie sabía. Traducir permite entrar de lleno en una obra, conocer su osamenta, sus sostenes, sus zonas de silencio. James me confirmó en una tendencia que había aparecido ya desde mis primerísimos relatos: un acercamiento furtivo y sinuoso a una franja de misterio que nunca queda aclarado del todo para permitir al lector elegir la solución que crea más adecuada. 

Para lograrlo, James adoptó una solución sumamente eficaz: la eliminación del autor como sujeto omnisciente que conoce y determina la conducta de sus personajes y su sustitución por uno o, en sus novelas más complejas, varios "puntos de vista", a través de los cuales el personaje trata de alcanzar el sentido de algún hecho del que ha sido testigo. Por medio de ese recurso el personaje se construye a sí mismo en el intento de descifrar el universo que lo rodea: el mundo real sufre un proceso de deformación al ser filtrado por una conciencia. Nunca sabremos hasta qué grado aquel narrador (aquel "punto de vista") se atrevió a confesarse en el relato, ni qué porciones decidió omitir, así como tampoco las razones que determinaron una u otra decisión.

De la misma manera, y aun antes de leer a James, mis relatos se caracterizaron por registrar una visión oblicua de la realidad. Por lo general existe en ellos una oquedad, un vacío ominoso que casi nunca se cubre. Al menos, no del todo. La estructura debe ser muy firme para que esa vaguedad que me interesa no se transforme en caos. La historia debe contarse y recontarse desde ángulos distintos y en ella cada capítulo tiene la función de aportar nuevos elementos a la trama y, a la vez, desdibujar y contradecir el bosquejo que los precedentes han establecido. Una especie de tejido de Penélope que se hace y se deshace sin cesar, donde una trama contiene el germen de otra que a su vez llevará a otra, hasta el momento en que el narrador decida poner fin a su relato. Se trata de una convención literaria que podrá ser ardua, pero de ninguna manera novedosa. La tradición literaria remonta sus orígenes a Las mil y una noches. En el lejano Oriente este recurso ha sido empleado con frecuencia y ha producido obras que irremediablemente tenemos que llamar maestras: El sueño de los pabellones rojos, de Cao Xuequin, escrita en China en el siglo XVIII, y el Rashomon, de Ryunosuke Akutagawa, en el Japón de este siglo. La filiación occidental es más fácil de trazar. La encontramos, desde luego, en el Quijote, en Los cuentos de Canterbury, rebrota en el Siglo de las Luces, con energía asombrosa, en Jacques el fatalista, de Diderot, en El manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, y en ese portento de portentos que es el Tristam Shandy, de Laurence Sterne. En nuestro siglo, este tipo de novelas cuya composición siempre se ha asociado a cajas chinas o a las matriochkas rusas, y que hoy día los teóricos denominan mise en abîme (puesta en abismo), ha encontrado legión de seguidores. Me conformo con citar tres títulos deslumbrantes: El buen soldado, de Ford Madox Ford, La verdadera vida de Sebastian Knight, de Nabokov, y El jardín de los senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges.

La elaboración de mi primera novela, a finales de los años sesenta, coincidió con una universal actitud de desprestigio de la narración, de aborrecimiento del relato. Manifestar un moderado interés por la obra de Dickens, para citar sólo un ejemplo, podía ser considerado como una franca provocación o una confesión de ignorancia, de aldeanismo. Fue aquel un tiempo de innovaciones incesantes. La literatura, el cine, las artes plásticas, el montaje teatral cambiaban de lenguaje con una frecuencia inmoderada. Muchas de esas novedades me entusiasmaron, como a casi todos mis compañeros de generación. Estábamos convencidos de que una renovación formal era indispensable para devolverle a la novela una salud que estaba precisando. Aplaudimos las innovaciones, aun las más radicales; pero en mi caso el interés por lo nuevo jamás logró mitigar mi pasión por la trama. Sin ella, la vida me ha parecido siempre disminuida. Contar cosas reales y deshacer y al mismo tiempo potenciar su realidad ha sido mi vocación. Cualquier incertidumbre al respecto me la ha desvanecido la lectura de Galdós. Él, aunque decirlo en España resulta a veces escandaloso, ha sido mi auténtico maestro. En su obra descubrí que, como en la de Goya, la cotidianidad y el delirio, lo trágico y lo grotesco no tienen por qué ser caras diferentes de una moneda, sino que logran integrar en plenitud una misma entidad.
Pero, para volver al Ars Poética de un narrador: ¿Existe una preceptiva universalmente válida? ¿Reglas de oro de aplicación obligatoria? ¿Añade cada época algunas normas y proscribe otras? Y aún debo preguntarme: ¿No es acaso cierto que lo que resulta fuente de energía para la mayoría de los escritores puede ser veneno para algunos de ellos? ¿No se han dado casos de que al violar el canon un escritor logre crear obras maestras? Jan Potocki y Jane Austen son novelistas contemporáneos, pero sus obras parecen ilustrar géneros que no tuvieran la menor relación entre sí.

Regla básica, la enunciada por Gide: "No aprovecharse nunca del impulso adquirido". ¿Cada nuevo libro tendría, pues, que partir de cero? Hemos sido testigos del derrumbe de autores que por años fueron nuestros ídolos, cuya audacia admirábamos sin reservas, llegamos a pensar que su prosa y su visión no sólo renovaban el lenguaje narrativo sino que modificaban nuestra percepción de la existencia hasta que, a partir de alguno de sus libros, paralizados, dudosos de nuestras propias facultades, comenzamos a descubrir que su lenguaje nos dejaba fríos, que nos habíamos vuelto insensibles a su subyugación, para arribar al convencimiento final de que las facultades que habría que poner en duda no eran las nuestras sino las del escritor antiguamente idolatrado, cuya prosa se había dejado devorar por un lenguaje vegetativo del que no pudo o no supo defenderse, no se sabe si por facilonería, autocomplacencia o por extenuación; un lenguaje que, como un posible Gólem, había comenzado a marcar las reglas del juego, a marchar por su cuenta, a confundir al narrador, a convertirlo en un mero amanuense. Félix de Azúa recordaba alguna vez una conversación con Chillida, donde el escultor le dijo que en su juventud se sintió de pronto sorprendido por la facilidad con que realizaba su trabajo hasta que, atemorizado por esa extraordinaria destreza, se obligó a esculpir con la mano izquierda para volver a sentir la tensión de la materia. Me parece evidente que la advertencia de Gide no exige ningún cambio mecánico de estilo, recursos, temas o lenguaje. No obliga a que en cada novela, drama o poema el escribir tenga que transformarse en otro. Sería un disparate, una mascarada. ¿Cómo entender entonces la obra de Henry James, de Ivy Compton-Burnett, de Valle-Inclán, de Borges, de Saramago, de Gombrowicz, por ejemplo, donde la excelencia depende de la exacerbación permanente de un estilo personal? De lo que en verdad se trata, me imagino, es de impedir que el lenguaje pase por pura inercia de un libro al otro y se convierta en parodia de sí mismo, adormecido por la energía del impulso adquirido. De la única influencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo, afirma ese maestro de lucidez que es Bioy Casares. Pero ahí, como en todo lo que tenga que ver con la escritura, será el instinto del escritor quien tendrá la última palabra.

Otra regla, la definitiva: jamás confundir redacción con escritura. La redacción no tiende a intensificar la vida; la escritura tiene como finalidad esa tarea. La redacción difícilmente permitirá que la palabra posea más de un sentido; para la escritura la palabra es por naturaleza polisemántica: dice y calla a la vez; revela y oculta. La redacción es confiable y previsible; la escritura nunca lo es, se goza en el delirio, en la oscuridad, en el misterio y el desorden, por más transparente que parezca. Marguerite Duras: "La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida".
Escribir ha sido para mí, si se me permite emplear la expresión de Bajtín, dejar un testimonio personal de la constante mutación del mundo.

Xalapa, septiembre de 1993

14 oct 2013

El valor en euros de la inspiración


Un escritor anticuado y versado en literatura se sienta ante el escritorio, enciende la luz y quiere escribir un libro, más bien una novela; entonces coge una hoja en blanco, más bien coge la computadora, enciende el programa Word de escritura y escribe: «Capítulo Primero». Inmediatamente después se detiene y no se le ocurre nada, más bien cavila acerca de lo estupendo que sería sentarse y que, de inmediato, apenas encendido el programa, las palabras comenzaran a brotar en su cabeza, todas ya perfectamente concatenadas en sublimes frases alargadas a la velocidad justa para que a él le diese tiempo de poder escribirlas. Sin embargo, permanece inmóvil, como si estuviese apagado.
¿Entonces qué es lo que hace este escritor? Bueno, pues trata de situarse en una condición tal que se favorezca la inspiración; y si no es a la primera, sabe que existen lugares más favorables. Para esto, entonces, coge las maletas y emprende la marcha hacia un lugar marino, por ejemplo, o se retira al campo, o a las cercanías de un volcán, cada uno tiene sus condiciones de inspiración; existen ciudades que predisponen a ello, algunas capitales, algunas naciones; por lo tanto, coge el avión o el automóvil, es decir, gasta. Para motivar la inspiración es necesario gastar dinero, porque no en todos lados surge la inspiración; los más afortunados encuentran la inspiración a pocos kilómetros, adonde, por ejemplo, se puede llegar en autobús, y en este caso la inspiración cuesta el boleto de autobús; pero existen autores que tienen que vivir en el lujo, viajar en primera clase, irse lejos.
Para garantizarse un poco de inspiración, siempre se ha requerido dinero, a menudo mucho dinero; si no se cuenta con un mecenas, entonces cada uno debe arreglárselas como pueda; por lo tanto, los ricos, en literatura, son los favoritos; si sucede que los ricos en inspiración no saben qué hacer con ella, pueden invertir su patrimonio y tiempo libre en divertirse. Los más aventajados han sido los autores y los poetas que costaban poco, y que se podían inspirar en una pequeña habitación situada en un ático, o en un sótano de los suburbios, o en una choza abandonada sin calefacción; pero si, por lo contrario, un autor necesita mucho calor y estamos en invierno, la inspiración, en tal caso, cuesta un tanto el metro cúbico de gas o de gasóleo. Se podría hacer una lista de los costos, y ver cuánto cuesta la hora de inspiración, cuantificándola en kilovatios, con base en el valor energético de los alimentos, etcétera. En la historia de la literatura, cada autor ha tenido su nivel de consumo energético y su rendimiento, más o menos como un motor.
Se pueden ofrecer ejemplos de ello. Nietzsche costaba entre los cuatro y cinco mil euros al mes, es decir, la pensión media de un profesor de universidad, porque todo se le iba durante su estancia en los lugares de inspiración y no le quedaba nada para abonarle a su libreta de ahorros. Kafka costaba menos, el equivalente a mil euros al mes, porque le bastaba una pequeña habitación rentada sin alimentos incluidos, ya que iba a casa de su padre a comer. Robert Walser todavía era más económico, porque vivía en el manicomio de Herisau a expensas de la administración del cantón de Appenzell, y escribía en hojas de papel usado que rescataba gratuitamente del cesto de la basura. Todo mundo sabe que D’Annunzio costaba muchísimo; sin embargo, parte de sus gastos eran cubiertos por sus amantes y, por supuesto, por el Estado, durante los años del Vittoriale.
Incluso los movimientos literarios pueden llegar a ser más o menos costosos; el Romanticismo, en su conjunto, tuvo costos medio-bajos, y todavía más bajos el de la Scapigliatura, que en la práctica se la podía permitir cualquiera. Sobre el Dadaísmo, el Surrealismo y el Futurismo incidían los costos por permanecer sentados en el café, y dado que, por ejemplo, para ser dadaístas, era necesario estar en el café cerca de ocho horas al día, calculando un capuchino o una bebida fría cada hora aproximadamente, nos vamos por arriba de los treinta euros al día, a lo que se le debe agregar el costo del boleto del espectáculo al que acostumbraban asistir para armar trifulca (digamos que alrededor de diez euros actuales); es por esto que un dadaísta gastaba mil doscientos euros al mes, tan sólo para inspirarse dadaísticamente. Los futuristas, en buen número, se enrolaban en la guerra, recibían suministros por parte del ejército y se inspiraban sin costo alguno; quienes caían heridos tenían derecho a una pensión, con la que continuaban pagándose la inspiración futurista durante toda la vida.
Hoy las cosas han cambiado, y se produce mucha literatura sin inspiración. Por ejemplo, se puede producir una novela policiaca con base en un sencillo diagrama de flujo (el detective x o y, por las características a o b, se topa con el cadáver a o b, etcétera, etcétera, en donde en cada cruce se escoge entre dos alternativas). Los costos en términos de gasto energético se han batido, porque esto se puede hacer sin moverse de su alojamiento acostumbrado, sin una dieta particular, sin estimulantes del aparato neurovegetativo, sin gastos alocados para excitar la libido, sin gastos médicos para curarse los nervios. Es decir, la literatura cuesta hoy lo estrictamente necesario para vivir. ¿Se puede cuantificar? Sin duda alguna, porque el sistema de medida es único, y es el tiempo de prestación de la obra (que podemos llamar tpo), y va desde el momento en el que uno se sienta para dedicarse a la actividad literaria, hasta que uno se levanta y regresa a la vida no-literaria (que podemos llamar vo, vida ordinaria). Sumando los tiempos diarios en los que se permanece sentado, se puede saber el valor de tpo de una novela policiaca llevada a cabo.
¿Cuánto vale en moneda corriente (en euros) un minuto de rendimiento literario? Es decir, ¿una unidad tpo? Digamos que varía de lugar a lugar, en función del costo medio local de la vida (cuesta mediamente más en la ciudad que en el campo; más en las regiones del norte de Italia que en el sur); luego, en función del tenor de vida del autor. Por ejemplo: un individuo que vive solo, tiene gastos superiores a los de un individuo que vive en una familia grande; un individuo que percibe un sueldo alto tenderá a aumentar los consumos superfluos respecto a un individuo que gana el salario mínimo. Por lo tanto, se ha visto que la actividad literaria es más conveniente si se ejerce en el sur, por parte de un individuo de familia numerosa, con un salario bajo, o, mejor aún, desocupado o subempleado, o con un trabajo de medio tiempo.

9 oct 2013

Entrevista (1976)




Leyendo las confesiones de un escritor sobre la manera de escribir novelas, encontré lo siguiente: “Si quieres ser fiel a la realidad, comienza por mentir.” ¿Qué piensas de eso?
Que es basura. Por algo palabras como “verdad” y “realidad” no tiene significado alguno más que inscriptas en un incomprensible entramado de referencias. No hay verdades tercas. En lo que respecta a mentir, a mí me parece que la falsedad es un elemento crítico en la ficción. Una buena parte de la conmoción que se produce cuando te cuentan una historia se da a través de un engaño. Nabokov es un maestro en esto. El contar mentiras es una suerte de prestidigitación que deja expuestos nuestros sentimientos más profundos.


¿Podrías dar un ejemplo de una mentira absurda que diga mucho sobre la vida?
Claro. Los votos del sagrado matrimonio.

¿Qué hay de la verosimilitud y la realidad?
A mi juicio la verosimilitud es una técnica que uno explota con la intención de asegurarle al lector la veracidad de aquello que le está siendo contado. Si le haces creer verdaderamente que está de pie sobre una alfombra, puedes quitársela de debajo de los pies. Claro, la verosimilitud es también una mentira. Lo que siempre quise de la verosimilitud es la probabilidad, cosa que tiene algo que ver con la forma en que vivo. Esta mesa parece real, esa canasta de fruta perteneció a mi abuela, pero una demente podría golpear a mi puerta en cualquier momento.

¿Sientes que te despides de los libros una vez que los has terminado?
Generalmente siento una fatiga clínica después de acabar un libro. Cuando terminé mi primera novela, The Wapshot Chronicle, estaba muy feliz. Nos fuimos a Europa y nos quedamos allí, de modo que no vi las reseñas y durante diez años no supe que Maxwell Geismar la había desaprobado. El “escándalo Wapshot” fue diferente. Nunca me gustó mucho el libro y cuando se imprimió, yo estaba en baja forma. Quería quemarlo. Despertaba por la noche y oía la voz de Hemingway –en realidad nunca escuché su voz, pero definitivamente era la suya- diciéndome, “Esta es una agonía menor. La gran agonía llega más tarde.” Me levantaba, me sentaba en un brazo de la bañadera y fumaba como una chimenea hasta las tres o cuatro de la madrugada. Una vez le juré a los oscuros poderes que veía en la ventana que nunca, nunca intentaría ser mejor que Irving Wallace.
No la pasé mal luego de Bullet Park, donde hice exactamente lo que quería: un reparto de tres personajes, un estilo de prosa simple y resonante, y una escena en la que un hombre salva a su querido hijo del fuego. El manuscrito se recibió con entusiasmo en todas partes, pero cuando Benjamín DeMott lo dejó fuera del Times, todos recogieron sus cosas y se mandaron a mudar. Es simplemente una cuestión de mala suerte con el periodismo y de sobrestimación de mi potencial. De todas formas, cuando acabas un libro, cualquiera sea su recepción, existe un cierto desplazamiento de la imaginación. No diría un trastorno. Pero terminar una novela, asumir que es algo que quisiste hacer y que te has tomado con mucha seriedad, es inevitablemente un shock psicológico.

¿Cuánto tiempo tarda en irse ese shock psicológico? ¿Hay algún tratamiento?
No sé muy bien qué quieres decir con tratamiento. Para apaciguar ese shock saco el dado más alto, preparo salsa, voy a Egipto, corto el césped, fornico. Me zambullo en una piscina fría.

¿Pueden los personajes forjarse una identidad por sí mismos? ¿Se te han vuelto alguna vez tan inmanejables que tuviste que sacarlos de escena?
La leyenda de que los personajes pueden escaparse de las manos de su autor –irse a tomar drogas, someterse a operaciones sexuales y convertirse en presidentes- implica que el escritor es un tonto sin conocimiento o maestría sobre su propio trabajo. Es absurdo. Claro que cualquier ejercicio estimable de la imaginación se funda en lo complejo y lo rico de la memoria, de modo que puedes sacar provecho de saber expandirte – giros sorpresivos, respuesta a la oscuridad y a la claridad-, sobre todo en cuanto a lo vivo. Pero la idea de que un escritor corra desesperado detrás de sus cretinas invenciones me parece deleznable.

El novelista, ¿contiene ya al crítico?
Yo no tengo nada de vocabulario crítico y muy poca sagacidad para la crítica. Creo que es una de las razones por las que soy siempre evasivo con los entrevistadores. Mis conocimientos críticos con respecto a la literatura a la larga se dan a un nivel práctico. Uso lo que me gusta, y lo que me gusta puede ser cualquier cosa. Cavalcanti, Dante, Frost, quien sea. Mi biblioteca está siempre en completo desorden. A duras penas encuentro lo que quiero. No creo que un escritor tenga la responsabilidad de ver la literatura como un proceso continuo. Muy poca literatura es inmortal. He leído libros que me han servido de una manera maravillosa y que luego de haberlos usado, perdieron esa utilidad en quizás muy poco tiempo.


¿Cómo es que “utilizas” a los libros… y qué les hace perder su “utilidad”?
Mi idea de “utilizar” un libro consiste en la excitación de encontrarme a mí mismo como último receptor del más íntimo y profundo grado de la comunicación. Pero estos caprichos a veces pasan.

Asumiendo tu falta de vocabulario crítico, ¿cómo podrías, sin haber tenido una educación formal, explicar todo lo que has aprendido?
No soy un erudito. No me arrepiento de esta falta de disciplina, pero sí admiro la erudición de mis colegas. Claro, tampoco soy un desinformado. Eso puede ser producto de que me crié en los coletazos finales de la cultura de New England. Todos pintaban, escribían y en particular, leían; era un medio de comunicación bastante común y aceptado a finales de esa década. Mi madre se vanagloriaba de haber leído Middlemarch trece veces; yo diría que no era cierto. Es algo que podría tomarte toda una vida.

¿No había un personaje en The Wapshot Chronicle que sí lo había leído?
Sí, Honora… o… no recuerdo quién era… se vanagloriaba de haberlo leído unas trece veces. Mi madre solía dejar Middlemarch en el jardín; la lluvia lo hizo trizas. Mucho de lo que está en la novela es cierto.

Al leer esa novela uno tiene la sensación de estar fisgoneando en tu familia.
Chronicle no fue publicado –por consideración, hasta después de la muerte de mi madre. Una tía mía (que no aparece en el libro) dijo, “No le hubiese vuelto a hablar si habría sabido que tenía doble personalidad.”

¿Tus amigos o tu familia piensan a menudo que están en tus libros?
Sí y -pienso en todos los que se han sentido así- lo han vivido siempre con una deshonra. Si pones a alguien en un papel secundario, asumen que así es como los ves en la realidad… pese a que el personaje sea de otro país y cumpla un rol absolutamente distinto. Si haces ver a alguien vacilante o torpe o de alguna manera imperfecta, asocian rápidamente. Pero si les haces ver bellos, nunca asocian. La gente siempre está mucho más pronta a acusar que a sentirse celebrada, en especial la gente que lee ficción. No sé qué tipo de asociación hacen. En algún momento una mujer vino hasta mí desde la otra punta de una reunión y me dijo “¿Por qué escribiste esa historia sobre mí?” Y yo tratando de recordar a qué historia se refería. Bueno, aparentemente tiempo atrás yo había descripto a alguien con ojos rojos; ella ese día se había dado cuenta de que tenía los ojos de ese color y asumió que yo la había utilizado.

¿Se sienten indignados, sienten que no tienes derecho a meterte con sus vidas?
Sería más agradable si pensaran en el costado creativo de la escritura. No me gusta encontrarme con gente que siente haberse visto maligna cuando ésta no era la intención de nadie. Claro, muchos escritores en su juventud tratan de ser difamatorios. Y algunos escritores maduros también. La difamación, ciertamente, es una gran fuente de energía. Pero esa no es la energía de la ficción, es simple calumnia infantil. Es la clase de cosas que sacas de los cursos de la universidad. La difamación no es uno de mis fuertes.

¿Crees que el narcisismo es una cualidad necesaria en la ficción?
Esa es una pregunta interesante. Por narcisismo entendemos, por supuesto, un amor propio clínico, una chica amargada, la ira de Némesis y el resto de la eternidad convertida en una planta que camina. ¿Quién quiere algo así? Nos amamos a nosotros mismos de vez en cuando; pero no mucho más, creo, que la mayoría de los hombres.

¿Qué hay de la melomanía?
Creo que en los escritores hay una tendencia intensa al egocentrismo. Los buenos escritores a menudo son excelentes en cientos de cosas, pero la escritura promete que el ego se amplíe sobremanera. Mi querido amigo Yevtushenko tiene, considero, un ego que puede reventar un cristal a veinte pies de distancia; pero conozco algún que otro banquero fraudulento que puede hacerlo mucho mejor.


¿Piensas que tu imaginería personal, el modo en que proyectas a los personajes, está de alguna forma influida por el cine?
Los escritores de mi generación y aquellos que se criaron con el cine se han vuelto sofisticados sobre la vasta y diversa cantidad de medios que hay, y saben qué es lo mejor para la cámara y qué es lo mejor para la narrativa. Uno aprende a pasar por alto las escenas multitudinarias, una puerta portentosa, la ironía banal del acercamiento a la belleza de la pata de un cuervo. La diferencia entre las dos artes, creo yo, se entiende con claridad cuando nos damos cuenta de que no salen buenos films al adaptar buenas novelas. Me encantaría escribir un guión original si encontrase a un director que me caiga simpático. Hace años René Clair iba a filmar uno de mis relatos, pero tan pronto como la productora se enteró, le negaron el dinero.

¿Qué piensas de trabajar en Hollywood?
El sur de California siempre huele a noches de verano… algo que para mí significa el fin de la navegación, el fin de los juegos, pero no tiene nada que ver con eso. Simplemente no se corresponde con mi experiencia. Estoy mucho más interesado en los árboles… en el origen de los árboles… y cuando te encuentras a ti mismo en un lugar en donde todos los árboles no tienen historia y se transplantan, te sientes desconcertado.
Fui a Hollywood a hacer dinero. Es así de simple. La gente es amistosa y la comida es buena, pero nunca fui feliz allí, tal vez porque sólo fui en busca de un cheque. Tengo ciertamente el respeto más profundo por una docena de directores que están implicados allí y que, pese a todos los apabullantes problemas de financiar un film, continúan sacando adelante films brillantes y originales. Pero lo primero que siento cuando pienso en Hollywood es en el suicidio. Si alcanzaba a levantarme y darme una ducha, ya era suficiente. Como nunca pagaba las cuentas, hubiese podido llamar por teléfono y pedir el desayuno más elaborado que podía ocurrírseme, y luego meterme en la ducha y ahorcarme allí. Esto no es una reflexión sobre Hollywood, pero estando allí me ha parecido sufrir un complejo de suicida. Por algo no me gustan las autopistas. Incluso en las piscinas que hay allí hace demasiado calor… 85 grados, y la última vez que estuve ahí, a finales de Enero, en las tiendas vendían kipás para perros… ¡Dios! Fui a una cena en la que una mujer perdió el equilibrio y se desmayó. Su marido le gritaba “Nunca me escuchas cuando te digo que traigas tus muletas.” ¡No puede existir una frase mejor que esa!

¿Qué hay de esa otra comunidad, la académica? Produce muchísimos trabajos críticos… con una necesidad tan excesiva de categorizar y etiquetar.
Ese vasto mundo académico existe, como cualquier otra cosa, en base a producir algo que le asegure un rédito. Así es que tenemos trabajos sobre ficción, pero en cantidades propias de una industria. En modo alguno ayuda a quienes escriben ficción y a quienes la leen. Todo el asunto es una empresa subsidiaria, tal como lo es extraer químicos útiles del humo. ¿Te conté sobre la reseña que salió en Ramparts sobre Bullet Park? Decía que perdí grandeza al haberme ido de St. Boltophs. De haberme quedado, tal como lo hizo Faulkner en Oxford, probablemente habría sido tan grande como Faulkner. Pero cometí el error de dejar este lugar que, claro, nunca existió. Es tan raro que te digan que vuelvas a un lugar. Parece ficción.

Supongo que se referían a Quincy.
Sí. Pero me puso triste cuando lo leí. Entendí lo que trataban de decir. Es como que te digan que vuelvas a un árbol junto al que has vivido catorce años.

¿Cómo es la gente que imaginas que leen o esperas que lean tus textos?
Todo tipo de gente inteligente y agradable lee libros y escribe sentidas cartas sobre ellos. No sé quienes son, pero me resultan maravillosos y parece vivir libres de los prejuicios de la publicidad, del periodismo y del irritante mundo académico. Piensa en los libros que hemos disfrutado independientemente de todo. Let Us No Praise Famous Men. Under the Vulcano. Henderson the Rain King. Un libro espléndido como El Regalo de Humboldt [Saul Bellow] se recibió con confusión y espanto, pero cientos de personas salieron y compraron ediciones de tapa dura. La habitación en la que yo trabajo tiene una ventana que da a un bosque, y me gusta pensar que esos adorables, misteriosos y encarecidos lectores están ahí.


¿Crees que la literatura contemporánea está volviéndose más especializada, más autobiográfica?
Tal vez sí. Las autobiografías y las cartas quizás sean más interesantes que la ficción, pero aún así, yo me apego a la novela. La novela es un medio de comunicación muy preciso en el que muchísima gente encuentra más respuestas que no puedes encontrar en las cartas y los diarios.

¿Empezaste a escribir siendo un niño?
Solía contar historias. Fui a una escuela muy permisiva llamada Thayerland. Me encantaba contar historias, y si todos hacían su tarea de aritmética –era un escuela pequeña, probablemente no habría más de dieciocho o diecinueve estudiantes- entonces el maestro les prometía que luego yo les contaría una historia. Contaba seriales. Me parecía bastante perspicaz de mi parte ya que sabía que si no acababa la historia al cabo de una hora, luego todos me pedirían que les contase el final en la próxima.

¿Qué edad tenías?
Bueno, tengo tendencia a mentir sobre mi edad, pero supongo que tenía ocho o nueve.

¿Podías extender una historia a lo largo de una hora a esa edad?
Oh, sí. Podía entonces. Y aún puedo.

¿Qué aparece primero? ¿La trama?
No trabajo a partir de tramas. Trabajo con la intuición, la aprensión, los sueños, los conceptos. Los personajes y los sucesos me llegan simultáneamente. La trama implica la narrativa y un montón de basura. Es un intento calculado de atrapar el interés del lector al punto de que piense en ello como una convicción moral. Claro, uno no quiere aburrir… se necesita un elemento de suspenso. Pero la narrativa es una estructura rudimentaria, tan rudimentaria como un riñón.

¿Siempres has sido escritor o has tenido otros trabajos?
Conduje un camión repartidor de diarios una vez. Me gustaba mucho hacerlo, especialmente durante las Series Mundiales, cuando el diario de Quincy se llenaba de datos y estadísticas sobre boxeo. Nadie tenía radio, ni televisión – no significa que el pueblo se iluminaba con velas, pero sí que se esperaban las noticias. Me hacía sentir bien ser el tipo que les traía buenas noticias. También pasé cuatro años en el ejército. Mi primer relato, “Expelled”, lo vendí a los diecisiete a The New Republic. The New Yorker empezó a publicar mis cosas cuando tenía treinta y dos. New Yorker me apoyó por muchísimos años. Es un asociación muy amena. Le enviaba entre doce y catorce relatos al año. Al principio vivía en una habitación esquálida de los barrios bajos, en la calle Hudson, tenía una ventana rota. Luego conseguí trabajo en MGM junto a Paul Goodman; hacíamos sinopsis. Con Jim Farrell también. Teníamos que reducir cada libro publicado a tres, cinco o doce páginas, y nos pagaban cerca de 5 dólares por cada uno. Lo tipeaba yo mismo. Ah, aquel papel carbónico…

¿Cómo era escribir ficción para The New Yorker en aquellos días? ¿Quién era el editor?
El editor fue Wolcott Gibbs por muy poco tiempo, y luego vino Gus Lobrano. Le conocía bastante bien e íbamos juntos a pescar. Y por supuesto, Harold Ross, que era un hombre difícil, pero le estimaba. Me hizo muchas preguntas absurdas sobre un manuscrito –se ha escrito mucho al respecto- unas treinta y seis preguntas. Creí que era algo ultrajante, una violación a mi buen gusto, pero a Ross no le importó. Le gustaba meter mano, espabilar un poco al escritor. En ocasiones era brillante. En “The Enormous Radio” hizo dos cambios. Había una escena en que alguien encontraba un diamante en el suelo de un baño luego de una fiesta. Un tipo decía, “Vendámoslo, podemos sacar un par de dólares.” Ross cambió “dólares” por “billetes,” lo cual fue absolutamente perfecto. Brillante. Luego en donde yo había escrito, “la radio empezó a sonar suavemente,” Ross apuntó otro “suave”: “La radio empezó a sonar suave, suavemente.” Era algo absolutamente acertado. Pero luego había otras treinta y cinco sugerencias como, “Este relato trascurre en treinta y cuatro horas y nadie ha comido nada. No hay mención a la comida.” Un ejemplo típico de este tipo de cosas fue “La Lotería,” el relato de Shirley Jackson, sobre aquel ritual de las piedras. Ross odiaba aquella historia; comenzó a enviciarse. Dijo que no había ninguna ciudad en Vermont donde hubiese ese tipo de rocas. Refunfuñaba una y otra y otra vez, y no era algo sorprendente ya. Ross solía asustarme muchísimo. Una vez fui a un almerzo y no supe que iba a ir también hasta que lo vi entrar con un huevera. Me senté con la espalda muy pegada contra el respaldo. Estaba asustado de veras. Él era muy rompe pelotas, muy toca narices, el tipo de persona que puede subirse los calzoncillos para enseñarte lo que hay entre los pantalones y la camiseta. Empezó a empujarme, daba saltos y se me encimaba. Fue una relación creativa y destructiva a la vez de la que aprendí mucho y en verdad le echo de menos.


¿Conociste muchos escritores en ese período, no?
Para mí era algo terriblemente importante porque yo venía de un pueblo. Yo dudaba de mí como escritor hasta que conocí algunos otros que fueron muy importantes: uno fue Gaston Lachaise y el otro E. E. Cummings. A Cummings lo amaba, y me encantaba su memoria. Hacía una marvillosa imitación de una locomotora de carbón yendo de Tiflis a Minsk. Podía oir una aguja caer en el barro a tres millas de distancia. ¿Recuerdas cómo murió Cummings? Fue en septiembre, hacía calor y Cummings estaba cortando leña en la parte de atrás de su casa, en New Hampshire. Tenía sesenta o setenta años, o por ahí. Marion, su esposa, se asomó a la ventana y le preguntó, “¿No hace un calor agobiante para estar cortando leña?” Él dijo, “Ya paro, pero quiero afilar el hacha antes de guardarla, cariño.” Ésas fueron las últimas palabras que dijo. Marianne Moore ofreció un panegírico en su funeral. Marion Cummings tenía unos ojos enormes. Podías hacerle lugar en un libro a esos ojos. Fumaba un cigarrillo tras otro y llevaba puesto un vestido negro con quemaduras de colillas en él.

¿Y Lachaise?
No sé qué decir de él. Creo que es un artista impresionante y además, un hombre muy calmo. Solía ir al Metropolitan y abraza a las estatuas que le gustaban, pese a que él no estuviera representado allí.

¿Cummings te dio algún consejo como escritor?
Cummings nunca fue paternalista. Pero su manera de inclinar la cabeza, su voz de hay-humo-en-la-chimenea, su cortesía para con el alcohol y lo vasto de su amor a Marion, todo eso era aconsejable.

¿Has escrito poesía alguna vez?
No. Me parece que la disciplina es muy diferente… es otro lenguaje, otro continente distinto al de la ficción. En muchos casos los relatos cortos son en buena medida mucho más disciplinados que mucha de la poesía que hay. Pero igualmente son dos disciplinas diferentes, como lo son nadar y disparar una escopeta de calibre doce.

¿Las revistas te han pedido alguna vez que escribieras periodismo?
Le pedí a Saturday Evening Post hacer una entrevista con Sophia Loren. Y lo hice. Llegué a besarla. Tuve varias ofertas, pero ninguna tan buena como ésa.

¿No crees que hay una tendencia en los escritores a escribir periodismo, tal como lo hace Norman Mailer?
No me gusta tu pregunta. La ficción debe competir con el reportaje de primera línea. Si no puedes escribir una historia que sea equivalente a lo que resulta de una pelea en la calle, entonces no puedes escribir una historia. Deberías dejarlo. En muchos casos, la ficción no salió airosa de la competencia. En estos días el campo de la ficción está plagado de relatos sobre niños sensibles que se crían en una granja de pollos, o de putas que se desvisten con glamour. El Times nunca ha estado tan lleno de basura como en este último tiempo. Aún así, el uso de palabras como “muerte” o “invalidez” en torno a la ficción disminuye tanto como a cualquier otra cosa.

¿Te sientes forzado a experimentar en la ficción, a moverte hacia lo bizarro?
La ficción es experimentación; cuando cesa de serlo, cesa de ser ficción. Uno nunca escribe una oración sin la creencia de que nunca ha sido escrita de la misma manera y quizás, incluso, con la idea de que lo sustancial de esa oración jamás se ha oído. Cada oración es una innovación.

¿Sientes que perteneces a algún tipo de tradición de las letras norteamericanas?
No. De hecho, no puedo pensar en ningún escritor norteamericano que pueda ser clasificado como parte de determinada tradición. Ciertamente, no se puede meter a Updike, a Mailer, a Ellison o a Styron en una tradición. La individualidad del escritor nunca ha sido tan intensa como lo fue en Estados Unidos.


Bien, ¿piensas en ti como en un escritor realista?
Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre a qué nos referimos antes de hablar de definiciones como ésas. Las novelas documentales, como las de Dreiser, Zola, Dos Passos –pese a que no me gustan- pueden, creo, ser clasificadas de realistas. Otro novelista documental es Jim Farrell; de alguna manera, Scott Fitzgerald también lo era, pese a que si pensamos en él de esa manera, humillaríamos lo que mejor hizo… o sea, tratar de ofrecer una imagen de un mundo que era muy particular.

¿Crees que Fitzgerald era consciente de ser un documentalista?
He escrito algo sobre Fitzgerald y he leido todas las biografías y los trabajos críticos y casi lloro al final de la lectura de uno de ellos –lloré como un bebé-. Es una historia muy triste. Toda la estima estaba puesta en sus descripciones del crash de 29, la prosperidad excesiva, la música, y al hacer esto, su trabajo se veía bastante anticuado… en algunos períodos. Esto es lo que desmerece al mejor Fitzgerald. Uno sabe al leer a Fitzgerald a qué tiempo se refiere, a qué lugar preciso, a qué país. Ningún otro escritor ha sido tan veraz al retratar una escena. Pero no siento que esto sea pseudo-historia, sino un sentimiento de haber vivido algo. Todo gran hombre es escrupulosamente veraz a su tiempo.

¿Crees que tu trabajo se verá anticuado igual que el de Fitzgerald?
Oh, no me anticipo a las lecturas que vaya tener mi trabajo. No es algo que me concierna. Podría ser olvidado mañana mismo; y no me desconcertaría después de todo.

Pero una buena parte de tus relatos desafían al tiempo; podrían tener lugar en cualquier tiempo y en cualquier sitio.
Por supuesto, esa ha sido mi intención. Aquellos a los que puedes localizar en un tiempo preciso son los peores. La historia aquélla del refugio anti-bombas (“The Brigadier and the Golf Widow”) trata sobre el nivel de un cierto tipo de ansiedad y el refugio, que tiene lugar en la historia en un lugar particular, es tan solo una metáfora… en todo caso, esa fue mi intención.

Una historia muy triste.
Todos siempre dicen eso sobre mis historias, “Oh, son tan tristes.” Mi agente, Candida Donadio, me llamó para hablar de una de ellas y me dijo “Oh, es hermosa, tan triste.” Yo le dije, “Bueno, será porque soy un hombre triste.” Lo triste sobre “The Brigadier and Golf Widow” es la mujer que mira al refugio hacia el final del relato y luego sigue a la criada. ¿Sabías que The New Yorker quiso quitar eso? Pensaban que el relato sería más efectivo sin el final. Entré por un momento para echarle un ojo a los borradores y vi que faltaba una página. Pregunté dónde estaba el final de la historia. Una chica me dijo “Mr. Shawn piensa que queda mejor así.” Salí de allí muy enfadado, tomé el tren de vuelta a casa, bebí mucho gin y llamé por teléfono a uno de los editores. Por entonces, ya estaba hablando fuerte, siendo abusivo y obseno. Él estaba con Elizabet Bowen y Eudora Welty. Preguntaba si podía atender la llamada en otro lugar. De todas formas, volví a New York la mañana siguiente. Habían cambiado la revista por completo –poemas, noticias, historietas- y reemplazado la escena.

Es un rumor clásico con respecto a The New Yorker: “Remueve el último párrafo y ya tienes un típico relato de The New Yorker.” ¿Cómo definirías a un buen editor?
Mi idea de un buen editor es un hombre agradable, que me envía buenos cheques, venera mi trabajo, mi belleza física y mi capacidad sexual, y que es capaz de estrangular a quien va a publicarte y al tipo del banco.

¿Qué hay del principio de los relatos? Sueles empezar de manera lacónica. Apabullante.
Bueno, si intentas como cuentista establecer alguna relación con el lector, no empiezas por decirle que tienes dolor de cabeza y que te ha salido un zarpullido grave en Jones Beach. Una de las razones es que la publicidad en las revistas es mucho más común hoy en día que hace veinte o treinta años atrás. Al publicar en una revista estás compitiendo contra una publicidad muy ceñida, avisos de agencias de viajes, desnudos, historietas, incluso poesía. La competición misma casi lo vuelve algo imposible. Hay un principio básico que siempre tengo en mente: alguien que vuelve luego de un año en Italia con una beca Fullbright; su portaequipaje está abierto y en vez de ropa y recuerdos, encuentran un cuerpo mutilado, un marinero italiano; está todo salvo la cabeza. Otra oración para empezar en la que pienso a menudo es “El primer día que robé en Tiffany’s estaba lloviendo.” Claro, puedo comenzar una historia de esa manera, pero no es así como uno debería hacer que la ficción funcione. Uno se tienta porque ha habido siempre una genuina pérdida de serenidad, no sólo en el público lector, sino en toda nuestra vida. Paciencia, tal vez, o incluso la habilidad de concentración. En algún punto, cuando apareció la televisión a nadie se le ocurrió publicar un artículo que no pudiese leerse durante los comerciales. Pero la ficción durará lo suficiente como para sobrevivir a todo esto. No me gustan los relatos cortos que comienzan “Estaba a punto de suicidarme” o “Estaba a punto de dispararte.” O, como aquella cosa de Pirandello, “Voy a dispararte o tú vas a hacerlo, o vamos a dispararle a alguien, quizás el uno al otro.” O como en la literatura erótica “Empezó a sacarse los pantalones, pero el cierre se atascó… agarró una lata de aceite y…” y así.


Ciertamente tus historias van rápido, se mueven mucho.
El primer principio de la estética es o el interés o el suspenso. No puedes esperar comunicarte con alguien si eres aburrido.

William Golding escribió que existen dos tipos de novelistas: los que dejan que el significado se desarrolle a partir de los personajes y las situaciones, y los que tienen una idea y buscan un mito que la encubra. Él es ejemplo del segundo tipo y piensa que Dickens pertenece al primero. ¿Piensas que tú encajas en algunas de las categorías?
No sé bien a lo que se refiere Golding con eso. Cocteau decía que escribir es el empeño de una memoria que no será comprendido. Estoy de acuerdo con eso. Raymond Chandler lo describió como una línea directa al subconsciente. En realidad, los libros que amas, cuando los abres, te dan la impresión de que siempre han estado allí. Es una creación, algo así como habitación de la memoria. Lugares a los que uno nunca ha ido, cosas que uno nunca ha visto ni oido, pero que son tan apropiadas cuando las oyes sonar que, de alguna manera, sientes que sí has estado allí.

Pero ciertamente hay mucha resonancia de lo mítico… por ejemplo, referencias a la Biblia y a la mitología Griega.
Eso se explica por el hecho de que me eduqué en el sur de Massachussets, donde la mitología era una materia que todos debíamos comprender. En gran medida formó parte de mi educación. La manera más fácil de analizar el mundo es a través de la mitología. Se han escrito cientos de ensayos sobre aquellas líneas – Leander es Poseidon y alguien es Ceres, y así. Parece un análisis superficial, pero produce ensayos muy potables.

Aún así, buscas esa resonancia
La resonancia, claro.

¿Cómo trabajas? ¿Las ideas te salen de inmediato, naturalmente, o das vueltas a su alrededor por un tiempo, dejándolas incubarse?
Hago ambas cosas. Lo que me gusta es cuando me llegan asuntos totalmente disparatados. Por ejemplo, estaba sentado en un café leyendo una carta con la noticia de que una ama de casa aburrida estaba en la primera línea de un club de desnudos. Mientras lo leía, podía oir a una mujer inglesa regañando a sus hijos: “Si no lo haces, cuento hasta tres” decía. Cayó una hoja de un árbol que me recordó que era otoño y que mi esposa me había dejado y estaba en Roma. Ahí estaba mi relato. Tuve un experiencia equivalente con el final de “Goodbye, My Brother” y “The Country Husband.” A Hemingway y a Nabokov les gustaron esos dos. Lo tenía todo allí: un gato con sombrero, una mujer desnuda saliendo del mar, un perro con un zapato en la boca y un rey vestido de dorado montando un elefante por la montaña.



¿O Ping-Pong bajo la lluvia?
No recuerdo de qué relato es eso.

Alguna vez habrás jugado Ping-Pong bajo la lluvia.
Probablemente sí.

¿No recuerdas cosas así?
No se trata de recordarlas. Se trata más bien de algún tipo de energía galvánica. Y claro, además es también una cuestión de darle sentido a las experiencias de uno.

¿Crees que la ficción debe ser aleccionadora?
No. La ficción debe iluminar, explotar, refrescar. No creo que tenga que haber otra moral que sea consecuencia de la ficción más allá de la excelencia. La agudeza de los sentimientos y la velocidad parecen siempre haber sido terriblemente importantes. La gente busca moralejas en la ficción porque siempre ha habido confusión entre la ficción y la filosofía.

¿Cuándo te das cuenta de lo apropiado de un relato? ¿Te golpea repentinamente en un primer momento o eres crítico con él a medida que avanzas?
Creo que hay una cierta influencia en la ficción. Por ejemplo, el último relato que escribí no estaba bien. Tuve que escribir el final una y otra vez. Creo que es una cuestión de tratar de hacerlo corresponder con una visión. Hay una forma, una proporción y uno sabe cuando hay algo que no encaja.

¿Por instinto?
Supongo que para todo aquel que haya escrito tanto como lo he hecho yo… sí, probablemente sea por lo que llamas instinto. Cuando una línea no encaja, simplemente te das cuenta de ello.

Una vez me dijiste que te interesaba pensar nombres para personajes.
Eso me parece muy importante. He escrito una historia sobre hombres con cientos de nombres, todos abstractos, nombres con un muy bajo poder de alusión: Pell, Weed, Hammer y Nailles. Y por supuesto, habían sido pensados de manera pícara, pero no lo parecían en absoluto.


La casa de Hammer aparece el “El Nadador.”
Es cierto. Ese fue un muy buen relato. Y escribirlo fue terriblemente difícil.

¿Por qué?
Porque no podía ni siquiera asomar una mano afuera. Estaba anocheciendo, el año se terminaba. No era una cuestión de problemas técnicos, sino de imponderables. Cuando él se da cuenta de que es de noche y hace frío, era algo que tenía que pasar. Y, Dios, claro que pasó. Me sentí muy frío y oscuro mucho tiempo después de haber acabado el relato. De hecho, es uno de los últimos que he escrito en mucho tiempo, ya que luego empecé con Bullet Park. A veces las historias que le parecen fáciles al lector son las más difíciles de escribir.

¿Cuánto tiempo te toma escribir un relato?
Tres días, tres semanas, tres años. Suelo leer al azar mi propio trabajo. Parece haber una particular forma ofensiva de narcisismo. Es como poner cintas una y otra vez de tu propia conversación. Como mirar sobre tu hombro para ver adonde has corrido. Por eso es que a menudo uso la imagen del nadador, el corredor, el saltador. El objetivo es terminar y pasar a lo siguiente. Incluso sentí, aunque no tan fuertemente como antes, que si miraba por sobre mi hombro, moriría. Con frecuencia pienso en Satchel Paige y su consejo de que siempre tiene que haber algo que esté sacándote ventaja.

¿Hay relatos que sientas que son particularmente buenos una vez que los has terminado?
Sí, hubo unos quince que al terminarlo sentí un BANG! Los amaba y amaba a todo el mundo –los edificios, las casas, todo lo que había. Es una sensación genial. Muchos de ellos fueron escritos en el espacio de tres días y pasaban las treinta y cinco páginas. Me gustan, pero no puedo leerlos. Si lo hiciera, en muchos casos dejarían de gustarme.

Recientemente has hablado claramente sobre el bloqueo del escritor, algo que nunca te ha pasado. ¿Qué sientes al respecto?
Todo recuerdo doloroso se entierra muy profundo y no hay nada más doloroso para un escritor que sentirse incapaz de escribir.

Cuatro años parece ser bastane tiempo para una novela, ¿no?
Es el tiempo que toma en realidad. Hay una cierta monotonía en este tipo de vida, algo que muy pocas veces puedo cambiar con facilidad.

¿Por qué?
Porque no me parece que sea la función apropiada con respecto a la escritura. De ser posible, hay que ampliar el público. Darles riesgos, devolverles su propia divinidad, no bajarles línea.

¿Crees que has hecho que tu público mermara con Bullet Park?
No, no siento eso. Pero creo que se entendió en esos términos. Creo que Hammer y Nailles se vieron como una casualidad social, y no era mi intención en absoluto. Y creo que traté de dejarlo en claro. Pero si no te comunicas, no es la culpa de nadie. Ni Hammer ni Nailles fueron pensados para ser metáforas sociales o psíquicas. El libro se malinterpretó en esos términos. Pero bueno, no leo reseñas, así que no sé en verdad lo que está sucediendo.

¿Cómo te das cuenta cuando un trabajo completado te satisface?
Para mi absoluta y permanente satisfacción, nunca he completado nada en mi vida.

¿Sientes que pones mucho de ti en el momento en que estás escribiendo una línea?
Oh, sí, sí. Cuando hablo como escritor, hablo con mi propia voz. Es algo tan único como tus huellas digitales y corro el riesgo máximo de parecer profundo o tonto.

Cuando te sientas a la máquina de escribir, ¿tienes la sensación de que eres una especie de Deidad que crea un mundo entero?
No, nunca tuve esa sensación de deidad. Todos tenemos cierto poder de control, es parte de nuestras vidas: lo tenemos en el amor, en el trabajo que amamos hacer. Es una suerte de éxtasis, tan simple como eso. La sensación es de “esta es mi ocupación y puedo sacarla adelante.” Siempre te deja una sensación genial. Para resumir, le da sentido a tu vida.
¿Sientes eso durante o después del trabajo? O sea, si no funciona, ¿sigues trabajando?
Me he sentido muy poco esclavizado en mi vida. Cuando escribo un relato que en verdad me gusta, es… bueno, es maravilloso. Eso es lo que puedo hacer y me encanta poder hacerlo. Me doy cuenta de que me siento bien. Me doy cuenta con sólo decirle a Mary y a los chicos, “Bueno, desaparezco, déjenme solo. Nos vemos en tres días.”

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