Se considera parte de alguna tradición periodística, digamos, del periodismo literario, del Nuevo Periodismo o de “la literatura de la realidad”?
No, todo eso es pura mierda. Tom Wolfe, a modo de cumplido, me incluyó en el Nuevo Periodismo, denominación que nunca me gustó. El problema es que cuando escribes no ficción tienes que entrar en alguna categoría o de lo contrario las librerías no saben dónde poner tu libro. De ahí todos esos nombres, como “biografías recientes” y tal. Yo no quepo en ninguna de esas categorías. Sólo quiero escribir sobre la gente algo que parezca un cuento, pero con nombres reales.
¿Qué temas le atraen?
Los temas que me involucran son, literalmente, aquellos que me involucran. Escribo historias que están conectadas con mi vida. Aunque a primera vista los míos pueden parecer textos de no ficción sobre las experiencias de otros, si me atraen es en primer lugar porque me veo en ellas.
Siempre he trabajado así. Mi primer libro, A Serendipiter’s Journey [Los paseos de un afortunado], provino de las observaciones que hice mientras caminaba por la ciudad de Nueva York. The Overreachers [Los exagerados] salió de mi curiosidad por los personajes raros que construyen puentes. El reino y el poder trata de la gente rara que trabaja en el New York Times. Honrarás a tu padre es sobre un hijo de la mafia italiana con un pasado bastante parecido al mío. La mujer de tu prójimo provino de mi rígida formación católica. Unto the Sons [A los hijos] es un libro sobre la familia de mi padre. Y el libro en el que actualmente trabajo trata de las dificultades que he experimentado para escribir en los últimos diez años.
¿Sobre qué tipo de personas le gusta escribir?
Sobre gente con la que pueda relacionarme emocionalmente. Pasamos tanto tiempo juntos que tenemos una suerte de affaire en el proceso. Me les acerco tanto que puedo escribir sobre ellos como si escribiera sobre mi esposa o sobre una amante perdida hace tiempo.
Siento curiosidad sobre la manera en que la gente común enfrenta épocas tumultuosas y sobre el conflicto entre la tradición y el cambio, ya sea en una revolución sexual o en una revolución de valores culturales. Quiero explorar esos cambios a través de personajes que no tengan nombres reconocidos, que no sean famosos.
¿Es por esto que —aparte de Sinatra, DiMaggio, Peter O’Toole, Floyd Patterson y Joe Louis— usted ha escrito tan poco sobre celebridades?
Sí. No escribo sobre celebridades a menos que el hecho de la celebridad sea secundario para la historia. Por ejemplo, aunque Sinatra era la celebridad de las celebridades cuando yo escribí sobre él, yo me refería a que cumplía 50 años, a que la voz le fallaba y se sentía solo. El tema era más la crisis del mediodía que su celebridad.
El problema a la hora de escribir sobre celebridades es que la pertinencia de tu texto dependerá de que ellos sigan siendo célebres. Los escritos sobre celebridades envejecen muy rápido. Por eso nunca escribí sobre política. Una figura política sí que pasa rápido. Ya sea que se trate de George McGovern, de Jimmy Carter o de Bill Clinton, esas historias no envejecen bien. Siento más curiosidad por aquello que no es “noticia”.
¿Y cómo encuentra esas historias que “no son noticia”?
Observando. Una de las principales historias de mi libro actual me llegó cuando asistía a un partido de fútbol femenino en julio de 1999 entre Estados Unidos y China en el Rose Bowl. Hacia el final del segundo tiempo, una jugadora china falló un pénalti y China perdió el partido. Pensé: “Mira qué interesante”. Aquí está Lu Ying, una chica de 25 años a la que están mirando millones en el mundo. Por mis lecturas sobre la Revolución Cultural yo sabía, además, que era poco probable que su madre hubiera sido una atleta o algo parecido a las madres activistas que tenemos aquí.
Semejante chica de seguro no puede estar acostumbrada a tener una audiencia internacional de ese tamaño. Después de fallar el cobro crucial, Lu Ying se montó en un avión en Los Ángeles y viajó a China. El viaje es muy largo para pasarlo pensando en tu fracaso. La vi del mismo modo en que vi a Floyd Patterson [un boxeador de peso pesado, dos veces noqueado por Sonny Liston en peleas por el título de los pesados]. Como alguien que se sobrepuso a la derrota y a la humillación. Caen y se paran de nuevo. Lu Ying se vuelve la mediocampista que falla un cobro y pierde el partido para China, pero que luego sigue con su vida. Ésa es una gran historia.
¿Cómo decide que una idea no noticiosa como ésa puede convertirse en un buen reportaje?
Yo escribo por escenas, de modo que busco escenas prometedoras. Cuando escribí “El puente”, traté de visualizar el puente Verrazano [puente neoyorquino que une a Staten Island con Brooklyn, inaugurado en 1964] y los hombres que cuelgan del cielo, a manera de imagen. La escena que abre El reino y el poder es la de un subdirector en su oficina. La que abre Honrarás a tu padre es la de un portero que ve, pero en realidad no mira, una demostración callejera. La mujer de tu prójimo comienza con un niño que ve a una mujer desnuda en un quiosco de revistas en Chicago. En Unto the Sons abro con una escena mía en la playa. Todas las escenas anteriores podrían estar en películas. Supongo que esencialmente trato de escribir una película.
Una vez estuve en la casa de Francis Ford Coppola en Napa mientras él filmaba Tucker, su película sobre el constructor de automóviles. Allí me mostró una serie de tarjetas de 12 x 8 con las escenas que tenía planeadas. Yo siempre he organizado mis libros y artículos de la misma manera. Si te fijas en “Frank Sinatra está resfriado” [Esquire, abril de 1966], es escena, escena, escena. La primera es en un bar, la segunda en un nightclub, la tercera en los estudios de la NBC. Como en una película.
No muchos italoamericanos de mi generación se hicieron escritores, pero muchos sí utilizaron sus habilidades visuales para hacer películas: Coppola, Scorsese, etc. Son directores comerciales, no Fellinis. El artista italoamericano es un empresario y por lo tanto enfatiza el aspecto más comercial de su experiencia pasada: la mafia. Aunque ellos no hayan tenido experiencias directas con la mafia, es lo que vende, ya sea con Los Soprano o con El padrino.
¿Cómo decide a quién entrevistar?
No suelo estar seguro al principio. Simplemente voy adonde creo que hay una historia. Si la historia es la construcción del puente Verrazano, nada está construido cuando comienzo. De modo que empiezo por el ingeniero, que ha concebido el puente en su mente. Él está tomando en cuenta cualquier cantidad de fuerzas físicas, incluyendo la curvatura de la Tierra. Está creando un teatro, una obra de arte con un arco como proscenio, que abarca el tiempo, un escenario para miles de actores. Cuando escribí sobre el New York Times, el edificio en sí era el teatro. No sé quiénes son los actores al principio, no conozco la trama, pero conozco el escenario y el teatro. Encuentro los personajes simplemente yendo al “teatro”. A medida que paso más tiempo allí, emergen. Es casi como si yo los imaginara y, de repente, ellos aparecieran misteriosamente.
¿Tiene alguna rutina para las entrevistas?
Aunque no puedo comenzar el proceso como compañero de alguien, convertirme en eso es mi propósito último. Necesito pasar con alguien el tiempo suficiente como para observar cambios significativos en su vida. Quiero viajar con la gente en el tiempo, ponerme en situación de ver lo que ven. Luego quiero llegar hasta el mero frente de batalla.
¿Cómo convence a la gente de que hable con usted?
A veces es un proceso largo. Tengo que venderme. Si algún talento tengo, es saber meter el pie por la rendija de la puerta. Esto proviene de tener un interés auténtico en la gente y de tratarlos con respeto. No soy abusivo. No hay una sola persona —haya yo escrito sobre ella de forma favorable o desfavorable— a quien no pudiera volver a ver.
Por ejemplo, fui a China después de ver a Lu Ying jugar fútbol en la televisión. Sabía que si convencía a la gente de Nike o de Adidas, quizá podría encontrarla, pues esas compañías abastecían al equipo. Por fin pude hablar con Patrick Wong, el director local de Nike, y lo llevé a almorzar. Él se convirtió en mi contacto más importante en China. Resultó que tenía un hermano en Brooklyn y desarrollamos un vínculo. Se volvió mi hombre, mi hermano chino. Uno necesita a alguien así para cualquier historia. Le vendí mi imagen y le vendí mi historia. Claro, yo estaba en Beijing, pero él fue quien de veras me introdujo en China.
Le dije que quería averiguar lo que significaba para alguien como Lu Ying pasar por ese tipo de derrota. Le expliqué que yo creía que ella era uno poco como la propia China, que se sobreponía a la adversidad y a la desilusión. Todos sabemos qué es la desilusión. Uno no puede ganar siempre la carrera. Hasta Michael Jordan falla más tiros de los que convierte. Es un tema universal. Y Wong empezó a captar mi idea.
¿Establece reglas básicas para distinguir lo que es confidencial y lo que no antes de empezar?
Yo no empiezo así porque las entrevistas que hago no son polvos de una noche. La persona que entrevisto tiene que entender que nos estamos embarcando en una relación de largo plazo, donde nada tendrá que ser confidencial. Claro, acepto ciertas condiciones y las cumplo. Pero si me dicen que algo es confidencial, simplemente no hablo con ellos. Insisto en que todas las citas deben asignarse a nombres reales.
Cuando escribía La mujer de tu prójimo, había un personaje llamado John Bolero, que al comienzo me confió ciertas revelaciones y luego pretendió que fueran confidenciales. Al oír esto, de inmediato viajé a Los Ángeles para hablar con él y con su mujer. Les dije: “Ustedes no pueden hacer esto. El punto es que ustedes al aparecer declaran su individualidad, y sin nombre ustedes ya no son ustedes. ¡Son alguien diferente!”. Finalmente logré que él levantara la restricción. Tuve que hacerle entender que lo que estábamos haciendo, como socios, era tan importante que debía honrar nuestro acuerdo previo.
¿Qué política tiene sobre el cambio de nombres?
Aparte de que me consterna, no me interesa nadie que cambia los nombres al escribir no ficción. No me importa sobre quién está escribiendo. Si estoy leyendo una revista y veo un nombre cambiado, la dejo.
¿Cómo hace para convencer a la gente de darle tanto acceso?
Lo primero que hago es explicar por qué la persona es tan importante para mí. Les digo que hay algo importante en ellos, algo que todavía no sé y que no ha sido explorado. Tengo que convencerlos de que lo que hago vale la pena.
De acuerdo, con eso puede que le den una tarde. ¿Cómo los convence de que le den días, semanas, meses?
Voy a contarle cómo fue en China. Tras varias comidas con el señor Wong de Nike, obtuve permiso para ir al lugar en que el equipo chino entrenaba para los Juegos Olímpicos de Sydney. Las vi jugar, les di la mano y me hice tomar fotos con ellas. Entonces un burócrata del Ministerio de los Deportes dijo: “Gracias, señor Talese. Logró lo que quería. Hasta luego”. Yo contesté: “¿Qué? ¡No obtuve nada! Quiero volver a verla”. Me dijo que la chica estaba demasiado ocupada, y yo regresé a mi hotel muy frustrado.
El día siguiente le dije a Patrick Wong: “Sabe, acabo de caer en cuenta de que Lu Ying no es el centro de mi historia. ¡Su madre es la historia! Verá, en Estados Unidos tenemos unas madres activistas, mujeres privilegiadas que llevan a sus hijas a jugar fútbol en grandes camionetas. Pero en China las madres de estas futbolistas no tienen carro ni ninguno de esos privilegios. Vienen de familias muy pobres”. Le expliqué que las heroínas no eran las jugadoras que son vistas por millones en la televisión. No, las verdaderas heroínas anónimas ¡eran las madres de estas chicas!
Mi estrategia fue evitar los lugares de entrenamiento —que eran oficiales— y obtener la historia por intermedio de las madres. Enfocándome en las madres de las futbolistas, esperaba que la presión cedería y así podría obtener la historia que realmente quería.
Por fin pude echarle mi cuento a la madre de Lu Ying en el lobby de mi hotel. Le dije que pensaba que su vida había influido en la de su hija, que ella me parecía una típica madre china del presente, de esas que habían salido de la pobreza, de la Revolución Cultural y que, sin embargo, habían logrado que sus hijas tuvieran la libertad de jugar al fútbol. Ella pareció interesada, de modo que hicimos otra cita para encontrarnos en el mismo lobby cuatro días después. Esta vez hablamos con más libertad y le pregunté si podía visitarla en su casa. Estuvo de acuerdo y una semana más tarde mi intérprete y yo fuimos hasta el hutan en el que vive. Era una edificación en la que habitaban 25 personas, toda una familia en un lugar muy estrecho. Vi dónde dormía Lu Ying; encima de la cama tenía una foto de Michael Jordan. Sus pequeños pares de guayos estaban alineados contra la pared. ¡Era maravilloso!
Y mientras hablábamos me presentaron a una viejita que era la madre de la madre: ¡la abuela de Lu Ying! La abuela sufría de “pies vendados”1. Había vivido en la China prerrevolucionaria. Pensé: “Un momento, ésta es una historia generacional sobre una abuela, una madre y Lu Ying”. Y volvía y volvía a visitarlas.
De modo que para responder su pregunta sobre cómo obtengo todo el acceso que necesito, lo obtengo un paso a la vez. Me vendo gradualmente en cada paso. Lo esencial es estar allí y conocer a la gente.
¿Alguna vez hace entrevistas por e-mail o por teléfono?
No tengo e-mail, ni lo uso. Utilizo el teléfono para hacer citas, pero todas las entrevistas las hago en persona. Siempre voy personalmente a todas partes. Quiero ver a la gente a la que entrevisto, y quiero que me vean. Todo es visual.
¿Toma notas mientras conversa?
Siempre estoy anotando cosas que me parecen interesantes. Pero soy discreto. No uso libretas porque son demasiado voluminosas. En cambio, corto en tiras las cartulinas que traen las camisas cuando llegan de la lavandería y anoto en ellas. Siempre cargo un bolígrafo y algunas de éstas [Talese saca unas cuantas tiras de cartulina del bolsillo de su chaqueta].
¿Cómo hace entrevistas en lugares como China donde no habla la lengua?
La barrera lingüística no es realmente un problema porque, dondequiera que uno esté, lo que la gente dice no es en realidad tan interesante. De entrada, no dicen necesariamente lo que creen. Y lo que te dicen hoy no es lo mismo que te dirán después, cuando ya los conozcas bien. Las entrevistas del principio casi no tienen sentido. Todo lo que quiero es ver a la gente en su hábitat.
El idioma ni siquiera es importante cuando trabajo una historia en un país cuya lengua conozco. No me interesaba entrevistar a Sinatra para escribir “Frank Sinatra está resfriado”. Saqué más información de observarlo y de observar las reacciones de quienes lo rodeaban, que la que habría obtenido si hubiéramos conversado. Hace poco, cuando escribí para Esquire sobre el viaje de Muhammad Alí a Cuba, no hablé con él porque ya no puede hacerlo con claridad. Mi reportería es más visual que verbal. Mi reportería depende menos de hablar con la gente que de lo que he llamado “el fino arte de frecuentar”.
¿Qué tanto le importa el lugar de la entrevista?
Mucho. Me gusta estar allí donde la persona trabaja. O entrevistar a la gente donde la pueda ver interactuar con otros. No importa mucho quiénes: la mujer, la novia o una corista con la que está involucrado. Me gusta que haya diálogo. De nuevo, pienso en términos de cámara, que funcione visualmente. Quiero libertad para moverme y dar al lector cosas diferentes que mirar. No quiero puros primeros planos, como en un documental. Quiero interacción, conversación, conflicto.
En el libro que está escribiendo ahora, hay una escena en una convención de urólogos en Las Vegas en la que una uróloga y John Bobbit miran una película porno en su cuarto de hotel para saber si a él el pene le funciona.
Sí, es una escena estupenda en la que Suzanne Frye, una de las pocas urólogas de Estados Unidos, sostiene el pene erecto de John y habla sobre su flujo sanguíneo.
¿Montó usted esa escena?
Sí, la monté porque quería tener un personaje en la historia, fuera de John Bobbit y su pene, que en realidad es un actor más. A veces encuentro una historia y necesito un actor y una actriz para desempeñar los papeles de la historia. Yo hago de director.
¿En qué lugares específicos prefiere entrevistar a la gente?
Me encanta entrevistar a la gente en restaurantes, porque allí se relajan. Y, además, uno puede fisgonear un poco a los vecinos. Los aviones también son magníficos para una entrevista. Una vez volé con Joe DiMaggio desde San Francisco hasta el campo de entrenamiento primaveral en Fort Lauderdale. Estuvimos sentados juntos seis horas y hablamos de Truman Capote. Uno está ahí al lado. Hay gente alrededor. Sirven tragos y comida. Todo conduce a la conversación.
¿Le cuesta más trabajo escribir que reportear?
A mí me cuesta mucho trabajo escribir. Me encanta la reportería y creo que soy un reportero natural. Pero al escribir nada me satisface. Estoy lleno de ese sentido católico del fracaso, de la ineptitud, de la falta de merecimiento. No soy lo suficientemente bueno, podría ser mejor: ése es el mantra que me repito a cada rato.
Cuéntenos un poco cómo es su agenda diaria.
Me levanto a más tardar a las ocho. Duermo en el mismo cuarto con mi mujer pero no le hablo en la mañana. Nuestra alcoba matrimonial no contiene nada mío: ni mi ropa, ni mi cepillo de dientes, nada. En realidad es la alcoba de mi mujer, con su clóset, su escritorio, sus manuscritos, su ropa. Le pertenece a ella. Yo sólo duermo allí.
Dejo la alcoba conyugal y subo al cuarto piso, que es donde tengo mi ropa. Me ducho y me pongo chaqueta y corbata. Salgo a la esquina a comprar el New York Times, aunque no lo leo en ese momento. Pero si no lo compro por la mañana, se agota y odio eso. Luego bajo a mi oficina, que tiene una entrada del todo independiente de la de la casa.
Me hago el desayuno en la cocinita que hay, usualmente café y un muffin integral, y lo llevo hasta mi escritorio. En ese momento ya son tal vez las ocho y media. No tengo teléfono ni e-mail en mi oficina, de modo que nada me perturba. A las doce y media me hago un pequeño sándwich. Como comer arruina mi concentración, a la una y media voy al gimnasio.
En el gimnasio pedaleo en una estática mientras leo el periódico y luego hago otros ejercicios. Eso mata un par de horas. Hacia las tres regreso y a las cuatro subo a la casa por primera vez desde que bajé a las ocho de la mañana. Trabajo en mi escritorio del cuarto piso, contesto llamadas, miro el correo y pago cuentas. Vuelvo a bajar a la oficina a las cinco y miro lo que he escrito en el día. Trato de continuar escribiendo hasta las ocho de la noche.
Luego salgo. Me gusta salir. Todas las noches. Adoro los restaurantes. No necesariamente los sofisticados, sino cualquier restaurante. Trato de regresar a casa hacia la medianoche o un poco antes. Alcanzo a ver el fin de The Charlie Rose Show.
En los fines de semana voy a mi casa en Ocean City, donde vive mi madre de 95 años. Allá tengo una oficina idéntica a la de la ciudad, me levanto por la mañana y repito el proceso. O sea que no cambia nada en los siete días de la semana.
Y la propia rutina de escribir, ¿cómo es?
Comienzo con una libreta amarilla a rayas y un lápiz. Lo primero que hago es que intento imprimir una oración. Ojo que digo intento imprimir una oración, e imprimir, no escribir. Uso grandes letras mayúsculas. En seguida le echo un vistazo, la cambio, la reescribo, y trato de lograr otra. A veces me toma un par de días tener cinco o seis oraciones en grandes mayúsculas. Éste es el inicio de una pieza.
Cuando tengo por ahí cuatro o cinco páginas en mayúsculas, las paso a máquina a triple espacio en una máquina eléctrica. Luego edito y reescribo esas oraciones una y otra vez hasta que tengo una única página a máquina que me satisface.
Después tomo esa página y la pego a la pared con un alfiler. Tengo paneles de icopor para el efecto. Luego repito todo el proceso otra vez, escribo otra página y la pego a la pared al lado de la anterior. Son como piezas de ropa en un tendedero. Tengo cuatro o cinco paneles de icopor, de modo que puedo poner hasta treinta y cinco páginas seguidas en tres filas.
¿Por qué las pega a la pared?
Porque me ayuda a tener una perspectiva diferente: puedo ver cómo se mueven las escenas, cómo funciona el lenguaje, cómo fluyen las oraciones. Me pierdo cuando reescribo y quiero volver a ver el material. Quiero verlo con ojos frescos, como si otra persona lo hubiera escrito. Solía pegar las páginas a la pared, luego sentarme en una silla al otro lado de cuarto y de ahí mirarlas con binóculos. Pero mi oficina de ahora es demasiado estrecha para eso.
¿Y ahora cómo logra la perspectiva diferente?
Me inventé otro sistema. A cambio de los binóculos, hago dos copias empastadas del libro en proceso. La primera es de tamaño regular. La segunda contiene las mismas páginas de la primera, pero reducidas en un 67% por la fotocopiadora. La misma encuadernación, los mismos números en las páginas, pero como la copia es mucho más pequeña, se ve muy diferente. Así logro el mismo efecto de distorsión que lograba con los binóculos.
¿Usa este método sólo para proyectos grandes?
No, lo uso para todo: 50 palabras, 500 palabras, 5.000 palabras, no hay diferencia. Para todo. Es por eso que no puedo aceptar encargos de revistas o reseñas. Diablos, ni siquiera un titular lo puedo hacer rápido. Un editor me llama y me dice: “Te sientas y lo sacas de un tirón”. ¡Pero yo nada lo puedo hacer de un tirón! Si acepto una reseña, ahí mismo se esfuma un mes y medio de mi agenda. Claro, cumplo con la fecha de entrega. Pero siempre apenas; es algo que aprendí cuando escribía para el Times.
¿Se exige una cierta cantidad de palabras diarias?
No, yo no trabajo así. Una vez le oí decir a Tom Wolfe que su estándar eran doce páginas al día. ¡¡¡Doce páginas al día??? ¡Me noqueó con eso! ¡Me asombró! Yo apenas hago lo mejor que puedo todos los días. No me importa si me toma un mes lograr una sola oración. Todo cuanto importa es llegar a un punto en el que pueda decir: “No lo puedo hacer mejor. Gay Talese no lo puede hacer mejor. Tal vez Philip Roth lo pueda hacer mejor, tal vez León Tolstoi lo pueda hacer mejor, pero yo no lo puedo hacer mejor”. Y de ahí paso al texto siguiente.
¿Reescribe mucho a medida que pasa el tiempo?
Muy poco. Cuando una de mis páginas está lista, está lista. Yo no desbarato el material para reubicar pasajes al final. El tejido es demasiado apretado para poder mover pedazos. No se trata de un borrador, es un texto definitivo.
Soy como un sastre que cose y cose y cose. No escribo en grandes saltos. Escribo un poquito a la vez y construyo de forma incremental. Me gustaría ir en línea recta, pero no puedo evitar los giros y los desvíos. Sólo que no veo que haya tomado por un desvío hasta que he avanzado más por el camino. Soy como un ciego que maneja un camión a través de un túnel sin luces. No puedo ir rápido porque las luces son opacas y el túnel es estrecho. A veces giro y voy en otra dirección. Pero entonces tengo que retroceder para encontrar el camino.
¿En cuántos proyectos trabaja a la vez?
Sólo puedo hacer una cosa a la vez. He estado trabajando en mi actual libro desde cuando publiqué el último en 1992. No he firmado nada importante en una década. El único reportaje largo que escribí fue sobre la visita de Muhammad Alí a Castro en Cuba. Seis revistas lo rechazaron hasta que Esquire se decidió a publicarlo.
No soy de aquellos que por el camino pueden escribir reseñas, columnas y hasta artículos de revista. Porque quiero concentrarme de veras en lo que estoy haciendo. No quiero quitarle tiempo a mi libro. Claro que hay mucha gente que demuestra que estoy equivocado. John Updike puede escribir diez novelas en el tiempo en que yo no he hecho nada. Me gustaría ser sobrehumano como él, pero no lo soy.
¿Qué clase de tono busca?
Busco un tono circunspecto, un tono gracioso que haga que todo parezca fácil. Como cuando DiMa-ggio corría detrás de un fly de grandes ligas en el jardín central y parecía atraparlo siempre justo a tiempo. No estoy diciendo que lo logre, pero es lo que yo busco.
Este tono proviene de mis escritores favoritos, todos con voces maravillosas: Guy de Maupassant, el primer autor de ficción que leí en inglés. También están John Fowles, William Sty-ron (que escribió una parte de Las confesiones de Nat Turner cuando vivía aquí conmigo), John O’Hara e Irwin Shaw. Los diálogos de O’Hara, que en muy pocas palabras era capaz de plantear una situación. El primer Irwin Shaw, como en su cuento “Las chicas y sus vestidos de verano”, tan bellamente escrito. Yo crecí leyendo a Fitzgerald y a Hemingway.
Antes de La mujer de tu prójimo, usted raramente aparecía en sus escritos. ¿Por qué?
Si voy a aparecer en un texto, más vale que haya una razón poderosa para ello. Antes de La mujer de tu prójimo, el material no lo exigía. Un libro como Honrarás a tu padre trata de Bill Bonanno, con quien yo me identificaba. Teníamos la misma edad y los mismos antecedentes. No había razón para mi presencia, dado que él estaba allí y podía representarme.
Razón de más para sorprenderse cuando usted se describe en tercera persona al final de La mujer de tu prójimo (“Talese empezó a considerar a las masajistas como especies de terapistas sin licencia”).
Lo hice así porque no creí que pudiera usar la primera persona en ese libro. Quería preservar el sentimiento de neutralidad, pues gran parte del sexo sobre el que escribía era del tipo neutral. Sí consideré involucrarme y se me ocurrió terminar en un campo nudista cerca de Ocean City. Mucha gente opinó que eso resultaba un tanto exhibicionista.
Usted tiene una técnica muy personal para conectar a los personajes en sus libros. Por ejemplo, rastrea el cuchillo que Lorena Bobbit utilizó para cercenarle el pene a su marido hasta un almacén Ikea, donde lo compró. Luego encuentra a la mujer que se lo vendió. La mujer de tu prójimo empieza con un niño viendo a una modelo desnuda en una revista. Después rastrea ambas vidas. ¿Por qué hace eso?
Quiero transmitir el asombro de la realidad. Creo que si uno excava lo suficiente dentro de los personajes, éstos se vuelven tan reales que sus historias adquieren un aire imaginario. Parecen de ficción. Yo aspiro a evocar la corriente ficcional que fluye bajo el río de la realidad.
¿Cree usted que el periodismo puede llevar a la verdad?
No, yo creo que las opciones editoriales sobre lo que sale o no en periódicos y revistas son tan subjetivas que uno casi nunca obtiene toda la verdad. Las huellas del editor están por todas partes en lo que escoge. La selección de personajes en El reino y el poder, para dar un ejemplo, demuestra que no existe esa cosa que llaman “el periodismo objetivo”. Tampoco existe la verdad absoluta. Los reporteros pueden encontrar lo que quieren encontrar. Todo reportero va a la batalla con la totalidad de sus cicatrices a cuestas. Un reportero nunca acierta del todo. Logra lo que es capaz de lograr, lo que quiere lograr.
Pero, ¿y qué hay sobre la verdad en su propia escritura?
Yo tengo un punto de vista calabrés, que me viene de descender de un pueblo muchas veces invadido. Sufrimos de ver las cosas desde demasiados ángulos a la vez. Yo veo muchos, muchos puntos de vista diferentes. Así que mi punto de vista consiste en tener muchos puntos de vista. ¿Dónde está la verdad ahí?
26 jun 2012
23 jun 2012
Sin palabras
Se dice que Omiya Akifusa no volverá a decir una palabra. El novelista, que tiene sesenta años, tampoco volverá a escribir una sola letra. Es decir, además de que no volverá a escribir novelas, ni siquiera una palabra suelta.
Su mano derecha está paralizada, tanto como su lengua. Pero parece que conserva algún movimiento en la izquierda, por lo que creo que, si quisiera, podría escribir. No tiene que ser una frase perfecta. Podría escribir con trazos gigantes de katakana cuando necesite algo. Aunque haya quedado impedido para hablar y hacer gestos podría escribir así sea con un katakana quebrado como medio para comunicar lo que siente. Así, al menos, los malentendidos serían menores.
Por muy confusas que sean las palabras ciertamente son fáciles de entender que un gesto torpe. Supongamos que el viejo Akifusa quisiese mostrar, con los labios estirados para sorber o con el además de una mano que se lleva una compa a la boca, que desea beber algo. Le resultaría muy difícil expresar cuál de estas cuatro bebidas es la que quiere. Agua, té, leche o un remedio. <<¿Cómo distinguiríamos entre el agua y el té? Sería más claro que pudiese escribir <
Resulta extraño, ¿verdad?, que un hombre que pasó más de cuarenta años de su vida usando letras y caracteres para escribir palabras, las haya perdido por completo. Todavía conoce la delicadeza y la precisión de su extraordinario poder, pero se encuentra prisionero de ellas. Las simples letras a o t serían mucho más elocuentes que todas las palabras que estuvo escribiendo como un caudal torrencial a lo largo de su vida. Creo que poseen más fuerza.
Planeé que estas serían las palabras que le diría cuando le hiciera una visita.
Para ir en automóvil de Kamakura a Zushi hay que atravesar un túnel, y el camino no es muy agradable. Justo antes del túnel hay un crematorio. Y existe el rumor de que últimamente aparece por allí un fantasma. Dicen que el espectro de una mujer joven se sube a los automóviles que pasan bajo el crematorio por la noche.
Puesto que era todavía de día, no tenía por qué preocuparme. Sin embargo, le pregunté al conductor, que parecía una persona amable.
-Yo todavía no la he visto. Pero en la empresa hay alguien a quien le ha pasado. Y no sólo en la nuestra. También a taxistas de otras compañías les ha pasado lo mismo. Por eso, cuando tenemos que tomar esta ruta de noche, hemos acordado ir con algún compañero – dijo el conductor. Parecía un tema que ya había repetido tantas veces que le resultaba molesto.
-¿Y por dónde sale?
-Por esta zona. Siempre al regresar de Zushi con el taxi vacío.
-Y cuando van pasajeros, ¿no se aparece?
-Bueno, lo que he oído es que sucede en los taxis que regresan vacíos. El espectro se sube al taxi de repente en los alrededores del crematorio. No hay que detener el taxi para que se suba. Tampoco se sabe en qué momento lo hace. El chofer siente algo extraño al volver la cabeza, se encuentra con una mujer que va sentada en el asiento de atrás, pero cuya figura no se refleja en el retrovisor.
-¡Qué extraño! Supongo que lo del retrovisor es porque los fantasmas no se reflejan en los espejos.
-Eso es lo que dicen, que los fantasmas no producen reflejo, aunque puedan ser vistos por ojos humanos.
-Sí, pero me imagino que los ojos de las personas sí la ven. Los espejos no son tan impresionables – quise explicar. Pero no continué porque advertí que son humanos los ojos que miran los espejos.
-Sin embargo, sólo dos o tres personas la han visto- dijo el conductor.
-¿Y hasta dónde viaja?
-El conductor se asusta y acelera sin pensar, y al entrar en el centro de Kamakura, cuando menos se lo espera, la mujer ya ha desaparecido.
-Debe ser una mujer de Kamakura, entonces. Seguramente quiere regresar a su pueblo. ¿No saben quién podría ser?
-Yo no sé tanto…
El taxista, aunque supiera algo o aunque a veces conversara con otros colegas sobre quién podría ser o de dónde podría venir, no se lo iba abiertamente a un pasajero.
-Viste Kimono y es una mujer bastante bonita. No como se dice de las que paran el tráfico, claro. La cara de un espectro no despierta ese tipo de pasiones.
-¿Dice algo?
-He oído que no habla. Estaría bien que al menos diera las gracias, ¿no? Pero claro, cuando los fantasmas hablan no hacen otra cosa que quejarse.
Antes de entrar en el túnel volví la cabeza para mirar hacia la montaña en donde estaba el crematorio. Ese era el crematorio de Kamakura, así que era natural que los muertos allí incinerados quisieran volver a Kamakura. Me parecía muy bien que una mujer los representara simbólicamente y se subiera a un tren vacío en medio de la noche. Yo, sin embargo, no creía la historia.
-Yo diría que los fantasmas no van en taxi. ¿No son seres que pueden trasladarse libremente a cualquier lugar y aparecerse en cualquier sitio?
La casa de Omiya Akifusa se encontraba justo a la salida del túnel.
Eran las cuatro de la tarde. El cielo nublado tenía un leve color de durazno. Era el tinte de la llegada de la primavera. Me detuve delante del portón de la casa de Omiya para tranquilizarme un poco
Habían transcurrido ocho meses desde que el viejo Akifusa se hubiera convertido en un espectro viviente. Durante este tiempo sólo lo había visto dos veces. La primera vez, cuando tuvo el derrame. Akifusa era un respetado escritor, más de treinta años mayor que yo, y de quien había recibido favores. Me fue muy doloroso verlo convertido en esa figura fea y miserable.
Pero sabía que si tenía un segundo ataque, ese sería probablemente el final. La distancia entre Zushi y Kamakura, dos ciudades colindantes, era muy corta, y la tardanza en visitarlo se me estaba volviendo insostenible. No son pocas las personas que han muerto mientras yo me decidía a visitarlas. Me he acostumbrado a decir que así es la vida. He pensado pedirle el favor a Akifusa de que me escriba algo en media hoja de papel, pero la idea de repente pierde todo sentido. Y eso me ha pasado ya varias veces. No es que crea que eso es algo que no me va a suceder a mí. Soy consciente de que yo mismo puedo morir en mitad de la noche o de una tempestad, y eso no hace me cuide más.
Conocí a otros escritores que murieron de derrame cerebral, ataque al corazón o insuficiencia coronaria. Pero no había a nadie que, como el viejo Akifusa, hubiera quedado paralítico. Si se considera que no hay mayor desgracia que la muerte, es posible concluir que la prolongación de la vida de Akifusa, a pesar de haber quedado inválido y sin esperanza de recuperación, fue una bendición. Pero no es fácil sentir esa bendición. Tampoco sabemos si Akifusa se siente feliz o desgraciado.
Han pasado ocho meses desde el ataque de Akifusa. Parece que son muy pocos los que todavía lo visitan. Comunicarse con un viejo sordo es difícil. Más difícil es comunicarse con un mundo que lo oye todo. Y más desagradable que decirle algo a un sordo es no comprender si la otra persona ha entendido lo que le decimos y quiere contestar algo.
Akifusa perdió muy temprano a su esposa. Sin embargo, su hija Tomiko permaneció a su lado. Akifusa había tenido dos hijas. La mayor se caso, y Tomiko, la menor, se fue a vivir con su padre. Puesto que ella se encargó del cuidado de la casa, Akifusa no volvió a casarse y, en lugar de perder su libertad, llevó la vida alegre de un soltero sin ataduras. Tomiko por lo mismo, debió sacrificarse por su padre. El hecho de que se haya mantenido soltero a pesar de sus varias aventuras amorosas lo lleva a uno a preguntarse si Akifusa no cedió a los efectos debido a una gran fuerza de voluntad o existió alguna otra razón.
La hija menor, la más parecida a su padre, era alta y de facciones finas. No era el tipo de muchacha que se queda soltera. Por supuesto, ya se le había pasado el tiempo de su juventud – estaba cerca de los cuarenta años- y apenas usaba cosméticos, pero irradiaba una sensación de pureza. Parecía haber tenido desde siempre una naturaleza apacible y no se advertía en ella ni la amargura ni la acidez de una solterona. Tal vez la consagración a su padre.
En lugar de hacerlo con Akifusa, la gente que venía de visita conversaba con Tomiko, que permanecía sentada junto a la almohada del padre.
Me impresionó ver lo demacrada que estaba. Mi sorpresa era absurda, pues era natural que hubiese adelgazado. Pero me deprimió ver que Tomiko había envejecido y se había arrugado de repente. Pensé que las preocupaciones domésticas le eran penosas.
Una vez dichas las palabras de rigor en una visita de cortesía a un enfermo, me quedé sin palabras y solté imprudentemente:
-¿Ha oído el rumor de un fantasma que sale del otro lado del túnel? Precisamente ahora venía escuchando al conductor del taxi.
-¿Ah sí? Me paso el día encerrada en la casa. No he oído nada- dijo Tomiko con deseos de no saber más. Yo, aunque pensé que era mejor no hablar más, le hice un resumen. Y terminé diciendo:
-Pues es un cuento difícil de creer… Por lo menos, hasta haberlo visto. E incluso viéndolo, uno podría no creer pues también existen las ilusiones.
-Pues esta noche cuando regrese a casa, señor Mita, intente ver si es cierto que se aparece o no- comentó Tomiko de un modo extraño.
-Ya, pero los fantasmas no se aparecen mientras es de día
-Pero si se queda a cenar, podrá regresar de noche.
-No, ya va siendo hora de irme. Además parece que mujer sólo sube a los taxis vacíos.
-Así que no tiene por qué preocuparse. Mi padre dice que está muy contento con su visita y que le gustaría que se quedara más tiempo. Papá, ¿verdad que estás invitando al señor Mita a comer?
Volví a mirar a Akifusa. Desde la almohada el viejo pareció mover afirmativamente la cabeza. ¿Estaba contento de que hubiera venido? El blanco de sus ojos era sucio y le colgaban unas legañas amarillentas. Desde el fondo turbio de sus ojos parecían brillarle las pupilas. Si ese brillo estallara en una llamarada le sobrevendría un segundo derrame. Me sentí angustiado de que eso pudiera sucederle ahora.
-Pienso que si me quedo mucho tiempo voy a cansar al maestro...
-No se preocupe… Mi padre no se cansará- dijo con firmeza Tomiko. Creo que a usted le desagrada que lo retenga al lado de un enfermo como mi padre, pero cuando está con él un escritor, mi padre recuerda que él mismo también es escritor…
-Ya veo…
Aunque me quede un poco sorprendido por el cambio que advertí en el modo de hablar de Tomiko, resolví permanecer un rato más.
-Estoy seguro de que el maestro siempre tiene conciencia de ser escritor.
--Hay una novela de mi padre en la que he pensado con frecuencia desde que le sucedió el percance. En ella escribió sobre un joven que le enviaba unas cartas. El muchacho se volvió loco y le recluyeron en un manicomio. Por ser peligroso no le permitían tener ni plumas ni tinteros, ni lápices. Lo único que podía en la habitación eran resmas de papel de escribir. Cuentan que se pasaba el día frente el papel en blanco escribiendo… O más bien, con la idea de que estaba escribiendo. Porque el papel permanecía en blanco. Lo que he dicho hasta aquí fueron los hechos. Lo que sigue es el relato de mi padre. Cada vez que mi madre iba a hacerle una visita al muchacho le decía: <
-Se refiere a La madre que podía leer, uno de los textos más brillantes del maestro Omiya, ¿verdad? Una obra inolvidable.
-El libro está escrito en primera persona: el <
La estrambótica idea de que Tomito, con la intención de convertirse en su padre, intentara escribir sobre sus cosas, se apoderó también de mí.
¿Resultaría un juego vacío de palabras? ¿Sería una obra de arte sorprendente? De cualquier manera, sería un consuelo para ambos. Akifusa, que existía en completo silencio, se liberaría de su carencia de palabras. La falta de palabras es intolerable.
-El maestro comprendería lo que usted escribiese y, puesto que él mismo podría evaluarlo, no sería lo mismo que leer una página en blanco. Sería como si su padre verdaderamente escribiera, leyera y oyera sus propias cosas.
-¿Cree usted que lo escrito sería obra de mi padre? Aunque fuese sólo un poquito…
-De ese poco no tengo duda. Algo más que eso dependerá de los dioses o de la armonía efectiva entre ustedes dos. No sabría decirlo.
Un libro hecho de esta manera tendría más vida que unas memorias escritas después de la muerte del viejo. Si resultase viable, aún el diario transcurrir de un Akifusa en su estado actual podría convertirse en una preciosa vida literaria.
-Aunque esté sin palabras el maestro puede ayudarla y corregirla.
-No tendría ningún sentido que acabara convirtiéndolo en algo mío. Voy a consultarlo cuidadosamente con mi padre- dijo Tomiko con una voz animada.
Me pareció que una vez más había hablado demasiado. ¿Estaría empujando al combate a un soldado profundamente herido? ¿Estaría violentando el límite sagrado del silencio? No se trataba de que Akifusa, queriendo escribir, no pudiera hacerlo- podría escribir letras o caracteres si quisiera. Él parecía más bien vivir sin palabras a causa de un dolor y una culpa muy profundos. ¿A mí mismo no me había enseñado la experiencia que ninguna palabra puede decir tanto como el silencio?
Sin embargo, si Akifusa iba a permanecer sin palabras y sus palabras hubieran de venir de Tomiko, ¿no es esa también una forma del poder del silencio? Si alguien carece de palabras, otro puede expresarse por él. Todo habla.
Tomiko se puso en pie y dijo:
-¡Ah! ¿Sí? Papá me está diciendo que ya es hora de que le ofrezca algo, como una copa de sake.
Sin pensarlo, volví a mirar a Akifusa. No había el menor indicio de que el viejo hubiese dicho algo.
Tomiko salió y nos dejó a los dos solos. Akifusa volvió el rostro en mi dirección. Estaba sombrío. ¿Deseaba decir algo? ¿Estaba irritado por verse en esa situación en que se suponía que tuviera que decir algo? Fui yo el que no tuvo más remedio que hablar.
-Maestro, ¿qué piensa sobre lo que acaba de decir Tomiko?
-….
Mi interlocutor no tenía palabras.
-Maestro, usted es capaz de volver a hacer una obra extraña, muy diferente a La madre que podía leer. Eso fue lo que comencé a sentir mientras hablaba con Tomiko.
-…
-Usted nunca escribió una novela en primera persona ni una autobiografía. Pero ahora que no puede escribir por sí mismo, hacer una obra de este género por medio de la mano de otro puede convertirse en un medio de revelar novedosamente uno de los destinos del arte. Yo tampoco escribo sobre mis cosas. Y creo que no podría hacerlo aunque me lo propusiera. Pero me parecería muy interesante seguir escribiendo a pesar de carecer de palabras y no sé si sentiría la alegría de preguntarme si lo allí escrito es propio, si ese soy yo, o si abandonaría el experimento como algo inhumano.
-…
Tomiko regresó trayendo sake acompañado de un aperitivo.
-¿Puedo ofrecerle un trago?
-Gracias. Espero que el maestro me perdone por beber delante de él, pero se lo acepto.
-Los enfermos como él no son buenos conversadores, ¿verdad?
-¡Oh no! En realidad, he continuado hablando de lo que estábamos conversando.
-¿Ah, sí? Pues yo he pensado mientras calentaba el saje que podría ser entretenido si escribiera, tomando el lugar de mi padre, sobre las aventuras amorosas que tuvo después de la muerte de mamá. Hay cosas que mi padre me contó pormenorizadamente y que ahora recuerdo aunque él las haya olvidado… Creo que usted está enterado de que cuando mi padre sufrió el derrame vinieron corriendo dos mujeres.
-¡Así es!
- No sé si habrá sido porque mi padre va a permanecer en este estado largo tiempo o porque yo vivo con él, lo cierto es que no han vuelto a aparecer. Pero yo sé muchas cosas que mi padre me contó sobre ellas.
-Sin embargo, él no las verá de la misma manera que usted- lo que dije era obvio, pero Tomiko pareció ofenderse.
-No puedo pensar que mi padre haya contado falsedades, y me parece que con el tiempo he ido comprendiendo cada vez más sus sentimientos… -dijo, y –se puso en pie- pero ¿por qué no se lo pregunta usted mismo? Voy a preparar la cena y regreso en un momento.
-No se preocupe por mí.
Salí con Tomiko y le pedí una copa. Para conversar con un mudo lo mejor es beberse el trago rápidamente.
-Maestro, también sus amores se han convertido en propiedad de Tomiko, ¿verdad? Supongo que así es como funciona lo que llamamos <
Dudé de usar la palabra <
-Si fuera posible donar el pasado creo que dudaríamos en hacerlo, ¿no es verdad?
-….
-Lo que llamamos <
-….
-Pienso, maestro, que esa sola a desbordante de amor tendría más fuerza que todas las novelas escritas en cuarenta años.
-…
-¿Por qué está callado, maestro? Tal vez pueda decir <
-…
Estaba a punto de llamar a Tomiko a la cocina para que me trajera lápiz y papel cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo.
-¡No debo hacer esto! Estoy un poco borracho. ¡Perdone la grosería!
-…
-Maestro, he perturbado este silencio en el que usted había entrado con tanto trabajo
-…
Tomiko retornó a la salita y durante un rato tuve la sensación de que había estado gagueando. No había hecho más que dar vueltas en torno al silencio del viejo Akifusa. Tomiko pidió prestado el teléfono de una pescadería cercana y llamó al taxista que me había traído.
-Mi padre dice que vuelva a hablar con él de vez en cuando.
-¡Así será!- respondí como para salir del paso, y me subí al taxi.
-Veo que vino acompañado.
-Apenas está comenzando a anochecer y llevamos un pasajero. Por lo mismo no creo que se vaya a aparecer, pero por si acaso…
Atravesamos el túnel hacia Kamakura y nos acercamos al sitio del crematorio. De repente, el automóvil empezó a volar como una exhalación.
-¿Está aquí?
-¡Sí! ¡Ahí sentada a su lado!
-¡Ah!
La borrachera me desapareció en un instante. Miré de reojo.
-¡No me asuste, que esto no tiene gracia!
-¡Ahí la tiene! ¡Ahí mismito!
-¡No diga mentiras! Y vaya más despacio que es peligroso.
-¡Ahí está sentada! ¿No la ve señor?
-No se ve. Yo no puedo verla… - y al decir esto empecé a sentir frío. Pero haciéndome el valiente pregunté-: Y sí está aquí, ¿no debería decirle algo?
-¡Ni… ni… en broma! El que habla a un fantasma queda paralizado. Embrujado. ¡Es escalofriante! ¡Ni se le ocurra! Llevémosla callados hasta Kamakura.
18 jun 2012
Rosa y Negro
El color de los géneros literarios no es únicamente una etiqueta que los distingue y simplifica. El color de la literatura es tan importante (e informativo) como el color del pelo de una mujer (no importa si esta teñida, una mujer es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de si misma).
Hay mujeres rubias, morenas y pelirrojas; se distinguen no sólo por el color de su pelo, sino por su conducta, su sensibilidad y su estilo. Si una rubia no se comporta como le corresponde a una rubia, está condenada al fracaso y al desconcierto. Sólo provocará confusión dentro y alrededor de si misma.
Si una escritora de novela rosa, por despiste o por dolor, se contempla en el negro espejo de la realidad, habrá equivocado su mirada (la mirada en un escritor es esencial) y habrá cruzado la frontera que divide dos géneros tan opuestos y vecinos como el Rosa y el Negro.
Los detectives de las series negras y las heroínas de las series rosas son personajes con más afinidades que diferencias. Philip Marlowe y Sam Spade son una pareja de jodidos sentimentales. A los duros detectives le salva la sensibilería su cinismo etílico (las decepciones sufridas lo justifican. El cinismo se convierte en una segunda gabardina bajo la que ocultan un corazón de oro herido. La decepción es un signo mas melodramático que policiaco.) También les diferencia su actitud crítica contra la sociedad que les ha tocado vivir. La conciencia social esta ausente y casi prohibida en un universo de color rosa. No así el melodrama.
De hecho el melodrama con conciencia social se le llama neorrealismo. Aunque mantengan cierto parentesco, no debe confundirse la novela rosa con el melodrama. Toda novela rosa es melodramática, pero no todo melodrama es rosa, en absoluto.
También es cierto que todos los géneros literarios y cinematográficos alternan entre sí. Se influyen, dividen y subdividen y se mezclan cada vez mas. Esta promiscuidad general y generosa de los géneros (el eclecticismo, el mestizaje) es característica de un siglo perezoso que hace balance antes de pasar a la historia.
Volvamos a nuestra protagonista. El cambio que se opera en la vida de Leo es un cambio de color, casi un trasvase de colores entre vida y escritura. Al principio escribe novela rosa pero su vida es muy negra. Al final sucede lo contrario, sus perspectivas de vida son mas cálidas (no exactamente rosas, eso sería irreal, pero sí anaranjadas, como el cielo al atardecer o el fuego en una chimenea). Respecto a su escritura, aunque no se especifique en la película, puedo adelantar que será negra y esperpéntica, inspirada en la realidad que llena las paginas de los sucesos de los periódicos, con sucesos extraordinarios. En la flor de mi secreto casi no se ven, pero están sobre su mesa de trabajo, yo las puse.
La heroína de la novela rosa y el antihéroe de la negra al principio están solos, pero terminan de un modo distinto. El antihéroe continúa triste y solitario, al final. Creo que en el fondo los antihéroes disfrutan del caos y la soledad, una mujer acabaría ordenándoles la cas ay la vida, y ésa es precisamente la única diferencia entre un antihéroe y un tipo vulgar.)
La heroína rosa, por el contrario, al final de la novela siempre acaba acompañada, pero eso no importa. En la novela rosa la soledad es bonita al principio pero al final esta prohibida.
13 jun 2012
La alegría de escribir
¿Hacia dónde corre por el bosque escrito el corzo escrito?
¿A saciar su sed a orillas del agua escrita
que le calcará el hocico cual hoja de papel carbón?
¿Por qué alza la cabeza? ¿Ha oído algo?
Sobre sus cuatro patas, prestadas por la realidad,
levanta la oreja bajo mis dedos.
Silencio —palabra que cruje en el papel
y separa las ramas que brotan de la palabra «bosque».
A punto de saltar sobre la página en blanco acechan
letras que acaso no congenien,
frases tan insistentes
que consumarán la invasión.
Una gota de tinta contiene una sólida reserva
de cazadores, apuntando con un ojo ya cerrado,
preparados para el descenso por la pluma empinada,
para cercar al corzo y llevarse el fusil a la cara.
Olvidan que esto, lo de aquí, no es la vida.
Aquí, negro sobre blanco, rigen otras leyes.
Un abrir y cerrar de ojos durará cuanto yo quiera,
se dejará fraccionar en eternidades minúsculas
llenas de balas detenidas en pleno vuelo.
Nada sucederá si yo no lo ordeno.
Contra mi voluntad no caerá la hoja,
ni una brizna se inclinará bajo la pezuña del punto final.
¿Existe, pues, un mundo
cuyo destino regento con absoluta soberanía?
¿Un tiempo que retengo con cadenas de signos?
¿Un vivir que no cesa si éste es mi deseo?
Alegría de escribir.
Poder de eternizar.
Venganza de una mano mortal.
8 jun 2012
Poemas
SI FUERA POETA…
Si fuera poeta
Sería un borracho
Tendría una nariz roja
Una gran caja En la que apilaría
Más de cien sonetos En la que apilaría
Mis obras completas.
No quisiera morir, 1962 (póstumo).
UN POETA…
Un poeta
Es un ser único
En montones de ejemplares
Que no piensa más que en verso
Y no escribe más que en música
Sobre motivos diversos
Unos rojos otros verdes Pero magníficos siempre.
No quisiera morir, 1962 (póstumo).
SI LOS POETAS FUERAN MENOS TONTOS…
Si los poetas fueran menos tontos
Y si fueran menos perezosos
Harían a todos felices
Para poder dedicarse en paz
A sus sufrimientos literarios
Construirían casas amarillas
Con grandes jardines delante
Y árboles llenos de pájaros
Mirliflautas y lisosos Parongros y verderones
Y pequeños cuervos muy rojos
Que dirían la buena ventura Habría grandes chorros de agua
Con luces dentro Habría doscientos peces
Desde el crusco hasta el ramusón
De la libela al pepamulo
De la aguja al rara curul
Y de la avela al cañizón
Habría aire completamente nuevo
Perfumado con el olor de las hojas
Comeríamos cuando quisiéramos
Y trabajaríamos sin prisa
Para construir escaleras
De formas nunca vistas
Con maderas veteadas de malva
Suaves como ella bajo los dedos
Pero los poetas son muy tontos
Escriben para comenzar
En vez de ponerse a trabajar
Y eso les da remordimientos
Que conservan hasta la muerte
Encantados de haber sufrido tanto
Les dan grandes discursos
Y se les olvida en un día
Pero si fueran menos perezosos
Sólo en dos serían olvidados.
No quisiera morir, 1962 (póstumo).
5 jun 2012
Encontrados en la traducción
Como autor de Las horas , Die Stunden y De Uren –que pasan por ser las traducciones al castellano, alemán y holandés de mi libro The Hours , pero que en realidad son trabajos únicos por derecho propio–, he llegado a entender que toda la literatura es producto de la traducción. La traducción no es sólo una tarea que se le asigna a un traductor que domina una lengua extranjera, sino una serie larga, compleja y hasta profunda de transformaciones que comprenden tanto al escritor como al lector. La “traducción” como acto humano es –como tantos actos humanos– una propuesta mucho más complicada de lo que puede parecer en un primer momento.
Tomemos como ejemplo una de las frases más famosas de la literatura, “Call me Ishmael” (Llámenme Ismael). Se trata, como sospecho que ya saben, de la primera frase de Moby Dick , de Herman Melville. Seguimos reconociendo esa frase después de más de ciento cincuenta años.
Sí. “Call me Ishmael”. Tres palabras simples. ¿Qué tienen de importante? Poseen la más fundamental y esquiva de las categorías literarias: autoridad. Como escritores, desde la primera frase debemos hablarles a nuestros lectores con autoridad. Es como bailar un vals por primera vez con una nueva pareja. Todo el que sepa bailar vals o foxtrot o tango o cualquier tipo de danza que exija contacto físico con una pareja receptiva sabe que hay un primer momento en la pista de baile en que se evalúa, de forma automática, si esa nueva persona puede bailar y, si puede hacerlo, qué tan bien. Sabemos de forma casi instantánea si tenemos entre los brazos a una persona inexperta, y también que en ese caso tendremos que trabajar bastante para que las cosas salgan bien.
La autoridad es una característica misteriosa, y es casi imposible descomponerla en los elementos que la integran. La primera tarea del traductor, por lo tanto, es volver a presentar cierta contundencia que no puede describirse ni explicarse del todo.
Si bien las palabras “Call me Ishmael” tienen fuerza y seguridad, no basta sólo con la fuerza y la seguridad.
“Idiotas, lean esto” también tiene fuerza y seguridad, pero es menos probable que produzca el efecto deseado. ¿Qué más tienen las palabras de Melville que le falta a la frase “Idiotas, lean esto”? Tienen música. Es ahí donde el trabajo de traducción se hace más difícil.
En la ficción, el lenguaje está compuesto de sentido y música por partes iguales. Las frases deben tener ritmo y cadencia, deben apelar al oído interno y deleitarlo. Lo ideal es que una frase leída en voz alta en una lengua extranjera siga teniendo resonancia por más que el oyente no tenga idea de lo que se le está diciendo.
Tratemos de olvidar que las palabras “Call me Ishmael” significan algo y pensemos en cómo suenan. Escuchemos los sonidos de las vocales: ah, ee, i suave, aa. Son cuatro, todas diferentes, y cada una es una nota suave y tranquilizadora. Escuchemos también la forma en que la frase está envuelta en consonantes. Abrimos con la c fuerte,
llegamos a la l al final de “call” y luego, en un encantador acto de simetría, llegamos a la l final de “Ishmael”. “Call me Arthur” o “Call me Bob” son adecuadas, pero no satisfactorias por razones musicales.
La mayor parte de los lectores, por supuesto, no sabría decir que responde a esas tres palabras porque son tranquilizadoras y simétricas, pero la mayoría de los lectores registra el hecho de forma inconsciente. Tal vez podría decirse que el significado es la fuerza que empleamos y que la música es la seducción. La tarea del traductor es reproducir tanto la fuerza como la música.
“Chiamami Ismaele.” Esta es la versión italiana de la frase de Melville, y el traductor ha hecho un buen trabajo. En mi condición de lector que no habla italiano, puedo decirles que esas dos palabras sin duda tienen un sonido atractivo, independiente de su significado. Si bien difiere del inglés, tenemos una progresión nueva e igualmente encantadora de sonidos vocálicos –ee-a, ah, ee, a, ee– y tres emes bien distribuidas. Si alguien está traduciendo Moby Dick , esa es una sola frase, y le quedan aproximadamente un millón más.
Aliento a los traductores de mis libros a tomarse todas las libertades que crean necesarias. No se trata de un gesto heroico, ya que de mi trabajo de años con traductores he aprendido que, en cierto sentido, la novela original es también una traducción. No está traducida a otra lengua, por supuesto, pero es una traducción de las imágenes que el autor tiene en la cabeza a lo que logra poner en papel.
Les voy a contar un secreto. Si se los presiona y son honestos, muchos novelistas admitirán que el libro terminado es una traducción bastante burda del libro que querían escribir. Es una de las cosas más descorazonadoras de escribir ficción. Durante meses o años se tiene en la cabeza la idea de una novela trascendente, de una comicidad brillante y en extremo trágica, que contiene todo lo que uno sabe y todo lo que puede imaginar sobre la vida humana en el planeta
Tierra. Es vasta, misteriosa e inspira admiración. Es una catedral de fuego.
Sin embargo, incluso si el libro en cuestión sale bien, no es nunca el libro que uno había querido escribir. Es menor que el libro que se quería escribir. Es un objeto, una colección de frases, y dista mucho de parecer una catedral de fuego. Para decirlo en pocas palabras, parece una traducción mediocre de un gran trabajo mítico.
El traductor, entonces, no hace más que llevar el libro un paso más allá en el continuum de traducción. El traductor traduce una traducción.
Un traductor también traduce un trabajo en progreso, algo que tiene un principio, una parte media y un fin, pero que no está del todo terminado por más que esté en proceso de publicación. Si es buena, una novela, toda novela, no es sólo una traducción levemente decepcionante de las grandes intenciones del novelista, sino también el borrador más trabajado que éste pudo producir antes de desplomarse agotado. Lo más que puedo hacer es no ir de librería en librería con una lapicera sacando mis libros de las estanterías para tachar ciertas líneas de las que me he arrepentido e incorporar otras mejores. Para muchos de nosotros, no existe lo que podría llamarse un “texto definitivo”.
Eso nos lleva al tema de la relación entre los escritores y sus lectores, donde tiene lugar otro acto de traducción.
Doy clases de escritura, y una de las primeras preguntas que les hago a mis alumnos es para quién escriben. Nueve de cada diez veces, la respuesta es que escriben para ellos mismos. Les digo que entiendo, que todas las noches me voy a casa, preparo una torta elaborada y me la como toda solo. Con eso quiero decir que las tortas y los libros tienen por objeto su presentación a otros. Por otra parte, los libros (a diferencia de las tortas) son interacciones profundas y elaboradas entre escritores y lectores, si bien separadas en espacio y tiempo.
Les recuerdo también que nadie quiere leer sus relatos. Hay muchos otros relatos, y en el siglo XXI, hay tal acumulación de literatura que pocos de nosotros viviremos lo suficiente para leer todos los relatos, para no hablar del hecho de que, como lectores, estamos ocupados.
Tenemos vidas atareadas y difíciles. Tenemos trabajos que hacer, cónyuges e hijos que atender, trámites que realizar, amigos que ver; tenemos que mantenernos al día con lo que pasa; buscamos pruebas de que nuestra pareja nos engaña; nos preguntamos por qué habremos aceptado cuarenta visitantes el sábado por la noche; nos preocupan el dinero y el calentamiento global; vemos nuestros programas de televisión favoritos.
Lo que el escritor dice, básicamente, es: hagan lugar en todo eso para esto. Suspendan lo que están haciendo y lean esto. Es mejor que parezca, desde la primera frase, que estamos ofreciendo a los lectores algo que vale la pena.
Debo admitir que cuando era tan joven como lo son ahora mis alumnos, también pensaba que escribía para mí, para algún vago lector ideal o, en mis momentos más pomposos, para las generaciones futuras. Mi trabajo sufría las consecuencias de ello.
No fue sino hasta hace unos años, cuando trabajaba en un bar de Laguna Beach, California, que descubrí un método mejor. Una de las camareras era una mujer llamada Helen, que en aquel momento tenía cuarenta y tantos años, por lo que yo consideraba que era apenas menor que el Viejo Marino. Helen era una mujer encantadora y generosa que tenía cuatro hijos y a la que el marido había abandonado de forma abrupta, sin aviso alguno. Tenía que trabajar. Y trabajar y trabajar. Trabajaba en una panadería por la mañana, pasaba manuscritos a máquina para escritores por la tarde y atendía a los comensales en el restaurante por la noche.
Helen era una ávida lectora, y su mayor alegría, al final de sus largas y duras jornadas, era meterse en la cama y leer durante una hora antes de las escasas horas de sueño que le estaban permitidas. Leía mucho y con voracidad. Cuando nos conocimos, estaba leyendo una novela de misterio barata y yo, como sólo los jóvenes y pretenciosos podrían hacerlo, le sugerí que, dado que le gustaban las historias de detectives, probara con Crimen y castigo de Dostoievski.
La leyó en menos de una semana. Cuando la terminó, me dijo: “Maravillosa”. “Pensé que le gustaría”, contesté. Agregó: “Dostoievski es mucho mejor que Ken Follett.” “Sí.” Hizo una pausa. “Pero no es tan bueno como Scott Turow.” Si bien no necesariamente estaba de acuerdo con ella respecto de Dostoievski versus Turow, me gustaba, y mucho, que Helen no tuviera un sentido académico de lo que se suponía que debía gustarle más, o menos. Sólo necesitaba lo que cualquier buen lector necesita: absorción, emoción, dinamismo y la sensación de verse transportada del mundo en el que vivía y trasladada a otro.
Empecé a pensar en mí en el acto de escribir un libro que le interesara a Helen. Tengo que decirles que eso cambió mi escritura. De pronto había visto que escribir no es sólo un ejercicio de autoexpresión, sino que es también, y eso es más importante, un regalo que como escritores intentamos hacer a los lectores. Escribir un libro para Helen, o para alguien como Helen, es un objetivo alcanzable. También me ayudó a darme cuenta de que el lector representa el paso final en la vida de traducción de un libro.
Uno de los aspectos más notables de escribir y publicar es que no hay dos lectores que lean el mismo libro. Todos pensaremos diferente sobre una película, una obra, una pintura o un tema, pero sin duda habremos visto o escuchado la misma película, obra, pintura o tema. Son entidades físicas.
Una pintura de Velázquez sólo consiste en sí misma, al igual que “Blue”, de Joni Mitchell. Si se visita la galería adecuada del Museo del Prado, o si alguien pone un disco de Joni Mitchell, se verá la pintura o se escuchará la música. No hay otra opción.
La ESCRITURA, sin embargo, no existe sin un lector activo y dispuesto. Escribir exige un grado de participación diferente. Las palabras sobre papel son abstracciones, y todo el que lee palabras sobre papel les incorpora una serie distinta de asociaciones e imágenes. Tengo vívidas imágenes mentales de Don Quijote , Ana Karenina y Huckleberry Finn , pero estoy seguro de que no son idénticas a las imágenes que se han formado los demás.
Era evidente que Helen no leía la misma Crimen y castigo que yo. No buscaba un trabajo existencial genial. Buscaba un buen misterio, y leyó a Dostoievski con eso en mente. No la culpo. Me gusta imaginar que tampoco lo habría hecho Dostoievski.
Lo que el lector hace, entonces, es traducir las palabras de las páginas a su propio léxico imaginario privado de acuerdo con sus intereses, necesidades y niveles de comprensión.
Ese es el proceso completo de traducción. En un punto tenemos a un escritor que, en una habitación, se esfuerza por acercarse a la visión imposible que ronda su cabeza. Termina su tarea, pero con dudas. Un tiempo después, tenemos a un traductor que se esfuerza por acercarse a la visión, para no hablar de los detalles del lenguaje y la voz, del texto que tiene ante sí. Lo hace lo mejor que puede, pero nunca queda satisfecho. Por último, tenemos luego al lector. El lector es el menos torturado de ese trío, pero también puede sentir que se está perdiendo algo del libro, que por una cuestión de simple ineptitud no logra ser un receptor adecuado de la visión central del libro.
No es mi intención sugerir que escritor, traductor y lector participan en un ejercicio colectivo de desilusión. Eso sería deprimente. Y falso.
De todos modos, como especie, buscamos siempre catedrales de fuego, y parte de la emoción de leer un gran libro es la promesa de que habrá otro, un libro que pueda conmovernos y elevarnos aún más. Uno de los consuelos de escribir libros es la convicción aparentemente inagotable de que el siguiente libro será mejor, más grande y audaz, más abarcador y fiel a la vida que hacemos. Existimos en un estado de esperanza, amamos la belleza y la verdad que llega a nosotros, y hacemos todo lo posible por evitar dudas y desilusiones.
Nos encontramos en una búsqueda, y no nos desalienta la sospecha colectiva de que la perfección que buscamos en el arte tiene tantas posibilidades de aparecer como el Santo Grial. Esa es una de las razones por las que los seres humanos no sólo somos los creadores, traductores y consumidores de literatura, sino también su tema.
Tomemos como ejemplo una de las frases más famosas de la literatura, “Call me Ishmael” (Llámenme Ismael). Se trata, como sospecho que ya saben, de la primera frase de Moby Dick , de Herman Melville. Seguimos reconociendo esa frase después de más de ciento cincuenta años.
Sí. “Call me Ishmael”. Tres palabras simples. ¿Qué tienen de importante? Poseen la más fundamental y esquiva de las categorías literarias: autoridad. Como escritores, desde la primera frase debemos hablarles a nuestros lectores con autoridad. Es como bailar un vals por primera vez con una nueva pareja. Todo el que sepa bailar vals o foxtrot o tango o cualquier tipo de danza que exija contacto físico con una pareja receptiva sabe que hay un primer momento en la pista de baile en que se evalúa, de forma automática, si esa nueva persona puede bailar y, si puede hacerlo, qué tan bien. Sabemos de forma casi instantánea si tenemos entre los brazos a una persona inexperta, y también que en ese caso tendremos que trabajar bastante para que las cosas salgan bien.
La autoridad es una característica misteriosa, y es casi imposible descomponerla en los elementos que la integran. La primera tarea del traductor, por lo tanto, es volver a presentar cierta contundencia que no puede describirse ni explicarse del todo.
Si bien las palabras “Call me Ishmael” tienen fuerza y seguridad, no basta sólo con la fuerza y la seguridad.
“Idiotas, lean esto” también tiene fuerza y seguridad, pero es menos probable que produzca el efecto deseado. ¿Qué más tienen las palabras de Melville que le falta a la frase “Idiotas, lean esto”? Tienen música. Es ahí donde el trabajo de traducción se hace más difícil.
En la ficción, el lenguaje está compuesto de sentido y música por partes iguales. Las frases deben tener ritmo y cadencia, deben apelar al oído interno y deleitarlo. Lo ideal es que una frase leída en voz alta en una lengua extranjera siga teniendo resonancia por más que el oyente no tenga idea de lo que se le está diciendo.
Tratemos de olvidar que las palabras “Call me Ishmael” significan algo y pensemos en cómo suenan. Escuchemos los sonidos de las vocales: ah, ee, i suave, aa. Son cuatro, todas diferentes, y cada una es una nota suave y tranquilizadora. Escuchemos también la forma en que la frase está envuelta en consonantes. Abrimos con la c fuerte,
llegamos a la l al final de “call” y luego, en un encantador acto de simetría, llegamos a la l final de “Ishmael”. “Call me Arthur” o “Call me Bob” son adecuadas, pero no satisfactorias por razones musicales.
La mayor parte de los lectores, por supuesto, no sabría decir que responde a esas tres palabras porque son tranquilizadoras y simétricas, pero la mayoría de los lectores registra el hecho de forma inconsciente. Tal vez podría decirse que el significado es la fuerza que empleamos y que la música es la seducción. La tarea del traductor es reproducir tanto la fuerza como la música.
“Chiamami Ismaele.” Esta es la versión italiana de la frase de Melville, y el traductor ha hecho un buen trabajo. En mi condición de lector que no habla italiano, puedo decirles que esas dos palabras sin duda tienen un sonido atractivo, independiente de su significado. Si bien difiere del inglés, tenemos una progresión nueva e igualmente encantadora de sonidos vocálicos –ee-a, ah, ee, a, ee– y tres emes bien distribuidas. Si alguien está traduciendo Moby Dick , esa es una sola frase, y le quedan aproximadamente un millón más.
Aliento a los traductores de mis libros a tomarse todas las libertades que crean necesarias. No se trata de un gesto heroico, ya que de mi trabajo de años con traductores he aprendido que, en cierto sentido, la novela original es también una traducción. No está traducida a otra lengua, por supuesto, pero es una traducción de las imágenes que el autor tiene en la cabeza a lo que logra poner en papel.
Les voy a contar un secreto. Si se los presiona y son honestos, muchos novelistas admitirán que el libro terminado es una traducción bastante burda del libro que querían escribir. Es una de las cosas más descorazonadoras de escribir ficción. Durante meses o años se tiene en la cabeza la idea de una novela trascendente, de una comicidad brillante y en extremo trágica, que contiene todo lo que uno sabe y todo lo que puede imaginar sobre la vida humana en el planeta
Tierra. Es vasta, misteriosa e inspira admiración. Es una catedral de fuego.
Sin embargo, incluso si el libro en cuestión sale bien, no es nunca el libro que uno había querido escribir. Es menor que el libro que se quería escribir. Es un objeto, una colección de frases, y dista mucho de parecer una catedral de fuego. Para decirlo en pocas palabras, parece una traducción mediocre de un gran trabajo mítico.
El traductor, entonces, no hace más que llevar el libro un paso más allá en el continuum de traducción. El traductor traduce una traducción.
Un traductor también traduce un trabajo en progreso, algo que tiene un principio, una parte media y un fin, pero que no está del todo terminado por más que esté en proceso de publicación. Si es buena, una novela, toda novela, no es sólo una traducción levemente decepcionante de las grandes intenciones del novelista, sino también el borrador más trabajado que éste pudo producir antes de desplomarse agotado. Lo más que puedo hacer es no ir de librería en librería con una lapicera sacando mis libros de las estanterías para tachar ciertas líneas de las que me he arrepentido e incorporar otras mejores. Para muchos de nosotros, no existe lo que podría llamarse un “texto definitivo”.
Eso nos lleva al tema de la relación entre los escritores y sus lectores, donde tiene lugar otro acto de traducción.
Doy clases de escritura, y una de las primeras preguntas que les hago a mis alumnos es para quién escriben. Nueve de cada diez veces, la respuesta es que escriben para ellos mismos. Les digo que entiendo, que todas las noches me voy a casa, preparo una torta elaborada y me la como toda solo. Con eso quiero decir que las tortas y los libros tienen por objeto su presentación a otros. Por otra parte, los libros (a diferencia de las tortas) son interacciones profundas y elaboradas entre escritores y lectores, si bien separadas en espacio y tiempo.
Les recuerdo también que nadie quiere leer sus relatos. Hay muchos otros relatos, y en el siglo XXI, hay tal acumulación de literatura que pocos de nosotros viviremos lo suficiente para leer todos los relatos, para no hablar del hecho de que, como lectores, estamos ocupados.
Tenemos vidas atareadas y difíciles. Tenemos trabajos que hacer, cónyuges e hijos que atender, trámites que realizar, amigos que ver; tenemos que mantenernos al día con lo que pasa; buscamos pruebas de que nuestra pareja nos engaña; nos preguntamos por qué habremos aceptado cuarenta visitantes el sábado por la noche; nos preocupan el dinero y el calentamiento global; vemos nuestros programas de televisión favoritos.
Lo que el escritor dice, básicamente, es: hagan lugar en todo eso para esto. Suspendan lo que están haciendo y lean esto. Es mejor que parezca, desde la primera frase, que estamos ofreciendo a los lectores algo que vale la pena.
Debo admitir que cuando era tan joven como lo son ahora mis alumnos, también pensaba que escribía para mí, para algún vago lector ideal o, en mis momentos más pomposos, para las generaciones futuras. Mi trabajo sufría las consecuencias de ello.
No fue sino hasta hace unos años, cuando trabajaba en un bar de Laguna Beach, California, que descubrí un método mejor. Una de las camareras era una mujer llamada Helen, que en aquel momento tenía cuarenta y tantos años, por lo que yo consideraba que era apenas menor que el Viejo Marino. Helen era una mujer encantadora y generosa que tenía cuatro hijos y a la que el marido había abandonado de forma abrupta, sin aviso alguno. Tenía que trabajar. Y trabajar y trabajar. Trabajaba en una panadería por la mañana, pasaba manuscritos a máquina para escritores por la tarde y atendía a los comensales en el restaurante por la noche.
Helen era una ávida lectora, y su mayor alegría, al final de sus largas y duras jornadas, era meterse en la cama y leer durante una hora antes de las escasas horas de sueño que le estaban permitidas. Leía mucho y con voracidad. Cuando nos conocimos, estaba leyendo una novela de misterio barata y yo, como sólo los jóvenes y pretenciosos podrían hacerlo, le sugerí que, dado que le gustaban las historias de detectives, probara con Crimen y castigo de Dostoievski.
La leyó en menos de una semana. Cuando la terminó, me dijo: “Maravillosa”. “Pensé que le gustaría”, contesté. Agregó: “Dostoievski es mucho mejor que Ken Follett.” “Sí.” Hizo una pausa. “Pero no es tan bueno como Scott Turow.” Si bien no necesariamente estaba de acuerdo con ella respecto de Dostoievski versus Turow, me gustaba, y mucho, que Helen no tuviera un sentido académico de lo que se suponía que debía gustarle más, o menos. Sólo necesitaba lo que cualquier buen lector necesita: absorción, emoción, dinamismo y la sensación de verse transportada del mundo en el que vivía y trasladada a otro.
Empecé a pensar en mí en el acto de escribir un libro que le interesara a Helen. Tengo que decirles que eso cambió mi escritura. De pronto había visto que escribir no es sólo un ejercicio de autoexpresión, sino que es también, y eso es más importante, un regalo que como escritores intentamos hacer a los lectores. Escribir un libro para Helen, o para alguien como Helen, es un objetivo alcanzable. También me ayudó a darme cuenta de que el lector representa el paso final en la vida de traducción de un libro.
Uno de los aspectos más notables de escribir y publicar es que no hay dos lectores que lean el mismo libro. Todos pensaremos diferente sobre una película, una obra, una pintura o un tema, pero sin duda habremos visto o escuchado la misma película, obra, pintura o tema. Son entidades físicas.
Una pintura de Velázquez sólo consiste en sí misma, al igual que “Blue”, de Joni Mitchell. Si se visita la galería adecuada del Museo del Prado, o si alguien pone un disco de Joni Mitchell, se verá la pintura o se escuchará la música. No hay otra opción.
La ESCRITURA, sin embargo, no existe sin un lector activo y dispuesto. Escribir exige un grado de participación diferente. Las palabras sobre papel son abstracciones, y todo el que lee palabras sobre papel les incorpora una serie distinta de asociaciones e imágenes. Tengo vívidas imágenes mentales de Don Quijote , Ana Karenina y Huckleberry Finn , pero estoy seguro de que no son idénticas a las imágenes que se han formado los demás.
Era evidente que Helen no leía la misma Crimen y castigo que yo. No buscaba un trabajo existencial genial. Buscaba un buen misterio, y leyó a Dostoievski con eso en mente. No la culpo. Me gusta imaginar que tampoco lo habría hecho Dostoievski.
Lo que el lector hace, entonces, es traducir las palabras de las páginas a su propio léxico imaginario privado de acuerdo con sus intereses, necesidades y niveles de comprensión.
Ese es el proceso completo de traducción. En un punto tenemos a un escritor que, en una habitación, se esfuerza por acercarse a la visión imposible que ronda su cabeza. Termina su tarea, pero con dudas. Un tiempo después, tenemos a un traductor que se esfuerza por acercarse a la visión, para no hablar de los detalles del lenguaje y la voz, del texto que tiene ante sí. Lo hace lo mejor que puede, pero nunca queda satisfecho. Por último, tenemos luego al lector. El lector es el menos torturado de ese trío, pero también puede sentir que se está perdiendo algo del libro, que por una cuestión de simple ineptitud no logra ser un receptor adecuado de la visión central del libro.
No es mi intención sugerir que escritor, traductor y lector participan en un ejercicio colectivo de desilusión. Eso sería deprimente. Y falso.
De todos modos, como especie, buscamos siempre catedrales de fuego, y parte de la emoción de leer un gran libro es la promesa de que habrá otro, un libro que pueda conmovernos y elevarnos aún más. Uno de los consuelos de escribir libros es la convicción aparentemente inagotable de que el siguiente libro será mejor, más grande y audaz, más abarcador y fiel a la vida que hacemos. Existimos en un estado de esperanza, amamos la belleza y la verdad que llega a nosotros, y hacemos todo lo posible por evitar dudas y desilusiones.
Nos encontramos en una búsqueda, y no nos desalienta la sospecha colectiva de que la perfección que buscamos en el arte tiene tantas posibilidades de aparecer como el Santo Grial. Esa es una de las razones por las que los seres humanos no sólo somos los creadores, traductores y consumidores de literatura, sino también su tema.
1 jun 2012
Ocho reglas para escribir ficción
1. Utiliza el tiempo de un completo desconocido de forma que él o ella no sienta que lo está malgastando.
2. Dale al lector al menos un personaje con el que él o ella se pueda identificar.
3. Todos los personajes deben querer algo, aunque sea un vaso de agua.
4. Cada frase debe hacer una de estas dos cosas: revelar un personaje o hacer que la acción avance.
5. Empieza tan cerca del final como te sea posible.
6. Sé sádico. No importa cuán dulces e inocentes sean tus protagonistas, haz que les pasen cosas horribles (para que el lector compruebe de qué madera están hechos).
7. Escribe para contentar únicamente a una persona. Si abres la ventana para hacerle el amor al mundo, o lo mismo para hablarle, tu historia cogerá una neumonía.
8. Dale a tus lectores toda la información posible lo más rápido posible. Para mantener el suspense. Los lectores deben tener una idea general de lo que está pasando, cómo y porqué, de modo que puedan acabar la historia ellos mismos; las cucarachas pueden comerse las últimas páginas.
.
.
Más consejos
.
.
Los mejores argumentos son siempre bromas fantásticas que la gente se cree una y otra vez.
● Alguien se mete en un lío y luego sale de él; alguien pierde algo y lo recupera; alguien es víctima de una injusticia y se venga; Cenicienta; alguien empieza a ir cuesta abajo y así continúa; dos se enamoran, y mucha gente se entromete; una persona virtuosa es acusada falsamente de haber pecado; se cree que una persona pecadora es virtuosa; una persona se enfrenta a un desafío con valentía, y tiene éxito o fracasa; una persona miente, una persona roba, una persona mata, una persona fornica.
● Le garantizo que no hay ninguna estructura en un relato moderno, incluso si no tiene trama, que aporte satisfacción genuina al lector si no se introduce alguna de estas tramas antiguas. No creo que las tramas deban considerarse tanto como representaciones precisas de la vida, sino como modos de hacer que los lectores sigan leyendo.
● Cuando enseñaba creación literaria, les decía a los estudiantes que hicieran que sus personajes quisieran algo enseguida, aunque sólo fuera un vaso de agua. Los personajes paralizados por la falta de sentido de la vida moderna todavía tienen que beber agua de ves en cuando. Uno de mis estudiantes escribió una historia sobre una monja a la que se le quedaba un trozo de hilo dental entre dos muelas izquierdas inferiores, y que no podía sacárselo en todo el día. Me pareció fantástico. La historia trataba de temas mucho más importantes que el hilo dental, pero lo que mantenía la atención de los lectores era la ansiedad sobre cuándo se sacaría finalmente el hilo. Nadie conseguía leer la historia sin rebuscar en la boca con el dedo.
● Cuando se excluye la trama, cuando excluyes el deseo de alguien en relación a algo, excluyes al lector, lo cual es muy malvado. También puedes excluir al lector no diciéndole inmediatamente dónde sitúo la historia, y quién es la gente…
● Y puedes sacrificarlo al no enfrentar nunca a ciertos personajes entre ellos. A los estudiantes les gusta decir que no representan enfrentamientos porque a la gente le gusta evitar los enfrentamientos en la vida moderna. La vida moderna es muy solitaria, dicen. Pero eso es pereza. Es tarea del escritor representar enfrentamientos, para que los personajes digan cosas sorprendentes y reveladoras, y educarnos y entretenernos a todos. Si un escritor no puede o no quiere hacer eso, debería retirarse del oficio.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)