26 ene 2013
Ayudante de laboratorio
Cierro los ojos. Intento rescatar, entre la vorágine de 66 veranos vividos, el peor verano de mi vida. Casi no conservo recuerdos de los cuatro o cinco primeros, lamentablemente. Pero estoy totalmente seguro de que mi peor verano no se cuenta entre ellos. Cierro los ojos para ver si entre ese cegador laberinto de veranos distingo el más penoso, el que se torció, y para mi sorpresa, la primera pulsión de aquel negrísimo estío me llega a través de los sentidos. De repente, me invade una ola de calor sofocante y pegajoso, un calor más próximo y real que cualquiera de los recuerdos que arrastra el sofoco reconocido. Sin ninguna duda estoy en París, en julio de 1961. Vivo en un hotelucho de pomposo nombre, en el 19 de la Rue du Pont-Neuf, Hotel Duc de Bourgogne, enfrente de Les Halles, el vientre de París hoy convertido en delirante galimatías comercial.
Todos los días cruzo el legendario puente y almuerzo en algún restaurante barato del barrio latino o en el self-service del Foyer des Etudiants, o simplemente me compro un cucurucho de patatas fritas. El verano en París está resultando una pesadilla a ambos lados del Sena, pero estoy dispuesto a aguantar como sea en espera de un golpe de suerte. Malvivo con algunos francos que me gano dando clases de español a la bellísima Teresa Casadesus, hija del pianista Robert Casadesus (ella me inspirará el título de la novela que ya tengo en mente, Últimas tardes con Teresa) y también al poeta Pierre Emmanuel, que gentilmente se deja enseñar para echarme una mano: Emmanuel habla español casi a la perfección. El poeta preside el llamado Congrès pour la Liberté de lal Culture en el 104 del Boulevard Hausmann, organismo que, por recomendación de Josep Mª Castellet y Carlos Barral, me otorgó una bolsa de viaje de 1.000 nuevos francos para visitar París. Pero la bolsa se vació enseguida. Ahora busco un trabajo con horario regular que me deje tiempo libre para escribir. Busco y busco, pero no encuentro. Frecuento la Librería Española de Soriano, en Rue de la Seine, donde a menudo contertulian Tuñón de Lara, Juan Goytisolo, los pintores Díaz y Ortega, Corrales Egea, Manolo Ballesteros, mi amigo Antonio Pérez, etc.
Algunas noches ceno en casa de Monique Lange y Juan Goytisolo, pero más frecuentemente me dejo caer por casa de María y Alejo Lluhansí, un joven y animoso matrimonio de Girona, casi siempre en compañía de Antonio Pérez y Enric Marqués, el pintor, también de Girona. Rue des Canettes 16, entre Saint Germain des Près y la Place Saint Sulpice. Formidable su ayuda, y su compañía, pero el tiempo pasa y sigo sin encontrar trabajo. Me angustia la idea de verme obligado a rendirme y tener que regresar a Barcelona. Alejo o Antonio, no recuerdo cuál de los dos, me aconseja acercarme al Institut Pasteur, 25 Rue du Docteur Roux. Al parecer, allí siempre hay trabajo para desesperados como yo. En efecto, necesitan un garçon de laboratoire. Me recibe el jefe de pesonal y seguidamente me envía al mismísimo Jacques Monod, el eminente biólogo, para que me examine y apruebe mi ingreso, o no lo apruebe... Entro en su despacho de la planta baja del Institut con el alma en vilo. Monod, que dirige el departamento de Biochimie Celulaire, es futuro premio Nobel y autor de un libro, "El azar y la necesidad", que años después la casualidad querrá que en España lo publique mi propio editor, Carlos Barral.
Secretamente esperanzado, confiando en que Jacques Monod -un hombre con un gran encanto personal, muy culto y de mirada inteligente, muy atractivo y seductor- me acepte sin exigir demasiados requisitos como garçon de laboratoire, una especie de chico de los recados en los laboratorios, me presto encantado a contestar a sus preguntas: ¿De dónde vengo? De Barcelona. ¿A qué me dedicaba en Barcelona? Fui operario de joyería, ahora soy, o mejor, quiero ser, escritor... He publicado mi primera novela en España hace muy poco (aquí, el ilustre biólogo empieza a mirarme con verdadera curiosidad, y yo diría que también con cierta admiración, o eso me parece) y Maurice Edgar Coindreau, el famoso introductor de William Faulkner y de John Dos Passos en Francia me la está traduciendo al francés y se publicará en chez Gallimard y bla bla bla. Tan asombrado e interesante se muestra Monod, que me digo: "Ya es mío. Soy el nuevo garçon de laboratoire". Sigue una larga entrevista que no hace más que aumentar mi confiánza y mi euforia: el puesto es mío. Monod, por su parte, no acaba de entender que un joven novelista que acaba de publicar su primer libro esté tan firmemente dispuesto a trabajar de garçon. Le explico que, bueno, yo no vivo precisamente de rentas, monsieur, aquí en París no tengo trabajo, ni dinero, y mi intención es quedarme a vivir un par de años en la ciudad y aprender bien el idioma, etc. Le hablo del famoso pianista Robert Casadesus y del poeta Pierre Emmanuel, del hispanista Jean Cassou y de su hija Isabel, todos ellos buenos amigos (su asombro va en aumento, también mi convicción de que el puesto ya es mío) que me han ayudado amablemente hasta hoy, le digo, pero ahora quiero ganarme la vida por mi cuenta. Monsieur Monod lo comprende, es más, le parece muy bien. Finalmente decide dar por terminada la entrevista y me anuncia que va a presentarme al personal de su departamento. En el pasillo nos cruzamos con el biólogo François Jacob, que andando el tiempo será también premio Nobel y director del Pasteur. Monod me introduce en lo que parece una cocina muy amplia y llena de vapor, donde unas 30 muchachas vestidas con uniforme blanco impoluto esterilizan toda clase de cachivaches de cristal, sobre todo probetas y tubos de ensayo y jeringuillas metidas en grandes cazuelas donde hierve el agua. Nada más entrar el gran jefe Monod, las mujeres suspenden en el acto sus labores y se alinean hombro con hombro al lado de las calderas. Monod, muy ceremonioso y circunspecto, con ese ritual tan exquisitamente francés, las saluda con una elegante inclinación de cabeza. "Va a presentarme, ya está hecho", me digo. Pero lo que sale de los labios de Monod no es exactamente lo que yo espero. Dice con su bella y parsimoniosa dicción: "Madame, je vous presente le candidat a garçon de laboratoire". ¡¿He oído bien?! ¡¿Ha dicho le candidat?! ¡El candidato! ¡De modo que después de todo, no soy más que un candidato! ¿0 no es más que otra cortesía verbal típicamente francesa, una, digamos, licencia poética? Me hundo en una depresión que me dura hasta el día que me llaman para informarme que, finalmente, el candidato catalán ha sido aceptado. Han sido siete días de pesadilla, pero al octavo ya estoy trabajando en el Pasteur con Jacques Monod y François Jacob; me levanto temprano y trabajo duro, pero antes de las cinco de la tarde ya estoy libre y de vuelta al barrio latino. Me pagan 640 nuevos francos con 17 céntimos al mes, y tengo tiempo libre para leer y escribir el primer esbozo de lo que será Últimas tardes con Teresa. Es septiembre y ya no siento calor. Creo que ha terminado el peor verano de mi vida.
21 ene 2013
REITERAR
Michel Butor dice que viajar es escribir, porque viajar es leer. Es una frase que podemos desarrollar: escribir es viajar, escribir es leer, leer es escribir, y leer es viajar. Pero George Steiner dice que traducir es también leer, y que traducir es escribir, como escribir es traducir y leer es traducir. Así que podemos decir: traducir es viajar y viajar es traducir. Traducir literatura de viajes, por ejemplo, es leer literatura de viajes, escribir literatura de viajes, leer un texto, escribir un texto y viajar. Pero si lees cuando traduces, y traduces cuando escribes, escribes cuando viajas, lees cuando viajas y viajas cuando traduces; esto es, si leer es traducir, y traducir es escribir, escribir viajar, leer viajar, escribir leer, leer escribir, y viajar traducir, entonces escribir es también escribir, y leer es también leer, y más aún, puesto que cuando lees lees, pero también viajas y cuando viajas lees, en definitiva lees y lees. Y cuando lees también escribes, así que lees; y al leer también traduces, así que lees; así que lees, lees, lees y lees. El mismo razonamiento podría hacerse para traducir, viajar y escribir.
18 ene 2013
Fragmentos para dominar el silencio
I
Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos.
II
Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo.
Las damas de rojo se extraviaron dentro de sus máscaras aunque regresarán para sollozar entre flores.
No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris.
III
La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo
he de decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino.
13 ene 2013
Facultades que debe tener un buen escritor:
Para ser escritor no basta tener una buena pluma. Lo fundamental es la capacidad de resistencia a la mala fe ambiental.
Luego capacidad de creación. Pocas personas son capaces de crear realmente. La mayoría se conforma con copiar a sus predecesores con más o menos talento, predecesores que, a su vez, son casi siempre imitadores.
Después convertir la palabra en un acto sensual.
Cuarto: cerrar la boca sobre lo que no debe ser dicho.
Saber escuchar. Las palabras gritan por sí mismas. Basta con que uno las escuche en su interior.
Gozar. Tiene una importancia desmedida. Si un escritor no goza, entonces debe detenerse al instante. Escribir sin gozar es inmoral. La escritura lleva en sí todos los gérmenes de la inmoralidad. La única excusa del escritor es su gozo.
8 ene 2013
Rapidez
Para empezar os contaré una vieja leyenda.
El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza, Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
Esta leyenda, «tomada de un libro sobre la magia», se cuenta en una versión aún más sintética que la mía en un cuaderno de apuntes inédito del escritor romántico francés Barbey d'Aurevilly. Figura en las notas de la edición de la Pléiade de las obras de Barbey d'Aurevilly pág. 1315). Desde que la leí, ha seguido representándose en mi mente como si el encantamiento del anillo continuara actuando a través del cuento.
Tratemos de explicarnos por qué una historia como ésta puede fascinarnos. Hay una sucesión de acontecimientos, todos fuera de lo corriente, que se encadenan unos con otros: un viejo que se enamora de una joven, una obsesión necrófila, una tendencia homosexual, y al final todo se aplaca en una contemplación melancólica: el viejo rey absorto en la contemplación del lago. «Charlemagne, la vue attachée sur son lac de Constance, amoureux de l'abîme caché», escribe Barbey d'Aurevilly en el pasaje de la novela a que remite la nota que refiere la leyenda (Une vieille maitresse),
Hay un vínculo verbal que crea esta cadena de acontecimientos: la palabra «amor» o «pasión», que establece una continuidad entre diversas formas de atracción; y hay un vínculo narrativo, el anillo mágico, que establece entre los diversos episodios una relación lógica de causa a efecto. La carrera del deseo hacia un objeto que no existe, una ausencia, una carencia, simbolizada por el círculo vacío del anillo, está dada más por el ritmo del relato que por los hechos narrados. Del mismo modo, todo el cuento está recorrido por la sensación de muerte en la que parece debatirse afanosamente Carlomagno aferrándose a los lazos de la vida, afán que se aplaca después en la contemplación del lago de Constanza.
El verdadero protagonista del relato es, pues, el anillo mágico: porque son los movimientos del anillo los que determinan los movimientos de los personajes, y porque el anillo es el que establece las relaciones entre ellos. En torno al objeto mágico se forma como un campo de fuerzas que es el campo narrativo. Podemos decir que el objeto mágico es un signo reconocible que hace explícito el nexo entre personas o entre acontecimientos: una función narrativa cuya historia podemos seguir en las sagas nórdicas y en las novelas de caballería y que sigue presentándose en los poemas italianos del Renacimiento. En el Orlando furioso asistimos a una interminable serie de intercambios de espadas, escudos, yelmos, caballos, dotados cada uno de propiedades características, de modo que la intriga podría describirse a través de los cambios de propiedad de cierto número de objetos dotados de ciertos poderes que determinan las relaciones entre cierto número de personajes.
En la narrativa realista, el yelmo de Mambrino se convierte en la bacía de un barbero, pero no pierde importancia ni significado; así como son importantísimos todos los objetos que Robinson Crusoe salva del naufragio y los que fabrica con sus manos. Diremos que, desde el momento en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo en una red de relaciones invisibles. El simbolismo de un objeto puede ser más o menos explícito, pero existe siempre. Podríamos decir que en una narración un objeto es siempre un objeto mágico.
La leyenda de Carlomagno, para volver a ella, tiene tras de sí una tradición en la literatura italiana. En sus Cartas familiares (1, 4), Petrarca cuenta que se ha enterado de esta «graciosa historieta» (fabella non inamena), en la que dice no creer, al visitar el sepulcro de Carlomagno en Aquisgrán. En el latín de Petrarca, el relato es mucho más rico en detalles y sensaciones (el obispo de Colonia que, obedeciendo a una milagrosa advertencia divina, hurga con el dedo debajo de la lengua gélida y rígida [sub gelida rigentique lingua] del cadáver) y en comentarios morales, pero yo encuentro mucho más fuerte la sugestión del resumen descarnado donde todo queda librado a la imaginación, y donde la rapidez con que se suceden los hechos crea la sensación de lo ineluctable.
La leyenda reaparece en el florido italiano del siglo XVI, en varias versiones en las cuales la fase de necrofilia es la que más se desarrolla. Sebastiano Erizzo, cuentista veneciano, hace pronunciar a Carlomagno, acostado con el cadáver, una lamentación de varias páginas. En cambio sólo se alude a la fase homosexual de la pasión por el obispo, o directamente se la censura, como en uno de los más famosos tratados sobre el amor del siglo XVI, el de Giuseppe Betussi, en que el cuento termina con el hallazgo del anillo. En cuanto al final, en Petrarca y sus continuadores italianos no se habla del lago de Constanza porque toda la acción se desarrolla en Aquisgrán, ya que la leyenda debía explicar los orígenes del palacio y del templo que el Emperador había hecho construir; el anillo es arrojado a un pantano cuyo olor aspira el Emperador como un perfume y de cuyas aguas «hace uso con gran voluptuosidad» (esto se relaciona con otras leyendas locales sobre los orígenes de las fuentes termales), detalles que acentúan aún más la impresión fúnebre de todo el conjunto.
Antes aún estaban las tradiciones medievales alemanas estudiadas por Gastan Paris, que se refieren al amor de Carlomagno por la mujer muerta, con variantes que la convierten en una historia muy diferente: unas veces la amada es la legítima esposa del Emperador, la cual se asegura su fidelidad con el anillo mágico; otras es un hada o ninfa que muere apenas se la despoja del anillo; otras es una mujer que parece viva y al quitarle el anillo resulta ser un cadáver. El origen está probablemente en una saga escandinava: el rey noruego Harald duerme con su mujer muerta envuelta en una capa mágica que la conserva como viva.
En una palabra, en las versiones medievales recogidas por Gastan Paris falta la sucesión en cadena de los acontecimientos, y en las versiones literarias de Petrarca y de los escritores del Renacimiento falta la rapidez. Por eso sigo prefiriendo la versión contada por Barbey d'Aurevilly, a pesar de ser esquemática, un poco patched up; su secreto reside en la economía del relato: los acontecimientos, independientemente de su duración, se vuelven puntiformes, ligados por segmentos rectilíneos, en un dibujo en zigzag que corresponde a un movimiento sin pausa.
Con esto no quiero decir que la velocidad sea un valor en sí: el tiempo narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. En todo caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo. En Sicilia e! que cuenta historias emplea una fórmula: «lu cuntu nun metti tempu» [el cuento no lleva tiempo], cuando quiere saltar pasajes o indicar un intervalo de meses o de años. La técnica de la narración oral en la tradición popular responde a criterios de funcionalidad: descuida los detalles que .no sirven, pero insiste en las repeticiones, por ejemplo, cuando el cuento consiste en una serie de obstáculos que hay que superar. El placer infantil de escuchar cuentos reside también en la espera de lo que se repite: situaciones, frases, fórmulas. Así como en los poemas o en las canciones las rimas escanden el ritmo, en las narraciones en prosa hay acontecimientos que riman entre sí. La leyenda de Carlomagno tiene eficacia narrativa porque es una sucesión de acontecimientos que se responden como rimas en un poema.
Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no era por fidelidad a una tradición étnica (puesto que mis raíces se encuentran en una Italia absolutamente moderna y cosmopolita) ni por nostalgia de las lecturas infantiles (en mi familia un niño debía leer solamente libros instructivos y con algún fundamento científico), sino por interés estilístico y estructural, por la economía, e! ritmo, la lógica esencial con que son narrados. En mi trabajo de transcripción de los cuentos populares italianos a partir de los registros hechos por los estudiosos de! folclore del siglo pasado, sentía un placer particular cuando e! texto original era muy lacónico y debía intentar contarlo respetando su concisión y tratando de extraerle e! máximo de eficacia narrativa y de sugestión poética. Por ejemplo:
Un Re s'ammalò, Vennero i medici e gli dissero: «Senta, Maestà, se vuol guarire, bisogna che lei prenda una penna dell'Orco. un rimedio difficile, perche l'Orco tutti i cristiani che vede se li mangia».
Il Re lo disse a tutti ma nessuno ci voleva andare. Lo chiese a un suo sottoposto, molto fedele e coraggioso, e questi disse: «Andro».
Gli insegnarono la strada: «In cima a un monte, ci sono sette buche: in una delle sette, ci sta l'Orco».
L 'uomo andò e lo prese il buio per la strada. Si fermo in una locanda ... (Fiabe italiane, 57).
[Un Rey enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: «Oíd, Majestad, si queréis curaros tenéis que tomar una pluma del Ogro. Es un remedio difícil, porque el Ogro, cristiano que ve, cristiano que se come».
El Rey lo dijo a todos, pero nadie quería ir. Entonces se lo pidió a uno de sus subordinados, muy fiel y corajudo, que le dijo: «Allá voy».
Le indicaron el camino: «En lo alto de un monte hay siete cuevas: en una de las siete está el Ogro». El hombre salió y en el camino se le hizo de noche. Se detuvo en una posada...]
Nada se dice de la del de cómo es posible que un Ogro tenga plumas, de cómo son las siete cuevas. Pero todo lo que se nombra tiene en la trama una función necesaria; la primera característica del folk-tale es la economía expresiva; las peripecias más extraordinarias se narran teniendo en cuenta solamente lo esencial; hay siempre una batalla contra el tiempo, contra los obstáculos que impiden o retardan el cumplimiento de un deseo o el restablecimiento de un bien perdido. El tiempo puede detenerse del todo, como en el castillo de la Bella Durmiente, pero para eso basta que Charles Perrault escriba:
...les broches même qui étaient au Jeu toutes pleines de perdrix et de faisans s'endormirent, et le feu aussi. Tout cela se fit en un moment: les fées n'étaient pas longues leur besogne.
[... hasta las broquetas en que se asaban cantidad de perdices y faisanes se durmieron, y el fuego también. Todo eso ocurrió en un instante: las hadas hacen muy rápido las cosas.]
La relatividad del tiempo es el tema de un folk-tale difundido por todas partes: el viaje al más allá que es vivido por quien lo cumple como si durase pocas horas, mientras que al regreso el lugar de partida es irreconocible porque han pasado años y años. Recordaré en passant que en los comienzos de la literatura norteamericana este motivo dio origen al Rip Van Winkle de Washington Irving, que asumió el significado de un mito de fundación de la sociedad norteamericana basada en el cambio.
Este motivo puede entenderse también como una alegoría del tiempo narrativo, de su inconmensurabilidad en relación con el tiempo real. Y el mismo significado se puede reconocer en la operación inversa, la de la dilatación del tiempo por proliferación interna de una historia en otra, característica de los cuentos orientales. Sherezada cuenta una historia en la que se cuenta una historia en la que se cuenta una historia, y así sucesivamente.
El arte gracias al cual Sherezada salva cada noche su vida reside en saber encadenar una historia con otra y en saber interrumpirse en el momento justo: dos operaciones sobre la continuidad y la discontinuidad del tiempo. Es un secreto de ritmo, una captura del tiempo que podemos reconocer desde los orígenes: en la épica, por efecto de la métrica del verso; en la narración en prosa, por los efectos que mantienen vivo el deseo de escuchar la continuación.
Todos conocen la sensación de incomodidad que se tiene cuando alguien que pretende contar un chiste no sabe hacerlo y se equivoca en los efectos, es decir, en las concatenaciones y en los ritmos sobre todo. Hay un cuento de Boccaccio (VI, 1), relativo justamente al arte del relato oral, en que se trata de esta sensación.
Un alegre grupo de damas y caballeros que una señora florentina ha acogido en su casa de campo sale a dar un paseo a pie, después del almuerzo, hasta otra amena localidad de los alrededores. Para hacer más llevadero el camino, uno de los caballeros propone contar un cuento:
«Madonna Oretta, quando voi vogliate, io vi porterò, gran parte della via che a andare abbiamo, a cavallo con una delle belle novelle del mondo».
Al quale la donna rispuose: «Messere,ansi ve ne priego io molto, e sarammi carissimo»,
Messer lo cavaliere, al quale forse non stava meglio la spada allato che'l novellar nella lingua, udito questo, comincio una sua novella, la quale nel vera da se era bellissima, ma egli or tre e quatro e sei volte replicando una medesima parola e ora indietro tornando e talvolta dicendo: «Io non dissi bene» e spesso ne’ nomi errando, un per un altro ponendone, fieramente la guastava: senza che egli pessimamente, secondo le qualità delle persone e gli atti che accadevano, profereva.
Di che a madonna Oretta, udendolo, spesse volte veniva un sudore e uno sfinimento di cuore, come se inferma fosse stata per terminare; la qual cosa poi che piu sofferir non poté, conoscendo che il cavaliere era entrato nel pecoreccio né era per riuscirne, piacevolmente disse: «Messer, questo vostro cavallo ha troppo duro trotto, per che io vi priego che vi piaccia di pormi a pii»,
[–Doña Oretta, si queréis, os llevaré gran parte del camino que hemos de andar como si fuerais a caballo, con una de las más bellas novelas del mundo.
La señora respondió: -Señor, mucho os lo ruego, que me será gratísimo.
El señor caballero, a quien tal vez no le sentaba mejor la espada al cinto que el contar historias, oído esto comenzó una novela que en verdad era en sí bellísima, pero que él estropeaba gravemente, repitiendo tres, cuatro o seis veces una misma palabra, o bien volviendo atrás y diciendo a veces: «No es como dije», y equivocándose a menudo en los nombres, sustituyendo uno por otro; sin contar con que la exponía pésimamente, según la calidad de las personas y los hechos que sucedían.
Con lo cual a doña Oretta, al oírlo, a menudo le entraban sudores y un desmayo del corazón, como si estuviera enferma y a punto de morir; cuando ya no lo pudo aguantar más, viendo que el caballero se había metido en un atolladero y no sabía cómo salir, le placenteramente:
-Señor, este caballo vuestro tiene un trote demasiado duro, por lo que os ruego que me dejéis seguir a pie.]
El cuento es un caballo: un medio de transporte, con su andadura propia, trote o galope, según el itinerario que haya de seguir, pero la velocidad de que se habla es una velocidad mental. Los defectos del narrador torpe enumerados por Boccaccio son sobre todo ofensas al ritmo, además de defectos de estilo, porque no usa las expresiones apropiadas a los personajes y a las acciones, es decir, que, bien mirado, aun en la propiedad estilística se trata de rapidez de adaptación, agilidad de la expresión y del pensamiento.
El caballo como emblema de la velocidad, incluso mental, marca toda la historia de la literatura, preanunciando toda la problemática propia de nuestro horizonte tecnológico. La era de la velocidad, tanto en los transportes como en la información, comienza con uno de los más bellos ensayos de la literatura inglesa, El coche correo inglés (The English Mail-Coach) de Thomas de Quincey, que ya en 1849 había entendido todo lo que hoy sabemos del mundo motorizado y de las autopistas, incluidos los choques mortales a gran velocidad.
De Quincey describe un viaje nocturno en el pescante de un velocísimo mail-coach, junto a un gigantesco cochero profundamente dormido. La perfección técnica del vehículo y la transformación del conductor en un ciego objeto inanimado dejan al viajero a merced de la inexorable exactitud de una máquina. Con la acuidad de sensaciones que le ha provocado una dosis de láudano, De Quincey advierte que los caballos corren a una velocidad de trece millas por hora, por el lado derecho del camino. Esto significa un desastre seguro, no para el mail-coach veloz y solidísimo, sino para el primer desdichado vehículo que venga en sentido contrario. Justamente al fondo del recto camino arbolado, que parece la nave de una catedral, divisa una pequeña y frágil calesa de mimbre con una joven pareja que avanza a una milla por hora. «Between them and eternity, to all human calculation, there is but a minute and a half» [Entre ellas y la eternidad, para todo cálculo humano, no hay más que un minuto y medio]. De Quincey lanza un grito. «Mine had been the first step; the second was for the young man; the third was for God» [El primer paso había sido mío; el segundo le correspondía al joven; el tercero, a Dios].
El relato de esos pocos segundos no ha sido aún superado, ni siquiera en la época en que la experiencia de las grandes velocidades ha llegado a ser fundamental en la vida humana.
Glance of thought of man, wing of angel, which of these had speed enough to sweep between the question and the answer, and divide the one from the other? Light does not tread upon the steps of light more indivisibly than did our all-conquering arrival upon the escaping efforts of the gig.
[Golpe de vista, pensamiento humano, ala de ángel, de éstos tenía bastante rapidez para volar entre la pregunta la respuesta y separar la una de la otra? La luz no pisa sobre las huellas de la luz de forma más indivisible que nuestra llegada avasalladora sobre los esfuerzos del quitrín por escaparse.]
De Quincey consigue dar la sensación de un lapso de tiempo extremadamente breve, que sin embargo puede contener el cálculo de la inevitabilidad técnica del choque y a la vez lo imponderable, la parte de Dios, gracias a la cual los dos vehículos pasan sin rozarse.
El tema que aquí nos interesa no es la velocidad física, sino la relación entre velocidad física y velocidad mental. Esta relación ha interesado también a un gran poeta italiano de la generación de De Quincey. Giacomo Leopardi, en su juventud más que sedentaria, encontraba uno de sus raros momentos de alegría cuando escribía en las notas de su Zibaldone: «La velocità, per esempio, de' cavalli o veduta, o sperimentata, cioè quando essi vi trasportano (...) piacevolissima per sé sola, cioè per la vivacità, l'energia, la forza, la vita di tal sensazione. Essa desta realmente una quasi idea dell'infinito, sublima l'anima, la fortifica ...» (27 de octubre de 1821). [La velocidad, por ejemplo, de los caballos, ya sea vista, ya experimentada, es decir, cuando nos transportan (...), es gratísima en sí misma por la vivacidad, la energía, la fuerza, la vida de esa sensación. Despierta realmente una casi idea de infinito, eleva el alma, la fortalece...]
En las notas del Zibaldone de los meses siguientes Leopardi desarrolla sus reflexiones sobre la velocidad, y en cierto momento llega a hablar del estilo: «La rapidità e la concisione dello stile piace perché presenta all'anima una folla d'idee simultanee, cosi rapidamente succedentisi, che paiono simultanee, e fanno ondeggiar l'anima in una tale abbondanza di pensieri, o d'immagini e sensazioni spirituali, ch'ella o non capace di abbracciarle tutte, e pienamente ciascuna, o non ha tempo di restare in ozio, e priva di sensazioni. La forza dello stile poetico, che in gran parte tutt'uno colla rapidità, non piacevole per altro che per questi effetti, e non consiste in altro. L'eccitamento d'idee simultanee, derivare e da ciascuna parola isolata, o propria o metaforica, e dalla loro collocazione, e dal giro della frase, e dalla soppressione stessa di altre parole o frasi ec.» (3 de noviembre de 1821). [La rapidez y la concisión del estilo agradan porque presentan al espíritu una multitud de ideas simultáneas, en sucesión tan rápida que parecen simultáneas, y hacen flotar el espíritu en tal abundancia de pensamientos o de imágenes y sensaciones espirituales, que éste no es capaz de abarcarlos todos y cada uno plenamente, o no tiene tiempo de permanecer ocioso y privado de sensaciones. La fuerza del estilo poético, que en gran parte es una con la rapidez, no es placentera sino por estos efectos y no consiste en otra cosa. La excitación de ideas simultáneas puede derivar de cada palabra aislada, o propia o metafórica, y de su ubicación, y del giro de la frase, y de la supresión misma de otras palabras o etc.]
Creo que la metáfora del caballo aplicada a la velocidad de la mente fue usada por primera vez por Galileo Galilei. En el Saggiatore, polemizando con un adversario que sostenía sus propias tesis con gran acopio de citas clásicas, escribía:
Se il discorrere circa un problema difficile fosse come il portar pesi, dove molt i cavalli porteranno più sacca di grano che un caval solo, io acconsentirei che i molti discorsi facessero più che un solo; ma il discorrere come il correre, e non come il portare, ed un caval barbero solo che cento frisoni (45).
[Si el discurrir acerca de un problema difícil fuera como llevar pesos, en que muchos caballos cargarán más sacos de grano que un caballo solo, consentiría en que muchos discursos cuentan más que uno solo; pero discurrir es como correr, y no como cargar pesos, y un solo caballo berberisco correrá más que cien frisones.]
«Discurrir», «discurso» quiere decir para Galileo razonamiento, y a menudo razonamiento deductivo. «Discurrir es como correr»: esta afirmación es como el programa estilístico de Galileo, estilo como método de pensamiento y como gusto literario: la rapidez, la agilidad del razonamiento, la economía de los argumentos, pero también la fantasía de los ejemplos son para Galileo cualidades decisivas del pensar bien.
Añádase a esto una predilección por el caballo en las metáforas y en los Gedanken-Experimenten de Galileo: en un estudio que hice sobre la metáfora en los escritos de Galileo conté por lo menos once ejemplos significativos en los que habla de caballos: como imágenes de movimiento, por lo tanto como instrumento de experimentos de cinética, como forma de la naturaleza en toda su complejidad y también en toda su belleza, como forma que desencadena la imaginación en las hipótesis de caballos sometidos a las pruebas más inverosímiles o que han crecido hasta adquirir dimensiones gigantescas; además de la identificación del razonamiento con la carrera: «discurrir es como correr».
La velocidad del pensamiento en el Dialogo dei massimi sistemi es encarnada por Sagredo, un personaje que interviene en la discusión entre el tolemaico Simplicio y el copernicano Salviati. Salviati y Sagredo representan dos facetas diferentes del temperamento de Galileo: Salviati es el razonador metodológicamente riguroso que avanza lentamente y con prudencia; Sagredo se caracteriza por su «velocísimo discurso», por un espíritu más inclinado a la imaginación, a extraer consecuencias no demostradas y a llevar cada idea hasta sus últimas consecuencias, como cuando enuncia hipótesis acerca de cómo podría ser la vida en la luna o lo que sucedería si la tierra se detuviese.
Pero será Salviati quien defina la escala de valores en la que Galileo sitúa la velocidad mental: el razonamiento instantáneo, sin passaggi (pasos), es el de la mente de Dios, infinitamente superior a la humana, que sin embargo no debe despreciarse ni considerarse nula, puesto que ha sido creada por Dios, y procediendo paso a paso ha comprendido, investigado y realizado cosas maravillosas. En ese momento interviene Sagredo haciendo el elogio de la más grande invención humana, el alfabeto: (Dialogo dei massimi sistemi, fin de la primera jornada):
Ma sopra tutte la invenzioni stupende, qual eminenza di mente fu quella di colui che s'immagino di trovar modo di comunicare i suoi più reconditi pensieri a qualsivoglia altra persona, benché distante per lunghissimo intervallo di luogo e di tempo? parlare con quelli che son nell'Indie, parlare a quelli che non sono ancora nati né saranno se non di qua a mille e dieci mila anni? e con qual facilita? con i vari accozzamenti di venti caratteruzzi sopra una carta.
[Pero por encima de todas las invenciones admirables, ¿cuán soberana no fue la mente de quien imaginó y halló la manera de comunicar sus más recónditos pensamientos a cualquier persona, aunque separada por larguísimos intervalos de lugar y de tiempo? hablar con los que están en las Indias, de hablar con los que todavía no han nacido ni nacerán hasta dentro de mil, de diez mil años? ¿Y de qué manera? Disponiendo de diversas maneras veinte caracteres insignificantes sobre un papel.]
En mi anterior conferencia sobre la levedad cité a Lucrecio, quien veía en la combinatoria del alfabeto el modelo de la impalpable estructura atómica de la materia; hoy cito a Galileo, que veía en la combinatoria alfabética («disponiendo de diversas maneras veinte caracteres insignificantes») el instrumento insuperable de la comunicación. Comunicación entre personas alejadas en el espacio y en el tiempo, dice Galileo, pero es preciso añadir: comunicación inmediata que la escritura establece entre todas las cosas existentes o posibles.
Como en cada una de estas conferencias me he propuesto recomendar al próximo milenio un valor que me es caro, hoy el valor que quiero recomendar es justamente éste: en una época en que triunfan otros media velocísimos y de amplísimo alcance, y en que corremos el riesgo de achatar toda comunicación convirtiéndola en una costra uniforme y homogénea, la función de la literatura es la de establecer una comunicación entre lo que es diferente en tanto es diferente, sin atenuar la diferencia silla exaltándola, según la vocación propia del lenguaje escrito.
El siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor mensurable, cuyos récords marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres. Pero la velocidad mental no se puede medir y no permite confrontaciones o competencias, ni puede disponer los propios resultados en una perspectiva histórica. La velocidad mental vale por sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer, no por la utilidad práctica que de ella se pueda obtener. Un razonamiento veloz no es necesariamente mejor que un razonamiento ponderado, todo lo contrario; pero comunica algo especial que reside justamente en su rapidez.
Cada uno de los valores que escojo como tema de mis conferencias, lo he dicho al principio, no pretende excluir el valor contrario: así como en mi elogio de la levedad estaba implícito mi respeto por el peso, así esta apología de la rapidez no pretende negar los placeres de la dilación. La literatura ha elaborado varias técnicas para retardar el curso del tiempo; he recordado ya la iteración; me referiré ahora a la digresión.
En la vida práctica el tiempo es una riqueza de la que somos avaros; en la literatura es una riqueza de la que se dispone con comodidad y desprendimiento: no se trata de llegar antes a una meta preestablecida: al contrario, la economía de tiempo es cosa buena porque cuanto más tiempo economicemos, más tiempo podremos perder. Rapidez de estilo y de pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, movilidad, desenvoltura, cualidades todas que se avienen con una escritura dispuesta a las divagaciones, a saltar de un argumento a otro, a perder el hilo cien veces y a encontrarlo al cabo de cien vericuetos.
El gran invento de Laurence Sterne fue la novela toda hecha de digresiones, ejemplo que seguirá después Diderot. La divagación o digresión es una estrategia para aplazar la conclusión, una multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua; ¿fuga de qué? De la muerte, seguramente, dice en su introducción al Tristram Shandy un escritor italiano, Carla Levi, que pocos imaginarían admirador de Sterne, ya que su secreto consistía justamente en aplicar un espíritu divagante y el sentido de un tiempo ilimitado aun a la observación de los problemas sociales. Escribía Carlo Levi:
L'orologio il primo simbolo di Shandy, sotto il suo influsso egli viene generato, ed iniziano le sue disgrazie, che sono tutt'uno con questo segno del tempo. La morte sta nascosta negli orologi, como diceva il Belli; e l' infelicità della vita individuale, di questo frammento, di questa cosa scissa e disgregata, e priva di totalità: la morte, che il tempo, il tempo della individuazione, della separazione, l'astratto tempo que rotola verso la sua fine. Tristram Shandy non vuol nascere, perché non vuol morire. Tutti i mezzi, tutte le armi sono buone per salvarsi dalla morte e dal tempo. Se la linea retta la più breve fra due punti fatali e inevitabili, le digressioni la allungheranno: e se queste digressioni diventeranno complesse, aggrovigliate, tortuose, rapide da far perdere le proprie tracce, chissà che la morte non ci trovi più, che il tempo si smarrisca, e che possiamo restare celati nei mutevoli nascondigli.
[El reloj es el primer símbolo de Shandy, bajo su influjo es engendrado y comienzan sus desgracias, que son una sola cosa con ese signo del tiempo. La muerte está escondida en los relojes, como decía Belli, y la infelicidad de la vida individual, de ese fragmento, de esa cosa escindida y disgregada y desprovista de totalidad: la muerte, que es el tiempo, el tiempo de la individuación, de la separación, el abstracto tiempo que rueda hacia su fin. Tristram Shandy no quiere nacer porque no quiere morir. Todos los medios, todas las armas son buenos para salvarse de la muerte' y del tiempo. Si la línea recta es la más breve entre dos puntos fatales e inevitables, las digresiones la alargarán; y si esas digresiones se vuelven tan complejas, enredadas, tortuosas, tan rápidas que hacen perder las propias huellas, tal vez la muerte no nos encuentre, el tiempo se extravíe y podamos permanecer ocultos en los mudables escondrijos.]
Palabras que me hacen reflexionar. Porque yo no soy un cultor de la divagación; podría decir que prefiero fiarme de la línea recta, en la esperanza de que siga hasta el infinito y me vuelva inalcanzable. Prefiero calcular largamente mi trayectoria de fuga, esperando poder lanzarme como una flecha y desaparecer en el horizonte. O si no, si me bloquean el camino demasiados obstáculos, calcular la serie de segmentos rectilíneos que me saquen del laberinto en el tiempo más breve posible.
Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua máxima latina Festina lente, apresúrate despacio. Tal vez más que las palabras y el concepto, me atrajo la sugestión de los emblemas. Recordaréis el del gran editor humanista veneciano, Aldo Manuzio, que en todos los frontispicios simbolizaba el lema Festina lente con un delfín que se desliza sinuoso alrededor de un ancla. La intensidad y la constancia del trabajo intelectual están representados en ese elegante sello gráfico que Erasmo de Rotterdam comentó en páginas memorables. Pero delfín y ancla pertenecen a un mundo homogéneo de imágenes marinas, y yo siempre he preferido los emblemas que reúnen figuras incongruentes y enigmáticas como charadas. Como la mariposa y el cangrejo que ilustran el Festina lente en la recopilación hecha por Paolo Giovio de emblemas del siglo XVI, dos formas animales, las dos extrañas y las dos simétricas, que establecen entre sí una inesperada armonía.
Desde que empecé a escribir he tratado de seguir el recorrido fulmíneo de los circuitos mentales que capturan y vinculan puntos alejados en el espacio y en el tiempo. En mi predilección por la aventura y el cuento popular buscaba el equivalente de una energía interior, de un movimiento de la mente. He apuntado siempre a la imagen y al movimiento que brota naturalmente de la imagen, sin ignorar que no se puede hablar de un resultado literario mientras esa corriente de la imaginación no se haya convertido en palabra. Como para el poeta en verso, para el escritor en prosa el logro está en la felicidad de la expresión verbal, que en algunos casos podrá realizarse en fulguraciones repentinas, pero que por lo general quiere decir una paciente búsqueda del mot juste, de la frase en la que cada palabra es insustituible, del ensamblaje de sonidos y de conceptos más eficaz y denso de significado. Estoy convencido de que escribir en prosa no debería ser diferente de escribir poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable.
Es difícil mantener este tipo de tensión en obras muy largas, y por lo demás mi temperamento me lleva a realizarme mejor en textos mi obra está constituida en gran parte por short stories. Por ejemplo, el tipo de operación que experimenté en las Cosmicámicas (Le cosmicomiche) y Tiempo cero (Ti con zero), dando evidencia narrativa a ideas abstractas del espacio y el tiempo, no podrían realizarse sino en el breve arco de la short story. Pero he intentado también composiciones aún más cortas, con un desarrollo narrativo más reducido, entre el apólogo y el petit-poème en-prose, en Las ciudades invisibles (Le cittá invisibili) y recientemente en las descripciones de Palomar. La longitud y la brevedad del texto son, desde luego, criterios exteriores, pero yo hablo de una densidad particular que, aunque pueda alcanzarse también en narraciones largas, encuentra su medida en la página única.
En esta predilección por las formas breves no hago sino seguir la verdadera vocación de la literatura italiana, pobre en novelistas pero siempre rica en poetas, que cuando escriben en prosa dan lo mejor de sí mismos en textos en los que el máximo de invención y de pensamiento está contenido en pocas páginas, como ese libro sin igual en otras literaturas que son los Diálogos (Operette morali) de Leopardi.
La literatura norteamericana tiene una gloriosa y siempre viva tradición de short stories; diré incluso que entre las short stories se cuentan sus joyas insuperables. Pero la bipartición rígida de la clasificación editorial -o short stories o novel-deja fuera otras posibilidades de formas breves, como las que están sin embargo presentes en la obra en prosa de los grandes poetas norteamericanos, desde los Specimen Days de Walt Whitman hasta muchas páginas de William Carlos Williams. La demanda del mercado del libro es un fetiche que no debe inmovilizar la experimentación de formas nuevas. Quisiera romper aquÍ una lanza en favor de la riqueza de las formas breves, con lo que ellas presuponen como estilo y como densidad de contenidos. Pienso en el Paul Valéry de Monsieur Teste y de muchos de sus ensayos, en los pequeños poemas en prosa sobre los objetos de Francis Ponge, en las exploraciones de sí mismo y del propio lenguaje de Michel Leiris, en el humour misterioso y alucinado de Henri Michaux en los brevísimos relatos de Plume.
La última gran invención de un género literario a que hayamos asistido es obra de un maestro de la escritura breve, Jorge Luis Borges, y fue la invención de sí mismo como narrador, el huevo de Colón que le permitió superar el bloqueo que le había impedido, hasta los cuarenta años aproximadamente, pasar de la prosa ensayística a la prosa narrativa. La idea de Borges consistió en fingir que el libro que quería escribir ya estaba escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido, un autor de otra lengua, de otra cultura, yen describir, resumir, comentar ese libro hipotético. Forma parte de la leyenda de Borges la anécdota de que, cuando apareció en la revista Sur, en 1940, el primer y extraordinario cuento escrito según esta fórmula, El acercamiento a Almotásim, se creyó que era realmente un comentario de un libro de autor indio. Así como forma parte de los lugares obligados de la crítica sobre Borges observar que cada texto suyo duplica o multiplica el propio espacio a través de otros libros de una biblioteca imaginaria o real, lecturas clásicas o simplemente inventadas. Lo que más me interesa subrayar es cómo realiza Borges sus aperturas hacia el infinito sin la más mínima congestión, con el fraseo más cristalino, sobrio y airoso; cómo el narrar sintéticamente y en escorzo lleva a un lenguaje de absoluta precisión y concreción, cuya inventiva se manifiesta en la variedad de los ritmos, del movimiento sintáctico, de los adjetivos siempre inesperados y sorprendentes.
Nace con Borges una literatura elevada al cuadrado y al mismo tiempo una literatura como extracción de la raíz cuadrada de sí misma; una «literatura potencial», para usar un término que se aplicará más tarde en Francia, pero cuyos preanuncios se pueden encontrar en Ficciones, en ideas y fórmulas de las que hubieran podido ser las obras de un hipotético autor llamado Herbert Quain.
La concisión es sólo un aspecto del tema que quería tratar, y me limitaré a deciros que sueño con inmensas cosmogonías, sagas y epopeyas encerradas en las dimensiones de un epigrama. En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamiento.
Borges y Bioy Casares recopilaron una antología de Cuentos breves y extraordinarios. Yo quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, o de una sola línea, si fuera posible. Pero hasta ahora no encontré ninguno que supere el del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».
Me doy cuenta de que esta conferencia, fundada en las conexiones invisibles, se ha ramificado en diversas direcciones con peligro de dispersión. Pero todos los temas que he tratado esta tarde, y quizá también los de la vez pasada, pueden unificarse porque sobre ellos reina un dios del Olimpo al que tributo un culto especial: Hermes-Mercurio, dios de la comunicación y de las mediaciones; bajo el nombre de Toth, inventor de la escritura; y que, según dice C. G. Jung en sus estudios sobre la simbología alquímica, como «espíritu Mercurio» representa también el principium individuationis.
Mercurio, el de los pies alados, leve y aéreo, hábil y ágil, adaptable y desenvuelto, establece las relaciones de los dioses entre sí y entre los dioses y los hombres, entre las leyes universales y los casos individuales, entre las fuerzas de la naturaleza y las formas de la cultura, entre todos los objetos del mundo y entre todos los sujetos pensantes. ¿Qué mejor patrono podría escoger para mi propuesta de literatura?
En la sabiduría antigua, en la que el microcosmos y el macrocosmos se reflejan en las correspondencias entre psicología y astrología, entre humores, temperamentos, planetas, constelaciones, estatuto de Mercurio es el más indefinido y oscilante. Pero, según la opinión más difundida, el temperamento influido por Mercurio, inclinado a los intercambios, a los comercios, a la habilidad, se contrapone al temperamento influido por Saturno, melancólico, contemplativo, solitario. Desde la Antigüedad se considera que el temperamento saturnino es justamente el de los artistas, los poetas, los pensadores, y me parece que esta caracterización corresponde a la verdad. Desde luego, la literatura nunca hubiese existido si una parte de los seres humanos no tuviera una tendencia a una fuerte introversión, a un descontento con el mundo tal como es, al olvido de las horas y los días, fija la mirada en la inmovilidad de las palabras mudas. Mi carácter corresponde ciertamente a las peculiaridades tradicionales de la categoría a la que pertenezco: también yo he sido siempre un saturnino, cualquiera que fuese la máscara que tratara de ponerme. Mi culto a Mercurio corresponde quizá sólo a una aspiración, a un querer ser: soy un saturnino que suena con ser mercurial, y todo lo que escribo está marcado por estas dos tensiones.
Pero si Saturno-Granos sobre mí su poder, también es cierto que nunca fui devoto de ese dios; nunca alimenté por él otro sentimiento que no fuera un respetuoso temor. En cambio hay otro dios que tiene con Saturno lazos de afinidad y parentesco, que me inspira un gran afecto, un dios que no goza de prestigio astrológico y por lo tanto psicológico, por no ser el titular de uno de los siete planetas del cielo de los antiguos, pero que goza en cambio de una gran fortuna literaria desde los
tiempos de Homero: hablo de Vulcano-Efesto, dios que no planea en los cielos sino que se refugia en el fondo de los cráteres, encerrado en su fragua, donde fabrica infatigablemente objetos acabados en todos sus detalles, joyas y ornamentos para las diosas y los dioses, armas, escudos, redes, trampas. Vulcano, que contrapone al vuelo aéreo de Mercurio el ritmo discontinuo de su paso claudicante y e! golpeteo cadencioso de su martillo.
Aquí he de referirme también a una lectura ocasional, pero a veces de la lectura de libros extraños y difícilmente clasificables desde el punto de vista del rigor académico nacen ideas esclarecedoras. El libro en cuestión, que leí cuando estudiaba la simbología de los tarots, se titula Histoire de notre image, de André Virel (Ginebra 1965). Según el autor, un estudioso de lo imaginario colectivo, de escuela junguiana, Mercurio y Vulcano representan las dos funciones vitales inseparables y complementarias: Mercurio, la sintonía, o sea la participación en el mundo que nos rodea; Vulcano, la focalidad, o sea la concentración constructiva. Mercurio y Vulcano son ambos hijos de Júpiter, cuyo reino es el de la conciencia individualizada y socializada; pero, por parte de madre, Mercurio desciende de U rano, cuyo reino era el del tiempo «ciclofrénico» de la continuidad indiferenciada, y Vulcano desciende de Saturno, cuyo reino era e! del tiempo «esquizofrénico» del aislamiento egocéntrico. Saturno destronó a Urano, Júpiter destronó a Saturno; al final, en el reino equilibrado y luminoso de Júpiter, Mercurio y Vulcano llevan cada uno el recuerdo de uno de los oscuros reinos primordiales, transformando lo que era enfermedad destructiva en cualidad positiva: sintonía y focalidad.
Desde que leí esta explicación de la contraposición y la complementariedad entre Mercurio y Vulcano, empecé a entender algo que hasta entonces sólo había intuido confusamente: algo acerca de mí mismo, de cómo soy y cómo quisiera ser, de cómo escribo y cómo podría escribir. La concentración y la craftmanship de Vulcano son las condiciones necesarias para escribir las aventuras y las metamorfosis de Mercurio. La movilidad y la rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado, y de la informe ganga mineral cobren forma los atributos de los dioses, cetros o tridentes, lanzas o diademas. El trabajo del escritor debe tener en cuenta tiempos diferentes: el tiempo de Mercurio y el tiempo de Vulcano, un mensaje de inmediatez obtenido a fuerza de ajustes pacientes y meticulosos; una intuición instantánea que, apenas formulada, asume la definitividad de lo no podía ser de otra manera; pero también el tiempo que corre sin otra intención que la de dejar que los sentimientos y los pensamientos se sedimenten, maduren, se aparten de toda impaciencia y de toda contingencia efímera.
Empecé esta conferencia contando un cuento; permitidme que la termine con otro. Es un cuento chino.
Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron" cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. «Necesito otros cinco años», dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.
El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza, Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
Esta leyenda, «tomada de un libro sobre la magia», se cuenta en una versión aún más sintética que la mía en un cuaderno de apuntes inédito del escritor romántico francés Barbey d'Aurevilly. Figura en las notas de la edición de la Pléiade de las obras de Barbey d'Aurevilly pág. 1315). Desde que la leí, ha seguido representándose en mi mente como si el encantamiento del anillo continuara actuando a través del cuento.
Tratemos de explicarnos por qué una historia como ésta puede fascinarnos. Hay una sucesión de acontecimientos, todos fuera de lo corriente, que se encadenan unos con otros: un viejo que se enamora de una joven, una obsesión necrófila, una tendencia homosexual, y al final todo se aplaca en una contemplación melancólica: el viejo rey absorto en la contemplación del lago. «Charlemagne, la vue attachée sur son lac de Constance, amoureux de l'abîme caché», escribe Barbey d'Aurevilly en el pasaje de la novela a que remite la nota que refiere la leyenda (Une vieille maitresse),
Hay un vínculo verbal que crea esta cadena de acontecimientos: la palabra «amor» o «pasión», que establece una continuidad entre diversas formas de atracción; y hay un vínculo narrativo, el anillo mágico, que establece entre los diversos episodios una relación lógica de causa a efecto. La carrera del deseo hacia un objeto que no existe, una ausencia, una carencia, simbolizada por el círculo vacío del anillo, está dada más por el ritmo del relato que por los hechos narrados. Del mismo modo, todo el cuento está recorrido por la sensación de muerte en la que parece debatirse afanosamente Carlomagno aferrándose a los lazos de la vida, afán que se aplaca después en la contemplación del lago de Constanza.
El verdadero protagonista del relato es, pues, el anillo mágico: porque son los movimientos del anillo los que determinan los movimientos de los personajes, y porque el anillo es el que establece las relaciones entre ellos. En torno al objeto mágico se forma como un campo de fuerzas que es el campo narrativo. Podemos decir que el objeto mágico es un signo reconocible que hace explícito el nexo entre personas o entre acontecimientos: una función narrativa cuya historia podemos seguir en las sagas nórdicas y en las novelas de caballería y que sigue presentándose en los poemas italianos del Renacimiento. En el Orlando furioso asistimos a una interminable serie de intercambios de espadas, escudos, yelmos, caballos, dotados cada uno de propiedades características, de modo que la intriga podría describirse a través de los cambios de propiedad de cierto número de objetos dotados de ciertos poderes que determinan las relaciones entre cierto número de personajes.
En la narrativa realista, el yelmo de Mambrino se convierte en la bacía de un barbero, pero no pierde importancia ni significado; así como son importantísimos todos los objetos que Robinson Crusoe salva del naufragio y los que fabrica con sus manos. Diremos que, desde el momento en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo en una red de relaciones invisibles. El simbolismo de un objeto puede ser más o menos explícito, pero existe siempre. Podríamos decir que en una narración un objeto es siempre un objeto mágico.
La leyenda de Carlomagno, para volver a ella, tiene tras de sí una tradición en la literatura italiana. En sus Cartas familiares (1, 4), Petrarca cuenta que se ha enterado de esta «graciosa historieta» (fabella non inamena), en la que dice no creer, al visitar el sepulcro de Carlomagno en Aquisgrán. En el latín de Petrarca, el relato es mucho más rico en detalles y sensaciones (el obispo de Colonia que, obedeciendo a una milagrosa advertencia divina, hurga con el dedo debajo de la lengua gélida y rígida [sub gelida rigentique lingua] del cadáver) y en comentarios morales, pero yo encuentro mucho más fuerte la sugestión del resumen descarnado donde todo queda librado a la imaginación, y donde la rapidez con que se suceden los hechos crea la sensación de lo ineluctable.
La leyenda reaparece en el florido italiano del siglo XVI, en varias versiones en las cuales la fase de necrofilia es la que más se desarrolla. Sebastiano Erizzo, cuentista veneciano, hace pronunciar a Carlomagno, acostado con el cadáver, una lamentación de varias páginas. En cambio sólo se alude a la fase homosexual de la pasión por el obispo, o directamente se la censura, como en uno de los más famosos tratados sobre el amor del siglo XVI, el de Giuseppe Betussi, en que el cuento termina con el hallazgo del anillo. En cuanto al final, en Petrarca y sus continuadores italianos no se habla del lago de Constanza porque toda la acción se desarrolla en Aquisgrán, ya que la leyenda debía explicar los orígenes del palacio y del templo que el Emperador había hecho construir; el anillo es arrojado a un pantano cuyo olor aspira el Emperador como un perfume y de cuyas aguas «hace uso con gran voluptuosidad» (esto se relaciona con otras leyendas locales sobre los orígenes de las fuentes termales), detalles que acentúan aún más la impresión fúnebre de todo el conjunto.
Antes aún estaban las tradiciones medievales alemanas estudiadas por Gastan Paris, que se refieren al amor de Carlomagno por la mujer muerta, con variantes que la convierten en una historia muy diferente: unas veces la amada es la legítima esposa del Emperador, la cual se asegura su fidelidad con el anillo mágico; otras es un hada o ninfa que muere apenas se la despoja del anillo; otras es una mujer que parece viva y al quitarle el anillo resulta ser un cadáver. El origen está probablemente en una saga escandinava: el rey noruego Harald duerme con su mujer muerta envuelta en una capa mágica que la conserva como viva.
En una palabra, en las versiones medievales recogidas por Gastan Paris falta la sucesión en cadena de los acontecimientos, y en las versiones literarias de Petrarca y de los escritores del Renacimiento falta la rapidez. Por eso sigo prefiriendo la versión contada por Barbey d'Aurevilly, a pesar de ser esquemática, un poco patched up; su secreto reside en la economía del relato: los acontecimientos, independientemente de su duración, se vuelven puntiformes, ligados por segmentos rectilíneos, en un dibujo en zigzag que corresponde a un movimiento sin pausa.
Con esto no quiero decir que la velocidad sea un valor en sí: el tiempo narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. En todo caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo. En Sicilia e! que cuenta historias emplea una fórmula: «lu cuntu nun metti tempu» [el cuento no lleva tiempo], cuando quiere saltar pasajes o indicar un intervalo de meses o de años. La técnica de la narración oral en la tradición popular responde a criterios de funcionalidad: descuida los detalles que .no sirven, pero insiste en las repeticiones, por ejemplo, cuando el cuento consiste en una serie de obstáculos que hay que superar. El placer infantil de escuchar cuentos reside también en la espera de lo que se repite: situaciones, frases, fórmulas. Así como en los poemas o en las canciones las rimas escanden el ritmo, en las narraciones en prosa hay acontecimientos que riman entre sí. La leyenda de Carlomagno tiene eficacia narrativa porque es una sucesión de acontecimientos que se responden como rimas en un poema.
Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no era por fidelidad a una tradición étnica (puesto que mis raíces se encuentran en una Italia absolutamente moderna y cosmopolita) ni por nostalgia de las lecturas infantiles (en mi familia un niño debía leer solamente libros instructivos y con algún fundamento científico), sino por interés estilístico y estructural, por la economía, e! ritmo, la lógica esencial con que son narrados. En mi trabajo de transcripción de los cuentos populares italianos a partir de los registros hechos por los estudiosos de! folclore del siglo pasado, sentía un placer particular cuando e! texto original era muy lacónico y debía intentar contarlo respetando su concisión y tratando de extraerle e! máximo de eficacia narrativa y de sugestión poética. Por ejemplo:
Un Re s'ammalò, Vennero i medici e gli dissero: «Senta, Maestà, se vuol guarire, bisogna che lei prenda una penna dell'Orco. un rimedio difficile, perche l'Orco tutti i cristiani che vede se li mangia».
Il Re lo disse a tutti ma nessuno ci voleva andare. Lo chiese a un suo sottoposto, molto fedele e coraggioso, e questi disse: «Andro».
Gli insegnarono la strada: «In cima a un monte, ci sono sette buche: in una delle sette, ci sta l'Orco».
L 'uomo andò e lo prese il buio per la strada. Si fermo in una locanda ... (Fiabe italiane, 57).
[Un Rey enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: «Oíd, Majestad, si queréis curaros tenéis que tomar una pluma del Ogro. Es un remedio difícil, porque el Ogro, cristiano que ve, cristiano que se come».
El Rey lo dijo a todos, pero nadie quería ir. Entonces se lo pidió a uno de sus subordinados, muy fiel y corajudo, que le dijo: «Allá voy».
Le indicaron el camino: «En lo alto de un monte hay siete cuevas: en una de las siete está el Ogro». El hombre salió y en el camino se le hizo de noche. Se detuvo en una posada...]
Nada se dice de la del de cómo es posible que un Ogro tenga plumas, de cómo son las siete cuevas. Pero todo lo que se nombra tiene en la trama una función necesaria; la primera característica del folk-tale es la economía expresiva; las peripecias más extraordinarias se narran teniendo en cuenta solamente lo esencial; hay siempre una batalla contra el tiempo, contra los obstáculos que impiden o retardan el cumplimiento de un deseo o el restablecimiento de un bien perdido. El tiempo puede detenerse del todo, como en el castillo de la Bella Durmiente, pero para eso basta que Charles Perrault escriba:
...les broches même qui étaient au Jeu toutes pleines de perdrix et de faisans s'endormirent, et le feu aussi. Tout cela se fit en un moment: les fées n'étaient pas longues leur besogne.
[... hasta las broquetas en que se asaban cantidad de perdices y faisanes se durmieron, y el fuego también. Todo eso ocurrió en un instante: las hadas hacen muy rápido las cosas.]
La relatividad del tiempo es el tema de un folk-tale difundido por todas partes: el viaje al más allá que es vivido por quien lo cumple como si durase pocas horas, mientras que al regreso el lugar de partida es irreconocible porque han pasado años y años. Recordaré en passant que en los comienzos de la literatura norteamericana este motivo dio origen al Rip Van Winkle de Washington Irving, que asumió el significado de un mito de fundación de la sociedad norteamericana basada en el cambio.
Este motivo puede entenderse también como una alegoría del tiempo narrativo, de su inconmensurabilidad en relación con el tiempo real. Y el mismo significado se puede reconocer en la operación inversa, la de la dilatación del tiempo por proliferación interna de una historia en otra, característica de los cuentos orientales. Sherezada cuenta una historia en la que se cuenta una historia en la que se cuenta una historia, y así sucesivamente.
El arte gracias al cual Sherezada salva cada noche su vida reside en saber encadenar una historia con otra y en saber interrumpirse en el momento justo: dos operaciones sobre la continuidad y la discontinuidad del tiempo. Es un secreto de ritmo, una captura del tiempo que podemos reconocer desde los orígenes: en la épica, por efecto de la métrica del verso; en la narración en prosa, por los efectos que mantienen vivo el deseo de escuchar la continuación.
Todos conocen la sensación de incomodidad que se tiene cuando alguien que pretende contar un chiste no sabe hacerlo y se equivoca en los efectos, es decir, en las concatenaciones y en los ritmos sobre todo. Hay un cuento de Boccaccio (VI, 1), relativo justamente al arte del relato oral, en que se trata de esta sensación.
Un alegre grupo de damas y caballeros que una señora florentina ha acogido en su casa de campo sale a dar un paseo a pie, después del almuerzo, hasta otra amena localidad de los alrededores. Para hacer más llevadero el camino, uno de los caballeros propone contar un cuento:
«Madonna Oretta, quando voi vogliate, io vi porterò, gran parte della via che a andare abbiamo, a cavallo con una delle belle novelle del mondo».
Al quale la donna rispuose: «Messere,ansi ve ne priego io molto, e sarammi carissimo»,
Messer lo cavaliere, al quale forse non stava meglio la spada allato che'l novellar nella lingua, udito questo, comincio una sua novella, la quale nel vera da se era bellissima, ma egli or tre e quatro e sei volte replicando una medesima parola e ora indietro tornando e talvolta dicendo: «Io non dissi bene» e spesso ne’ nomi errando, un per un altro ponendone, fieramente la guastava: senza che egli pessimamente, secondo le qualità delle persone e gli atti che accadevano, profereva.
Di che a madonna Oretta, udendolo, spesse volte veniva un sudore e uno sfinimento di cuore, come se inferma fosse stata per terminare; la qual cosa poi che piu sofferir non poté, conoscendo che il cavaliere era entrato nel pecoreccio né era per riuscirne, piacevolmente disse: «Messer, questo vostro cavallo ha troppo duro trotto, per che io vi priego che vi piaccia di pormi a pii»,
[–Doña Oretta, si queréis, os llevaré gran parte del camino que hemos de andar como si fuerais a caballo, con una de las más bellas novelas del mundo.
La señora respondió: -Señor, mucho os lo ruego, que me será gratísimo.
El señor caballero, a quien tal vez no le sentaba mejor la espada al cinto que el contar historias, oído esto comenzó una novela que en verdad era en sí bellísima, pero que él estropeaba gravemente, repitiendo tres, cuatro o seis veces una misma palabra, o bien volviendo atrás y diciendo a veces: «No es como dije», y equivocándose a menudo en los nombres, sustituyendo uno por otro; sin contar con que la exponía pésimamente, según la calidad de las personas y los hechos que sucedían.
Con lo cual a doña Oretta, al oírlo, a menudo le entraban sudores y un desmayo del corazón, como si estuviera enferma y a punto de morir; cuando ya no lo pudo aguantar más, viendo que el caballero se había metido en un atolladero y no sabía cómo salir, le placenteramente:
-Señor, este caballo vuestro tiene un trote demasiado duro, por lo que os ruego que me dejéis seguir a pie.]
El cuento es un caballo: un medio de transporte, con su andadura propia, trote o galope, según el itinerario que haya de seguir, pero la velocidad de que se habla es una velocidad mental. Los defectos del narrador torpe enumerados por Boccaccio son sobre todo ofensas al ritmo, además de defectos de estilo, porque no usa las expresiones apropiadas a los personajes y a las acciones, es decir, que, bien mirado, aun en la propiedad estilística se trata de rapidez de adaptación, agilidad de la expresión y del pensamiento.
El caballo como emblema de la velocidad, incluso mental, marca toda la historia de la literatura, preanunciando toda la problemática propia de nuestro horizonte tecnológico. La era de la velocidad, tanto en los transportes como en la información, comienza con uno de los más bellos ensayos de la literatura inglesa, El coche correo inglés (The English Mail-Coach) de Thomas de Quincey, que ya en 1849 había entendido todo lo que hoy sabemos del mundo motorizado y de las autopistas, incluidos los choques mortales a gran velocidad.
De Quincey describe un viaje nocturno en el pescante de un velocísimo mail-coach, junto a un gigantesco cochero profundamente dormido. La perfección técnica del vehículo y la transformación del conductor en un ciego objeto inanimado dejan al viajero a merced de la inexorable exactitud de una máquina. Con la acuidad de sensaciones que le ha provocado una dosis de láudano, De Quincey advierte que los caballos corren a una velocidad de trece millas por hora, por el lado derecho del camino. Esto significa un desastre seguro, no para el mail-coach veloz y solidísimo, sino para el primer desdichado vehículo que venga en sentido contrario. Justamente al fondo del recto camino arbolado, que parece la nave de una catedral, divisa una pequeña y frágil calesa de mimbre con una joven pareja que avanza a una milla por hora. «Between them and eternity, to all human calculation, there is but a minute and a half» [Entre ellas y la eternidad, para todo cálculo humano, no hay más que un minuto y medio]. De Quincey lanza un grito. «Mine had been the first step; the second was for the young man; the third was for God» [El primer paso había sido mío; el segundo le correspondía al joven; el tercero, a Dios].
El relato de esos pocos segundos no ha sido aún superado, ni siquiera en la época en que la experiencia de las grandes velocidades ha llegado a ser fundamental en la vida humana.
Glance of thought of man, wing of angel, which of these had speed enough to sweep between the question and the answer, and divide the one from the other? Light does not tread upon the steps of light more indivisibly than did our all-conquering arrival upon the escaping efforts of the gig.
[Golpe de vista, pensamiento humano, ala de ángel, de éstos tenía bastante rapidez para volar entre la pregunta la respuesta y separar la una de la otra? La luz no pisa sobre las huellas de la luz de forma más indivisible que nuestra llegada avasalladora sobre los esfuerzos del quitrín por escaparse.]
De Quincey consigue dar la sensación de un lapso de tiempo extremadamente breve, que sin embargo puede contener el cálculo de la inevitabilidad técnica del choque y a la vez lo imponderable, la parte de Dios, gracias a la cual los dos vehículos pasan sin rozarse.
El tema que aquí nos interesa no es la velocidad física, sino la relación entre velocidad física y velocidad mental. Esta relación ha interesado también a un gran poeta italiano de la generación de De Quincey. Giacomo Leopardi, en su juventud más que sedentaria, encontraba uno de sus raros momentos de alegría cuando escribía en las notas de su Zibaldone: «La velocità, per esempio, de' cavalli o veduta, o sperimentata, cioè quando essi vi trasportano (...) piacevolissima per sé sola, cioè per la vivacità, l'energia, la forza, la vita di tal sensazione. Essa desta realmente una quasi idea dell'infinito, sublima l'anima, la fortifica ...» (27 de octubre de 1821). [La velocidad, por ejemplo, de los caballos, ya sea vista, ya experimentada, es decir, cuando nos transportan (...), es gratísima en sí misma por la vivacidad, la energía, la fuerza, la vida de esa sensación. Despierta realmente una casi idea de infinito, eleva el alma, la fortalece...]
En las notas del Zibaldone de los meses siguientes Leopardi desarrolla sus reflexiones sobre la velocidad, y en cierto momento llega a hablar del estilo: «La rapidità e la concisione dello stile piace perché presenta all'anima una folla d'idee simultanee, cosi rapidamente succedentisi, che paiono simultanee, e fanno ondeggiar l'anima in una tale abbondanza di pensieri, o d'immagini e sensazioni spirituali, ch'ella o non capace di abbracciarle tutte, e pienamente ciascuna, o non ha tempo di restare in ozio, e priva di sensazioni. La forza dello stile poetico, che in gran parte tutt'uno colla rapidità, non piacevole per altro che per questi effetti, e non consiste in altro. L'eccitamento d'idee simultanee, derivare e da ciascuna parola isolata, o propria o metaforica, e dalla loro collocazione, e dal giro della frase, e dalla soppressione stessa di altre parole o frasi ec.» (3 de noviembre de 1821). [La rapidez y la concisión del estilo agradan porque presentan al espíritu una multitud de ideas simultáneas, en sucesión tan rápida que parecen simultáneas, y hacen flotar el espíritu en tal abundancia de pensamientos o de imágenes y sensaciones espirituales, que éste no es capaz de abarcarlos todos y cada uno plenamente, o no tiene tiempo de permanecer ocioso y privado de sensaciones. La fuerza del estilo poético, que en gran parte es una con la rapidez, no es placentera sino por estos efectos y no consiste en otra cosa. La excitación de ideas simultáneas puede derivar de cada palabra aislada, o propia o metafórica, y de su ubicación, y del giro de la frase, y de la supresión misma de otras palabras o etc.]
Creo que la metáfora del caballo aplicada a la velocidad de la mente fue usada por primera vez por Galileo Galilei. En el Saggiatore, polemizando con un adversario que sostenía sus propias tesis con gran acopio de citas clásicas, escribía:
Se il discorrere circa un problema difficile fosse come il portar pesi, dove molt i cavalli porteranno più sacca di grano che un caval solo, io acconsentirei che i molti discorsi facessero più che un solo; ma il discorrere come il correre, e non come il portare, ed un caval barbero solo che cento frisoni (45).
[Si el discurrir acerca de un problema difícil fuera como llevar pesos, en que muchos caballos cargarán más sacos de grano que un caballo solo, consentiría en que muchos discursos cuentan más que uno solo; pero discurrir es como correr, y no como cargar pesos, y un solo caballo berberisco correrá más que cien frisones.]
«Discurrir», «discurso» quiere decir para Galileo razonamiento, y a menudo razonamiento deductivo. «Discurrir es como correr»: esta afirmación es como el programa estilístico de Galileo, estilo como método de pensamiento y como gusto literario: la rapidez, la agilidad del razonamiento, la economía de los argumentos, pero también la fantasía de los ejemplos son para Galileo cualidades decisivas del pensar bien.
Añádase a esto una predilección por el caballo en las metáforas y en los Gedanken-Experimenten de Galileo: en un estudio que hice sobre la metáfora en los escritos de Galileo conté por lo menos once ejemplos significativos en los que habla de caballos: como imágenes de movimiento, por lo tanto como instrumento de experimentos de cinética, como forma de la naturaleza en toda su complejidad y también en toda su belleza, como forma que desencadena la imaginación en las hipótesis de caballos sometidos a las pruebas más inverosímiles o que han crecido hasta adquirir dimensiones gigantescas; además de la identificación del razonamiento con la carrera: «discurrir es como correr».
La velocidad del pensamiento en el Dialogo dei massimi sistemi es encarnada por Sagredo, un personaje que interviene en la discusión entre el tolemaico Simplicio y el copernicano Salviati. Salviati y Sagredo representan dos facetas diferentes del temperamento de Galileo: Salviati es el razonador metodológicamente riguroso que avanza lentamente y con prudencia; Sagredo se caracteriza por su «velocísimo discurso», por un espíritu más inclinado a la imaginación, a extraer consecuencias no demostradas y a llevar cada idea hasta sus últimas consecuencias, como cuando enuncia hipótesis acerca de cómo podría ser la vida en la luna o lo que sucedería si la tierra se detuviese.
Pero será Salviati quien defina la escala de valores en la que Galileo sitúa la velocidad mental: el razonamiento instantáneo, sin passaggi (pasos), es el de la mente de Dios, infinitamente superior a la humana, que sin embargo no debe despreciarse ni considerarse nula, puesto que ha sido creada por Dios, y procediendo paso a paso ha comprendido, investigado y realizado cosas maravillosas. En ese momento interviene Sagredo haciendo el elogio de la más grande invención humana, el alfabeto: (Dialogo dei massimi sistemi, fin de la primera jornada):
Ma sopra tutte la invenzioni stupende, qual eminenza di mente fu quella di colui che s'immagino di trovar modo di comunicare i suoi più reconditi pensieri a qualsivoglia altra persona, benché distante per lunghissimo intervallo di luogo e di tempo? parlare con quelli che son nell'Indie, parlare a quelli che non sono ancora nati né saranno se non di qua a mille e dieci mila anni? e con qual facilita? con i vari accozzamenti di venti caratteruzzi sopra una carta.
[Pero por encima de todas las invenciones admirables, ¿cuán soberana no fue la mente de quien imaginó y halló la manera de comunicar sus más recónditos pensamientos a cualquier persona, aunque separada por larguísimos intervalos de lugar y de tiempo? hablar con los que están en las Indias, de hablar con los que todavía no han nacido ni nacerán hasta dentro de mil, de diez mil años? ¿Y de qué manera? Disponiendo de diversas maneras veinte caracteres insignificantes sobre un papel.]
En mi anterior conferencia sobre la levedad cité a Lucrecio, quien veía en la combinatoria del alfabeto el modelo de la impalpable estructura atómica de la materia; hoy cito a Galileo, que veía en la combinatoria alfabética («disponiendo de diversas maneras veinte caracteres insignificantes») el instrumento insuperable de la comunicación. Comunicación entre personas alejadas en el espacio y en el tiempo, dice Galileo, pero es preciso añadir: comunicación inmediata que la escritura establece entre todas las cosas existentes o posibles.
Como en cada una de estas conferencias me he propuesto recomendar al próximo milenio un valor que me es caro, hoy el valor que quiero recomendar es justamente éste: en una época en que triunfan otros media velocísimos y de amplísimo alcance, y en que corremos el riesgo de achatar toda comunicación convirtiéndola en una costra uniforme y homogénea, la función de la literatura es la de establecer una comunicación entre lo que es diferente en tanto es diferente, sin atenuar la diferencia silla exaltándola, según la vocación propia del lenguaje escrito.
El siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor mensurable, cuyos récords marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres. Pero la velocidad mental no se puede medir y no permite confrontaciones o competencias, ni puede disponer los propios resultados en una perspectiva histórica. La velocidad mental vale por sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer, no por la utilidad práctica que de ella se pueda obtener. Un razonamiento veloz no es necesariamente mejor que un razonamiento ponderado, todo lo contrario; pero comunica algo especial que reside justamente en su rapidez.
Cada uno de los valores que escojo como tema de mis conferencias, lo he dicho al principio, no pretende excluir el valor contrario: así como en mi elogio de la levedad estaba implícito mi respeto por el peso, así esta apología de la rapidez no pretende negar los placeres de la dilación. La literatura ha elaborado varias técnicas para retardar el curso del tiempo; he recordado ya la iteración; me referiré ahora a la digresión.
En la vida práctica el tiempo es una riqueza de la que somos avaros; en la literatura es una riqueza de la que se dispone con comodidad y desprendimiento: no se trata de llegar antes a una meta preestablecida: al contrario, la economía de tiempo es cosa buena porque cuanto más tiempo economicemos, más tiempo podremos perder. Rapidez de estilo y de pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, movilidad, desenvoltura, cualidades todas que se avienen con una escritura dispuesta a las divagaciones, a saltar de un argumento a otro, a perder el hilo cien veces y a encontrarlo al cabo de cien vericuetos.
El gran invento de Laurence Sterne fue la novela toda hecha de digresiones, ejemplo que seguirá después Diderot. La divagación o digresión es una estrategia para aplazar la conclusión, una multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua; ¿fuga de qué? De la muerte, seguramente, dice en su introducción al Tristram Shandy un escritor italiano, Carla Levi, que pocos imaginarían admirador de Sterne, ya que su secreto consistía justamente en aplicar un espíritu divagante y el sentido de un tiempo ilimitado aun a la observación de los problemas sociales. Escribía Carlo Levi:
L'orologio il primo simbolo di Shandy, sotto il suo influsso egli viene generato, ed iniziano le sue disgrazie, che sono tutt'uno con questo segno del tempo. La morte sta nascosta negli orologi, como diceva il Belli; e l' infelicità della vita individuale, di questo frammento, di questa cosa scissa e disgregata, e priva di totalità: la morte, che il tempo, il tempo della individuazione, della separazione, l'astratto tempo que rotola verso la sua fine. Tristram Shandy non vuol nascere, perché non vuol morire. Tutti i mezzi, tutte le armi sono buone per salvarsi dalla morte e dal tempo. Se la linea retta la più breve fra due punti fatali e inevitabili, le digressioni la allungheranno: e se queste digressioni diventeranno complesse, aggrovigliate, tortuose, rapide da far perdere le proprie tracce, chissà che la morte non ci trovi più, che il tempo si smarrisca, e che possiamo restare celati nei mutevoli nascondigli.
[El reloj es el primer símbolo de Shandy, bajo su influjo es engendrado y comienzan sus desgracias, que son una sola cosa con ese signo del tiempo. La muerte está escondida en los relojes, como decía Belli, y la infelicidad de la vida individual, de ese fragmento, de esa cosa escindida y disgregada y desprovista de totalidad: la muerte, que es el tiempo, el tiempo de la individuación, de la separación, el abstracto tiempo que rueda hacia su fin. Tristram Shandy no quiere nacer porque no quiere morir. Todos los medios, todas las armas son buenos para salvarse de la muerte' y del tiempo. Si la línea recta es la más breve entre dos puntos fatales e inevitables, las digresiones la alargarán; y si esas digresiones se vuelven tan complejas, enredadas, tortuosas, tan rápidas que hacen perder las propias huellas, tal vez la muerte no nos encuentre, el tiempo se extravíe y podamos permanecer ocultos en los mudables escondrijos.]
Palabras que me hacen reflexionar. Porque yo no soy un cultor de la divagación; podría decir que prefiero fiarme de la línea recta, en la esperanza de que siga hasta el infinito y me vuelva inalcanzable. Prefiero calcular largamente mi trayectoria de fuga, esperando poder lanzarme como una flecha y desaparecer en el horizonte. O si no, si me bloquean el camino demasiados obstáculos, calcular la serie de segmentos rectilíneos que me saquen del laberinto en el tiempo más breve posible.
Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua máxima latina Festina lente, apresúrate despacio. Tal vez más que las palabras y el concepto, me atrajo la sugestión de los emblemas. Recordaréis el del gran editor humanista veneciano, Aldo Manuzio, que en todos los frontispicios simbolizaba el lema Festina lente con un delfín que se desliza sinuoso alrededor de un ancla. La intensidad y la constancia del trabajo intelectual están representados en ese elegante sello gráfico que Erasmo de Rotterdam comentó en páginas memorables. Pero delfín y ancla pertenecen a un mundo homogéneo de imágenes marinas, y yo siempre he preferido los emblemas que reúnen figuras incongruentes y enigmáticas como charadas. Como la mariposa y el cangrejo que ilustran el Festina lente en la recopilación hecha por Paolo Giovio de emblemas del siglo XVI, dos formas animales, las dos extrañas y las dos simétricas, que establecen entre sí una inesperada armonía.
Desde que empecé a escribir he tratado de seguir el recorrido fulmíneo de los circuitos mentales que capturan y vinculan puntos alejados en el espacio y en el tiempo. En mi predilección por la aventura y el cuento popular buscaba el equivalente de una energía interior, de un movimiento de la mente. He apuntado siempre a la imagen y al movimiento que brota naturalmente de la imagen, sin ignorar que no se puede hablar de un resultado literario mientras esa corriente de la imaginación no se haya convertido en palabra. Como para el poeta en verso, para el escritor en prosa el logro está en la felicidad de la expresión verbal, que en algunos casos podrá realizarse en fulguraciones repentinas, pero que por lo general quiere decir una paciente búsqueda del mot juste, de la frase en la que cada palabra es insustituible, del ensamblaje de sonidos y de conceptos más eficaz y denso de significado. Estoy convencido de que escribir en prosa no debería ser diferente de escribir poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable.
Es difícil mantener este tipo de tensión en obras muy largas, y por lo demás mi temperamento me lleva a realizarme mejor en textos mi obra está constituida en gran parte por short stories. Por ejemplo, el tipo de operación que experimenté en las Cosmicámicas (Le cosmicomiche) y Tiempo cero (Ti con zero), dando evidencia narrativa a ideas abstractas del espacio y el tiempo, no podrían realizarse sino en el breve arco de la short story. Pero he intentado también composiciones aún más cortas, con un desarrollo narrativo más reducido, entre el apólogo y el petit-poème en-prose, en Las ciudades invisibles (Le cittá invisibili) y recientemente en las descripciones de Palomar. La longitud y la brevedad del texto son, desde luego, criterios exteriores, pero yo hablo de una densidad particular que, aunque pueda alcanzarse también en narraciones largas, encuentra su medida en la página única.
En esta predilección por las formas breves no hago sino seguir la verdadera vocación de la literatura italiana, pobre en novelistas pero siempre rica en poetas, que cuando escriben en prosa dan lo mejor de sí mismos en textos en los que el máximo de invención y de pensamiento está contenido en pocas páginas, como ese libro sin igual en otras literaturas que son los Diálogos (Operette morali) de Leopardi.
La literatura norteamericana tiene una gloriosa y siempre viva tradición de short stories; diré incluso que entre las short stories se cuentan sus joyas insuperables. Pero la bipartición rígida de la clasificación editorial -o short stories o novel-deja fuera otras posibilidades de formas breves, como las que están sin embargo presentes en la obra en prosa de los grandes poetas norteamericanos, desde los Specimen Days de Walt Whitman hasta muchas páginas de William Carlos Williams. La demanda del mercado del libro es un fetiche que no debe inmovilizar la experimentación de formas nuevas. Quisiera romper aquÍ una lanza en favor de la riqueza de las formas breves, con lo que ellas presuponen como estilo y como densidad de contenidos. Pienso en el Paul Valéry de Monsieur Teste y de muchos de sus ensayos, en los pequeños poemas en prosa sobre los objetos de Francis Ponge, en las exploraciones de sí mismo y del propio lenguaje de Michel Leiris, en el humour misterioso y alucinado de Henri Michaux en los brevísimos relatos de Plume.
La última gran invención de un género literario a que hayamos asistido es obra de un maestro de la escritura breve, Jorge Luis Borges, y fue la invención de sí mismo como narrador, el huevo de Colón que le permitió superar el bloqueo que le había impedido, hasta los cuarenta años aproximadamente, pasar de la prosa ensayística a la prosa narrativa. La idea de Borges consistió en fingir que el libro que quería escribir ya estaba escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido, un autor de otra lengua, de otra cultura, yen describir, resumir, comentar ese libro hipotético. Forma parte de la leyenda de Borges la anécdota de que, cuando apareció en la revista Sur, en 1940, el primer y extraordinario cuento escrito según esta fórmula, El acercamiento a Almotásim, se creyó que era realmente un comentario de un libro de autor indio. Así como forma parte de los lugares obligados de la crítica sobre Borges observar que cada texto suyo duplica o multiplica el propio espacio a través de otros libros de una biblioteca imaginaria o real, lecturas clásicas o simplemente inventadas. Lo que más me interesa subrayar es cómo realiza Borges sus aperturas hacia el infinito sin la más mínima congestión, con el fraseo más cristalino, sobrio y airoso; cómo el narrar sintéticamente y en escorzo lleva a un lenguaje de absoluta precisión y concreción, cuya inventiva se manifiesta en la variedad de los ritmos, del movimiento sintáctico, de los adjetivos siempre inesperados y sorprendentes.
Nace con Borges una literatura elevada al cuadrado y al mismo tiempo una literatura como extracción de la raíz cuadrada de sí misma; una «literatura potencial», para usar un término que se aplicará más tarde en Francia, pero cuyos preanuncios se pueden encontrar en Ficciones, en ideas y fórmulas de las que hubieran podido ser las obras de un hipotético autor llamado Herbert Quain.
La concisión es sólo un aspecto del tema que quería tratar, y me limitaré a deciros que sueño con inmensas cosmogonías, sagas y epopeyas encerradas en las dimensiones de un epigrama. En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamiento.
Borges y Bioy Casares recopilaron una antología de Cuentos breves y extraordinarios. Yo quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, o de una sola línea, si fuera posible. Pero hasta ahora no encontré ninguno que supere el del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».
Me doy cuenta de que esta conferencia, fundada en las conexiones invisibles, se ha ramificado en diversas direcciones con peligro de dispersión. Pero todos los temas que he tratado esta tarde, y quizá también los de la vez pasada, pueden unificarse porque sobre ellos reina un dios del Olimpo al que tributo un culto especial: Hermes-Mercurio, dios de la comunicación y de las mediaciones; bajo el nombre de Toth, inventor de la escritura; y que, según dice C. G. Jung en sus estudios sobre la simbología alquímica, como «espíritu Mercurio» representa también el principium individuationis.
Mercurio, el de los pies alados, leve y aéreo, hábil y ágil, adaptable y desenvuelto, establece las relaciones de los dioses entre sí y entre los dioses y los hombres, entre las leyes universales y los casos individuales, entre las fuerzas de la naturaleza y las formas de la cultura, entre todos los objetos del mundo y entre todos los sujetos pensantes. ¿Qué mejor patrono podría escoger para mi propuesta de literatura?
En la sabiduría antigua, en la que el microcosmos y el macrocosmos se reflejan en las correspondencias entre psicología y astrología, entre humores, temperamentos, planetas, constelaciones, estatuto de Mercurio es el más indefinido y oscilante. Pero, según la opinión más difundida, el temperamento influido por Mercurio, inclinado a los intercambios, a los comercios, a la habilidad, se contrapone al temperamento influido por Saturno, melancólico, contemplativo, solitario. Desde la Antigüedad se considera que el temperamento saturnino es justamente el de los artistas, los poetas, los pensadores, y me parece que esta caracterización corresponde a la verdad. Desde luego, la literatura nunca hubiese existido si una parte de los seres humanos no tuviera una tendencia a una fuerte introversión, a un descontento con el mundo tal como es, al olvido de las horas y los días, fija la mirada en la inmovilidad de las palabras mudas. Mi carácter corresponde ciertamente a las peculiaridades tradicionales de la categoría a la que pertenezco: también yo he sido siempre un saturnino, cualquiera que fuese la máscara que tratara de ponerme. Mi culto a Mercurio corresponde quizá sólo a una aspiración, a un querer ser: soy un saturnino que suena con ser mercurial, y todo lo que escribo está marcado por estas dos tensiones.
Pero si Saturno-Granos sobre mí su poder, también es cierto que nunca fui devoto de ese dios; nunca alimenté por él otro sentimiento que no fuera un respetuoso temor. En cambio hay otro dios que tiene con Saturno lazos de afinidad y parentesco, que me inspira un gran afecto, un dios que no goza de prestigio astrológico y por lo tanto psicológico, por no ser el titular de uno de los siete planetas del cielo de los antiguos, pero que goza en cambio de una gran fortuna literaria desde los
tiempos de Homero: hablo de Vulcano-Efesto, dios que no planea en los cielos sino que se refugia en el fondo de los cráteres, encerrado en su fragua, donde fabrica infatigablemente objetos acabados en todos sus detalles, joyas y ornamentos para las diosas y los dioses, armas, escudos, redes, trampas. Vulcano, que contrapone al vuelo aéreo de Mercurio el ritmo discontinuo de su paso claudicante y e! golpeteo cadencioso de su martillo.
Aquí he de referirme también a una lectura ocasional, pero a veces de la lectura de libros extraños y difícilmente clasificables desde el punto de vista del rigor académico nacen ideas esclarecedoras. El libro en cuestión, que leí cuando estudiaba la simbología de los tarots, se titula Histoire de notre image, de André Virel (Ginebra 1965). Según el autor, un estudioso de lo imaginario colectivo, de escuela junguiana, Mercurio y Vulcano representan las dos funciones vitales inseparables y complementarias: Mercurio, la sintonía, o sea la participación en el mundo que nos rodea; Vulcano, la focalidad, o sea la concentración constructiva. Mercurio y Vulcano son ambos hijos de Júpiter, cuyo reino es el de la conciencia individualizada y socializada; pero, por parte de madre, Mercurio desciende de U rano, cuyo reino era el del tiempo «ciclofrénico» de la continuidad indiferenciada, y Vulcano desciende de Saturno, cuyo reino era e! del tiempo «esquizofrénico» del aislamiento egocéntrico. Saturno destronó a Urano, Júpiter destronó a Saturno; al final, en el reino equilibrado y luminoso de Júpiter, Mercurio y Vulcano llevan cada uno el recuerdo de uno de los oscuros reinos primordiales, transformando lo que era enfermedad destructiva en cualidad positiva: sintonía y focalidad.
Desde que leí esta explicación de la contraposición y la complementariedad entre Mercurio y Vulcano, empecé a entender algo que hasta entonces sólo había intuido confusamente: algo acerca de mí mismo, de cómo soy y cómo quisiera ser, de cómo escribo y cómo podría escribir. La concentración y la craftmanship de Vulcano son las condiciones necesarias para escribir las aventuras y las metamorfosis de Mercurio. La movilidad y la rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado, y de la informe ganga mineral cobren forma los atributos de los dioses, cetros o tridentes, lanzas o diademas. El trabajo del escritor debe tener en cuenta tiempos diferentes: el tiempo de Mercurio y el tiempo de Vulcano, un mensaje de inmediatez obtenido a fuerza de ajustes pacientes y meticulosos; una intuición instantánea que, apenas formulada, asume la definitividad de lo no podía ser de otra manera; pero también el tiempo que corre sin otra intención que la de dejar que los sentimientos y los pensamientos se sedimenten, maduren, se aparten de toda impaciencia y de toda contingencia efímera.
Empecé esta conferencia contando un cuento; permitidme que la termine con otro. Es un cuento chino.
Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron" cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. «Necesito otros cinco años», dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.
3 ene 2013
La literatura y la vida
Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. 1 El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales que hacen decir el, la («el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio deviene–indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad. 2 De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz. 3 La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.
Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada. 4 Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy». 5 Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a un niño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pegado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot). 6 Indudablemente, los personajes literarios están perfecta-mente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, veel oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.
No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. 7 De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.
La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre». 8 Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor. 9 Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre– madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).
Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir–otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su propia lengua...» 10 Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las Ideas.
Estos son los tres aspectos que perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión de letras en la descomposición del lenguaje materno (R, T...); su recuperación en una sintaxis nueva o unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una lengua («eTReTé»); las palabras–soplos por último, límite asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy sumario que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la lengua materna; Muerte a crédito y la nueva sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol's Bandy las exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y sonoridades explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A aquellos que le preguntan en qué consiste la escritura, Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo que le preocupa a él es otra cosa.
Si consideramos estos criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.
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