Hace falta leer de una determinada manera:
tenemos que leer como un escritor para aprender a usar el lenguaje escrito de
la misma manera que lo usan los buenos escritores. No hay otra manera de
adquirir el complejo y numeroso conjunto de conocimientos necesarios para
escribir.
Para leer como un escritor nos
comprometemos con el autor del texto y, leyéndolo, lo reescribimos con él. En
cada paso, en cada nueva frase o en cada párrafo nuevo, anticipamos lo que dirá
el texto, de forma que el autor no sólo nos está enseñando cómo se usa el
lenguaje escrito, sino que, precisamente, está escribiendo para nosotros todo
aquello que quisiéramos escribir. El autor se convierte en un colaborador
inconsciente que hace todo aquello que quisiéramos hacer. Escribe con
ortografía y gramática correctas todas las frases que quisiéramos puntuarlo y
cohesionarlo. Lentamente, con poco tiempo y sin esfuerzo, aprendemos todo lo
que necesitamos para escribir. Leyendo como un escritor aprendemos a escribir
como un escritor.
Pero no siempre leemos de esta forma. Los
niños, por ejemplo, no aprenden a hablar como sus maestros porque no les
interesa pertenecer a ese grupo de personas; en cambio, imitan el lenguaje de
los grupos a los que pertenecen o quieren pertenecer. De la misma manera
tampoco aprendemos a escribir como una guía telefónica o como un diccionario,
aunque de vez en cuando los leamos. En estos casos, leemos como un receptor, es
decir, como un simple lector. En esos casos, nos interesa comprender la
información que contiene el texto y no deseamos aprender a escribir como los
autores de estos libros. No queremos pertenecer al grupo de personas que
escriben este tipo de textos.
Así pues, podemos leer de dos maneras y
sólo una de ellas sirve para adquirir el código escrito. Este hecho explica por
qué determinadas personas que son buenos lectores no son además escritores
competentes. Se trata de individuos que leen exclusivamente como lectores, como
un receptor.
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