Ignoro si es el
destino el que me ha traído a esta tribuna, pero bien podría asignar tal nombre
al cúmulo de circunstancias que han hecho posible este acontecimiento fortuito.
No entraré en disquisiciones acerca de la existencia de Dios; baste decir que,
aun siendo ateo, siempre he profesado el más profundo respeto por lo
desconocido.
Ningún ser mortal
puede alcanzar la divinidad, y menos reemplazar a Dios. Si un superhombre
rigiese este mundo, sólo lograría sembrar en él más caos, más infortunio: en el
siglo posterior a Nietzsche, el hombre y los desastres producidos por él han
dejado escritas las páginas más tenebrosas de la historia de la humanidad;
superhombres de toda condición aclamados como líderes del pueblo, primeros
mandatarios de Estado o jefes supremos de la nación no han dudado en recurrir a
toda suerte de medios violentos para perpetrar crímenes que empequeñecen los
delirios más extremos de cualquier filósofo narcisista. Pero no quiero abusar
de esta tribuna consagrada a la literatura perdiéndome en divagaciones de orden
político o histórico; lo único que deseo es aprovechar esta oportunidad para
hacer oír la voz de un escritor que se expresa como individuo.
El escritor es una
persona común y corriente, quizás algo más sensible que las demás y, por lo
tanto, como suele ocurrir con esta clase de personas, más frágil. El escritor
no habla como portavoz del pueblo o como encarnación de la justicia. Su voz es
por fuerza débil, pero esta voz, la voz del individuo, es justamente la más
auténtica.
Intento decir con
ello que la literatura sólo puede ser la voz del individuo, y que siempre ha
sido así. Cuando la literatura se convierte en canto de alabanza de un país,
bandera de una nación, voz de un partido político o portavoz de una clase o un
grupo puede, ciertamente, ser utilizada como poderoso y avasallador instrumento
de propaganda, pero pierde su naturaleza intrínseca, deja de ser literatura
para transformarse en sucedáneo del poder o de determinados intereses.
La literatura ha
tenido quehacer frente a este infortunio en el siglo que acaba de concluir: la
política y el poder han dejado en ella marcas más profundas que en cualquier
época pasada, y los escritores han sido víctimas de una persecución sin
precedentes.
Si la literatura
quiere preservar su propia razón de ser sin convertirse en instrumento de la
política debe retornar a la voz del individuo, ya que la literatura surge ante
todo de la experiencia individual, es producto del sentir propio. Pero, del
mismo modo que la literatura no debe inmiscuirse en la política, tampoco tiene
necesariamente que desvincularse de ella. Las controversias en torno al
carácter tendencioso o a las inclinaciones políticas del escritor fueron
dolencias propias de la literatura del siglo pasado. Si el debate entre tradición
y reforma se transformó en determinadas épocas en debate entre conservadurismo
y revolución y toda cuestión literaria acabó convirtiéndose en lucha entre el
progreso y la reacción, fue por culpa de la ideología. Y no puede haber mayor
desastre para la literatura y para el individuo que la ideología unida al poder
y transformada en fuerza real.
Las grandes
catástrofes que se han abatido una y otra vez sobre la literatura china del
siglo XX y en algún momento la han llevado al borde del exterminio son
consecuencia de su sumisión al dictado de la política. Tanto la revolución
literaria como la literatura revolucionaria la colocaron en un callejón sin
salida, y la acción punitiva desatada contra la cultura tradicional china en
nombre de la revolución desembocó al final en la prohibición y la quema pública
de libros. El número de escritores asesinados, encarcelados, exiliados o
condenados a trabajos forzados en los últimos cien años es incalculable, en
proporciones no superadas en ningún otro período dinástico de la historia de
China, y la composición literaria en chino ha tenido que afrontar enormes dificultades,
por no hablar de la libertad creativa.
El escritor deseoso
de conquistar su propia libertad de pensamiento no ha tenido otra opción que el
silencio o la huida. Para un escritor cuyo único recurso es la lengua, el
silencio prolongado es como un suicidio, y el que ha querido eludir esta muerte
o la impuesta por el silenciamiento para expresarse con voz propia de individuo
no ha tenido otra alternativa que el exilio. La historia de la literatura, sea
en Oriente o en Occidente, nos muestra que siempre ha sido así: la misma e
inevitable suerte han corrido cuantos poetas y escritores han intentado
preservar su voz propia, desde Qu Yuan, Dante, Joyce y Thomas Mann hasta
Solzhenitsin y los intelectuales chinos que se exiliaron en masa después de los
incidentes sangrientos de Tian’anmen de 1989.
Pero ni siquiera la
huida fue posible en los años en que Mao Zedong impuso su dictadura total. Los
templos y monasterios de las montañas que en época feudal dieron cobijo a los
hombres de letras fueron devastados, y escribir a escondidas era arriesgar la
vida. Lo único que uno podía hacer para preservar su independencia intelectual
era hablar consigo mismo, y tenía que hacerlo en el más estricto secreto. Debo
decir que fue entonces, en esos momentos en que no se podía escribir
literatura, cuando comprendí de verdad por qué era necesaria: porque permite a
la persona preservar su conciencia.
Podríamos decir que
hablar consigo mismo es el punto de partida de la literatura, y que el recurso
a la lengua para comunicarse es secundario. La persona derrama sus sensaciones
y pensamientos en una lengua que el concurso de la palabra escrita torna
literatura. En ese momento no se hace cábalas sobre la utilidad de lo que
escribe o la posibilidad de que algún día sea publicado, pero escribe a toda
costa porque esa escritura le proporciona deleite, compensación, cierto
consuelo. Si yo me puse a escribir La Montaña del Alma en el mismo momento en
que otras obras mías, pasadas ya por el tamiz de la más estricta autocensura,
eran prohibidas, fue simplemente para disipar mi soledad interior, para mí
mismo, y no con la esperanza de que pudiese ser publicada.
Desde mi experiencia
como escritor puedo decir que la literatura parte en esencia de la afirmación
del valor de uno mismo refrendada en el propio acto de escribir. La literatura
nace de la necesidad de autosatisfacción del escritor, y el posible impacto
social de la obra surge después de su conclusión y no depende en modo alguno de
los deseos del autor.
Son muchas las
grandes obras imperecederas que, a lo largo de la historia de la literatura, no
fueron publicadas en vida de su autor: ¿hubiesen escrito más obras estos
autores de no colmar sus ansias de afirmación propia el simple acto de
escribir? Al igual que ocurre con Shakespeare, aún hoy resulta difícil conocer
la vida y los hechos de los cuatro genios literarios que escribieron Viaje a
Occidente, A la orilla del agua, Jin Ping Mei y Sueño del pabellón rojo, las
más grandes obras de la narrativa china. Lo único que nos queda es un prefacio
de Shi Nai’an en el que confiesa escribir para consolarse; si no hubiese sido
así, ¿habría dedicado las energías de toda una vida a componer una obra
monumental por la que no esperaba recompensa alguna? ¿No ocurre lo mismo con
Kafka, iniciador de la novela moderna, o Pessoa, el más profundo poeta del
siglo veinte? Ninguno de ellos recurrió al lenguaje con la intención de
transformar el mundo y, aun plenamente conscientes de la impotencia del
individuo, no dudaron en manifestarse: tan fuerte es la fascinación del
lenguaje.
La lengua es el
fruto supremo de la civilización humana. Sutil, indomable, profunda y ubicua,
penetra en la percepción humana y liga al hombre, al sujeto que percibe, con su
propia comprensión del mundo. Y la palabra que lega la escritura lleva en sí la
magia de trascender naciones y épocas para hacer posible la comunicación entre
uno y otro individuo independiente. También es así como el presente que
comparten la escritura y la lectura engarza con el valor espiritual eterno de la
literatura.
El escritor actual
que se empeña en dar relieve a una cultura nacional no puede, en mi opinión,
sino despertar cierta sospecha. El lugar en que yo he nacido y la lengua de que
me sirvo me hacen depositario natural de las tradiciones culturales chinas, y
la estrecha y continua ligazón entre cultura y lengua configura modos
peculiares y estables de percibir, pensar y expresar; pero si bien el escritor
parte de lo ya dicho en su lengua, su creatividad se manifiesta en la narración
de lo que aún no ha expresado suficientemente esa misma lengua: el escritor, en
tanto que creador del arte del lenguaje, no tiene necesidad de colgarse una
etiqueta nacional prefabricada que lo identifique a simple vista.
La obra literaria
rebasa fronteras, rebasa idiomas gracias a la traducción, penetra y rebasa
costumbres sociales y relaciones interpersonales que el espacio geográfico y la
historia han tornado específicas, y las sensaciones profundas que revela son
consustanciales a la especie humana. Todo escritor actual recibe, además,
influencias de culturas diversas ajenas a la suya. Por ello, quien sólo pone el
acento en el tipismo de una cultura nacional no puede sino levantar sospechas,
a menos que lo haga por simple publicidad turística.
Si la literatura
rebasa ideologías, fronteras y conciencias nacionales es porque la propia
esencia del individuo rebasa toda doctrina, porque la propia condición
existencial del hombre empequeñece toda teoría o especulación sobre su
existencia. La literatura se preocupa de las vicisitudes universales de la
existencia humana y nada para ella es tabú. Las restricciones que la agobian
proceden siempre del exterior; la política, la sociedad, la ética o la
tradición intentan recortarla a la medida del marco de sus intereses para hacer
de ella un elemento decorativo.
Pero la literatura
no es un adorno del poder ni una suerte de refinamiento social de moda, pues en
ella laten criterios de valor propios, late un criterio estético. Y el único
criterio estético insoslayable que acepta la obra literaria es el íntimamente
ligado a las emociones humanas. Los criterios difieren de acuerdo con las
diferentes emociones de los individuos, pero, por subjetivos que sean, reposan
sobre supuestos universales: merced a su sensibilidad artística, producto de la
educación literaria, el lector recrea lo poético y lo hermoso, lo sublime y lo
ridículo, lo triste y lo absurdo, el humor y la ironía que el autor ha
instilado en su obra.
El sentido poético
no es producto de la simple plasmación de emociones y sensaciones. El
narcisismo desbordado del autor es una suerte de enfermedad infantil
irremediable que aqueja a todo Existen muchos grados de expresión de las
emociones y las sensaciones, pero, por elevado que sea el elegido, jamás será
comparable con el alcanzado mediante la observación objetiva y serena. Es aquí,
en esta mirada distante, donde se oculta la poesía. Cuando esta mirada escruta
al autor en su individualidad y se sitúa por encima de los personajes y de sí
mismo para convertirse en un tercer ojo, en una mirada lo más neutral posible,
el autor puede permitirse examinar detenidamente las catástrofes e inmundicias
del mundo, y al evocar el dolor, la aversión o la náusea despierta sentimientos
de piedad, afecto y aprecio a la vida.
Las modas literarias
y artísticas cambian de año en año, pero el criterio estético enraizado en las
emociones humanas es intemporal. La diferencia entre los criterios de valor que
han de gobernar la literatura y la moda reside en que ésta sólo aprecia lo
nuevo: así funciona el mercado, y el del libro no es excepción. Pero si el
criterio estético del escritor se acomoda a las coyunturas del mercado, la
literatura caminará hacia el suicidio. Por eso creo que hoy, inmersos en la que
damos en llamar sociedad de consumo, debemos más que nunca recurrir a una
literatura "fría".
Hace diez años,
después de concluir La Montaña del Alma, cuya redacción me llevó siete años,
escribí un artículo en que abogaba por esta clase de literatura: La literatura,
por naturaleza, no tiene nada que ver con la política, pues es una actividad
puramente individual: es un observar, una mirada retrospectiva sobre la
experiencia, una serie de conjeturas y sensaciones, la expresión de cierto
estado de ánimo, conjugado todo ello en la satisfacción de la necesidad de
reflexionar.
El que llaman
escritor no es más que un individuo que habla o escribe, y son los demás los
que deciden si lo escuchan o leen. El escritor no es un héroe que intercede por
la salvación del pueblo o alguien que merezca ser idolatrado, y menos aún un
criminal o un enemigo del pueblo, y si a veces cae en desgracia en unión de sus
escritos, es por colmar las exigencias de otros. Cuando el poder necesita
fabricar unos cuantos enemigos para desviar la atención del pueblo, el escritor
se convierte en víctima propiciatoria y, peor aún, cree gran honor su
sacrificio si antes ha sucumbido al enajenamiento.
La única relación
que en realidad existe entre el escritor y el lector es de índole espiritual:
ninguno de ellos necesita conocer al otro ni permanecer en contacto con él,
pues sólo se comunican a través de lo escrito. La literatura es una actividad
humana irreprimible en la que participan de manera voluntaria el lector y el
escritor, y por ello no tiene obligación alguna con las masas.
A esta literatura
empeñada en recuperar su naturaleza intrínseca podríamos denominarla literatura
«fría». Si existe, es sólo porque el género humano necesita buscar una
actividad puramente espiritual que trascienda la simple satisfacción de los
deseos materiales. No data de hoy día, como es obvio. Pero si en el pasado
tenía que rechazar ante todo el poder político y la opresión de los usos
sociales, hoy ha de oponerse al mercantilismo que impregna esta sociedad de
consumo, y para poder sobrevivir se ve abocada a la soledad.
El escritor
consagrado a esta literatura no puede vivir de ella y no tiene más remedio que
buscar su subsistencia con otra actividad; por eso no puede ser considerada
sino un lujo, una pura gratificación espiritual. Si esta literatura «fría»
tiene la suerte de ser publicada y difundida, es gracias al esfuerzo del
escritor y sus amigos. Ejemplos de ella son Cao Xueqin1 y Kafka, autores que no
pudieron publicar en vida y menos aún crear algún movimiento literario o ser
grandes celebridades; autores que vivieron en los márgenes e intersticios de la
sociedad entregados de lleno a una actividad espiritual por la que no esperaban
recompensa ni reconocimiento social alguno, que escribían por el propio placer
de escribir.
La literatura
"fría" es una literatura que se evade para sobrevivir, una literatura
que no se deja asfixiar por la sociedad porque busca la propia salvación
espiritual. La nación que no pueda dar cabida a esta literatura no utilitarista
sumirá en el infortunio al escritor y será una nación triste.
Yo, sin embargo, he
tenido la suerte de recibir en vida este galardón de la Academia Sueca, este
inmenso honor, y en ello he sido ayudado por amigos de todo el mundo que,
indiferentes a recompensas o dificultades, han traducido, publicado, representado
y evaluado mis obras. Excuso citarlos aquí uno a uno para expresarles mi
agradecimiento, pues la lista sería muy larga.
También debo
agradecer a Francia su acogida. En este país que honra a la literatura y al
arte he logrado las condiciones necesarias para crear con libertad, y en él
también tengo lectores y espectadores. Por suerte no estoy solo, aunque me
dedique a una labor, la creación literaria, bastante solitaria.
Quisiera también
decir aquí que la vida no es una fiesta y que no todo el mundo disfruta de una
paz semejante a la de Suecia, donde no ha habido guerras desde hace ciento
ochenta años. El nuevo siglo no está inmunizado contra las catástrofes por el
hecho de que haya habido tantas en el precedente, y la memoria no se transmite por
herencia, como los genes. La humanidad está dotada de inteligencia pero no es
lo bastante lista para aprender del pasado, y esa inteligencia puede incluso
ser víctima de algún arrebato maligno que ponga en peligro la propia existencia
del hombre.
La humanidad no
camina necesariamente hacia el progreso. La historia -y aquí no puedo sino
referirme a la historia de la civilización humana- y la civilización no avanzan
al mismo paso. El anquilosamiento de la Europa medieval, el caos y la
decadencia del continente asiático en época moderna o las dos guerras mundiales
del siglo XX tan sólo testifican que los métodos de matar a la gente se han
perfeccionado con el tiempo y que el progreso científico y tecnológico no ha
hecho que la humanidad sea más civilizada.
Las interpretaciones
de la historia basadas en pretendidos métodos científicos o las deducciones
fundadas sobre una dialéctica irreal no han logrado explicar el comportamiento
humano. El fanatismo utópico y la revolución permanente que han marcado más de
un siglo hoy no son más que polvo: ¿cómo no van a sentir amargura los que han
tenido la suerte de sobrevivir?
Así como la negación
de una negación no equivale necesariamente a una afirmación, la revolución no
echó raíces porque la utopía del nuevo mundo tenía como premisa la erradicación
del antiguo. La doctrina de la revolución social también fue aplicada a la
literatura, y convirtió lo que por naturaleza es un jardín de creación en un
campo de batalla en el que eran derrotados los personajes del pasado y
pisoteadas las tradiciones culturales: todo tenía que comenzar de cero, sólo lo
nuevo era lo bueno, y la historia de la literatura pasó a ser contemplada como
una suerte de subversión permanente.
El escritor no puede
arrogarse el papel de Creador ni henchir su ego creyéndose Jesucristo, pues con
ello marcharía por su pie a la enajenación mental, a una locura que le haría
ver el mundo como una alucinación y cuanto se halla fuera de sí como un
purgatorio, y así obviamente no podría seguir viviendo. Los otros bien pueden
ser el infierno, pero ¿acaso no se consume en él quien pierde el control de su
propio yo? De esta manera, no cabe decirlo, se está ofreciendo como víctima
futura y pidiendo a los demás que lo acompañen en el sacrificio.
Mas no saquemos conclusiones
precipitadas de la historia de este siglo XX, pues podríamos estar aún
extraviados en las ruinas de alguna construcción ideológica, y en tal caso las
conclusiones no servirían para nada y habrían de ser revisadas por las
generaciones futuras.
Tampoco es el
escritor un profeta, pues lo que más debe importarle es vivir el presente,
liberarse de la falsedad, atajar la ilusión vana, contemplar con claridad el
aquí y el ahora y examinar al mismo tiempo su propio yo: el propio yo también
es caótico, y nada le impide reflexionar sobre sí mismo al tiempo que duda del
mundo y de los demás. El desastre y la opresión provienen por lo general de
fuera de uno mismo, es cierto, pero la cobardía y el desconcierto inherentes al
ser humano pueden ahondar su sufrimiento y ser fuente de desdicha para los
demás.
Si difícil es
comprender el comportamiento humano, aún más lo es que el hombre se conozca a
sí mismo: la literatura es sólo una manera de que el hombre dirija la mirada
hacia sí mismo para que en ese proceso de observación hile alguna hebra de
conciencia que ilumine su propio yo.
La literatura no
intenta en absoluto subvertir, sino descubrir y revelar la verdad de un mundo
que el hombre o bien raramente puede conocer, o bien apenas conoce, o bien cree
conocer y en realidad no conoce. Quizás sea ésta, la verdad, la cualidad más
básica e irrefutable de la literatura.
El nuevo siglo –
dejemos ahora a un lado la cuestión de su novedad – ya ha comenzado, y lo más
seguro es que, con el derrumbamiento de las ideologías, la revolución literaria
y la literatura revolucionaria también acaben por sucumbir. El espejismo de la
utopía social presente durante más de un siglo se ha disipado como el humo, y
la literatura, una vez liberada de las ataduras de una y otra doctrina, tendrá
que retornar a las vicisitudes de la existencia humana, a los problemas
fundamentales y apenas cambiantes de la humanidad que constituyen su tema
eterno.
En esta época no hay
profecías ni promesas, y yo creo que es mejor así. El papel de juez y profeta
que el escritor a veces se arroga tiene sus días contados, pues las muchas
profecías que se hicieron en el siglo pasado han resultado falsas. Mejor
esperar y ver en vez de fabricar nuevas supersticiones en torno al futuro. Y
mejor también que el escritor recupere su papel de testigo y se esfuerce por
exponer la verdad.
Mas ello no
significa que la literatura haya de ser una simple relación de hechos. Los
testimonios recogidos en las crónicas oficiales proporcionan, necesario es
saberlo, pocos datos veraces y ocultan con frecuencia las causas y los móviles
de los acontecimientos; pero cuando la literatura se ocupa de la verdad, todo,
desde los pensamientos íntimos de la persona hasta el mismo curso de los
acontecimientos, aparece expuesto sin omisión alguna: tal es la fuerza que
adquiere la literatura cuando el escritor, en vez de inventar a su capricho,
intenta revelar las verdaderas circunstancias de la naturaleza humana.
La calidad de la
obra depende de la perspicacia del escritor para captar la verdad y no del
mejor o peor uso de los juegos de palabras o las técnicas de redacción. De la
verdad existen ciertamente toda clase de definiciones, y su tratamiento difiere
con cada persona; pero un simple vistazo a un escrito basta para saber si su autor
pretende embellecer los fenómenos de la existencia humana o, por el contrario,
presentar los de manera cabal y directa. Reducir la distinción de lo verdadero
y lo falso a una pura reflexión semántica es propio de cierta crítica literaria
afín a determinadas ideologías, pero tales principios y dogmas tienen poco que
ver con la creación literaria.
Más que ligada a su
manera de crear, la cuestión de lo verdadero y lo falso se halla, en el
escritor, íntimamente relacionada con su actitud para con la creación. La
veracidad de su pluma depende también de su sinceridad al empuñarla: aquí la
verdad es más que un simple criterio de valor literario, pues adquiere una
dimensión ética. El escritor no se arroga la misión de educador moral, pero si
quiere retratar en profundidad a los diversos personajes de toda condición que
pueblan el universo, tendrá que poner al desnudo su propio yo, airear hasta sus
más íntimos secretos. La verdad es para él casi una ética, la ética suprema de
la literatura.
En manos del
escritor que afronta la creación con actitud seria, hasta la ficción literaria
se asienta en la premisa de exponer las verdades de la vida humana; aquí reside
la vitalidad de las obras imperecederas legadas desde la antigüedad, y por ello
la tragedia griega o Shakespeare nunca pasarán de moda.
La literatura no es
una simple copia de la realidad, pues atraviesa las capas superficiales para
penetrar hasta su mismo fondo; revela lo que es falsa apariencia y,
remontándose a las alturas, navega por encima de las ideas comunes para
mostrar, con visión macroscópica, las particularidades y pormenores de la
situación.
La literatura, como
es obvio, también se alimenta de la imaginación; mas esta suerte de viaje del
espíritu no debe servir para dar rienda suelta al desvarío. La imaginación
divorciada de la sensación verdadera o la ficción escindida de la base de la
experiencia vital no generan sino productos anodinos y débiles, y difícilmente
pueden conmover al lector obras que no convencen ni al propio autor. La
literatura no sólo debe recurrir al acontecer cotidiano, ni el escritor
hallarse limitado por lo que él ha vivido en carne propia, pues el vehículo de
la lengua le permite transformar en sensación propia todo cuanto oye y ve y
todo cuanto otros han expuesto en sus obras: tal es el poder de fascinación del
lenguaje literario.
La lengua, como el
exorcismo o la invocación, tiene el poder de agitar el cuerpo y el espíritu;
hecha arte, permite al narrador transmitir sus sensaciones a otros y deja de
ser un simple sistema de signos o un entramado semántico que se agota en sus
propias estructuras gramaticales. Si olvidamos al hablante vivo que está detrás
de la lengua, cualquier deducción de orden semántico se convierte fácilmente en
un juego intelectual.
La lengua no es sólo
vehículo de ideas y conceptos, pues concita sensaciones e intuiciones, y por
ello los signos y señales no pueden reemplazar al habla del ser viviente. Para
expresar la voluntad, la motivación, la entonación o la situación de ánimo
aparejadas a las palabras y expresiones del hablante no basta la simple ayuda
de la semántica y la retórica. Sólo la voz del ser vivo que habla es capaz de
exteriorizar las connotaciones del lenguaje literario, y en consecuencia la
literatura también se nutre del oído y no constituye un mero instrumento del
pensar cerrado en sí mismo. El hombre necesita la lengua no sólo para
transmitir significados, sino para escucharse y reafirmar su propia existencia.
Podríamos decir,
parafraseando a Descartes: "Me expreso, luego existo". Pero este
"yo" del escritor puede ser él mismo, o él mismo encarnado en
narrador o transformado en personaje del libro; el sujeto que relata puede ser
«él» o «tú», y por lo tanto es uno y trino. La exteriorización de las
sensaciones y las percepciones comienza con la fijación de un pronombre
personal que identifique al sujeto y conforme, a partir de él, los diferentes
modos narrativos. Es aquí, en este proceso de búsqueda de un modo narrativo
original, donde el escritor da cuerpo a sus sensaciones y percepciones.
En mis novelas
sustituyo a los personajes ordinarios por pronombres personales, y me sirvo del
"yo", "tú" y "él" para describir al protagonista
o centrarme en él. Describir a un mismo personaje por medio de diferentes
pronombres crea una sensación de distancia que, en el caso de la escena,
proporciona a los actores un espacio interior más amplio, y por eso utilizo
también este recurso en mis obras de teatro.
La narrativa o el
teatro nunca han llegado ni llegarán a su fin, y los frívolos anuncios de la muerte
de uno u otro género literario o artístico son pura fantasía.
Nacida con la
civilización humana, la lengua es, como la vida, un prodigio que se manifiesta
con fuerza inagotable, e incumbe al escritor descubrir y desarrollar su
potencial latente. El escritor no es el Hacedor y no puede suprimir este mundo,
por ajado que esté, ni crear uno nuevo ideal, por absurdo e incomprensible para
el intelecto humano que sea el presente, pero sí puede crear en mayor o menor
medida modos expresivos innovadores que complementen lo que otros ya han dicho
o partan de donde otros se han detenido.
La subversión de la
literatura no es más que fraseología propia de la revolución literaria: ni la
literatura ha muerto, ni el escritor ha podido ser derrocado. Cada escritor
tiene su sitio en las estanterías y seguirá vivo mientras sea leído. Nada más
reconfortante para él que legar al vasto acervo literario de la humanidad un
libro que pueda ser leído en el futuro.
Mas, para el
escritor en tanto que autor o para el receptor en tanto que lector, la
literatura sólo se materializa y adquiere interés en el presente. Escribir para
la posteridad es engañarse a sí mismo y engañar a los demás, cuando no pura
jactancia. La literatura es para el ser vivo y, aún más, por ella reafirma el
ser vivo su presente. Es este presente eterno, esta afirmación vital del individuo
la que constituye – si aún queremos buscar la razón de ser de tan magna
profesión de independencia – la causa inmutable por la cual la literatura es
literatura.
La literatura surge
en toda su sazón cuando la creación literaria no es un medio de subsistencia o
cuando su disfrute permite al escritor olvidar por qué y para quién escribe y
la convierte en necesidad perentoria, en impulso ineludible. No reporta
utilidad alguna, y es así por propia naturaleza; su profesionalización es fruto
funesto de la división del trabajo en la sociedad moderna, un fruto muy amargo
para el escritor.
En una época como la
actual, dominada por la omnipresente economía de mercado, el libro es, más que
nunca, una simple mercancía. En este mercado ciego e ilimitado no tiene cabida
no ya el escritor aislado, sino las sociedades y los movimientos literarios del
pasado: el escritor que no cede a su presión o no se rebaja a fabricar un
producto cultural destinado a satisfacer los gustos de moda, no tiene más
remedio que buscarse otros medios de vida. Pero la literatura no tiene relación
alguna con los best-sellers o las listas de ventas, y la promoción en los
medios de comunicación de algunos escritores es más bien pura publicidad
comercial. La libertad de creación no responde a ninguna dádiva graciosa ni
puede ser comprada, pues proviene de la propia necesidad interna del escritor.
Buda, como dicen,
anida en tu corazón, pero sería mejor decir que es la libertad la que anida en
él y de ti depende hacer o no uso de ella. Si truecas esta libertad por
cualquier otra cosa, el pájaro de la libertad echará a volar: éste es el precio
que habrás de pagar.
El escritor escribe
lo que quiere sin atender a recompensas no sólo por afirmar su propio yo, sino,
como es natural, para desafiar a la sociedad. Pero este desafío no debe ser
afán de ostentación, pues el escritor no tiene necesidad de henchir su ego
ejerciendo de héroe o de guerrero; los héroes y los guerreros luchan por una
gran causa o para prestar algún servicio meritorio, y todo ello es ajeno a la
obra literaria.
Si el escritor
quiere desafiar de algún modo a la sociedad, ha de valerse de la lengua o de
los personajes y circunstancias de su obra, o en caso contrario sólo logrará
perjudicar a la literatura. La literatura no es un grito indignado ni puede
convertir en denuncia la indignación del individuo. Las sensaciones del
escritor como individuo únicamente se tornan literatura cuando se diluyen en su
obra: sólo así pueden aguantar los estragos del tiempo, perdurar.
Cabría hablar, por
consiguiente, no tanto del desafío del escritor a la sociedad, sino del desafío
de su obra. La obra que perdura es, sin duda, una poderosa respuesta a la época
y a la sociedad en que el escritor vive. El clamor del hombre y de sus actos
puede desaparecer con el tiempo, pero con tal de que existan lectores, la voz
de su obra seguirá hablando.
Si tal desafío no
puede transformar la sociedad es porque se trata tan sólo de una actitud, la
actitud nada llamativa de un individuo que intenta trascender los límites
ordinarios del medio social. Pero es una actitud que, por salirse en cierta
medida de lo común, infunde en el que la adopta el modesto orgullo de
comportarse como persona. Sería muy triste que la historia de la humanidad
dependiese tan sólo de leyes incognoscibles, del ciego vaivén de las corrientes
y no prestase oído a la voz divergente del individuo. La literatura es, en este
sentido, un complemento de la historia. Las grandes leyes de la historia
imponen su dominio inapelable sobre las personas, y éstas han de dejar
constancia de su propia voz. El hombre se halla al arbitrio de la historia,
pero es capaz de legar literatura, y tal hecho permite a este ser inexistente
preservar un mínimo de confianza necesaria en sí mismo.
Agradezco a los
honorables académicos que hayan concedido este premio Nobel a la literatura, a
una literatura resueltamente independiente que no elude el sufrimiento humano,
que no elude la opresión política ni se halla al servicio de la política. Les
agradezco que hayan otorgado el más prestigioso de los premios a obras
apartadas de la especulación del mercado, a obras que han suscitado poca
atención pero merecen ser leídas. Y también agradezco a la Academia Sueca el
haberme permitido subir a una tribuna que es centro de atención mundial, el
haber oído mis palabras, el haber dejado que un frágil individuo hable al mundo
con voz débil y desabrida que no suele ser oída en los medios de comunicación.
Pero creo que éste es justamente el objetivo del premio Nobel de literatura. A
todos agradezco la oportunidad que me han dado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario