Escribo porque me encanta que me pregunten
por qué escribo. Escribo porque me aburro y porque si no escribiera me
aburriría muchísimo más. Escribo porque escribir no sirve absolutamente para
nada y sin embargo mientras escribo tengo la absoluta seguridad de que sirve
absolutamente para todo. Escribo porque absolutamente nada tiene ningún sentido
y sin embargo mientras escribo absolutamente todo parece tener un sentido
absoluto. Escribo para leer mejor y también para dejar de vez en cuando de
leer, porque el mucho leer embota (esto último lo dijo Nietzsche, que escribía
pensamientos paseados). Escribo para escribir algún día un libro paseado.
Escribo porque a los ocho años leí Pimpinela escarlata y desde entonces no he
hecho otra cosa que intentar plagiar esa novela. Escribo porque a los 15 años
yo era un salido y un día otro salido que además era un cabrón me dijo que
escribiendo se ligaba, y cuando descubrí que me había engañado ya era demasiado
tarde para quitarme el vicio. Escribo porque a los 15 años yo tenía una
profesora radiante: un día la interrumpí en clase al grito de que estaba
buenísima y ella, que estaba explicando a Borges, me expulsó de clase y yo me
impuse como penitencia la lectura de las obras completas de Borges, cosa que
todavía no he terminado de hacer y que no creo que termine de hacer nunca,
porque en realidad es imposible. De más está decir que escribo porque a partir
de los 15 años no me ha pasado absolutamente nada que tenga algún interés.
Escribo porque me pagan por escribir tonterías. Escribo porque todavía no he
encontrado una forma más decente de ganarme la vida. Escribo (me explico)
porque no sé hacer nada útil, ni siquiera atarme los cordones de los zapatos:
si supiera curar a los enfermos, no escribiría; si supiera rematar en plancha
un libre indirecto, créanme, no escribiría. Escribo porque sí y porque me da la
gana, y a quien le parezca mal que me lo diga en la calle. Escribo para poder
pensar (esto, creo, lo dijo Cabrera Infante). Escribo porque cuando escribo
tengo la impresión acusadísima de que soy una persona inteligente y también de
que todos los que me rodean son todavía más inteligentes que yo, sólo que ellos
no se dan cuenta.
30 sept 2013
27 sept 2013
7 Sugerencias para escritores principiantes
I
No tratar de anticipar un
"lector ideal"; puede haber uno, pero él/ella está leyendo a
alguien más.
II
No tratar de anticipar un
"lector ideal"; a excepción de sí mismo tal vez, en algún
momento en el futuro.
III
Sea su propio editor/crítico.
¡Compasivo pero despiadado!
IV
A menos que usted esté escribiendo
algo muy avant-garde –todo retorcido, gruñido y
"obscuro"–, debe estar atento a las posibilidades de la utilización
de párrafos.
V
A menos que usted esté escribiendo
algo muy posmoderno –consciente, reflexivo y "provocador"– debe
estar atento a las posibilidades de la utilización de vocablos simples
conocidos en lugar de "grandes" palabras polisilábicas.
VI
Tenga en cuenta a Oscar Wilde:
"Un poco de sinceridad es peligrosa, y una gran cantidad de ella es
absolutamente fatal".
VII
Mantenga el corazón alegre,
esperanzado. Pero espere lo peor.
20 sept 2013
Sin pensar en el lector
Nunca he sido una persona metódica.
Aquellos que consiguen levantarse en la madrugada para escribir de cuatro a
siete de la mañana antes de salir hacia un trabajo también estructurado por una
agenda y un calendario, me causan, además de admiración, un morbo y una curiosidad
notables.
Uno de mis principios más antiguos
ha sido evitar el conflicto con la página en blanco. Cuando no tengo nada que
decir, simplemente me abstengo de pronunciar cualquier palabra. No importa si
el silencio dura un día o cinco meses. Por el contrario, cuando una idea me
entusiasma, le doy vueltas en donde quiera que me encuentre y sin importar la
actividad que esté realizando. Suelo tomar notas y paso formalmente al papel
sólo cuando encuentro el tono indicado. Se trata de una certeza física,
irrefutable. En ese sentido, podría decirse que creo en la inspiración. En
ocasiones comparo esa experiencia a las de los santeros caribeños y otros
espiritistas que escuchan voces y aseguran que les “baja el santo”. La mayoría
de las veces, escribir es para mí una actividad gozosa como una fiesta
íntima, una reunión de amigos donde los invitados son mis autores favoritos,
los libros que he leído y me interesan o me conmueven. Concuerdo con Julio
Cortázar para quien era imprescindible “quitarse la corbata” antes de sentarse
a escribir. La solemnidad no se lleva bien con la literatura. El juego
sí.
Otra de las reglas que me impongo —al menos en un primer momento— es
no pensar en el lector. Mucho menos en lo que dirá tal o cual persona. No hay
nada más nocivo para la creatividad que tomar en consideración el juicio de los
demás. Hago de cuenta que soy yo la única destinataria de ese texto. Si es
necesario, despotrico sin pudor contra quien sea y muy a menudo me burlo de mí
misma. Sólo cuando el primer borrador está concluido y la mayoría de las ideas
expresadas, me detengo a pensar si el texto tiene o no madera para ser
publicado. Si es el caso, entonces lo trabajo pensando en quienes habrán de
leerlo. Reviso la estructura en primer lugar, luego me concentro en la trama,
los diálogos, la relación entre mis personajes. Por último, pero en ello me
demoro mucho tiempo, reviso cuidadosamente la limpieza de la prosa.
Una de las
mayores satisfacciones que encuentro en la literatura es la conexión empática
que puede producirse entre el autor y el lector. Por esa razón evito las frases
demasiado tergiversadas, los conceptos obtusos. Siempre he admirado la belleza
de los objetos simples y trato de que sea ese tipo de belleza el que ilumine
mis textos. Es verdad que no siempre lo consigo. Sin embargo, nunca he
claudicado en el intento.
Antes, cuando aún no conocía las mieles de la
maternidad, pensaba que uno sólo debía escribir en circunstancias especiales,
cuando las musas se dignaban a visitarnos, la mente despejada y ocurrente y las
emociones que azotan al ser humano con frecuencia, bajo cierto control. Sin
embargo, desde que el ritmo circadiano dejó de ser el mío y tuve que levantarme
varias veces durante la noche para alimentar a mi primer hijo, para consolarlo
o cambiarle el pañal —cosa que seguí haciendo después con su hermano menor— mis
hábitos laborales se vieron modificados. Desde hace algunos años, sin importar
la hora o mi estado de cansancio, escribo siempre que puedo, con urgencia, como
quien busca saciar una necesidad física, algo semejante a los fumadores que
encienden un cigarro cada vez que tienen oportunidad. En el metro, en un taxi,
en la mesa de un café, en las oficinas de Hacienda, en los aeropuertos, en los
hoteles, cuando estoy de suerte en mi escritorio, mientras duermo a los niños,
en la fila del supermercado o, como ahora, en un estadio de futbol, aprovecho
los ratos muertos para hacerlo. Prefiero trabajar por las mañanas ya que, en
general, mi mente está más lúcida pero no siempre me es posible. La mayoría del
tiempo empiezo escribiendo a mano, en libretas de hojas blancas y papel de alto
gramaje. Me gusta que la mesa donde me siento esté despejada y me ofrezca una
vista interesante: una ventana más que un muro, el espacio de una cafetería, la
sala de mi casa. Cuando tengo un par de hojas pergeñadas con mi letra compacta,
manuscrita y más bien redonda, paso el contenido a la computadora donde sigo
redactando hasta que las ideas dejan de fluir. Luego vuelvo a la pluma y así
durante semanas o años. Un buen día, después de haberlo leído de corrido unas
cinco veces, decido que el libro ya no puede hacer nada por mí y yo nada por
él. Entonces lo pongo en un sobre y se lo mando a mi editor para ver si le
interesa. Pero los libros siempre cobran venganza: una vez impresos, cuando el
primer ejemplar llega a mis manos impacientes y a la vez temerosas de
conocerlo, abro una página al azar y me encuentro indefectiblemente con una
errata que, habiendo burlado las barreras de mi atención y la de los correctores
de estilo, llega hasta su horrorizada demiurga para recordarle su condición
humana y por lo tanto falible.
16 sept 2013
El calamar y su tinta
Escribo esto día tras día; va cuajando: el calamar produce su tinta: ato mi imaginario (para defenderme y ofrecerme a la vez).
¿Cómo sabría yo que el libro está terminado? En suma, como siempre, de lo que se trata es de elaborar una lengua. Ahora bien, en toda lengua los signos regresan, y a fuerza de regresar, terminan por saturar todo el léxico –la obra. Como he ido reseñando la materia de estos fragmentos durante meses, todo lo .que me pasa desde entonces viene a encasillar espontáneamente (sin forcejeo) dentro de las enunciaciones ya elaboradas: la estructura se va tejiendo poco a poco y, al irse haciendo, se imana cada vez más: así se construye, sin ningún plan de mi parte, un repertorio finito y perpetuo, como el de la lengua. Llega un momento en que ya no hay otra transformación posible sino la que ocurre a la nave Argos: yo podría quedarme con este libro durante mucho tiempo, cambiando poco a poco cada fragmento.
13 sept 2013
Sin heroísmos, por favor
Hace años leí una carta de Chéjov que me impresionó. Era una
especie de consejo que daba a una de las muchas personas que le escribían. Algo
parecido a esto: Amigo, no tienes por qué escribir sobre héroes que llevan a
cabo actos memorables y extraordinarios. (Compréndase que en aquella época yo
era un estudiante y aún leía obras con princesas, duques y batallas por la
corona. Intrigas y enredos que se repetían una y otra vez para reestablecer el
honor perdido del héroe. Novelas más largas aún que la vida de sus héroes). Pero
al leer aquella carta de Chéjov y otras parecidas, y al leer también sus
relatos, empecé a ver las cosas de otra manera.
9 sept 2013
Cómo escribir con estilo
Los periodistas y los
escritores técnicos están entrenados para no revelar prácticamente nada sobre
ellos mismos en sus escritos. Esto los convierte en anomalías en el mundo de
los escritores, ya que casi todos los demás desgraciados manchados de tinta que
habitan ese mundo revelan cantidad de cosas sobre sí mismos a los lectores. A
estas revelaciones, accidentales e intencionales, las llamamos elementos de
estilo.
Dichas revelaciones nos indican a los lectores que clase de persona es
aquella con la que estamos pasando el tiempo. ¿Parece el escritor ignorante o
informado, estúpido o despierto, deshonesto o sincero, juguetón o carente del
sentido del humor? Etcétera, etcétera.
¿Por qué deberías examinar tu estilo de
escritura con la intención de mejorarlo? Hazlo como muestra de respeto por tus
lectores, escribas lo que escribas. Si garrapateas tus ideas de cualquier
manera, probablemente tus lectores percibirán que ellos no te importan en lo
más mínimo. Te tendrán por un ególatra o un cabeza de chorlito… o peor, dejarán
de leerte.
La revelación más condenatoria que puedes hacer sobre ti mismo es
que no distingues entre lo que es interesante y lo que no. ¿No te pasa a ti
también que te gustan o disgustan escritores principalmente por lo que eligen
mostrarte o por aquello en lo que te hacen pensar? ¿Alguna vez has admirado a
un escritor cabeza hueca únicamente por su dominio del idioma? No.
De modo que
tu estilo ganador debe comenzar con ideas en la cabeza.
1. Encuentra un tema que te importe
Encuentra un tema que te importe y que pienses de
corazón que debería importarle a los demás. Este afecto genuino, y no los
juegos con el lenguaje, será el elemento más atractivo y seductor de tu
estilo
. No te estoy animando a que escribas una novela, por cierto, aunque no
lamentaría que lo hicieras, siempre y cuando sientas un interés genuino por
algún tema. Una reclamación al alcalde acerca de un bache delante de tu casa o
una carta de amor a la vecina de al lado bastará.
2.
Pero no divagues.
No voy a
divagar sobre ello.
3. Conserva la sencillez
En cuanto al uso del lenguaje: recuerda que dos grandes
maestros del lenguaje, William Shakespeare y James Joyce, escribían frases que
parecían casi infantiles cuando sus temas eran los más profundos. “¿Ser o no
ser?”, pregunta el Hamlet de Shakespeare. La palabra más larga tiene tres
letras. Joyce, cuando se sentía juguetón, podía enhebrar una frase tan
intrincada y deslumbrante como un collar para Cleopatra, pero mi frase favorita
de su cuento “Eveline” es esta: “Estaba cansada”. Alcanzado ese punto en el
relato, ninguna otra palabra podría partir el corazón del lector tal como lo
hacen esas dos.
La sencillez del lenguaje no es sólo respetable, sino quizás
incluso sagrada. La Biblia se abre con una frase propia de las habilidades de
un enérgico muchacho de catorce años: “En el principio Dios creó los
cielos y la tierra”.
4. Ten redaños para cortar
Podría ser que también tú seas capaz de confeccionar
collares para Cleopatra, por así decirlo. Pero tu elocuencia debería estar al servicio
de las ideas en tu cabeza. Tu regla debería ser la siguiente: si una frase, al
margen de lo maravillosa que sea, no alumbra tu tema de algún modo nuevo o
útil, prescinde de ella.
5.
Respeta tu voz
El
estilo de escritura que te resulte más natural tendrá necesariamente ecos de
los modismos con los que te hayas criado. El inglés era el tercer idioma del
novelista Joseph Conrad, y todo lo que tiene de ácido su uso del inglés se debe
sin duda en parte a su primer idioma, que fue el polaco. Y afortunado es,
ciertamente, el escritor que se ha criado en Irlanda, pues el inglés que se
habla allí es chispeante y musical. Por mi parte, yo crecí en Indianápolis,
donde el acento habitual suena como una sierra de arco cortando hojalata y lo
normal es utilizar un vocabulario tan desnudo de ornamentos como una llave
inglesa.
En algunas de las cuencas más remotas de los Apalaches, los niños
crecen oyendo todavía canciones y locuciones de tiempos isabelinos. Sí, y
muchos norteamericanos crecen oyendo otros idiomas aparte del inglés o un
dialecto del inglés que la mayoría de los norteamericanos no entienden.
Todas
estas variedades del habla son hermosas, igual que lo son las variedades de
mariposas. Al margen de cuál sea tu primer idioma, deberías atesorarlo toda la vida.
Si sucede que no es inglés estándar y que aparece cuando escribes en inglés
estándar, el resultado es habitualmente una delicia, como una chica muy hermosa
con un ojo verde y el otro azul.
Por mi parte, nunca me fío más de mi
escritura, y otros parecen hacerlo igual, que cuando sueno como una persona de
Indianápolis, que es lo que soy. ¿Qué otras alternativas tengo? La que con más
vehemencia me recomendaban mis profesores habrá sido sin duda la que te habrán
insistido a ti: escribir como un inglés cultivado de hace un siglo o más.
6. Di lo que quieres decir
Tales profesores solían exasperarme, pero ya no. Ahora
entiendo que todos aquellos antiguos ensayos e historias con los que debía
comparar mi trabajo no eran magníficos por su arcaísmo ni por su lejanía, sino
por decir precisamente lo que sus autores pretendían que dijeran. Mis
profesores deseaban que yo escribiera con exactitud, siempre seleccionando las
palabras más efectivas, y relacionando las palabras unas con otras sin ningún
tipo de ambigüedad, rígidamente, como partes de una máquina. Los profesores no
querían convertirme en un inglés, después de todo. Esperaban que acabara siendo
inteligible, y por tanto entendido. Y ahí terminó mi sueño de hacer con
palabras lo que Pablo Picasso hacía con pintura o lo que varios ídolos del jazz
hacían con música. Si rompía todas las reglas de la puntuación, hacía como si
las palabras significasen lo que a mí me daba la gana que significasen, y las
unía de cualquier manera, simplemente nadie me comprendería. Y también tú harás
mejor en olvidarte de escribir en plan Picasso o en plan jazzístico, si tienes
algo que merezca la pena ser contado y deseas ser comprendido.
Los lectores
quieren que nuestras páginas se parezcan a otras páginas que ya han visto con
anterioridad. ¿Por qué? Porque también ellos tienen un trabajo duro que hacer y
necesitan toda la ayuda que podamos proporcionarles.
7. Compadécete de los lectores
Tienen que identificar miles de pequeños signos sobre el
papel y encontrarles sentido de manera inmediata. Han de leer, un arte tan
difícil que la mayoría de la gente ni siquiera lo domina de verdad incluso tras
haberlo estudiado durante toda la primaria y el instituto, doce largos años.
De
modo que esta discusión debe finalmente reconocer que nuestras opciones
estilísticas como escritores no son ni numerosas ni glamurosas, ya que nuestros
lectores están destinados a ser artistas imperfectos. nuestro público requiere
de nosotros que seamos profesores pacientes y comprensivos, siempre dispuestos
a clarificar y a simplificar, mientras que nosotros preferiríamos volar alto
por encima de la multitud, cantando como ruiseñores.
Esas son las malas
noticias. Las buenas es que como norteamericanos estamos gobernados por una
Constitución única que nos permite escribir lo que se nos antoje sin miedo al
castigo. Así que el aspecto más decisivo de nuestros estilos, aquello sobre lo
que elegimos escribir, es completamente ilimitado.
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