30 sept 2013

Por qué escribir





Escribo porque me encanta que me pregunten por qué escribo. Escribo porque me aburro y porque si no escribiera me aburriría muchísimo más. Escribo porque escribir no sirve absolutamente para nada y sin embargo mientras escribo tengo la absoluta seguridad de que sirve absolutamente para todo. Escribo porque absolutamente nada tiene ningún sentido y sin embargo mientras escribo absolutamente todo parece tener un sentido absoluto. Escribo para leer mejor y también para dejar de vez en cuando de leer, porque el mucho leer embota (esto último lo dijo Nietzsche, que escribía pensamientos paseados). Escribo para escribir algún día un libro paseado. Escribo porque a los ocho años leí Pimpinela escarlata y desde entonces no he hecho otra cosa que intentar plagiar esa novela. Escribo porque a los 15 años yo era un salido y un día otro salido que además era un cabrón me dijo que escribiendo se ligaba, y cuando descubrí que me había engañado ya era demasiado tarde para quitarme el vicio. Escribo porque a los 15 años yo tenía una profesora radiante: un día la interrumpí en clase al grito de que estaba buenísima y ella, que estaba explicando a Borges, me expulsó de clase y yo me impuse como penitencia la lectura de las obras completas de Borges, cosa que todavía no he terminado de hacer y que no creo que termine de hacer nunca, porque en realidad es imposible. De más está decir que escribo porque a partir de los 15 años no me ha pasado absolutamente nada que tenga algún interés. Escribo porque me pagan por escribir tonterías. Escribo porque todavía no he encontrado una forma más decente de ganarme la vida. Escribo (me explico) porque no sé hacer nada útil, ni siquiera atarme los cordones de los zapatos: si supiera curar a los enfermos, no escribiría; si supiera rematar en plancha un libre indirecto, créanme, no escribiría. Escribo porque sí y porque me da la gana, y a quien le parezca mal que me lo diga en la calle. Escribo para poder pensar (esto, creo, lo dijo Cabrera Infante). Escribo porque cuando escribo tengo la impresión acusadísima de que soy una persona inteligente y también de que todos los que me rodean son todavía más inteligentes que yo, sólo que ellos no se dan cuenta.

27 sept 2013

7 Sugerencias para escritores principiantes


I
No tratar de anticipar un "lector ideal"; puede haber uno, pero él/ella está leyendo a alguien más.

II
No tratar de anticipar un "lector ideal"; a excepción de sí mismo tal vez, en algún momento en el futuro.

III
Sea su propio editor/crítico. ¡Compasivo pero despiadado!

IV
A menos que usted esté escribiendo algo muy avant-garde –todo retorcido, gruñido y "obscuro"–, debe estar atento a las posibilidades de la utilización de párrafos.

V
A menos que usted esté escribiendo algo muy posmoderno –consciente, reflexivo y "provocador"– debe estar atento a las posibilidades de la utilización de vocablos simples conocidos en lugar de "grandes" palabras polisilábicas.

VI
Tenga en cuenta a Oscar Wilde: "Un poco de sinceridad es peligrosa, y una gran cantidad de ella es absolutamente fatal".

VII

Mantenga el corazón alegre, esperanzado. Pero espere lo peor. 

20 sept 2013

Sin pensar en el lector




Nunca he sido una persona metódica. Aquellos que consiguen levantarse en la madrugada para escribir de cuatro a siete de la mañana antes de salir hacia un trabajo también estructurado por una agenda y un calendario, me causan, además de admiración, un morbo y una curiosidad notables.

Uno de mis principios más antiguos ha sido evitar el conflicto con la página en blanco. Cuando no tengo nada que decir, simplemente me abstengo de pronunciar cualquier palabra. No importa si el silencio dura un día o cinco meses. Por el contrario, cuando una idea me entusiasma, le doy vueltas en donde quiera que me encuentre y sin importar la actividad que esté realizando. Suelo tomar notas y paso formalmente al papel sólo cuando encuentro el tono indicado. Se trata de una certeza física, irrefutable. En ese sentido, podría decirse que creo en la inspiración. En ocasiones comparo esa experiencia a las de los santeros caribeños y otros espiritistas que escuchan voces y aseguran que les “baja el santo”. La mayoría de las veces, escribir es  para mí una actividad gozosa como una fiesta íntima, una reunión de amigos donde los invitados son mis autores favoritos, los libros que he leído y me interesan o me conmueven. Concuerdo con Julio Cortázar para quien era imprescindible “quitarse la corbata” antes de sentarse a escribir. La solemnidad no se lleva bien con la literatura. El juego sí.

Otra de las reglas que me impongo  —al menos en un primer momento— es no pensar en el lector. Mucho menos en lo que dirá tal o cual persona. No hay nada más nocivo para la creatividad que tomar en consideración el juicio de los demás. Hago de cuenta que soy yo la única destinataria de ese texto. Si es necesario, despotrico sin pudor contra quien sea y muy a menudo me burlo de mí misma. Sólo cuando el primer borrador está concluido y la mayoría de las ideas expresadas, me detengo a pensar si el texto tiene o no madera para ser publicado. Si es el caso, entonces lo trabajo pensando en quienes habrán de leerlo. Reviso la estructura en primer lugar, luego me concentro en la trama, los diálogos, la relación entre mis personajes. Por último, pero en ello me demoro mucho tiempo, reviso cuidadosamente la limpieza de la prosa.

Una de las mayores satisfacciones que encuentro en la literatura es la conexión empática que puede producirse entre el autor y el lector. Por esa razón evito las frases demasiado tergiversadas, los conceptos obtusos. Siempre he admirado la belleza de los objetos simples y trato de que sea ese tipo de belleza el que ilumine mis textos. Es verdad que no siempre lo consigo. Sin embargo, nunca he claudicado en el intento.

Antes, cuando aún no conocía las mieles de la maternidad, pensaba que uno sólo debía escribir en circunstancias especiales, cuando las musas se dignaban a visitarnos, la mente despejada y ocurrente y las emociones que azotan al ser humano con frecuencia, bajo cierto control. Sin embargo, desde que el ritmo circadiano dejó de ser el mío y tuve que levantarme varias veces durante la noche para alimentar a mi primer hijo, para consolarlo o cambiarle el pañal —cosa que seguí haciendo después con su hermano menor— mis hábitos laborales se vieron modificados. Desde hace algunos años, sin importar la hora o mi estado de cansancio, escribo siempre que puedo, con urgencia, como quien busca saciar una necesidad física, algo semejante a los fumadores que encienden un cigarro cada vez que tienen oportunidad. En el metro, en un taxi, en la mesa de un café, en las oficinas de Hacienda, en los aeropuertos, en los hoteles, cuando estoy de suerte en mi escritorio, mientras duermo a los niños, en la fila del supermercado o, como ahora, en un estadio de futbol, aprovecho los ratos muertos para hacerlo. Prefiero trabajar por las mañanas ya que, en general, mi mente está más lúcida pero no siempre me es posible. La mayoría del tiempo empiezo escribiendo a mano, en libretas de hojas blancas y papel de alto gramaje. Me gusta que la mesa donde me siento esté despejada y me ofrezca una vista interesante: una ventana más que un muro, el espacio de una cafetería, la sala de mi casa. Cuando tengo un par de hojas pergeñadas con mi letra compacta, manuscrita y más bien redonda, paso el contenido a la computadora donde sigo redactando hasta que las ideas dejan de fluir. Luego vuelvo a la pluma y así durante semanas o años. Un buen día, después de haberlo leído de corrido unas cinco veces, decido que el libro ya no puede hacer nada por mí y yo nada por él. Entonces lo pongo en un sobre y se lo mando a mi editor para ver si le interesa. Pero los libros siempre cobran venganza: una vez impresos, cuando el primer ejemplar llega a mis manos impacientes y a la vez temerosas de conocerlo, abro una página al azar y me encuentro indefectiblemente con una errata que, habiendo burlado las barreras de mi atención y la de los correctores de estilo, llega hasta su horrorizada demiurga para recordarle su condición humana y por lo tanto falible.

16 sept 2013

El calamar y su tinta


Escribo esto día tras día; va cuajando: el calamar produce su tinta: ato mi imaginario (para defenderme y ofrecerme a la vez). 

¿Cómo sabría yo que el libro está terminado? En suma, como siempre, de lo que se trata es de elaborar una lengua. Ahora bien, en toda lengua los signos regresan, y a fuerza de regresar, terminan por saturar todo el léxico –la obra. Como he ido reseñando la materia de estos fragmentos durante meses, todo lo .que me pasa desde entonces viene a encasillar espontáneamente (sin forcejeo) dentro de las enunciaciones ya elaboradas: la estructura se va tejiendo poco a poco y, al irse haciendo, se imana cada vez más: así se construye, sin ningún plan de mi parte, un repertorio finito y perpetuo, como el de la lengua. Llega un momento en que ya no hay otra transformación posible sino la que ocurre a la nave Argos: yo podría quedarme con este libro durante mucho tiempo, cambiando poco a poco cada fragmento. 

13 sept 2013

Sin heroísmos, por favor

Hace años leí una carta de Chéjov que me impresionó. Era una especie de consejo que daba a una de las muchas personas que le escribían. Algo parecido a esto: Amigo, no tienes por qué escribir sobre héroes que llevan a cabo actos memorables y extraordinarios. (Compréndase que en aquella época yo era un estudiante y aún leía obras con princesas, duques y batallas por la corona. Intrigas y enre­dos que se repetían una y otra vez para reestablecer el honor perdido del héroe. Novelas más largas aún que la vida de sus héroes). Pero al leer aquella carta de Chéjov y otras parecidas, y al leer también sus relatos, empecé a ver las cosas de otra manera.

9 sept 2013

Cómo escribir con estilo




Los periodistas y los escritores técnicos están entrenados para no revelar prácticamente nada sobre ellos mismos en sus escritos. Esto los convierte en anomalías en el mundo de los escritores, ya que casi todos los demás desgraciados manchados de tinta que habitan ese mundo revelan cantidad de cosas sobre sí mismos a los lectores. A estas revelaciones, accidentales e intencionales, las llamamos elementos de estilo.
Dichas revelaciones nos indican a los lectores que clase de persona es aquella con la que estamos pasando el tiempo. ¿Parece el escritor ignorante o informado, estúpido o despierto, deshonesto o sincero, juguetón o carente del sentido del humor? Etcétera, etcétera.
¿Por qué deberías examinar tu estilo de escritura con la intención de mejorarlo? Hazlo como muestra de respeto por tus lectores, escribas lo que escribas. Si garrapateas tus ideas de cualquier manera, probablemente tus lectores percibirán que ellos no te importan en lo más mínimo. Te tendrán por un ególatra o un cabeza de chorlito… o peor, dejarán de leerte.
La revelación más condenatoria que puedes hacer sobre ti mismo es que no distingues entre lo que es interesante y lo que no. ¿No te pasa a ti también que te gustan o disgustan escritores principalmente por lo que eligen mostrarte o por aquello en lo que te hacen pensar? ¿Alguna vez has admirado a un escritor cabeza hueca únicamente por su dominio del idioma? No.
De modo que tu estilo ganador debe comenzar con ideas en la cabeza.
1.   Encuentra un tema que te importe

Encuentra un tema que te importe y que pienses de corazón que debería importarle a los demás. Este afecto genuino, y no los juegos con el lenguaje, será el elemento más atractivo y seductor de tu estilo
. No te estoy animando a que escribas una novela, por cierto, aunque no lamentaría que lo hicieras, siempre y cuando sientas un interés genuino por algún tema. Una reclamación al alcalde acerca de un bache delante de tu casa o una carta de amor a la vecina de al lado bastará.

2.   Pero no divagues.
No voy a divagar sobre ello.

3.   Conserva la sencillez
En cuanto al uso del lenguaje: recuerda que dos grandes maestros del lenguaje, William Shakespeare y James Joyce, escribían frases que parecían casi infantiles cuando sus temas eran los más profundos. “¿Ser o no ser?”, pregunta el Hamlet de Shakespeare. La palabra más larga tiene tres letras. Joyce, cuando se sentía juguetón, podía enhebrar una frase tan intrincada y deslumbrante como un collar para Cleopatra, pero mi frase favorita de su cuento “Eveline” es esta: “Estaba cansada”. Alcanzado ese punto en el relato, ninguna otra palabra podría partir el corazón del lector tal como lo hacen esas dos.
La sencillez del lenguaje no es sólo respetable, sino quizás incluso sagrada. La Biblia se abre con una frase propia de las habilidades de un enérgico muchacho de catorce años: “En el principio Dios creó los cielos y la tierra”.

4.   Ten redaños para cortar
Podría ser que también tú seas capaz de confeccionar collares para Cleopatra, por así decirlo. Pero tu elocuencia debería estar al servicio de las ideas en tu cabeza. Tu regla debería ser la siguiente: si una frase, al margen de lo maravillosa que sea, no alumbra tu tema de algún modo nuevo o útil, prescinde de ella.


5.   Respeta tu voz
El estilo de escritura que te resulte más natural tendrá necesariamente ecos de los modismos con los que te hayas criado. El inglés era el tercer idioma del novelista Joseph Conrad, y todo lo que tiene de ácido su uso del inglés se debe sin duda en parte a su primer idioma, que fue el polaco. Y afortunado es, ciertamente, el escritor que se ha criado en Irlanda, pues el inglés que se habla allí es chispeante y musical. Por mi parte, yo crecí en Indianápolis, donde el acento habitual suena como una sierra de arco cortando hojalata y lo normal es utilizar un vocabulario tan desnudo de ornamentos como una llave inglesa.
En algunas de las cuencas más remotas de los Apalaches, los niños crecen oyendo todavía canciones y locuciones de tiempos isabelinos. Sí, y muchos norteamericanos crecen oyendo otros idiomas aparte del inglés o un dialecto del inglés que la mayoría de los norteamericanos no entienden.
Todas estas variedades del habla son hermosas, igual que lo son las variedades de mariposas. Al margen de cuál sea tu primer idioma, deberías atesorarlo toda la vida. Si sucede que no es inglés estándar y que aparece cuando escribes en inglés estándar, el resultado es habitualmente una delicia, como una chica muy hermosa con un ojo verde y el otro azul.
Por mi parte, nunca me fío más de mi escritura, y otros parecen hacerlo igual, que cuando sueno como una persona de Indianápolis, que es lo que soy. ¿Qué otras alternativas tengo? La que con más vehemencia me recomendaban mis profesores habrá sido sin duda la que te habrán insistido a ti: escribir como un inglés cultivado de hace un siglo o más.

6.   Di lo que quieres decir
Tales profesores solían exasperarme, pero ya no. Ahora entiendo que todos aquellos antiguos ensayos e historias con los que debía comparar mi trabajo no eran magníficos por su arcaísmo ni por su lejanía, sino por decir precisamente lo que sus autores pretendían que dijeran. Mis profesores deseaban que yo escribiera con exactitud, siempre seleccionando las palabras más efectivas, y relacionando las palabras unas con otras sin ningún tipo de ambigüedad, rígidamente, como partes de una máquina. Los profesores no querían convertirme en un inglés, después de todo. Esperaban que acabara siendo inteligible, y por tanto entendido. Y ahí terminó mi sueño de hacer con palabras lo que Pablo Picasso hacía con pintura o lo que varios ídolos del jazz hacían con música. Si rompía todas las reglas de la puntuación, hacía como si las palabras significasen lo que a mí me daba la gana que significasen, y las unía de cualquier manera, simplemente nadie me comprendería. Y también tú harás mejor en olvidarte de escribir en plan Picasso o en plan jazzístico, si tienes algo que merezca la pena ser contado y deseas ser comprendido.
Los lectores quieren que nuestras páginas se parezcan a otras páginas que ya han visto con anterioridad. ¿Por qué? Porque también ellos tienen un trabajo duro que hacer y necesitan toda la ayuda que podamos proporcionarles.

7.   Compadécete de los lectores
Tienen que identificar miles de pequeños signos sobre el papel y encontrarles sentido de manera inmediata. Han de leer, un arte tan difícil que la mayoría de la gente ni siquiera lo domina de verdad incluso tras haberlo estudiado durante toda la primaria y el instituto, doce largos años.
De modo que esta discusión debe finalmente reconocer que nuestras opciones estilísticas como escritores no son ni numerosas ni glamurosas, ya que nuestros lectores están destinados a ser artistas imperfectos. nuestro público requiere de nosotros que seamos profesores pacientes y comprensivos, siempre dispuestos a clarificar y a simplificar, mientras que nosotros preferiríamos volar alto por encima de la multitud, cantando como ruiseñores.
Esas son las malas noticias. Las buenas es que como norteamericanos estamos gobernados por una Constitución única que nos permite escribir lo que se nos antoje sin miedo al castigo. Así que el aspecto más decisivo de nuestros estilos, aquello sobre lo que elegimos escribir, es completamente ilimitado.

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