Hablar de escritura puede significar muchas cosas o quizá sea sólo una escapatoria bizantina. Con todo, dentro de este término incluiré muchas tendencias surgidas dentro de la narrativa mexicana en los últimos diez años. Valerse de este término de referencia temporal no indica que antes no se haya intentado la escritura en nuestras letras, indica solamente que ahora se trata de una actitud explícita, tendencias cuyo punto de convergencia sería la preocupación esencial por el lenguaje y por la estructura.
En este sentido coinciden Onda y «escritura». No sería posible tampoco trazar la línea divisoria: ¿es lícito afirmar que Obsesivos días circulares de Sáinz participa tanto de la Onda como de la «escritura», en tanto que un texto de José Emilio Pacheco o de Carlos Montemayor, o uno de Juan Manuel Torres o de Ulises Carrión son sólo «escritura»? Es el lector quien fijará las fronteras. «Las novelas son ahora "problemas"», dice Sáinz.
Este gesto interrogante, esta iconoclastia, cuestiona el sentido mismo del género novelístico o en general de la narrativa. La crítica implícita en la actitud del que escribe se transfiere al lenguaje escrito y transforma su sentido. Pero decir esto no significa tampoco mucho; constantemente nos encontramos con afirmaciones semejantes, véase por ejemplo varias de distintas procedencias:
Y Juan Manuel Torres en la contraportada de su novela Didascalias afirma: «Es necesario escarbar y escarbar, ir acomodando todas las piezas de las maneras más diversas hasta que formen el rompecabezas, hasta que con la suma de sus signos puedan lograr transmitirnos algún significado».
Por su parte R.M. Albérès explica los cambios ocurridos en la novelística contemporánea:
Esta constatación derivada de un análisis que principia con Proust y que se reitera desde muy distintos enfoques novelísticos, nos pone en una pista que nos lleva a principios de siglo, en la que los ensayos narrativos pretenden destruir templos y revisar críticamente todas las estructuras y escrituras posibles.
El género narrativo busca como buscaron los románticos alemanes, Nerval, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, con respecto a la poesía, el significado mismo de su sentido. Gaétan Picon asevera con respecto a Mallarmé: «Ninguna obra poética ha puesto la poesía en cuestión con mayor tenacidad y profundidad [...] La obra de Mallarmé es la primera que parece romper toda liga con la experiencia humana para convertirse en experimentación sobre la literatura». Antes ha afirmado que Baudelaire «puso fin al reino de la anécdota, al de la historia; él fue quien desacreditó la decoración, el didactismo, el lirismo epidérmico, la expresión psicológica, el moralismo». Baudelaire, dijo Valéry -continúa Picon-, fue el primero que trató de producir una poesía en su estado puro construida sobre el lenguaje y sobre un lenguaje específico. Esta incursión en el lenguaje y en la experimentación para delimitar el universo propio de la poesía parece realizarse en un campo totalmente ajeno a ella, en el de la narrativa, desde finales del siglo XIX. Y decir narrativa implica la necesidad de narrar algo, de contar, de utilizar el lenguaje como vehículo para inaugurar un relato y descubrir un mundo; trasciende esa función sin embargo y, en su propio ámbito, la narrativa cuestiona el lenguaje; lo descubre, transforma su sentido, lo crea, lo disuelve a la vez en edificio y andamio.
La discusión corre el riesgo de volverse interminable pero puede servirnos de punto de partida. La novela como experimentación del lenguaje se efectúa en un territorio distinto al de la poesía y plantea una estética novelística que se erige en el cuerpo mismo de lo narrado, o en la materia narrativa misma, en la «escritura». Por otra parte, la novela se vuelve averiguación no psicológica -tomamos esta palabra en su aspecto policial-, averiguación sobre su íntimo significado y sobre lo narrado para despojarse, en muchos casos, de lo que considere ajeno para indagar o cuestionar sobre lo que le es propio.
Así «escritura» negaría Onda. La negaría en la medida en que el lenguaje de la Onda es el instrumento para observar un mundo y no la materia misma de su narrativa. Onda significaría en última instancia otro realismo, un testimonio, no una impugnación, aunque algunas novelas o narraciones de la Onda empiecen a cuestionar su testimonio. Paz asevera que «la literatura joven [de México] empieza a ser crítica y lo es de dos maneras: como crítica social y como creación verbal».
Y ejemplificando estas dos posibilidades continúa:
La doble vertiente que Paz destaca se muestra de manera obsesiva en los jóvenes escritores mexicanos. La creación verbal o mejor dicho el intento por crear una escritura se muestra siguiendo varios cauces: Como planteamiento de una estructura y de una averiguación podríamos decir que en México se publican durante esta década varias novelas: Los albañiles de Vicente Leñero, Farabeuf de Salvador Elizondo, Cambio de piel de Carlos Fuentes, Morirás lejosde José Emilio Pacheco, entre otras.
De Vicente Leñero dice Iris Josefina Ludmer:
Los personajes se entrecruzan y las versiones que emiten también. El autor tiene algo de cerebro electrónico que registra y devuelve varias realidades que se ordenan de manera incompleta en la mente de los personajes. Es el lector el que deberá reorganizar, ayudado por el autor. Así vista, esta novela nos remite como Farabeuf y Morirás lejos a los ensayos que realizaron en el nouveau roman sobre todo Robbe Grillet y Butor; pero adjudicarle esa influencia sería postular que estas novelas son sólo la imitación autóctona de una importación. Otra forma de entroncarlas en una tradición reciente sería colocarlas al lado deRayuela, en especial en la imposición de un lector macho y de un lector hembra que cataloga por anticipado al lector. El juego lector-actor, binomio que intentará recrear la novela, se perfila también como elemento indispensable de esa perspectiva y se repite en Cambio de piel. Farabeuf juega con varias posibilidades y, de una estructura vagamente policial, pasa a definir un alfabeto en el que los cuerpos se vuelven letras para recalcar la cita de Paz. Estos signos se desdibujan en Pacheco, quien revive una historia a la vez demasiado concreta en su exterminio y demasiado vaga en su imposibilidad de recreación. A este juego de hipótesis policíacas, de registros automáticos, de ausencias de personajes y presencias impostadas de un autor que exige la complicidad de un lector, se añade la estructura en espiral que enreda tanto a la creación como a la ficción, es decir, dentro de la novela se inscribe la composición de la novela, sirva de ejemplo en este caso Los frutos de oro de Nathalie Sarraute. El autor se confunde y se despersonaliza a la vez que se reinventa en un lenguaje que nosotros-lectores alteramos. En Cambio de piel el lenguaje se utiliza en varios niveles. Primero en su más inmediato, el de la comunicación lógica, expresiva de una realidad, cuantificable y criticable, luego en el de las diversas mentalidades de los personajes que viven o desviven la ficción y por fin en el del protagonista-autor, que crea su novela envuelto en la metáfora de la caja de Pandora.
Estas novelas se asientan como pivote en torno del cual giran algunos de los más jóvenes narradores de México. No quiero decir que se las imite directamente, sino que esa preocupación por escribir «escritura», por destruir la forma tradicional de la narrativa, por pisotear el templo acaba volviéndose primordial y cada autor la contempla desde su ángulo, cumpliendo con mayor o menor fortuna ese imperativo categórico que les viene desde Europa, desde América Latina, desde el propio México. La técnica suele exagerarse y se llega al extremo de utilizar el lenguaje con afanes filológicos, como sucede en parte con José Trigo de Fernando del Paso; en parte porque cuando olvida esa preocupación su novela raya en lo poético.
En Luz que se duerme, Navarrete difumina personajes, situaciones, luces y hasta estructura en su intento por recrear esa integración temporal-espacial característica de Pedro Páramo -libro clave de nuestra narrativa- y acaba por esfumar su novela en tanto que el estilo se mantiene. En Didascalias de Juan Manuel Torres la misión de «escarbador» que el autor se ha impuesto lo obliga a desnudar a tal punto su intención que en ocasiones el libro se vuelve recuento y alegato, a la vez que confesión, de técnicas y teorías:
Torres separa varios elementos de su libro El viaje y los recompone sin fin con base en tres posibilidades que elige porque le son consanguíneas, para arribar a esa reflexión inicial, a «la coincidencia o confusión -como dice Borges- del plano estético y del plano común de la realidad y del arte»32. Esta ordenación o selección de ordenaciones nos remiten al punto original donde se inicia el viaje, el de la memoria, el del recuerdo, el del sueño, también confundidos en las vagas reminiscencias que nos descubren de inmediato y sin embargo a Proust. Ulises Carrión no formula rompecabezas, viaja simplemente, para ponerle espacio a «un amor inútil», para relatar desplazamientos más temporales que espaciales, síntesis de ese leve «viaje hombre adentro» del que habla Arreola. Esther Seligson de cuyo libro Tras la ventana un árbol dice Juan Vicente Melo:
Recuerdo, olvido, separación de los amantes, reconocimiento en el otro, historia reiniciada muchas veces, mismo tránsito, mismo desenlace que emparientan estos cuentos a los de los anteriores cuentistas citados: Torres, Carrión, con Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce en su trayectoria musiliana de búsqueda interna. El desvanecimiento del personaje y la constatación diluida de nostalgia de una vida amorosa siempre intentada, jamás retenida, los identifica entre ellos y los transfiere también a ese mundo novelístico que ensaya narrar sin personajes, que indaga en historias posibles y probables que intenta lenguajes, porque como el Chesterton que Borges resume «infiere [n] [...] que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad [...]»
Quiero complementar esta exposición incursionando junto con quienes al utilizar el texto breve, conciso, poético, postulan otra teoría de la «escritura», aunque suelan confundirla con el mero ejercicio retórico de estampa barroca apócrifa. Es quizás Torri quien haya cultivado con mayor esmero y delicada paciencia este tipo de prosa; lo sigue indudablemente Arreola. En apariencia muy cercanos, Torri y Arreola son profundamente distintos. También lo son Marcel Schwob y Borges, con quienes comparten una predilección literaria; Kafka y Chesterton son también de esta progenie. Limitémonos a los dos mexicanos: nadie en México ha utilizado con tanto rigor el estilo como Julio Torri y Arreola, pero sin permanecer en él, sin regodearse en su acaecer, la brevedad se consigue anclada en la desesperación por retener una realidad trágica que se revela a fin de cuentas inmodificable y contra la cual sólo queda el humor, la ironía, la precisión perfecta de una frase de filigrana y la aparición de un recuerdo culterano. Torri es escéptico y sus textos lo reflejan. Tanta es su descreencia y tan fuerte su nihilismo que acabó renunciando a la literatura. Arreola es también un escéptico, pero su escepticismo se redime en la delectación y especulación idiomáticas, en la ironía, en la abstracción fantástica, en el desbocamiento de la rabia que lo envenena y lo salva, en la distorsión de la ética, en la reconquista de un pasado burilado en frases poéticas. En definitiva, Torri pertenece al posmodernismo y guarda una reserva aristocrática que l e impide la confesión; a lo sumo dirá: «Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí». Y esa condena que él mismo se impuso pasa a su literatura cancelándole la salida vital como escritor. Arreola, en cambio, alivia su tensión y la descarga en rencor y en alucinación.
En ese caso el ábrete sésamo que lo preserva del aniquilamiento es la literatura, es su estilo que le sirve de telar para entretejer historias y plasmar en equilibro malabareso que Borges llama con genialidad «lo levemente horrible».
Su vitalidad se resumió en la cátedra magistral: tanto Torri como Arreola se dedicaron a ella, pero Torri terminó cerrándose en la erudición tímida, en tanto que Arreola fundó un taller literario de múltiple descendencia, Mester, que publicaba una revista del mismo nombre. De este taller proceden muchos escritores de la actual generación literaria.
Quizás único en descendencia directa de esta literatura, aunque nunca haya pertenecido al taller de Arreola, sea Carlos Montemayor. Su estilo despojado y preciso en el que el lenguaje ocupa un puesto esencial -desde sus elementos sintácticos más inmediatos hasta el refinamiento del estilo- sedimenta una vitalidad diluida, religiosa, eminentemente poética. Visión y lenguaje se calzan con estrechez, firmemente unidos. Carece, sin embargo, del humor calcinante de sus dos antecesores y sus preocupaciones y hasta su estilo lo vinculan mejor con Juan Rulfo. Por otra parte, su prosa burilada, breve, su elección temática, la erudición, lo relacionan -insistiendo- tanto con Arreola como con Torri.
Pero si mucha y muy notoria ha sido la influencia de Arreola en esta generación también ha tenido graves consecuencias. El estilo de Arreola sostiene un mundo interior, sus análisis estilísticos desembocan en una brevedad necesaria, sus historias revelan su modo de concebir la realidad. No sucede así con todos los jóvenes escritores que se han congregado en torno suyo. Muchos se han iniciado siguiendo su estilo, pero después se ven dando vueltas inútiles en torno a un bizantinismo de expresión redundante y vacía, o salen por la puerta grande de la literatura tradicional de corte realista. Esta paradoja nos reitera en la convicción que Borges denuncia: «[...] una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis».
No quisiera que esto que ya parece una disertación se siguiese alargando para insistir en fallas o carencias. Antes bien, preferiría destacar que en las dos corrientes denominadas «onda» y «escritura» pudiera verse lo que Paz reclama como crítica social o como creación verbal.34
En un artículo, Jorge Aguilar Mora manifiesta refiriéndose a su novela Cadáver lleno de mundo:
Ésta es la encrucijada. En este tipo de problemática se reencuentran los dos postulados. Onda como crítica social y «escritura» como creación verbal. En este amasijo de mundos que se contaminan entre sí, en esa convivencia entre realidad e imaginación, entre conciencia crítica y escapatoria, se inscribe Guztavo Sáinz con Obsesivos días circulares. El juego adolescente se coagula en una irrealidad imaginada y en un lenguaje mimético que devela a fin de cuentas la realidad circundante. La relación con los mundos literarios se superpone a la relación con las cosas concretas y por encima de todo, a la violencia interior magnificada en rebeldía superficial que empieza a cancelarse en cuanto la constatación de una violencia externa define y condiciona al joven, por más que éste se ponga trampas y finja ignorarlas. La literatura puede servir como ensayo para aprender a «desleer» un mundo o como ensayo verbal para ordenarlo.
En este momento nuestra narrativa busca su lenguaje, ya no único, sino múltiple, como el del último piso de Babel, lugar de ladrillos cocidos al fuego de la confusión que Jehová sembró entre los hombres antes de castigarlos y esparcirlos por la faz de la tierra.
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