Aunque se supone que la literatura pertenece a la esquiva zona del trabajo intelectual, sus practicantes suelen tener problemas manuales. Carlos Fuentes teclea a velocidades inauditas con un dedo ejemplar que ya se le torció como un aguijón (no en balde su signo zodiacal es Escorpio). Ese patriarcal dedo castigado resume las consecuencias físicas de un oficio que supone especulativo.
Sabedor de lo difícil que es crear mundos moviendo los dedos, Antonio Lobo Antunes recomienda escribir durante horas hasta que la conciencia se canse y la mano se mueva por sí misma. Aunque esta teoría se acerca bastante a una técnica de chamán, no hay duda de que los escritores dependen de la fatiga de sus dedos: el devaneo mental llega cuando el cuerpo se encuentra adormecido.
Las nuevas tecnologías no han aliviado el sufrimiento manual de los autores. Hace un par de años me encontré al novelista norteamericano Francisco Goldman y me sorprendió verlo con una férula en el antebrazo. “Tengo la enfermedad de los tenistas”, sonrió como si hubiera ganado Wimbledon y procedió a contar que después de jornadas maratónicas, el ratón lesiona el mismo nervio que se lastima por intentar un agónico passing shot.
A partir de esta anécdota podría pensarse que las computadoras sin ratón dañan menos. Nada de eso. En una ocasión me encontré con el escritor venezolano Alberto Barrera y me mostró la averiada palma de su mano. Alberto es autor de la novela La enfermedad, pero se gana la vida reinventando el arte de sufrir de amor en muchos episodios (la telenovela Nada personal se encuentra entre sus créditos). Cada vez que enfrenta un encargo laboral incómodo, lo explica de este modo: “Tuve que matar un tigre”. Por la herida que tenía en la mano, uno pensaría que había ido de safari a puño limpio o que imita a Cristo en sus estigmas. Me explicó que lo acababan de operar de una artritis producida por el exceso de trabajo en la lap top y había tenido que comprarse un teclado ergonómico (que seguramente producirá otro efecto secundario). La escritura castiga las manos tanto como el boxeo, pero no permite usar guantes.
El dedo de Fuentes, la muñeca de Goldman y la palma de Barrera me llevaron al libro Elogio de la mano, del historiador de arte francés Henri Focillon (editado por la UNAM en su colección Pequeños Grandes Ensayos). Tal vez por haber nacido en Dijon, capital de la mostaza, Focillon aprecia la artesanía de lo que se muele y aplica con cuidado. Sus estudios lo llevaron de la pintura a la mano que le sirve de instrumento. El ensayista vivió de 1881 a 1943, o sea que perteneció a una generación que aún dependía del trabajo manual. No es raro que encomie la relación del tacto con los utensilios: “Entre la mano y la herramienta comienza una amistad que no tendrá fin. La una comunica a la otra su calor de vida y la forma a perpetuidad. Como es nueva, la herramienta no está ‘hecha’; es necesario que se establezca entre ella y los dedos que la sostienen ese acuerdo nacido de una posesión progresiva, de gestos ligeros y combinados, de hábitos mutuos y hasta de cierto deterioro”. Lo que llamamos “progreso” fue la “posesión progresiva” de las herramientas hasta llegar a la tecnología virtual.
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