Cada vez me gusta menos responder a cuestionarios, tal vez porque me recuerdan demasiado a ciertos interrogatorios (no precisamente literarios) que he debido soportar a lo largo de los años. Por eso prefiero responder en bloque, aunque algunas preguntas no alcancen a tener una respuesta concreta, cosa que no me parece una gran pérdida.
Me acuerdo de un tintero, de una lapicera con pluma "cucharita", del invierno en Bánfield: fuego de salamandra, sabañones. Es el atardecer y tengo ocho o nueve años; escribo un poema para celebrar el cumpleaños de un pariente. La prosa me cuesta más en ese tiempo y en todos los tiempos, pero lo mismo escribo un cuento sobre un perro que se llama Leal y que muere por salvar a una niña caída en manos de malvados raptores. Escribir no me parece nada insólito, más bien una manera de pasar el tiempo hasta llegar a los 15 años y poder entrar en la marina, que considero mi vocación verdadera. Ya no hoy, por cierto, y en todo caso el sueño dura poco: de golpe quiero ser músico, pero no tengo aptitudes para el solfeo (mi tía, dixit), y en cambio los sonetos me salen redondos. El director de la primaria le dice a mi madre que leo demasiado y que me racione los libros; ese día empiezo a saber que el mundo está lleno de idiotas. A los 12 años proyecto un poema que modestamente abarcará la entera historia de la humanidad, y escribo las 20 páginas correspondientes a la edad de las cavernas; creo que una pleuresía interrumpe esta empresa genial que tiene a la familia en suspenso. De golpe pantalones largos, y entro en la escuela normal donde descubro que si en mi casa respetan y favorecen lo más posible mis gustos literarios, los planes de enseñanza hacen esfuerzos heroicos para desarraigarlos y convertirme en un hombre, con lo que esta palabra significa casi siempre en América Latina. Autodefensa inmediata: alianza con dos o tres condiscípulos que también siguen soñando despiertos, siete interminables años de magisterio y profesorado en letras; la verdadera educación se hará puertas afuera, lecturas salvajes, cine, maratones de diálogos en cafés y calles, conciertos, autoaprendizaje del inglés y el francés, sigo escribiendo cuentos y poemas, los muestro a pocos amigos. A lo largo de ese absurdo profesorado, de acaso 60 profesores, sólo dos me orientan en la reflexión y especialmente en la crítica (la autocrítica): Arturo Marasso y Vicente Fatone.
De todo eso quedan dos cosas: la decisión de no cerrarme a nada en un momento en que veo a tantos amigos optar por A o por B, y la decisión complementaria de llevar esa apertura y esa porosidad a una consecuencia literaria, salga pato o gallareta. Para empezar: horror a todo profesionalismo, incluso hoy sigo viéndome como un aficionado, alguien que escribe porque le gusta y no porque tiene que escribir. De ahí los defectos posibles: falta de planes, de esquemas, pero siempre preferiré esos defectos al aburrimiento del método. No por nada la temprana lección del jazz: lo improvisado es lo que queda, aunque nadie llega así nomás a la improvisación, y todo está en ese "aunque".
La noción misma de la escritura: rechazo de la "originalidad" para lograr la naturalidad, que en última instancia es lo que abre paso a lo original. Mientras escribo leo más que nunca, ningún miedo a las "influencias"; en cambio, me niego a hablar de lo que estoy haciendo y sólo muestro lo terminado y corregido, creo que por superstición más que por principio. (Esa gente que te cuenta su novela antes de haberla empezado... en fin, a lo mejor peco por soberbia.) En cuanto a la revisión y la corrección de lo escrito, creo que con los años la cosa va cambiando; de joven escribía de un tirón y después "trabajaba" el texto ya enfriado, pero ahora tardo más en escribir, dejo que las cosas se preparen y organicen en esa región entre sueño y vigilia donde laten los pulsos más hondos, y por eso corrijo menos en la relectura. Algún crítico me reprocha una sequedad que antes no tenía; puede ser que los lectores sigan prefiriendo algo más jugoso, pero al final de mi camino me gusta más un haiku que un soneto, y un soneto más que una oda; tal vez porque tanta rutina y entusiasmo sobre el barroco latinoamericano ha terminado por afirmarme en ese horror a las volutas que ya denunciaba en Rayuela (donde las volutas no faltan, digámoslo antes de que usted lo piense).
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