28 oct 2012
El atavismo manda
Se desbordan o se revelan a cuentagotas, pero se filtran mejor cuando estamos en reposo. A esas horas se impone una jerarquía nítida de las sensaciones o ideas que han de tomar forma.
Concuerdo con aquellos que afirman que no es antes sino durante el desarrollo de un texto cuando encontramos —si acaso eso llega a ocurrir— lo que deseamos decir. Pero es preciso andar cuidadosos del autoengaño. Al nacer, cada proyecto de escritura debe probar su carácter urgente y así legitimarse. Es común suponer que tenemos mucho por expresar para pronto acabar percatándonos de que padecemos una especie de inercia: sentimos la mano caliente y el recuerdo placentero del ejercicio de escribir, pero eso rara vez coincide con lo que es tener algo que decir o precisar decirlo realmente. Por nuestra indulgencia existen demasiados libros. Encontrar la necesidad de expresión es lo medular y la gratuidad es la amenaza. Mientras la recuperación personal a través de la escritura lleva el signo de lo indispensable habría que admitir que al mismo tiempo puede dar la apariencia del capricho extremo propio de una pulsión solipsista. En ese renglón me acogería al dicho de Terencio: Soy un hombre y por tanto nada humano me es ajeno. Para que nuestra palabra alcance genuinamente a otros ayuda haber repasado la teoría del correlativo objetivo, pero por lo demás estamos ante un ciego dictado interior. El método de trabajo se ajusta al proyecto en turno, que va pidiendo la manera. La técnica misma se va produciendo según los mandatos del contenido al irse manifestando. El hecho de haber experimentado alivio verídico tras un periodo de escritura nos permite mantener un orden de prioridades sano: el reconocimiento del lector o del crítico son bienvenidos pero se acatan como estímulos añadidos, que no pertenecen al círculo original de la necesidad. En ese sentido son prescindibles. En otro, no: me refiero al ciclo que se completa cuando el trabajo resuena en el lector y pasa a pertenecerle. Pensar o no en quién habrá de leernos: acaso lo que quepa es la concepción de un lector ideal, compuesto de las características más acusadas de sensibilidad y escrúpulo de la gente que uno tiene en más alta estima. En cuanto al estilo, ya he dicho en otro lugar que “es como el resultado del roce entre el mundo y un determinado temperamento, es una consecuencia inevitable y fuera de control: un accidente natural”. Algo indica que el estilo proviene secretamente de las limitaciones propias, de las taras y necedades personales y agregaría que sólo en alguna medida mínima obedece a una auténtica voluntad estética: el atavismo manda en estas cuestiones. Por otro lado, conviene escuchar los imperativos de la obra en curso —en tanto totalidad— por encima de los afanes de un sello personal. Hay que estar dispuesto a sacrificar hasta la oración más pulida y cercana a nuestro corazón en aras de la armonía y congruencia del proyecto en sí. (Desde luego, la noción de sacrificio pudiera contener matices religiosos pero resulta natural que le concedamos ese carácter al quehacer, no por tratarse de la literatura sino por ser un oficio: todo trabajo desempeñado a fondo adquiere algo de sacro.) El azar y las contingencias de la escritura son la contraparte de aquello que se pretendería como plan maestro de la racionalidad, y por tanto pertenecen a la misma ecuación. En cambio, la intervención de la realidad nocturna y las maquinaciones del inconsciente son otra cosa, insondable pero del todo determinante en la construcción del texto. (Quedará claro que aun un trabajo de escritura por encargo adquiere acreditación en nuestro ser más recóndito si se produce el fenómeno de que irrumpa en nuestros sueños al menos una frase que nos inquiete y nos despierte de madrugada, pidiendo ser reacomodada en la redacción o suprimida.) Por lo demás, nunca he dejado de escribir a mano, en libretas u hojas sueltas. Habitualmente acabo usando pegamento para disponer y ordenar recortes de procedencia diversa en un mismo cuaderno. Posteriormente, entre transcripciones y sucesivas correcciones busco pretextos para que exista la mayor cantidad de rondas de revisión, también para los editores y los amigos cercanos, cuyas observaciones trato siempre de atender. Luego de eso procuro olvidarme del texto y una vez impreso y publicado no acostumbro revisitarlo. Esa práctica me brinda la posibilidad ocasional de releerme por accidente y vivir el magnífico asombro de creer que estoy ante la escritura de otro.
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