DEL PAPEL DEL ARTE EN LAS EXPEDICIONES
POLARES EN PARTICULAR Y EN LA VIDA EN GENERAL
Hace algunos años —¿lo recordáis?— el actor inglés Hugh Grant fue detenido por la policía de Los Ángeles cuando estaba dedicándose en un lugar público, en compañía de una buscona nocturna, a una actividad particularmente privada. Para el común de los mortales, semejante desventura sería simplemente incómoda, pero, para un actor tan célebre, habría podido tener consecuencias catastróficas: toda su carrera en Hollywood pareció por un momento a punto de zozobrar. En medio de este marasmo, fue entrevistado por un periodista estadounidense, que le hizo una pregunta... muy estadounidense: «¿Va ahora usted a un psicoterapeuta?». «No —respondió Grant—, en Inglaterra leemos novelas».
Medio siglo antes que él, Carl Gustav Jung había formulado en términos más técnicos el exacto corolario de esta misma noción: «Cuando un individuo pierde contacto con el universo mítico, y su vida se ve así contacto con el universo mítico, y su vida se ve así reducida al único dominio de los hechos, su salud mental se encuentra en gran peligro». Dicho de otro modo: la gente que no lee novelas ni poemas corre el riesgo de estrellarse contra la muralla de los hechos o de morir reventada bajo el peso de las realidades. Y entonces es preciso llamar con toda urgencia al doctor Jung y a sus colegas para tratar de volver a reunir los pedazos.
¿Tienden los psicoterapeutas a multiplicarse desde que los novelistas y los poetas comienzan a escasear? Bien podría ser que el desarrollo de la psicología clínica se corresponda con un agotamiento de la imaginación inspirada; al menos eminentes especialistas así lo han creído. Rainer Maria Rilke le pidió un día a Lou Andreas-Salomé que le psicoanalizara. Ella se negó, explicándole: «Si el análisis tuviera éxito, correría usted el riesgo de no poder escribir más poemas». (E imaginaos por un momento: si un hábil terapeuta hubiera conseguido curar a Kafka de sus angustias existenciales, la condición del hombre moderno habría perdido a su intérprete más penetrante).
Muchos individuos robustos y bien adaptados parecen no tener en absoluto necesidad de vida imaginativa. Así, por ejemplo, los santos no escriben novelas, como había observado ya John Henry Newman; y debía de saber de qué hablaba, pues fue casi un santo, y escribió dos novelas. Más concretamente, los espíritus prácticos y los hombres de acción son hostiles a todas las formas de ficción, que consideran que no son más que una evasión peligrosamente frívola y debilitadora. A este respecto, es revelador, por ejemplo, que el célebre explorador polar Mawson diera a sus hijos la severa consigna de no leer jamás novelas, sino de prestar por el contrario toda su atención a las biografías de los grandes hombres y a las obras históricas, únicas lecturas apropiadas para asegurarles un sano desarrollo intelectual.
Esta opinión merece que nos detengamos por un momento en ella, pues refleja dos malentendidos muy corrientes. El primer error consiste en no darse cuenta de que toda obra literaria es, por definición, una obra de imaginación (y aunque no lo sea de entrada, puesta en unas buenas manos no tarda en convertirse en tal: el listín de teléfonos era una de las lecturas favoritas de Simenon). Las distinciones de géneros —novelas e historia, prosa y poesía, ficción y ensayo— son convencionales y no existen más que para la comodidad de los bibliotecarios. Los novelistas son los historiadores del presente, los historiadores son los novelistas del pasado, y todo escrito que presente cierta calidad literaria aspira esencialmente a ser poema.
El segundo error mawsoniano descansa en un punto de vista ingenuo acerca de lo que es «sano». El ilustre doctor Farabeuf ya nos había puesto en guardia: «La buena salud es un estado precario que no presagia nada bueno». Pero el problema es más fundamental aún y Unamuno hizo de él un buen diagnóstico: «El hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o al cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad».
Y como Mawson acaba de arrastrarnos al Antártico, no quisiera dejar esas regiones sin evocar la figura del explorador Shackleton, que fue un héroe mucho más inspirador. Tras la pérdida de su navío, en lo más negro del desastre, cuando tuvo que aligerar, con todos los miembros de su tripulación, su impedimenta de toda sobrecarga inútil, se negó ferozmente a desprenderse del volumen de los Poemas de Browning que le había acompañado hasta ese momento. Un día será necesario que algún universitario se decida a escribir una tesis sobre «El papel de la poesía en las expediciones polares», pero, por el momento, convendría por mi parte no apartarme demasiado de mi tema.
Lo que quería subrayar es simplemente lo siguiente: nuestro equilibrio interior es siempre precario y está amenazado, pues somos constantemente el blanco de pruebas y agresiones de la realidad cotidiana: la resultante de las luchas de la vida es siempre incierta, y, en resumidas cuentas, es quizá un personaje de Mario Vargas Llosa el que ha dado la mejor descripción de nuestra condición común: «La vida es un tornado de mierda, en el que el arte es nuestro único paraguas».
Realmente me reconforta leer este texto...
ResponderEliminarCreo que el autor Simon Leys y su libro "la felicidad de los pececillos" merecen un mayor reconocimiento dentro del uso que en éste blog hacen de su texto. La autoría de Leys o de los otros autores no debería resumirse en una simple etiqueta.
ResponderEliminarEste blog parece ser un diario de lecturas con un tema específico indicado por la aparición o referencia de los conceptos "escritura" y "lectura". Para textos académicos podrías ir a una revista especializada, si conoces alguna.
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