¿Cómo empezó todo?
Henry James decía que para los novelistas nada quedaba perdido, y al mismo tiempo recordó un poema de Henri Michaux, algo así como estoy habitado: hablo a los que fui y los que fui me hablan, experimento a veces la molestia de sentirme extranjero, los que fui constituyen ahora toda una sociedad y acaba de ocurrirme que ya no me entiendo ni a mí mismo (más o menos),
¿Decía?
Imagínense a un joven desgarbado, ensimismado, siempre con un libro o dos o tres bajo el brazo, hablando solo, mascullando, peleándose consigo mismo, los ojos inyectados de sangre por las alergias y los insomnios, 18 años, quizás menos, 16, 17, cuyas lecturas eran tan desordenadas como frecuentes, se acababan de publicar Crónicas Marcianas, y había leído el Retrato del Artista Adolescente, El gran Meaulnes, Retrato del Artista Cachorro, El Diablo en el Cuerpo, Con distinta piel, Tom Jones, El camino de toda carne, Jud el oscuro, La casa de la Troya, y muchos otros, esperando encontrarse en ellos, y sobre todo aprender cómo contar, cómo describir, cómo dialogar, cómo representar, contagiarse del ritmo, de la intensidad, del tono, de la temperatura de Absalom, Absalom o Manhattan Transfer, porque otro compañero de generación, Luis Antonio Arteaga, había publicado una colección de relatos titulada Cuentario, y tuvo una cariñosa acogida, peor, cada uno de sus cuentos tenía un premio en alguna revista sospechosa, como La Familia, una publicación con recetas de cocina y patrones para hacer ropa, pero eran distinciones, y todos esos festejos alrededor suyo le hicieron preguntarse ¿y por qué no escribir?, parecía fácil, hizo un par de cuentos y se los enseñó a Mario Froylán López Nárvaez, el intelectual de su clase, que los leyó delante suyo con aire de perdonador, condescendiente, y se los aprobó sin entusiasmo, Carlo Coccioli les daba clases de italiano y era un escritor reconocido que le regaló una de sus novelas, Manuel el Mexicano, adonde hablaba de calles y temas que estaban más o menos cerca suyo, muchas veces lo fue a visitar a su oficina arriba de una librería francesa, en la calle Río Nazas, mientras en El Pánuco, la tienda de Catita exactamente enfrente de la entrada principal de San Ildefonso, el edificio de la Preparatoria, comenzó a desayunar todos los días de clase jugo de naranja, una torta de jamón con aguacate y crema, hmm, riquísima, y un licuado de choco milk, Catita era algo así como la mamá solícita de todos los preparatorianos, ahí caían todos a festejar y llorar, o a pedirle su apoyo para impulsar a determinada planilla, o la salida de un periódico, su tienda era el lugar de reunión inevitable, el lugar de partida para ir a clases y el lugar de llegada entre clase y clase, entonces allí, en una vidriera adonde se exponían flanes y otro tipo de dulces, por la parte de adentro éste joven desgarbado y flaco empezó a pegar semanalmente una cartulina con cuatro o cinco caricaturas que aludían a los acontecimientos recientes, su estilo como dibujante era una mezcla de los estilos que trataba de robar de caricaturistas españoles como Puig Rosado, Mingote o Ballestá, la primer cartulina tenía por título Gustavo, la segunda El hijo de Gustavo, la tercera, El nieto de Gustavo, la décima Gustavo contra la Momia Azteca, le gustaba dibujar caricaturas luego de un entrenamiento de años en que aprendió a dibujar como Frazetta, Wood, Crandall y Toth, los historietistas que más le gustaban, hizo 14 números diferentes, sin sospechar el desarrollo del dibujo humorístico que pronto destacaría la obra de R. O. Blechman, Tomi Ungerer, Fernando Kranhn, Steinberg, Sergio Aragonés, lo extraño es que casi como sin darse cuenta terminaron los años de Preparatoria y tuvo que decidirse a estudiar Leyes, quizás para no quedarse solo, o porque temía la rudeza de las novatadas, los sádicos castigos que les hacían a los estudiantes de primer ingreso en Arquitectura por ejemplo, en la nueva Facultad de Leyes le tocó un grupo con 120 alumnos, las clases eran en la Ciudad Universitaria, pero había demasiados muchachos y los maestros hablaban bajito, su discurso era denso, ininteligible, espeso, y él se sentaba hasta atrás y escondía su libro tras la espalda del compañero de adelante, leía para no aburrirse y porque no entendía o no le interesaba, digamos que por falta del descodificador adecuado, le gustaba un autor e intentaba agotarlo, La granja de Bhitedale, La letra escarlata, Cuentos de la Nueva Holanda, The Marble Faun, Passages from the American Note-Books, Historias dos veces contadas y La casa de los siete altillos, después, distribuía autores de nacionalidades distintas para las diferentes horas de clase, los italianos le tocaban cuando el maestro Abreu desarrollaba sus ideas de Sociología, en su cuaderno de apuntes a veces revisa juicios de esa época escritos durante las clases, sobre Bontempelli, Rea, Pasolini, Calvino, Piovene, Moravia, Patti, Palazzeschi, Alvaro, Moravia, Pavese, aunque algunos lo alteraban tanto que en vez de leerlos en la escuela se los llevaba a casa para disfrutarlos, y en eso conoció a Patricia, una joven rubia e introvertida, porque le llamó la atención que traía junto a los libros de clase un libro de Juan Ramón Jiménez o de García Lorca, él leía una novela canadiense, Lasso round the Moon, y comenzaron a hablar de sus lecturas y a caminar por la Ciudad Universitaria y por las calles de la Colonia Condesa, ay, unos días después, o semanas, se atrevió a prestarle sus mal pergueñados relatos y cuando Patricia se los devolvió comentó que su padre había notado las lecturas de Faulkner y Borges y que quería conocerlo, hablar con él, y él dijo más que atarantado que sí porque le dio pena e inquietud y hasta vergúenza admitir que no había leído ni a Faulkner ni a Borges, así que su suegro quería conocerlo y una mañana fue a su oficina en la avenida Insurgentes, cerca de Paseo de la Reforma, una oficina que el padre de Patricia compartía con un español republicano, el gran Simón Otaola, y los encontró delirantes, entusiasmados, sorprendidos, porque el domingo anterior se había publicado en el suplemento México en la Cultura toda una primera plana de promoción sobre la primer novela de Carlos Fuentes, La región más transparente y Otaola estaba entusiasmadísimo con el libro, al que calificaba de fantástica vomitona de todas las lecturas del autor, adonde se podían ver influencias ya digeridas y otras todavía en grumos, pero ¿cómo?, ¿no había leído a Huxley, a Joyce, a Dos Passos?, Otaola le prestó un ejemplar impecable de El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, y le dio una semana para leerlo, después de lo cual debía devolvérselo y comentárselo, pronto siguieron Historia Universal de la Infamia, Las palmeras salvajes y Vidas imaginarias, el joven abandoniano se sentía bruscamente atendido, creía haber ganado la lotería, se sabía dichoso y cargado de futuro, y para ahora ni siquiera se acuerda cómo terminó con Patricia, pero a Otaola lo había adoptado desde el primer día, o él lo adoptó a él, en la oficina adonde trabajaban distribuían fotografías de películas mexicanas para promocionarlas, él joven alto, flaco, desvelado y desgarbado llegaba como a las cuatro de la tarde o poco después y sus nuevos tutores y amigos salían de allí a las seis, y muy pronto caminaban hasta la avenida Hidalgo, frente a la Alameda Central, y lo llevaron a conocer la Librería de Polo Duarte, Libros Escogidos, Polo fue su cómplice durante muchos años, le daba todos los libros a crédito, le invitaba tortas y refrescos de la cantina de al lado, El Golfo de México, le soportaba toda clase de agresiones, le prestaba dinero en efectivo, y además en su librería siempre había amigos con quienes se podía conversar, Cámara, Ruvalcaba, Bourcart, Cifuentes, Otaola, y bajo su solidaria influencia fue entrando en el mundo de Goytisolo, de Sánchez Ferlosio, de Camilo José Cela, de Ramón Gómez de la Serna, de Ramuz, de Giono, de Bosco, de Luis Martín Santos, y pronto los amigos que querían ser escritores, como él, a Monsiváis no recordaba cómo lo conoció, pero sí que le prestó innumerables libros que nunca le ha devuelto, le regaló los primeros números de la revista Mad, y él le prestó una docena de números de La Familia Burrón, recorrían la ciudad de arriba abajo, siempre a altas horas de la noche, siempre conversando, Monsiváis era protestante y él creía ser católico, y Monsiváis no entendía por qué quería seguir siendo católico y sobre todo por qué quería estudiar Leyes y al terminar el segundo semestre le dió la razón y renunció a esa carrera y se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras supuestamente para estudiar Letras Españolas, y después de la primera semana de clases apareció por allí Nacho Méndez, era muy popular en su grupo de Leyes porque tocaba la guitarra y cantaba y siempre lo invitában a las fiestas y a las serenatas, sobre todo porque además de ser muy divertido tenía novias muy guapas, y entonces Nacho Méndez llegó a la Facultad con la idea de seducir mujeres todos los días, y los primeros con los que tropezó fueron Monsiváis y él, que lo abordaron con la intención de hacerlo amigo inseparable, Nacho Méndez asustadísimo, pues pensaba que si lo veían con esos cuates monstruosos, tan encerrados en sí mismos, tan marginados de la vida social. tan fuera de onda, es decir, ellos, ¿cómo iba a poder seducir a nadie?, y poco después Selma, Cristina, Magdalena, Cecilia, Malena, Carmen, Nacho Méndez, Monsiváis y el joven desgarbado, siempre con un libro bajo el brazo, o dos o tres, hicieron un grupo divertido, salían de la Facultad y caminában en fila india unos cuatro kilómetros hasta el monumento a Alvaro Obregón, jugando a lo que hacía la mano hacía la tras, a cantar y corear “por adelante” o “por detrás” después de cada frase, contando chistes o inventando canciones, creían dejarse influir por el cine, y después de ver un western jugában con pistolas de agua en la cafetería y los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, Hugo Hiriart también estaba en esa escuela, quería ser escultor y tenía muchísimos libros de arte, juntos descubrieron a Cortázar, “fatigaron” Borges y Bioy Casares, Bianco, Marechal, Dashiell Hammett, y él lo enseñó a valorar la obra de Moore y Marini, Picasso y Mondrian, pero tendría que hacer un capítulo aparte para hablar de Malena, una muchacha espectacular, deslumbrante, misteriosa, atractiva, le gustaba de más, tenía el cabello largo, negro, y se lo peinaba sobre la cara de una manera muy vampiresca, de mujer fatal, y como si fuera poco tenía un cuerpo provocativo y muy bien proporcionado y grr, lo peor, era millonaria, o sus padres eran millonarios, y naturalmente a este joven desgarbado lo humillaba su pobreza, su familia, su pasado sin amigos de coche y su casa clasemediera en la Colonia del Valle, así que para visitarla conseguía prestados suéteres, trajes, camisas, para poderla invitar a un restorán vendió una colección de sus más apreciadas revistas de historietas, y una tarde le pidió que escribieran cada quién un Diario sobre los acontecimientos que les fueran comunes, y que luego los intercambiaran para saber si la visita a un lugar, o un diálogo, o un beso, significaban para los dos lo mismo o algo parecido o conflictivo, pero ella no aceptó, o aceptó y no hizo nada y él en cambio se compró una libreta y comenzó a escribir todos los días, la llenó de palabras manuscritas en mes y medio y se la regaló, pero la familia de la hermosa Malena desconfiaba mucho de sus pretenciones intelectuales, y preferían que anduviera con un futbolista y no con semejante pseudointelectual, se separaron, poco a poco dejaron de interactuar, de saber el uno del otro, aunque muchos años después supo no sólo que la inalcanzable Malena conserva todavía esa libreta, sino que se las enseña a los interesados que la visitan, ¿escribiría para seducir?, al mismo tiempo Monsiváis lo llevó a la revista literaria Estaciones, la única publicación de la época que había dado cabida a voces nuevas, y antes de una fecha precisa tenía que entregar un cuento, pero qué tarea demoníaca, qué tarea imposible, amigos, no sólo partir de una situación o una anécdota, planear la estructura, el tiempo gramatical, la voz narrativa, el ritmo, y al desarrollar todo eso, ay mamá, todas las frases que se le ocurrían eran de otros escritores, su memoria era literaria, no tenía lengua propia, a través de él hablaban todos los escritores que había leído, pero el doctor Elías Nandino que era el patrocinador y el director y dueño de la revista pronto descargó en este joven la tarea de reunir originales, llevarlos a la imprenta, corregir pruebas, diseñar la portada, en fin, Salvador Elizondo lo ayudaba en lo que podía, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, José de la Colina colaboraban también, se hicieron así siete números, y entonces el doctor Nandino le legó el proyecto, Andrés Henestrosa publicó un requiem al saber esto, y ¿cómo iba a ser diferente?, la revista tenía 19 suscriptores, la impresión costaba 7 mil pesos, y además había que invertir en paquetería y envío, pues tenían muchos intercambios, pero afortunadamente y casi al mismo tiempo Nacho Méndez había entrado a trabajar en una editorial comercial y pronto lo incorporó a su vez, hacían fotonovelas sobre El caso Chessman, y otra revista titulada Madre Consejera, no les pagaban pero si les ayudaban con gastos que les permitían comer en restoranes y comprar refrescos, también hicieron dos números de una revista a imitación de Mad, adonde Rius y Sergio Aragonés los ayudaban con sus dibujos, Nacho Méndez también traducía historietas para Novaro, y con frecuencia los villanos de Supermán se llamaban Monsi, y casi en cada revista había un Gus, solían ir a un restorán que quedaba en la calle Hamburgo y se llamaba Zodíaco, trabajaban en la editorial hasta la una o dos de la mañana, y a esa hora salían y acostumbraban caminar hasta sus casas, sus finanzas funcionaban bajo una fórmula lógica, quien tenía dinero pagaba, sólo que él joven desgarbado siempre con sus libros bajo el brazo nunca tenía dinero, hacían planes para el futuro, departamentos amueblados, muebles de marca, coches deportivos, oficinas lujosas, cámaras, fabulosos aparatos de sonido, biblioteca, mujeres, placeres de gourmets, pinacoteca, en las vacaciones escolares se fueron una semana a Cuernavaca, a casa de una tía de Nacho Méndez, leían mucho y escucharon hasta el cansancio discos de José Antonio Méndez, Julie London, Eric Dolphy, Cecil Taylor, Cannonball Aderly, The Modern Jazz Quartet, y de repente en el cajón de un buró el joven invitado descubrió un libro agotado de Stekel, La mujer frígida, y se impresionó notoriamente, compraron una libreta para anotar sus observaciones y esa libreta, más o menos bien conservada, iniciada en agosto de 1960, es el primer volúmen de una serie de Diarios que éste ya no tan joven y ya no tan desgarbado espera no interrumpir mientras tenga vida y fuerzas para escribir, el Stekel erotómano voyeurista le gustaba más que el naif de Cartas a una madre, el estupefacto de Sadismo y masoquismo, o el intelectualoide de Los sueños de la razón, de pronto leía sólo ensayos, se sumergía en Curtius, Keyser, Adorno, Forster, Auerbach, Sartre, Beguin, Muin, Eliot, Reyes, Paz, en fin, lo indispensable para comprender el fenómeno literario, le escribía a muchos escritores y David Viñas desde Mérida, Venezuela, lo ayudaba a centrarse, no te olvides de que la literatura es para muchos una carrera, un ganapán o una forma de sociabilidad, pero de ninguna manera un esfuerzo por comunicarse, un acto de arrojo, una especie de suicidio o de venganza o de desabrida masturbación, ésos no entienden la faena de escribir como una infracción contra todo lo que lleva el signo más arriba y a la derecha, de ninguna manera, para ellos sus libros son bocadillos, suaves naipes intercambiables, tarjetas de visita o moneditas metidas en una alcancía elástica y tranquilizadora, la ciudad de México comenzaba a energizarse, y Carlos Fuentes, Enrique González Pedrero, Víctor Flores Olea y el grupo de los Espectadores incitaban a seguir su ejemplo de responsabilidad y preocupación por la interpretación política, el análisis del impacto de la revolución cubana, las primeras protestas y manifestaciones a favor de los presos políticos, amigos detenidos, Ernesto Sábato le escribía desde San Fernando, Buenos Aires, me entusiasman tus aventuras con la policía, hasta tanto no se puedan hacer saltar otras estructuras más pesadas, jaquear a los verdugos no es mal entrenamiento, en Sudamérica los problemas corrían parejos, deportado de Venezuela luego de quince días de cárcel David Viñas volvía a escribirle,
debo adecuarme poco a poco a una Argentina alarmante y confusa, cataratas de curas y coroneles y señoras aseñoradas hasta debajo de las camas, imagínate que la policía (en medio de barras de oro robadas al por mayor en el aeródromo internacional) se ocupa de detener parejas que se han metido a hacer el amor en respetables casas de citas, y eso no es nada, hay un tal comisario Margueride que tiene la buena leche de llamar a los maridos damnificados en los casos de adulterio, macartismo, censura previa y el Plan Connintes (Estado de Sitio) dan pie a cualquier arbitrariedad; hablando de otra cosa, buen título ese de Los perros jóvenes, y va sin mala leche, supongo que se tratará de vos y de tus amigos, los despanzurradores alegres y despiadados y lúcidos de tu generación ¿me equivoco?,
¿Nunca pensó estar equivocado?
No, no se equivocaba, leía a Lawrence Durrell, a Yourcenar, a Walter de la Mare, su madrastra le había dicho a una vecina que no se explicaba cómo su padre había tolerado que dejase la carrera de Leyes para seguir en una escuela de maricones, buenos para nada, algo había pasado en casa luego de la muerte de su hermano Oscar y él quería tranquilidad y silencio para escribir y convertirse en el escritor que todavía no era, se resistía a llamar a sus personajes con nombres que no fueran ingleses, o italianos, los héroes de Pratolini, Marotta, Moravia, Waugh, Joyce y Durrell se le hacían más familiares que los de Martínez Estrada, Rafael F. Muñoz, Martínez Moreno o José Luis González, hizo a un lado cualquier ánimo de trascendencia y empezó a hablar de jóvenes clasemedieros con ansias heroicas, los movía durante un pleito en un jardín otomano que situaba en la colonia Guadalupe Tepeyac, pasaba el día entero frente a su máquina, una vieja y ruidosa Remington portátil, casi a diario visitaba a Otaola, en el edificio de Productores Cinematográficos, y hablaban y hablaban y hablaban y hablaban, y entonces en lugar del texto que había empezado a escribir, sólo quedaba cierto cosquilleo, cierta sensación de extrañamiento, una pequeña desesperación, cierta angustia, mucha soledad, hasta que se vio presionado a dejar la casa familiar, estuvo tres semanas en Acapulco, luego en diferentes lugares, La Paz, Cabo San Lucas, Mazatlán, Guadalajara, Colima, hasta que decidió ocupar el departamento vacío de su madre en el centro de la ciudad, ya que por razones de salud ella se había ido a vivir a Querétaro, se consiguió un trabajo en la preparatoria vespertina de la Universidad Femenina de México como profesor de Literatura Universal, enseñaba La Epopeya de Gilgamesh y el Beowoulf, tres veces a la semana, por la noche, recuerda que en esa época un amigo le prestó una máquina enorme de escribir y que pasó muchas veces en limpio las primeras 40 cuartillas de lo que iba a ser su primera novela, buscaba copiar la energía y el cinismo de Henry Miller, la melancolía de Lawrence Durrell, sobre todo los pasajes líricos de Justine, libros que estudiaba concienzudamente, empezó a perder el miedo y a hablar de sí mismo, su protagonista se llamaba Greta, luego Tatiana, al final Gisela, su manuscrito creció hasta 75 páginas y las últimas 25 eran las más funcionales, las pasó en limpio, porque era y todavía es un fanático de la limpieza, y en un sobre sin comentario alguno las mandó a Cuadernos del Viento, bajo el título Siete actos sexuales realizados, escandalosa línea que aludía al pasado de los personajes, y Huberto Batis, director de esa revista y responsable del lanzamiento de decenas de jóvenes escritores se las publicó, y la reacción no se hizo esperar, por una parte en un periódico lo llamaron Sainz-Fiction y se regocijaban porque era capaz de escribir una línea como ¡ay, ígnaro ignorante de la verdadera verdad!, lo que para él era un elogio desmedido, por otra parte, don Joaquín Díez-Canedo director y dueño de la Editorial Joaquín Mortiz, como ese texto terminaba con una nota diciendo que se trataba de un “fragmento de novela”, lo mandó llamar y preguntó ¿cuándo terminaría esa novela?, y le hizo prometer que cuando la acabara se la entregaría a él, que la estaría esperando, y no era común que se comentara en los periódicos un cuento publicado en una reviosta de escasa distribución, demasiado exclusiva, estaba contento, seguro de sí mismo, prepotente y fue a dar a la revista Visión, porque solicitaban un técnico en producción de imprenta, lo contrataron para auxiliar a un ejecutivo norteamericano, apellidado Thompson, a hacer traducciones, corregir estilo, y encargarse de la producción de libros de una colección cuyo primer título fue El telegrama Zimmerman, William Inge, autor de Splendor in the Grass, que en esa época triunfaba en su versión cinematográfica, era amigo de Thompson, vivía en México, leía sus cuartillas y lo animaba a seguir, ¿de qué discutían?, del bildungsroman que se decía en esa época había desaparecido, al menos en su acepción clásica, junto con el complejo de Edipo, que tampoco existía, ni la diferencia entre alta y baja literatura, entre novela rosa y clásicos de la lengua, ya no era posible entender la vida como totalidad, con un principio y un fin, guau, en cuanto llegaba a su departamento escribía con la desesperación de ir a olvidarlo todo, los sábados iba a Visión, y con la complicidad del portero se colaba en el edificio y en la oficina desierta comenzaba a teclear Los perros jóvenes, sin música de fondo ni distracciones de ninguna clase, le gustaba escribir en un papel amarillo cremado, grueso, de 39 kilos, muy despacio, con un solo dedo, ya saben, “sistema bíblico”, busca-y-encontrarás, pero a su buen amigo Thompson lo promocionaron a un puesto de relaciones públicas en Nueva York, y William Inge se fue a instalar a Puerto Vallarta, y él joven prepotente y seguro de sí mismo se quedó en la revista como reportero, en el departamento de su madre había improvisado una pequeña biblioteca en la vitrina del comedor, y una mañana se la embargaron por una deuda materna inferior a 500 pesos, tenía muchos libros inconseguibles y dos o tres muy caros, libros en italiano y francés, el Diccionario de personajes de Bompiani-González Porto, The Movies, de Richard Griffith, un libro de Durero prestado por Hugo Hiriart, una docena de volúmenes de la Biblioteca de Iniciación Filosófica, textos agotados de Collingwood, Mi vida y mis amores de Frank Harris, la primera edición de Tomóchic, de Heriberto Frías, los primeros números de la revista norteamericana Evergreen, 20 números de la revista Estaciones, la colección completa, en fin, reunió y llevó los 500 pesos para recuperarlos y resultó que los gastos de embargo habían aumentado la deuda a 950 y eso era mucho dinero para él en aquella época, se deprimió mucho por no poder rescatarlos, pero mucho, el trabajo que desarrollaba en Visión no era estimulante, con su proyecto narrativo no podía seguir adelante, se pasaba los días entre la depresión y la melancolía simple, en una especie de sopor espiritual en el cual perdía la capacidad de sentir placer o cariño por todo lo que antes era importante, las mujeres con quienes salía ¿o entraba?, parecían tan conmovedoras como el teorema de Euclídes, ¿novocaína emocional?, se pasó un fin de semana tumbado en la cama, sin comer, sin bañarse, extremadamente deprimido, anhedónico y como vaciado de todo aquello que tenía contenido afectivo, desolado, solo en el mundo, derrotado en todos los frentes, abandonado, sin apetito, sentía flotar cuando se levantaba ocasionalmente, y era como si todo fuera abstracto, o tuviera denotación pero ninguna connotación, afortunadamente Nacho Méndez irrumpió al tercer día y no lo compadeció, opinó que el mundo no era un mapa del mundo, y como nadie podría identificarlo, como carecía de identificación, no pasaría nada si moría, que si terminaba por extinguirse allí mismo nadie, absolutamente nadie se daría cuenta, aunque quizás sí, otro amigo, decía Nacho Méndez, lo sentiría mucho, quizás Mauricio Herrera, el joven deprimido y debilitado rió de tanto cinismo, se bañó, vistió, rasuró y con cierta timidez salieron a comer tortas y a la librería de Polo, a una fiesta, no ha vuelto a volver a sentirse así, cuando los problemas tienen solución ya no son problemas, cuando las preguntas tienen respuestas ya no son verdaderas preguntas, entonces además de escribir para Visión, empezó a escribir para el Magazine de Novedades y para el suplemento de Excélsior, hasta el día que se inauguró el ferrocarril Chihuahua-Pacífico y le tocó hacer la nota y fue a entrevistar al licenciado Raúl Noriega, quien tenía unas semanas como nuevo director de México en la Cultura, y lo vió reprender violentamente a un redactor por no haber conseguido una entrevista con el escultor Manuel Felguérez, que iba a inaugurar un mural hecho con chatarra automovilística e industrial en el cine Diana en unos cuántos días, y daba la casualidad que esa misma mañana él joven desgarbado y resucitado había desayunado con Felguérez, y visto el mural y hasta tomado notas con la idea de hacer un reportaje para Visión, entonces después de entrevistar a Noriega sobre el viaje de inauguración del ferrocarril norteño, le propuso hacer una nota sobre Felguérez en ese momento y mecanografió dos cuartillas y media y su texto apareció al día siguiente, con un título medio mal intencionado, El mural más maravilloso del mundo, de manera que fue a reclamar, y cuando llegó le dieron 75 pesos como pago a su colaboración y le propusieron ¿puede hacer la reseña de estos libros?, claro, dijo, y se acomodó en un escritorio cercano y no se levantó sino hasta terminar, a la semana siguiente le ofrecieron un trabajo fijo, y empezó a ganar 400 pesos semanales que pronto fueron 450, y seis meses después ya eran 800, además había máquina de escribir, correo gratis, papelería regalada, secretarias bellísimas, ay, empezó a levantarse a las seis de la mañana y se iba a Novedades cuando los voceadores estaban apenas recibiendo los periódicos de las distribuidoras, y escribía en su oficina hasta que llegaba el secretario de redacción a eso de las 11 pasadas, el año anterior había pedido una beca al Centro Mexicano de Escritores sin ningún resultado, pero había vuelto a pedirla y había ganado, de Los perros jóvenes su libro pasó a llamarse Muchacha sobre espejo de mano (roto), y posteriormente Conejo Extraordinario, sus compañeros de beca eran Carlos Monsiváis, que escribía un libro de ensayos, Héctor Mendoza que escribía una novela de boy scouts que nunca llegó a terminar, María Irene Fornés, gran amiga de Susan Sontag, que escribía una obra de teatro y a media beca se fue a Nueva York a montar uno de sus proyectos, Guadalupe Dueñas que leía cuentos, Armando Ayala Anguiano que desarrollaba una novela, Juan García Ponce que escribía otra, José Carlos Becerra que escribía poemas, Salvador Elizondo que escribía Farabeuf o la Crónica de un Instante, y Juan Manuel Torres que escribía cuentos bastante padres, las reuniones las presidía Ramón Xirau, y sólo a él y a Lupita Dueñas les gustaba su novela, también a Monsiváis, aunque a la salida siempre le hacía observaciones acerca de que complicaba demasiado sus estructuras y que, según él, eso no tenía sentido, pues primero tenía que hacerse de un número amplio de lectores, y después ya habría posibilidad de experimentar, en fin, discutían si los amigos no podían transformarse en personajes, si ya no había personajes como los de Balzac, si la vida no tenía destino, y si la memoria no podía ser un argumento, vociferaban que las biografías tenían que ser falsas por antonomasia, ya que la cronología era una ilusión, no existía, y luego había la presión para que escribiera un libro de cuentos, ya que Rulfo, Revueltas, Arreola, Fuentes, Garro y Cortázar habían empezado sus carreras con libros de cuentos, total, al terminar la beca había conseguido pergeñar unas 120 cuartillas, y de esas páginas todavía una tercera parte existe en Gazapo, pero las demás fueron más bien como un ejercicio preparatorio, una yuxtaposición de errores inexcusables, de embustes, de callejones sin salida,
¿Quiénes eran sus amigos en ese entonces?
Por Mauricio Herrera conoció a Arnaldo Coen, que quería ser pintor, y con ellos, Nacho Méndez y él decidieron alquilar una casa que buscaron durante meses, Arnaldo necesitaba una terraza para pintar, Nacho Méndez un cuarto aislado para poder tocar el piano sin molestar a nadie, Mauricio una habitación a la calle para montar su despacho de arquitecto y recibir clientes, y el joven desgarbado aún sin ningún libro publicado pretendía un cuarto para establecer y desarrollar su biblioteca, adonde cupiera además una cama y una mesa adonde escribir, sin nada de humedad y más o menos grande y oscuro, buscaban por toda la ciudad pero principalmente por las colonias Juárez y Cuauhtémoc, que según Mario Bearugard, un compañero del periódico, eran las únicas civilizadas, ¿y qué quieres decir con “civilizadas”?, le preguntó una vez y Mario le dijo que en esas zonas estaban las calles adonde se podían ver pintores con sus lienzos bajo el brazo, mujeres con minifaldas, cafeterías al aire libre, librerías, galerías de arte, e inclusive escritores como Arreola, Rulfo, Paz y otros que vivían por allí, adonde apenas había empezado a desarrollarse lo que después se llamó Zona Rosa , hasta que finalmente dieron con dos departamentos vacíos, uno frente al otro en la esquina de las calles Río Poo y Río Lerma, Nacho Méndez y él tomaron uno, lo alfombraron de pared a pared y alquilaron un piano, Mauricio y Arnaldo no se decidieron por el otro, desgraciadamente, Polo Duarte le seguía vendiendo las novedades a crédito y él iba acomodando sus nuevos libros en el clóset hasta que una noche el clóset se derrumbó con gran estruendo, compraron dos colchones carísimos y un carpintero les hizo dos camas enanas y estanterías, desayunaban sobre el piano, comían sobre el piano, y él escribía su novela sobre el banco del piano, sentado en el suelo, y sus visitas también se sentaban en el suelo, en la oficina el licenciado Noriega lo obligaba a tomar partido, él joven resucitado hubiera querido hacer números monográficos del suplemento sobre Octavio Paz, José Revueltas, Carlos Fuentes, Vicente Leñero, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis, Marco Antonio Montes de Oca, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo, y también sobre Grass, Hoveyda, Rechy, Styron, Bassani, Testori, Martín-Santos, Semprún, etcétera, y el licenciado Noriega lo forzaba a integrar números sobre Maximiliano y Carlota, Juárez, Amado Nervo, la Decena Trágica, la interpretación de los glifos mayas, en fin, él era el promotor del pasado y él joven era el promotor del fugitivo presente, los métodos de trabajo eran histéricos, al mediodía le avisaban que para la mañana siguiente tenía que escribir una historia de la literatura francesa durante el siglo XX en seis cuartillas, y los regaños, las reciminaciones porque ignoraba quién era fray Vicente de Santa María o Mariano Michelena, o porque no había leído la obra completa de José María Roa Bárcena o la de Victoriano Salado Alvarez, a cuya sombra le hubiera gustado aprehender esa pátina de “mexicanidad” que existe en algunos cuentos de Elena Garro, en los cuadros de Rufino Tamayo, en los poemas de Ramón López Velarde y los de Octavio Paz y Jaime Sabines, en las fotografías de Nacho López, o en cuentos como La noche boca arriba de Julio Cortázar o La invención del mole de Leonora Carrington, “en esa magia estaba” como dice Borges, cuando leyó la vida de John Maynard Keynes de R. F. Harrod, que más que de economía le habló de estrategias narrativas, de construcción novelesca, de ritmos ocultos, igual que la Fisiología del gusto o el Discurso del método, que también eran libros claves para el desarrollo, la estructura y los métodos del juego literario, Arnaldo y él vagaron durante meses antes de sentirse seguros de sus lenguajes pictórico y literario y empezar a escribir o pintar, el joven resucitado recomenzó su novela una vez más, asustado al advertir que la mayoría de los capítulos terminaban igual, con una sorpresa, desilusionado porque el final su libro era arquetípico, el clásico nudo ciego a todos los cabos sueltos, a la manera de los folletinistas y las telenovelas, había demasiadas anécdotas para conseguir un solo resultado, comenzó a eliminar párrafos, diálogos, frases, palabras, conjunciones, a tachar por aquí y por allá, cambió el nombre de algunos personajes, eliminó algunos para poder utilizar distintas personas gramaticales y distancias de puntos de vista, su protagonista contaría todo en el curso de un día, escribiría, hablaría, recordaría, grabaría o escucharía grabaciones, la narración podría retroceder dos o tres días, e ir hacia delante también tres o cuatro días, pero entonces jugando con tesis y posibilidades, porque esos días, un lunes un martes un miércoles y un jueves aún no habrían transcurrido, y en ellos podrían suceder muchas cosas, empezó a privilegiar un tiempo mental en demérito de un tiempo cronológico, a cuestionar su prosa que de pronto parecía periodística. necesitaba una máquina propia y Vicente Leñero le prestó 3,500 pesos para que pudiera comprarla, una Olivetti 82, verde olivo, enorme, de oficina, porque Leñero lo había convencido que los escritores destrozaban las máquinas portátiles, y escribían desde luego más horas que las secretarias, aún las más eficientes, el joven que quería ser novelista se refugiaba en el tecleo, si no avanzaba en su texto improvisaba cartas, finalmente a mediados de 1962 terminó el manuscrito, hizo cinco copias, las encuadernó y se las llevó a diferentes amigos, a Joaquín Díez-Canedo para su edición, Vicente Leñero se entusiasmó casi lo mismo que Otaola, Vicente había empezado a escribir Estudio Q, Jorge Ayala Blanco se interesó de inmediato en hacer esa novela aún inédita en cine y escribieron un guión, pero la editorial tenía otros compromisos y dio prioridad a otros libros, pasó un año y como la novela no salía retiró su manuscrito, impoluto, aún virgen, pensaba archivarlo, guardarlo, le parecía inocente, improvisado, mal hecho, “varias veces lo expulsaron de las iglesias porque se reía y de los prostíbulos porque pretendía rezar”, ¿quién citaría a quién?, ¿quién le había dicho eso?, nunca recordaba, le dio a leer su libro inédito a Mario Froylán López Nárvaez y recibió reparos insuperables, volvió a mecanografiarlo, cambió el orden de los capítulos, inventó sangrados y cursivas y se lo dio a leer a Henrique González Casanova que le habló con entusiasmo de las primeras 10 páginas, verdaderos hallazgos, pero luego le dijo que guardara su novela en el último cajón de su escritorio, y que dentro de diez años la volviera a mirar, y que ya vería entonces cómo le agradecería ese consejo, pero todo eso en vez de desanimarlo lo armó de valor y acabó volviéndo a entregar el manuscrito en la editorial Mortiz, Leñero había acabado su nueva novela y ambas saldrían juntas, pero salió Estudio Q, y Joaquín le dijo que Gazapo saldría en octubre, y en octubre que saldría en noviembre, hasta que total salió el 15 de diciembre de 1965, y nadie se dio cuenta, los taxis seguían pasando y el mundo giraba, él había dejado de ser un escritor sin libro publicado y no podía demostrárselo sino a sus amigos más cercanos,
¿Cuándo asumió formalmente su vocación de escritor?
En el suplemento semanal México en la Cultura tenía una columna de libros, pero las notas no podían pasar de seis líneas de 65 golpes, y cuando el libro era Bajo el volcán, o Esta casa en llamas, o Entrada falsa, o El tercer libro sobre Ajim, era irritante, quería numerar por ejemplo las alusiones literarias que subrayó en Tiempo de silencio, desde el Vatsyayana, y el auparishtaka, hasta las tres parcas y otra decena de alusiones a la literatura grecolatina, la Biblia, la literatura popular, la literatura occidental moderna, de Joyce a Hemingway, de Eugenia Grandet a Un asunto tenebroso, literatura española, pensadores, de Freud y Nietzsche a Sartre y Ortega, sin hablar de otras alusiones históricas y culturales, como el Café Gijón o las corridas de toros, y eso sin hablar aún de la estructura, de los personajes, del carácter iniciático de la novela, y no podía rebasar ni los seis renglones ni los 65 golpes de máquina, en esa época Roland Barthes había publicado su autobiografía, Roland Barthes par Roland Barthes, pero en ella el propio Barthes se veía como si fuera un personaje de ficción, no contaba hechos, interpretaba, y el joven novelista entendió que ese era el problema de la autobiografía, que lo único que quedaba de la vida eran las interpretaciones, ¿escribir sería volverse legible para todos y para uno mismo, indescifrable?, le torturaba la idea de que la Historia con mayúscula no existía, sólo historias, con hache minúscula, “todo era ficción” como lo demostraba Borges en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius porque todo era texto, sin relación alguna con la realidad externa, se hallaba en una especie de entropía lingüística, en una como crisis del universo lingüístico, donde el silencio se extendía del mismo modo que los desiertos al norte de México, si la novela había muerto la novela seguía viva como antinovela, metanovela, nueva novela, novela-novela, y nadie se arriesgaba a describir las diferencias, en el hormiguero, decía Octavio Paz se anulan las diferencias, en la cama también como lo sabía por cuenta propia, entonces aparecieron las autobiografías de los antinovelistas franceses, aquellos que habían enterrado cuidadosamente el “yo” humanista y “todos los demás conceptos anticuados”, las memorias de Nathalie Sarraute eran un diálogo entre dos voces no subjetivizadas, en cuyo espacio intermedio el “yo” biográfico intentaba hablar, mientras las ego-novelas escandalosas de Philippe Sollers eran una apuesta para ayudar a avanzar lo literario, una persona real era diez veces más interesante y subversiva que una persona de ficción, la novela se estancaba debido a la timidez de sus autores, la pornografía sólo era un hecho entre otros, las novelas lo disponían todo en el mismo nivel, esa era su función, su grandeza, su frialdad, su calor, su fuerza, debía mantenerlo todo unido, los contrastes y los antagonismos más evidentes, más incompatibles, elipsis por todas partes, lo que carecía de sentido adquiriría sentido, el mensaje de las novelas para sus lectores era siempre el mismo, las cosas eran siempre mucho más complicadas de lo que lo que creían, Woody Allen acababa de decir que el artista tenía que decepcionar a su público, pues en caso contrario, lo que produjera no sería interesante desde el punto de vista artístico, las novelas eran siempre inventario de las cenizas, recuentos del fracaso, su personaje principal era sin duda un protagonista pero totalmente opuesto a los protagonistas convencionales de novela, no hacía nada y quería saberlo todo y reflexionar sobre todo ello, un ser humano irresponsable sin ninguna autoridad sobre sí mismo, de modo que atraviesa la vida y el mundo sin resultar privilegiado, nunca toma iniciativas, siempre se rige por los accidentes, circunstancias y posibilidades reales, no busca nada y no huye de nada, sino que camina a través de puertas abiertas, es un joven que vive la historia mirando y observando en lugar de actuando, como el personaje de Musil en El hombre sin atributos, la característica fundamental de la cultura contemporánea sería la ausencia de acción, en eso apareció un libro de Butor titulado 1,810,000 litros por segundo, y ahí se proclamaba que lo único que importaba era el lenguaje y la forma, todas las historias se habían contado antes, y lo único que quedaba era producir arabescos, ensamblajes de textos, borrones, desdibujos, collages, pero a pesar de esto se contaba una historia oculta o decenas de historias ténues, insuficientes, apenas esbozadas, desdibujadas, ya no podíamos dominar nuestras palabras, nunca podríamos, la lengua hablaba a través de nosotros y al final el lenguaje termina por devorar a quienes lo hablan, es el discurso actual, el que margina las grandes narrativas, el cristianismo, el marxismo, el freudismo en pro de las pequeñas narrativas, un Don Juan de verdad dice Kazimierz Brandys, habla con distintas voces que él mismo no domina porque son ellas las que hablan a través de él, pero también las novelas no nacían del hilo del hablar sino del callar, la literatura no podrá contener nunca la verdad, en el mejor de los casos mostraría solamente algunas partes de la verdad, como los ciegos del poema de Rumi que dan descripciones contradictorias del elefante según la parte del animal que cada uno había logrado palpar, una pata, una oreja o la trompa, pero a los autores se les empezó a prohibir el acceso al público, se trataba de estar fuera, expatriado, exiliado, el exilio será cada vez más como una condición del intelectual contemporáneo, vivimos en el siglo de los refugiados, Georg Luckacs afirmaba rotundamente que la novela era un exilio trascendental, ningún Ulises moderno encontraría su camino para regresar a Comala, James Joyce había elegido deliberadamente el exilio como forma de vida para mantener un antagonismo absoluto con lo conocido y familiar, la gran novela latinoamericana era también una literatura del exilio, para no hablar de Nabokov, de Joseph Conrad, de Samuel Beckett, o de las novelas del exilio republicano español, Otaola, Semprún, Sender, Gomís, ya de niño sentía esa alta tensión cuando se perdía en la ciudad de México como era debido, donde todo vibraba denso y repleto y lo empujaba a bocacalles sonámbulas, no, a una atención insistente, a una felicidad especial, embriagadora, secreta, toda densidad urbana que sobrepase la capacidad de captación, toda ciudad que merezca ese nombre, produce efectos exóticos, porque sólo esa palabra puede insinuar la vehemencia con que nos avasalla y nos arrastra a la deriva como efluvios de droga, la mirada siempre va a la zaga del choque que produce ser un extraño a la búsqueda de lo desconocido, se empieza a escribir en defensa propia, es un querer inscribirse, ¿o será el deseo de responder por escrito?, primero se escribe lo que se cree y después se cree en lo que está escrito, así cuajaron los evangelios de cada cultura, al principio se perdía la totalidad, el recogimiento, la confianza original, la inocencia, y entre las pérdidas estaba la propia integridad, en su lugar aparecían la reflexión y la introspección, que hacían madurar la confianza de estar aislado, un aislamiento hasta el desacuerdo y la soledad únicas, el joven desgarbado con todo y sus libros bajo el brazo se ha salido del mundo y ha ido a dar en lo extraño, allí todo se ha vuelto irreal, la pérdida de la realidad va unida al miedo de tornarse irreal uno mismo, con la amenaza del vacío, del horror a extinguirse y la parálisis del alma, hay que detener la realidad que se escabulle en la borboteante caldera del sentimiento y arrancarle sentidos a una red de pensamientos enredados sin remedio, y entonces comienza el trabajo del lenguaje, las primeras tentativas de escribir tienen el carácter de un ritual mágico de defensa, la escritura hace su aparición para cuidar de un interior que gime, ay, escribir como se traza un círculo, para que algo empiece y termine, para hacer nudos a lo largo de la cuerda, escribir esta noche, mañana y después de mañana, porque siempre hay palabras antes de las primeras y después de las últimas, el modelo fundamental sería estar de camino, hay que dar un gran salto y llegar a narraciones más personales, más verdaderas, a espaldas de tradiciones y costumbres, donde lo más importante será el roce que produce inflamaciones de lenguaje, jirones de lengua, imágenes, citas, quejas, llamados, gritos, un mosaico de singularidades, de ínsulas de lenguaje como jirones de realidad, para que halla algo donde poder hallarme, re-correr, dis-currir la realidad, lo corpóreo de lo que pasa cada día rescatarlo porque es una experiencia transcurrida en el frente, ¿la guerrilla interior?, exponerse y ponerse en acción, el proceso creador tiene su propia respiración, su propio ritmo, y sobre todo su nota existencial, se trata al final de lograr dominar siquiera fragmentariamente un tema, de asentar la lengua, pero también de una autocreación, aunque sea parcial, balbuceante, y ambas cosas paso a paso, pian pianito, sólo entonces se podría inventar una declaración de “estacionado”, de paso, y afirmar que era un escritor de ficciones autobiográficas que se detenía de paso, un escritor de la existencia, uno que chantajea a su existencia para sacarle experiencia lingüística, el acto creador, el furor visible sería parte integrante del tema, como pugna, como lucha, como conflagración, para él joven desgarbado y con libros se trataba de esencias, cuando estaba eufórico podía incluso decir que era como un surtidor de gasolina, alguien que tenía que manejar combustible figurado idealmente, cierta ira, cierto aliento, o más prosaicamente, suministro de oxígeno, el extrañamiento era su elemento, su asunto artístico, el extrañamiento no lo daba el nacimiento, al principio uno estaba escondido en el vientre, o en el paraíso, et in arcadia ego, no importaba, se trataba de la felicidad perdida, pensaba en la felicidad y veía a una mujer amable y disponible, tenía que cerrar un momento los ojos, después el destierro, las ciudades eran como las mujeres, seducción, embelezo, ataque, querer ser acogido, ojos nuevos, hechizo, abandono, lo desconocido, ¿vasallaje del amor?, furia creadora, para ser oído, luchar o correr, correr hacia la felicidad, responder por escrito, a la mitad del camino entre la repugnancia por la mentira y el anhelo imposible por la verdad, seguir firme, donde los mejores escritores antes que él se dieron por vencidos o fueron derrotados, seguir adelante, escribir-leer novelas porque son un refugio y un bálsamo, un martirio y una droga, una adicción y un escudo, un castigo y un premio, en cualquier caso un lujo que cada vez menos personas pueden permitirse, ay, de aquí cierta culpa, cierta amargura, cierto miedo, pero también escribía novelas porque escribía contra el Estado y el poder en sus infinitas formas de dominación, y porque de vez en cuando una buena novela era un golpe de Estado en el corazón del Estado, y desde luego escribía porque a pesar de todo tenía una fe ciega en la belleza, en la generosidad, en la solidaridad, en la comprensión, en la tolerancia, en la sonrisa, en la magia de existir sucumbiendo como el Calígula de Camus, que cada noche limpia de estío gritaba en silencio ¡quiero la Luna!, escribía porque el aire zumbaba de palabras, escribía porque había algo que hablaba en él o a través de él, escribir era tratar de ser el escritor que no se era, escribía para callarse uno, porque no sabía hablar, porque le faltaban las palabras, la máquina retórica del mundo le arrebataba el presente, la única vida verdadera en la que podrían realmente vivir, amar, gozar, tocar, y los obligaba a vivir siempre en el futuro, en la vida que no existía, vivían no para vivir, sino para haber ya vivido, para ya estar muertos, escribir significaba resistir esta carrera mortal, detenerse, demorarse, retroceder, deshacer, cumplir el trabajo nocturno de Penélope en su tela, escribir para escribir, no para haber ya escrito y publicado, si tuviera que hacer su acta de nacimiento literario diría que nació de Ramón López Velarde, de Lawrence Durrell, de Clarice Lispector, de James Joyce y Henry Miller, y que guiaron sus pasos Jorge Luis Borges, Joao Guimaraes Rosa, John Dos Passos y Octavio Paz, esto, creía, debía definirlo suficientemente, escribir como se ama, como si se acariciara, la vida tan precaria, nunca presencia de vida, sino su eterno ruego al prójimo para que viva mientras nosotros morimos,
¿Para resumir?
El extrañamiento, los amigos, las librerías, la ciudad, el erotismo, venturero de la lengua, miles de páginas manuscritas sin ninguna piedad, dieciséis novelas, algunas becas, algún premio, algunos amores, tribulaciones, desasosiegos, desdichas, carcajadas, algo así, más o menos...
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