Cuando
se hace cualquier revisión, no importa cuan suelta e informal, de la narrativa
moderna, es difícil no llegar a la conclusión de que la práctica moderna de
este arte es, de alguna manera, una mejora respecto a la anterior. Podría
decirse que, dadas sus herramientas sencillas y sus materiales primitivos,
Fielding se defendió bien y Jane Austen incluso mejor, pero ¡compárense sus
oportunidades con las nuestras! De cierto que sus obras maestras tienen un aire
de simplicidad extraño. Sin embargo la analogía entre la literatura y el
proceso de, por dar un ejemplo, fabricar un auto apenas se sostiene más allá de
un primer vistazo. Es de dudar que en el transcurso de los siglos, aunque
hayamos aprendido mucho sobre cómo fabricar máquinas, hayamos aprendido algo
sobre cómo hacer literatura. No escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que
hacemos es seguir moviéndonos, si ahora un poco en esa dirección, luego en esa
otra, pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo de la pista
desde una cima suficientemente elevada. Apenas merece decirse que ninguna
presunción tenemos, ni siquiera momentánea, de estar en ese punto de vista
ventajoso. En la parte llana, entre la multitud, cegados a medias por el polvo,
miramos hacia atrás y con envidia a esos guerreros más afortunados, cuya
batalla ha sido ganada ya y cuyos logros muestran un aire de realización
sereno, de modo tal que apenas podemos frenarnos de murmurar que la lucha no
fue tan dura para ellos como para nosotros. La decisión queda al historiador de
la literatura; a él corresponde informar sí nos encontramos al principio, al
final o en medio de un gran periodo de narrativa en prosa, porque desde la
llanura poco es visible. Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y
hostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértil y otras al
polvo y al desierto. Acaso valga la pena alguna exploración de esto último.
Así, nuestra disputa no es con los clásicos, y sí hablamos de
disputar con los señores Wells, Bennett y Galsworthy, en parte se debe al mero
hecho de que al existir ellos en carne y hueso, su obra tiene una imperfección
viva, cotidiana, activa que nos lleva a tomarnos con ella cualquier libertad
que nos plazca. Pero cierto es también que, mientras les agradecemos mil dones
que nos han dado, reservamos nuestra gratitud incondicional para Hardy, Conrad
y en grado mucho menor el Hudson de The
Purple Land (Tierra púrpura), Green Mansions (Mansiones verdes) y Par Away and Long Ago (Muy lejos y hace
mucho tiempo). Los señores Wells, Bennett y Galsworthy han despertado
tantas esperanzas y las han decepcionado con tanta persistencia, que nuestra
gratitud adopta mayormente como forma el agradecerles habernos mostrado lo que
pudieron haber hecho pero no hicieron; lo que ciertamente seríamos incapaces de
hacer pero, con igual certeza quizás, no deseamos hacer. Ninguna oración por sí
misma resumiría la acusación o la queja que fue necesario expresar
contra una masa de obras tan abundante en volumen y que representa tantas
cualidades, sean admirables o lo contrario. Si intentamos formular nuestro
sentir en una palabra única, diremos que estos tres escritores son materialistas.
A causa de que se interesan por el cuerpo y no por el espíritu, nos han
decepcionado, dejándonos con la sensación de que cuanto antes les dé la espalda
la narrativa inglesa, tan cortésmente como se quiera, y se encamine aunque sea
al desierto, mejor para su alma. Pero claro, ninguna palabra alcanza de golpe
el centro de tres blancos diferentes. En el caso del señor Wells, se aparta
notablemente del hito. Pero incluso en él muestra a nuestro pensamiento la
amalgama fatal de su genio, el enorme grumo de yeso que consiguió mezclarse con
la pureza de su inspiración. Pero tal vez el señor Bennett sea el peor culpable
de los tres, en tanto que es con mucho el mejor obrero. Puede fabricar un
libro tan bien construido y tan sólido en su artesanía, que es difícil incluso
al más exigente de los críticos deducir por qué rajadura o grieta puede filtrarse
la decadencia. No pasa ni la menor corriente de aire por los marcos de las
ventanas, ni hay la menor fractura en las duelas. Sin embargo ¿qué si la vida
se rehusa a vivir aquí? Es un riesgo que bien pueden presumir de haber
superado el creador de The Old Wives'
Tale (Cuento de viejas), George Cannon, Edwin Clayhanger y multitud de
otras figuras; Sus personajes tienen vida en abundancia e, incluso, inesperada,
pero queda por preguntar ¿cómo viven y para qué viven? Termina pareciéndonos
cada vez más, incluso cuando desertan de la bien construida villa de Five
Towns, que pasan su tiempo en algún vagón de ferrocarril de primera clase y
suavemente acojinado, pulsando innumerables campanillas y botones; y el destino
hacia el cual viajan de modo tan lujoso se vuelve, cada vez menos
indudablemente, una eternidad de bienaventuranza pasada en el mejor de los
hoteles de Brighton. Difícilmente puede afirmarse del señor Wells que sea un
materialista en el sentido de que se deleita en exceso en la solidez de su
fábrica. Es de mente demasiado generosa en compasiones para permitirse dedicar
mucho tiempo a dejar las cosas en perfecto orden y substanciales. Es materialista
dada la mera bondad de su corazón, que lo hace echarse a las espaldas el
trabajo que debieron cumplir los funcionarios gubernamentales; en medio de la
plétora de sus ideas y de sus hechos, apenas tiene un respiro para darse cuenta
de, o ha olvidado considerar que tiene importancia, la crudeza y la tosquedad
de sus seres humanos. Y aún así, ¿qué crítica más dañina puede haber a su
tierra y a su cielo que el que deban ser habitados ahora y en el futuro por
sus Joans y sus Peters? La inferioridad de sus naturalezas ¿no empaña cualquier
institución e ideal que la generosidad de su creador les haya proporcionado?
Tampoco, por profundo que sea nuestro respeto por la integridad y el humanismo
del señor Galsworthy, encontraremos en sus páginas lo que buscamos.
Entonces, si pegamos una etiqueta en todos esos libros, en la cual
esté la palabra única materialistas, queremos decir con ello que escriben de
cosas sin importancia; que emplean una habilidad y una laboriosidad
inmensas haciendo que lo trivial y lo transitorio parezcan lo real y lo
perdurable.
Hemos de admitir que estamos siendo exigentes y, además, que nos
resulta difícil justificar nuestro descontento explicando qué es lo que
exigimos. Planteamos la cuestión de modo diferente en distintos momentos. Pero
reaparece del modo más persistente cuando nos apartamos de la novela concluida
en la cresta de un suspiro: ¿Vale la pena? ¿Cuál es su propósito? ¿Sucede
acaso que, debido a una de esas desviaciones menores que el espíritu humano
sufre de vez en cuando, el señor Bennett aplicó su magnífico aparato de captar
vida, cinco o diez centímetros fuera de foco? La vida escapa y, tal vez, sin
vida nada vale la pena. Tener que recurrir a una imagen como ésta es una
confesión de vaguedad, pero difícilmente mejoramos la situación hablando, como
son proclives a hacer los críticos, de realidad. Tras admitir la vaguedad que
aflige a toda crítica de novelas, arriesguemos la opinión de que para nosotros,
en este momento, la forma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo que
asegura el objeto que buscamos. Lo llamemos vida o espíritu, verdad o
realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado o avanzado y se rehúsa a
verse contenido en las vestimentas mal cortadas que le proporcionamos. No
obstante, con perseverancia, conscientemente, seguimos construyendo nuestros
treinta y dos capítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más en
parecerse a la visión que tenemos en la mente. Demasiada de esa enorme labor de
explorar la solidez, la imitación de vida, de la historia es no sólo trabajo
desperdiciado sino mal colocado, al grado de que oscurece y hace borrosa la
luz de la concepción. El escritor no parece constreñido por su propio libre
albedrío, sino por algún tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene en
servidumbre para que proporcione una trama, para que aporte comedia, tragedia,
amor, interés y un cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo de modo
tan impecable que si todas las figuras adquirieran vida, se encontrarían
vestidas hasta el detalle último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano,
se fabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y más a menudo según
pasa el tiempo, sospechamos que hay una duda momentánea, un espasmo de
rebelión, según se van llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así la vida?
¿Deben ser así las novelas?
Mírese al interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser
"así". Examínese por un momento una mente ordinaria en un día
ordinario. Esa mente recibe miríadas de impresiones: triviales, fantásticas,
evanescentes o grabadas con el filo del acero. Esas miríadas vienen de todos
sitios, una lluvia incesante de átomos innumerables; y según descienden, según
se transforman en la vida del lunes o del martes, el acento cae en un lugar
diferente al del viejo estilo; el momento importante no viene aquí sino allí;
de modo que si un escritor fuera libre y no esclavo, si pudiera escribir de
acuerdo con sus elecciones y no sus obligaciones, si pudiera basar su trabajo
sobre sus sentimientos y no las convenciones, no habría trama, ni
comedia, ni tragedia, ni intereses amorosos o catástrofes al estilo aceptado
y, tal vez, ni un sólo botón cosido al modo que quisieran los sastres de Bond
Street. La vida no es una serie de farolas ordenadas simétricamente, sino un
halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el inicio de
nuestra conciencia hasta su final. ¿No es tarea del novelista transmitir este
espíritu variado, desconocido y sin circunscribir, no importa qué aberraciones
o complejidades manifieste, con tan poca mezcla de lo ajeno y lo externo como
sea posible? No estamos solicitando tan sólo valor y sinceridad, sino sugiriendo
que la materia adecuada de la narrativa es un tanto diferente a lo que quiere
hacernos creer la costumbre. En cualquier caso, es de alguna manera parecida a
ésta que buscamos definir la cualidad que distingue a la obra de varios
escritores jóvenes, el señor James Joyce el más notable entre ellos, de aquella
de sus predecesores. Intentan acercarse más a la vida, preservar con mayor
sinceridad y exactitud lo que les interesa y conmueve, incluso si para lograrlo
hayan de descartar la mayoría de las convenciones que suele observar el
novelista. Registremos los átomos según caen sobre la mente en el orden en el
cual caen, establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado e incoherente
en apariencia, que cada visión o incidente imprima en la conciencia. No demos
por sentado que la vida existe con mayor plenitud en aquello comúnmente pensado
grande que en lo comúnmente pensado pequeño. Cualquiera que haya leído Portrait of the Artist as a Young Man
(Retrato del artista adolescente) o lo que
promete ser una obra mucho más interesante, el Ulysses (Ulises), que en este momento aparece en la Little Review, arriesgará una teoría de
tal naturaleza respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte, con
sólo un fragmento así frente nosotros, antes lo suponemos que lo afirmamos.
Pero no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que muestra una
sinceridad máxima y que el resultado, por difícil o desagradable que lo
juzguemos, es innegablemente importante. En contraste con quienes hemos
llamado materialistas, el señor Joyce es espiritual; se preocupa a cualquier
precio por revelar los titubeos de esa llama interna que destella sus mensajes
a través del cerebro, y para conservarla hace de lado con valor absoluto todo
aquello que parezca adventicio, se trate de la probabilidad, de la coherencia
o de cualquier otra señal caminera que por generaciones haya servido para dar
apoyo a la imaginación del lector, cuando se le pide que imagine lo que le es
imposible tocar o ver. La escena en el cementerio, por ejemplo, con su
brillantez, su sordidez, su incoherencia, sus relámpagos súbitos de
significado, sin duda se aproxima tanto a las honduras de la mente que, al
menos en una primera lectura, es difícil no suponer una obra maestra. Si lo que
deseamos es la vida misma, aquí la tenemos sin duda. De hecho, nos encontramos
andando a tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir qué más
deseamos, y por qué razón una obra así de original no se compara, pues debemos
ir a ejemplos elevados, con Youth
(Juventud) o The Mayor of' Casterbridge (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la pobreza relativa de la mente del
escritor, pudiéramos conformarnos con decir para acabar con el asunto. Pero
cabe el presionar un poco más y preguntarse
si no nos estamos refiriendo a nuestra sensación de estar en una habitación
brillante pero estrecha, confinados y ahogados,
antes que enriquecidos y liberados; a
cierta limitación impuesta por el método a la vez que con la mente. ¿Será el
método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que no nos sentimos
joviales ni magnánimos y sí centrados
en un yo que, a pesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea
lo que está fuera de él y a la distancia? El subrayado puesto, acaso
didácticamente, a la indecencia ¿contribuye a dar el efecto de algo, angular y
aislado? ¿Se tratará simplemente de que ante cualquier esfuerzo así de original
sea más fácil, sobre todo a los contemporáneos, percibir lo que falta y no
precisar lo que ofrece? En cualquier caso, es un error mantenerse fuera
examinando "métodos". Cualquier método sirve, sirve cualquier método
que exprese lo que deseemos expresar sí somos escritores, que nos acerque más
a la intención del escritor si somos lectores. Este método tiene el mérito de
acercarnos más a lo que estamos dispuestos a llamar la vida misma. ¿No sugirió
la lectura de Ulysses cuánto de la
vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacudimiento al abrir
el Tristram Shandy y el Pendennis y vernos convencidos no sólo
de que hay otros aspectos de la vida, sino que encima de todo son más importantes?
Sea como fuere, el problema al que hoy día se enfrenta el
novelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es ingeniar medios para ser
libre de asentar lo que elija. Debe tener el valor de decir que su interés no
está ya en "esto" sino en "aquello", y sólo de ese
"aquello" debe construir su obra. Es muy probable que para los
modernos "aquello", el punto de interés, se encuentre en las partes
oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto
un tanto diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de
inmediato es necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por nosotros,
incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadie
sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chéjov transformó
en el cuento llamado "Gusev". Algunos soldados rusos yacen enfermos,
a bordo de un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos
fragmentos de su charla y algunos de sus pensamientos; la plática continúa
entre los otros por un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido "a una
zanahoria o un rábano", es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares
tan inesperados, que de principio se diría que no hubiera ningún subrayado;
pero entonces, según los ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a
discernir las formas de los objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la
historia, con cuánta profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha
elegido Chéjov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan
algo nuevo. Es imposible decir "esto es cómico" o "esto es
trágico", y
tampoco estamos ciertos, pues se nos ha enseñado que
los cuentos deben ser breves y concluyentes, si esto, vago e inconcluyente,
debe ser llamado un cuento.
Los
comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa moderna difícilmente
pueden evitar el hacer alguna mención de la influencia rusa, y si se menciona
a los rusos se corre el riesgo de pensar que es una pérdida de tiempo escribir
sobre cualquier narrativa que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y
el corazón ¿dónde más conseguirlo con profundidad comparable? Si estamos
hartos de nuestro propio materialismo, el menos destacable de sus novelistas
tiene, por derecho de nacimiento, una reverencia natural por el espíritu
humano. "Aprende a convertirte en el igual de la gente... Pero que esta
simpatía no sea aquella de la mente -pues con la mente es fácil- sino aquella
del corazón, con amor hacia ella." En todo gran escritor ruso parecemos
discernir los rasgos de un santo, si es que constituye santidad la simpatía por
el sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el empeño por alcanzar alguna
meta digna de las demandas más exigentes del espíritu. Es el santo que habita
en ellos lo que nos deja confundidos con la sensación de nuestra propia
irreligiosidad trivial, transformando a tantas de nuestras novelas famosas en
faramalla y trucos. Las conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora
y compasiva como es, son inevitables tal vez en toda tristeza extrema. De
hecho, sería más exacto hablar de que la mente rusa está inconclusa. Es la
sensación de que no hay respuesta, que si se examina con honestidad la vida,
ésta presenta una pregunta tras otra, a las que debe permitirse que resuenen
una y otra vez ya concluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, que
nos llena con una desesperación profunda y a fin de cuentas resentida. Tal vez
tengan razón; incuestionablemente, ven más lejos que nosotros y sin nuestros
crudos impedimentos de visión. Pero quizá yernos algo que a ellos se les
escapa, pues sino ¿por qué habría de mezclarse a nuestra melancolía esa voz de
protesta? Esa voz de protesta es aquella de una civilización distinta y
antigua, que parece haber insuflado en nosotros el instinto de gozar y luchar
antes qué el de sufrir y comprender. La narrativa inglesa, desde Sterne a
Meredith, es testimonio de nuestro deleite natural en el buen humor y la
comedia, en la belleza de la tierra, en las actividades del intelecto y en el
esplendor del cuerpo. Pero cualesquiera deducciones que extraigamos de
comparar dos narrativas tan inconmensurablemente apartadas son fútiles,
excepto en cuanto nos imbuyan con la visión de las posibilidades infinitas del
arte y nos recuerden que el horizonte no tiene límites, y que nada -ningún
"método", ningún experimento, incluso los más desbocados- está
prohibido como sí lo están la falsedad y la simulación. No existe
"material adecuado para la narrativa", pues todo es material adecuado
para la narrativa, todo sentimiento, todo pensamiento; toda cualidad del
cerebro y del espíritu de la que se eche mano; ninguna percepción está fuera
de lugar. Y si podemos imaginar al arte de la narrativa adquirir vida y ponerse
de pie en nuestro medio, sin duda nos pediría que lo rompiéramos y lo
hostigáramos, así como que lo honráramos y lo amáramos, porque de esa manera se
renueva su juventud y se asegura su
soberanía.
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