LA mejor metáfora que conozco de la condición de
escritor de narrativa se encuentra en Mao II, donde Don DeLillo
representa un libro en proceso de escritura como un niño repulsivamente deforme
que sigue al escritor a todas partes, yéndole eternamente detrás a cuatro patas
(es decir, reptando por el suelo de los restaurantes donde el escritor está
intentando comer, apareciendo a primera hora de la mañana a los pies de su
cama, etcétera), repulsivamente defectuoso, hidrocefálico y sin nariz y con
aletas en vez de brazos e incontinente y retrasado y babeando líquido
cerebroespinal por la boca mientras lloriquea y gorgotea y llama al escritor,
pidiéndole amor, pidiéndole eso que su misma repulsividad le garantiza que va a
obtener: la atención total del escritor.
El tropo de la criatura deforme es perfecto porque capta
la mezcla de repulsión y de amor que todo escritor de narrativa siente hacia la
obra en la que está trabajando. La narración siempre nace horrorosamente
defectuosa, siempre constituye una traición repugnante a todas las esperanzas
que habías puesto en ella... una caricatura cruel y repelente de la perfección
de su concepción... sí, a ver si lo entiendes: es grotesca por imperfecta,
y sí, es tuya, esa criatura, eres tú, y tú la quieres y la meces en tu
regazo y le limpias el fluido cerebroespinal de la barbilla caída con el puño
de la única camisa limpia que te queda porque llevas tres semanas sin lavar
ropa puesto que por fin parece que cierto capítulo o personaje está a punto de
acabar de dibujarse y funcionar y a ti te aterra dedicar tiempo a cualquier
cosa que no sea trabajar en él porque si apartas la vista ni aunque sea un
segundo lo perderás todo, condenando a la criatura a la repugnancia continuada.
Y sucede que tú amas al niño deforme y te compadeces de él y lo cuidas, pero
también lo odias -lo odias- porque es deforme y repelente, porque algo
grotesco le sucedió durante el parto de la cabeza a la página; lo odias porque
su deformidad es tu deformidad (puesto que si fueras mejor escritor de
narrativa tu criatura, por supuesto, se parecería a esos bebés de los catálogos
de venta de ropa para bebés, perfectos y rosados y cerebroespinalmente
continentes) y cada una de sus respiraciones repugnantes e incontinentes es una
acusación devastadora dirigida a ti, a todos los niveles... de manera
que lo quieres ver muerto, por mucho que lo adores y lo quieras y lo limpies y
lo mezas y a veces hasta le apliques la reanimación cardiopulmonar cuando
parece que su propia condición grotesca le ha obstruido la respiración y corre
riesgo de morirse.
Todo esto es muy sucio y triste, sí, pero al mismo tiempo
es tierno y conmovedor y noble y mola -es una relación genuina, por
decirlo así-, e incluso en lo peor de su repugnancia el niño deforme consigue
conmoverte y despertar cosas en ti que tú sospechas que se cuentan entre las
mejores que tienes dentro: cosas maternales y oscuras. Tú quieres mucho a tu
criatura. Y quieres que lo amen también los demás, cuando por fin llegue el
momento de que el niño deforme salga y haga frente al mundo.
De manera que ocupas una posición algo incierta: amas a
la criatura y quieres que la amen los demás, pero eso quiere decir que confías
en que los demás no la vean de forma correcta. Es algo así como que
quieres engañar a la gente: quieres que vean como perfecto lo que tú en tu
corazón sabes que es una traición de toda perfección.
Mejor dicho, no es que quieras engañar a esa gente; lo
que quieres es que esa gente vea y ame a un bebé de anuncio, encantador,
milagroso y perfecto, y que tengan razón, que estén en lo cierto
en lo que ven y sienten. Quieres ser tú el que se equivoca terriblemente:
quieres que la repugnancia del niño deforme resulte no ser nada más que una
extraña alucinación engañosa que has tenido. Pero eso significaría que estás
loco: que en realidad esas deformidades repulsivas que has visto, que te han
perseguido y te han hecho encogerte de asco no existen (o por lo menos otros te
convencen de eso).
Lo cual quiere decir que te falta más de un tornillo y
más de dos, está claro. Y lo que es peor: también significaría que ves y
desprecias la repugnancia de algo que tú has hecho (y amas), en tu
propio vástago, que en cierta forma eres tú. Y esta última esperanza
preferible representaría algo mucho peor que el mero hecho de ser un mal padre;
sería una modalidad terrible de asalto a ti mismo, prácticamente una tortura
que te infligirías a ti mismo. Y sin embargo, sigue siendo lo que más quieres:
equivocarte de forma garrafal, demente y suicida.
Pese a todo, es muy divertido. No me malinterpreten. En
cuanto a la naturaleza de esa diversión, no puedo dejar de recordar una pequeña
y extraña historia que oí en catequesis cuando yo era más o menos del tamaño de
una boca de incendios. Tiene lugar en China o en Corea o en algún sitio por el
estilo. Parece ser que había una vez un viejo granjero en las afueras de una
aldea de las colinas que trabajaba en su granja con la única ayuda de su hijo y
su amado caballo. Un día el caballo, que no solo era muy querido, sino que
también resultaba vital para el fatigoso trabajo de la granja, abrió la
cerradura de su cuadra o lo que fuera y se escapó a las colinas. Todos los
amigos del viejo granjero lo visitaron para lamentarse de que hubiera tenido
tan mala suerte. El granjero se limitó a encogerse de hombros y a decir: «Mala
suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de un par de días el amado
caballo regresó de las colinas en compañía de toda una valiosísima manada de caballos
salvajes, y todos los amigos del granjero acudieron a felicitarlo por la buena
suerte en que se había convertido el hecho de que se le escapara el caballo.
«Buena suerte o mala suerte, ¿quién lo sabe?», fue lo único que les dijo a modo
de respuesta el granjero, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pienso, el
granjero me suena un poco yiddish para ser un viejo granjero chino, pero es así
como yo lo recuerdo. De manera que el granjero y su hijo se pusieron a domar a
los caballos salvajes, y uno de los caballos se encabritó y descabalgó al hijo
con tanta brutalidad que el hijo se rompió una pierna. Y pronto llegaron otra
vez los amigos a compadecerse del granjero y maldecir la mala suerte que le
habían traído aquellos malditos caballos salvajes a su granja. El viejo
granjero se volvió a encoger de hombros y dijo: «Mala suerte o buena suerte,
¿quién lo sabe?». Al cabo de unos días el Ejército Imperial sino-coreano o
quien fuera que entró desfilando en la aldea, reclutando a la fuerza a todo
hombre físicamente apto de entre diez y sesenta años para convertirlo en carne
de cañón en algún conflicto repulsivamente sanguinario que al parecer se estaba
cociendo, vio la pierna rota del hijo y lo dejó en paz por no cumplir con los
criterios de aptitud física feudal, de manera que en lugar de ser llevado a la
fuerza el hijo pudo quedarse en la granja con el viejo granjero. ¿Buena suerte?
¿Mala suerte?
Esta es la clase de esperanza alegórica a la que te
aferras desesperadamente cuando te planteas la cuestión de la diversión como
escritor. Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo
está orientado a divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes
prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y
tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo
que no te gustan. Y funciona, y es muy divertido. Luego, si tienes buena suerte
y parece que a la gente le gusta lo que escribes, y encima te pagan por ello, y
consigues ver tus cosas impresas de forma profesional y encuadernadas y
acompañadas de frases promocionales de otros autores y reseñadas y hasta (en
una ocasión) leídas en el metro por la mañana por una chica guapa a la que ni
siquiera conoces, todavía parece que la cosa sea más divertida. Al
principio. Luego las cosas empiezan a complicarse y a volverse confusas, y
hasta a dar miedo. Ahora tienes la sensación de que estás escribiendo para otra
gente, o por lo menos en eso confías. Ya no estás escribiendo únicamente para
excitarte a ti mismo, lo cual -puesto que toda masturbación es solitaria y
vacía- probablemente esté bien. Pero ¿qué reemplaza a la motivación onanista?
Has descubierto que disfrutas mucho del hecho de que a la gente le guste tu
escritura, y también descubres que tienes muchas ganas de que a la gente le
gusten las cosas nuevas que escribes. La motivación de la pura diversión
personal empieza a ser suplantada por la motivación de gustar, de que haya
gente guapa a la que no conoces que te aprecie y te admire y te considere buen
escritor. El onanismo da paso al intento de seducción, como motivación. Ahora
bien, el intento de seducción resulta muy trabajoso, y su diversión se ve
compensada por un miedo terrible al rechazo. Sea lo que sea el «ego», tu ego
acaba de entrar en juego. O tal vez «vanidad» sea una palabra mejor. Porque te
das cuenta de que gran parte de tu escritura se ha convertido en puro
exhibicionismo, en intentar que la gente te considere bueno. Y es comprensible.
Ahora estás poniendo mucho de ti mismo en juego, cuando escribes; y también
está en juego tu vanidad. Descubres algo peliagudo que tiene la escritura de
narrativa: que para ser capaz de escribirla es necesaria cierta cantidad de
vanidad, pero que cualquier cantidad de vanidad por encima de la estrictamente
necesaria resulta letal. Llegado este punto, más del noventa por ciento de las
cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad
abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de
mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad
artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no
gustes. Llegado este punto de la evolución de la diversión del escritor, la
misma cosa que siempre te ha motivado para escribir ahora te está motivando
también para tirar lo que escribes a la papelera. Se trata de una paradoja y de
una especie de dilema irresoluble, que puede provocar que te pases encerrado en
ti mismo meses o incluso años, durante los cuales te dedicas a lamentarte y
rechinar los dientes y quejarte de tu mala suerte y preguntarte con amargura
adónde se puede haber ido toda la diversión de la escritura.
La respuesta inteligente, creo yo, es que escapar de ese
dilema pasa por conseguir regresar lentamente a tu motivación original: la
diversión. Y si consigues volver a la diversión, descubrirás que a fin de
cuentas el repulsivamente desgraciado dilema irresoluble que experimentaste
durante tu periodo de vanidad te ha traído buena suerte. Porque la diversión a
la que regresas ahora ha sido transfigurada por lo desagradable de la vanidad y
el miedo, que ahora tienes tantas ansias de evitar que la diversión que
redescubres pertenece a una modalidad mucho más plena y generosa. Tiene algo
que ver con el concepto del Trabajo Como Juego. O bien con el descubrimiento de
que la diversión disciplinada es mucho más divertida que la diversión impulsiva
o hedonista. O bien con darte cuenta de que no todas las paradojas tienen que
ser paralizantes. Bajo la nueva administración de la diversión, escribir
narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas
mismas cosas que no querías ni ver ni que nadie más viera, y resulta
(paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los
escritores y lectores comparten y sienten, y a las que reaccionan. La narrativa
se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad
en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a ti mismo de
una forma que supones que hará que le gustes al máximo número de personas. Se
trata de un proceso complicado, que confunde y da miedo, y también muy
trabajoso, pero que resulta ser la mejor diversión que existe.
El hecho de que ahora puedas mantener la diversión de la
escritura justamente por medio de hacer frente a las mismas partes no
divertidas de ti mismo que antes habías intentando evitar o camuflar por medio
de la escritura ya no constituye ninguna clase de paradoja. Se trata, en
cambio, de una especie de milagro, y, comparada con él, la recompensa del
afecto de los desconocidos no es más que polvo o pelusa.
1998
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