Todas las cualidades que
hacen de un escritor determinado valioso o admirable pueden situarse en la
singularidad de su voz.
Pero esta singularidad,
que se cultiva en privado y es el resultado de un largo aprendizaje en la
reflexión y la soledad, es puesta a prueba sin cesar por el papel social que
los escritores sienten que están llamados a desempeñar.
No pongo en duda el
derecho del escritor a participar en el debate sobre asuntos públicos, a hacer
causa común y ejercer la solidaridad con otros que le sean afines.
Tampoco arguyo que tal actividad
arranque al escritor de ese espacio interior recluido, excéntrico donde la
literatura se produce. Así ocurre con casi todas las otras actividades que
constituyen la vida.
Pero una cosa es
ofrecerse, movido por los imperativos de la conciencia o el interés, a
participar, incitado, en el debate y en la acción públicas. Otra es producir
opiniones –citas moralizantes– por encargo.
No: he estado allí, he
hecho aquello. Si no: por esto, contra aquello.
Pero un escritor no debe
ser una máquina de opiniones. Como lo formuló un poeta negro de mi país, cuando
algunos compatriotas afroamericanos le reprocharon que no escribiera poemas
sobre las humillaciones del racismo: “Un escritor no es una máquina de discos”.
La primera tarea de un
escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad... Y negarse a ser
cómplice de mentiras e información errónea. La literatura es la casa del matiz
y de la indocilidad a las voces de la simplificación. La tarea del escritor es
que sea más difícil creer a los saqueadores mentales. La tarea del escritor es
hacernos ver el mundo tal cual, lleno de muchas reivindicaciones diferentes y
papeles y vivencias.
Es la tarea del escritor
representar las realidades: las realidades abyectas y las realidades del
éxtasis. La esencia de la sabiduría que suministra la literatura (la pluralidad
de la realización literaria) es ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra,
algo más siempre está sucediendo.
Estoy obsesionada con
ese “algo más”.
Estoy obsesionada con el
conflicto de los derechos y de los valores que aprecio. Por ejemplo, que –a
veces– decir la verdad no promueve la justicia. Que –a veces– la promoción de
la justicia puede suponer la supresión de una buena parte de la verdad.
Muchos de los escritores
más notables del siglo XX, en su actividad de voces públicas, fueron cómplices
en la ocultación de la verdad para promover lo que consideraban (y eran, en
muchos casos) causas justas.
Me parece que si tengo que elegir entre la verdad y
la justicia –por supuesto, no quiero elegir– elijo la verdad.
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