Para Ednodio Quintero
Recibí una invitación para asistir a la Bienal de
Narradores de Mérida, Venezuela, donde cada uno de los participantes debería
exponer su propio concepto de Ars Poética. Viví en el terror durante semanas.
¿Qué podía decir al respecto? A lo más que podría llegar, sospechaba, sería a
bosquejar un Ars Combinatoria; más modestamente, a enumerar ciertos temas y
circunstancias que de alguna manera definen mi escritura.
El bagaje teórico ha sido a lo largo de mi vida
lamentablemente parco. Sólo a edad avanzada, durante una estancia en Moscú, me
acerqué a la obra de los formalistas rusos y de sus discípulos. Conocí a Víctor
Sklovski, me invitó a su estudio y lo oí hablar durante toda una mañana. ¡Quedé
deslumbrado! No lograba explicarme cómo había podido prescindir hasta entonces de
aquel mundo cargado de incitaciones luminosas. Me propuse estudiar, tan pronto
como terminara con los rusos, los aspectos fundamentales de la lingüística, las
distintas teorías sobre la forma, asomarme a la Escuela de Praga, llegar al
estructuralismo, a la semiótica, a las nuevas corrientes, a Genette, a Greimas,
a Iuri Lotman y la Escuela de Tartú. La verdad, ni siquiera llegué a mayores en
el estudio del formalismo ruso. Leí, eso sí, con indecible placer, los tres
volúmenes que Boris Eijenbaum dedicó a la obra de León Tolstoi, el libro de
Tynianov sobre el joven Puschkin, la Teoría de la prosa, de Sklovski, ya que
también su teoría literaria se apoyaba en obras concretas: las de Boccaccio,
Cervantes, Sterne, Dickens y Biely. El placer se volvió aún más intenso al
llegar a Bajtín y leer sus estudios sobre Rabelais y Dostoievski. Cuando traté
de asomarme a los textos especializados, los llamados "científicos",
me sentí perdido. Me confundía a cada momento, desconocía el vocabulario. No
sin remordimiento los fui paulatinamente abandonando. De cuando en cuando me
aflige esta abulia y sueño en un futuro que me permita estar en condiciones de
volverme docto. Ayuno hasta del conocimiento de la retórica clásica, ¿cómo
podía atreverme a discurrir sobre un Ars Poética?
En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y
devotamente la obra de Alfonso Reyes que incluye varios títulos de teoría
literaria: El deslinde, La experiencia literaria, Al yunque. Los leía, me
imagino, por el puro amor a su idioma, por la insospechada música que
encontraba en ellos, por la gracia que, de repente, aligeraba la exposición de
un tema necesariamente grave. Borges, en un poema en memoria del escritor
mexicano, afirma:
En los trabajos lo asistió la humana
Esperanza y fue lumbre de su vida
Dar con el verso que ya no se olvida
Y renovar la prosa castellana.
Era tal su discreción, que muchos aun ahora no acaban de
enterarse de esa hazaña portentosa, la de transformar, renovándola, nuestra
lengua. Releo sus ensayos y más me asombra la juventud de esa prosa que no se
parece a ninguna otra. Cardoza y Aragón sostiene que nadie que no haya leído a
Reyes podrá afirmar que lo ha leído.
Debo a nuestro gran polígrafo y a los varios años de
tenaz lectura la pasión por su lenguaje; admiro su secreta y serena
originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para
insertar giros cotidianos, reñidos en apariencia con el lenguaje literario, en
alguna sesuda exposición sobre Góngora, Virgilio o Mallarmé. Si la razón
teórica en Reyes topó con mi sordera, en cambio le soy deudor del acercamiento
a varios terrenos a los que de otra manera quizás habría tardado en llegar: el
mundo helénico, la literatura española medieval, la de los Siglos de Oro, la
novela del sertón y la poesía vanguardista de Brasil, Sterne, Borges, Francisco
Delicado, la novela policial, ¡y tantas cosas más! Su gusto era ecuménico.
Reyes se movía con ligera seguridad, con extrema cortesía, con curiosidad
insaciable por muy variadas zonas literarias, algunas poco iluminadas.
Acompañaba el ejercicio hedónico de la escritura con otras responsabilidades.
El maestro —porque también lo era— concebía como una especie de apostolado
compartir con su grey todo aquello que lo deleitaba.
Fue un paciente y
esperanzado pastor que se propuso, y en algunos casos lo logró, desasnar a
varias generaciones de mexicanos; lo que la mía le debe es invaluable. En una
época de ventanas y puertas cerradas, Reyes nos incitaba a emprender todos los
viajes.
Evocarlo me hace recordar uno de sus primeros cuentos: "La
cena", un relato de horror inmerso en una atmósfera cotidiana, donde a
primera vista todo parece normal, anodino, hasta podría decirse un poco dulzón,
mientras entre líneas el lector va poco a poco presintiendo que se interna en
un mundo demencial, quizás el del crimen. Esa "cena" debe de haberme
herido en el flanco preciso. Años después comencé a escribir. Y sólo ahora
advierto que una de las raíces de mi narrativa se hunde en aquel cuento.
Buena
parte de lo que más tarde he hecho no ha sido sino un mero juego de variaciones
sobre aquel relato.
Mi aprendizaje es el resultado de una lectura inmoderada
de cuentos y novelas, de mis empeños como traductor y del estudio de algunos
libros sobre aspectos de la novela escritos casi siempre por narradores, como
el ya clásico de E. M. Forster, el elaboradísimo cuaderno de notas de Henry
James, o el fragmentario de Antón Chéjov, así como de una larga serie de
entrevistas, artículos y ensayos sobre novela también de novelistas; sin
olvidar, por supuesto, las conversaciones con gente del oficio.
Los decálogos, esa enumeración de instrucciones para uso
de jóvenes aspirantes a escritores, me han resultado fascinantes por el mero
hecho de permitirme leer después la obra de sus autores bajo una luz no previsible.
Los preceptos que Chéjov escribió para orientar a un hermano menor decidido a
emprender el oficio literario son la clara exposición de la poética que de una
manera gradual el narrador ruso había forjado. No son la causa sino el
resultado de una obra donde el autor había perfilado su mundo y definido ya su
especificidad literaria. Pero, ¿entenderemos mejor el mundo de Chéjov al
conocer esa preceptiva extraída de su propia experiencia profesional? Me parece
que no. A cambio, el conocer la artesanía empleada para escribir sus relatos
admirables con toda seguridad intensificará el placer de la lectura. Conocer
esa preceptiva nos permitirá descubrir si no su mundo conceptual sí algunos
secretos de su estilo, o, más bien, los misterios de su carpintería. Sólo que
si aplicamos como norma la misma preceptiva a Dostoievski, Céline o Lezama Lima
tendríamos que descalificarlos como narradores, pues tanto su universo como sus
métodos y fines se encuentran en total oposición a los del escritor ruso.
¿Podría acaso el decálogo de Horacio Quiroga aplicarse a la obra de Joyce, de
Borges o de Gadda? Me temo que no. No por otra razón, sino porque pertenecen a
familias literarias diferentes.
Cada autor, a fin de cuentas, ha de crear su
propia poética, a menos que se conforme con ser el súcubo o el acólito de un
maestro. Cada uno constituirá, o tal vez sea mejor decir encontrará, la forma
que su escritura requiere, ya que sin la existencia de una forma no hay
narrativa posible. Y a esa forma, el hipotético creador habrá de llegar guiado
por su propio instinto.
Uno aprende y desaprende a cada paso. El novelista deberá
entender que la única realidad que le corresponde es su novela, y que su
responsabilidad fundamental se finca en ella. Todo lo vivido, los conflictos
personales, las preocupaciones sociales, los buenos y los malos amores, las
lecturas, y, desde luego, los sueños, habrán de confluir en ella, puesto que la
novela es una esponja que deseará absorberlo todo. El narrador cuidará de
alimentarla y fortalecerla, impidiéndole cualquier propensión a la obesidad,
"La novela en su definición más amplia —sostenía Henry James— no es sino
una impresión personal y directa de la vida."
Y ya que cito a este gran narrador, debo reconocer que
algunas de las lecciones decisivas sobre el oficio las debo a su lectura. Tuve
la suerte de traducir al castellano siete de sus novelas, entre ellas una de
las más endemoniadamente difíciles que pueda permitirse cualquier literatura:
Lo que Maisie sabía. Traducir permite entrar de lleno en una obra, conocer su
osamenta, sus sostenes, sus zonas de silencio. James me confirmó en una
tendencia que había aparecido ya desde mis primerísimos relatos: un
acercamiento furtivo y sinuoso a una franja de misterio que nunca queda
aclarado del todo para permitir al lector elegir la solución que crea más
adecuada.
Para lograrlo, James adoptó una solución sumamente eficaz: la
eliminación del autor como sujeto omnisciente que conoce y determina la
conducta de sus personajes y su sustitución por uno o, en sus novelas más
complejas, varios "puntos de vista", a través de los cuales el
personaje trata de alcanzar el sentido de algún hecho del que ha sido testigo.
Por medio de ese recurso el personaje se construye a sí mismo en el intento de
descifrar el universo que lo rodea: el mundo real sufre un proceso de
deformación al ser filtrado por una conciencia. Nunca sabremos hasta qué grado
aquel narrador (aquel "punto de vista") se atrevió a confesarse en el
relato, ni qué porciones decidió omitir, así como tampoco las razones que
determinaron una u otra decisión.
De la misma manera, y aun antes de leer a James, mis
relatos se caracterizaron por registrar una visión oblicua de la realidad. Por
lo general existe en ellos una oquedad, un vacío ominoso que casi nunca se
cubre. Al
menos, no del todo. La estructura debe ser muy firme para que esa vaguedad
que me interesa no se transforme en caos. La historia debe contarse y
recontarse desde ángulos distintos y en ella cada capítulo tiene la función de
aportar nuevos elementos a la trama y, a la vez, desdibujar y contradecir el
bosquejo que los precedentes han establecido. Una especie de tejido de Penélope
que se hace y se deshace sin cesar, donde una trama contiene el germen de otra
que a su vez llevará a otra, hasta el momento en que el narrador decida poner
fin a su relato. Se trata de una convención literaria que podrá ser ardua, pero
de ninguna manera novedosa. La tradición literaria remonta sus orígenes a Las
mil y una noches. En el lejano Oriente este recurso ha sido empleado con
frecuencia y ha producido obras que irremediablemente tenemos que llamar
maestras: El sueño de los pabellones rojos, de Cao Xuequin, escrita en China en
el siglo XVIII, y el Rashomon, de Ryunosuke Akutagawa, en el Japón de este
siglo. La filiación occidental es más fácil de trazar. La encontramos, desde
luego, en el Quijote, en Los cuentos de Canterbury, rebrota en el Siglo de las
Luces, con energía asombrosa, en Jacques el fatalista, de Diderot, en El
manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, y en ese portento de
portentos que es el Tristam Shandy, de Laurence Sterne. En nuestro siglo, este
tipo de novelas cuya composición siempre se ha asociado a cajas chinas o a las
matriochkas rusas, y que hoy día los teóricos denominan mise en abîme (puesta
en abismo), ha encontrado legión de seguidores. Me conformo con citar tres
títulos deslumbrantes: El buen soldado, de Ford Madox Ford, La verdadera vida
de Sebastian Knight, de Nabokov, y El jardín de los senderos que se bifurcan,
de Jorge Luis Borges.
La elaboración de mi primera novela, a finales de los
años sesenta, coincidió con una universal actitud de desprestigio de la
narración, de aborrecimiento del relato. Manifestar un moderado interés por la
obra de Dickens, para citar sólo un ejemplo, podía ser considerado como una
franca provocación o una confesión de ignorancia, de aldeanismo. Fue aquel un
tiempo de innovaciones incesantes. La literatura, el cine, las artes plásticas,
el montaje teatral cambiaban de lenguaje con una frecuencia inmoderada. Muchas
de esas novedades me entusiasmaron, como a casi todos mis compañeros de
generación. Estábamos convencidos de que una renovación formal era
indispensable para devolverle a la novela una salud que estaba precisando.
Aplaudimos las innovaciones, aun las más radicales; pero en mi caso el interés
por lo nuevo jamás logró mitigar mi pasión por la trama. Sin ella, la vida me
ha parecido siempre disminuida. Contar cosas reales y deshacer y al mismo
tiempo potenciar su realidad ha sido mi vocación. Cualquier incertidumbre al
respecto me la ha desvanecido la lectura de Galdós. Él, aunque decirlo en
España resulta a veces escandaloso, ha sido mi auténtico maestro. En su obra
descubrí que, como en la de Goya, la cotidianidad y el delirio, lo trágico y lo
grotesco no tienen por qué ser caras diferentes de una moneda, sino que logran
integrar en plenitud una misma entidad.
Pero, para volver al Ars Poética de un narrador: ¿Existe
una preceptiva universalmente válida? ¿Reglas de oro de aplicación obligatoria?
¿Añade cada época algunas normas y proscribe otras? Y aún debo preguntarme: ¿No
es acaso cierto que lo que resulta fuente de energía para la mayoría de los
escritores puede ser veneno para algunos de ellos? ¿No se han dado casos de que
al violar el canon un escritor logre crear obras maestras? Jan Potocki y Jane
Austen son novelistas contemporáneos, pero sus obras parecen ilustrar géneros
que no tuvieran la menor relación entre sí.
Regla básica, la enunciada por Gide: "No
aprovecharse nunca del impulso adquirido". ¿Cada nuevo libro tendría,
pues, que partir de cero? Hemos sido testigos del derrumbe de autores que por
años fueron nuestros ídolos, cuya audacia admirábamos sin reservas, llegamos a
pensar que su prosa y su visión no sólo renovaban el lenguaje narrativo sino
que modificaban nuestra percepción de la existencia hasta que, a partir de
alguno de sus libros, paralizados, dudosos de nuestras propias facultades,
comenzamos a descubrir que su lenguaje nos dejaba fríos, que nos habíamos
vuelto insensibles a su subyugación, para arribar al convencimiento final de
que las facultades que habría que poner en duda no eran las nuestras sino las
del escritor antiguamente idolatrado, cuya prosa se había dejado devorar por un
lenguaje vegetativo del que no pudo o no supo defenderse, no se sabe si por
facilonería, autocomplacencia o por extenuación; un lenguaje que, como un
posible Gólem, había comenzado a marcar las reglas del juego, a marchar por su
cuenta, a confundir al narrador, a convertirlo en un mero amanuense. Félix de
Azúa recordaba alguna vez una conversación con Chillida, donde el escultor le
dijo que en su juventud se sintió de pronto sorprendido por la facilidad con
que realizaba su trabajo hasta que, atemorizado por esa extraordinaria
destreza, se obligó a esculpir con la mano izquierda para volver a sentir la
tensión de la materia. Me parece evidente que la advertencia de Gide no exige
ningún cambio mecánico de estilo, recursos, temas o lenguaje. No obliga a que
en cada novela, drama o poema el escribir tenga que transformarse en otro.
Sería un disparate, una mascarada. ¿Cómo entender entonces la obra de Henry
James, de Ivy Compton-Burnett, de Valle-Inclán, de Borges, de Saramago, de
Gombrowicz, por ejemplo, donde la excelencia depende de la exacerbación permanente
de un estilo personal? De lo que en verdad se trata, me imagino, es de impedir
que el lenguaje pase por pura inercia de un libro al otro y se convierta en
parodia de sí mismo, adormecido por la energía del impulso adquirido. De la
única influencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo, afirma ese
maestro de lucidez que es Bioy Casares. Pero ahí, como en todo lo que tenga que
ver con la escritura, será el instinto del escritor quien tendrá la última
palabra.
Otra regla, la definitiva: jamás confundir redacción con
escritura. La redacción no tiende a intensificar la vida; la escritura tiene
como finalidad esa tarea. La redacción difícilmente permitirá que la palabra
posea más de un sentido; para la escritura la palabra es por naturaleza
polisemántica: dice y calla a la vez; revela y oculta. La redacción es
confiable y previsible; la escritura nunca lo es, se goza en el delirio, en la
oscuridad, en el misterio y el desorden, por más transparente que parezca.
Marguerite Duras: "La escritura llega como el viento, está desnuda, es la
tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la
vida".
Escribir ha sido para mí, si se me permite emplear la
expresión de Bajtín, dejar un testimonio personal de la constante mutación del
mundo.
Xalapa, septiembre de 1993
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