13 ene 2011

Infancia

1906, Neuilly-sur-Seine.

A veces, en el Bois, un ciervo cruzaba un sendero. Por todas partes había gente comiendo, bebiendo, tomando café. Un borracho se paseaba gritando: «¡Deprisa! Comed sobre la hierba. ¡Un día de éstos, la hierba comerá sobre vosotros!»
El tranvía de Val d'Or, a todo vapor, silbaba a lo largo de los árboles, como los trenes en la historias de Indias. El día no había acabado aún, pero ya la Porte Maillot llameaba, celebrando la fiesta del crepúsculo.
Había ciclistas y muchísimas bicicletas, por todos lados bicicletas, más bicicletas y coches con caballos.
Olía a caucho, y Bibendum reinaba ya en el Salón del Automóvil.
En el café Sports, los camareros, corriendo, colocaban dos pajas doradas en la granadina de los niños.
Olía a pernod, a estiércol de pájaros. Los árboles sonreían y se agitaban; nada aún los amenazaba, en efecto.
Había gente tocando música, cantando, festejando, bromeando, y otros que, en voz baja, se afanaban junto a los mostradores. Estaban bajo el hechizo de la fiesta, y se diría que sus ofensas, sus tristes desgracias, las cantaban, las gorjeaban, sin darse cuenta. Pasaban mendigos, vendedores de olivas, músicos ambulantes, y un pobre viejo armaba y colocaba sobre las mesas juguetes mecánicos.
Del extremo del Bois a la isla de la Jatte, la música de la fiesta, de la verdadera fiesta, de la fiesta en Neuilly, se marchaba, y después volvía sobre sus pasos, lanzando, a veces, largos silbidos de angustia. «¡Escuchadme! Soy como esas vacas, esos cerdos y esos tiovivos, destinados a desaparecer. Pero yo partiré a mi pesar. Retenedme por mis últimas notas, retenedme en la memoria. Volveré cuando queráis, lejana pero intacta, en el polvo del cartón perforado.»
De pie en las montañas-rusas, lindas muchachas de madera pintada, vestidas de húsares, con sonrisa ancha y feliz, golpeaban sobre los címbalos dorados.

Neuilly, para mí, era la fiesta, y una vez terminada ésta, la gran avenida era un verdadero desierto, salvo cuando la gente del mercado, con sus zancos de madera, instalaba las tiendas como la gente del circo.
Pero había otras fiestas, en la puerta Maillot. Un día era Marruecos en París, un pueblo con indígenas de ojos brillantes, artesanos, joyeros, encantadores de serpientes, una madre dromedaria con sus pequeños, y niños negros que se sumergían en una fuente para buscar reales.
Otro día, un pueblo de enanos con casas de enanos, una escuela de enanos y una pequeña iglesia de enanos. O el looping the loop: la gente montaba en un vagón que descendía velozmente, giraba al revés en una rueda, disminuía la velocidad, se detenía y dejaba salir a los viajeros que gritaban.
Y después Printania, un gran café concierto al aire libre. Allí se bebía aguardiente con cervezas, y, cuando la noche era hermosa, el techo del teatro desaparecía, las estrellas también podían mirar el espectáculo.
Había payasos, vestidos de pasteleros, que jugaban con toda la tienda, cantantes solas sobre el escenario, frente a los espectadores que, bebiendo de sus vasos, las acompañaban cantando a coro.
Y cantantes. Había uno más gracioso que el resto. Y sin embargo era completamente negro y triste, siempre con aspecto infeliz. La gran flor que llevaba en el ojal, la arrancaba llorando y la arrojaba al suelo, donde enraizaba, balanceándose temblorosamente.
Cantaba: «Tengo neurastenia, es gracioso, oh, oh», y todo el mundo se retorcía de risa, hasta mi padre. Y eso que 61 también tenía neurastenia.
- Está de moda -decia-, pero pasaría de ella: la tristeza que se instala en la cabeza y que va y viene, allí, como en su casa.
Y mucho antes de Printania, allí donde se extienden hoy las ruinas del Luna Park, había un gran globo cautivo que subía hasta el cielo, lleno de pasajeros. Un día la cuerda se rompió y el globo fue arrastrado por el viento. En todo Neuilly, la gente levantó la cabeza al cielo al mismo tiempo, hasta los perros.
El globo cautivo desapareció rápidamente y se oía decir por todas partes que con un viento semejante era imposible que alguien se salvara. Un día mi padre y mi madre habían subido juntos al globo, y yo me alegré de que el accidente no hubiera ocurrido ese día. Muy avanzada la noche, el globo fue encontrado y todos los pasajeros rescatados, pero la gente no se enteró hasta la mañana, porque se habían ido a la cama.
Las fiestas en el Bois eran muy frecuentes. Concursos hípicos, con los caballos que lanzaban a sus jinetes al suelo y huían galopando, riendo con todos los dientes, y la cascada iluminada, regatas en el lago, desfiles de coches adornados con flores y carreras de bicicletas.
El vencedor -yo creo que muchas veces se llamaba Jacquelin- desfilaba también por la avenida del Bois, con su cochero, en un gran coche de cuatro caballos, la cola como si hubiera salido de la peluquería y las ancas enceradas como el parquet de la casa de mi padre.
En un pequeño ferrocarril solíamos ir, también, al Jardín de Aclimatación.
Las fieras estaban encerradas detrás de las rejas y no tenían un aspecto muy feliz, pero disfrutaban de un poco más de lugar que los de la Ménagerie Pezon.
Yo montaba sobre el elefante, daba una vuelta, esto no parecía molestarle demasiado, aunque fuéramos varios, no pesábamos mucho.
Pero lo que me gustaba por encima de todo eran los invernaderos. Allí se estaba bien, como bajo el agua de tormenta, era inmenso, completamente de vidrio, con un olor a selva virgen, como en los libros de viajes.
Las plantas eran grandes como árboles y sobre el agua flotaban los nenúfares, grandes como pequeñas embarcaciones. En los invernaderos reinaba siempre el silencio, aun cuando estuvieran llenos de gente.
Delante de los animales, la gente hablaba muy fuerte, especialmente delante de los monos. Pero delante de las plantas se callaban, como en las iglesias, y era en voz baja que leían los nombres escritos en latín, en pequeños carteles. Todo era verde, incluso el calor, y la gente no estaba acostumbrada a eso.
En París, íbamos también a casa Dufayel, para comprar cosas a crédito, y, al mismo tiempo, ver el cinematógrafo, la linterna mágica que se movía.
Otras veces, íbamos más lejos, al Champ-de-Mars, con Buffalo Bill, la cacería del bisonte y el ataque a la diligencia, pero, en realidad, con los pieles rojas y su pintura de guerra, los cowboys, con su lazo, y los fenómenos que Buffalo Bill había traído también de Norteamérica.
Estaba también el hombre azul. No hacía nada, se le lanzaban monedas. No daba las gracias. Permanecía callado. Estaba completamente desnudo, totalmente azul, era su oficio, pero era también, en apariencia, su enfermedad.

Tanto si brillaba el sol como si caían las hojas, o la nieve, mi madre nos llevaba al Bois.
A mí me gustaba mucho el Bois, pero prefería las orillas del Sena, donde mi padre a veces me llevaba.
Ibamos a la isla de la Jatte, y allí vivían los pescadores furtivos llamados ravageurs.
¡Comenzaba a descubrir los misterios de París, que mi padre amaba tanto! En el Bois, felizmente, había bichos, pájaros, rincones de agua. Yo jugaba con mi hermano Jean, comíamos barquillos y bebíamos coco.
Mi hermano era el primogénito -dos años mayor que yo-, bien parecido, serio, y ya iba a la escuela. Sabía leer y escribir. Yo no tenía deseos de aprender esas cosas.
Yo lo quería porque era mi hermano. No reíamos nunca por los mismos motivos, o quizá nunca al mismo tiempo.
[...]
Fue mi madre quien me enseñó a leer, porque era necesario pasar por ello. Lo hizo con un alfabeto, naturalmente, pero especialmente con El Pájaro Azul, con La Bella y la Bestia y La Bella de los Cabellos de Oro, con El Pequeño Sastre y Los Músicos de Bremen.
Como todas las bellas muchachas del mundo, mi madre también tenía los más hermosos ojos, de un azul completamente azul y completamente alegre. A veces enrojecía, o mejor, se volvía enteramente rosa, y era como las reinas que se pintan en los cuadros, y hasta el día de hoy yo la veo nítidamente, como en un film, con un ramo de violetas en el pecho, un pájaro en el sombrero, una violeta modelando su rostro y su sonrisa siempre joven. Pero era mucho más real que una actriz, todo lo que hacía era verdadero y jamás desempeñaba papel alguno. Mi madre era una estrella de la vida.
Cuando por la calle, en el mercado o no importa dónde, le decían que era hermosa, enrojecía, un poco turbada, y después estallaba en risas: «Es la risa loca», decía, «la tenía ya desde pequeña y no termina nunca. Es más fuerte que yo, más fuerte que las lágrimas que jamás vertí.» Y habiéndome cogido, a mi turno, la risa loca, ella agregaba: «¿Ves? Es contagiosa. Hay algunos que contraen el frío, otros, la alegría...»

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Visitantes

Datos personales