Había una vez un poeta que apareció en la orilla del mar, con algas en la boca y una nota pegada al pecho. “Palabras, palabras, palabras”, decía la nota, “es todo lo que tengo para ofrecerte”. El poeta era extranjero, pero también lo eran muchos en la capital y algunos se adelantaron para asegurarle que era bienvenido. “Palabras”, le decían, “¿qué otras cosas podríamos esperar de ti?”, le aseguraban. “¡Maravilloso!”
Esperaron a que hablara mientras los coches rugían en el malecón y le quitaban la basura del pelo. Un policía le animó a sentarse y beber chocolate de agua. Algo en el especiado humo que salía de la pequeña taza hizo que el poeta saliera de su estupor, que se diera cuenta de donde estaba, que sus ojos se iluminaran al ver a una joven a la que parecía mirar con honestidad como si ella pudiera responder al misterio de aquel instante.
Por su parte, la joven sintió que nunca nadie había mirado tan directamente su alma. Tenía la piel de un color exacto al del chocolate de agua y los ojos delineados con negro, y en el izquierdo se había formado inmediatamente una lágrima, la punta que se derrite de un iceberg de la emoción que le inspiraba. El poeta había visto eso antes; de hecho, con frecuencia él era la causa de que ocurriera. Con su pelo rizado y cavernoso, extravagante a su manera, con los ojos tiernos que tenía, cuando era joven jugaba sin malicia con demasiados afectos. Cuando se percató de lo que ocasionaba, comenzó, para su posterior vergüenza, a hacerlo con toda la intención del mundo, guiñando el ojo y moviendo sus rizos en cualquier habitación a la que entraba. De hecho, eso lo condujo a un sinfín de problemas, con jovencitas tocando su puerta en la noche, gritando, culpándole de sus interminables traiciones, inventando embarazos, causando interminables rondas de un cotilleo viciado y doloroso entre sus amigos. Mortificado, tenía que acabar con eso, y aprendió a mirar, siempre, al suelo en lugar de a los ojos de la gente. Cuando se dio cuenta de que la muchacha llorosa enfrente de él estaba llorando por él, movió la cabeza y miró a lo lejos, abrió su boca para hablar y arrojó, tosiendo, un trozo de alga.
Lo llevaron al viejo hotel, lejos del ruido y la agitación de la ciudad, y le dijeron que descansara, le dijeron que les hiciera saber si le podían conseguir algo, lo que fuera. La joven que estaba obnubilada por sus ojos y otra que lo había visto mirándola absorto mientras subían las escaleras se entregaron a las lamentaciones en cuanto se cerró la puerta de su habitación.
Los extranjeros y los poetas locales lo googlearon y descubrieron que había ganado bastantes premios, el premio de poesía Earnest Pickens Memorial, por ejemplo, y uno que se otorga cada dos años en una universidad del medio oeste. Le habían reseñado un libro en el New York Times pero, desgraciadamente, ni ese ni ningún otro de sus libros estaban en las bibliotecas locales. El poeta local más leído había escuchado hablar de su visitante accidental y sabía cuáles eran sus obras más importantes por lo que las encargó inmediatamente a Amazon. Muchos de sus acólitos jóvenes sospechaban que ellos eran mejores poetas, mejores que ese sucio espécimen, pero, como siempre, no lo podían asegurar. Era la maldición de escribir en un país pequeño y pobre, se decían, otra vez, uno al otro. ¿No subestima el provinciano lo provinciano que es? ¿No es eso parte de ser provinciano? Por eso, como conclusión lógica, ¿no somos provincianos? ¿Quizá cuando pensamos que estamos haciendo arte real, cuando pensamos que sí, que nuestro trabajo rivaliza con el de todo el mundo?
Los extranjeros eran mucho más sanguíneos. Sí, por supuesto, se dijeron a sí mismos, no es tan gran poeta, pero está aquí y debe hacer una lectura, porque accidental o no, menor o no, es cultura del corazón del imperio, la gente debe conocerlo, debemos hacer lo que sea necesario. Se aseguraron de reservar el Teatro Nacional para una noche, una noche para la sociedad y para que fuera un espectáculo realmente grandioso. Invitaron a todos los ministros, al presidente, a los senadores, y la noche de la lectura las mujeres llevaban trajes de noche y los hombres smoking, con la prensa en la primera fila. Si queremos saber lo que es provinciano, se dijeron los acólitos del poeta unos a otros, habrá que acudir, pero también elegantes.
Al poeta arrojado por las aguas lo escoltaron hasta el teatro la directora de una revista, una mujer que caminaba como si estuviera buscando un lugar en la pista de baile del mundo, una mujer tranquila y bronceada, como de unos treinta, y una, pensó el poeta, que no tenía edad, una reina natural, se dijo a sí mismo, una reina natural, aunque cuando él escribiera sobre ella después, sabría que podía tener algo mejor que eso. Ella llevaba la blusa más abierta de lo que él estaba acostumbrado, pero no era eso, y ella le tendía el brazo como si lo escoltara con más calidez con la que lo haría una mujer de su país, pero no era eso. Quizá porque estaba en una tierra extraña, quizá porque casi se había ahogado, quizá porque había leído el Supplement au Voyage de Bouganville siendo joven, tenía la sensación de que conocía a esa mujer, que eran el uno para el otro y, sorprendiéndose hasta a sí mismo, le tomó la mano y rodeó la cintura, luchando los años de autodisciplina para evitar el contacto visual y mirarla directamente, atento al aire, con la fuerza sexual como de cobra, como de Houdini, de sus intensos y entrenados globos oculares. Ella alzó con calma su ceja, como dando mucho por sobrentendido, y le sonrió aviesa pero con cariño. “¿Nos dirigimos al teatro?”, le pregunto serena.
En el coche, ella le preguntó qué tenía planeado para el programa. “Palabras”, le dijo, intentando no sonar condescendiente. Él estaba enamorado y ella no. “¿De memoria?”, le preguntó ella, amable, consciente de que estaba triste, intuyendo que tenía algo que ver con ella. “Palabras”, le dijo.
“Sí”, dijo ella con aprobación, “son algo maravilloso y qué maravilla ser poeta”.
Él se volteó para verla en su asiento, con el rostro enrojecido por la adrenalina, con las pestañas mojadas, con el pecho oprimido, cortándose las palmas de las manos con sus propias uñas. “Palabras es todo lo que tengo”, le dijo apenas, “para ofrecerte”.
“Sí”, le dijo ella. Pero se detuvo, como hacemos a veces, prestando atención. Ella ya estaba a miles de kilómetros de allí, arrojada a una playa propia.
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