La idea de hacer una feria del libro en la ciudad donde hace un siglo Nietzsche perdió la razón suena, de alguna manera, bien; para ser precisos, parece una cinta de Moebius (comúnmente conocida como un círculo vicioso), ya que varios de los puestos de esta feria están ocupados por las obras completas o escogidas de este gran alemán. En conjunto, la infinitud es un aspecto muy palpable en este negocio de la edición, bien sea porque extiende la existencia de un autor muerto más allá de los límites que él imaginó, o porque le suministra a un autor vivo un futuro que todos preferimos considerar como interminable.
En conjunto, los libros son menos finitos que nosotros. Incluso los peores de ellos duran más que sus autores, principalmente porque ocupan una cantidad menor de espacio físico que quienes los escribieron. A menudo permanecen en los estantes absorbiendo polvo mucho después de que el propio escritor se ha convertido en un puñado de polvo. Pero aun esta forma de futuro es mejor que la memoria de unos cuantos parientes y amigos sobrevivientes con quienes no se puede contar, y es a veces precisamente el apetito por esta dimensión póstuma lo que pone una pluma en movimiento.
Así, mientras manipulamos estos objetos rectangulares —en octavo, en cuarto, en duodécimo, etc.— no estaríamos terriblemente equivocados si asumiéramos que estamos tocando con nuestras manos, por así decirlo, las urnas reales o potenciales con nuestras cenizas de regreso. Al fin de cuentas, lo que se incluye en la escritura de un libro —ya sea novela, tratado filosófico, colección de poemas, biografía o relato policiaco— es, en últimas, la única vida de un hombre: buena o mala pero siempre finita. Quienquiera que dijo que filosofar es un ejercicio en morir tenía razón en más de un sentido, ya que por escribir un libro nadie se vuelve más joven.
Ni tampoco se vuelve más joven por leerlo. Por ello, deberíamos tener una preferencia natural por los libros buenos. La paradoja, sin embargo, reside en el hecho de que en literatura, como en casi todo, “bueno” no es una categoría autónoma: se define por contraposición a “malo”. Más aún, para escribir un buen libro un escritor debe leer gran cantidad de basura, de lo contrario no podría desarrollar los criterios necesarios. Ésa puede ser la mejor defensa de la mala literatura en el Juicio Final; es también la raison d'être de los actos en que tomamos parte hoy.
Como todos estamos moribundos y como leer libros lleva tiempo, debemos arbitrar un sistema que nos permita una apariencia de economía. Claro, no se puede negar el posible placer de encerrarse con una novela mediocre bien gruesa y bien lenta; sin embargo, todos sabemos que podemos complacernos de esa manera sólo hasta cierto punto. Al final, leemos no por leer sino para aprender. De ahí la necesidad de concisión, de condensación, de fusión, de obras que evidencien el predicamento humano con toda su diversidad, bajo una luz más vívida; en otras palabras, la necesidad de un atajo. De ahí también —como subproducto de nuestra sospecha de que tales atajos existen (y existen, pero sobre eso más adelante)— la necesidad de una brújula en el océano de la materia impresa disponible.
El papel de esa brújula lo desempeñan, por supuesto, la crítica literaria, los comentaristas. Por desgracia, la aguja oscila locamente. Lo que para unos es norte, para otros es sur (Suramérica, para ser más preciso); lo mismo sucede, y en mayor grado todavía, con oriente y occidente. El problema con el crítico es (como mínimo) triple: a) puede ser un escritorzuelo tan ignorante como nosotros; b) puede tener fuerte predilección por cierto tipo de escritura o sencillamente acomodarse a la industria editorial, y c) si es un escritor de talento convertirá sus críticas en una forma de arte independiente —Jorge Luis Borges viene a cuento—, y uno puede acabar leyendo los comentarios más que los propios libros.
En todo caso, nos encontramos a la deriva en medio del océano, con páginas y páginas flotando en todas las direcciones, aferrados a una balsa cuya capacidad de flotación no es segura. La alternativa, por consiguiente, sería desarrollar nuestro propio gusto, fabricar nuestra propia brújula, familiarizarnos, por así decirlo, con estrellas y constelaciones particulares: opacas o brillantes pero siempre remotas. Esto, sin embargo, requiere montones de tiempo, y bien podría uno encontrarse viejo y gris buscando la salida con un infecto volumen bajo el brazo. Otra alternativa —o quizás sólo parte de la misma— es proceder de oídas: la opinión de un amigo, una referencia encontrada en un texto que nos gusta. Aunque de ninguna manera institucionalizado (lo que no sería una mala idea), este tipo de procedimiento nos es familiar a todos desde la primera niñez. Pero también la seguridad que nos da resulta pobre, pues el océano de la li-teratura disponible se hincha y se amplía constantemente, como de sobra lo atestigua esta feria del libro: no es sino otra tempestad en ese océano.
¿Dónde está, entonces, la tierra firme, así sea una isla inhabitable? ¿Dónde está nuestro buen Viernes, para no hablar de Chita?
Antes de presentar mis sugerencias —¡no!, la que percibo como la única solución para tener un gusto sólido en literatura— me gustaría decir unas cuantas palabras sobre la fuente de esta solución, es decir, sobre mi humilde yo —no debido a mi vanidad personal sino porque creo que el valor de una idea se relaciona con el contexto en el cual emerge—. En efecto, de haber sido editor, pondría en las cubiertas de los libros no sólo el nombre del autor sino también la edad exacta en la que escribió esta o aquella obra, a fin de permitirle decidir a sus lectores si están interesados en la información o en las opiniones de un hombre mucho más joven —o, acaso, mucho más viejo— que ellos.
La fuente de la sugerencia que viene pertenece a la categoría de personas (¡ay!, ya no puedo seguir usando el término “generación”, que implica cierto sentido de masa y de unidad) para quienes la literatura ha sido siempre cuestión de un centenar de nombres; aquellos cuyas gracias sociales habrían hecho respingar a Robinson Crusoe e incluso a Tarzán; a los que se sienten raros en las grandes reuniones, no bailan en las fiestas, tienden a buscar excusas metafísicas para el adulterio y son remilgados a la hora de hablar de política; aquellos que se desagradan a sí mismos mucho más de lo que desagradan a sus detractores; que todavía prefieren el alcohol o el tabaco a la heroína o la marihuana; aquellos que, en palabras de W. H. Auden, “no encontrará uno en las barricadas y que nunca se suicidan ni matan a sus amantes”. Si alguna de estas personas eventualmente es encontrada nadando en su sangre en el piso de una celda carcelaria o hablando desde una plataforma, es porque se ha rebelado (o más precisamente, ha puesto objeciones) no contra una injusticia particular sino contra el orden del mundo en su conjunto. No se hacen ilusiones sobre la objetividad de las opiniones que proclaman; por el contrario, insisten desde el primer momento en su imperdonable subjetividad. Sin embargo, actúan de esa manera no con el propósito de guarecerse contra un posible ataque: por lo general, están plenamente conscientes de la vulnerabilidad intrínseca de sus opiniones y de la posición que defienden. Pero —asumiendo una actitud en cierta manera opuesta a la darwiniana— consideran la vulnerabilidad como el rasgo primario de la materia viva. Esto, debo añadir, tiene menos que ver con tendencias masoquistas, atribuidas hoy a casi cualquier hombre de letras, que con su conocimiento instintivo, a veces de primera mano, de que la extrema subjetividad, el prejuicio e incluso la idiosincrasia son lo que ayuda al arte a evitar el cliché. Y la resistencia al cliché es lo que distingue al arte de la vida.
Ahora que conocen los antecedentes de lo que voy a decir, más vale decirlo de una vez. La manera de desarrollar buen gusto en literatura es leer poesía. Si piensan que estoy hablando por partidismo profesional, que estoy tratando de defender los intereses de mi gremio, están equivocados: no soy sindicalista. La clave consiste en que siendo la forma suprema de la locución humana, la poesía no es sólo la más concisa, la más condensada manera de transmitir la experiencia humana; ofrece también los criterios más elevados posibles para cualquier operación lingüística, especialmente sobre papel.
Mientras más poesía lee uno, menos tolerante se vuelve a cualquier forma de verbosidad, ya sea en el discurso político o filosófico, en historia, estudios sociales o en el arte de la ficción. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, rapidez e intensidad lacónica de la dicción poética. Hija del epitafio y del epigrama, concebida al parecer como un atajo hacia cualquier tema concebible, la poesía impone una gran disciplina a la prosa. Le enseña no sólo el valor de cada palabra sino también los patrones mentales mercuriales de la especie, alternativas a una composición lineal, la destreza de evitar lo evidente, el énfasis en el detalle, la técnica del anticlímax. Sobre todo, la poesía desarrolla en la prosa ese apetito por la metafísica que distingue a una obra de arte de las meras belles lettres . Hay que admitir, sin embargo, que en este aspecto particular la prosa ha demostrado ser una discípula más bien perezosa.
Por favor, no me interpreten mal. No estoy tratando de desacreditar la prosa. La verdad del asunto es que la poesía es sencillamente más antigua que la prosa y por lo tanto ha cubierto una mayor distancia. La literatura empezó con la poesía, con el canto de un nómade que antecedió a los garrapateos del colonizador. Y aun cuando en alguna parte he comparado la diferencia entre poesía y prosa a la que hay entre la fuerza aérea y la infantería, la sugerencia que me propongo hacer no tiene nada que ver ni con la jerarquía ni con los orígenes antropológicos de la literatura. Todo lo que quiero es ser práctico y ahorrar a su vista y a sus células cerebrales un montón de materia impresa inútil. La poesía, podría decirse, se inventó sólo con este propósito, pues es sinónimo de economía. Lo que uno debería hacer, por lo tanto, es reconstruir, así sea en miniatura, el proceso que se dio en nuestra civilización en el curso de dos milenios. Es más fácil de lo que se podría pensar, pues el cuerpo de la poesía es mucho menos voluminoso que el de la prosa. Más aún, si lo que a usted le interesa especialmente es la literatura contemporánea, entonces su oficio es pan comido. Todo cuanto tiene que hacer es proveerse por un par de meses con obras de poetas de su lengua natal, preferiblemente de la primera mitad de este siglo. Supongo que acabará con una docena de libros delgados, y al terminar el verano estará en gran forma.
Si su lengua madre es el inglés, le recomendaría a Robert Frost, Thomas Hardy, W. B. Yeats, T. S. Eliot, W. H. Auden, Marianne Moore y Elizabeth Bishop. Si el alemán, Rainer Maria Rilke, Georg Trakl, Peter Huchel y Gottfried Benn. Si es el español, Antonio Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez y Octavio Paz bastarán. Si su lengua es el polaco —o si usted sabe polaco (lo cual sería una gran ventaja, porque la poesía más extraordinaria de este siglo está escrita en esa lengua)— me gustaría sugerirle los nombres de Leopold Staff, Czeslaw Milosz, Zbigniew Herbert y Wislawa Szymborska. Si es francés, entonces por supuesto Guillaume Apollinaire, Jules Supervielle, Pierre Reverdy, Blaise Cendrars, algo de Paul Eluard, un poquito de Aragon, Victor Segalen y Henri Michaux. Si es griego, debería leer a Constantino Cavafis, Georgio Seferis, Yannis Ritsos. Si holandés, tendría que ser Martinus Nijhoff, en particular su asombroso “Awater”. Si es portugués, debe leer a Fernando Pessoa y quizás a Carlos Drummond de Andrade. Si es la lengua sueca, lea a Gunnar Ekelöf, Harry Martinson, Tomas Tranströmer. Si ruso, tendrían que ser —por lo menos— Osip Mandelstam, Marina Tsvetaeva, Anna Ajmátova, Boris Pasternak, Vladislav Khodasevich, Velemir Khlebnikov, Nicolai Klyvev. De ser el italiano, no presumo de someterle ningún nombre a esta audiencia, y si menciono a Quasimodo, Saba, Ungaretti y Montale es simplemente porque hace mucho tiempo he querido reconocer mi gratitud y mi deuda personal y privada con estos cuatro grandes poetas cuyos versos influyeron mi vida de manera bastante crucial, y es algo que además me complace hacer estando en territorio italiano.
Si después de recorrer las obras de algunos de estos autores, usted deja de lado un libro de prosa tomado del estante, no será culpa suya. Si sigue leyéndolo, será mérito del autor; ello significará que ese autor tiene efectivamente algo que añadir a la verdad sobre nuestra existencia tal como fue conocida por los pocos poetas mencionados; esto demostrará que el autor al menos no es redundante, que su lenguaje tiene una gracia o una energía independientes. O acaso podrá querer decir que usted es un adicto incurable a la lectura. Hablando de adicciones, no es la peor.
Déjenme pintar aquí ahora una caricatura, porque las caricaturas acentúan lo esencial. En ella veo a un lector que tiene ambas manos ocupadas con libros. En la izquierda tiene una colección de poemas; en la derecha un volumen de prosa. Miremos de cuál prescinde primero. Naturalmente, puede ocupar ambas manos con volúmenes de prosa, pero ello lo dejaría con criterios que se autocancelan. Y, naturalmente, podría también preguntarse qué distingue a la buena poesía de la mala, y qué le garantiza que vale la pena fastidiarse con lo que tiene en la mano izquierda.
Bueno, para empezar, lo que tiene en la mano izquierda será, muy posiblemente, más liviano que lo que tiene en la derecha. En segundo lugar, la poesía, como una vez dijo Montale, es un arte incurablemente semántico y en ella las oportunidades para el charlatanismo son extremadamente limitadas. En el tercer verso el lector sabrá qué clase de cosa tiene en la mano izquierda, pues la poesía cobra sentido con rapidez y la calidad de su lenguaje se deja sentir de inmediato. Después de tres versos podrá echarle una mirada a lo que tiene en la mano derecha.
Esto, como les dije, es una caricatura. Pero también podrá ser la postura que muchos de ustedes asuman sin quererlo en esta feria del libro. Cerciórense, por lo menos, de que los libros que tienen entre las manos pertenezcan a diferentes géneros de la literatura. Ahora, ese movimiento de los ojos de izquierda a derecha puede llegar a ser, por supuesto, enloquecedor; pero ya no hay jinetes en las calles de Turín, y el espectáculo de un cochero azotando a su animal no empeorará el estado en que se encuentren el salir de este recinto. Además, dentro de cien años ninguna locura le importará mucho a las multitudes cuyo número rebasará con mucho el total de letricas negras de todos los libros juntos de esta feria. De manera que nada pierden con ensayar el pequeño truco que acabo de sugerirles.
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