Desde que una vez vivió convencido,
durante casi un año, de que
había perdido el habla, cada frase que
el escritor anotaba, y con la que incluso
experimentaba el arranque de una posible
continuación, se había convertido
en un acontecimiento. Cada palabra no
pronunciada pero hecha escritura traía
las demás, y él respiraba sintiéndose de
nuevo unido al mundo; únicamente con
uno de esos apuntes logrados, empezaba
el día para él, y entonces se encontraba
a salvo, o así lo creía, hasta la mañana
siguiente.
Pero ese temor a quedarse parado,
a no poder seguir, incluso a tener
que cortar para siempre, ¿no había estado
presente toda su vida a la hora de
escribir y en todas sus empresas: en el
amor, en el estudio, en cualquier participación,
es decir, en todo aquello que
requería perseverancia? ¿El problema de
su profesión no le proporcionaba acaso
la parábola para explicar el de su existencia,
mostrándole con ejemplos clarísimos
cuál era su situación? La cuestión
no era: «yo en tanto que escritor», sino
más bien: «el escritor en tanto que yo».
¿Acaso no era verdad que desde aquella
época en que creyó haber traspasado,
sin querer, las fronteras del lenguaje, y
no poder ya regresar jamás, usaba seriamente
el apelativo «escritor» para dirigirse
a sí mismo, día tras día en aquel
recomenzar sin garantías —él, que, a
pesar de llevar más de media vida sin
más compañía que la idea de escribir, no
había usado hasta entonces esa palabra
más que a lo sumo con ironía o con vergüenza?
Y ese día, merced a unas líneas
que le habían esclarecido el estado de
las cosas al darles vida, parecía ser un
día logrado, y el escritor se levantó de
su escritorio con la sensación de que
ahora ya podía anochecer. No sabía qué
hora era. Las campanas de la capilla del
asilo de ancianos al pie del pequeño
promontorio, que al mediodía y como
de costumbre se ponían a repiquetear
súbitamente como si alguien se hubiera
muerto, acababan de sonar en su imaginación,
y sin embargo tenían que haber
pasado horas, porque la luz de su
habitación se había convertido en luz
vespertina. De la alfombra que había en
el suelo se desprendía un brillo tenue
que él interpretó como una señal de que
en el trabajo había encontrado su propia
medida del tiempo. Alzó ambos brazos
y se inclinó sobre la hoja de papel
que se hallaba enrollada en la máquina
de escribir. Al hacerlo, se instó, como
tantas otras veces, a no enfrascarse en su
trabajo la próxima vez, sino, al contra12
rio, a servirse de él para aguzar sus sentidos:
la sombra temblorosa de un pájaro
en la pared, en lugar de distraerle,
tenía que acompañar al texto y hacerlo
permeable, igual que los ladridos de los
perros, el zumbido de las sierras eléctricas,
el ruido de los camiones al cambiar
de marcha, el martilleo constante y los
incesantes gritos dando órdenes más los
pitidos provenientes de los patios de una
escuela y un cuartel, situados más abajo
en el llano. Al igual que en días anteriores,
en ese instante se dio cuenta de que,
durante la última hora transcurrida sentado
al escritorio, únicamente habían
llegado hasta él desde la ciudad las sirenas
de la policía y de las ambulancias,
y de que no había alzado una sola vez
la vista del papel, como había hecho por
la mañana, para mirar por la ventana y
volverse a concentrar contemplando el
tronco de un árbol del jardín o el gato
sentado fuera y mirándole acechante
desde el palastro de la ventana, y los
aviones allá en lo alto que pasaban por
delante de sus ojos de izquierda a derecha
para aterrizar y de derecha a izquierda
al despegar. De tal suerte, que
al principio no tenía la vista fija en ningún
punto lejano y hasta los dibujos de
la alfombra los veía como apagados; en
los oídos un zumbido como si la máquina
de escribir fuera eléctrica, cosa
que no era.
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