DESDE QUE en octubre de 1998 presenté en Barcelona la primera edición de Trilogía sucia de La Habana, me han preguntado cientos de veces: “¿Todo eso es cierto? ¿Todo lo que usted escribe es verdad?” Estoy seguro que es la pregunta que me formulan con más frecuencia en todas partes.
Siempre respondo más o menos del mismo modo: “Un escritor lo único que puede hacer es coser una gran pieza con trozos de realidad y trozos de ficción. La gracia consiste en que no se vean las costuras.”
Con esa respuesta simple y nada original salgo del aprieto. Después, cuando me quedo solo, pienso: ¿Por qué el lector es tan ingenuo? ¿Cómo van a creer que todo lo que escribo es cierto?”
Como la mayoría de las veces escribo en primera persona, quizás eso ayuda a la credibilidad. Puede ser, me respondo a mí mismo. Pero creo que hay algo más. Creo que la verdadera respuesta radica en la infinita capacidad de asombro ante lo desconocido, ante lo impensado. Cada uno de nosotros vive en una pequeñísima fracción del mundo, aún en el caso de que viajemos, naveguemos por Internet, tengamos amigos por e-mail, y disfrutemos de todos los demás mecanismos modernos, ideados precisamente para ensanchar nuestra experiencia vital. Así y todo, somos simples hormiguitas, con unos pocos metros disponibles, en una galaxia inconmensurable, de proporciones que no podemos imaginar.
Esto lo acabo de comprobar gracias a una amiga que es trabajadora social en Cuba. Ha empleado los últimos 26 años de su vida en esa labor. Nos vemos con frecuencia y siempre me cuenta algunos de los casos más recientes. Me narra las atrocidades y crueldades humanas a las que tiene que enfrentarse cada día, y yo me quedo con la boca abierta. Precisamente yo, que supuestamente estoy de regreso de todos los caminos. A esta inocencia mía contribuye el hecho de que en Cuba no existe la crónica roja. Hace unos cuarenta años no aparecen en la prensa los casos policiales que son la comidilla cotidiana de la prensa escandalosa, o simplemente de las páginas policiales de cualquier periódico en otros países.
Para mi amiga, nada es asombroso. Me lo cuenta con tanta naturalidad y objetividad como el médico forense puede hablar de cosas que nos harían vomitar mientras él se toma un café con bizcochos. Nosotros vomitando de asco y él tomando su café y pensando: “Oh, qué tipo más blandito e ignorante. ¿Qué pensará que tenemos los humanos por dentro? ¿Flores y perfume?”
Para seguir en la misma línea: Hace algunos años me encontraba en el quirófano de un hospital de maternidad. Realizaba un reportaje sobre un tipo de cesárea que ayuda a disminuir casi totalmente las infecciones posparto, y por tanto son muy seguras. Era la primera vez que tenía una experiencia quirúrgica. El médico principal iba dando cortes en la piel de la mujer, y me explicaba lo que hacía. Yo tomaba notas y el fotógrafo hacía fotos de todo el proceso. El médico fue profundizando y —con las manos ensangrentadas— apartaba órganos y grasa y piel, hasta que llegó a la bolsa fetal. A esas alturas yo estaba bastante impresionado con todo aquello que parecía más un asesinato o un descuartizamiento que otra cosa. Al fin cortó la membrana para llegar al líquido amniótico y al feto. El bebé se había hecho caca allí dentro. Y yo recibí el golpe final. Fue tan inesperada la peste a fosa, a pudrición, a excrementos, que salió de aquel vientre materno, que se me nubló la vista, perdí el conocimiento y caí al suelo. Cuando me desperté me habían arrastrado afuera, me habían tirado sobre una camilla, y una enfermera me inyectaba la segunda dosis de cafeína para hacerme volver en mí. Me deshice en excusas porque de momento pensé que mi virilidad, mi imagen de invulnerable machito tropical, se había erosionado mucho con aquel desmayo. Sin embargo, el médico era—es—un caballero de inteligencia y gentileza mayúscula, y me dijo: “Todo lo contrario. Soy yo quien te pido disculpas. Tú no estabas preparado sicológicamente para esta experiencia. Una mujer embarazada ofrece siempre una imagen tierna y dulce, y un bebé es lo más hermoso del mundo. Nadie puede pensar que llegue a la vida apestando a mierda y envuelto en excrementos. Por suerte, no siempre es así.” Y soltó una gran carcajada que me relajó y me sentí mejor. Tuve que escribir el reportaje guiándome por la secuencia de fotos y por lo que el médico me explicó “en frío” posteriormente. Por suerte, el fotógrafo no se desmayó a mitad del trabajo. Era un tipo mucho más pragmático que yo, mucho menos impresionable y sentimental.
Aquella experiencia quirúrgica fue esencial para comprender hoy en día a algunos de mis lectores que se asombran, se asquean, se repugnan, se sienten ofendidos, detestan mis libros y los consideran obscenos, morbosos y desagradables en grado máximo. Es la realidad que yo exploro la que es intensamente obscena, morbosa y desagradable. Cuando me odian los comprendo perfectamente.
Antón Chejov lo definió de un modo magistral y sintético: Un químico no puede sentir asco por nada de lo que existe en la capa de la Tierra. Un escritor tiene que ser tan objetivo como el químico.
Supongo que Chejov, que ejerció siempre la medicina general en los campos de la Rusia zarista, sabía muy bien las correspondencias que existen entre el bisturí del cirujano y el bisturí social del escritor.
Por supuesto, en todas partes y en todos los tiempos, existen personas que no quieren enterarse de nada que pueda alterar sus conciencias. Son ese tipo de personas que viven encerradas en su pequeño mundo y que no quieren amargar sus existencias. Prefieren creer que todo termina en la portadilla de su jardín. Entonces se crean un muro de protección alrededor. Un muro impenetrable. Supongo que aplican con deleite aquel refrán español: “Ojos que no ven, corazón que no siente.” Y cuando aparece un libro como El Rey de La Habana, por ejemplo, aseguran con toda tranquilidad que yo exagero y que es imposible que algo así pueda suceder. Es una lástima que ese tipo de personas no puedan hablar de vez en cuando con mi amiga trabajadora social.
Ante esos espíritus timoratos me sonrío y los ignoro. No se imaginan que, por el contrario, no exagero, sino que me veo obligado a reducir la realidad para hacerla creíble, que es la condición sine qua non de la literatura: tiene que ser creíble. La realidad no tiene ese problema. La realidad puede ser increíble. De todos modos es realidad. Pero la literatura es otra cosa. La literatura está obligada a ser total y absolutamente creíble. De lo contrario el lector cierra el libro en la página dos y dice: “Este escritor es un imbécil más.”
Además de lo anterior, reduzco y sintetizo siempre obligado por mi vocación minimalista. En la dramaturgia de un cuento o una novela prefiero eliminar detalles superficiales, todo lo que pueda parecer obvio o pedagógico lo tacho de un modo implacable. Me gusta respetar la inteligencia y la sensibilidad del lector, para hacernos cómplices. Por eso—creo yo—voy eliminando detalles y dejo muchos aspectos soterrados, apenas insinuados, haciéndole un guiño al lector.
Y por otra parte, si pretendiera abrumar con detalles, estaría haciendo periodismo o memorias o no sé qué, y de ningún modo aceptaría el juego eterno de la literatura, que consiste en entretener, estremecer, divertir, emocionar, abrir nuevas puertas, trasladar hábilmente al lector a lugares y situaciones inesperadas. En literatura vale todo. Lo único absolutamente prohibido es aburrir. El escritor aburrido y tedioso ya tiene en sus manos todas las cartas para perder el juego. Creo que lo esencial es atrapar al lector y no soltarlo hasta el final del camino. Y el buen lector es el que se hace mi cómplice. El que se sumerge junto con mis personajes y no le importa adónde le lleven y se lo cree todo. Y a medida que lee me odia o me ama profundamente. Soy un tipo de extremos y definiciones radicales. No resisto las medias tintas. En nada. En literatura mucho menos.
El buen lector, quiero decir, es aquel que se siente insatisfecho en su pequeño mundo y quiere conocer otros sitios, otros personajes, otras situaciones. Y por tanto prepara su imaginación y su espíritu de aventura desprejuiciadamente. Es el que puede leer con agudeza las novelas del Marqués de Sade o de Leopold Sacher-Masech, o la inquietante picaresca autobiográfica Antes que anochezca de Reinaldo Arenas.
Por suerte, ese lector ideal abunda mucho más de lo que podemos pensar. Lo he comprobado en los últimos años porque he tenido que caminar un poco por ahí—más bien debo decir “volar”—presentando mis libros y sosteniendo encuentros con los lectores.
Para un escritor es muy gratificante ese tipo de encuentros porque se evidencia la conexión espléndida entre el espíritu y la inteligencia de ese lector y aquel momento fascinante en que aquellos personajes te habitaron por dentro y te hipnotizaron para convertir tu vida en un infierno. Para que dejaras de ser el escritor y te convirtieras en ese travestí atormentado que es Sandra La Cubana, o el mendigo infeliz que recorre La Habana como un perro callejero vapuleado por todos, o aquella Magdalena pícara y trágica vendedora de maní . Y sabes que las lágrimas que derramaste escribiendo desesperado aquel Apocalipsis, otro las recibe ahora y se estremece también. Y cuando cierra el libro no es el mismo. Ahora entiende algo más, ahora añadió otra experiencia a su vida. Ahora es un lector tan estremecido y rabioso como el escritor.
Esa es la magia maravillosa de la buena literatura. La buena literatura es contaminante. Y puedo añadir algo que dice Mario Vargas Llosa en su lúcido ensayo “La fantasía sediciosa”:
Esa es la mejor contribución de la literatura al progreso humano: recordarnos (sin proponérselo, por mera fuerza de la evidencia) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo contrario—por ejemplo, los poderes que lo gobiernan—y que podría estar mejor, más cerca de los mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar….[L]lamar sediciosa a la literatura porque las buenas ficciones desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones del mundo real, no significa, claro está, como creen los gobiernos que establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos literarios provoquen las emociones sociales o aceleren las revoluciones. El efecto sociopolítico de un drama o de una novela es inverificable, improbable….La buena literatura, a la vez que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y desarrollando una sensibilidad inconformista antes la vida, hace a los seres humanos más aptos para la infelicidad. Vivir insatisfechos, en disidencia contra lo existente. La literatura ha servido y sirve de formidable combustible.
Algún día alguien deberá hacer una historia de la literatura desde un punto de vista no explorado hasta ahora: enfocando a los escritores que, desde los inicios de la literatura hasta hoy, han sido perseguidos, encarcelados, asesinados, enviados al exilio forzoso, disminuidos, humillados y escarnecidos. En todas las épocas y en todos los países sobra material para hacer una verdadera enciclopedia universal sobre el tema.
Creo que ese estudio sería apasionante y demostraría la fuerza enorme de la palabra y la inteligencia, del espíritu y la razón, ante la brutalidad y la intolerancia de las iglesias rígidas, las gobiernos autoritarios, los partidos verticalistas, las burocracias asfixiantes y las mentes intolerantes que tratan de controlar y maniatar al ser humano.
Los que adoran al becerro de oro, los que aman de un modo enfermizo la corona del rey, olvidan siempre que en sus orígenes la raza humana inventó, junto con el fuego, la magia, la poesía y el juego. Al hombre no le bastaba comer un trozo de carne de mamut. Necesitaba algo más que lo sostuviera erecto y alerta ante la hostilidad del mundo peligroso que lo rodeaba. Y entonces dibujó en la roca de las cuevas, con tizne de las antorchas. Se maravilló de poder jugar de aquel modo. Añadió jugos de frutillas y semillas, y un poco de sonidos guturales y de ruidos al entrechocar huesos y maderas. El hombre, jugando y asombrándose, comenzó a crecer. Ese fue el verdadero origen de la raza humana: la capacidad de jugar, de asombrarse, de fabular y mezclar la realidad brutal e indomable de aquellos tiempos, con un mundo onírico y fantástico que ampliaba y desarrollaba día a día.
El escritor verdadero, el artista, el creador auténtico, es aquel que logra mantener en el principal plano de su trabajo, y a lo largo de su vida, la osadía, la audacia, el valor y la fuerza espiritual para retar a los demás a seguirle sin miedo. Es el que explora los terrenos más escabrosos y profundos del ser humano. No importa el precio que tenga que pagar por su osadía.
Este tipo de escritor sabe bien que los seres humanos no estamos construidos sólo con amor y luz, sino también con odio y sombras. Creo que sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor para comprobar el escalofriante potencial destructivo y autodestructivo que también conforman al ser humano.
Por eso la buena literatura habitualmente molesta a los poderes establecidos, ya que revela a los seres humanos en su doble faceta de luz y tinieblas, amor y odio. Revelar eso entorpece la manipulación embrutecedora de los ejes de poder que prefieren rebaños de pueblos mansos, fanatizados por algunas ideas simplistas. El pensamiento implacable, profundo y libre, interrumpe sus planes de adoctrinamiento y estupidización. Prefieren dirigir rebaños de corderos ciegos y semianalfabetos. Es mucho más fácil y cómodo.
Nunca antes se había pensado, escrito y publicado con tanta amplitud, diversidad y profundidad como en los tiempos actuales. Y, por consiguiente, nunca antes fue tan grande el inventario de escritores perseguidos, vejados, condenados, encarcelados, disminuidos o humillados de un modo u otro.
Ese es el mundo que nos toca. No tenemos otro. Y no podemos mudarnos a Saturno o a Júpiter. Hay que quedarse aquí. Hay que ser consecuentes y no creer a los que disminuyen el valor de la literatura en el mundo contemporáneo. La literatura, el arte y la espiritualidad—comprendidas en su extraordinaria diversidad planetaria—son las únicas defensas que tenemos en este mundo, regido por el espíritu mercantilista y por las imposiciones de la tecnología. La simplificación del pensamiento y de las ideas, y su reducción hasta colocar en el primer plano el dinero y la tecnología, nos conducen a un mundo incomprensible donde las esencias del ser humano se disuelven.
A pesar de lo anterior, no creo en el apocalipsis. Soy optimista. Estoy convencido de que estos duros años de caos y vértigo que vivimos hace ya algunas décadas, serán rebasados y entraremos en tiempos de equilibrio y cordura. Mientras tanto, creo profundamente en el papel del escritor como la conciencia alerta y crítica de la sociedad.
Ese oficio paralelo lo ejerce el escritor sin proponérselo. Sin desearlo. De un modo oblicuo e indirecto, pero real y efectivo. El escritor auténtico fue, es, y será, por los siglos de los siglos, un hereje total y absoluto. Y sabe que sólo puede ser fiel a sí mismo.
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