28 feb 2013

La inmortalidad literaria


Yo no sé cómo hay escritores que aún creen en la inmortalidad literaria. Entiendo que haya quienes creen en la inmortalidad del alma, incluso puedo entender a los que creen en el Paraíso y el Infierno, y en esa estación intermedia y sobrecogedora que es el Purgatorio, pero cuando escucho a un escritor hablar de la inmortalidad de determinadas obras literarias me dan ganas de abofetearlo. No estoy hablando de pegarle sino de darle una sola bofetada y después, probablemente, abrazarlo y confortarlo. En esto, yo sé que algunos no estarán de acuerdo conmigo por ser personas básicamente no violentas. Yo también lo soy. Cuando digo darle una bofetada estoy más bien pensando en el carácter lenitivo de ciertas bofetadas, como aquellas que en el cine se les da a los histéricos o a las histéricas para que reaccionen y dejen de gritar y salven su vida.

22 feb 2013

El misterio de la creación artística


De todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge algo que antes no había existido -cuando nace un niño o, de la noche a la mañana, germina una plantita entre grumos de tierra- nos vence la sensación de que ha acontecido algo sobrenatural, de que ha estado obrando una fuerza sobrehumana, divina. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría, se torna religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera. Cuando no se desvanece como una flor, ni fallece como el hombre, sino que tiene fuerza para sobrevivir a nuestra propia época y a todos los tiempos por venir -la fuerza de durar eternamente, como el cielo, la tierra y el mar, el sol, la luna y las estrellas, que no son creaciones del hombre, sino de Dios.

A veces nos es dado asistir a ese milagro, y nos es dado en una esfera sola: en la del arte. Les consta a todos que año tras año se escriben y publican diez mil, veinte mil, cincuenta mil libros, se pintan cientos de miles de cuadros y se componen cientos de miles de compases de música. Pero esa producción inmensa de libros, cuadros y música no nos impresiona mayormente. Nos resulta tan natural que los autores escriban libros, como que luego los encuadernen y los libreros, por último, los vendan. Es éste un proceso de producción regular como el hornear pan, el hacer zapatos y el tejer medias. El milagro sólo comienza para nosotros cuando un libro único entre esos diez mil, veinte mil, cincuenta mil, cien mil, cuando uno solo de esos cuadros incontables sobrevive, gracias a su entelequia, a nuestro tiempo y a muchos tiempos más. En este caso, y sólo en éste, nos apercibimos, llenos de veneración profunda, de que el milagro de la creación vuelve a cumplirse aún en nuestro mundo.

Es ésta una idea subyugante. He aquí un hombre o una mujer. Tienen el mismo aspecto que cualquier otro, duermen en camas como las nuestras, comen sentados a la mesa, van vestidos como nosotros. Le encontramos en la calle, acaso frecuentábamos el mismo colegio que él, y hasta puede darse el caso de que hayamos sido compañeros de banco; exteriormente, ese hombre no se distingue en nada de nosotros.
Pero de pronto ese solo hombre da cumplimiento a algo que nos está negado a todos nosotros. No vive sólo el tiempo de su existencia propia, porque lo que creó y realizó sobrepasa la existencia de todos nosotros y la vida de nuestros hijos y nietos. Ha vencido la mortalidad del hombre y ha forzado los límites en que, por lo común, nuestra vida propia queda encerrada inexorablemente.

Ahora bien, ¿cómo realizó aquel hombre ese milagro? Llevando a cabo simplemente aquel acto divino de la creación, en virtud del cual surgía algo nuevo de la nada. Su cuerpo terrenal, su espíritu terrenal han creado algo indestructible, y el esfuerzo repentino de ese solo hombre nos ha permitido convivir con el arcano más profundo de nuestro mundo, el misterio de la creación.

¿En mérito de qué encantamiento, de qué magia, consigue tal hombre superar los límites del tiempo y de la muerte? Consideremos primero la forma meramente exterior de su acción. Si ha sido músico, compuso unas cuantas notas de la escala de tal manera que forman una melodía nueva, que luego se grava en la memoria de cientos, de miles y aun de millones de hombres, despertando en todos ellos la misma sensación de una armonía nueva. Si ha sido pintor, creó con los siete colores del espectro, y mediante la distribución peculiar de luces y sombras un cuadro que, después de haberlo visto por primera vez, nos ha resultado inolvidable. Si ha sido poeta, no hizo más que reunir unos pocos centenares de palabras -unos pocos centenares de los cincuenta o cien mil que constituyen nuestro idioma- de tal manera que resultó de ello un poema inmortal.

Visto superficialmente, no ha hecho gran cosa, pero bendecido por el genio, ha realizado algo que destruyó la fuerza, por lo demás inexorable, de lo perecedero. Ha creado algo que es más persistente que la madera que toco, más persistente que la piedra de que está construida esta casa, más duradero, sobre todo, que nuestra propia vida. Por medio de él, lo inmortal se ha hecho visible a nuestro mundo transitorio.
¿
Cómo puede suceder tal milagro en nuestro mundo, que parece haberse tornado tan mecánico y sistemático? ¿En virtud de qué magia posase de vez en cuando tal rayo de eternidad en medio de nuestras ciudades y de nuestras casas? Creo que no hay entre todos ustedes uno solo que no se hubiera preguntado una y otra vez consciente e inconscientemente cómo nacen tales obras inmortales, ya sea porque en una galería de arte haya estado frente a la obra de un Rembrandt, un Goya, un Greco, ya sea porque un poema haya conmovido las profundidades de su alma o porque escuchara con el alma abierta una sinfonía de Mozart o de Beethoven.

16 feb 2013

Testamento de la palabra



Crecí en el país que resultó de las guerras de posesión entre dos colonizadores, los británicos y los boers, descendientes de holandeses. Era hija de la minoría blanca y fui educada como tal en una condición privilegiada, tan básica como el abecé. Pero como era escritora –porque ésa es una condición de vida que se manifiesta tempranamente, aun antes de escribir una palabra, y no un atributo que se adquiere al ser publicado–, me convertí en testigo de lo inmencionado en mi sociedad.
Muy joven inicié un diálogo conmigo misma sobre lo que me rodeaba. Con él, traté de hallar el significado de lo que veía, transformándolo en historias basadas en sucesos cotidianos de la vida ordinaria: el saqueo por parte de la policía de la habitación de un criado negro que dormía en el patio de atrás, mientras el amo blanco y la señora de la casa observaban sin inmutarse; o más tarde, en mi adolescencia, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era ayudante en la enfermería de una mina de oro, oír que el interno blanco que estaba suturando sin anestesia una herida profunda en la cabeza de un minero negro me decía: “Ellos no sienten como nosotros”.
El tiempo y los libros publicados confirmaron que yo era escritora, y que la literatura de testimonio, si es un género de circunstancias, de tiempo y lugar, era lo mío. Tenía que encontrar cómo conservar mi integridad frente a la Palabra , la sagrada misión del escritor. Me di cuenta, como creo que lo hacen muchos escritores, de que en lugar de restringir, inhibir y anular burdamente la libertad estética, la condición existencial de quien da testimonio la amplía e inspira, rompiendo, a través de la necesidad, las limitaciones previas que me imponían el sentido formal y el uso del lenguaje: así es posible crear formas y usarlas de manera novedosa.
Las definiciones de la palabra inglesa “ testigo” llenan más de una columna en letra pequeña del Oxford English Dictionary (OED): “Atestación de un hecho, suceso o declaración, prueba, evidencia; alguien que está o estuvo presente y es capaz de dar testimonio a partir de la observación personal”. En esos sentidos de la palabra, las cámaras de televisión y los fotógrafos son testigos principales, cuando se trata de dar testimonio de una catástrofe moderna de impresionante impacto visual. No se necesitan palabras para describirla, ni posibilidad de que las palabras puedan hacerlo. Las noticias de primera mano o el periodismo descriptivo son pálidos testimonios que suceden a la imagen. El análisis del desastre viene luego y se da en términos políticos y sociológicos, a través de enfoques ideológicos, nacionalistas o populistas. Hay quienes afirman gozar de esa esquiva y reducida condición llamada objetividad.
En el caso de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, a los contextos políticos y sociológicos hay que agregar el análisis en términos religiosos. La acepción número ocho del oed dice: “Alguien que da testimonio de Cristo o la fe cristiana, en especial con su muerte, un mártir”. Condicionado por la cultura occidental cristiana, el oed toma la curiosa decisión semántica de reducir su definición del término “testigo” solamente a una creencia religiosa. Pero en este sentido, los perpetradores de los ataques terroristas en Estados Unidos también eran testigos de otra fe, una que el diccionario no reconoce: cada uno de esos hombres daba testimonio de la fe del Islam, a través de la muerte y el sacrificio.
La poesía y la ficción son procesos de lo que el oed define como el “testimonio interno” del testigo. La literatura de testimonio encuentra su lugar en las profundidades del significado revelado, en las tensiones de la sensibilidad, la conciencia intensa y la permanente receptividad frente a las vidas de aquellos entre quienes los escritores experimentan la suya propia como fuente de su arte. Kafka escribió que el escritor ve entre ruinas “cosas diferentes (y más que los demás)... es salirse de la fila de los asesinos; es ver lo que realmente está sucediendo”.
Ésa es la naturaleza en cuanto testigos que los escritores pueden y seguramente deben adoptar, y han venido adoptando desde tiempos antiguos, en virtud de la formidable responsabilidad que representa ser receptores del séptimo sentido: la imaginación. El hecho de “ver realmente” qué ha sucedido proviene de lo que parecería una negación de la realidad: la transformación de los hechos, los motivos, las emociones y las reacciones, que pasan de la inmediatez al significado duradero de su sentido.
En el último siglo, así como en el que apenas comienza de manera tan sombría, hay muchos ejemplos de esta cuarta dimensión de la experiencia que es el espacio y el lugar del escritor. “No matarás”: el dilema moral que el patriotismo y ciertas religiones exigen que desaparezca del pensamiento del soldado está en el poema de W. B. Yeats sobre un piloto de la Primera Guerra Mundial: “No odio a aquellos a los que combato, / no amo a aquellos a los que defiendo”. Ésta es una forma de salirse de la fila de los asesinos que sólo puede lograr el poeta.
La marcha Radetzky y El busto del Emperador forman el canto épico en dos partes del novelista austríaco Joseph Roth acerca de la desaparición del viejo mundo con la desintegración del Imperio austrohúngaro, y son testimonio interno del creciente número de refugiados que empezaron a aparecer desde entonces y a lo largo del nuevo siglo, el coro griego de desposeídos que se ahogaban con la música de fondo del consumismo. También son testimonio del caos producido por las consecuencias ideológicas, étnicas, religiosas y políticas –Bosnia, Kosovo, Macedonia– que la visión de Roth nos permite ver.
Las estadísticas del Holocausto son una contabilidad infernal, y sus cifras todavía se pueden ver tatuadas en los brazos de la gente. Pero sólo Si esto es un hombre, de Primo Levi, logra ser testimonio permanente de las condiciones de existencia de aquellos que sufrieron, de una manera que se convierte en parte de nuestra conciencia universal.
La barbarie que culminó con el lanzamiento de bombas atómicas sobre Japón fue descrita por Kenzaburo Oe en la novela corta La presa, sobre la Segunda Guerra Mundial, en la cual un soldado americano negro sobrevive a la caída de un avión de guerra en un distrito remoto de Japón y es descubierto por gente de la aldea. Nadie ha visto nunca a un negro. Lo encadenan a una trampa para jabalíes y lo encierran en un sótano; encargan a unos chicos para que le lleven comida y desocupen el balde en el que hace sus necesidades. Totalmente deshumanizado, “El soldado negro comienza a existir con el único propósito de llenar la vida diaria de los chicos”.
Los niños sienten fascinación y terror hacia él, hasta que un día lo encuentran tratando de manipular la trampa con una destreza manual que les resulta conocida. “Es como una persona”, dice un niño. Le llevan a escondidas una caja de herramientas. El soldado logra liberar sus piernas. “Nos sentamos junto a él y él nos miró, luego enseñó sus inmensos dientes amarillos y aflojó las mejillas, y quedamos atónitos al descubrir que también podía sonreír. En ese momento entendimos que estábamos unidos a él por un vínculo repentino, profundo y pasional, que era casi ‘humano' ”.
La genialidad de Oe cuando ofrece este testimonio interno es profunda al no olvidarse de las circunstancias aleatorias –con esto me refiero a la otredad, que es definitiva en la guerra–, que terminan en que el cautivo usa al chico como escudo humano cuando los adultos vienen a matarlo.
El nivel de tenacidad imaginativa con el cual el poeta surafricano Mongane Wally Serote da testimonio de los sucesos apocalípticos del apartheid es orgánico en la persistencia de su percepción. Serote escribe: “Quiero ver lo que sucedió./ Hecho esto,/ con tanto silencio como penetran en el suelo las raíces de las plantas/ miro lo que sucedió.../ cuando los cuchillos entraron y salieron de la gente/ como el día y la noche en el tiempo”.
Mucho antes que eso, la grandeza del testimonio interno de Joseph Conrad encontró que el corazón de las tinieblas no estaba en la estación fluvial adornada con calaveras de Kurtz, sitiada por los salvajes congoleses, sino en las oficinas del rey Leopoldo de Bélgica, donde las mujeres se sentaban a tejer, mientras se organizaba el salvaje comercio del caucho, cuya eficiencia se aseguraba cortando las manos de los negros que no cumplían con la cuota.
Éstos son ejemplos de lo que Czeslaw Milosz llama la “fusión de elementos individuales e históricos”, y que Georg Lukács define como “una memoria creativa que atraviesa el objeto y lo transforma” y “la dualidad del mundo interior y el mundo exterior”.
He hablado de la condición existencial del escritor de literatura de testimonio, tal como yo definiría esa literatura. Pero ¿qué tan involucrado debe estar el escritor personalmente, qué tanto se debe arriesgar en los eventos, los levantamientos sociales o las amenazas contra la vida y la dignidad? En un ataque terrorista, cualquier persona presente está en riesgo y se convierte en activista-en-cuanto -víctima. En las guerras u otros conflictos, el escritor puede ser una víctima. Pero, al igual que cualquier otra persona, el escritor también puede elegir ser protagonista, y si elige ser protagonista, indudablemente experimentará la literatura de testimonio definitiva.
Así lo creía Albert Camus. Camus esperaba que entre sus camaradas de la Resistencia Francesa , que habían sufrido tantas cosas física y espiritualmente devastadoras pero también fortalecedoras, surgiera un escritor que lo plasmara todo en literatura para llevarlo a la conciencia de los franceses como no podría hacerlo ningún otro testigo. Pero Camus esperó en vano el surgimiento de ese escritor. Las experiencias humanas extremas no hacen a un escritor. Oe sobrevivió a la explosión atómica; a Dostoievsky le conmutaron la pena de muerte en el último momento frente al pelotón de fusilamiento; pero el gusto por escribir tiene que estar ahí, tal como un cantante posee el don de tener magníficas cuerdas vocales, o un boxeador posee talento de agresión. Primo Levi podría estar hablando de otros escritores cuando, interno en Auschwitz, se dio cuenta de que las historias de los cautivos tenían cada una un tiempo y una condición que no podían ser comprendidos “excepto del modo en que... entendemos los eventos de las leyendas”.
La dualidad del mundo interior y el mundo exterior: ésa es la condición existencial esencial del escritor como testigo. La mayor parte de la gente tal vez considera a Marcel Proust el escritor famoso menos afectado por los eventos públicos, pero los críticos parecen pasar por alto que el cuarto de trabajo forrado en corcho en el que lo confinaron no impidió sus brillantes revelaciones sobre el antisemitismo que reinaba entre los privilegiados y poderosos. Así que acepto de Proust, sin ninguna reserva, esta indicación: “La marcha del pensamiento en el solitario trabajo de la creación artística avanza hacia abajo, hacia las profundidades, en la única dirección que no nos está vedada, por la cual podemos avanzar libremente, hacia la meta de la verdad”.
Los escritores no pueden permitirse el hybris de creer que plantan la bandera de la verdad en un territorio ineluctable. Pero no podemos dejar por fuera nada en nuestro trabajo solitario hacia el significado. Tenemos que buscarlo en aquellos que cometen actos de terrorismo, tal como lo hacemos en la vida y la muerte de sus víctimas. Tenemos que reconocer su existencia. A partir de su interpretación de la fe cristiana, el sacerdote de Los comediantes , de Graham Greene, dice: “La Iglesia condena la violencia, pero condena con más severidad la indiferencia”. Otro de sus personajes, el doctor Magiot, declara: “Prefiero tener sangre en las manos y no agua, como Pilatos”.
¿Se pierde la libertad artística en la literatura de testimonio? Picasso dio una airada respuesta a la pregunta acerca de la libertad creativa en nombre de los artistas de todos los campos. “¿Qué creen que es un artista? ¿Un imbécil que sólo tiene ojos si es pintor, u oídos si es músico, o una lira en el corazón si es poeta? Muy por el contrario, un artista es, al mismo tiempo, un ser político, que tiene conciencia permanente de lo que sucede en el mundo, ya sea desgarrador, amargo o dulce, y no puede evitar ser moldeado por eso”. Tampoco el arte. Y así surge el Guernica . Como le escribió una vez Flaubert a Turgeniev: “Siempre he tratado de vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza con minarla”.
En los cincuenta me propuse dar un testimonio interno en Seis pies de tierra, una historia escrita casi de forma anec­­dótica sobre cómo se le negaba la posesión del suelo africano a su legítimo propietario negro, que no podía ser dueño ni siquiera de un pedazo tan pequeño como una tumba. En los setenta, cuando la expropiación de los africanos llegó a su trinchera final bajo el apartheid, me encontré escribiendo una novela, El conservador , en la cual una forma combinada de lirismo y su antítesis, la ironía, trata de transmitir el significado de la tierra, que está enterrado junto con el cadáver de un hombre negro desconocido en la finca de descanso de un hombre blanco; el cuerpo se levanta con la creciente del río para reclamar la tierra. El regreso obsesivo al tema –las bases mismas del colonialismo en el cual viví– es expresión subconsciente de mi enamoramiento de siempre con las posibilidades de la Palabra y, al mismo tiempo, un reconocimiento del imperativo de ser testigo.
Después escribí la novela La hija de Burger, y fue, en cuanto literatura testimonial, una exploración del testimonio interno de la dedicación política revolucionaria entendida como una fe similar a cualquier credo religioso, con dogmas que no deben ser cuestionados por los creyentes, y que pasa de padre a hija y de madre a hijo. El lirismo y la ironía no servían allí, donde la supervivencia interna de la personalidad de una hija dependía de que recuperara la vida de sacrificio voluntario de su padre, su amorosa relación con ella y las exigencias que le impusieron las aspiraciones más altas del padre, su fe política. En esta novela, los documentos sirvieron para descifrar el testimonio interior. Tenía que cuestionar esta historia con muchas voces internas, contarla de una forma en que pudiera alcanzar su significado, sumergido bajo la ideología pública y la acción. Sin embargo, no era una búsqueda psicológica sino estética.
No hay ninguna torre de marfil que pueda impedir que la realidad golpee los muros, como anotaba Flaubert. En lo que respecta al testimonio, la imaginación no es irreal:es una realidad más profunda. Sus exigencias nunca permiten transar con la sabiduría cultural convencional y con lo que Milosz llama las “mentiras oficiales”. Ese intelectual que no hacía concesiones, Edward Said, pregunta: ¿quién, si no el escritor, debe “dilucidar los debates, los desafíos y las esperanzas, derrotar el silencio autoritario y la calma normalizada del poder?”. No obstante, la última palabra sobre la literatura de testimonio la tiene Camus: “Cuando no sea más que un escritor, dejaré de ser escritor”.

9 feb 2013

Entrevista



¿Quién es Iñaki Uriarte? Defínase.


Iñaki Uriarte: Un simple aficionado a la literatura. Lector compulsivo desde la infancia y escritor novel llegada la madurez.

MP: ¿Por qué decidió dedicarse a la Literatura?

IU: No fue un acto consciente. Simplemente, con los 49 años ya cumplidos, me puse un buen día frente al ordenador para tratar de dar forma coherente a una serie de pensamientos abstractos sobre la esencia del cosmos. Al mezclar esta cuestión puramente científica con mis fantasías novelescas, nació el germen de mi primer libro, La piedra filosofal. El conseguir publicarla sin mayores problemas me animó a continuar escribiendo y sacar a la luz mi segunda novela, Tierra amarga.

MP: ¿Cómo recuerda sus inicios en la Literatura?, ¿fueron difíciles?

IU: Mi primer contacto con la literatura fue en el ya lejano tiempo de mi niñez. Primero como mero observador de la pasión por los libros que se vivía en mi casa. Mis padres eran grandes lectores y mi padre gran amante de los libros, amor que yo he heredado por ese objeto rectangular compuesto en su esencia por papel y tinta. Pasar de mirón a lector fue costoso, implica un esfuerzo que pocos niños de hoy en día parecen dispuestos a realizar y que le costó a mi padre varios intentos. Pero aún conservo el primer libro que pude terminar: Kopoli, el reno guía. Una novela de aventura y amor a la naturaleza.
Solo muchos años después se me ocurrió la peregrina idea de pasar a papel mis fantasías, y no fue en absoluto difícil, todo lo contrario. Ha sido una de mis mejores experiencias, divertida y enriquecedora.

MP: ¿Cómo ha afectado la Literatura a su vida?

IU: Como escritor me ha permitido conocer a gente maravillosa con la que de otro modo jamás hubiera coincidido, a más de la felicidad inmensa que supuso la llamada del primer editor para comunicarme que estaba dispuesto a publicar mi novela y verla luego expuesta en las estanterías. 
Como lector, la literatura me ha supuesto el poder viajar en tiempo, colarme en la piel de otros seres vivos, luchar en las batallas más cruentas y sobrevivir al Apocalipsis, ofrecerme retiro cuando lo necesitaba, alegrarme el corazón cuando estaba triste y permitirme el desahogo del llanto solitario cuando lo necesité.
Me vas a permitir copiar textualmente un párrafo de La piedra filosofal. Son los sentimientos del protagonista aislado en su biblioteca:
“Ninguno de sus libros le mostraba conmiseración si asomaba un sollozo a su garganta cuando recitaba con voz queda la “nana de la cebolla”, pensando en aquél niño que tantas veces soñaron juntos. Ni jamás uno solo de sus libros se rió de él si alternaba la lectura de “La venganza de Don Mendo” con carcajadas y medias sonrisas.
Eran los libros contenedores herméticos e intemporales de los actos y pensamientos de quienes hacía ya mucho tiempo dejaron de existir. Biografías de seres que jamás fueron. Guías de viajes irrealizables. La única manera de vivir las vidas de otros. Su único refugio cuando más hiriente sentía el vacío de su existencia.”

MP: ¿Se dedica en exclusiva a la escritura?

IU: En la literatura soy un mero aficionado. Un amante que gusta de jugar con las palabras, nada más. El pan diario he de ganármelo luchando en una comercial de maquinaria para el trabajo en la piedra.

MP: Para usted, ¿qué papel juega y ha jugado la Literatura en la sociedad y en la Historia de la Humanidad?

IU: Estoy convencido de que la esencia del ser humano es la palabra. Sin esta no podría existir el pensamiento abstracto y por lo tanto sería imposible el desarrollo de la inteligencia. Es necesario el construir frases para poder expresar y trasmitir las ideas, y solo de la palabra puede nacer la cultura. 
El paso de la palabra hablada a la escrita supuso el mayor avance conseguido por la humanidad, mucho más importante que el descubrimiento de la máquina de vapor, la energía atómica o el nacimiento de la informática. Los hombres y mujeres actuales son lo que son gracias a la literatura, y esto no se puede decir de ninguna otra arte. La música, el cine, la pintura, habrán influido en su espíritu, lo habrán elevado del suelo, lo habrán modelado tal y como hoy lo conocemos. Pero sin la literatura, hablada o escrita, el ser humano no habría sido posible.

MP: ¿Cómo ve el futuro de la Literatura a nivel de su país y a nivel mundial?, ¿cree que los autores están obligados en cierto modo a cumplir las características de un bestseller para ver su obra publicada y con posibilidades de llegar a un número importante de lectores?

IU: Por suerte, cada escritor es un mundo por sí mismo. Hay quien prefiere escribir ensayo, poesía o divulgación y a quien le gustan los guiones o el teatro. También dentro de la novela existen diferentes gustos, romántica, existencialista, histórica… ¿Por qué no han de coexistir pacíficamente el Ulises de Joyce y El código Da Vinci de Brown? Soy de la opinión de que la principal función, la razón de ser de toda obra literaria, es el ser leída. Una obra maestra de la literatura, el libro mejor escrito de la historia, carecería de todo sentido si nadie lo puede llegar a leer. 
No soy partidario de prohibiciones, tampoco de obligaciones. Creo que cada autor debe ser libre de escribir lo que realmente desee, aquello que realmente le guste, pero sin olvidar a sus futuros o posibles lectores. Salvo que escriba como mero divertimento, claro esta, sin ninguna pretensión de que lo lean. Solo en ese caso puede sacrificar al “dios de la alta y culta literatura” la diversión, el entretenimiento y la fantasía que un escritor “público” está obligado a ofrecer a sus lectores. Y que yo trato de proporcionar a los míos.

MP: ¿Qué es un escritor?, ¿tiene para usted esta profesión ese aire idealizado del que a muchos les gusta dotarle o lo ve como un trabajo más?

IU: Escritor es todo aquél que escribe. Toda persona que sentado ante un papel crea una historia, un poema, cualquier obra intelectual, es un escritor -por malo que pueda parecer a otros el resultado- y se merece el máximo respeto. 
Supongo que para algunos el escribir puede ser un trabajo como cualquier otro. Pero para mí es pasar a papel mis fantasías y sueños, mis quimeras y mis pesadillas. A día de hoy, me resulta imposible el considerar la escritura como una tarea que se debe realizar por obligación, en unos plazos y con unas especificaciones concretas. Cuando escribo puedo ser capaz de sacar un capítulo en una jornada y luego invertir dos en sacar adelante un solo párrafo o tardar una semana en encontrar la frase que busco. Para mí es parte del encanto que tiene el escribir, ese buscar la palabra o la frase que mejor expresa aquello que sientes en tu interior.
Por otro lado, y sin pretender hacer comparaciones equívocas, también es verdad que en la literatura, como en cualquier otra arte o actividad humana, existen artistas, artesanos, profesionales y aficionados. Todos me parecen igual de respetables, salvo los snobs, a los que desprecio profundamente, y que tanto abundan en este oficio. Tanto entre críticos como entre los “escritores consagrados”.

MP: ¿Cree que se puede vivir de la Literatura? Lo cierto es que no parece que haya muchos que pueden hacerlo.

IU: Bueno, se me ocurren algunos nombres de personas que no solo viven de la literatura, sino que se han enriquecido con ella. Unos escribiendo y otros publicando o vendiendo los trabajos de los primeros. Esto demuestra que sí es posible vivir de ella.
Es cierto que, de los miles de escritores que en estas tierras hay, solo un mínimo porcentaje alcanzamos la gran fortuna de publicar nuestra obra. De los autores que consiguen ver su obra en las librerías solo una ínfima parte consigue extraer beneficio económico de su labor y realmente resulta despreciable la proporción de aquellos que pueden hacer de la escritura un medio de vida. Posible es, fácil no.

MP: ¿Qué es lo más gratificante de su afición?


IU: El que una persona a la que no conoces te pare en un bar para decirte que ha llorado al leer lo que has escrito, que le ha llegado al alma. Es una de las cosas más bonitas que me ha pasado nunca.
El ser capaz de trasmitir una emoción íntima a otra persona no solo me resulta gratificante, me parece algo milagroso, realmente mágico. Cuando un lector me comentó que se había “acojonado” leyendo la celada de tendería, o cuando una periodista me explicó que, angustiada por el miedo del niño en el primer capítulo, quería abandonar la lectura de Tierra amarga, pero no fue capaz de dejar el libro a un lado por que realmente estaba viviendo ese momento y no podía salir de él, no tiene precio. 
El saberte capaz de transmitir sentimientos, eso es algo maravilloso.
MP: ¿Y lo más frustrante?

IU: El no conseguirlo. El luchar contra las palabras y no ser capaz de reflejar sobre el papel lo que sientes y es para ti tan evidente que puede llegar a doler.

MP: ¿Debe el escritor construir una Literatura capaz de llegar a todo el mundo o limitarse a escribir para aquellos que considera capaces de entenderla?

IU: Creo que cada cual debe luchar por conseguir su público. Tan digno de respeto es el ensayista que escribe un tratado sobre el bonsái, como un autor de novelas románticas. Para mí, el escritor realmente grande es aquél que consigue trasmitir sus sentimientos al lector. Solo eso basta. Creo sinceramente que es esa la función básica -y si me apuras única- de la literatura. 
Por lo tanto, a mi modo de entender, el autor cuyo objetivo es el entretener y consigue que la gente lea su obra de una sentada, penando porque se termina, es mucho mejor escritor que aquél que busca engrandecer el espíritu del ser humano y no logra que nadie lea completo uno solo de sus libros.

MP: ¿Cree usted que el escritor tiene alguna responsabilidad con respecto a la sociedad o es sólo alguien que cuenta historias para entretener?

IU: El escritor es, antes que escritor, ser humano y por lo tanto tiene la obligación de dejar un mundo un poquito mejor del que se encontró. Con eso creo que cumple más que suficiente con sus obligaciones. 
Por lo demás, repito lo antes dicho: me parece tan merecedor de admiración un bufón como un físico nuclear. Cada uno aporta su grano de arena, su pequeño esfuerzo para que la rueda de la humanidad siga avanzando. Uno descubriendo nuevas fuentes de energía, el otro haciendo que los demás puedan relajarse tras el esfuerzo diario.

MP: ¿Escribe para usted mismo o lo hace “pensando” en los demás?

IU: En primer lugar, para mí mismo. Si no me gusta lo que escribo no sería capaz de continuar con la novela, pero también me obligo a ser consciente de que quizás, en un utópico futuro, otra persona pueda leer lo que estoy escribiendo. Esto hace que modere muchas veces mis palabras y trate de encontrar un lenguaje lo más comprensible posible. Me esfuerzo por explicar a mis hipotéticos lectores lo que yo veo y siento al escribir una escena. Primero he de vivirla yo, pero si no soy capaz de trasmitir esa experiencia al lector ¿de qué sirve el esfuerzo de escribirlo?

MP: ¿Cuál es la obra de la que se siente más orgulloso?

IU: Tengo dos novelas escritas. La alegría que sentí cuando me dijeron que me publicaban la primera es una sensación irrepetible. Es el nacimiento de tu primer hijo, aunque sea feo. Luego, el segundo, más reposado, más maduro. Ya sabes que el hijo pequeño siempre es el más guapo…

MP: Díganos de qué personaje creado por usted ha sentido o siente auténtica predilección. ¿Por qué?

IU: Un padre quiere por igual a todos sus hijos. Es verdad que amo profundamente a Jon Ander, el protagonista de La piedra filosofal, un pobre hombre, cobarde y gris que pudiendo alcanzar el máximo poder elige ser feliz en su mundo, pequeño y pueblerino. Pero también quiero a Otxoa -un secundario de Tierra amarga- un hombre adusto y desengañado dispuesto a dar su vida por defender aquello en lo que cree, aún a sabiendas de que nadie se lo agradecerá. Frío como el acero que empuña pero capaz de sentir un cálido amor por su familia aunque sea incapaz de demostrarlo.

MP: ¿Está usted presente en su obra, en sus personajes?, ¿podemos intuir su personalidad?

IU: Cada uno de mis personajes, desde el clérigo más simplón al más cruel de los asesinos tiene algo de mi propio yo. Algunos expresarán situaciones que yo he vivido o decisiones que en su día tomé –acertadas o no-, otros son un reflejo deformado de mis pesadillas y demonios interiores, pero todos tienen algo de mí. Han de ser mis sentimientos, tanto los buenos como los malos, lo que sientan mis personajes. No me considero capaz de expresar una pasión si nunca la he sentido, por eso mis protagonistas –todos, hasta el último figurante de mis novelas- llevan una parte de mí, aunque sea deformada hasta hacerla irreconocible. Para reflejar los sentimientos de un asesino en serie no hace falta haber matado nunca a nadie, basta con mirar en nuestro interior, buscar nuestros más profundos odios y miedos, y encontraremos el terror y la brutalidad de la bestia que todos llevamos dentro. Incluso la bestia de Tierra amarga tiene algo de Iñaki Uriarte.

MP: Entran ganas de leerle… Háblenos de su última novela, Tierra Amarga.

IU: Es una novela histórica, esto es indiscutible, aunque con unas cuantas pinceladas de novela negra y de terror. 
Tierra amarga transcurre en los últimos años de la edad media y dibuja con el máximo detalle la vida de aquellos jauntxos ya renacentistas, pero por encima de todo es una historia de aventuras, de asaltos a castillos, emboscadas nocturnas y duelos a espada. Son mis sueños de niño, las veces que me imaginé a lomos de un formidable bridón de batalla cabalgando contra el enemigo acero en mano, los que vuelan por entre las páginas de Tierra amarga. Con Tierra amarga he tratado de hacer vivir aquellas ingenuas sensaciones a los lectores adultos que hoy la tomen entre sus manos. Sentir la emoción de la lucha, el miedo a lo desconocido, el gozo de la victoria. Que el lector pueda revivir sus fantasías infantiles. 
También quería contar como vivían y morían aquellos hombres y mujeres del medioevo, los que hicieron de esta tierra lo que es, pero sin sesudos estudios ni farragosos ensayos, de manera que me decidí por contar mis sueños de batallas y los amores imposibles, escribir sobre los sentimientos que el ser humano siempre a tenido y contra los que siempre ha luchado, el entusiasmo y el miedo, la pasión y la ambición, la familia y el odio, todo eso es Tierra amarga.

MP: Usted es una persona que ama la Historia y la Literatura. Pero estos son dos elementos que en ocasiones no se llevan bien. Hay quien opina que en novela histórica es obligatorio ofrecer el máximo rigor y ajustarse a los hechos sucedidos en el pasado sin apartarse un ápice de ellos; otros piensan, por el contrario, que la novela histórica es ante todo novela y por lo tanto puede y debe permitirse licencias. ¿Qué opina? IU: Según la Real Academia, una novela histórica es aquella cuyo argumento alude a sucesos o personajes recordados por la historia -y creo innecesario insistir en que una novela es una obra de ficción- por lo tanto, me resulta hipócrita el que nadie pueda reprochar al escritor que se tome cuantas libertades considere necesarias para ajustar el guión de su novela a sus propias expectativas. Siempre y cuando no pretenda luego hacerlas pasar por realidades históricas.
Como ya he comentado, opino que el autor de ficción es libre de escribir lo que le plazca, sin que nadie se pueda arrogar el derecho de recriminarle falta de rigor histórico o científico. A nadie se le ocurre criticar una novela futurista alegando imposibilidades científicas, o despreciar una novela fantástica por que no cumple las leyes de la física; no es posible viajar en el tiempo, pero eso no deshonra la novela de H.G. Wells. Por eso me parece estúpido el reprochar a una novela histórica el que no se ajuste exactamente a los hechos tal y como ocurrieron. Quien busque rigor histórico debe buscarlo en un ensayo o en los libros de texto, no en una novela.
Bien es cierto que Tierra amarga está profundamente documentada, pero esto ha sido, exclusivamente, una opción personal. Simplemente, a mí me gusta que la ambientación, los pequeños detalles que circundan la acción, sean lo más ajustados posibles a la época en la que se desarrolla la novela. Me gusta conocer como eran en realidad, como vestían, qué comían, como vivían y como morían las gentes de aquella época, por eso he buscado hechos históricos donde ambientar mi novela y he tratado de dibujar con el trazo más fino la vida en la tierra llana y en las villas tardo medievales. Y todo esto no me ha impedido el tomarme ciertas libertades; es muy cierto que quemaron la torre de Basurto y asesinaron a un Leguizamón en Tendería, pero el cómo, el cuando y el porqué fueron novelados a mi antojo para hacer más comprensible al lector la realidad de aquella época.

MP: ¿Tiene en mente algún nuevo proyecto literario? ¿Se puede desvelar el título?

IU: De momento solo esbozos, algún párrafo suelto que puede dar lugar a una historia o morir antes de haber nacido. Nada que pueda llevar título aún.

MP: ¿Cuál es su forma de trabajar? Cómo crea la historia (¿toma notas, la esquematiza, realiza un borrador previo, etc.?), cómo da vida a sus personajes, cuáles son sus manías como escritor…

IU: Me gusta comprender a los personajes, necesito saber que tipo de calzado lleva y si le aprieta o no el pie. Esto supone que, muchas veces, me disperso en la documentación antes de ponerme a escribir y otras muchas me pierdo a mitad de un capítulo por buscar qué hierbas aromáticas podía echar la etxekoandre al puchero, pero insisto que cada cual debe escribir según sus gustos, y los míos van por esos extraños derroteros.
Por lo demás soy un diletante totalmente autodidacta, en algún caso puede ser que sea el personaje quien va dando forma a la novela en torno a su forma de ser, en otros es la historia quien va eligiendo sus personajes. 
En La piedra filosofal nació primero el brujo, y fue al buscar la posibilidad de que realmente existiera un ser así cuando nació mi primera novela. En Tierra amarga, por el contrario, tenía claro que deseaba contar una historia de banderizos y fueron las necesidades de contar sus hechos las que determinaron los personajes que la pueblan. 
En todo caso, una vez encontrado el germen de la novela se trata de desplegarla, ver hacia donde debe caminar y trazar un esquema de su desarrollo. En mi caso escribo una pequeña sinopsis del argumento que luego voy a desarrollar, dejando libertad a los personajes para modificar la historia según van creciendo.
En Tierra amarga, ya he dicho que quería contar una historia de banderizos. Por lo tanto, lo primero que hice fue buscar una serie de incidentes entre bandos que fueran lo más representativos posibles de la época y sus tecnologías. Así, seleccioné para mi novela el asalto a una casa torre, un combate a pie, otro a caballo, una celada en la villa y una emboscada en los caminos. Luego únicamente quedaba el unirlos entre sí mediante un protagonista común o dibujarlos como telón de fondo de una historia paralela. Me decidí por la segunda opción para que el protagonista de Tierra amarga pudiera ser alguien a quien le resultara extraño el modo de vida de los jauntxos vizcaínos, a la vez que parte de ella, y pudiera contar al lector todo aquello que le llamara la atención. Así nació Juan de Basondo, clérigo nacido en Vizcaya y criado desde su infancia en Valladolid. Luego solo tuve que dejarle solo para que fuera él quien descubriera al resto de habitantes de esta tierra, no por amarga menos amada.

MP: Existen autores que afirman sufrir con la escritura, bien porque no son capaces de escribir con el estilo que quieren o porque sus personajes “actúan a su aire” durante la historia, como si fueran seres ajenos a su voluntad. ¿Es usted uno de estos autores o, sencillamente, disfruta?

IU: Tierra amarga fue el trabajo de tres años y yo tengo poco de masoquista. Nadie me obliga a escribir y escribo simplemente porque me gusta. Es cierto que escribir supone un cierto esfuerzo, como puede serlo el correr por el parque o jugar un partido de futbol pero, para quien no vive de la literatura, es siempre un esfuerzo gratificante. Cierto que muchas veces me siento frustrado por no saber pasar al papel lo que quiero expresar y que la corrección de lo escrito puede resultar bastante irritante, pero es evidente que si no disfrutara escribiendo no lo haría. Creo que no tiene sentido sufrir por afición.
Respecto a mis personajes, yo les permito cierta libertad de acción y es el desarrollo de la trama la que va dándoles forma y personalidad. No tengo un esquema rígido, simplemente, coloco al personaje en una situación y dejo que sea él quien la resuelva, una veces según el guión preestablecido, otras es el destino quien decide su suerte. A mí eso no me hace sufrir, todo lo contrario, me divierte y apasiona el ver como un personaje inventado puede tener una cierta vida propia, ajena a la de su creador.

MP: ¿Qué autores han influido en su obra?

IU: Más que de autores, me gusta hablar de obras. Soy un lector bastante ecléctico, apasionado de las novelas de aventuras: la isla del tesoro, los hechos del rey Arturo…, también lector de clásicos: la Ilíada, el asno de oro… y he disfrutado sobremanera con Gulliver, tanto como con los cuentos de Poe; también he viajado en el tiempo y a lo profundo de la mente humana con alguna de las obras de Philip K. Dick, pero no creo que exista un autor en concreto que haya influido especialmente en mi forma de enfrentarme a la literatura. De verme obligado a elegir algún nombre, seleccionaría a Ibañez (el de Mortadelo y Filemón) o a Richmal Crompton (autora de las aventuras de Guillermo Brown), que fueron quienes me aficionaron a la lectura.

MP: ¿Un autor actual que le guste? ¿Por qué?

IU: Me cuesta elegir un autor actual, por que no puedo encontrar uno del que me gusten todas sus obras. A una novela brillante pueden seguir decenas de absurdas historias escritas con el espíritu de un mal funcionario. Quizás sea un problema de esta sociedad, en la que todo debe ser rentable y los escritores no se libran de esta obligación. Parece que todos los escritores de éxito actuales están obligados a sacar sus obras a plazos prefijados, sin que se puedan conformar con haber escrito una obra extraordinaria. Si consiguen una obra maestra, se ven obligados a escribir su secuela (o su “precuela”, que es aún peor) lo que hace que su siguiente novela sea un mero objeto de comercio, nada que ver con la literatura.

MP: ¿Y uno que no le guste? ¿Por qué?
IU: Sánchez Dragó, me parece el prototipo de “escritor” del que antes he hablado, un publicista que solo tiene imagen para vender. Alguien para quien la literatura es únicamente una forma de ganar dinero, ni tan siquiera una afición o un oficio, simplemente el modo de aumentar su fortuna.
MP: ¿Qué opina del libro electrónico? ¿Desaparecerá el libro de papel?

IU: Soy un enamorado del libro como objeto físico, el olor a tinta y papel me parece que nunca podrá ser sustituido por una pantalla de ordenador. Pero tampoco podemos comparar las ediciones de regalo en los diarios, de mal papel encolado, mal impreso y peor encuadernado, con las cuidadas ediciones de lomos cosidos. Es cierto que una buena encuadernación no puede ocultar un libro estúpido o pesado, pero multiplica el sentimiento que producen las bellas palabras. Al ojear un ejemplar bien encuadernado, en buen papel, el solo olor que desprenden sus páginas ayuda al autor a trasmitir sus emociones hasta el lector. La complicidad amorosa que da un libro bien impreso jamás la podrá procurar una pantalla.

MP: Vivimos en un mundo en continuo avance tecnológico. Internet ha supuesto una revolución que también afecta a la Literatura al ofrecer la posibilidad de publicar fácilmente, lo que antes no sucedía. ¿Se le ocurre algún inconveniente?
IU: Mientras el leer exija un tiempo y esfuerzo por parte del lector, la literatura no será una afición de masas, esto hemos de tenerlo claro. En la literatura, jamás existirá algo parecido a Youtube, con millones de visitas a un clip de sonido o una performance.
Aunque es muy cierto que Internet puede ayudar en dar a conocer una obra escrita, ampliar su eco y hacer que llegue a lugares donde antes le sería imposible llegar a una edición modesta. Esta es su grandeza, y una inmensa oportunidad que no deberíamos desaprovechar. 
Es cierto que hoy es mucho más fácil -y barato- el autopublicarse, pero el verdadero problema de un autor no es publicar, lo realmente difícil es dar a conocer su obra y distribuirla. Y para esto, Internet puede ser una herramienta increíblemente eficaz.
MP: Imagine que un autor novel le pide dos consejos: ¿Qué debo hacer para mejorar y crecer como autor? y ¿qué debo evitar para no fracasar en el intento?
IU: ¿Un neófito dando consejos al novicio? Que se sepa escritor, pero que sea siempre consciente de que nunca será el mejor escritor; y que insista en su empeño, pero con la suficiente flexibilidad como para aceptar que sus críticos también pueden tener algo de razón.

3 feb 2013

¿Qué es la literatura?


En caso de que exista algo que pueda denominarse teoría literaria, resulta obvio que hay una cosa que se denomina literatura sobre la cual teoriza. Consiguientemente podemos principiar planteando la cuestión ¿qué es literatura?
Varias veces se ha intentado definir la literatura. Podría definírsela, por ejemplo, como obra de "imaginación", en el sentido de ficción, de escribir sobre algo que no es literalmente real. Pero bastaría un instante de reflexión sobre lo que comúnmente se incluye bajo el rubro de literatura para entrever que no va por ahí la cosa. La literatura inglesa del siglo XVII incluye a Shakespeare, Webster, Marvell y Milton, pero también abarca los ensayos de Francis Bacon, los sermones de John Donne, la autobiografía espiritual de Bunyan y aquello —llámese como se llame— que escribió Sir Thomas Browne. Más aún, incluso podría llegar a decirse que comprende el Leviatan de Hobbes y la Historia de la rebelión de Clarendon. A la literatura francesa del siglo XVII pertenecen, junto con Corneille y Racine, las máximas de La Rochefoucauld, las oraciones fúnebres de Bossuet, el tratado de Boilean sobre la poesía, las cartas que Madame de Sevigné dirigió a su hija, y también los escritos filosóficos de Descartes y de Pascal. En la literatura inglesa del siglo XIX por lo general quedan comprendidos Lamb (pero no Bentham), Macaulay (pero no Marx), Mili (pero no Darwin ni Herbert Spencer).
El distinguir entre "hecho" y "ficción", por lo tanto, no parece encerrar muchas posibilidades en esta materia, entre otras razones (y no es ésta la de menor importancia), porque se trata de un distingo a menudo un tanto dudoso. Se ha argüido, pongamos por caso, que la oposición entre lo "histórico" y lo "artístico" por ningún concepto se aplica a las antiguas sagas islándicas (1). En Inglaterra, a fines del siglo XVI y principios del XVII, la palabra "novela" se empleaba tanto para denotar sucesos reales como ficticios; más aún, a duras penas podría aplicarse entonces a las noticias el calificativo de reales u objetivas. Novelas e informes noticiosos no eran ni netamente reales u objetivos ni netamente novelísticos. Simple y sencillamente no se aplicaban los marcados distingos que nosotros establecemos entre dichas categorías (2). Sin duda Gibbon pensó que estaba consignando verdades históricas, y quizá pensaron lo mismo los autores del Génesis. Ahora algunos leen esos escritos como si se tratase de hechos, pero otros los consideran “ficción”. Newman, ciertamente, consideró verdaderas sus meditaciones teológicas, pero hoy en día muchos lectores las toman como "literatura". Añádase que si bien la literatura incluye muchos escritos objetivos excluye muchos que tienen carácter novelístico. Las tiras cómicas de Superman y las novelas de Mills y Boon refieren temas inventados pero por lo general no se consideran como obras literarias y ciertamente, quedan excluidos de la literatura. Si se considera que los escritos “creadores" o "de imaginación" son literatura, ¿quiere esto decir que la historia, la filosofía y las ciencias naturales carecen de carácter creador y de imaginación?
Quizá haga falta un enfoque totalmente diferente. Quizá haya que definir la literatura no con base en su carácter novelístico o “imaginario” sino en su empleo característico de la lengua. De acuerdo con esta teoría, la literatura consiste en una forma de escribir, según palabras textuales del crítico ruso Roman Jakobson, en la cual "se violenta organizadamente el lenguaje ordinario". La literatura transforma e intensifica el lenguaje ordinario, se aleja sistemáticamente de la forma en que se habla en la vida diaria. Si en una parada de autobús alguien se acerca a mi y me murmura al oído: “Sois la virgen impoluta del silencio”, caigo inmediatamente en la cuenta de que me hallo en presencia de lo literario. Lo comprendo porque la textura, ritmo y resonancia de las palabras exceden, por decirlo así, su significado “abstraíble” o bien, expresado en la terminología técnica de los lingüistas, porque no existe proporción entre el significante y el significado. El lenguaje empleado atrae sobre sí la atención, hace gala de su ser material, lo cual no sucede en frases como "¿No sabe usted que hay huelga de choferes?''.
De hecho, esta es la definición de lo "literario" que propusieron los formalistas rusos, entre cuyas filas figuraban Viktor Shklovsky, Roman Jakobson, Osip Brik, Yury Tynyanov, Boris Eichenbaum y Boris Tomashevsky. Los formalistas surgieron en Rusia en los años anteriores a la revolución bolchevique de 1917, y cosecharon laureles durante los años veinte, hasta que Stalin les impuso silencio. Fue un grupo militante y polémico de críticos que rechazaron las cuasi místicas doctrinas simbolistas que anteriormente habían influido en la crítica literaria, y que con espíritu científico práctico enfocaron la atención a la realidad material del texto literario. Según ellos la crítica debía separar arte y misterio y ocuparse de la forma en que los textos literarios realmente funcionan. La literatura no era una seudorreligión, psicología o sociología sino una organización especial del lenguaje. Tenía leyes propias específicas, estructuras y recursos, que debían estudiarse en si mismos en vez de ser reducidos a algo diferente. La obra literaria no era ni vehículo ideológico, ni reflejo de la realidad social ni encarnación de alguna verdad trascendental, era un hecho material cuyo funcionamiento puede analizarse como se examina el de una máquina. La obra literaria estaba hecha de palabras, no de objetos o de sentimientos, y era un error considerarla como expresión del criterio de un autor Osip Brik dijo alguna vez —con cierta afectación y a la ligera— que Eugenio Onieguin, el poema de Pushkin, se habría escrito aunque Pushkin no hubiera existido.
El formalismo era esencialmente la aplicación de la lingüística al estudio de la literatura; y como la lingüística en cuestión era de tipo formal, enfocada más bien a las estructuras del lenguaje que a lo que en realidad se dijera, los formalistas hicieron a un lado el análisis del "contenido" literario (donde se puede sucumbir a lo psicológico o a lo sociológico), y se concentraron en el estudio de la forma literaria. Lejos de considerar la forma como expresión del contenido, dieron la vuelta a estas relaciones y afirmaron que el contenido era meramente la "motivación" de la forma, una ocasión u oportunidad conveniente para un tipo particular de ejercicio formal. El Quijote no es un libro acerca de un personaje de ese nombre, el personaje no pasa de ser un recurso para mantener unidas diferentes clases de técnicas narrativas. Rebelión en la granja (de Orwell) no era, según los formalistas, una alegoría del estalinismo, por el contrario, el estalinismo simple y llanamente proporcionó una oportunidad útil para tejer una alegoría. Esta desorientada insistencia ganó para los formalistas el nombre despreciativo que les adjudicaron sus antagonistas. Aun cuando no negaron que el arte se relacionaba con la realidad social —a decir verdad, algunos formalistas estuvieron muy unidos a los bolcheviques— sostenían desafiantes que esta relación para nada concernía al crítico.
Los formalistas principiaron por considerar la obra literaria como un conjunto más o menos arbitrario de "recursos", a los que sólo más tarde estimaron como elementos relacionados entre si o como "funciones" dentro de un sistema textual total. Entre los "recursos" quedaban incluidos sonido, imágenes, ritmo, sintaxis, metro, rima, técnicas narrativas, en resumen, el arsenal entero de elementos literarios formales. Estos compartían su efecto “enajenante” o “desfamiliarizante”. Lo específico del lenguaje literario, lo que lo distinguía de otras formas de discurso era que "deformaba" el lenguaje ordinario en diversas formas. Sometido a la presión de los recursos literarios, el lenguaje literario se intensificaba, condensaba, retorcía, comprimía, extendía, invertía. El lenguaje "se volvía extraño", y por esto mismo también el mundo cotidiano se convertía súbitamente en algo extraño, con lo que no está uno familiarizado. En el lenguaje rutinario de todos los días, nuestras percepciones de la realidad y nuestras respuestas a ella se enrancian, se embotan o, como dirían los formalistas, se “automatizan”. La literatura, al obligarnos en forma impresionante a darnos cuenta del lenguaje, refresca esas respuestas habituales y hace más 'perceptibles' los objetos. Al tener que luchar más arduamente con el lenguaje, al preocuparse por él más de lo que suele hacerse, el mundo contenido en ese lenguaje se renueva vividamente. Quizá la poesía de Gerard Manley Hopkins proporcione a este respecto un ejemplo gráfico. El discurso literario aliena o enajena el lenguaje ordinario, pero, paradójicamente, al hacerlo, proporciona una posesión más completa, más íntima de la experiencia. Casi siempre respiramos sin darnos cuenta de ello el aire, como el lenguaje, es precisamente el medio en que nos movemos. Ahora bien, si el aire de pronto se concentrara o contaminara tendríamos que fijarnos más en nuestra respiración, lo cual quizá diera por resultado una agudización de nuestra vida corporal. Leemos una nota garrapateada por un amigo sin prestar mucha atención a su estructura narrativa, pero si un relato se interrumpe y después recomienza, si cambia constantemente de nivel narrativo y retarda el desenlace para mantenernos en suspenso nos damos al fin cuenta de como está construido y, al mismo tiempo, quizá también se haga más intensa nuestra participación. El relato, el argumento, como dirían los formalistas, emplea recursos que “entorpecen" o "retardan" a fin de retener nuestra atención. En el lenguaje literario, estos recursos "quedan al desnudo". Esto es lo que movió a Viktor Shklovsky a comentar maliciosamente que Tristram Shandy, de Laurence Sterne, es una novela que entorpece su propia línea narrativa a tal grado que a duras penas por fin comienza, y que “es la novela más típica de la literatura mundial”
Los formalistas, por consiguiente, vieron el lenguaje literario como un conjunto de desviaciones de una norma, como una especie de violencia lingüística: la literatura es una clase "especial" de lenguaje que contrasta con el lenguaje “ordinario" que generalmente empleamos. El reconocer la desviación presupone que se puede identificar la norma de la cual se aparta. Si bien el lenguaje ordinario es un concepto del que están enamorados algunos filósofos de Oxford, el lenguaje de estos filósofos tiene poco en común con la forma ordinaria de hablar de los cargadores portuarios de Glasgow. El lenguaje que los miembros de estos dos grupos sociales emplean para escribir cartas de amor usualmente difiere de la forma en que hablan con el párroco de la localidad. No pasa de ser una ilusión el creer que existe un solo lenguaje “normal” , idea que comparten todos los miembros de la sociedad. Cualquier lenguaje real y verdadero consiste en gamas muy complejas del discurso, las cuales se diferencian según la clase social, la región, el sexo, la categoría y así sucesivamente, factores que por ningún concepto pueden unificarse cómodamente en una sola comunidad lingüística homogénea. Las normas de una persona quizá sean irregulares para alguna otra. “Ginne” como sinónimo de “alleyway” (callejón) quizá resulte poético en Brighton pero no pasa de ser lenguaje ordinario en Barnsley. Aun los textos más 'prosaicos' del siglo XV pueden parecernos “poéticos” por razón de su arcaísmo. Si nos cayera en las manos algún escrito breve, aislado de su contexto y procedente de una civilización desaparecida hace mucho, no podríamos decir a primera vista si se trataba o no de un escrito “poético” por desconocer el modo de hablar ordinario de esa civilización, y aun cuando ulteriores investigaciones pusieran de manifiesto características que se “desvían” de lo ordinario no quedaría probado que se trataba de un escrito poético pues no todas las desviaciones lingüísticas son poéticas. Consideremos el caso del argot, del slang. A simple vista no podríamos decir si un escrito en el cual se emplean sus términos pertenece o no a la literatura “realista" sin estar mucho mejor informados sobre la forma en que tal escrito encajaba en la sociedad en cuestión.
Y no es que los formalistas rusos no se dieran cuenta de todo esto. Reconocían que tanto las normas como las desviaciones cambiaban al cambiar el contexto histórico o social y que, en este sentido, lo "poético" depende del punto donde uno se encuentra en un momento dado. El hecho de que el lenguaje empleado en una obra parezca "alienante" o "enajenante" no garantiza que en todo tiempo y lugar haya poseído esas características. Resulta enajenante sólo frente a cierto fondo lingüístico normativo, pero si éste se modifica quizás el lenguaje ya no se considere literario. Si toda la clientela de un bar usara en sus conversaciones ordinarias frases como “Sois la virgen impoluta del silencio", este tipo de lenguaje dejaría de ser poético. Dicho de otra manera, para los formalistas "lo literario" era una función de las relaciones diferenciales entre dos formas de expresión y no una propiedad inmutable. No se habían propuesto definir la "literatura" sino lo "literario", los usos especiales del lenguaje que pueden encontrarse en textos "literarios" pero también en otros diferentes. Quien piense que la "literatura" puede definirse a base de ese empleo especial del lenguaje tendrá que considerar el hecho de que aparecen más metáforas en Manchester que en Marvell No hay recurso "literario" -metonimia, sinécdoque, lítote, inversión retórica, etc. - que no se emplee continuamente en el lenguaje diario.
Sin embargo, los formalistas suponían que la “rarefacción" era la esencia de lo literario. Por decirlo as, "relativizaban" este empleo del lenguaje, lo veían como contraste entre dos formas de expresarse. Ahora bien, supongamos que yo oyera decir en un bar al parroquiano de la mesa de al lado “Esto no es escribir, esto es hacer garabatos". La expresión ¿es “literaria” o “no literaria”? Pues es literaria va que proviene de Hambre la novela de Knut Hamsun. Pero ¿cómo sé yo que tiene un carácter literario? Al fin y al cabo no llama la atención por su calidad verbal. Podría decir que reconozco su carácter literario porque estoy enterado de que proviene de esa novela de Knut Hamsun. Forma parte de un texto que yo leí como novelístico, que se presenta como novela, que puede figurar en el programa de lecturas de un curso universitario de literatura, y así sucesivamente. El contexto me hace ver su carácter literario, pero el lenguaje en sí mismo carece de calidad o propiedades que permitan distinguirlo de cualquier otro tipo de discurso, y quien lo empleara en el bar no sería admirado por su destreza literaria. El considerar la literatura como lo hacen los formalistas equivale realmente a pensar que toda literatura es poesía. Un hecho significativo cuando los formalistas fijaron su atención en la prosa a menudo simplemente le aplicaron el mismo tipo de técnica que usaron con la poesía. Por lo general se juzga que la literatura abarca muchas cosas además de la poesía que incluye, por ejemplo, escritos realistas o naturalistas carentes de preocupaciones lingüísticas o de llamativo exhibicionismo. A veces se emplea el adjetivo excelente o (algún sinónimo) a un texto precisamente por que su lenguaje no atrae inmoderadamente la atención. Se admira su sencillez lacónica o su atinada sobriedad ¿Y qué decir sobre los chascarrillos, las porras deportivas, los lemas o slogans, los encabezados periodísticos, los anuncios publicitarios, a menudo verbalmente llamativos pero que generalmente no se clasifican como literatura?
Otro problema relacionado con la “rarificación” consiste en que, con suficiente ingenio, cualquier texto adquiere un carácter "raro". Fijémonos en una advertencia de suyo nada ambigua que a veces se lee en el metro londinense: “Hay que llevar en brazos a los perros por la escalera mecánica”. Sin embargo, quizá la frase no sea tan clara o tan carente de ambigüedad como de momento puede parecer. ¿Quiere decir que uno debe llevar un can abrazado en esa escalera? ¿Corre peligro de que se le impida usar la escalera si no encuentra un perro callejero y lo toma en sus brazos? Muchos avisos aparentemente claros encierran ambigüedades como las que acabamos de señalar. “La basura debe arrojarse en este cesto”, o el letrero “Salida” que se lee en las carreteras británicas pueden resultar desconcertantes para un californiano. Con todo, aun haciendo de lado molestas ambigüedades, es a todas luces obvio que ese aviso del metro puede considerarse como literatura. Puede uno detenerse a considerar el staccato abrupto y amenazador de las solemnes voces monosílabas iniciales (“hay que”). Y cuando se llega a aquello de llevar en brazos pleno de sugerencias, quizá la mente esté considerando la posibilidad de ayudar durante toda la vida a perros lisiados. Quizá se descubra en cada cadencia, en cada inflexión del término escalera mecánica una imitación del movimiento ascendente y descendente de aquel dispositivo. Puede tratarse de un empeño infructuoso, pero no mucho más infructuoso que el afirmar que se perciben los tajos y las acometidas de los estoques en la descripción poética de un duelo. El primer enfoque tiene al menos la ventaja de sugerir que la "literatura" puede referirse, en todo caso, tanto a lo que la gente hace con lo escrito como a lo que lo escrito hace con la gente.
Aun cuando alguien leyera el aviso en la forma indicada, subsistiría la posibilidad de leerlo como poesía, que es sólo una parte de lo que usualmente abarca la literatura. Por lo tanto, consideraremos otra forma de “malinterpretar" un letrero que puede conducirnos todavía un poco más lejos. Imagine a un ebrio noctámbulo, derrumbado sobre el pasamanos de la escalera mecánica, que lee y relee el letrero con laboriosa atención durante varios minutos y musita “¡Qué gran verdad!” ¿En qué tipo de error se ha incurrido en ese momento? En realidad, el ebrio aquel considera el letrero como una expresión de significado general e incluso de trascendencia cósmica. Al aplicar a esas palabras ciertos ajustes o convencionalismos relacionados con la lectura, el ebrio de marras las arranca de su contexto inmediato, hace generalizaciones basándose en ellas, y les atribuye un significado más amplio y profundo que la finalidad pragmática a que estaban destinadas. Ciertamente, todo esto parecería ser una operación relacionada con lo que la gente llama literatura. Cuando el poeta nos dice que su amor es cual rosa encarnada, sabemos, precisamente porque recurrió a la métrica para expresarse, que no hemos de preguntarnos si realmente estuvo enamorado de alguien que, por extrañas razones, le pareció que tenía semejanza con una rosa. El poeta simplemente ha expresado algo referente a las mujeres y al amor en términos generales. Por consiguiente, podríamos decir que la literatura es un discurso "no pragmático”. Al contrario de los manuales de biología o los recados que se dejan para el lechero, la literatura carece de un fin práctico inmediato, y debe referirse a una situación de carácter general. Algunas veces —no siempre— puede emplear un lenguaje singular como si se propusiera dejar fuera de duda ese hecho, como si deseara señalar que lo que entra en juego es una forma de hablar sobre una mujer en vez de una mujer en particular, tomada de la vida real. Este enfoque dirigido a la manera de hablar y no a la realidad de aquello sobre lo cual se habla, a veces se interpreta como si con ello se quisiera indicar que entendemos por literatura cierto tipo de lenguaje autorreferente, un lenguaje que habla de sí mismo.
Con todo, también esta forma de definir la literatura encierra problemas. Por principio de cuentas, probablemente George Orwell se habría sorprendido al enterarse de que sus ensayos se leerían como si los temas que discute fueran menos importantes que la forma en que los discute. En buena parte de lo que se clasifica como literatura el valor-verdad y la pertinencia práctica de lo que se dice se considera importante para el efecto total. Pero aun si el tratamiento "no pragmático" del discurso es parte de lo que quiere decirse con el término "literatura", se deduce de esta "definición" que, de hecho, no se puede definir la literatura "objetivamente". Se deja la definición de literatura a la forma en que alguien decide leer, no a la naturaleza de lo escrito. Hay ciertos tipos de textos -poemas, obras dramáticas, novelas— que obviamente no se concibieron con "fines pragmáticos", pero ello no garantiza que en realidad vayan a leerse adoptando ese punto de vista. Yo podría leer lo que Gibbon relata sobre el Imperio Romano no porque mi despiste llegue al grado de pensar que allí encontraré información digna de crédito sobre la Roma de la antigüedad, sino porque me agrada la prosa de Gibbon o porque me deleitan las representaciones de la corrupción humana sea cual fuere su fuente histórica. También puedo leer el poema de Robert Burns —suponiendo que yo fuese un horticultor japonés- porque no había yo aclarado si en la Inglaterra del siglo XVIII florecían o no las rosas rojas. Se dirá que esto no es leer el poema "como literatura", pero, ¿podría decirse que leo los ensayos de Orwell como literatura siempre y cuando generalice yo lo que él dice sobre la Guerra Civil española y lo eleve a la categoría de declaraciones de valor cósmico sobre la vida humana? Es verdad que muchas de las obras que se estudian como literatura en las instituciones académicas fueron "construidas" para ser leídas como literatura, pero también es verdad que muchas no fueron "construidas" así. Un escrito puede comenzar a vivir como historia o filosofía y, posteriormente, ser clasificado como literatura; o bien puede empezar como literatura y acabar siendo apreciado por su valor arqueológico. Algunos textos nacen literarios; a otros se les impone el carácter literario. A este respecto puede contar mucho más la educación que la cuna. Quizá lo que importe no sea de dónde vino uno sino cómo lo trata la gente. Si la gente decide que tal o cual escrito es literatura parecería que de hecho lo es, independientemente de lo que se haya intentado al concebirlo.
En este sentido puede considerarse la literatura no tanto como una cualidad o conjunto de cualidades inherentes que quedan de manifiesto en cierto tipo de obras, desde Beowulf hasta Virginia Woolf, sino como las diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito. No es fácil separar, de todo lo que en una u otra forma se ha denominado "literatura", un conjunto fijo de características intrínsecas. A decir verdad, es algo tan imposible como tratar de identificar el rasgo distintivo y único que todos los juegos tienen en común. No hay absolutamente nada que constituya la "esencia" misma de la literatura. Cualquier texto puede leerse sin "afán pragmático", suponiendo que en esto consista el leer algo como literatura; asimismo, cualquier texto puede ser leído "poéticamente". Si estudio detenidamente el horario-itinerario ferrocarrilero, no para averiguar qué conexión puedo hacer, sino para estimularme a hacer consideraciones de carácter general sobre la velocidad y la complejidad de la vida moderna, podría decirse que lo estoy leyendo como literatura. John M. Ellis sostiene que el término "literatura" funciona en forma muy parecida al término "hierbajo". Los hierbajos no pertenecen a un tipo especial de planta; son plantas que por una u otra razón estorban al jardinero.3 Quizá "literatura" signifique precisamente lo contrario: cualquier texto que, por tal o cual razón, alguien tiene en mucho. Como diría un filósofo, "literatura" y "hierbajo" son términos más funcionales que ontológicos, se refieren a lo que hacemos y no al ser fijo de las cosas. Se refieren al papel que desempeña un texto o un cardo en un contexto social, a lo que lo relaciona con su entorno y a lo que lo diferencia de él, a su comportamiento, a los fines a los que se le puede destinar y a las actividades humanas que lo rodean. En este sentido, "literatura" constituye un tipo de definición hueca, puramente formal. Aunque dijéramos que no es un tratamiento pragmático del lenguaje, no por eso habríamos llegado a una esencia de la literatura porque existen otras aplicaciones del lenguaje, como los chistes, pongamos por caso. De cualquier manera, dista mucho de quedar claro que se pueda distinguir con precisión entre las formas "prácticas" y las "no prácticas" de relacionarse con el lenguaje. Evidentemente no es lo mismo leer una novela por gusto que leer un letrero en la carretera para obtener información. Pero ¿qué decir cuando se lee un manual de biología para enriquecer la mente? ¿Constituye esto, una forma pragmática de tratar el lenguaje? En muchas sociedades la "literatura" ha cumplido funciones de gran valor práctico, como las de carácter religioso. Distinguir tajantemente entre lo "práctico" y lo "no práctico" sólo resulta posible en una sociedad como la nuestra, donde la literatura en buena parte ha dejado de tener una función práctica. Quizá se esté presentando como definición general una acepción de lo "literario" que en realidad es históricamente específica
Por lo tanto, aun no hemos descubierto el secreto de por qué Lamb, Macaulay y Mill son literatura, mientras que, en términos generales, no lo son ni Bentham, ni Marx, ni Darwin. Quizá la respuesta sin complicaciones sea que los tres primeros son ejemplos de lo "bien escrito" pero no los otros tres. Esta respuesta encierra la desventaja de que en gran parte es errónea (al menos a juicio mío), pero presenta la ventaja de sugerir, de un modo general, que la gente denomina "literatura" a los escritos que le parecen buenos. Evidentemente a esto último se puede objetar que si fuera enteramente cierto no habría nada que pudiera llamarse mala literatura. Me parece que quizás se exagera el valor de Lamb y Macaulay, pero esto no significa necesariamente que vaya a dejar de considerarlos como literatura. A usted le puede parecer que Raymond Chandler es bueno dentro de su género, aunque no sea precisamente literatura. Por otra parte, si Macaulay realmente fuera un mal escritor, si desconociera totalmente la gramática y sólo pareciera interesarse en los ratones blancos entonces es probable que la gente no daría a su obra el nombre de literatura, ni siquiera el de mala literatura. Parecería, pues, que los juicios de valor tienen ciertamente mucho que ver con lo que se juzga como literatura y con lo que se juzga que no lo es, si bien no necesariamente en el sentido de que un escrito, para ser literario, tenga que caber dentro de la categoría de lo “bien escrito”, sino que tiene que pertenecer a lo que se considera “bien escrito” aun cuando se trate de un ejemplo inferior de una forma generalmente apreciada. Nadie se tomaría la molestia de decir que un billete de autobús constituye un ejemplo de literatura inferior, pero si podría decirlo acerca de la poesía de Ernest Dowson. Los términos bien escritos o bellas letras son ambiguos en este sentido: denotan una clase de composiciones generalmente muy apreciadas pero que no comprometen a opinar que es “bueno” tal o cual ejemplo en particular.
Con estas reservas, resulta iluminadora la sugerencia de que “literatura” es una forma de escribir altamente estimada, pero encierra una consecuencia un tanto devastadora significa que podemos abandonar de una vez por todas la ilusión de que la categoría “literatura” es “objetiva”, en el sentido de ser algo inmutable, dado para toda la eternidad. Cualquier cosa puede ser literatura, y cualquier cosa que inalterable e incuestionablemente se considera literatura Shakespeare, pongamos por caso— puede dejar de ser literatura. Puede abandonarse por quimérica cualquier opinión acerca de que el estudio de la literatura es el estudio de una entidad estable y bien definida como ocurre con la entomología. Algunos tipos de novela son literatura, pero otros no lo son. Cierta literatura es novelística pero otra no. Una clase de literatura toma muy en cuenta la expresión verbal, pero hay otra que no es literatura sino retórica rimbombante. No existe literatura tomada como un conjunto de obras de valor asegurado e inalterable caracterizado por ciertas propiedades intrínsecas y compartidas. Cuando en el resto del libro use las palabras “literario” y “literatura” llevarán una especie de invisible tachadura para indicar que realmente no son las apropiadas pero que de momento no cuento con nada mejor.
Los juicios de valor son notoriamente variables, por eso se deduce de la definición de literatura como forma de escribir altamente apreciada que no es una entidad estable. Los tiempos cambian, los valores no proclaman el anuncio de un diario, como si todavía creyéramos que hay que matar a las criaturas enfermizas o exhibir en público a los enfermos mentales. Así, como en una época la gente puede considerar filosófica la obra que más tarde calificará de literaria, o viceversa, también puede cambiar de opinión sobre lo que considera escritos valiosos. Más aun, puede cambiar de opinión sobre los fundamentos en que se basa para decidir entre lo que es valioso y lo que no lo es. Esto, como ya indiqué, no significa necesariamente que el publico vaya a negar el título de literatura a una obra que, al fin y al cabo, considera de calidad interior, la llamará literatura para indicar que, poco más o menos, pertenece al tipo de escritos que por lo general aprecia. Por otra parte, esto no significa que el llamado “canon literario”, la intocable “gloriosa tradición” de la “literatura nacional” tenga que tomarse como un concepto —una “construcción”— cuya conformación estuvo a cargo de ciertas personas movidas por ciertas razones en cierta época. No hay ni obras ni tradiciones literarias valederas, por sí mismas, independientemente de lo que sobre ellas se haya dicho o se vaya a decir. “Valor” es un término transitorio, significa lo que algunas personas aprecian en circunstancias específicas, basándose en determinados criterios y a la luz de fines preestablecidos. Es por ello muy posible que si se realizara en nuestra historia una transformación suficientemente profunda, podría surgir en el futuro una sociedad incapaz de obtener el menor provecho de la lectura de Shakespeare. Quizá sus obras le resultasen desesperadamente extrañas, plenas de formas de pensar y sentir que en la sociedad en cuestión se considerarían estrechas o carentes de significado. En esas circunstancias Shakespeare no valdría más que los letreros murales -graffiti- que hoy se estilan. Si bien muchos considerarían que se habría descendido a condiciones sociales trágicamente indigentes, creo que se pecaría de dogmatismo si se rechazara la posibilidad de que esa situación proviniera más bien de un enriquecimiento humano generalizado. A Karl Marx le preocupaba saber por qué el arte de la antigüedad griega conserva su “encanto eterno" aun cuando hace mucho tiempo que desaparecieron las condiciones que lo produjeron. Ahora bien, visto que aun no termina la historia ¿cómo podríamos saber que va a continuar siendo “eternamente” encantador? Supongamos que, gracias a expertas investigaciones arqueológicas, se descubriera mucho más sobre lo que la tragedia griega en realidad significaba para el público contemporáneo, nos diéramos cuenta de la enorme distancia que separa lo que entonces interesaba de lo que hoy nos interesa, y releyéramos esas obras a la luz de conocimientos más profundos. Ello podría dar por resultado -entre otras cosas- que dejaran de gustarnos esas tragedias y comedias. Quizá llegáramos a pensar que antes nos habían gustado porque, inconscientemente, las leíamos a la luz de nuestras propias preocupaciones. Cuando esto resultara menos posible, quizá esas obras dramáticas dejaran de hablarnos significativamente.
El que siempre interpretemos las obras literarias, hasta cierto punto, a través de lo que nos preocupa o interesa (es un hecho que en cierta forma “lo que nos preocupa o interesa” nos incapacita para obrar de otra forma), quizá explique por qué ciertas obras literarias parecen conservar su valor a través de los siglos. Es posible, por supuesto, que sigamos compartiendo muchas inquietudes con la obra en cuestión, pero también es posible que, en realidad y sin saberlo, no hayamos estado evaluando la “misma” obra. “Nuestro” Homero no es idéntico al Homero de la Edad Media, y “nuestro” Shakespeare no es igual al de sus contemporáneos. Más bien se trata de estos períodos históricos diferentes han elaborado, para sus propios fines, un Homero y un Shakespeare “diferentes”, y han encontrado en los respectivos textos elementos que deben valorarse o devaluarse (no necesariamente los mismos). Dicho en otra forma, las sociedades “rescriben”, así sea inconscientemente todas las obras literarias que leen. Más aun, leer equivale siempre a “rescribir”. Ninguna obra, ni la evaluación que en alguna época se haga de ella pueden, sin más ni más, llegar a nuevos grupos humanos sin experimentar cambios que quizá las hagan irreconocibles. Esta es una de las razones por las cuales lo que se considera como literatura sufre una notoria inestabilidad.
No quiero decir que esa inestabilidad se deba al carácter subjetivo de los juicios de valor. Según este punto de vista, el mundo se halla dividido entre hechos sólidamente concretos que están “allá”, como la Estación Central del ferrocarril, y juicios de valor arbitrarios que se ubican “aquí dentro”, como el gusto por los plátanos o el sentir que el tono de un poema de Yeats va desde las bravatas defensivas hasta la resignación hosca pero dúctil. Los hechos están a la vista y son irrecusables, pero los valores son cosa personal y arbitraria. Evidentemente no es lo mismo consignar un hecho, por ejemplo “Esta catedral fue construida en 1612”, que expresar un juicio de valor como “esta catedral es una muestra magnífica de la arquitectura barroca”. Pero supongamos que dije lo primero cuando acompañaba por diversas partes de Inglaterra a un visitante extranjero y me di cuenta de que lo había desconcertado bastante. ¿Por qué, podría preguntarme, insiste en darme las fechas de la construcción de todos estos edificios? ¿A qué se debe esa obsesión con los orígenes? En la sociedad donde vivo, podría agregar, para nada conservamos datos de esa naturaleza. Para clasificar nuestros edificios nos fijamos en si miran al noroeste o al sudoeste. Esto quizás pusiera de manifiesto una parte del sistema inconsciente basada en juicios de valor subyacentes en mis datos descriptivos. Juicios de valor como éstos no son necesariamente del mismo tipo que aquel otro de “Esta catedral es una muestra magnífica de la arquitectura barroca”, pero no dejan de ser juicios de valor, y ninguna enunciación de hechos que yo pudiera formular sería ajena a ellos. La enunciación de un hecho no deja de ser, después de todo, una enunciación, y da por sentado cierto número de juicios cuestionables que esas enunciaciones valen la pena más que otras, que estoy capacitado para formularlas y garantizar su verdad, que mi interlocutor es una persona a quien vale la pena formularlas, que no carece de utilidad el formularlas, y así por el estilo. Bien puede transmitirse información en las conversaciones de bar, pero en esos diálogos también sobresalen elementos de lo que los lingüistas llaman 'fáctico', o sea, de lo relacionado con el propio acto de comunicar. Cuando charlo con usted sobre el estado del tiempo doy a entender que una conversación con usted vale la pena, que lo considero persona de mérito y que se emplea bien el tiempo charlando con usted, que no soy antisocial, que no me voy a poner a criticar de la cabeza a los pies su aspecto personal.
En este sentido no hay posibilidad de formular una declaración totalmente desinteresada. Por supuesto, se considera que el decir cuando se construyo una catedral no demuestra tanto interés en nuestra cultura como expresar una opinión sobre su estilo arquitectónico, pero también podrían imaginarse situaciones en las cuales la primera declaración estuviera más "preñada de valores" que la otra. Quizás “barroco” y "magnífico” hayan llegado a ser términos más o menos sinónimos, pero sólo unos cuantos tercos se aferrarían a una idea exagerada sobre la importancia de la fecha en que se construyó un edificio, y al consignarla enviaba yo un mensaje para indicar que me adhería a ellos. Todas las declaraciones descriptivas se mueven dentro de una red (a menudo invisible) de categorías de valor. Añádase que, indudablemente, sin esas categorías no tendríamos absolutamente nada que decirnos. No se trata solamente de que poseyendo conocimientos que corresponden a la realidad los falseemos movidos por intereses y opiniones particulares (cosa ciertamente posible), se trata también de que aun sin intereses especiales podríamos carecer de conocimientos porque no nos hemos dado cuenta de que vale la pena adquirirlos. Los intereses son elementos constitutivos de nuestro conocimiento, no meros prejuicios que lo ponen en peligro. El afirmar que el conocimiento debe ser “ajeno a los valores" constituye un juicio de valor.
Bien puede ser que el gusto por los plátanos no pase de ser una cuestión privada, pero de hecho esto también es cuestionable. Un análisis a fondo sobre mis gustos en materia de comida probablemente revelaría profundos lazos con ciertas experiencias de mi primera infancia, con mis relaciones con mis padres y hermanos y con muchos otros factores culturales que son tan sociales y tan “no subjetivos” como las estaciones de ferrocarril. Esto es aun más cierto en lo referente a la estructura fundamental de los criterios e intereses dentro de los cuales nací por ser miembro de una sociedad en particular, como por ejemplo, creer que debo procurar mantenerme en buen estado de salud, que los diferentes papeles que se representan según el sexo al cual se pertenece tienen sus raíces en la biología humana o que el hombre es más importante que los cocodrilos. Usted y yo podemos no estar de acuerdo en tal o cual cuestión, pero ello se debe exclusivamente a que compartimos ciertas formas profundas de ver y evaluar enlazadas a nuestra vida social y que no pueden cambiar si antes no se transforma esa vida. Nadie me va a imponer un fuerte castigo porque me desagrade algún poema de Donne; pero si reconozco que de plano la obra de Donne no es literatura, en ciertas circunstancias me arriesgaría a perder mi empleo. Estoy en libertad de votar por los laboristas o los conservadores, pero si trato de conducirme basándome en la creencia de que tal libertad meramente encubre un gran prejuicio —o sea que la democracia se reduce a la libertad de cruzar un emblema en la cédula para votar cada vez que se celebran elecciones- en ciertas circunstancias especiales bien podría acabar en la cárcel.
La estructura de valores (oculta en gran parte) que da forma y cimientos a la enunciación de un hecho, constituye parte de lo que se quiere decir con el término “ideología”. Sin entrar en detalles, entiendo por ideología las formas en que lo que decimos y creemos se conecta con la estructura de poder o con las relaciones de poder en la sociedad en la cual vivimos. De esta definición gruesa de la ideología se sigue que no todos nuestros juicios y categorías subyacentes pueden denominarse —con provecho— ideológicos. Ha arraigado profundamente en nosotros la tendencia a imaginarnos moviéndonos hacia el futuro (aun cuando existe por lo menos una sociedad que se considera de regreso ya del futuro), pero si bien esta manera de ver quizá logre conectarse significativamente con la estructura del poder en nuestra sociedad, no es preciso que tal cosa suceda siempre y en todas partes. Por ideología no entiendo nada más criterios hondamente arraigados, si bien a menudo inconscientes. Me refiero muy particularmente a modos, de sentir, evaluar, percibir y creer que tienen alguna relación con el sostenimiento y la reproducción del poder social. Que tales criterios no son, por ningún concepto, meras rarezas personales puede aclararse recurriendo a un ejemplo literario.
En su famoso estudio Practical Criticism (1929), el crítico I. A. Richards, de la Universidad de Cambridge, procuro demostrar cuán caprichosos y subjetivos pueden ser los juicios literarios, y para ello dio a sus alumnos (estudiantes de college) una serie de poemas, pero sin proporcionar ni el nombre del autor ni el título de la obra, y les pidió que emitieran su opinión. Por supuesto, en los juicios hubo notables discrepancias, además, mientras poetas consagrados recibieron calificaciones medianas se exaltó a oscuros escritores. Opino, sin embargo que, con mucho, lo más interesante del estudio -en lo cual muy probablemente no cayó en la cuenta el propio Richards- es el firme consenso de valoraciones inconscientes subyacente en las diferencias individuales de opinión. Al leer lo que dicen los alumnos de Richards sobre aquellas obras literarias, llaman la atención los hábitos de percepción e interpretación que espontáneamente comparten lo que suponen que es la literatura, lo que dan por hecho cuando se aproximan a un poema y los beneficios que por anticipado suponen se derivaran de su lectura. Nada de esto es en realidad sorprendente, pues presumiblemente todos los participantes en el experimento eran jóvenes británicos, de raza blanca pertenecientes a la clase alta o al estrato superior de la clase media, educados en escuelas particulares en los años veinte, por lo cual su forma de responder a un poema dependía de muchos factores que no eran exclusivamente “literarios”. Sus respuestas críticas estaban firmemente entrelazadas con prejuicios y criterios de amplio alcance. No se trata de que haya habido culpa no hay respuesta crítica ajena a esos enlaces, y, por lo tanto, no existen las interpretaciones o los juicios críticos literarios puros. Uno mismo tiene la culpa, en caso de que alguien la tenga. El propio I. A. Richards como joven profesor de Cambridge, perteneciente a la clase media superior, no pudo objetivar un contexto de intereses que él mismo había en gran parte compartido y, por consiguiente, tampoco pudo reconocer a fondo que las diferencias de evaluación locales, “subjetivas” actúan dentro de una forma particular, socialmente estructurada de percibir el mundo.
Si no se puede considerar la literatura como categoría descriptiva “objetiva”, tampoco puede decirse que la literatura no pasa de ser lo que la gente caprichosamente decide llamar literatura. Dichos juicios de valor no tienen nada de caprichosos. Tienen raíces en hondas estructuras de persuasión al parecer tan inconmovibles como el edificio Empire State. Así, lo que hasta ahora hemos descubierto no se reduce a ver que la literatura no existe en el mismo sentido en que puede decirse que los insectos existen, y que los juicios de valor que la constituyen son históricamente variables, hay que añadir que los propios juicios de valor se relacionan estrechamente con las ideologías sociales. En última instancia no se refieren exclusivamente al gusto personal sino también a lo que dan por hecho ciertos grupos sociales y mediante lo cual tienen poder sobre otros y lo conservan. Como esta afirmación puede parecer un tanto forzada y nacida de un prejuicio personal, vale la pena ponerla a prueba considerando el ascenso de la “literatura” en Inglaterra.

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