29 oct 2010

Diccionario del Diablo (Fragmento)

E

Economía, s. Compra del barril de whisky que no se necesita por
el precio de la vaca que no se tiene.

Educación, s. Lo que revela al sabio y esconde al necio su falta
de comprensión.

Ecuanimidad, s. Disposición de soportar ofensas con humilde
compostura, mientras se madura un plan de venganza.

Efecto, s. El segundo de dos fenómenos que ocurren siempre en
el mismo orden. Se dice que el primero, llamado Causa, genera al
segundo. Sería igualmente sensato, para quien nunca hubiera visto un
perro persiguiendo un conejo, afirmar que el conejo es la causa del
perro.

Egoísta, s. Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo
que en mí.
Egoísta, adj. Sin consideración por el egoísmo de los demás.


Ejecutivo, s. Rama del gobierno que hace cumplir los deseos del
legislativo hasta que el poder judicial los declara nulos y sin efecto.
Damos a continuación un extracto de un viejo libro titulado “El Selenita
Perplejo” (Pfeiffer & Co., Boston, 1803):
Selenita.—Entonces, cuando vuestro Congreso ha aprobado una
ley, ¿va inmediatamente a la Suprema Corte para que dictamine si es
constitucional?
Terráqueo.—¡Oh no! la ley no necesita la aprobación de la Suprema
Corte. A veces pasan años antes de que un abogado la objete en
nombre de su cliente. Si el presidente la aprueba, entra en vigor en el acto.
Selenita— Ah, el poder ejecutivo es parte del legislativo. ¿Y la
policía también debe aprobar los edictos que hace cumplir?
Terráqueo.— Todavía no... En términos generales, sin embargo,
todas las leyes exigen la aprobación de aquellos a quienes se proponen
reprimir.
Selenita.— Ya veo. La sentencia de muerte no es válida hasta que
no la firma el asesino.
Terráqueo.— Amigo mío, usted exagera. No somos tan coherentes.
Selenita— Pero este sistema de mantener una costosa maquinaria
judicial que sólo se pronuncia sobre la validez de las leyes mucho
después de que han empezado a ejecutarse, y sólo en el caso de que un
ciudadano particular las someta a la Corte, ¿no provoca una gran confusión?
Terráqueo— Así es, en efecto.
Selenita— ¿Por qué entonces no hacer convalidar las Ieyes por la
Suprema Corte, antes que por el presidente?
Terráqueo— Porque ese sistema no tiene precedente.
Selenita— ¿Qué es un precedente?
Terráqueo— Algo que ha sido definido por trescientos juristas a
razón de tres volúmenes cada uno. ¿Cómo podríamos saberlo?

Elector, s. El que goza del sagrado privilegio de votar por un
candidato que eligieron otros.

Electricidad, s. Fuerza causante de todos los fenómenos naturales
a los que no se puede atribuir otra causa. Es la misma cosa que el
rayo, y su famosa tentativa de fulminar al doctor Franklin es uno de los
más pintorescos incidentes en la carrera de ese hombre grande y bueno.
La memoria del doctor Franklin es justamente venerada, sobre todo en
Francia, donde recientemente se exhibió una efigie de cera que lo representaba,con esta conmovedora reseña de su vida y sus servicios a la
ciencia: Monsieur Franklin, inventor de la electricidad. Este ilustre
sabio, después de realizar varios viajes alrededor del mundo, murió en
las Islas Sandwich y fue devorado por los salvajes, sin que jamás se
recuperase de él un solo fragmento.
La electricidad parece destinada a jugar un papel importantísimo
en las artes y la industria. El problema de su aplicación económica a
ciertos fines aún no está resuelto pero se ha probado que impulsa un
tranvía mejor que un pico de gas, y da más luz que un caballo.

Elegía, s. Composición en verso, donde sin emplear ninguno de
los métodos del humorismo, el autor intenta producir en la mente del
lector la más profunda depresión. El ejemplo inglés más célebre empieza
más o menos así: El perro anuncia el moribundo día, La grey
mugiendo hacia el redil se aleja, A casa el sabio el lento paso guía Y el mundo a mis estupideces deja.

Elíseo, s. País imaginario y encantador que los antiguos neciamente
creían habitado por las almas de los buenos. Esta fábula ridícula Parodia de la “Elegía en un Cementerio de Aldea", de Thomas Gray, que en
la traducción castellana de Miralla dice: La esquila toca el moribundo día, la grey muriendo hacia el redil se aleja, A casa el labrador sus pasos guía, Y el mundo a mí y a las tinieblas deja.Y maliciosa fue barrida de la superficie de la tierra por los primeros
cristianos: ¡que sus almas sean felices en el Cielo!

Elocuencia, s. Arte oral de persuadir a los tontos de que lo blanco
es blanco. Incluye el don de hacer creer que cualquier color es blanco.

Elogio, s. Tributo que pagamos a realizaciones que se parecen a
las nuestras sin igualarlas.

Emancipación, s. Cambio por el que un esclavo trueca la tiranía
de otro por el propio despotismo.

Embalsamar, v. t. Defraudar a la vegetación, aprisionando los
gases de que se alimenta. Embalsamando sus muertos y, en consecuencia,
perturbando el equilibrio natural entre vida animal y vegetal, los
egipcios convirtieron un país fértil y poblado en otro estéril e incapaz de alimentar a sus escasos habitantes. El moderno sistema de entierro en un ataúd metálico es un paso en la misma dirección, y más de un hombre muerto que, a estas horas, convertido en árbol, debería estar ornando el parque del vecino, o enriqueciendo su mesa en forma de rabanitos, se ve condenado a una larga inutilidad. Si sobrevivimos y esperamos un poco, conseguiremos aprovecharlo, pero entretanto la
violeta y la rosa languidecen por falta de un mordisco de su “glutoeus maximus”.

Embuste, s. Mentira que no ha cortado los dientes. La mayor
aproximación a la verdad de un mentiroso consuetudinario en el perigeo
de su órbita excéntrica.

Emoción, s. Enfermedad postrante causada por el ascenso del corazón
a la cabeza. A veces viene acompañada de una copiosa descarga
de cloruro de sodio disuelto en agua, proveniente de los ojos.

Empalamiento, s. Enfermedad postrante causada por el ascenso
del arma que permanece fija en la herida. Esto, sin embargo es inexacto, empalar es, propiamente, dar muerte introduciendo en el cuerpo de la víctima, que está sentada, una estaca recta y puntiaguda. Era una forma común de castigo en muchas naciones de la antigüedad, y sigue estando en boga en China y otras partes de Asia. Hasta comienzos del siglo xv fue extensamente empleada para catequizar a herejes y cismáticos.
Wolecraft la llama el “banquillo del arrepentimiento”, y entre el
vulgo se decía jocosamente que el empalado “cabalgaba el caballo de
una sola pata”. Ludwig Salzmann nos informa que en el Tibet el empalamientose considera el castigo más apropiado de los crímenes contra la religión; y aunque en China se usa a veces para penar delitos seculares, casi siempre se reserva para casos de sacrificio. Pero al que en la práctica sufre el empalamiento le importa poco establecer qué clase de disidencia, civil o religiosa, le vale semejante incomodidad; aunque indudablemente experimentaría cierta satisfacción si pudiera contemplarse transfigurado en gallo de veleta sobre la cúpula de la Verdadera Iglesia.

Empujón, s. Una de las dos cosas que llevan al éxito, especialmente
en política. La otra es el tirón.

Encomio, s. Una clase especial (aunque no particular) de mentira.

Entendimiento, s. Secreción cerebral que permite a quien la posee
distinguir una casa de un caballo, gracias al tejado de la casa. Su
naturaleza y sus leyes han sido exhaustivamente expuestas por Locke,
que cabalgó una casa, y por Kant, que vivió en un caballo.

Entrañas, s. Estómago, corazón, alma y otros intestinos. Muchos
investigadores eminentes no clasifican el alma como una entraña, pero
el agudo y prestigioso observador Dr. Gunsaulus está convencido de
que nuestra parte inmortal es ese misterioso órgano llamado spleen.
Por lo contrario, el profesor Garret P. Servis sostiene que el alma del
hombre es esa prolongación de la médula espinal o de su nocola; y para probar su teoría, señala confiadamente el hecho de que los animales con cola carecen de alma. Frente a ambas teorías, lo mejor es suspender el juicio dando crédito a las dos.

Entusiasmo, s. Dolencia de la juventud, curable con pequeñas
dosis de arrepentimiento y aplicaciones externas de experiencia.

Envidia, s. Emulación adaptada a la capacidad más ruin.

Epicúreo, s. Adversario de Epicuro, filósofo abstemio que, sosteniendo que el placer debía ser la meta principal del hombre, no perdió el tiempo en gratificar sus sentidos.

Epigrama, s. Dicho breve y agudo, en prosa o en verso, que a
menudo se caracteriza por su acrimonia, y a veces, por su sabiduría. He aquí algunos de los epigramas más notables del erudito e ingenioso
doctor Jamrach Holobom:Conocemos mejor nuestras necesidades que
las ajenas. Servirse a sí mismo, es economía administrativa.
En cada corazón humano hay un tigre, un cerdo, un asno, y un
ruiseñor. La diversidad de los caracteres, se debe a lo desigual de su actividad.Existen tres sexos: los hombres, las mujeres y las muchachas.
La belleza en las mujeres y la distinción en los hombres se parecen
en que el irreflexivo las toma por una prueba de sinceridad.
En el amor, las mujeres se avergüenzan menos que los hombres.
Tienen menos de qué avergonzarse.Cuando un amigo te toma afectuosamente ambas manos, estás asalvo; puedes vigilárselas.

Epitafio, s. Inscripción que, en una tumba, demuestra que las
virtudes adquiridas por la muerte tienen un efecto retroactivo.

Ermitaño, s. Persona cuyos vicios y locuras no se ejercen en sociedad.

Escarabajo, s. Insecto sagrado de los antiguos egipcios. Presuntamente simbolizaba la inmortalidad y el hecho de que sólo Dios supiera por qué, le daba su peculiar santidad. Es posible que la costumbre de incubar sus huevos en una hoja de estiércol le haya granjeado el favor del clero, y que algún día le procure devoción similar entre nosotros.
Es cierto que el escarabajo norteamericano es un escarabajo inferior,
pero el sacerdote norteamericano también es inferior.

Escarificación, s. Forma de penitencia practicada por los devotos
medievales. El rito se efectuaba a veces con un cuchillo, a veces con un hierro caliente, pero (dice Arsenius Asceticus) siempre era aceptable si el penitente no se ahorraba dolor ni mutilación inofensiva alguna. La escarificación, como otras groseras penitencias, ha sido actualmente reemplazada por la beneficencia. La fundación de una biblioteca o un donativo a una universidad, infligen al penitente, según se dice, un dolor más agudo y perdurable que el cuchillo o el hierro, y son, pues, un medio más seguro de alcanzar la gracia. Como método penitencial, empero, tiene dos graves inconvenientes: el bien que hace y la mácula
de la justicia.

Escriba, s. Escritor profesional de opiniones antagónicas a las
nuestras.

Escrituras, s. Los sagrados libros de nuestra santa religión, por
oposición a los escritos falsos y profanos en que se fundan todas las
otras religiones.
Espalda, s. Parte del cuerpo de un amigo que uno tiene el privilegio
de contemplar en la adversidad.

Espejo, s. Plano vítreo sobre el que aparece un efímero espectáculo
dado para desilusión del hombre.
El rey de Manchuria tenía un espejo mágico, donde el que miraba,
veía, no su imagen, sino la del rey. Cierto cortesano que durante
mucho tiempo había gozado del favor real y en consecuencia se había
enriquecido más que cualquier otro súbdito, dijo al monarca: “Dame, te lo ruego, tu maravilloso espejo, para que cuando me encuentre apartado de tu augusta presencia pueda, a pesar de todo, rendir homenaje ante tu sombra visible, postrándome día y noche ante la gloria de tu benigno semblante, cuyo divino esplendor nada supera, ¡Oh Sol Meridiano del Universo!”. Halagado por el discurso, el rey ordenó que el espejo fuese llevado al palacio del cortesano. Pero un día en que fue a visitarlo sin anuncio previo, encontró al espejo en un cuarto lleno de basura, nublado por el polvo y cubierto de telarañas. Esto lo encolerizó tanto, que golpeó el espejo con el puño, rompiendo el cristal y lastimándose cruelmente.
Más enfurecido aún con esta desgracia, ordenó que el ingrato cortesano fuera arrojado a la cárcel, y que el espejo fuese reparado y conducido a su propio palacio. Y así se hizo. Pero cuando el rey volvió a mirarse en el espejo, no vio su imagen, como antes, sino la figura de un asno coronado, con una venda sangrienta en una de las patas: que era lo mismo que siempre habían visto los autores del artificio, y los meros espectadores, sin atreverse a comentarlo. Tras recibir esa lección de sabiduría y caridad, el rey puso en libertad al cortesano, hizo instalar el espejo en el respaldo del trono y reinó largos años con justicia y humildad. Y al morir mientras dormía sentado en el trono, toda la corte vio en el espejo la luminosa figura de un ángel, que sigue allí hasta hoy.

Espiar, v. i. Escuchar secretamente un catálogo de los crímenes y
vicios de otro, o de uno mismo.

Erudición, s. Polvillo que cae de un libro a un cráneo vacío.

Esotérico, adj. Abstruso en forma muy particular, y consumadamente
oculto. Las filosofías antiguas eran de dos clases: “exotéricas”, o
sea aquellas que los propios filósofos podían comprender en parte; y
“esotéricas”, o sea las que nadie podía comprender. Estas últimas son
las que han afectado más profundamente el pensamiento moderno y las
que han tenido mayor aceptación en nuestro tiempo.

Eterno, adj. Dícese de lo que dura para siempre. Es con mucha
timidez que me atrevo a ofrecer esa breve y elemental definición, pues no ignoro la existencia de un enorme volumen del ex obispo de Worcester titulado “Definición Parcial de la Palabra Eterno, Tal Como se Usa en la Versión Autorizada de las Santas Escrituras”.
Este libro gozó antaño de mucho prestigio en el seno de la Iglesia
Anglicana, y creo que todavía se lo estudia con placer para el intelecto y provecho para el alma.

Etnología, s. Ciencia que estudia las distintas tribus del Hombre:
por ejemplo, ladrones, asaltantes, estafadores, burros, lunáticos, idiotas y etnólogos.

Eucaristía, s. Fiesta sagrada de la secta religiosa de los Teófagos.
En esta secta surgió una vez una infortunada disputa acerca de lo que
comían. Dicha controversia ha causado ya la muerte a quinientas mil
personas, sin que la cuestión se haya aclarado.

Evangelista, s. Portador de buenas nuevas, particularmente (en
sentido religioso) las que garantizan nuestra salvación y la condenación
del prójimo.

Excentricidad, s. Método de distinción tan vulgar que los tontos
lo usan para acentuar su incapacidad.

Excepción, s. Cosa que se toma la libertad de diferir de las otras
cosas de su clase, como un hombre honesto, una mujer veraz, etc. “La
excepción prueba la regla”, es un dicho que está siempre en boca de los ignorantes, quienes la transmiten como los loros de uno a otro, sin reflexionar en su absurdo. En latín, la expresión “Exceptio probat regulam”significa que la excepción “pone a prueba” la regla y no que la confirma. El malhechor que vació a esta excelente sentencia de todo su sentido, substituyéndolo por otro diametralmente opuesto, ejerció un poder maligno que parece ser inmortal.

Exceso, s. En moral, indulgencia que hace cumplir, mediante penas
apropiadas, la ley de la moderación.

Exceso de trabajo, s. Peligrosa enfermedad que afecta a los altos
funcionarios que quieren ir de pesca.

Exhortar, v. t. En materia religiosa, poner la conciencia de otro
en asador y dorarla hasta que su incomodidad se manifieste en un tono
pardo de nuez.

Exiliado, s. El que sirve a su país viviendo en el extranjero, sin
ser un embajador.

Éxito, s. El único pecado imperdonable contra nuestros semejantes.

Experiencia, s. Sabiduría que nos permite reconocer como una
vieja e indeseable amistad a la locura que ya cometimos.

Expulsión, s. Remedio eficaz para la enfermedad de la charlatanería.
Muy usado también en casos de extrema pobreza.

Extinción, s. Materia prima con que la teología creó el estado futuro.

Extremidad, s. Rama de un árbol o pierna de una mujer norteamericana.

Extremo, s. La posición más alejada, en ambas direcciones del
interlocutor.

28 oct 2010

Rules for Writers

1. Olvídate de la vieja y aburrida máxima “escribe sobre lo que sabes”. En su lugar, busca un espacio desconocido pero cognoscible de la experiencia que mejore tu comprensión del mundo y escribe sobre eso.


2. No obstante, recuerda que en las particularidades de tu propia vida se encuentra la semilla que alimentará a tu trabajo imaginativo. Por lo tanto, no tires toda tu autobiografía por la borda. (Ya hay memorias de escritores más que suficientes por ahí.)


3. Nunca te conformes con un primer borrador. De hecho, nunca te conformes con nada de lo tuyo hasta que estés seguro de que es tan bueno como tus poderes finitos pueden permitirlo.



4. Escucha las críticas y las preferencias de tus “primeros lectores” de confianza.



5. Cuando llega una idea, guárdala un rato en silencio. Recuerda la idea de Keats de “capacidad negativa” y el consejo de Kipling de “déjate llevar, espera y obedece”. Junto con tu recopilación de datos concretos, permítete también soñar tu idea como realidad.



6. En la etapa de planificación de un libro, no planees el final. Tiene que ser de todo lo que le precede.



7. Respeto a la forma en que los personajes pueden cambiar una vez que tienen 50 páginas de vida. Revisa su plan en esta etapa y mira si algo tiene que ser modificado para poder asumir esos cambios.



8. Si estás escribiendo ficción histórica, no pongas como protagonistas a personajes reales muy conocidos. Esto sólo creará “malestar biográfico” en los lectores y los enviará a los libros de historia. Si tienes que escribir sobre personas reales, haz algo post-moderno y lúdico con ellos.



9. Aprende del cine. Sé económico con las descripciones. Distingue los detalles reveladores de los que no aportan nada. Escribe diálogos que la gente pueda tener realmente.



10. Nunca comiences el libro cuando sientas que debes hacerlo, posponlo un poco.

27 oct 2010

Los dos hilos

Análisis de las dos historias -tema trascendental a la hora de escribir cuentos-.


I
En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.


III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.


IV
En La muerte y la brújula, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí poque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gangster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? [El autor], Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en El Sur, como la cicatriz en La forma de la espada) de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.


V
El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.


VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.


VII
El gran río de los dos corazones, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chéjov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir en cuento como si el lector ya lo supiera.


VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chéjov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.


IX
Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chéjov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.


X
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En La muerte y la brújula, la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en El muerto, con Nolam en Tema del traidor y del héroe.
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.


XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana terra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

26 oct 2010

Diez Consejos

1. Lee como un loco. Pero intenta hacerlo analíticamente —que puede ser duro, porque cuanto mejor y absorbente es una novela, menos consciente eres de sus estratagemas. Pero merece la pena averiguar cuáles son: pueden ser útiles para tu trabajo. Ver películas también me parece instructivo. Casi todas los taquillazos de Hollywood son desesperadamente largos y flojos. Intentar visualizar cómo habrían mejorado estas películas con unos pocos cortes radicales es un gran ejercicio en el arte de la narración de historias. Lo que me lleva a...



2. ...cortar como un loco. Menos es más. He leído muchas veces manuscritos —incluidos los míos— donde, en el principio, de por ejemplo el segundo capítulo, he pensado: «Aquí es donde debería haber empezado la novela». Una gran cantidad de información sobre un personaje y sus antecedentes puede resolverse con pequeños detalles. La carga emocional que sientes hacia una escena o un capítulo se moverá hacia otras historias. Sé profesional. De hecho...



3... Trata la escritura como un trabajo. Sé disciplinado. A muchos escritores les entra una especie de TOC con esto. Graham Greene escribía 500 palabras al día. Jean Plaidy llegaba a las
5.000 antes de comer, después pasaba la tarde respondiendo el correo de los fans. Mi mínimo es 1.000 al día —a veces es fácil de lograr, y otras, francamente, es como cagar un ladrillo, pero me obligo a quedarme en la mesa hasta que he llegado ahí, porque sé que haciendo eso estoy avanzando en el libro. Esas 1.000 palabras pueden ser basura —a menudo lo son. Pero entonces, siempre es más fácil volver a ella otro día y hacerlas mejor. 



4. Escribir ficción no es una «auto-expresión» o «terapia». Las novelas son para los lectores, y escribirlas quiere decir la construcción desinteresada, elaborada y paciente de los efectos. Pienso en mis novelas como viajes en atracciones de feria: mi trabajo es asegurar al lector en su coche al comienzo del capítulo uno, y después rodarlos y moverlos a toda velocidad por las escenas y las sorpresas, en una ruta cuidadosamente planeada, a un ritmo de fina ingeniería. 



5. Respeta a tus personajes, incluso a los menos importantes. En el arte, como en la vida, cada uno es el héroe de su historia particular; vale la pena pensar en cuáles son las historias de tus personajes secundarios, aunque sólo se crucen ligeramente con la de tus protagonistas. A la vez...



6. ... No llenes de gente el relato. Los personajes deberían ser individualizados, pero funcionales —como las figuras en un cuadro. Piensa en La coronación de espinas, de El Bosco, en la que un paciente y sufriente Jesús está rodeado de cerca por cuatro hombres amenazadores. Cada uno de los personajes es único, y con todo representa a un tipo; y colectivamente forman una narrativa que es más poderosa por ser tan justa y económicamente construida. Sobre un tema parecido...



7... No escribas de más. Evita las frases redundantes, los adjetivos que distraen, los adverbios innecesarios. Los que empiezan, especialmente, parecen creer que escribir ficción requiere un tipo especial de prosa florida, completamente distinta de cualquier clase de lengua que uno se pueda encontrar en la vida del día a día. Se trata de un malentendido sobre cómo se producen los efectos de la ficción, y que pueden disiparse obedeciendo a la regla número uno. Leer algo de la obra de Colm Tóibín o Cormac McCarthy, por ejemplo, es descubrir cómo un vocabulario limitado deliberadamente pueden producir un impresionante impacto emocional. 



8. El ritmo es crucial. Escribir bien no es suficiente. Los aprendices pueden ser buenos haciendo una página simple de prosa bien elaborada, pero a veces carecen de la habilidad de llevar al lector a un viaje, con todos los cambios de terreno, velocidad y modo que implica un largo viaje. De nuevo, encuentro que las películas pueden ayudar. La mayoría de loas novelas han de acercarse, detenerse, retroceder, avanzar, de forma bastante cinematográfica.



9. Que no cunda el pánico. A mitad de escribir una novela, he experimentado regularmente momentos de terror, al contemplar las tonterías en la pantalla ante mí y ver más allá, en rápida sucesión, las reseñas despectivas, el bochorno de los amigos, la carrera fracasada, los ingresos menguantes, la casa embargada, el divorcio... Trabajar con obstinación durante crisis como estas, en cambio, me ha llevado hasta el final. Dejar la mesa por un rato puede ayudar. Hablar del problema
puede ayudarme a recordar lo que estaba intentando lograr antes de atascarme. Irse a dar un largo paseo casi siempre me hace pensar en mi manuscrito de un modo ligeramente distinto. Y si todo esto falla, queda rezar. San Francisco de Sales, el santo patrón de los escritores, me ha ayudado a menudo en una crisis. Si quieres extender tu red con más amplitud, puedes intentarlo apelando a Calíope, la musa de la poesía épica, también. 



10. El talento lo puede todo. Si eres realmente un gran escritor, no te hace falta aplicar ninguna de estas reglas. Si James Baldwin hubiese sentido que necesitaba aumentar un poco el ritmo, nunca habría logrado la extensa intensidad lírica de La habitación de Giovanni. Sin la prosa «sobreescrita», no tendríamos la exuberancia lingüística de un Dickens o una Angela Carter. Si todos fuesen económicos con sus personajes, no habría Wolf Hall... Para el resto de nosotros, sin embargo, las reglas son importantes. Y, de modo crucial, sólo entendiendo para qué son y cómo funcionan puedes empezar a experimentar rompiéndolas. 

25 oct 2010

Nota para " Najda "

PROEMIO
(mensaje con retraso)
Si ya, dentro de este libro, el acto de escribir, más aún el de publicar cualquier clase de libro, que­da situado en la categoría de las vanidades, ¡qué habrá de pensarse acerca de la complacencia con que su autor pretende, tantos años después, mejorar su forma por poco que sea! Y sin embargo conviene distin­guir, resulte o no oportuno en esta obra, cuanto se relaciona con la clave afectiva hasta depender enteramente de ella —constituye, claro está, lo esencial— de cuanto es relato diario, tan impersonal como pueda serlo, de acontecimientos insignificantes pero articulados unos con otros de manera especial (enramada de Léquier, ¡tuyo, siempre!)1. Si el intento de retocar en la distancia la expresión de un estado emocional, vista la imposibi­lidad de revivirlo en el presente, debe saldarse inevita­blemente con la disonancia y el fracaso (bastante se evidenció en el caso de Valéry, cuando una devoradora preocupación por el rigor le condujo a revisar sus "ver­sos antiguos")2, quizás no deba censurarse la preten­sión de conseguir que los términos sean más adecuados y cierta fluidez en otros aspectos.
Lo cual puede aplicarse muy especialmente a Nadja, en razón de uno de los dos principales imperativos "antiliterarios" a los que esta obra se somete: del mismo modo que la abundante ilustración fotográfica tiene por objeto eliminar cualquier descripción —habiendo sido ésta condenada por estéril en el Manifiesto del surrealismo3—, el tono adoptado para el relato copia al de la observación médica, especialmente a la neuropsiquiátrica, que tiende a conservar los datos de todo cuanto examen e interrogatorio pueden revelar, sin apurarse por adornar lo más mínimo el estilo al anotarlo. Al hilo de la lectura, podrá comprobarse que tal decisión, que cuida de que el documento "tomado en vivo" no resulte afectado en lo más mínimo, se aplica tanto a la persona de Nadja como a terceras personas y a mí mismo. La voluntaria indigencia de una escritura de estas características ha contribuido, sin duda, a la renovación de su audiencia, relegando su ocaso más allá de los límites habituales.
Subjetividad y objetividad disputan una serie de asaltos a lo largo de una vida humana, de los que casi siempre la primera resulta, muy rápidamente, muy mal parada. Al cabo de treinta y cinco años (la pátina es notable), los leves cuidados con que me decido a rodear a la segunda no dan cuenta sino de cierto res­peto a lo mejor-expresado, que ella es la única en tener en cuenta, pudiéndose encontrar lo mejor de la otra —que continúa importándome más— en la carta de amor acribillada de incorrecciones y en los "libros eró­ticos que carecen de ortografía".

22 oct 2010

El cuento mas hermoso del mundo

Se llamaba Charlie Mears; Era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba allí como espectador; le insinué que volviera a su casa.

Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil mientras Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo. Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven son casi tan sagrados como los de una niña. Charlie nunca se había enamorado, pero deseaba enamorarse en la primera oportunidad; creía en todas las cosas buenas y en todas las cosas honrosas, pero no me dejaba olvidar que era un hombre de mundo, como cualquier empleado de banco que gana veinticinco chelines por semana. Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella», candorosamente, seguro de la novedad de esas rimas. Tapaba con apresuradas disculpas y descripciones los grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguía adelante, viendo con tanta claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi aplauso.

Me parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo del lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y poco antes de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de "escribir algo realmente grande, usted sabe". Quizá lo alenté demasiado, porque una tarde vino a verme, con los ojos llameantes, y me dijo, trémulo:

- ¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquí y escribir toda la tarde? No lo molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.

- ¿Qué pasa? - pregunté, aunque lo sabía muy bien.

- Tengo una idea en la cabeza, que puede convertirse en el mejor cuento del mundo. Déjeme escribirlo aquí. Es una idea espléndida.

Imposible resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar enseguida. Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La pluma corrió más despacio, las tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó. El cuento más hermoso del mundo no quería salir.

- Ahora parece tan malo - dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo pensaba. ¿Dónde está la falla?

No quise desalentarlo con la verdad. Contesté:

- Quizá no estés en ánimo de escribir.

- Sí, pero cuando leo este disparate...

- Léeme lo que has escrito - le dije.

Lo leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenía en las frases más ampulosas, a la espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es natural.

- Habría que abreviarlo - sugerí cautelosamente.

- Odio mutilar lo que escribo. Aquí no se puede cambiar una palabra sin estropear el sentido. Queda mejor leído en voz alta que mientras lo escribía.

- Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese manuscrito y revísalo dentro de una semana.

- Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?

- ¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.

Charlie me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le había impedido trasladar a la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la originalidad, el poder de la idea que le había salido al encuentro. Con ideas infinitamente menos practicables y excelentes se habían infatuado muchos hombres. Pero Charlie proseguía serenamente, interrumpiendo la pura corriente de la imaginación con muestras de frases abominables que pensaba emplear. Lo escuché hasta el fin. Era insensato abandonar esa idea a sus manos incapaces, cuando yo podía hacer tanto con ella. No todo lo que sería posible hacer, pero muchísimo.

- ¿Qué le parece? - dijo al fin. Creo que lo titularé «La Historia de un Buque».

- Me parece que la idea es bastante buena; pero todavía estás lejos de poder aprovecharla. En cambio, yo...

- ¿A usted le serviría? ¿La quiere? Sería un honor para mí - dijo Charlie en seguida.

Pocas cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada, franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor imita la manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o intercala en la conversación sus dichos predilectos. Charlie hacía todo eso. Sin embargo, antes de apoderarme de sus ideas, yo quería apaciguar mi conciencia.

- Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento - le dije.

Instantáneamente, Charlie se convirtió en empleado de banco:

- Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo así, y hablando como hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.

Los tenía - nadie lo sabía mejor que yo - pero eran argumentos ajenos.

- Míralo como un negocio entre hombres de mundo - repliqué -. Con cinco libras puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios, y puedes estar seguro que no abonaría ese precio si...

- Si usted lo ve así - dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los libros.

Cerramos trato con la promesa de que me traería periódicamente todas las ideas que se le ocurrieran, tendría una mesa para escribir y el incuestionable derecho de infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:

- Cuéntame cómo te vino esta idea.

- Vino sola.

Charlie abrió un poco los ojos.

- Sí, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leído en alguna parte.

- No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquí, y los domingos salgo en bicicleta o paso el día entero en el río. ¿Hay algo que falta en el héroe?

- Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era pirata. ¿Cómo vivía?

- Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.

- ¿Qué clase de barco?

- Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos filas de remos, y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del banco, para que trabajen los hombres.

- ¿Cómo lo sabes?

- Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada a la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el barco. Una vez, el capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el héroe se ríe y lo azotan. Está encadenado a su remo, naturalmente.

- ¿Cómo está encadenado?

- Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al remo. Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por las escotillas y los agujeros de los remos. ¿Usted no se imagina la luz del sol filtrándose entre el agujero y el remo, y moviéndose con el banco?

- Sí, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.

- ¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la cubierta de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la cubierta inferior no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahí se enloquecen. Cuando en esa cubierta muere un remero, no lo tiran por la borda: lo despedazan, encadenado, y tiran los pedacitos al mar, por el agujero del remo.

- ¿Por qué? - pregunté asombrado, menos por la información que por el tono autoritario de Charlie Mears.

- Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los remeros de la cubierta de abajo, éstos no remarían y tratarían de arrancar los bancos, irguiéndose a un tiempo en sus cadenas.

- Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?

- Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal vez he leído algo, si usted lo dice.

Al rato salió en busca de librerías y me pregunté cómo, un empleado de banco, de veinte años, había podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores, datos con absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada aventura, motín, piratería y muerte, en mares sin nombre. Había empujado al héroe por una desesperada odisea, lo había rebelado contra los capataces, le había dado una nave que comandar, y después una isla "por ahí en el mar, usted sabe"; y, encantado con las modestas cinco libras, había salido a comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir. Me quedaba el consuelo de saber que su argumento era mío, por derecho de compra, y creía poder aprovecharlo de algún modo.

Cuando nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habían sido revelados. Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se envolvía en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre todo, estaba ebrio de Longfellow.

- ¿No es espléndido? ¿No es soberbio? - me gritó luego de un apresurado saludo. Oiga esto:

- ¿Quieres - preguntó el timonel - saber el secreto del mar? Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio.

- ¡Demonios!

- Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio - repitió veinte veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los versos en inglés.

- Pero yo también puedo comprenderlo - dijo - No sé cómo agradecerle las cinco libras. Oiga esto:

Recuerdo los embarcaderos negros, las ensenadas, la agitación de las mareas y los marineros españoles, de labios barbudos y la belleza y el misterio de las naves y la magia del mar. Nunca he afrontado peligros, pero me parece que entiendo todo eso.

- Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?

- Cuando era chico estuvimos en Brighton. Vivíamos en Coventry antes de venir a Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento huracanado del Equinoccio

Me tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión que lo sacudía.

- Cuando viene esa tormenta - prosiguió - todos los remos del barco se rompen, y los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted ya hizo mi argumento?

- No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los detalles del barco. Tú no sabes nada de barcos.

- No me lo explico. Es del todo real para mí hasta que trato de escribirlo. Anoche, en la cama, estuve pensando, después de concluir La Isla del Tesoro. Inventé una porción de cosas para el cuento.

- ¿Qué clase de cosas?

- Sobre lo que comían los hombres: higos podridos y habas negras y vino en un odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.

- ¿Tan antiguo era el barco?

- Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le aburre que hable de eso?

- En lo más mínimo. ¿Se te ocurrió algo más?

- Sí, pero es un disparate. - Charlie se ruborizó algo.

- No importa; dímelo.

- Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salí de la cama y apunté en un pedazo de papel las cosas que podían haber grabado en los remos, con el filo de las esposas. Me pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mí, usted sabe.

- ¿Tienes el papel?

- Sí, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrían ir en la primera hoja del libro.

- Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribían tus hombres.

- Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la guardé.

- ¿Qué se supone que esto significa en inglés?

- Ah, no sé. Yo pensé que podía significar: "Estoy cansadísimo". Es absurdo - repitió - pero esas personas del barco me parecen tan reales como nosotros. Escriba pronto el cuento; me gustaría verlo publicado.

- Pero todas las cosas que me has dicho darían un libro muy extenso.

- Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.

- Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?

- Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.

Cuando se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un policía ante una puerta llamada "Entrada Prohibida" en un corredor del Museo Británico. Lo que yo exigía, con toda la cortesía posible, era "el hombre de las antigüedades griegas". El policía todo lo ignoraba, salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los pabellones y escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso término a mi busca tomando la hoja de papel entre el pulgar y el índice, y mirándola con desdén.

- ¿Qué significa esto? Veamos - dijo -; si no me engaño es un texto en griego sumamente corrompido, redactado por alguien - aquí me clavó los ojos - extraordinariamente iletrado.

Leyó con lentitud:

- Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.

- ¿Puede decirme lo que significa este texto?

- He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester. Eso es lo que significa.

Me devolvió el papel; huí sin una palabra de agradecimiento, de explicación o de disculpa.

Mi distracción era perdonable. A mí, entre todos los hombres, me había sido otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada menos que la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro que los sueños le parecieran reales a Charlie. Las Parcas, tan cuidadosas en cerrar las puertas de cada vida sucesiva, se habían distraído esta vez, y Charlie miró, aunque no lo sabía, lo que a nadie le había sido permitido mirar, con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba enteramente el conocimiento que me había vendido por cinco libras; y perseveraría en esa ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden la mentempsicosis, y una buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego. Me suministraría - aquí bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reí en sus caras mutiladas - materiales que darían certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan grande que el mundo lo recibiría como una insolente y artificiosa ficción. Y yo, sólo yo sabría que era absoluta y literalmente cierto. Esa joya estaba en mi mano para que yo la puliera y cortara. Volví a bailar entre los dioses del patio egipcio, hasta que un policía me vio y empezó a acercarse.

Sólo había que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difícil; pero había olvidado los malditos libros de versos. Volvía, inútil como un fonógrafo recargado, ebrio de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho había sido en sus vidas anteriores, y desesperadamente ansioso de no perder una palabra de su charla, no pude ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como respeto por el alma actual de Charlie Mears, para quien la vida era tan nueva como lo fue para Adán, y como interés por sus lecturas; casi agotó mi paciencia, recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear que todos los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres. Calumnié las glorias más puras de la poesía porque desviaban a Charlie de la narración directa y lo estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que se agotó el ímpetu inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.

- ¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para los ángeles? - exclamó una tarde -. ¿Por qué no escribe algo así?

- Creo que no te portas muy bien conmigo - dije conteniéndome.

- Ya le di el argumento - dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.

- Pero quiero detalles.

- ¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son facilísimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero seguir leyendo.

Le hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podría inventar si supiera lo que Charlie ignoraba que sabía. Pero como detrás de mí estaban cerradas las puertas, tenía que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor. Una distracción momentánea podía estorbar una preciosa revelación. A veces dejaba los libros - los guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera escandalizado el gasto de dinero que representaban - y se perdía en sueños marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de Inglaterra. La mente plástica del empleado de banco estaba recargada, coloreada y deformada por las lecturas, y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el zumbido múltiple de un teléfono de una oficina en la hora más atareada.

Hablaba de la galera - de su propia galera, aunque no lo sabía - con imágenes de La Novia de Abydos. Subrayaba las aventuras del héroe con citas del Corsario y agregaba desesperadas y profundas reflexiones morales de Caín y de Manfredo, esperando que yo las aprovechara. Sólo cuando hablábamos de Longfellow esos remolinos se enmudecían, y yo sabía que Charlie decía la verdad, tal como la recordaba.

- ¿Esto qué te parece? - le dije una tarde en cuanto comprendí el ambiente más favorable para su memoria, y antes de que protestara le leí casi íntegra la Saga del Rey Olaf.

Escuchaba atónito, golpeando con los dedos el respaldo del sofá, hasta que llegué a la canción de Einar Tamberskelver y a la estrofa:

Einar, sacando la flecha de la cuerda que ya no tensaba, dijo: Era Noruega lo que se quebraba bajo tu mano, oh Rey.

Se estremeció de puro deleite verbal.

- ¿Es un poco mejor que Byron? - aventuré.

- ¡Mejor! Es cierto. ¿Cómo lo sabría Longfellow?

Repetí una estrofa anterior:

- ¿Qué fue eso?, dijo Olaf, erguido en el puente de mando, oí algo como el estruendo de un barco destrozado al encallar.

- ¿Cómo podía saber cómo los barcos se destrozan, y los remos saltan y hacen zzzzp contra la costa? Anoche apenas... Pero siga leyendo, por favor, quiero volver a oír "The Skerry of Shrieks"

- No, estoy cansado. Hablemos. ¿Qué es lo que sucedió anoche?

- Tuve un sueño terrible sobre esa galera nuestra. Soñé que me ahogaba en una batalla. Abordamos otro barco, en un puerto. El agua estaba muerta, salvo donde la golpeaban los remos. ¿Usted sabe cuál es mi sitio en la galera?

Al principio hablaba con vacilación, bajo un hermoso temor inglés de que se rieran de él.

- No, es una novedad para mí - respondí humildemente, y ya me latía el corazón.

- El cuarto remo a la derecha, a partir de la proa, en la cubierta de arriba. Eramos cuatro en ese remo, todos encadenados. Me recuerdo mirando el agua y tratando de sacarme las esposas antes de que empezara la pelea. Luego nos arrimamos al otro barco, y quedé inmóvil, con los tres compañeros encima y el remo grande atravesado sobre nuestras espaldas.

- ¿Y?

Los ojos de Charlie estaban encendidos y vivos. Miraba la pared, detrás de mi asiento.

- No sé cómo peleamos. Los hombres me pisoteaban la espalda y yo estaba quieto. Luego, nuestros remeros de la izquierda - atados a sus remos, ya sabe - gritaron y empezaron a remar hacia atrás. Oía el chirrido del agua, giramos como un escarabajo y comprendí, sin necesidad de ver, que una galera iba a embestirnos con el espolón, por el lado izquierdo. Apenas pude levantar la cabeza y ver su velamen sobre la borda. Queríamos recibirla con la proa, pero era muy tarde. Sólo pudimos girar un poco, porque el barco de la derecha se nos había enganchado y nos detenía. Entonces vino el choque. Los remos de la izquierda se rompieron cuando el otro barco, el que se movía, les metió la proa. Los remos de la cubierta de abajo reventaron las tablas del piso, con el cabo para arriba, y uno de ellos vino a caer cerca de mi cabeza.

- ¿Cómo sucedió eso?

- La proa de la galera que se movía los empujaba para dentro y había un estruendo ensordecedor en las cubiertas inferiores. El espolón nos agarró por el medio y nos ladeamos, y los hombres de la otra galera desengancharon los garfios y las amarras, y tiraron cosas en la cubierta de arriba - flechas, alquitrán ardiendo o algo que quemaba - y nos empinamos, más y más, por el lado izquierdo, y el derecho se sumergió, y di vuelta la cabeza y vi el agua inmóvil cuando sobrepasó la borda, y luego se curvó y derrumbó sobre nosotros, y recibí el golpe en la espalda, y me desperté.

- Un momento, Charlie. Cuando el mar sobrepasó la borda, ¿qué parecía?

Tenía mis razones para preguntarlo. Un conocido mío había naufragado una vez en un mar en calma y había visto el agua horizontal detenerse un segundo antes de caer en la cubierta.

- Parecía una cuerda de violín, tirante, y parecía durar siglos - dijo Charlie.

Precisamente. El otro había dicho: "Parecía un hilo de plata estirado sobre la borda, y pensé que nunca iba a romperse". Había pagado con todo, salvo la vida, esa partícula de conocimiento, y yo había atravesado diez mil leguas para encontrarlo y para recoger ese dato ajeno. Pero Charlie, con sus veinticinco chelines semanales, con su vida reglamentaria y urbana, lo sabía muy bien. No era consuelo para mí que una vez en sus vidas hubiera tenido que morir para aprenderlo. Yo también debí morir muchas veces, pero detrás de mí, para que no empleara mi conocimiento, habían cerrado las puertas.

- ¿Y entonces? - dije tratando de alejar el demonio de la envidia.

- Lo más raro, sin embargo, es que todo ese estruendo no me causaba miedo ni asombro. Me parecía haber estado en muchas batallas, porque así se lo repetí a mi compañero. Pero el canalla del capataz no quería desatarnos las cadenas y darnos una oportunidad de salvación. Siempre decía que nos daría la libertad después de una batalla. Pero eso nunca sucedía, nunca.

Charlie movió la cabeza tristemente.

- ¡Qué canalla!

- No hay duda. Nunca nos daba bastante comida y a veces teníamos tanta sed que bebíamos agua salada. Todavía me queda el gusto en la boca.

- Cuéntame algo del puerto donde ocurrió el combate.

- No soñé sobre eso. Sin embargo, sé que era un puerto; estábamos amarrados a una argolla en una pared blanca y la superficie de la piedra, bajo el agua, estaba recubierta de madera, para que no se astillara nuestro espolón cuando la marea nos hamacara.

- Eso es interesante. El héroe mandaba la galera, ¿no es verdad?

- Claro que sí, estaba en la proa y gritaba como un diablo. Fue el hombre que mató al capataz.

- ¿Pero ustedes se ahogaron todos juntos, Charlie?

- No acabo de entenderlo - dijo, perplejo -. Sin duda la galera se hundió con todos los de a bordo, pero me parece que el héroe siguió viviendo. Tal vez se pasó al otro barco. No pude ver eso, naturalmente; yo estaba muerto.

Tuvo un ligero escalofrío y repitió que no podía acordarse de nada más.

No insistí, pero para cerciorarme de que ignoraba el funcionamiento del alma le di la Transmigración de Mortimer Collins y le reseñé el argumento.

- Qué disparate - dijo con franqueza, al cabo de una hora -; no comprendo ese enredo sobre el Rojo Planeta Marte y el Rey y todo lo demás. Deme el libro de Longfellow.

Se lo entregué y escribí lo que pude recordar de su descripción del combate naval, consultándolo a ratos para que corroborara un detalle o un hecho. Contestaba sin levantar los ojos del libro, seguro, como si todo lo que sabía estuviera impreso en las hojas. Yo le interrogaba en voz baja, para no romper la corriente, y sabía que ignoraba lo que decía, porque sus pensamientos estaban en el mar, con Longfellow.

- Charlie - le pregunté -, cuando se amotinaban los remeros de las galeras, ¿cómo mataban a los capataces?

- Arrancaban los bancos y se los rompían en la cabeza. Eso ocurrió durante una tormenta. Un capataz, en la cubierta de abajo, se resbaló y cayó entre los remeros. Suavemente, lo estrangularon contra el borde, con las manos encadenadas; había demasiada oscuridad para que el otro capataz pudiera ver. Cuando preguntó qué sucedía, lo arrastraron también y lo estrangularon; y los hombres fueron abriéndose camino hacia arriba, cubierta por cubierta, con los pedazos de los bancos rotos colgando y golpeando. ¡Cómo vociferaban!

- ¿Y qué pasó después?

- No sé. El héroe se fue, con pelo colorado, barba colorada, y todo. Pero antes capturó nuestra galera, me parece.

El sonido de mi voz lo irritaba. Hizo un leve ademán con la mano izquierda como si lo molestara una interrupción.

- No me habías dicho que tenía el pelo colorado, o que capturó la galera - dije al cabo de un rato.

Charlie no alzó los ojos.

- Era rojo como un oso rojo - dijo distraído -. Venía del norte; así lo dijeron en la galera cuando pidió remeros, no esclavos: hombres libres. Después, años y años después, otro barco nos trajo noticias suyas, o él volvió...

Sus labios se movían en silencio. Repetía, absorto, el poema que tenía ante sus ojos.

- ¿Dónde había ido?

Casi lo dije en un susurro, para que la frase llegara con suavidad a la sección del cerebro de Charlie que trabajaba para mí.

- A las Playas, las Largas y Prodigiosas Playas - respondió al cabo de un minuto.

- ¿A Furdurstrandi? - pregunté, temblando de pies a cabeza.

- Sí a Furdurstrandi - pronunció la palabra de un modo nuevo - Y ví también...

La voz se le apagó.

- ¿Sabes lo que has dicho? - grité con imprudencia.

Levantó los ojos, despierto.

- No - dijo secamente -. Déjeme leer en paz. Oiga esto:

Pero Othere, el viejo capitán, no se detuvo ni se movió hasta que el rey escuchó, entonces tomó una vez más su pluma y transcribió cada palabra. Y al Rey de los sajones como prueba de la verdad, levantando su noble rostro, extendió su mano curtida y dijo, observe este colmillo de morsa.

- ¡Qué hombres habrán sido esos para navegarse los mares sin saber cuándo tocarían tierra!

- Charlie - rogué -, si te portas bien un minuto o dos, haré que nuestro héroe valga tanto como Othere.

- Es de Longfellow el poema. No me interesa escribir. Quiero leer.

Imagínense ante la puerta de los tesoros del mundo, guardada por un niño - un niño irresponsable y holgazán, jugando a cara o cruz - de cuyo capricho depende el don de la llave, y comprenderán mi tormento. Hasta esa tarde Charlie no había hablado de nada que no correspondiera a las experiencias de un galeote griego. Pero ahora (o mienten los libros) había recordado alguna desesperada aventura de los vikingos, del viaje de Thorfin Karlsefne a Vinland, que es América, en el siglo nueve o diez. Había visto la batalla en el puerto; había referido su propia muerte. Pero esta otra inmersión en el pasado era aún más extraña. ¿Habría omitido una docena de vidas y oscuramente recordaba ahora un episodio de mil años después? Era un enredo inextricable y Charlie Mears, en su estado normal, era la última persona del mundo para solucionarlo. Sólo me quedaba vigilar y esperar, pero esa noche me inquietaron las imaginaciones más ambiciosas. Nada era imposible si no fallaba la detestable memoria de Charlie.

Podía volver a escribir la Saga de Thorfin Karlsefne, como nunca la habían escrito, podía referir la historia del primer descubrimiento de América siendo yo mismo el descubridor. Pero yo estaba a merced de Charlie y mientras él tuviera a su alcance un ejemplar de Clásico para Todos, no hablaría. No me atreví a maldecirlo abiertamente, apenas me atrevía a estimular su memoria, porque se trataba de experiencias de hace mil años narradas por la boca de un muchacho contemporáneo, y a un muchacho lo afectan todos los cambios de opinión y aunque quiera decir la verdad tiene que mentir.

Pasé una semana sin ver a Charlie. Lo encontré en Gracechurch Street con un libro Mayor encadenado a la cintura. Tenía que atravesar el Puente de Londres y lo acompañé. Estaba muy orgulloso de ese libro Mayor. Nos detuvimos en la mitad del puente para mirar un vapor que descargaba grandes lajas de mármol blanco y amarillo. En una barcaza que pasó junto al vapor mugió una vaca solitaria. La cara de Charlie se alteró; ya no era la de un empleado de banco, sino otra, desconocida y más despierta. Estiró el brazo sobre el parapeto del puente y, riéndose muy fuerte, dijo:

- Cuando bramaron nuestros toros, los Skroelings huyeron.

La barcaza y la vaca habían desaparecido detrás del vapor antes de que yo encontrara palabras.

- Charlie, ¿qué te imaginas que son Skroelings?

- La primera vez en la vida que oigo hablar de ellos. Parece el nombre de una nueva clase de gaviotas. ¡Qué preguntas se le ocurren a usted! - contestó -. Tengo que verme con el cajero de la compañía de ómnibus. Me espera un rato y almorzamos juntos en algún restaurante. Tengo una idea para un poema.

- No, gracias. Me voy. ¿Estás seguro de que no sabes nada de Skroelings?

- No, a menos que esté inscrito en el "Clásico" de Liverpool.

Saludó y desapareció entre la gente.

Está escrito en la Saga de Eric el Rojo o en la de Thorfin Karlsefne que hace novecientos años, cuando las galeras de Karlsefne llegaron a las barracas de Leif, erigidas por éste en la desconocida tierra de Markland, era tal vez Rhode Island, los Skroelings - sólo Dios sabe quiénes eran - vinieron a traficar con los vikingos y huyeron porque los aterró el bramido de los toros que Thorfin había traído en las naves. ¿Pero qué podía saber de esa historia un esclavo griego? Erré por las calles, tratando de resolver el misterio, y cuanto más lo consideraba, menos lo entendía. Sólo encontré una certidumbre, y esa me dejó atónito. Si el porvenir me deparaba algún conocimiento íntegro, no sería el de una de las vidas del alma en el cuerpo de Charlie Mears, sino el de muchas, muchas existencias individuales y distintas, vividas en las aguas azules en la mañana del mundo.

Examiné después la situación.

Me parecía una amarga injusticia que me fallara la memoria de Charlie cuando más la precisaba. A través de la neblina y el humo alcé la mirada, ¿sabían los señores de la Vida y la Muerte lo que esto significaba para mí? Eterna fama, conquistada y compartida por uno solo. Me contentaría - recordando a Clive, mi propia moderación me asombró - con el mero derecho de escribir un solo cuento, de añadir una pequeña contribución a la literatura frívola de la época. Si a Charlie le permitieran una hora - sesenta pobres minutos - de perfecta memoria de existencias que habían abarcado mil años, yo renunciaría a todo el provecho y la gloria que podría valerme su confesión. No participaría en la agitación que sobrevendría en aquel rincón de la tierra que se llama "el mundo". La historia se publicaría anónimamente. Haría creer a otros hombres que ellos la habían escrito. Ellos alquilarían ingleses de cuello duro para que la vociferaran al mundo. Los moralistas fundarían una nueva ética, jurando que habían apartado de los hombres el temor de la muerte. Todos los orientalistas de Europa la apadrinarían verbosamente, con textos en pali y sánscrito. Atroces mujeres inventarían impuras variantes de los dogmas que profesarían los hombres, para instrucción de sus hermanas. Disputarían las iglesias y sus religiones. Al subir a un ómnibus preví las polémicas de media docena de sectas, igualmente fieles a la "Doctrina de la verdadera Mentempsicosis en sus aplicaciones a la Nueva Era y al Universo", y vi también a los decentes diarios ingleses dispersándose, como hacienda espantada, ante la perfecta simplicidad de mi cuento. La imaginación recorrió cien, doscientos, mil años de futuro. Vi con pesar que los hombres mutilarían y pervertirían tal historia; que las sectas rivales la deformarían hasta que el mundo occidental, aferrado al temor de la muerte y no a la esperanza de la vida, la descartaría como una superstición interesante y se entregaría a alguna fe tan olvidada que pareciera nueva. Entonces modifiqué los términos de mi pacto con los Señores de la Vida y la Muerte. Que me dejaran saber, que me dejaran escribir esa historia, con la conciencia de registrar la verdad, y sacrificaría el manuscrito y lo quemaría. Cinco minutos después de redactada la última línea, lo quemaría. Pero que me dejaran escribirlo, con entera confianza.

No hubo respuesta. Los violentos colores de un aviso del casino me impresionaron, ¿no convendría poner a Charlie en manos de un hipnotizador? ¿Hablaría de sus vidas pasadas? Pero Charlie se asustaría de la publicidad, o ésta lo haría intolerable. Mentiría por vanidad o por miedo. Estaría seguro en mis manos.

- Son cómicos, ustedes, los ingleses - dijo una voz. Dándome vuelta, me encontré con un conocido, un joven bengalí que estudiaba derecho, un tal Grish Chunder, cuyo padre lo había mandado a Inglaterra para educarlo. El viejo era un funcionario hindú, jubilado; con una renta de cinco libras esterlinas al mes lograba dar a su hijo doscientas libras esterlinas al año y plena licencia en una ciudad donde fingía ser un príncipe y contaba cuentos de los brutales burócratas de la India que oprimían a los pobres.

Grish Chunder era un joven y obeso bengalí, escrupulosamente vestido de levita y pantalón claro, con sombrero alto y guantes amarillos. Pero yo lo había conocido en los días en que el brutal gobierno de la India pagaba sus estudios universitarios y él publicaba artículos sediciosos en el Sachi Durpan y tenía amores con las esposas de sus condiscípulos de catorce años de edad.

- Eso es muy cómico - dijo señalando el cartel -. Voy a Northbrook Club. ¿Quieres venir conmigo?

Caminamos juntos un rato.

- No estás bien - me dijo - ¿Qué te preocupa? Estás silencioso.

- Grish Chunder, ¿eres demasiado culto para creer en Dios, no es verdad?

- Aquí sí. Pero cuando vuelva tendré que propiciar las supersticiones populares y cumplir ceremonias de purificación, y mis esposas ungirán ídolos.

- Y adornarán con tulsi y celebrarán el purohit, y te reintegrarán en la casta y otra vez harán de ti, librepensador avanzado, un buen khuttri. Y comerás comida desi, y todo te gustará, desde el olor del patio hasta el aceite de mostaza en tu cuerpo.

- Me gustará muchísimo - dijo con franqueza Grish Chunder -. Una vez hindú, siempre hindú. Pero me gusta saber lo que los ingleses piensan que saben.

- Te contaré una cosa que un inglés sabe. Para ti es una vieja historia.

Empecé a contar en inglés la historia de Charlie; pero Crish Chunder me hizo una pregunta en indostaní, y el cuento prosiguió en el idioma que más le convenía. Al fin y al cabo, nunca hubiera podido contarse en inglés. Grish Chunder me escuchaba, asintiendo de tiempo en tiempo, y después subió a mi departamento, donde concluí la historia.

- Beshak - dijo filosóficamente - Lekin darwaza band hai (Sin duda; pero está cerrada la puerta). He oído, entre mi gente, esos recuerdos de vidas previas. Es una vieja historia entre nosotros, pero que le suceda a un inglés - a un Mlechh lleno de carne de vaca -, un descastado... Por Dios, esto es rarísimo.

- ¡Más descastado serás tú, Grish Chunder! Todos los días comes carne de vaca. Pensemos bien la cosa. El muchacho recuerda sus encarnaciones.

- ¿Lo sabe? - dijo tranquilamente Grish Chunder, sentado en la mesa, hamacando las piernas. Ahora hablaba en inglés.

- No sabe nada. ¿Acaso te contaría si lo supiera? Sigamos.

- No hay nada que seguir. Si lo cuentas a tus amigos, dirán que estás loco y lo publicarán en los diarios. Supongamos, ahora, que los acuses por calumnia.

- No nos metamos en eso, por ahora. ¿Hay una esperanza de hacerlo hablar?

- Hay una esperanza. Pero si hablara, todo este mundo se derrumbaría en tu cabeza. Tú sabes, esas cosas están prohibidas. La puerta está cerrada.

- ¿No hay ninguna esperanza?

- ¿Cómo puede haberla? Eres cristiano y en tus libros está prohibido el fruto del árbol de la Vida, o nunca morirías. ¿Cómo van a temer la muerte si todos saben lo que tu amigo no sabe que sabe? Tengo miedo de los azotes, pero no tengo miedo de morir porque sé lo que sé. Ustedes no temen los azotes, pero temen la muerte. Si no la temieran, ustedes los ingleses se llevarían el mundo por delante en una hora, rompiendo los equilibrios de las potencias y haciendo conmociones. No sería bueno, pero no hay miedo. Se acordará menos y menos y dirá que es un sueño. Luego se olvidará. Cuando pasé el Bachillerato en Calcuta esto estaba en la crestomatía de Wordsworth, Arrastrando Nubes de Gloria, ¿te acuerdas?

- Esto parece una excepción.

- No hay excepciones a las reglas. Unas parecen menos rígidas que otras, pero son iguales. Si tu amigo contara tal y tal cosa, indicando que recordaba todas sus vidas anteriores o una parte de su vida anterior, en seguida lo expulsarían del banco. Lo echarían, como quien dice, a la calle y lo enviarían a un manicomio. Eso lo admitirás, mi querido amigo.

- Claro que sí, pero no estaba pensando en él. Su nombre no tiene por qué aparecer en la historia.

- Ah, ya lo veo, esa historia nunca se escribirá. Puedes probar.

- Voy a probar.

- Por tu honra y por el dinero que ganarás, por supuesto.

- No, por el hecho de escribirla. Palabra de honor.

- Aún así no podrás. No se juega con los dioses. Ahora es un lindo cuento. No lo toques. Apresúrate, no durará.

- ¿Qué quieres decir?

- Lo que digo. Hasta ahora no ha pensado en una mujer.

- ¿Cómo crees? - Recordé algunas de las confidencias de Charlie.

- Quiero decir que ninguna mujer ha pensado en él. Cuando eso llegue: bushogya, se acabó. Lo sé. Hay millones de mujeres aquí. Mucamas, por ejemplo. Te besan detrás de la puerta.

La sugestión me incomodó. Sin embargo, nada más verosímil.

Grish Chunder sonrió.

- Sí, también muchachas lindas, de su sangre y no de su sangre. Un solo beso que devuelva y recuerde, lo sanará de estas locuras, o...

- ¿O qué? Recuerda que no sabe que sabe.

- Lo recuerdo. O, si nada sucede, se entregará al comercio y a la especulación financiera, como los demás. Tiene que ser así. No me negarás que tiene que ser así. Pero la mujer vendrá primero, me parece.

Golpearon a la puerta; entró Charlie. Le habían dejado la tarde libre, en la oficina; su mirada denunciaba el propósito de una larga conversación, y tal vez poemas en los bolsillos. Los poemas de Charlie eran muy fastidiosos, pero a veces lo hacían hablar de la galera.

Grish Chunder lo miró agudamente.

- Disculpe - dijo Charlie, incómodo. No sabía que estaba con visitas.

- Me voy - dijo Grish Chunder.

Me llevó al vestíbulo, al despedirse.

- Este es el hombre - dijo rápidamente -. Te repito que nunca contará lo que esperas. Sería muy apto para ver cosas. Podríamos fingir que era un juego - nunca he visto tan excitado a Grish Chunder - y hacerle mirar el espejo de tinta en la mano. ¿Qué te parece? Te aseguro que puede ver todo lo que el hombre puede ver. Déjame buscar la tinta y el alcanfor. Es un vidente y nos revelará muchas cosas.

- Será todo lo que tú dices, pero no voy a entregarlo a tus dioses y a tus demonios.

- No le hará mal; un poco de mareo al despertarse. No será la primera vez que habrás visto muchachos mirar el espejo de tinta.

- Por eso mismo no quiero volver a verlo. Más vale que te vayas, Grish Chunder.

Se fue, repitiendo que yo perdía mi única esperanza de interrogar el porvenir.

Esto no importó, porque sólo me interesaba el pasado y para ello de nada podían servir muchachos hipnotizados consultando espejos de tinta.

- Qué negro desagradable - dijo Charlie cuando volví -. Mire, acabo de escribir un poema; lo escribí en vez de jugar al dominó después de almorzar. ¿Se lo leo?

- Lo leeré yo.

- Pero usted no le da la entonación adecuada. Además, cuando usted los lee, parece que las rimas estuvieran mal.

- Léelo en voz alta, entonces. Eres como todos los otros.

Charlie me declamó su poema; no era muy inferior al término medio de su obra. Había leído sus libros con obediencia, pero le desagradó oír que yo prefería a Longfellow incontaminado de Charlie.

Luego recorrimos el manuscrito, línea por línea. Charlie esquivaba todas las objeciones y todas las correcciones, con esta frase:

- Sí, tal vez quede mejor, pero usted no comprende adónde voy.

En eso, Charlie se parecía a muchos poetas.

En el reverso del papel había unos apuntes a lápiz.

- ¿Qué es eso? - le pregunté.

- No son versos ni nada. Son unos disparates que escribí anoche, antes de acostarme. Me daba trabajo buscar rimas y los escribí en verso libre.

Aquí están los versos libres de Charlie:

Hemos remado para vos cuando el viento estaba contra nosotros y con las velas bajas.

¿Nunca nos soltaréis?

Comimos pan y cebollas cuando os apoderabais de ciudades, o corrimos velozmente a bordo cuando el enemigo os rechazaba.

Los capitanes caminaban a lo largo de la cubierta, cantando, cuando hacía buen tiempo; pero nosotros estábamos abajo.

Nos desmayábamos con el mentón sobre los remos y no veíais que estábamos ociosos porque aún sacudíamos el remo, adelante y atrás.

¿Nunca nos soltaréis?

La sal volvía los cabos de los remos ásperos como la piel del tiburón; la sal cortaba nuestras rodillas hasta el hueso; el pelo se nos pegaba a la frente y nuestros labios estaban cortados hasta las encías; y nos azotabais porque no podíamos remar.

¿Nunca nos soltaréis?

Pero dentro de poco tiempo nos iremos por los escobenes como el agua que corre por los remos, y aunque ordenéis a los otros que remen detrás nuestro, nunca nos agarraréis hasta que atrapéis la espuma de los remos y atéis los vientos al hueco de la vela. ¡A-Ho!

¡Nunca nos soltaréis!

- Algo así podrían cantar en la galera, usted sabe. ¿Nunca va a concluir ese cuento y darme parte de las ganancias?

- Depende de ti. Si desde el principio me hubieras hablado un poco más del héroe, ya estaría concluido. Eres tan impreciso.

- Sólo quiero darle la idea general... el andar de un lado para otro, y las peleas, y lo demás. ¿Usted no puede suplir lo que falta? Hacer que el héroe salve de los piratas a una muchacha y se case con ella o algo por el estilo.

- Eres un colaborador realmente precioso. Supongo que al héroe le ocurrieron algunas aventuras antes de casarse.

- Bueno, hágalo un tipo muy hábil, una especie de canalla - que ande haciendo tratados y rompiéndolos -, un hombre de pelo negro que se oculte detrás del mástil, en las batallas.

- Los otros días dijiste que tenía el pelo colorado.

- No puedo haber dicho eso. Hágalo moreno, por supuesto. Usted no tiene imaginación.

Como yo había descubierto en ese instante los principios de la memoria imperfecta que se llama imaginación, casi me reí, pero me contuve, para salvar el cuento.

- Es verdad; tú sí tienes imaginación. Un tipo de pelo negro en un buque de tres cubiertas - dije.

- No, un buque abierto, como un gran bote.

Era para volverse loco.

- Tu barco está descrito y construido, con techos y cubiertas; así lo has dicho.

- No, no ese barco. Ese era abierto, o semiabierto, porque... Claro, tiene razón. Usted me hace pensar que el héroe es el tipo de pelo colorado. Claro, si es el de pelo colorado, el barco tiene que ser abierto, con las velas pintadas.

Ahora se acordará, pensé, que ha trabajado en dos galeras, una griega, de tres cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón abierto de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo" que arribó a Markland. El diablo me impulsó a hablar.

- ¿Por qué "claro", Charlie?

- No sé. ¿Usted se está riendo de mí?

La corriente había sido rota. Tomé una libreta y fingí hacer muchos apuntes.

- Da gusto trabajar con un muchacho imaginativo, como tú - dije al rato -. Es realmente admirable cómo has definido el carácter del héroe.

- ¿Le parece? - contestó ruborizándose -. A veces me digo que valgo más de lo que mi ma... de lo que la gente piensa.

- Vales muchísimo.

- Entonces, ¿puedo mandar un artículo sobre Costumbres de los Empleados de Banco, al Tit-Bits, y ganar una libra esterlina de premio?

- No era, precisamente, lo que quería decir. Quizá valdría más esperar un poco y adelantar el cuento de la galera.

- Sí, pero no llevará mi firma. Tit-Bits publicará mi nombre y mi dirección, si gano. ¿De qué se ríe? Claro que los publicarían.

- Ya sé. ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Quiero revisar las notas de nuestro cuento.

Este vituperable joven que se había ido, algo ofendido y desalentado, había sido tal vez remero del Argos, e, innegablemente, esclavo o compañero de Thorfin Karlsefne. Por eso le interesaban profundamente los concursos de Tit-Bits. Recordando lo que me había dicho Grish Chunder, me reí fuerte. Los Señores de la Vida y la Muerte nunca permitirían que Charlie Mears hablara plenamente de sus pasados, y para completar su revelación yo tendría que recurrir a mis invenciones precarias, mientras él hacía su artículo sobre empleados de banco.

Reuní mis notas, las leí; el resultado no era satisfactorio. Volví a releerlas. No había nada que no hubiera podido extraerse de libros ajenos, salvo quizá la historia de la batalla en el puerto. Las aventuras de un vikingo habían sido noveladas ya muchas veces; la historia de un galeote griego tampoco era nueva y, aunque yo escribiera las dos, ¿quién podría confirmar o impugnar la veracidad de los detalles? Tanto me valdría redactar un cuento del porvenir. Los Señores de la Vida y la Muerte eran tan astutos como lo había insinuado Grish Chunder. No dejarían pasar nada que pudiera inquietar o apaciguar el ánimo de los hombres. Aunque estaba convencido de eso, no podía abandonar el cuento. El entusiasmo alternaba con la depresión, no una vez sino muchas en las siguientes semanas. Mi ánimo variaba con el sol de marzo y con las nubes indecisas. De noche, o en la belleza de una mañana de primavera, creía poder escribir esa historia y conmover a los continentes. En los atardeceres lluviosos percibí que podría escribirse el cuento, pero que no sería otra cosa que una pieza de museo apócrifa, con falsa pátina y falsa herrumbre. Entonces maldije a Charlie de muchos modos, aunque la culpa no era suya.

Parecía muy atareado en certámenes literarios; cada semana lo veía menos a medida que la primavera inquietaba la tierra. No le interesaban los libros ni el hablar de ellos y había un nuevo aplomo en su voz. Cuando nos encontrábamos, yo no proponía el tema de la galera; era Charlie el que lo iniciaba, siempre pensando en el dinero que podría producir su escritura.

- Creo que merezco a lo menos el veinticinco por ciento - dijo con hermosa franqueza -. He suministrado todas las ideas, ¿no es cierto?

Esa avidez era nueva en su carácter. Imaginé que la había adquirido en la City, que había empezado a influir en su acento desagradablemente.

- Cuando la historia esté concluida, hablaremos. Por ahora, no consigo adelantar. El héroe rojo y el héroe moreno son igualmente difíciles.

Estaba sentado junto a la chimenea, mirando las brasas.

- No veo cuál es la dificultad. Es clarísimo para mí - contestó -. Empecemos por las aventuras del héroe rojo, desde que capturó mi barco en el sur y navegó a las Playas.

Me cuidé muy bien de interrumpirlo. No tenía ni lápiz ni papel, y no me atreví a buscarlos para no cortar la corriente. La voz de Charlie descendió hasta el susurro y refirió la historia de la navegación de una galera hasta Furdurstrandi, de las puestas del sol en el mar abierto vistas bajo la curva de la vela, tarde tras tarde, cuando el espolón se clavaba en el centro del disco declinante "y navegábamos por ese rumbo porque no teníamos otro", dijo Charlie. Habló del desembarco en una isla y de la exploración de sus bosques, donde los marineros mataron a tres hombres que dormían bajo los pinos. Sus fantasmas, dijo Charlie, siguieron a nado la galera, hasta que los hombres de a bordo echaron suertes y arrojaron al agua a uno de los suyos, para aplacar a los dioses desconocidos que habían ofendido. Cuando escasearon las provisiones se alimentaron de algas marinas y se les hincharon las piernas, y el capitán, el hombre del pelo rojo, mató a dos remeros amotinados, y al cabo de un año entre los bosques levaron anclas rumbo a la patria y un incesante viento los condujo con tanta fidelidad que todas las noches dormían. Eso, y mucho más, contó Charlie. A veces era tan baja la voz que las palabras resultaban imperceptibles. Hablaba de su jefe, el hombre rojo, como un pagano habla de su dios; porque él fue quien los alentaba y los mataba imparcialmente, según más le convenía; y él fue quien empuñó el timón durante tres noches entre hielo flotante, cada témpano abarrotado de extrañas fieras que "querían navegar con nosotros", dijo Charlie, "y las rechazábamos con los remos".

Cedió una brasa y el fuego, con un débil crujido, se desplomó atrás de los barrotes.

- Caramba - dijo con un sobresalto -. He mirado el fuego, hasta marearme. ¿Qué iba a decir?

- Algo sobre la galera.

- Ahora recuerdo. Veinticinco por ciento del beneficio, ¿no es verdad?

- Lo que quieras, cuando el cuento esté listo.

- Quería estar seguro. Ahora debo irme, tengo una cita.

Me dejó.

Menos iluso, habría comprendido que ese entrecortado murmullo junto al fuego era el canto de cisne de Charlie Mears. Lo creí preludio de una revelación total. Al fin burlaría a los Señores de la Vida y la Muerte.

Cuando volvió, lo recibí con entusiasmo. Charlie estaba incómodo y nervioso, pero los ojos le brillaban.

- Hice un poema - dijo.

Y luego, rápidamente:

- Es lo mejor que he escrito. Léalo.

Me lo dejó y retrocedió hacia la ventana.

Gemí, interiormente. Sería tarea de una media hora criticar, es decir alabar, el poema. No sin razón gemí, porque Charlie, abandonado el largo metro preferido, había ensayado versos más breves, versos con un evidente motivo. Esto es lo que leí:

El día es de los más hermosos, ¡El viento contento/ ulula detrás de la colina, / donde dobla el bosque a su antojo, / y los retoños a su voluntad! / Rebélate, oh Viento; ¡hay algo en mi sangre/ que no te dejaría quieto! / Ella se me dio, oh Tierra, oh Cielo;/ ¡mares grises, ella es sólo mía! / ¡Que los hoscos peñascos oigan mi grito, / y se alegren aunque no sean más que piedras! / ¡Mía! La he ganado, ¡oh buena tierra marrón, / alégrate! La primavera está aquí; / ¡Alégrate, que mi amor vale dos veces más / que el homenaje que puedan rendirle todos tus campos! / ¡Que el labriego que te rotura sienta mi dicha / al madrugar para el trabajo!

- El verso final es irrefutable - dije con miedo en el alma. Charlie sonrió sin contestar.

Roja nube del ocaso, proclámalo: soy el vencedor. ¡Salúdame, oh Sol, como dueño dominante y señor absoluto sobre el alma de Ella!

- ¿Y? - dijo Charlie, mirando sobre mi hombro. Silenciosamente puso una fotografía sobre el papel. La fotografía de una muchacha de pelo crespo y boca entreabierta y estúpida.

- ¿No es... no es maravilloso? - murmuró, ruborizado hasta las orejas -. Yo no sabía, yo no sabía... vino como un rayo.

- Sí, vino como un rayo. ¿Eres feliz, Charlie?

- ¡Dios mío... ella... me quiere!

Se sentó, repitiendo las últimas palabras. Miré la cara lampiña, los estrechos hombros ya agobiados por el trabajo de escritorio y pensé dónde, cuándo y cómo había amado en sus vidas anteriores.

Después la describió, como Adán debió describir ante los animales del Paraíso la gloria y la ternura y la belleza de Eva. Supe, de paso, que estaba empleada en una cigarrería, que le interesaba la moda y que ya le había dicho cuatro o cinco veces que ningún otro hombre la había besado.

Charlie hablaba y hablaba; yo, separado de él por millares de años, consideraba los principios de las cosas. Ahora comprendí por qué los Señores de la Vida y la Muerte cierran tan cuidadosamente las puertas detrás de nosotros. Es para que no recordemos nuestros primeros amores. Si no fuera así, el mundo quedaría despoblado en menos de un siglo.

- Ahora volvamos a la historia de la galera - le dije aprovechando una pausa.

Charlie miró como si lo hubiera golpeado.

- ¡La galera! ¿Qué galera? ¡Santos cielos, no me embrome! Esto es serio. Usted no sabe hasta qué punto.

Grish Chunder tenía razón. Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.

18 oct 2010

10 Consejos

1. Ponte a trabajar. La disciplina permite la libertad creativa. La indisciplina equivale a la no libertad.



2. Nunca pares cuando te atasques. Quizá no puedas resolver el problema, pero déjalo aparte y escribe otra cosa. No pares del todo. 



3. Ama lo que haces.



4. Se honesto contigo mismo. Si no eres bueno, acéptalo. Si el trabajo que estás haciendo no es bueno, acéptalo.



5. No te entretengas con un mal trabajo. Si era malo cuando era un borrador, seguirá siendo tan malo cuando salga.



6. No hagas caso de nadie que no respetes.



7. No hagas caso de nadie con una agenda de género. Un montón de hombres siguen pensando que la mujer carece de la imaginación apasionada.



8. Sé ambicioso por el trabajo y no por la recompensa.



9. Confía en tu creatividad.



10. ¡Disfruta de este trabajo."

15 oct 2010

¿Todo cuento es un cuento chino?

Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela. 
El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". 
Nada más. Hay otro de Las mil y una noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una almendra. 
Más que el cuento mismo, alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia. 
Las Novelas ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran. 
La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real. 
Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: "La pata de mono", de W.W. Jacobs, y "El hombre en la calle", de Georges Simenon. El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre. 
El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra. 
No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somerset Maugham, cuyas obras -como las de Hemingway- son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar "P&O" -siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient- que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano Índico. 
Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más cortos -"Un canario para regalo" y "Un gato bajo la lluvia"-, y el tercero, largo y consagratorio, "La breve vida feliz de Francis Macomber".
Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El otoño del patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien años de soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva. 
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La cándida Eréndira: "Blacamán el bueno vendedor de milagros", "El último viaje del buque fantasma", que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El otoño..., que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias. 
El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien años... se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.

14 oct 2010

5 Consejos

1. Procede despacio y con cuidado.



2. Asegúrate de que vas despacio escribiendo a mano. 



3. Escribe lentamente y a mano sólo sobre asuntos que te interesan. 



4. Desarrolla la artesanía mediante años de lectura variada.



5. Reescribe y edita hasta que logres la expresión/sentencia/párrafo/página/historia/capítulo más afortunado.

13 oct 2010

Narrador de llama y cristal

En una entrevista, hace muchos años, Vargas Llosa me dijo que, para hacer sus obras, primero escribía un borrador crudo y lineal de la historia que quería contar, y a continuación cortaba los folios en fragmentos (eran tiempos pre-informáticos) y empezaba a mezclarlos, para luego redactar la verdadera novela. Y que era esta segunda etapa la que le apasionaba. La escritura era para él, pues, un desorden y luego un nuevo orden, la invención de una realidad que emerge de las ruinas. Pienso ahora en la maravillosa Conversación en La Catedral, esa novela caleidoscópica y tan fragmentada como un espejo roto, y le imagino, muy joven, arrodillado en el suelo y recolocando una y otra vez centenares de pizcas de papel diseminadas sobre las baldosas. Un rompecabezas que luego cosería con sus palabras formidables hasta hacernos creer que el caos tiene un sentido. Ya lo dijo en su ensayo La verdad de las mentiras: las novelas nos son necesarias porque dan una apariencia de orden a la sinrazón informe de la vida. Es cierto. Estoy convencida de que leemos y escribimos para intentar otorgar al caos y al sufrimiento un sentido que en realidad sabemos que no tienen.
Fondo y forma. Dentro de los muchos debates estériles que se dan en torno a la literatura, uno de los más viejos consiste en contraponer el fondo y la forma. ¿Qué es más importante en una novela, lo que se dice o la manera en que se dice? Para mí es una disyuntiva absurda: ambas cosas son esenciales. Pero es cierto que la mayoría de los escritores suelen destacar más en uno u otro terreno: hay briosos narradores y finos estilistas. Solo los mejores y los más dotados son capaces de ser extraordinarios en ambos registros, y esa es la proeza que logra. Construye estructuras inmensas e impecables, arma metafóricos rompecabezas de papel y los rellena de un magma abrasador. Italo Calvino decía que los autores se podían dividir entre escritores de la llama y del cristal: los unos intensos, imaginativos, emocionales, apasionados; los otros, racionales, exactos, poderosamente abstractos. Pues bien, Vargas Llosa, como todos los grandes, o como solo los grandes, consigue ser a la vez cristalino y ardiente. Leyendo sus novelas, te asombra y admira tanto lo muchísimo que sabe como lo muchísimo que ignora. Toda la oscuridad del mundo se remansa en sus páginas.
Y esa oscuridad, claro, está llena de sus famosos demonios. El escritor, dice Llosa, es un ser en desacuerdo con su entorno. Es alguien que no consigue integrarse en su mundo, en su tiempo, en su familia, en su clase. En ese abismo que le separa de la realidad crecen sus demonios, y son estos traumas, estas heridas que ni siquiera sabe nombrar lo que le obliga a escribir. Y es aquí, me parece, donde Vargas Llosa alcanza la categoría de maestro. Porque de alguna manera creo que todos los seres humanos estamos en desacuerdo con el mundo. La vida nos aprieta y nos asusta, la vida nos mata y desespera. Es un escritor enormemente empático, un hombre sabio y al mismo tiempo muy común. Por eso sus demonios son los demonios de todos. Y, como además es un individuo vitalista, irreductible, profundamente ético y buena persona (no es necesario ser buena persona para ser buen escritor, pero creo que las malas personas terminan arruinando su talento), sigue empeñado en cazar fantasmas inefables con palabras preciosas. ¿Por qué digo que es un maestro? Porque, arrimado al borde del abismo, allí donde el viento sopla más, nos enseña a caminar entre las sombras.

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