31 ene 2010

Fragmento

En mí se puede reconocer perfectamente una concentración apta para escribir. Cuando se hizo evidente en mi organismo que la literatura era la manifestación más productiva de mi personalidad, todo tendió a ella y dejó vacías todas las facultades que se orientaban hacia los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la meditación filosófica, y principalmente de la música. Me atrofiaba en todos los aspectos. Esto era necesario, porque mis energías, en su totalidad, eran tan escasas que únicamente reunidas podían ser medianamente utilizables para la finalidad de escribir. Naturalmente, no di con esta finalidad de un modo autónomo y consciente; fue ella la que se encontró a sí misma y ahora se ve obstaculizada únicamente, pero de un modo radical, por la oficina. En cualquier caso no debo lamentarme porque no pueda soportar una amante, porque entienda casi tanto de amor como de música y tenga que contentarme con los efectos más superficiales y fugaces, porque la noche de fin de año cenara nabos y espinacas y bebiera un cuartillo de Ceres, y porque el domingo no pudiera asistir a la conferencia de Max sobre sus trabajos filosóficos; la compensación por todo ello es clara como la luz del día. O sea, que sólo tengo que arrojar en medio de todo este montón de cosas el trabajo de la oficina (puesto que mi desarrollo está ya concluido y, por lo que veo, no tengo más que sacrificar) para iniciar mi verdadera vida, en el curso de la cual, con el progreso de mi obra, mi rostro podrá finalmente envejecer de un modo natural.

30 ene 2010

15 de Diciembre

En cuanto a mí, la composición de una poesía se produce de un modo que – de no mostrármelo la experiencia – jamás hubiera creído. Moviéndome en torno a una informe situación sugerente, gimoteo para mi mismo una idea, encarnada en un ritmo abierto, siempre el mismo. Las diversas palabras y los diversos nexos colorean la nueva concentración musical, identificándola. Y lo más importante está hecho. Solo queda entonces volver sobre esos dos, tres, cuatro versos, casi siempre ya en este estadio definitivos e iniciales, y atormentarlos, interrogarlos, adaptar sus varios desarrollos, hasta que doy con el justo. La poesía ha de extraerse toda del núcleo que he dicho. Y cada verso que se añade, lo determina cada vez mejor y excluye un número cada vez mayor de errores fantásticos. Hasta que las posibilidades intrínsecas del punto de partida están todas identificadas y desarrolladas en la medida de mis fuerzas; poco a poco se han ido formando bajo la pluma nuevos núcleos rítmicos, identificables en las diversas “imágenes” singulares del relato; y llego, desganadamente porque el interés se está ya acabando, al último verso conclusivo, casi siempre amplio y reposado y ligado con el comienzo y recapitulación alusiva de los diversos núcleos. Sera esto la cristalización de Stendhal? Tengo ante mí un conjunto rítmico- lleno de colores, de pasajes, de impulsos y de distenciones- donde los distintos momentos de descubrimiento, de avance- los núcleos, en suma- se intercambian, se iluminan, perenemente activados por la sangre rítmica que corre por doquier. Me encojo de hombros y trato de pensar en otra cosa, pero sonrío estimulado por el secreto.

29 ene 2010

Vivencias y Ficciones

Las vivencias no se inventan: se viven. Lo que hace el novelista es recombinar esas vivencias, pero no a la manera del niño que desmonta las piezas del mecano con que ha armado una grúa para construir luego un avión, sino la misteriosa manera de los sueños y los mitos: sin saber ni cómo ni por qué. Y así como en el mundo de los sueños entrevemos rostros conocidos con pavorosos o atormentadores rasgos desconocidos, ningún escritor puede escribir algo de valor que de alguna manera no haya pertenecido al mundo de la vigilia: con aquellos celos, con aquellas pasiones, con aquellas angustias padecidas se crean seres de ficción, que así nos recuerdan algo que hemos visto alguna vez en alguna parte (pero donde, como?); rostros parcialmente recordados, pero que nos inquietan con sus indescifrables rasgos nocturnos.

27 ene 2010

Sobre la grafología (1894)

Sí, creo que la escritura es un indicio: usted dice, como el gesto y la fisonomía; nada mas cierto. Sin embargo, el escritor, que lo es por profesión o por gusto, copia y vuelve a copiar, o ve, primero, en el espejo del pensamiento, y transcribe luego, con una escritura que cuando queda fijada lo queda para siempre, invariable. El efecto inmediato de sus emociones no es, pues, visible en su manuscrito: pero podemos juzgar en él su personalidad en bloque.

23 ene 2010

UN CAPÍTULO PERSONAL

Más de una vez me han empujado a escribir mis recuerdos literarios. No sé si lo haré. Mi memoria va siendo perezosa, y, además, recordar es triste. En general, me gusta poco recordar. No obstante, algunas veces, ciertos episodios de mi carrera literaria aparecen por sí mismos en mi memoria con increíble claridad. Por ejemplo, he aquí algo que recuerdo. Una mañana de primavera había ido a ver a Iégor Petrovitch Kovalésky. Mi novela Crimen y castigo, que se estaba publicando entonces en el Mensajero ruso, le interesaba mucho. Se puso a felicitarme calurosamente, y me habló de la opinión que de ella tenía un amigo cuyo nombre no puedo dar, pero que me era muy querido. Interin, se presentaron, uno tras otro, dos editores de revistas. Uno de estos periódicos ha adquirido desde entonces un número de lectores ordinariamente desconocido de las revistas rusas, pero entonces estaba en los comienzos de su fortuna. Por el contrario, el otro acababa ya una carrera poco antes gloriosa; pero su editor ignoraba que su obra debiese terminar tan pronto. Este último me llevó a otro cuarto, donde estuvimos hablando. Se había mostrado muy amable conmigo en varias ocasiones, a pesar de que nuestro primer encuentro había sido tormentoso. Una vez, entre otras, me había enseñado versos suyos, los mejores que había escrito, y bien sabe Dios que su apariencia no sugería la idea de hallarse en presencia de un poeta, y, sobre todo, de un poeta doloroso y amargo. Sea lo que sea, entabló su conversación del siguiente modo:
—¡Bueno! ¡Le hemos vapuleado a usted un poco, en mi revista, a propósito de Crimen y castigo!
—Lo sé, lo sé... —respondí.
—Y... ¿sabe usted por qué?
—Sin duda, cuestión de principios.
—De ningún modo. Ha sido por culpa de Tchernischevsky.
Me quedé estupefacto.
—El señor N... —repuso—, que le ha maltratado a usted en su artículo, fue en mi busca para decirme: "Su novela es buena, pero hace dos años no tuvo inconveniente en injuriar a un infeliz deportado y caricaturizarle. Voy a destrozar su novela."
—¡Vaya! Ahí tenemos las simplezas que vuelven a comenzar por el asunto de El cocodrilo —exclamé, comprendiendo en seguida de qué se trataba—. Pero ¿ha leído usted mi novela titulada El cocodrilo?
—No, no la he leído.
—Pues todo eso proviene de una serie de chismes idiotas. Mas es preciso todo el ingenio, y todo el discernimiento de un Boulgarine para encontrar en esa desdichada novela la menor alusión a Tchernischevsky. ¡Si supiese usted lo idiota que es todo eso! Sin embargo, nunca me perdonaré no haber protestado, hace dos años, apenas lanzada, contra esa calumnia estúpida.
Y hasta ahora todavía no he protestado. Un día no tenía tiempo, otro encontraba el chisme demasiado despreciable. Sin embargo, esta bajeza que me atribuyen ha llegado a ser, para muchas personas, un agravio contra mí. La historia ha corrido por los periódicos y las revistas, ha penetrado en el público y me ha valido varios disgustos.
Es ya tiempo de explicar lo que hay en ella, pues mi silencio acabaría por confirmar aquella leyenda.
La primera vez que encontré a Nicolás Gavrilovitch Tchernischevsky fue en 1859, durante el año que siguió a mi vuelta de Siberia; ya no recuerdo ni dónde ni cómo. Después nos hemos vuelto a encontrar, pero no con mucha frecuencia; apenas si hablamos, pero siempre nos tendimos la mano. Herzen me decía que su persona y sus maneras habíanle producido molesta impresión. Pero yo sentía por él simpatía.
Una mañana encontré en mi puerta un ejemplar de una publicación que entonces aparecía con bastante frecuencia. Se llama La Joven Generación. Nada más inepto e irritante. Estuve todo el día molesto.
Hacia las cinco de la tarde fui a casa de Nicolás Gavrilovitch. El mismo salió a abrirme la puerta, me acogió muy amablemente y me condujo a su gabinete de trabajo. Saqué de mi bolsillo la hoja que había encontrado por la mañana y pregunté a Tchernischevsky:
—Nicolás Gavrilovitch, ¿conoce usted esto?
Tomó la hoja como una cosa para él perfectamente ignorada, y leyó el texto. Aquella vez no había más que unas diez líneas.
—¿Qué quiere decir esto? —me preguntó, sonriendo ligeramente.
—¡Bah! ¡Si serán idiotas esas gentes! —dije—. ¿No habría algún medio de hacerles renunciar a ese género de bromas?
—Pero ¿se figura usted que tengo algo que ver con ellos, que colaboro con sus tonterías?
—Estaba completamente seguro de lo contrario, y creo inútil asegurárselo. Pero me parece que debieran disuadirles de continuar su publicación. Sé muy bien que usted nada tiene que ver con los redactores de esta hoja, pero usted los conoce un poco, y, para ellos, su opinión tiene mucho peso; ¿no podría usted?...
—Pero ¡si no conozco a ninguno de ellos!
—¡Ah! ¡Si usted lo dice!... ¿Habrá que hablarles directamente?... ¿Acaso una queja procedente de un hombre de la situación de usted?
—¡Bah! No produciría ningún efecto... Todo eso es inevitable...
—Sin embargo, hacen daño a todo y a todos...
En aquel momento llegó un nuevo visitante y me marché. Estaba completamente convencido de que Tchernischevsky no era en modo alguno solidario de las bromas pesadas. Me había recibido muy bien y vino pronto a devolverme la visita. Pasó cerca de una hora en mi casa, y debo decir que pocas veces he visto un carácter más suave y más amable que el suyo. Nada me asombraba tanto como el oírlo tratar, en algunas partes, de hombre duro e insociable. Estaba cierto de que deseaba hacerse amigo mío, y no me molestaba por ello. Pronto hube de trasladarme a Moscú; pasé allí nueve meses, y, naturalmente, mis relaciones con Tchernischevsky no siguieron adelante.
Un buen día supe la detención y después la deportación de Nicolás Gavrilovitch, sin conocer los motivos, que hoy todavía ignoro.
Hace año y medio pensé escribir un cuento humorístico-fantástico, por estilo de Nariz, de Gogol. Nunca había escrito nada de ese carácter. Mi novela no pretendía ser más que una broma literaria. Tenía que desarrollar en ella algunas situaciones cómicas. Aunque todo ello no tenga gran importancia, contaré aquí el asunto de mi cuento, para que se comprendan las conclusiones que de él se sacaron:
"Había por entonces, decía mi novela, en Petersburgo un alemán que exhibía un cocodrilo mediante el desembolso de cierta cantidad. Un funcionario petersburgués, antes de salir para el extranjero, quiso ir a gozar de aquel espectáculo en compañía de su joven esposa y de un amigo. El funcionario pertenecía a la clase media; tenía algún dinero, era todavía joven, lleno de amor propio, pero tan idiota como el famoso "Jefe Kovalov que había perdido su nariz". Se creía un hombre notable y, aunque medianamente instruido, considerábase como un genio. En la oficina pasaba por el ser más nulo que se podía hallar. Como si quisiera vengarse de aquel desdén, había tomado la costumbre de tiranizar al amigo que le acompañaba a todas partes, tratándole como a inferior. El amigo le odiaba, pero lo soportaba todo por causa de la joven esposa, a la que amaba infinitamente. Pues mientras esta linda persona, que pertenecía a un tipo completamente petersburgués —el de la coqueta clase media—, mientra esta linda persona se aturdía con las gracias de los monos que enseñaban al mismo tiempo que El cocodrilo, su genial esposo hacía de las suyas. Consiguió despertar y molestar al cocodrilo, hasta entonces dormido y tan inquieto como un leño. El saurio abrió una boca enorme y se engulló al marido. El gran hombre, por la más extraña de las casualidades, no había sufrido el menor daño, y, por efecto de su carácter, encontróse maravillosamente bien en el interior del cocodrilo. El amigo y la mujer, sabiendo que estaba a salvo por haberle oído alabarse de su felicidad en el vientre del reptil, fueron a dar cerca de las autoridades los pasos necesarios para obtener la libertad del involuntario explorador. Para eso, primero era preciso matar al cocodrilo, y después despedazarle delicadamente para extraer de él al gran hombre. Pero había que indemnizar al alemán, propietario del saurio. Este germano comenzó por enfadarse formidablelnente. Declaró, jurando, que seguramente su cocodrilo moriría de una indigestión de funcionario. Pero pronto comprendió que el brillante burócrata, tragado sin recibir daño podría procurarle grandes entradas en toda Europa. Exigió, a cambio de su cocodrilo, una suma considerable, más el grado de coronel ruso. Mientras tanto las autoridades se mostraban apenadas, pues ningún funcionario recordaba haber visto nunca un caso parecido. ¡No había precedente ninguno!
Después se sospechó si el funcionario se habría metido en el cuerpo del cocodrilo para causar molestias al Gobierno. ¡Debía ser algún subversivo "liberal"!
Mientras, la joven viuda hallaba que su situación de "casi viuda" no carecía de interés. El esposo tragado —a través del caparazón del cocodrilo— acababa de declarar a su amigo que prefería infinitamente su estancia en el interior del saurio a su vida de funcionario. Su veraneo en el vientre de una bestia feroz atraía sobre él, por fin, la atención que en vano solicitaba, cuando quedaba alguna vacante, sobre sus ocupaciones burocráticas. Insistió para que su mujer diese veladas en las que apareciese su tumba viviente. Todo Petersburgo iría a sus veladas, y a todos los hombres de Estado les sorprendería el fenómeno. Él, el "tragado" interesante, hablaría siempre a través de la escamosa coraza del cocodrilo, o mejor, por la garganta del monstruo: aconsejaría a sus jefes y les demostraría sus capacidades. A la insidiosa pregunta de su amigo, que le preguntaba qué haría si un buen día se viese evacuado de su ataúd de una u otra manera..., respondió que estaría siempre en guardia contra una solución demasiado conforme a las leyes de la naturaleza... ¡y que se resistiría a ello!
La mujer se sentía cada vez más encantada con su papel de falsa viuda: todo el mundo le demostraba su simpatía; el jefe directo de su marido le hacía frecuentes visitas, jugaba a las cartas con ella, etc."
Aquí terminaba el primer episodio de mi novela, que dejé sin terminar, pero que un día u otro habré de seguir.
Sin embargo, he aquí el partido que han sacado de esta broma:
Apenas lo que había escrito de este relato apareció en la revista La Época (era en 1865), que el periódico Goloss (La Voz) entregóse a los más extraños comentarios sobre el asunto de la novela. Ya no me acuerdo exactamente del texto del memorial, pero su redactor se expresaba, al principio de su artículo, poco más o menos como sigue:
"En vano es que el autor de El cocodrilo se ejercite en un género de humorismo nuevo para él: no recogerá con ello ni el honor ni los provechos que busca" etcétera; luego, después de haberme infligido algunos pinchazos de amor propio bastante envenenados, el revistero recurría a embrolladas acusaciones, seguramente pérfidas, pero incomprensibles para mí. Una semana más tarde encontré al señor N. N., que me dijo: "¿Sabe usted lo que creen en algunas partes? Pues bien, afirman que su Cocodrilo no es más que una alegoría: se trata de la deportación de Tchernischevsky, ¿verdad?" Completamente consternado por semejante interpretación, juzgué, no obstante, despreciable una opinión tan fantástica; semejante ruido no podía hallar eco. Sin embargo, nunca me perdonaré mi negligencia y mi desdén en aquella ocasión, pues aquella tonta invención no hizo más que tomar cuerpo y adornarse cada vez más; mi mismo silencio ha dado ánimos a los comentadores. "¡Calumniad! ¡Calumniad! ¡Siempre quedará algo!"
¿Dónde está la alegoría? ¡Ah! Indudablemente, el cocodrilo representa la Siberia, y el funcionario presuntuoso e inútil no es otro que Tchernischevsky. Ha sido tragado por El cocodrilo sin renunciar a la esperanza de dar una lección a todo el mundo. El amigo débil y tiranizado por él simboliza a los que le rodeaban, a los que creía regentar. La mujer linda, pero tonta, que se regocijaba con su situación de seudo viuda, es... Pero aquí entramos en detalles tan sucios que no quiero mancharme continuando la explicación de la alegoría. Y, sin embargo, quizá sea esta última alusión la que tuvo más éxito. Tengo mis razones para creerlo.
¡Han supuesto que yo, antiguo forzado, no solamente he tenido la bajeza de alegrarme pensando en la situación de un infortunado deportado, sino hasta la cobardía de publicar mi regocijo escribiendo para ello un libelo injurioso! Pero... ¿en qué terreno se colocan para acusarme de semejante villanía? Pero traedme cualquier obra; tomad de ella diez líneas, y con un poco de buena voluntad podréis explicar al público que han querido retozar sobre la guerra francoprusiana, burlarse del actor Gorbounov o entregarse a todas las estúpidas bromas que os agrade idear.
Recordad con qué espíritu examinaban los censores los manuscritos de los autores durante los años cuarenta. No había ni una línea, ni una coma, en que estos hombres perspicaces no descubriesen una alusión política. ¿Irán a decir que yo odiaba a Tchernischevsky? He demostrado que nuestras relaciones fueron siempre afectuosas. ¡Dadme al menos una de las razones que hubiera podido tener para guardarle rencor por algo, fuese lo que fuese! Todo eso es mentira.
¿Querrán insinuar que esperaba ganar algo en "elevado lugar" el día en que publiqué esa bufonería de doble sentido? ¡Eso sería decirme que he vendido mi pluma, y nadie lo probará!
Si vienen a decirme que me creí autorizado por causa de ciertos asuntos de familia que no importaban más que a Tchernischevsky, evitaré cuidadosamente defenderme de haber tenido un pensamiento tan abyecto, pues, lo repito, mi misma defensa me mancharía.
Estoy enfadado por haberme dejado arrastrar a ocuparme de estos hechos personales. He ahí lo que ocurre yendo a buscar sus recuerdos literarios. No me sucederá más.

22 ene 2010

La Vida y el Novelista

El novelista -esto lo distingue y lo pone en peligro- se encuentra terriblemente expuesto a la vida. Otros artistas se apartan, al menos parcialmente. Se encierran por semanas, solos con un platón de manzanas y una caja de pinturas, o con un rollo de papel pentagramado y un piano. Cuando resurgen, es para olvidarse de todo y distraerse. Pero el novelista nunca olvida y rara vez se distrae. Llena el vaso y enciende el cigarrillo y, es de suponer, goza todos los placeres de la charla y de la mesa, aunque siempre con la sensación de que la materia de su arte lo está estimulando, está influyendo sobre él. El gusto, los sonidos, el movimiento, unas cuantas palabras aquí, un gesto allá, un hombre que entra, una mujer que sale, incluso el auto que pasa por la calle o el mendigo que chancletea por el pavimento, y todos los rojos y los azules y las luces y las sombras- de una escena exigen su atención y despiertan su curiosidad. Le es tan imposible dejar de recibir impresiones como al pez en medio del océano impedir que el agua pase por sus agallas.
Pero si tal sensibilidad es una de las condiciones de la vida de novelista, es obvio que todos los escritores cuyos libros sobrevivieron han sabido cómo dominarla y ponerla al servicio de sus propósitos. Han terminado el vino, pagado la cuenta y se han retirado, solos, a alguna habitación solitaria donde, entre labores y pausas, en agonía (Flaubert), luchando, apresurándose, tumultuosamente (como Dostoievsky), han dominado sus percepciones, las han endurecido, las han cambiado en las texturas de su arte.

Tan extremo es el proceso de selección, que en su etapa final solemos no encontrar huellas de la escena real que sirvió de base al capítulo. Porque en esa habitación solitaria, cuya puerta intentan abrir todo el tiempo los críticos, suceden procesos de la condición más extraña. La vida queda sujeta a mil disciplinas y ejercicios. Se la curva, se la mata. Se la mezcla con esto, se la espesa con aquello, se la contrasta con algo más. De modo que, cuando un año más tarde recibimos nuestra escena en el café, han desaparecido los signos de superficie por los cuales la recordamos. Emerge de la niebla algo desnudo, algo formidable y perdurable, la carne y la sangre sobre las cuales se fundó nuestro impulso de emoción indiscriminada.

De los dos procesos el primero -recibir impresiones- es sin duda el más fácil, el más sencillo, el más placentero. Y es del todo posible, siempre y cuando se tenga el don de un temperamento lo bastante receptivo y un vocabulario suficientemente rico, satisfacer sus demandas, fabricar un libro con base tan sólo en esa emoción preliminar. Tres cuartas partes de las novelas que hoy aparecen están confeccionadas de experiencias, a las cuales no se ha aplicado ninguna disciplina, excepto el freno moderado de la gramática y los rigores ocasionales de la división en capítulos. ¿Es A Deputy Was King (Un diputado fue rey), de la señorita Sterne, otro ejemplo de este tipo de escritura, se llevó el material a su soledad o no es ni esto ni aquello, sino una mezcla incongruente de lo suave y lo duro, de lo transitorio y lo perdurable?

A Deputy Was King continúa con la historia de la familia Rakonitz, comenzada hace algunos años con The Matriarch (La matriarca). Es un regreso bienvenido, pues los Rakonitz son una familia dotada y cosmopolita que posee una cualidad admirable, muy rara hoy día en la narrativa inglesa: la de no pertenecer a secta alguna. Ningunos límites parroquiales la circundan. Se desparraman por el continente. Se los encuentra en Italia y en Austria, en París y en Bohemia. Si se alojan temporalmente en algún estudio londinense, no por ello se condenan a vestir para siempre la librea de Chelsea, de Bloomsbury o de Kensington. Nutridos con abundancia en una dieta de carnes de primera y vinos sutiles, vestidos dispendiosa pero exquisitamente, con un flujo de dinero envidiable si bien inexplicable, ninguna restricción de clase o convención los limita, si exceptuamos el año 1921. Es esencial que estén al día. Bailan, se casan, viven con éste o aquel hombre; sestean bajo el sol italiano; en enjambres entran y salen de las casas y los estudios chismeando, peleándose y reconciliándose. Porque, después de todo, aparte de las limitaciones de la moda, se encuentran, consciente o inconscientemente, sujetos al lazo de la familia. Tienen esa tenacidad judía del afecto, que las privaciones comunes han producido en una raza proscrita. Por tanto, a pesar del gregarismo superficial, en lo profundo y en lo fundamental son leales unos a otros. Toni, Val y Loraine podrán pelearse y deshacerse en público, pero en la intimidad las mujeres Rakonitz se encuentran indisolublemente unidas. Aunque introduce a los Goddard y relata el matrimonio de Toni con Giles Goddard, la etapa que comentamos en la historia de esta familia es en realidad la historia de una familia y no de un episodio; se detiene, es de suponer que por un tiempo, en una villa italiana provista de diecisiete habitaciones, de modo que puedan venir a alojarse tíos, tías y primos. Porque Toni Goddard, pese a toda su moda y su modernidad, prefiere acoger tíos y tías que agasajar emperadores, y un primo en segundo grado, al que no ha visto desde que era niña, es un premio superior a los rubíes.

De seguro podría hacerse una buena novela con tales materiales: es lo que de pronto nos vemos diciendo antes de haber concluido cien páginas. Y esta voz, no del todo la nuestra sino la voz de ese espíritu disconforme que puede separarse y tomar su propio camino mientras leemos, ha de ser interrogada sin tardanza, no vayan sus insinuaciones a echar a perder el placer del todo. Entonces ¿qué dice al insinuar este sentimiento de duda, de refunfuño en medio de nuestro bienestar general? Hasta ese punto, nada ha interferido con nuestro gozo. Excepto siendo uno mismo un Rakonitz, tomando parte en una de esas Veladas llenas de diamantes", bailes, bebidas, coqueteos, con la nieve sobre el tejado y el gramófono berreando "Es noche de luna en Kalua"; excepto de verse a Betty y Colin "avanzando un tanto grotescos... en plenas galas, el terciopelo tendido como una enorme copa invertida a los pies de Betty, mientras ella avanza melindrosa por el pasillo de nieve pura y destellante, la absurda maraña de plumas sobre el yelmo de Colin", excepto por tomar entre los dedos propios todo este brillo y toda esta fantasía, ¿qué hay mejor que el informe dado por la señorita Sterne?

La voz refunfuñona concederá que todo es muy brillante, admitirá que han pasado cien páginas como un seto visto desde un tren expreso, pero reiterará que pese a todo ello algo anda mal. Un hombre puede huir con una mujer sin que nos demos cuenta. Es prueba de que no existen valores. Esas apariciones no tienen forma. Una escena se disuelve en la siguiente, una persona en otra. Las personas surgen de una niebla de pláticas y en la plática vuelven a hundirse. Son de palabra suave e informe. No hay modo de asirlas. La acusación tiene peso, porque es cierto, una vez que lo pensamos, que Giles Goddard puede huir con Loraine y para nosotros es como sí alguien se hubiera levantado y salido de la habitación, algo sin importancia. Nos hemos permitido dormitar en apariencias. Toda esta representación del movimiento de la vida nos ha disminuido la capacidad de imaginar. Nos hemos sentado receptivos a observar, más bien con los ojos que con la mente, como hacemos en el cine, lo que pasa en la pantalla frente a nosotros. Cuando deseamos emplear lo aprendido acerca de los personajes, para auxiliarlos en alguna crisis, nos damos cuenta que no tenemos vapor, no hay energía a nuestra disposición. Sabemos cómo visten, qué comen, la jerga que usan, pero no lo que son. Porque lo que sabemos acerca de estas personas nos fue dado (excepto en un caso) siguiendo los métodos de la vida. Se construyen los personajes observando la incoherencia, las secuencias frescas y naturales de una persona que, deseando platicar la vida de un amigo, la interrumpe mil veces para introducir algo nuevo, para agregar algo olvidado, de modo que al final, aunque se pueda sentir que se ha estado en presencia de la vida, esa vida particular en cuestión permanece vaga. Este método de la mano a la boca, este cuchareo de oraciones que tienen el goteo brillante de palabras que viven en labios reales, es admirable para un propósito, pero desastroso para otro. Todo es fluido y gráfico, pero ningún personaje o situación surge sin mácula. Quedan adheridos a los bordes trocitos de materia extraña. Pese a toda su brillantez las escenas son nebulosas, las crisis borrosas. Un párrafo descriptivo dejará claro tanto el mérito como el defecto del método. La señorita Sterne quiere que nos demos cuenta de la belleza de un abrigo chino.

Al mirarlo, se diría que nunca antes hubiéramos visto un bordado, pues era la culminación misma de todo lo brillante y lo exótico. Los pétalos estaban dispuestos en un patrón flamígero alrededor de amplias bandas de bordado azul alción; y alrededor de cada placa oval estaba tejida una garza plateada de largo pico verde, un arcoiris tras las alas tendidas. Entre los arabescos de plata se posaban delicadamente mariposas, mariposas doradas y mariposas negras y mariposas que eran doradas y negras. Cuanto más en detalle se veía más había por ver: marcas intrincadas en las alas de las mariposas, púrpuras y verde hierba y durazno.

Y como si no fuera suficiente por ver, continúa agregando qué de cada flor surgían estambres diminutos, y que círculos rodeaban los ojos de cada garza por separado, hasta que el abrigo chino vacila ante nuestros ojos y se funde en una mancha brillante.

Aplicado a las personas, ese mismo método da los mismos resultados. Se agrega una cualidad a otra, un hecho a otro, hasta que cesamos de discriminar y nuestro interés queda sofocado bajo una plétora de palabras. Porque cierto es de todo objeto —abrigo o ser humano— que cuanto más se ve más hay por ver. La tarea de un escritor es tomar una cosa y dejarla representar veinte, tarea peligrosa y difícil. Pero sólo así queda liberado el lector del amontonamiento y confusión de la vida y marcado eficazmente con ese aspecto particular que el escritor desea presentarnos. Que la señorita Sterne tiene otras herramientas a su disposición y podría emplearlas si lo deseara, queda insinuado una y otra vez, así como revelado momentáneamente en el breve capítulo donde se describe la muerte de la matriarca, Anastasia Rakonitz. Aquí, de pronto, el flujo de palabras parece oscurecerse y adensarse. Percibimos algo bajo la superficie, algo inexpresado para que nosotros lo encontremos y lo pensemos. Las dos páginas donde se nos dice cómo la anciana murió pidiendo una salchicha de hígado de pato y un peine de carey tienen en mi opinión, no importa cuán breves, el doble de substancia que cualesquiera otras treinta páginas del libro.

Esos comentarios me regresan a la cuestión con que empecé: la relación del novelista con la vida y en qué consiste. Que se encuentra terriblemente expuesto a la vida lo prueba, una vez más, A Deputy Was King. Puede el autor sentarse y observar la vida y componer su libro de la espuma y la efervescencia mismas de sus emociones; o puede posar el vaso, retirarse a su habitación y sujetar su trofeo a esos procesos misteriosos mediante los cuales la vida, como el abrigo chino, es capaz de sostenerse por sí misma... una especie de milagro impersonal. Pero en cualquiera de los dos casos se enfrenta a un problema que no aflige en el mismo grado a quienes trabajan en cualquier otro arte. De modo estridente, clamoroso, la vida ruega siempre ser la meta adecuada de la narrativa, y que cuánto más se vea de ella y de ella se capte, mejor será el libro. Sin embargo, no agrega que es bastamente impura; ese aspecto que sobrevuela por encima de todo suele carecer, para el novelista, de todo valor. La apariencia y el movimiento son las trampas que la vida muestra para hacerlo perseguirla, como si fueran su esencia y, capturándolas, llegara a su meta. Así creyéndolo, él la sigue afiebrado por esa senda, describiendo qué fox-trot se toca en la embajada, qué tipo de falda se viste en Bond Street, y culebreando traza su camino hacia los más recientes atrevimientos de la jerga tópica, e imita a la perfección los acuñamientos más recientes de la jerga coloquial. Lo aterroriza, más que ninguna otra cosa, quedarse atrás respecto de la época: su preocupación mayor es que el objeto descrito acabe de llegar a la tienda, el amanecer aún en su cabeza.

Este tipo de obra exige gran destreza y ligereza, a más de que satisface un deseo real. Conocer los márgenes de los tiempos que se viven, su modo de vestir y de bailar y sus frases de moda, tiene un interés e incluso un valor del que carecen las aventuras espirituales de un cura o las aspiraciones de una maestra altiva, por solemnes que sean. Bien pudiera argüirse, además, que dedicarse a la multitudinosa danza de la vida moderna, a modo de producir la ilusión de realidad, exige una habilidad literaria mucho más elevada que el escribir un ensayo serio sobre la poesía de John Donne o las novelas de Proust. Así, el novelista que es esclavo de la vida y cocina sus libros de la espuma del momento, está haciendo algo difícil, algo que place, algo que, si por allí va su mente, hasta puede instruir. Pero su obra pasa tal y como pasa el año 19211, como pasa el fox-trot y al cabo de tres años parece tan zafio y opaco como cualquier moda que cumplió su propósito y desapareció.

Por otro lado, retirarse al estudio temeroso de la vida es igual de fatal. Cierto que pueden manufacturarse en esa quietud imitaciones plausibles de Addison, por decir alguien, pero son tan frágiles como el yeso e igual de insípidas. Para sobrevivir, cada oración debe tener, en su núcleo, una chispita de fuego y ésta, no importando el riesgo, debe arrancarla el novelista con sus propias manos de la fogata. Por tanto, su situación es precaria. Debe exponerse a la vida; debe arriesgar el peligro de verse extraviado y engañado por sus falsedades; debe arrebatarle su tesoro y dejar que su basura se vuelva desperdicio. Pero en un cierto momento habrá de abandonar toda compañía y retirarse, solo, a ese cuarto misterioso donde su cuerpo se endurece y se modela en algo permanente mediante procesos que, si bien eluden al crítico, para él tienen una profunda fascinación.

21 ene 2010

"El ritmo"

Las palabras se conducen como seres caprichosos y autónomos. Siempre dicen "esto y lo otro" y, al mismo tiempo, "aquello y lo de más allá". El pensamiento no se resigna; forzado a usarlas, una y otra vez pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra vez el lenguaje se rebela y rompe los diques de la sintaxis y del diccionario. Léxicos y gramáticas son obras condenadas a no terminarse nunca. El idioma está siempre en movimiento, aunque el hombre, por ocupar el centro del remolino, pocas veces se da cuenta de este incesante cambiar. De ahí que, como si fuera algo estático, la gramática afirme que la lengua es un conjunto de voces y que éstas constituyen la unidad más simple, la célula lingüística. En realidad, el vocablo nunca se da aislado; nadie habla en palabras sueltas. El idioma es una totalidad indivisible; no lo forman la suma de sus voces, del mismo modo que la sociedad no es el conjunto de los individuos que la componen. Una palabra aislada es incapaz de constituir una unidad significativa. La palabra suelta no es, propiamente, lenguaje; tampoco lo es una sucesión de vocablos dispuestos al azar. Para que el lenguaje se produzca es menester que los signos y lo sonidos se asocien de tal manera que impliquen y transmitan un sentido. La pluralidad potencial de significados de la palabra suelta se transforma en la frase en una cierta y única, aunque no siempre rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino la frase u oración, la que constituye la unidad más simple del habla. La frase es una totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como un microcosmo, vive en ella. A semejanza del átomo, es un organismo sólo separable por la violencia. Y en efecto, sólo por la violencia del análisis gramatical la frase se descompone en palabras. El lenguaje es un universo de unidades significativas, es decir, de frases.
Basta observar cómo escriben los que no han pasado por los aros del análisis gramatical para comprobar la verdad de estas afirmaciones. Los niños son incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de la gramática se inicia enseñando a dividir las frases en palabras y éstas en sílabas y letras. Pero los niños no tienen conciencia de las palabras; la tienen, y muy viva, de las frases: piensan, hablan y escriben en bloques significativos y les cuesta trabajo comprender que una frase está hecha de palabras. Todos aquellos que apenas si saben escribir muestran la misma tendencia. Cuando escriben, separan o juntan al azar los vocablos: no saben a ciencia cierta dónde acaban y empiezan. Al hablar, por el contrario, los analfabetos hacen las pausas precisamente donde hay que hacerlas: piensan en frases. Asimismo, apenas nos olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de nosotros, el lenguaje natural recobra sus derechos y dos palabras o más se juntan en el papel, ya no conforme a las reglas de la gramática sino obedeciendo al dictado del pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece el lenguaje en su estado natural, anterior a la gramática. Podría argüirse que hay palabras aisladas que forman por sí mismas unidades significativas. En ciertos idiomas primitivos la unidad parece ser la palabra; los pronombres demostrativos de algunas de estas lenguas no se reducen a señalar a éste o aquél, sino a "esto que está de pie", "aquel que está tan cerca que podría tocársele", "aquélla ausente", "éste visible", etc. Pero cada una de estas palabras es una frase. Así, ni en los idiomas más simples la palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son palabras frases.
El poema posee el mismo carácter complejo e indivisible del lenguaje y de su célula: la frase. Todo poema es una totalidad cerrada sobre sí misma: es una frase o un conjunto de frases que forman un todo. Como en el resto de los hombres, el poeta no se expresa en vocablos sueltos, sino en unidades compactas e inseparables. La célula del poema, su núcleo más simple, es la frase poética. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la prosa, la unidad de la frase, lo que la constituye como tal y hace lenguaje, no es el sentido o dirección significativa, sino el ritmo. Esta desconcertante propiedad de la frase poética será estudiada más adelante; antes es indispensable describir de qué manera la frase prosaica —el habla común— se transforma en frase poética.

Nadie puede substraerse a la creencia en el poder mágico de las palabras. Ni siquiera aquellos que de desconfían de ellas. La reserva ante el lenguaje es una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos y pesamos las palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito. La confianza ante el lenguaje es la actitud espontánea y original del hombre; las cosas son su nombre. La fe en el poder de las palabras es una reminiscencia de nuestras creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee una vida propia; las palabras, que son los dobles mundo objetivo, también están animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y respuestas; flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración. Unas palabras se atraen, otras se repelen y todas se corresponden. El habla es un conjunto de seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen a los astros y las plantas.
Todo aquel que haya practicado la escritura automática —hasta donde es posible esta tentativa— conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones del lenguaje dejado a su propia espontaneidad. Evocación y convocación. Les mots font l’amour, dice André Breton. Y un espíritu tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta demasiado seguro de su dominio del idioma: "Un día las palabras se coaligarán contra ti, se te sublevarán a un tiempo...". Pero no es necesario acudir a estos testimonios literarios. El sueño, el delirio, la hipnosis y otros estados de relajación de la conciencia favorecen el manar de las frases. La corriente parece no tener fin: una frase nos lleva a la otra. Arrastrados por el río de las imágenes, rozamos las orillas del puro existir y adivinamos un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el ser del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia vacila. Y de pronto todo desemboca en una imagen final. Un mundo nos cierra el paso: volvemos al silencio.
Los estados contrarios —extrema tensión de la conciencia, sentimiento agudo del lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y brillan, galerías transparentes que la introspección multiplica hasta el infinito— también son favorables a la repentina aparición de frases caídas del cielo. Nadie las ha llamado; son como la recompensa de la vigilia. Tras el forcejeo de la razón que se abre paso, pisamos una zona armónica. Todo se vuelve fácil, todo es respuesta tácita, alusión esperada. Sentimos que las ideas riman. Entrevemos que pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos. Pensar es dar la nota justa, vibrar apenas nos toca la onda luminosa. La cólera, el entusiasmo, la indignación, todo lo que nos pone fuera de nosotros posee la misma virtud liberadora. Brotan frases inesperadas y dueñas de un poder eléctrico: "lo fulminó con la mirada", "echó rayos y centellas por la boca"... El elemento fuego preside todas esas expresiones. Los juramentos y malas palabras estallan como soles atroces. Hay maldiciones y blasfemias que hacen temblar el orden cósmico. Después, el hombre se admira y arrepiente de lo que dijo. En realidad no fue él, sino "otro", quien profirió esas frases: estaba "fuera de sí". Los diálogos amorosos muestran el mismo carácter. Los amantes "se quitan las palabras de la boca". Todo coincide: pausas y exclamaciones, risas y silencios. El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible.
El lenguaje es el hombre, pero es algo más. Tal podría ser el punto de partida de una inquisición sobre estas turbadoras propiedades de las palabras. Pero el poeta no se pregunta cómo está hecho el lenguaje y si ese dinamismo es suyo o sólo es reflejo. Con el pragmatismo inocente de todos los creadores, verifica un hecho y lo utiliza: las palabras llegan y se juntan sin que nadie las llame; y estas reuniones y separaciones no son hijas del puro azar: un orden rige las afinidades y las repulsiones. En el fondo de todo fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a ciertos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al poeta a crear su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo es el ritmo que mueve a todo el idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas, aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A la esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas interiores, las frases brotan como chorros o surtidores. Lo difícil, dice Gabriela Mistral, no es encontrar rimas sino evitar su abundancia. La creación poética consiste, en buena parte, en esta voluntaria utilización del ritmo como agente de seducción.
La operación poética no es diversa del conjuro, el hechizo y otros procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden con fines utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una suma de conocimientos, como ocurre con un físico o con un chofer. Toda operación mágica requiere de una fuerza interior, lograda a través de un penoso esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las fórmulas y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y sólo a él se le revela. La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se parece en nada a la introspección o al análisis; más que una búsqueda, actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las imágenes.
Con frecuencia se compara al mago con el rebelde. La seducción que todavía ejerce sobre nosotros su figura procede de haber sido el primero que dijo No a los dioses y Sí a la voluntad humana. Todas las otras rebeliones —esas, precisamente, por las cuales el hombre ha llegado a ser hombre— parten de esta primera rebelión. En la figura del hechicero hay una tensión trágica, ausente en el hombre de ciencia y en el filósofo. Éstos sirven al conocimiento y en su mundo los dioses y las fuerzas naturales no son sino hipótesis, ni tampoco, como para el creyente, realidades que hay que aplacar o amar, sino poderes que hay que seducir, vencer o burlar. La magia es una empresa peligrosa y sacrílega, una afirmación del poder humano frente a lo sobrenatural. Separado del rebaño humano, cara a los dioses, el mago está solo. En esa soledad radica su grandeza y, casi siempre, su final esterilidad. Por otra parte, es un testimonio de su decisión trágica. Por la otra, de su orgullo. En efecto, toda magia que no se trasciende —esto es, que no se trasforma en un don, en filantropía— se devora a sí misma y acaba por devorar a su creador. El mago ve a los hombres como medios, fuerzas, núcleos de energía latente. Una de las formas de la magia consiste en el dominio propio para después dominar a los demás. Príncipes, reyes y jefes se rodean de magos y astrólogos, antecesores de los consejeros políticos. Las recetas del poder mágico entrañan fatalmente la tiranía y la dominación de los hombres. La rebelión del mago es solitaria, porque la esencia de la actividad mágica es la búsqueda del poder. Con frecuencia se han señalado las semejanzas entre magia y técnica y algunos piensan que la primera es el origen remoto de la segunda. Cualquiera que sea la validez de esta hipótesis, es evidente que el rasgo característico de la técnica moderna —como de la antigua magia— es el culto del poder. Frente al mago se levante Prometeo, la figura más alta que ha creado la imaginación occidental. Ni mago, ni filósofo, ni sabio: héroe, robador del fuego, filántropo. La rebelión prometeica encarna la de la especie. En la soledad del héroe encadenado late, implícito, el regreso al mundo de los hombres. La soledad del mago es soledad sin retorno. Su rebelión es estéril porque la magia —es decir: la búsqueda del poder por el poder— termina aniquilándose a sí misma. No es otro el drama de la sociedad moderna.
La ambivalencia de la magia puede condensarse así: por un parte, trata de poner al hombre en relación viva con el cosmos, y en ese sentido es una suerte de comunión universal; por la otra, su ejercicio no implica sino la búsqueda del poder. El ¿para qué? Es una pregunta que la magia no se hace y que no puede contestar sin transformarse en otra cosa: religión, filosofía, filantropía. En suma, la magia es una concepción del mundo pero no es una idea del hombre. De ahí que el mago sea una figura desgarrada entre su comunicación con las fuerzas cósmicas y su imposibilidad de llegar al hombre, excepto como una de sus fuerzas. La magia afirma la fraternidad de la vida —una misma corriente recorre el universo— y niega la fraternidad de los hombres.
Ciertas creaciones poéticas modernas están tan habitadas por la misma tensión. La obra de Mallarmé es, acaso, el ejemplo máximo. Jamás las palabras han estado tan cargadas y plenas de sí mismas; tanto, que apenas si las reconocemos, como esas flores tropicales negras a fuerza de encarnadas. Cada palabra es vertiginosa, tal es su claridad. Pero es una claridad mineral: nos refleja y nos abisma, sin que nos refresque o caliente. Un lenguaje a tal punto excelso merecía la prueba d fuego del teatro. Sólo en la escena podría haberse consumido y consumado plenamente y, así, encarnar de veras. Mallarmé lo intentó. No sólo nos ha dejado varios fragmentos poéticos que son tentativas teatrales, sino una reflexión sobre ese imposible y soñado teatro. Mas no hay teatro sin palabra poética común. La tensión del lenguaje poético de Mallarmé se consume en ella misma. Su mito no es filantrópico; no es Prometeo, el que da fuego a los hombres, sino Igitur: el que se contempla a sí mismo. Su claridad acaba por incendiarlo. La flecha se vuelve contra el que la dispara, cuando el blanco es nuestra propia imagen interrogante. La grandeza de Mallarmé no consiste nada más en su tentativa por crear un lenguaje que fuese el doble mágico del universo —la Obra concebida como un Cosmos— sino sobre todo en la conciencia de la imposibilidad de transformar ese lenguaje en teatro, en diálogo con el hombre. Si la obra no se resuelve en teatro, no le queda otra alternativa que desembocar en la página en blanco. El acto mágico se transmuta en suicidio. Por el camino del lenguaje mágico el poeta francés llega al silencio. Pero todo silencio humano contiene un habla. Callamos, decía sor Juana, no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir todo lo que quisiéramos decir. El silencio humano es un callar y, por tanto, es implícita comunicación, sentido latente. El silencio de Mallarmé nos dice nada, que no es lo mismo que nada decir. Es el silencio anterior al silencio.
El poeta no es un mago, pero su concepción del lenguaje como una society of life —según define Cassirer la visión mágica del cosmos— lo acerca a la magia. Aunque el poema no es hechizo ni conjuro, a la manera de ensalmos y sortilegios el poeta despierta las fuerzas secretas del idioma. El poeta encanta al lenguaje por medio del ritmo. Una imagen suscita a otra. Así, la función predominante del ritmo distingue al poema de todas las otras formas literarias. El poema es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el ritmo.
Si se golpea un tambor a intervalos iguales, el ritmo aparecerá como tiempo dividido en porciones homogéneas. La representación gráfica de semejante abstracción podría ser la línea de rayas: ---------. La intensidad rítmica dependerá de la celeridad con que los golpes caigan sobre el parche del tambor. A intervalos más reducidos corresponderá redoblada violencia. Las variaciones dependerán también de la de la combinación entre golpes e intervalos. Por ejemplo: -I--I-I--I-I--I-I-, etc. Aun reducido a ese esquema, el ritmo es algo más que medida, algo más que tiempo dividido en porciones. La sucesión de golpes y pausas revela una cierta intencionalidad, algo así como una dirección. El ritmo proporciona una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe, sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga "algo". Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido, sino tiempo original. La medida no es tiempo sino manera de calcularlo. Heidegger ha mostrado que toda medida es una "forma de hacer presente el tiempo". Calendarios y relojes son maneras de marcar nuestros pasos. Esta presentación implica una reducción o abstracción del tiempo original: el reloj presenta al tiempo y para presentarlo lo divide en porciones iguales y carentes de sentido. La temporalidad —que es el hombre mismo y que, por tanto, da sentido a lo que toca— es anterior a la presentación y lo que la hace posible.
El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos. El tiempo posee una dirección, un sentido, porque es nosotros mismos. El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección. Continua manar, perpetuo ir más allá, el tiempo es permanente trascenderse. Su esencia es el más —y la negación de ese más. El tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee un sentido —el ir más allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse así mismo como sentido. Se destruye y, al destruirse, se repite, pero cada repetición es un cambio. Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. Así, nunca es medida sin más, sucesión vacía. Cuando el ritmo se despliega frente a nosotros, algo pasa con él: nosotros mismos. En el ritmo hay un "ir hacia", que sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros. El ritmo no es medida, ni algo que está fuera de nosotros, sino que somos nosotros mismos los que nos vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia "algo". El ritmo es sentido y dice "algo". Así, su contenido verbal o ideológico no es separable. Aquello que dicen las palabras del poeta ya está diciéndolo el ritmo en que se apoyan esas palabras. Y más: esas palabras surgen naturalmente del ritmo, como la flor del tallo. La relación entre ritmo y palabra poética no es distinta a la que reina entre danza y ritmo musical: no se puede decir que el ritmo es la representación sonora de la danza; tampoco que el baile sea la traducción corporal del ritmo. Todos los bailes son ritmos; todos los ritmos, bailes. En el ritmo está ya la danza; y a la inversa.
Rituales y relatos míticos muestran que es imposible disociar al ritmo de su sentido. El ritmo fue un procedimiento mágico con una finalidad inmediata: encantar y aprisionar ciertas fuerzas, exorcizar otras. Asimismo, sirvió para conmemorar o, más exactamente, para reproducir ciertos mitos: la aparición de un demonio o la llegada de un dios, el fin de un tiempo o el comienzo de otro. Doble del ritmo cósmico, era una fuerza creadora, en el sentido literal de la palabra, capaz de producir lo que el hombre deseaba: el descenso de la lluvia, la abundancia de la caza o la muerte del enemigo. La danza contenía ya, en germen, la representación; el baile y la pantomima eran también un drama y una ceremonia: un ritual. El ritmo era rito. Sabemos, por otra parte, que rito y mito son realidades inseparables. En todo cuento mítico se descubre la presencia del rito, porque el relato no es sino la traducción en palabras de la ceremonia ritual: el mito cuenta o describe el rito. Y el rito actualiza el relato; por medio de danzas y ceremonias el mito encarna y se repite: el héroe vuelve una vez más entre los hombres y vence los demonios, se cubre de verdor la tierra y aparece el rostro radiante de la desenterrada, el tiempo que acaba renace e inicia un nuevo ciclo. El relato y su representación son inseparables. Ambos se encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza, mito y rito, relato y ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya en el ritmo, que las contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser medida vacía y abstracta, el ritmo es inseparable de un contenido concreto. Otro tanto ocurre con el ritmo verbal: la frase o "idea poética" no precede al ritmo, ni éste a aquella. Ambos son la misma cosa. En el verso ya late la frase y su posible significación. Por eso hay metros heroicos y ligeros, danzantes y solemnes, alegres y fúnebres.
El ritmo no es medida: es visión del mundo. Calendarios, moral, política, técnica, artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos cultura hunde sus raíces en el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras creaciones. Ritmos binarios o terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las instituciones, las creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es ritmo. Y cada civilización puede reducirse al desarrollo de un ritmo primordial. Los antiguos chinos veían (acaso sea más exacto decir: oían) al universo como la cíclica combinación de dos ritmos: "Una vez Yin —otra vez Yang: eso es el Tao". Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental de la palabra, según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son emblemas, imágenes que contienen una representación concreta del universo. Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y alternándose engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni abstraído; cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades. Yin es el invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Su símbolo es la puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la luz, los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libre, el tiempo de los hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad, "tiempo de plenitud y tiempo de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y un aspecto serpiente—, tal es la vida". El universo es un sistema bipartido de ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige el crecimiento de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las instituciones. Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes altera el orden cósmico; pero también lo altera, en ciertos periodos, su castidad. La cortesía y el buen gobierno son formas rítmicas, como el amor y el tránsito de las estaciones. El ritmo es imagen viva del universo, encarnación visible de la legalidad cósmica: Yi Yin - Yi Yang: "Una vez Yin otra vez Yang: eso es el Tao".
El pueblo chino no es el único que ha sentido el universo como unión, separación y reunión de ritmos. Todas las concepciones cosmológicas del hombre brotan de la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda cultura se encuentra una actitud fundamental ante la vida que, antes de expresarse en creaciones religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta como ritmo. Yin y Yang para los chinos; ritmo cuaternario para los aztecas; dual para los hebreos. Los griegos conciben el cosmos como lucha y combinación de contrarios. Nuestra cultura está impregnada de ritmos ternarios. Desde la lógica y la religión hasta la política y la medicina parecen regirse por dos elementos que se funden y absorben en una unidad: padre, madre, hijo; tesis, antítesis, síntesis; comedia, drama, tragedia; infierno, purgatorio, cielo; temperamentos sanguíneo, muscular, nervioso; memoria, voluntad y entendimiento; reinos mineral, vegetal y animal; aristocracia, monarquía y democracia... No es ésta ocasión para preguntarse si el ritmo es una expresión de las instituciones sociales primitivas, del sistema de producción o de otras "causas" o si, por el contrario, las llamadas estructuras sociales no son sino manifestaciones de esta primera de esta primera y espontánea actitud del hombre ante la realidad. Semejante pregunta, acaso la esencial de la historia, posee el mismo carácter vertiginoso de la pregunta sobre el ser del hombre —porque ese ser parece no tener sustento o fundamento, sino que, disparado o exhalado, diríase que se asienta en su propio sinfín. Pero si no podemos dar una respuesta a este problema, al menos sí es posible afirmar que el ritmo es inseparable de nuestra condición. Quiero decir: es la manifestación más simple, permanente y antigua del hecho decisivo que nos hace ser hombres: ser temporales, ser mortales y lanzados siempre hacia "algo", hacia lo "otro": la muerte, Dios, la amada, nuestros semejantes.
La constante presencia de formas rítmicas en todas las expresiones humanas no podía menos de provocar la tentación de edificar una filosofía fundada en el ritmo. Pero cada sociedad posee un ritmo propio. O más exactamente: cara ritmo es una actitud, un sentido y una imagen del mundo, distinta y particular. Del mismo modo que es imposible reducir los ritmos a pura medida, dividida en espacios homogéneos, tampoco es posible abstraerlos y convertirlos en esquemas racionales. Cada ritmo implica una visión concreta del mundo. Así, el ritmo universal de que hablan algunos filósofos es una abstracción que apenas si guarda relación con el ritmo original, creador de imágenes, poemas y obras. El rimo, que es imagen y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos, expresándonos. Es temporalidad concreta, vida humana irrepetible. El ritmo que Dante percibe y que mueve las estrellas y las almas se llama Amor; Lao-tsé y Chuang-tsé oyen otro ritmo, hecho de contrarios relativos: Heráclito lo sintió como guerra. No es posible reducir todos estos ritmos a unidad sin que al mismo tiempo se evapore el contenido particular de cada uno de ellos. El ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir, aquello en que se apoyan las filosofías.
En todas las sociedades existen dos calendarios. Uno rige la vida diaria y las actividades profanas; otro, los periodos sagrados, los ritos y las fiestas. El primero consiste en una división del tiempo en porciones iguales: horas, días, meses, años. Cualquiera que sea el sistema adoptado para la medición del tiempo, éste es una sucesión cuantitativa de porciones homogéneas. En el calendario sagrado, por el contrario, se rompe la continuidad. La fecha mítica adviene si una serie de circunstancias se conjugan para reproducir el acontecimiento. A diferencia de la fecha profana, la sagrada no es una medida sino una realidad viviente, cargada de fuerzas sobrenaturales, que encarna en sitios determinados. En la representación profana del tiempo, el 1 de enero sucede necesariamente al 31 de diciembre. En la religiosa, puede muy bien ocurrir que el tiempo nuevo no suceda al viejo. Todas las culturas han sentido el horror del "fin del tiempo". De ahí la existencia de "ritos de entrada y salida". Entre los antiguos mexicanos el rito del fuego —celebrados cada fin de año y especialmente al terminar el ciclo de 52 años— no tenían más propósito que provocar la llegada del tiempo nuevo. Apenas se encendían las fogatas en el Cerro de la Estrella, todo el Valle de México, hasta entonces sumido en sombras, se iluminaba. Una vez más el mito había encarnado, El tiempo —un tiempo creador de vida y no vacía sucesión— había sido re-engendrado. La vida podía continuar hasta que ese tiempo, a su vez, se desgastase. Un admirable ejemplo plástico de esta concepción es el Entierro del Tiempo, pequeño monumento de piedra que se encuentra en el Museo de Antropología de México: rodeados de calaveras, yacen los signos del tiempo viejo: de sus restos brota el tiempo nuevo. Pero su renacer no es fatal. Hay mitos, como el de Grial, que aluden a la obstinación del tiempo viejo, que se empeña en no morir, en no irse: la esterilidad impera; los campos se agostan; las mujeres no conciben; los viejos gobiernan: Los "ritos de salida" —que casi siempre consisten en la intervención salvadora de un joven héroe— obligan al tiempo viejo a dejar el campo a su sucesor.
Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en qué tiempo pasa? La respuesta nos la dan los cuentos: "Una vez había un rey...". El mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en "una vez...", nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado que también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no es el ayer irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado cargado de posibilidades, susceptible de actualizarse. El mito transcurre en un tiempo arquetípico. Y más: es tiempo arquetípico, capaz de re-encarnar. El calendario sagrado es rítmico porque es arquetípico. El mito es un pasado que es un futuro dispuesto a realizarse en un presente. Nada más distante de nuestra concepción cotidiana del tiempo. En la vida diaria nos aferramos a la representación cronométrica del tiempo, aunque hablemos de "mal tiempo" y de "buen tiempo" y aunque cada treinta y uno de diciembre despidamos al año viejo y saludemos la llegada del nuevo. Ninguna de estas actitudes —residuos de la antigua concepción del tiempo— nos impide arrancar cada día una hoja al calendario o consultar la hora en el reloj. Nuestro "buen tiempo" no se desprende de la sucesión; podemos suspirar por el pasado —que tiene fama de ser mejor que el presente— pero sabemos que el pasado no volverá. Nuestro "buen tiempo" muere de la misma muerte que todos los tiempos: es sucesión. En cambio, la fecha mítica no muere: se repite, encarna. Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo es el ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de ser hoy, el mito es una realidad flotante, siempre dispuesta a encarnar y volver a ser.
La función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad: por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert Y Mauss, en su clásico estudio sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario sagrado y encuentran en la magia rítmica el origen de esta discontinuidad: "La representación mítica del tiempo es esencialmente rítmica. Para la religión y la magia el calendario no tiene por objeto medir, sino ritmar, el tiempo". Evidentemente no se trata de "ritmar" el tiempo —resabio positivista de estos autores— sino de volver al tiempo original. La repetición rítmica es invocación y convocación del tiempo original. Y más exactamente: recreación del tiempo arquetípico. No todos los mitos son poemas pero todo poema es mito. Como en el mito, en el poema el tiempo cotidiano sufre una transmutación: deja de ser sucesión homogénea y vacía para convertirse en ritmo. Tragedia, epopeya, canción, el poema tiende a repetir y recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos que, de alguna manera, resultan arquetípicos. El tiempo del poema es distinto al tiempo cronométrico. "Lo que pasó, pasó", dice la gente. Para el poeta lo que pasó volverá a encarnar. El poeta, dice el centauro Quirón a Fausto, "no está atado por el tiempo". Y éste le responde: "Fuera del tiempo encontró Aquiles a Helena". ¿Fuera del tiempo? Más bien en el tiempo original. Incluso en las novelas históricas y en los de asunto contemporáneo el tiempo del relato se desprende de la sucesión. El pasado y el presente de las novelas no es el de la historia, ni el del reportaje periodístico. No es lo que fue, ni lo que está siendo, sino que se está haciendo: lo que se está gestando. Es un pasado que re-engendra y reencarna. Y reencarna de dos maneras; en el momento de la creación poética, y después, como recreación, cuando el lector revive las imágenes del poeta y convoca de nuevo ese pasado que regresa. El poema es tiempo arquetípico, que se hace presente apenas unos labios repiten sus frases rítmicas. Esas frases rítmicas son los que llamamos versos y su función consiste en re-crear el tiempo.
A tratar el origen de la poesía, dice Aristóteles: "En total, dos parecen haber sido las causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales: primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir imitativamente; y en esto se distingue de los demás animales: en que es muy más imitador el hombre que todos ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante imitación; segundo, en que todos se complacen en las reproducciones imitativas". Y más adelante agrega que el objeto propio de esta reproducción imitativa es la contemplación por semejanza o comparación: la metáfora es el principal instrumento de la poesía, ya que por medio de la imagen —que acerca y hace semejantes a los objetos distantes u opuestos— el poeta puede decir que esto sea parecido a aquello. La poética de Aristóteles ha sufrido muchas críticas. Sólo que, contra lo que uno se sentiría inclinado a pensar instintivamente, lo que nos resulta insuficiente no es tanto el concepto de reproducción imitativa como su idea de la metáfora y, sobre todo, su noción de naturaleza.
Según explica García Bacca en su Introducción a la Poética, "imitar no significa ponerse a copiar un original... sino toda acción cuyo efecto es una presencialización". Y el efecto de tal imitación, "que, al pie de la letra, no copia nada, será un objeto original y nunca visto, o nunca oído, como una sinfonía o una sonata". Mas, ¿de dónde saca el poeta esos objetos nunca vistos ni oídos? El modelo del poeta es la naturaleza, paradigma y fuente de inspiración para todos los griegos. Con más razón que al de Zola y sus discípulos, se puede llamar naturalista al arte griego. Pues bien, una de las cosas que nos distinguen de los griegos es nuestra concepción de la naturaleza. Nosotros no sabemos cómo es, ni cuál es su figura, si alguna tiene. La naturaleza ha dejado de ser algo animado, un todo orgánico y dueño de una forma. No es, ni siquiera, un objeto, porque la idea misma de objeto ha perdido su antigua consistencia. Si la noción de causa está en entredicho, ¿cómo no va a estarlo la de naturaleza con sus cuatro causas? Tampoco sabemos en dónde termina lo natural y empieza lo humano. El hombre, desde hace siglos, ha dejado de ser natural. Unos lo conciben como un haz de impulsos y reflejos, esto es, como un animal superior. Otros han transformado a este animal en una serie de respuestas a estímulos dados, es decir, a un ente cuya conducta es previsible y cuyas reacciones no son diversas a las de un aparato: para la cibernética el hombre se conduce como una máquina. En el extremo opuesto se encuentran los que nos conciben como entes históricos, sin más continuidad que la del cambio. No es eso todo. Naturaleza e historia se han vuelto términos incompatibles, al revés de lo que ocurría con los griegos. Si el hombre es una animal o una máquina, no veo cómo pueda se un ente político, a no ser reduciendo la política a una rama de la biología o de la física. Y a la inversa: si es histórico, no es natural ni mecánico. Así pues, lo que nos parece extraño y caduco —como bien observa García Bacca— no es la poética aristotélica, sino su ontología. La naturaleza no puede ser un modelo para nosotros, porque el término ha perdido toda su consistencia.
No menos insatisfactoria parece la idea aristotélica de la metáfora. Para Aristóteles la poesía ocupa un lugar intermedio entre la historia y la filosofía. La primera reina sobre los hechos: la segunda rige el mundo de lo necesario. Entre ambos extremos la poesía se ofrece "como lo optativo". "No es oficio del poeta —dice García Bacca— contar las cosas como sucedieron, sino cual desearíamos que hubiesen sucedido". El reino de la poesía es el "ojalá". El poeta es "varón de deseos". En efecto, la poesía es deseo. Mas ese deseo no se articula en lo posible, ni en lo verosímil. La imagen no es lo "imposible inverosímil", deseo de imposibles: la poesía es hambre de realidad. El deseo aspira siempre a suprimir las distancias, según se ve en el deseo por excelencia: el impulso amoroso. La imagen es el puente que tiende el deseo entre el hombre y la realidad. El mundo del "ojalá" es el de la imagen por comparación de semejanzas y su principal vehículo es la palabra "como" y dice: esto es como aquello. Pero hay otra metáfora que suprime el "como" y dice: esto es aquello. En ella el deseo entre en acción: no compara ni muestra semejanzas sino que revela —y más: provoca— la identidad última de objetos que nos parecían irreductibles.
Entonces, ¿en qué sentido nos parece verdadera la idea de Aristóteles? En el de ser la poesía una reproducción imitativa, si se entiende por esto que el poeta recrea arquetipos, en la acepción más antigua de la palabra: modelos, mitos. Aun el poeta lírico al recrear su experiencia convoca a un pasado que es un futuro. No es paradoja afirmar que el poeta —como los niños, los primitivos, y, en suma, como todos los hombres cuando dan rienda suelta a su tendencia más profunda y natural— es un imitador de profesión. Esa imitación es creación original: evocación, resurrección y recreación de algo que está en el origen de los tiempos y en el fondo de cada hombre, algo que se confunde con el tiempo mismo y con nosotros, y que siendo de todos es también único y singular. El ritmo poético es la actualización de ese pasado que es un futuro que es un presente: nosotros mismos. La frase poética es tiempo vivo, concreto: es ritmo, tiempo original, perpetuamente recreándose. Continuo renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad de la frase, que en la prosa se da por el sentido o significación, en el poema se logra por gracia del ritmo. La coherencia poética, por tanto, debe ser de orden distinto a la prosa. La frase rítmica nos lleva así al examen de su sentido. Sin embargo, antes de estudiar cómo se logra la unidad significativa de la frase poética, es necesario ver más de cerca las relaciones entre verso y prosa.

20 ene 2010

CONCLUSIÓN

En cuanto leía a un escritor, distinguía muy pronto bajo las palabras la tonada de la canción, que es diferente en cada autor a la que existe en los demás, y leyendo, sin darme cuenta, la canturreaba, aceleraba las notas, las moderaba, o las interrumpía, para señalar su compás y su repetición, como se hace cuando se canta, y se espera a veces mucho tiempo según el compás de la música, antes de pronunciar el final de una palabra.
Sabía muy bien que si, al no haber podido trabajar nunca, no sabía escribir, tenía el oído más fino y más entonado que muchos otros, lo que me ha permitido hacer pastiches, pues en un escritor, cuando se tiene la música, las palabras llegan pronto. Pero este don no lo he utilizado, y de vez en cuando, en períodos diferentes de mi vida, ese, como el de descubrir una relación profunda entre dos ideas, dos sensaciones, siempre lo siento vivo en mí, pero no fortalecido, y que pronto estará debilitado y muerto. Sin embargo, será difícil, pues con frecuencia al estar más enfermo, cuando ya no me acuden ideas a la mente y se me van las fuerzas, cuando ese yo que a veces reconozco percibe esos vínculos entre dos ideas, como suele ocurrir en otoño, cuando no quedan ya flores ni hojas, que es cuando se oyen en los paisajes los acordes más profundos. Y este muchacho que juega así en mi interior, sobre las ruinas, no necesita ningún alimento, se nutre sólo del placer que la visión de la idea que descubre le proporciona, él la crea, ella lo crea, él muere, pero una idea lo resucita, como esas semillas que interrumpen su germinar en una atmósfera demasiado seca, que se mueren: pero un poco de humedad y calor basta para hacerlas renacer.

Y creo que el muchacho que en mí se entretiene en eso debe ser el mismo que tiene también el oído fino y entonado para percibir entre dos impresiones, entre dos ideas, una armonía muy delicada que otros no advierten. Lo que es este ser no lo sé. Pero si crea de algún modo estas armonías, vive de ellas, se agita al instante, germina, crece, con todo lo que ellas le dan de vida, y muere en seguida no pudiendo vivir más que de ellas. Mas, por muy prolongado que sea el sueño en que se sume pronto (como las semillas de Becquerel), no muere, o mejor muere pero para renacer si otra armonía se presenta, incluso si tan sólo entre dos cuadros de un mismo pintor percibe una misma sinuosidad de perfiles, una misma pieza de tela, una misma silla, que muestra algo de común entre los dos cuadros: la predilección y la esencia del alma del pintor. Lo que hay en el cuadro de un pintor no puede alimentarlo, ni tampoco en un libro ni en un segundo cuadro del pintor ni en un segundo libro del autor. Pero si en el segundo cuadro o en el segundo libro percibe algo que no está en el segundo ni el primero, pero que está de alguna forma entre los dos, en una especie de cuadro ideal que ve modelarse en sustancia espiritual fuera del cuadro, ha recibido su alimento y comienza a existir y a ser dichoso. Pues para él existir y ser dichoso no es más que una sola cosa. Y si entre ese cuadro ideal y ese libro ideal, cada uno de los cuales basta para hacerle feliz, descubre un vínculo más excelso todavía, su gozo aumenta también. Pues muere instantáneamente en lo individual, y empieza inmediatamente a flotar y a vivir en lo general. No vive más que de lo general, lo general lo anima y le nutre, y muere al instante en lo particular. Pero mientras vive, su vida no es más que un éxtasis y una felicidad. Sólo él debería escribir mis libros. ¿Pero serían realmente más bellos?

Qué importa que se nos diga: con ello pierde usted su habilidad. Lo que nosotros hacemos es volver a la vida, romper con todas nuestras fuerzas el cristal de la costumbre y del razonamiento que se prende inmediatamente en la realidad y hace que no la veamos nunca, es hallar el mar libre. ¿Por qué esta coincidencia entre dos impresiones nos devuelve la realidad? Acaso porque ella resucita entonces con lo que omite, mientras que si razonamos, si tratamos de acordarnos, añadimos o quitamos.
Los libros bellos se escriben en una especie de lengua extranjera. En cada palabra vierte cada uno de nosotros su sentido o su imagen al menos, que suele ser un contrasentido. Pero en los libros bellos, los contrasentidos en que se incurre son bellos. Cuando leo el pastor de L'Ensorcelée, veo un hombre a la manera de Mantegna, y con el color de la T... de Botticelli. Pero quizá no es en absoluto lo que ha visto Barbey. Ahora bien, hay en su descripción un conjunto de relaciones que, supuesto el punto de partida falso de mi contrasentido, le confieren la misma progresión en belleza. Por eso las variantes, las correcciones, las mejores ediciones, no revisten tanta importancia. Varias versiones del soneto de Verlaine Tite el Bérenice.

Parece que la originalidad de un hombre de genio no sea más que como una flor, una cima superpuesta al mismo yo que el de las personas de talento mediocre de su generación; pero ese mismo yo, ese mismo talento mediocre, existe en ellos. Creemos que Musset, Loti, Régnier, son seres aparte. Pero cuando Musset chapuceó la crítica de arte, vemos con espanto aparecer bajo su pluma las frases más vacías de Villemain, quedamos estupefactos al descubrir en Régnier un Brisson; cuando Loti tiene que pronunciar un discurso académico, y cuando Musset tiene que proporcionar un artículo sobre la mano de obra para una revista de poca importancia, careciendo del tiempo de horadar su yo trivial para hacer que salga el otro y se superponga, vemos que su pensamiento y su lenguaje están llenos... (Se interrumpe el manuscrito).

Es tan personal, tan único, el principio que actúa en nosotros cuando escribimos y crea poco a poco nuestra obra, que dentro de la misma generación los temperamentos de la misma especie, de la misma familia, de la misma cultura, de la misma inspiración, del mismo medio, de la misma condición, toman la pluma para escribir casi de la misma forma, la misma cosa descrita, y añade cada uno la fioritura particular suya que hace de la misma cosa algo completamente nuevo, en donde todas las proporciones de las cualidades de los otros quedan desplazadas. Y así continúa el género de los escritores originales, cada uno dejando oír una nota esencial que no obstante, en un intervalo imperceptible, es irreductiblemente distinta de la que la precede, de la que la sigue. Mirad, uno junto al otro, a todos nuestros escritores: sólo los originales así como los grandes, que son también escritores originales, y que por eso no cabe aquí distinguirlos. Mira cómo se parecen y cuántos difieren. Sigúelos con la mirada el uno a continuación del otro, como en una guirnalda enlazada al alma y hecha flores innumerables, pero diferentes todas, en una hilera, France, Henri de Régnier, Boylesve, Francis Jammes, en una misma fila, mientras que en otra verás a Barrès y en otra a Loti.

Sin duda cuando Régnier y France empezaron a escribir tenían la misma cultura, la misma concepción del arte, trataron de describir lo mismo. Y esos cuadros que trataban de pintar tenían poco más o menos el mismo concepto de su realidad objetiva. Para France la vida es el sueño de un sueño, para Régnier las cosas tienen el semblante de los sueños. Pero esta similitud de nuestros pensamientos y de las cosas. Régnier, meticuloso y honrado, se atormenta inmediatamente por no olvidarse nunca de comprobarla, en demostrar la coincidencia; vierte en su obra su pensamiento, su frase se alarga, se precisa, se retuerce, oscura y minuciosa como una aguileña, mientras que la de France, resplandeciente, abierta y lisa, es como una rosa de Francia.

Y como esa realidad verdadera es interior, puede derivarse de una impresión conocida, frivola incluso, o mundana, cuando se halla a una cierta profundidad y liberada de esas apariencias, no establezco ninguna diferencia entre el arte elevado, que no se ocupa más que del amor, de las nobles ideas, y el arte inmoral o fútil, los que retratan la psicología de un sabio o de un santo y no la de un hombre de mundo. Por lo demás, en todo lo que se refiere al carácter y las pasiones, los reflejos, no existe diferencia; el carácter es el mismo en los dos, como los pulmones y los huesos, y el fisiólogo, para demostrar las grandes leyes de la circulación de la sangre, no se preocupa de que las visceras se hayan extraído del cuerpo de un artista o de un tendero. Quizá cuando nos veamos ante un verdadero artista, que habiendo roto las apariencias baje a la profundidad de la verdadera vida, podamos entonces, al haber obra de arte, interesarnos en una obra planteando problemas de mayor amplitud (no dejar este horrible estilo). Pero primero, que haya profundidad, que se hayan alcanzado las regiones de la vida espiritual en donde pueda crearse la obra de arte. Ahora bien, cuando veamos que un escritor en cada página, en cada situación en la que se encuentra su personaje, no la profundiza nunca, no lo vuelve a replantear en función de sí mismo, si no que se sirve de expresiones ya hechas, que a su propósito nos sugiere lo que debemos a los demás —a los peores de entre ellos— cuando queremos hablar de algo; si no descendemos a esa calma profunda donde el pensamiento escoge las palabras en que se reflejará por entero; un escritor que no ve su propio pensamiento, invisible entonces para él, sino que se contenta con la grosera apariencia, que lo oculta a cada uno de nosotros en cada momento de nuestra vida, con el que el vulgo se contenta en su perpetua ignorancia, y que el escritor aleja, tratando de ver lo que hay en el fondo; cuando por la selección o más bien la ausencia absoluta de selección de sus palabras, de sus frases, la banalidad trillada de todas sus imágenes, la ausencia de ahondamiento en cualquier situación, comprenderemos que un libro semejante, incluso si en cada página infama al arte amanerado, al arte inmoral, al arte materialista, es él mismo mucho más materialista, pues no desciende a la región espiritual de donde han salido las páginas que no han hecho quizá más que describir cosas materiales, pero con ese talento que es la prueba innegable de que proceden del espíritu. Por más que nos diga que el otro arte no es arte popular, sino arte para unos cuantos, pensaremos nosotros que ese arte es el suyo, pues no hay más que una manera de escribir para todos, y es escribir sin pensar en nadie, para lo que hay en uno de esencial y de profundo. Mientras que él escribe pensando en algunos, en esos artistas llamados amanerados, y sin intentar ver cuál es su pecado, sin profundizar hasta hallar lo eterno de la impresión que le producen, eternidad que esa impresión contiene como lo contiene el temblor de un espino, o cualquier otra cosa en la que se sepa penetrar; pero en esto, como en todo, ignorando lo que pasa en su fondo, contentándose con fórmulas trilladas y con su mala disposición, sin tratar de ver el fondo: "Aire viciado de capilla, sal pues afuera. Qué me importan sus ideas, pues bien, qué importa que se sea clerical. Usted me desagrada, a esas mujeres habría que azotarlas. Ya hay, pues, sol en Francia. No puede usted, por tanto, componer una música ligera. Hace falta que usted lo ensucie todo, etc." Por lo demás, está de alguna manera obligado a esa superficialidad y a esa mentira, puesto que escoge por héroe a una persona de mal genio cuyas ocurrencias terriblemente banales son exasperantes, pero podrían encontrarse en un hombre de talento. Desgraciadamente, cuando Jean Christophe, pues es a él a quien me refiero, deja de hablar, Romain Rolland sigue amontonando trivialidad tras trivialidad, y cuando busca una imagen más precisa es una obra de investigación y no un hallazgo, y en donde se muestra inferior a cualquier escritor de hoy día. Los campanarios de sus iglesias, que son como grandes brazos, son inferiores a todo lo que descubrieron Renard, Adam y quizás el mismo Leblond.

Por eso ese arte es el más superficial, el más insincero, el más material (incluso si su tema es el alma, pues la única manera de que en un libro haya alma no consiste en que tenga por tema al alma, sino que ésta lo haya creado. Hay más en Curé de Tours de Balzac, que en su personaje del pintor Steinbock), y también el más común. Pues sólo las personas que no saben qué es la profundidad y que, viendo en todo momento banalidades, falsos razonamientos, fealdades, no las perciben, sino que se embriagan con el elogio de la profundidad, que dicen: "¡Ahí está el arte profundo!", lo mismo que cuando alguien dice sin cesar: "¡Ah!, yo soy franco, no necesito que nadie diga en mi lugar lo que pienso, todos estos grandes señores son unos aduladores, yo soy un zafio", y alude a las personas que no saben, un hombre educado sabe que esas declaraciones nada tienen que ver con la verdadera franqueza en el arte. Sucede en esto como en la moral: la pretensión no puede sustituir al hecho. En el fondo toda mi filosofía se resume, como toda filosofía verdadera, en justificar, en reconstruir, lo que es. (En moral, en arte, ya no se juzga sólo un cuadro por sus pretensiones de gran pintura, ni la valía moral de un hombre por sus discursos.) La sensatez de los artistas, el único criterio de la espiritualidad de una obra, es el talento.

El talento es el criterio de la originalidad, la originalidad es el criterio de la sinceridad, el placer (para quien escribe) es quizás el criterio de la verdad del talento.
Casi resulta tan estúpido decir al hablar de un libro: "Es muy inteligente", como "quería mucho a su madre". Aunque lo primero todavía está por demostrar.

Los libros son obra de la soledad e hijos del silencio. Los hijos del silencio no deben tener nada en común con los hijos de la palabra, las ideas nacidas del deseo de decir algo, de una culpa, de una opinión, es decir, de una idea oscura.

La materia de nuestros libros, la sustancia de nuestras frases, tiene que ser inmaterial, no tomada tal cual de la realidad, sino que nuestras mismas frases y hasta los episodios deben estar hechos de la sustancia transparente de nuestros mejores momentos, en donde estamos fuera de la realidad y del presente. El estilo y el asunto de un libro tienen que formarse con esas gotas de luz ensambladas.

Además, es tan vano escribir especialmente para el pueblo como para los niños. Lo que enriquece a un niño no es un libro de niñerías. ¿Por qué hay que creer que un obrero electricista necesita que escribáis mal y habléis de la Revolución francesa para que os comprenda? En primer lugar, sucede precisamente lo contrario. De la misma forma que a los parisinos les gusta leer los viajes a Oceanía y a los ricos los relatos de la vida de los mineros rusos, al pueblo le gusta leer cosas que no se relacionen con su vida. Además, ¿por qué trazar esta barrera? Un obrero (véase Halévy) puede ser baudelairiano.

Esta mala disposición que no quiere ver en el fondo de sí (que es en estética lo semejante a un hombre que tiene empeño en conocer a alguien y que dice con esnobismo: "¿Necesito yo a ese señor? De qué me puede servir conocerlo; me desagrada") es, aumentado, lo que yo reprocho a Sainte-Beuve, es (aunque el autor no hable más que de Ideas, etc.), una crítica materialista, hecha con palabras que dan placer a los sabios, a las comisuras de la boca, a las cejas enarcadas, a los hombros, y cuya contracorriente no tiene el espíritu, el coraje, de remontar para ver lo que hay allí. Pero a pesar de todo, en Sainte-Beuve mucho más arte acredita mucho más pensamiento.

El arcaísmo está hecho de muchas insinceridades, una de las cuales consiste en tomar por rasgos asimilables al genio de los antiguos rasgos exteriores, evocadores en un partidle, pero de los que los antiguos no tenían conciencia, pues su estilo no reflejaba entonces su antigüedad. Hay un poeta de nuestro tiempo que cree que se le ha transmitido el don de la palabra de Virgilio y de Ronsard porque llama al primero, como el segundo, "el docto mantuano". Su Ériphyle tiene encanto, pues fue uno de los primeros en advertir que la gracia había de tener vida, y da a la muchacha el gracioso ceceo de una niña "mi esposo era un héroe, pero tenía demasiada barba" y a la postre sacude la cabeza con disgusto, como una potranca (quizá por haber notado la vida que dan los anacronismos involuntarios del Renacimiento y del siglo xvn); su amante le dice "Noble señora" (iglesia buscadora de gracia, gentilhombre del Peloponeso). Se adscribe a la escuela (¿Boulanger?) —y Barrès— por su manera de sugerir, a la escuela del sobrentendido. Es exactamente lo contrario de Romain Roland. Pero eso no es más que una cualidad, y no prevalece frente a la nada del fondo y la ausencia de originalidad. Sus célebres Stances no se salvan más que por lo inacabadas, hay una especie de trivialidad y de falta de aliento deliberados, y como sin eso serían involuntarios, el defecto del poeta conspira con su pretensión. Pero desde el momento en que se olvida y quiere decir algo, desde el momento en que habla, escribe cosas como estas:

No digas: la vida es un alegre festín;
O es propio de un espíritu tonto, o de un alma vil.
No digas sobre todo: es una desgracia sin fin;
Es propio de un cobarde y de quien pronto se cansa.
Reíd como en la primavera se agitan las ramas
Llorad como el cierzo o la ola en la arena.
Gozad todos los placeres y sufrid todos los males.
Y decid: mucho es, pues es la sombra de un sueño.

Los escritores que admiramos no pueden servirnos de guía, pues poseemos en nosotros como la aguja imantada o la paloma mensajera, el sentido de nuestra orientación. Pero mientras que guiados por ese instinto interior volamos hacia adelante y seguimos nuestro camino, a veces, cuando echamos la mirada de derecha a izquierda sobre la obra nueva de Francis Jammes o de Maeterlinck, sobre una página de Joubert o de Emerson que no conocíamos, las reminiscencias anticipadas que encontramos de la misma idea, de la misma sensación, del mismo esfuerzo artístico que expresamos en ese momento, nos agradan, como bondadosos postes indicadores que nos indican que no nos hemos equivocado, o como mientras descansamos un instante en un bosque, nos sentimos reafirmados en nuestro camino por el paso muy cerca de nosotros, a tiro de piedra, de palomas fraternas que no nos han visto. Superfluas si se quiere. Pero en modo alguno inútiles. Nos muestran lo que... (laguna en el manuscrito) a ese yo de todos modos subjetivo que a pesar de todo es nuestro yo actuante, lo es también, con un valor más universal para los yo análogos, para ese yo más objetivo, ese todo el mundo educado que somos cuando leemos; lo es no sólo para nuestro mundo particular sino para nuestro mundo universal...

Las cosas bellas que escribiremos si tenemos talento están en nosotros, indistintas, como el recuerdo de una tonada, que nos encanta sin que podamos hallar el contorno, tararearlo, ni siquiera dar una impresión cuantitativa, decir si hay pausas, o sucesión de notas rápidas. A los que les obsesiona el recuerdo confuso de las verdades que nunca conocieron, son los hombres dotados. Pero si se contentan con decir que oyen un aire delicioso, no muestran nada a los demás, no tienen talento. El talento es como una especie de memoria que les permitirá llegar a acercarles a esa música confusa, oírla cairamente, anotarla, reproducirla y cantarla. Llega una edad en que el talento se debilita como la memoria, en que el músculo mental que acerca los recuerdos interiores y los exteriores carece ya de fuerza. Algunas veces esa edad dura toda la vida, por falta de ejercicio, por una satisfacción demasiado rápida de sí mismo. Y nadie sabrá jamás, ni siquiera uno mismo, la tonadilla que le perseguía con su ritmo inaprehensible y delicioso.

19 ene 2010

Un narrador en la intimidad

Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay ventanas. A mí me gustaría, por supuesto, que hubiera algo, una lámpara, algunos libros, un ligero aroma de valentía, pero la verdad es que no hay nada.

A veces, sin embargo, cuando soy víctima de irrefrenables ataques de optimismo (que finalizan, por otra parte, en alergias espantosas) mi cocina literaria se transforma en un castillo medieval (con cocina) o en un departamento en Nueva York (con cocina y vistas de privilegio) o en una ruca en los faldeos cordilleranos (sin cocina, pero con una fogata). Metido en estos trances generalmente hago lo que hace toda la gente: pierdo el equilibrio y pienso que soy inmortal. No quiero decir inmortal literariamente hablando, pues esto sólo lo puede pensar un imbécil y a tanto no llego, sino literalmente inmortal, como los perros y los niños y los buenos ciudadanos que aún no se han enfermado. Por suerte, o por desgracia, todo ataque de optimismo tiene un principio y un final. Si no tuviera final, el ataque de optimismo se convertiría en vocación política. O en mensaje religioso. Y de ahí a sepultar libros (prefiero no decir "quemarlos" porque sería exagerar) hay un solo paso. Lo cierto es que, al menos en mi caso, los ataques de optimismo se acaban, y con ellos se acaba la cocina literaria, se desvanece en el aire la cocina literaria, y sólo quedo yo, convaleciente, y un ligerísimo aroma de ollas sucias, platos mal rebañados, salsas podridas.

La cocina literaria, me digo a veces, es una cuestión de gusto, es decir es un campo en donde la memoria y la ética (o la moral, si se me permite usar esta palabra) juegan un juego cuyas reglas desconozco. El talento y la excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no participan. La audacia y el valor sí participan, pero sólo en momentos puntuales, lo que equivale a decir que no participan en exceso. El sufrimiento participa, el dolor participa, la muerte participa, pero con la condición de que jueguen riéndose. Digamos, como un detalle inexcusable de cortesía.

Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.

Si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la cocina de Silvina Ocampo, en la de Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y poeta mexicana Carmen Boullosa, en la de Simone de Beauvoir. Entre otras razones, porque son cocinas que están más limpias.

Algunas noches sueño con mi cocina literaria. Es enorme, como tres estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas interminables en donde se amontonan todos los seres vivos de la tierra, los extinguidos y los que dentro de no mucho se extinguirán, iluminada de forma heterodoxa, en algunas zonas con reflectores antiaéreos y en otras con teas, y por supuesto no faltan zonas oscuras en donde solamente se vislumbran sombras anhelantes o amenazantes, y grandes pantallas en las cuales se observan, con el rabillo del ojo, películas mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la pesadilla, yo me paseo por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me preparo un huevo frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con una enorme sensación de cansancio.

No sé lo que se debe hacer en una cocina literaria, pero sí sé lo que no se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario merece que lo cuelguen en la plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como todos sabemos, tenía más razón que un santo.

Así que este punto queda claro: no se debe plagiar, a menos que desees que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los plagiarios, hoy en día, no los cuelgan. Por el contrario, reciben becas, premios, cargos públicos, y, en el mejor de los casos, se convierten en best-sellers y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío político de la patria.

En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin dar ni pedir cuartel.

18 ene 2010

Diarios inéditos

La necesidad de la escritura, siempre racionalizada, era inseparable del pulso mismo de Susan Sontag. Presentamos una muestra de sus diarios inéditos, fechados cuando la escritora tenía alrededor de treinta años.

14 de agosto
NO DEBERÍA INTENTAR HACER EL AMOR
CUANDO ESTOY CANSADA.
SIEMPRE DEBERÍA SABER CUÁNDO ESTOY
CANSADA. PERO NO LO SÉ
ME MIENTO A MÍ MISMA. AÚN NO CONOZCO
MIS VERDADEROS SENTIMIENTOS
(¿Todavía!)

3/12/61
Advertir las “zonas muertas” del sentimiento: Hablar sin sentir nada. (Esto es muy distinto de mi vieja repugnancia a hablar sin saber nada.)
El escritor debe ser cuatro personas:
1) el loco, el obsédé.
2) el tarado
3) el estilista
4) el crítico
1) suministra el material
2) permite que se exponga
3) es gusto
4) es inteligencia
Un gran escritor es las cuatro, pero puedes ser aún una buena escritora con 1) y 2) solamente; son muy importantes.

9 de dic. de 1961
El miedo a la vejez surge del reconocimiento de que no se está viviendo ahora la vida que se quisiera. Equivale en un sentido a insultar al presente.
[Sin fecha]
La mueca de Mary McCarthy; cabello gris; traje barato estampado rojo + negro. Chismes de club. Ella es El Grupo. Es amable con su marido.

Escribo para definirme; un acto de creación propia; parte del proceso de llegar a ser; en diálogo conmigo misma, con los escritores vivos y muertos que admiro, con los lectores ideales.
Porque me es placentero (una “actividad”)
No sé qué propósito tiene mi obra
La salvación personal: las Cartas a un joven poeta de Rilke

3 sept. 1962
Estoy sentada en la hierba junto al río. David está jugando a la pelota con un chico y un hombre puertorriqueños.
Sola, sola, sola. El muñeco del ventrílocuo sin el ventrílocuo. Tengo la mente agotada y el corazón dolido. ¿Dónde está la paz, el centro?
Hay siete tipos diferentes de hierba donde estoy recostada. Dientes de león, ardillas, pequeñas flores amarillas.

Quiero ser capaz de estar sola, de que me parezca reparador; no una mera espera.
Hipólito dice bienaventurada la cabeza que se ocupa de algo más que de su propio descontento.
Soñé con Nat[han] Glazer anoche. Llegaba a pedirme prestado un vestido negro, un vestido muy hermoso, para que lo usara su novia en una fiesta. Intentaba ayudarle a encontrarlo. Se recostaba en una cama individual + yo me sentaba a su lado y le acariciaba el rostro. Su piel era blanca salvo en partes de una barba negra como musgo. Le preguntaba cómo era que su rostro se había vuelto tan blanco, + le decía que debía asolearse. Quería que me amara, pero no lo hacía.

12 sept. 1962
Flexibilidad prematura, simpatía
Para que nunca se toque la obcecación subyacente
Da cuenta del ochenta por ciento de mi notoria coquetería, seducción

16/10/62
Sentimentalismo. La inercia de las emociones. No son ligeras, optimistas: soy sentimental. Me aferro a mis estados emocionales. O ¿son estos los que se aferran a mí?

27 de julio de 1964
Arte = un modo de ponerse en contacto con la propia locura.
La urgencia de librarme de él, una vez que ha sido llamado a comparecer. Un manuscrito pasado en limpio, en cuanto está terminado, empieza a apestar. Es un cadáver –hay que darle sepultura– embalsamado, ya impreso. Salgo a toda prisa a poner en el correo el manuscrito en cuanto está listo, aunque sean las 4 a.m.
El mayor crimen: juzgar.
La mayor carencia: falta de entusiasmo.
[En un trozo suelto de papel, hacia 1964]
Estaré bien a las 7:00 de esta mañana.

M [ildred Jacobsen, la madre de Susan] no respondía cuando yo era una niña. El peor castigo; y la mayor frustración. Siempre estaba “ausente”; incluso cuando no estaba enfadada. (La bebida un síntoma de ello.) Pero yo seguía intentándolo.
Ahora, lo mismo ocurre con I. Incluso es más angustioso porque durante cuatro años sí respondía. Así que sé que puede hacerlo.

Mis faltas:
—censurar a otros por mis propios vicios*
—convertir mis amistades en aventuras
—pedir que el amor incluya (y excluya) todo
*pero esto es quizá más frenético y evidente –alcanza un clímax, cuando lo que llevo dentro se está deteriorando, cediendo, desplomándose– como: mi indignación contra la delicadeza física de Susan [Taube] y de Eva [Kollisch]
NB: mi ostentoso apetito –verdadera necesidad– de comer platos exóticos y “asquerosos” = la necesidad de exponer mi rechazo a la delicadeza. Una afirmación contraria.

17 de nov. de 1964
Cuando detecté envidia, me abstuve de criticar; no sea que mis motivaciones fueran impuras, y mi juicio poco menos que imparcial. Fui benevolente. Era maliciosa sólo sobre los desconocidos, la gente que me era indiferente.
Parece noble.
Pero, por lo tanto, rescaté a mis “superiores”, a aquellos que admiraba, de mi desagrado; de mi agresión. La crítica quedaba reservada sólo para los que estuvieran por “debajo” de mí, a quienes no respetaba… empleé mi poder crítico para confirmar el status quo.

todas las capitales son ciudades más parecidas entre sí que al resto de las ciudades de su propio país (la gente en NY es más como en París que como en St. Paul)

Cal [Robert Lowell]: en el frenesí, una máquina que opera a cinco veces su ritmo habitual, sin operario: sudoroso, [improperio], desembuchando palabras, inclinándose hacia adelante + hacia atrás
[Sin fecha, hacia 1964]
El éxtasis intelectual al que he tenido acceso desde la primera infancia. Pero el éxtasis es el éxtasis.
El “deseo” intelectual es como el deseo sexual.

6,085 ejemplares se han vendido de Contra la interpretación
1,915 ejemplares quedan de la primera edición

[George] Balanchine, el último genio de la modernidad.

26/3/65
la pintura reciente (Pop, Op); fría; la menor textura posible; colores ligeros
precisa de un marco, porque los colores no pueden flotar en el espacio

el sentir (la sensación) de una pintura u objeto de Jasper Johns podría ser como la de las Supremes
El arte Pop es arte Beatle
Otro texto clave: La deshumanización del arte de Ortega
Cada época tiene un grupo de edad representativo, -el nuestro es la juventud-, el espíritu de la época es estar en la onda, ser deshumanizado, juguetón, sensación, apolítico
Jasper Johns: Duchamp pintado por Monet
20 de abril
Mi perspectiva no está refinada, es insensible: este es mi problema con la pintura.
Otro proyecto: Webern, Boulez, Stockhausen. Comprar discos, leer, trabajar un poco. He sido muy perezosa.
No conceder entrevistas hasta que no parezca tan clara + experta + directa como Lillian [Hellman] en The Paris Review

20 de mayo, Playa Edisto [Carolina del Sur]
“el objeto arrogante” (Johns)
no se aprende de la experiencia; porque la sustancia de las cosas siempre está cambiando
no hay superficie neutral: algo es neutral sólo respecto de otra cosa (¿una intención? ¿una expectativa?): Robbe-Grillet
El uso que hace Rauschenberg del periódico, los neumáticos
Johns: escobas, perchero
La única transformación que me interesa es la transformación absoluta; aunque sea minúscula. Quiero que el encuentro con una persona o una obra de arte cambie todo.

4 de julio, Bled [Yugoslavia]
Mailer: cómo ser puro y ser una estrella de cine
En todo escritor importante de la modernidad en Estados Unidos se percibe una lucha con el lenguaje: es tu enemigo, no colabora a voluntad (Es completamente distinto en Inglaterra, donde la lengua se da por sentada.) Has de dominarla, de reinventarla.

16 de julio, París
No he aprendido a movilizar la ira –(desarrollo acciones militantes sin sentimientos militantes)

17 sept. (en el vuelo a NY)
Sartre: “Cuando las opiniones de las personas son tan diferentes, ¿cómo pueden ir siquiera a una película juntas?”
Beauvoir: “Sonreír del mismo modo a los oponentes y a los amigos rebaja los propios compromisos al plano de meras opiniones, y a todos los intelectuales, de derechas o de izquierdas, a su condición común de burgueses”.

8 nov.
Durante 2/3 de The private potato patch of Greta Garbo, quise ser ella (la estudié; quería asimilarla, aprender sus gestos, sentir lo que sentía); luego, hacia el final, comencé a desearla, a pensar en ella sexualmente, a quererla poseer. El anhelo siguió a la admiración: a medida que mi visión de ella llegaba a su fin. ¿La secuencia de mi homosexualidad?

En NY, poca o nula “comunidad”, sino un gran sentido de la “escena”.

Mi mayor deleite de los últimos dos años ha provenido de la música popular (los Beatles, Dionne Warwick, las Supremes) + la música de Al Carmines [actor, compositor, director, reverendo]
En el próximo apt. tendré muchas plantas, agrupadas.

Un problema: la precariedad de mi escritura –es exigua, de una oración a otra– demasiado arquitectónica, discursiva

[Mediados de noviembre]
Mailer dice que quiere que sus escritos cambien la conciencia de su tiempo. También lo quería DHL[awrence], evidentemente.
No quiero que ése sea el caso conmigo; al menos no en el sentido de que intento comunicar un punto de vista particular o una visión o mensaje.
No es el caso.
Los textos son objetos. Quiero que afecten a los lectores; pero de todos los modos posibles. No hay un modo correcto de considerar lo que he escrito.
No estoy “diciendo algo”. Permito que “algo” tenga voz, una existencia autónoma (independiente de la mía).

24 nov.
Lillian [Hellman] se identificaba con Becky Sharp: siempre quiso ser una arpía, acosar a la gente.
Nunca pude dejar de admirar y envidiar su capacidad de arrojarle el diccionario a la sosa profesora. Nunca entendí todas esa manipulaciones con los hombres.
Análisis: dos o tres cataratas han caído de mis ojos. ¿Faltan cien más?
Llego todas las noches a las 2:00 o 3:00. El NYTimes es mi amante.
[Sin fecha, finales de 1965]
Lo desagradable de las respuestas; las reacciones de los demás a mi obra, admirativas o adversas. No quiero responder a ello. Soy lo bastante crítica (+ sé más que nadie lo que está mal).
Me gusta sentirme tonta. Así es como sé que hay algo más en el mundo que yo.

mi formación intelectual:
a) Knopf + la M[odern] L[ibrary]
b) P[artisan] R[eview] (Trilling, Rahv, Fiedler, Chase)
c) Universidad de Chicago
P[latón] & A[ristóteles] gracias a Schwab-Mckeon
Burke
d) “Sociología” centroeuropea
Los intelectuales judíoalemanes refugiados
Strauss, Arendt, Scholem, Marcuse, Gourevitch, [Jacob] Taubes, etc. (Marx, Freud, Spengler, Nietzsche, Weber, Dilthey, Simmel, Mannheim, Adorno etc.)
e) Harvard Wittgenstein
f) Los franceses: Artaud, Barthes, Cioran, Sartre
g) Más historia de la religión
h) I; mailer, el anti-intelectualismo
i) Arte, historia del arte
Jasper [Johns]
Cage
Burroughs
Resultado final: ¿francojudía cagesiana? ~

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