30 nov 2011

Lorenzo Silva - Entrevista

Ha sido una feliz coincidencia la salida de tu libro con la de HHhH, de Laurent Binet. Ambas novelas comparten la inquietud del escritor ante el manejo de la historia y de la información con la que han de trabajar. Incluso es curioso que los dos os llaméis igual.
Pues no había caído. Me lo enviaron en francés y lo hojeé porque me interesaba el tema de Heydrich, pero precisamente, mientras escribía Niños feroces, he procurado no leer novelas de nazis, me he centrado en la lectura de documentación. Es uno de los libros que tengo pendientes. La técnica de Binet no me sorprende nada porque, a ver, ¿cómo haces una novela de nazis, “en directo”? ¿Con qué vas a competir, con El hundimiento? ¿Con Sven Hassel? ¿Con los libros de Hazañas Bélicas? ¿Con La cruz de hierro de Peckinpah? ¿Con las películas de los rusos? Es muy difícil hacer, literalmente, una historia sobre nazis. Está todo dicho, muy contado. Tienes que buscar la manera de darle una vuelta que permita verla con los ojos limpios. El artificio de Lázaro en mi novela viene bien para eso: “Yo ya no tengo los ojos limpios. Me pongo en la piel de alguien que los tenga, un chico de veintipocos años, sin un especial interés por la historia militar ni por el nazismo. Alguien para quien un soldado de la División Azul sea un marciano”. Este joven tendrá que descubrir e intentar explicarse. Hay un capítulo del libro, que considero muy importante, en el que se explica lo que eran las SS. La gente no sabe lo que son, la cantidad de cosas que entraban ahí. Y dentro de las SS me interesaba identificar muy bien en qué negociado estaban metidas, porque era un Estado paralelo que se montó en Alemania. El personaje que lo tiene que descubrir me permite solventar la cuestión. Si te fijas, las novelas de nazis se hacen para entendidos. De repente te hablan del “Obergruppenführer nosecuantos”. Bueno, pues la gente tiene que saber que “Obergruppenführer” es General de División y no un grupo de letras que se montan unas encima de otras. Quería representar esa sensibilidad, acercar la historia desde fuera.


Lázaro representa al autor pero también al lector.
Sí, también al lector. Una cosa que está muy presente en la novela es el proceso, no tanto de documentación, que también, sino de la información lateral para entender. La documentación es clara. Si se trata de Rumanía y la batalla de los Cárpatos, el personaje empieza a mirar lo que hay. Pero me apetecía más el interés hacia, por ejemplo, cómo se movía el tipo desde Portbou a Versalles, luego a Prusia, Viena, Rumania… ¡Es un porrón de kilómetros! Hay que explicar qué tramos hace en tren, andando, en un carro de caballos… O las citas que hay de Haffner, de Benjamin, de Grass, gente que te cuenta cuál era el estado de conciencia en Europa y, particularmente, en Alemania en el momento en el que ocurren todas estas cosas. El estado de conciencia en el que se mueve esta gente. Y además como extranjeros, percibiendo retazos, porque no sabían alemán y obedecían órdenes que ni entendían. Me interesaban más estos aspectos que hacer la novela guerrera, con batallas, que las hay, pero las justas.


Jorge García Vallejo es un personaje que provoca la reflexión sobre lo que debemos entender por un héroe de guerra y los objetivos del individuo como pieza de un estamento como el ejercito.
Tiene un ideario muy complicado y diverso. Jorge empieza siendo un borrego, un tonto útil. Es uno de los muchos españoles jóvenes que tienen una cuenta familiar pendiente que les genera un resentimiento. Y alguien que utiliza ese resentimiento dándole una forma ideológica y lo convierte en un elemento táctico. A Franco no le interesó entrar en la II Guerra Mundial pero sí ponerle a Hitler cuarenta mil españoles en Rusia para decirle “igual que tú me pusiste los aviones en el ’36 para que yo pasara de África a Sevilla, ahora te coloco cuarenta mil soldados, te ayudo y nos llevamos bien”. Y Jorge, este pobre chaval, es un peón usado, por su ofuscación, para participar en esto. Tres años después es todo lo contrario de un borrego. Se convierte en rebelde. Cuando le dicen que España se retira y los alemanes ya no interesan, se pasa al bando alemán. Y lo hace solo, cruzando la frontera. Permanentemente irá viviendo cosas que, por una parte, se obliga a asumir y a soportar porque su fervor anticomunista le exige un sacrificio pero, a partir de cierto momento, empieza a ver cosas que no puede aceptar. No puede aceptar un país en el que ahorcan a la gente en las farolas y donde los niños están defendiendo las calles de los tanques. Está en medio de todo eso, solo, lejos de su país, y debe tomar una decisión que, al final, casi deja en manos de otros porque es incapaz de tomar la iniciativa de marcharse. Y entre medias, valor y miedo en permanente conflicto.

Hay otro aspecto que me interesa mucho que es el de la larga memoria. No llegué a conocerlos pero hubo varios miembros españoles de las SS que sobrevivieron. ¡Y llegaron a nonagenarios! Imagina a alguien que vive cincuenta años después del ’45 con toda la información que hay sobre el Holocausto, sobre Núremberg… Hay algo que me parece estremecedor: Vieron caer el muro. Esos hombres que trataron de defender Berlín de los rusos infructuosamente, vivieron lo suficiente para ver caer el muro y cómo expulsaban a los rusos. ¡Menudo viaje tan extenso, tan intenso y tan paradójico! Recuerdo que cuando cayó el muro estaba en Madrid y en mi oficina había un alemán muy joven. Y la percepción del acontecimiento que tenía este chaval era muy diferente de la nuestra. Me dijo: “Hoy a terminado la II Guerra Mundial”. O sea que los alemanes la habían mantenido abierta, al menos mentalmente, porque no solo les habían derrotado, también sufrieron la humillación continua con la capital rajada por la mitad. Pensé en esto al trabajar con el personaje: Vencido, humillado, demonizado… y de repente, el enemigo al que combate pasa a ser el enemigo de todos, se derrumba el muro… Hay una serie de cosas que no eran fáciles de argumentar y que tenía que novelar para encarnarlas en un personaje y dejar al lector que compartiera esa incertidumbre. Por supuesto, no simpatizarás con el nazismo ni entenderás a estos españoles que lucharon con las SS. Pero una vez lo tienes claro, no estás ante mercenarios, jugadores de ventaja o gente que se beneficiara de la situación. La mayoría pagó un precio altísimo. De todos, volvieron cinco o seis.
Lo de la larga memoria es muy interesante tratándose de sentimientos encontrados. Como decías, la caída del muro de Berlín permite que nos situes en ese momento del ’89 con el primer encuentro entre Jorge y el profesor para comprender la experiencia del veterano de guerra.
Claro, es que Jorge, a pesar de su edad, aún puede plantar cara y habla a Lázaro con cierto brío, sin achicarse. Cuando le dice que ha sido oficial de las SS lo hace sin avergonzarse y asumiendo su culpa. Quería resaltar que la gente que se remanga y se mancha las manos es mucho más digna en la absolución de la culpa que quienes ordenan que otros se remanguen por ellos. Hay unos ejemplos al final del libro que pueden parecer un poco lacerantes, pero si lees a Speer y a Tony Blair ves al mismo tipo de hombre brillante, preparado, con alternativas, con posibilidades, que acaba sirviendo a una empresa disparatada que cuesta la vida a un montón de personas y que en su momento final, en lugar de tener la gallardía de aceptar el error, de pedir perdón y asumir la culpa, dice que cualquiera hubiera hecho lo mismo. Soberbia hasta el final.
“Lo que nos permite una historia es observar analogías y señalar contrastes”. Esta frase del final del libro define muy bien el trabajo de Lázaro durante todo su proceso de análisis de la información.
Sí, incluso con los pasados paralelos. En esos años de conflicto bélico podías pensar que la Historia te arrastraba. Bueno, o no. Todo el relato detallado de los implicados en la conjura del golpe contra Hitler en julio de 1944 ejemplifica que la Historia se estaba arrastrando igual pero ellos decidieron plantarse en medio y sacrificarse. ¿Cómo queda establecido el valor moral de ese sacrificio comparado con el de los alemanes que no asumieron ninguno? El contraste lo deja clarísimo. Si comparamos con toda la ayuda que recibió la Resistencia en Francia, que me parece una lucha dignísima, es mucho más heroico estar solo en mitad de Alemania y tener que ir contra tu propia gente en minoría absoluta y con una posibilidad entre mil de triunfar.
¿La situación por la que pasaron los combatientes de la División Azul cuando regresaron a España en el ’43, con un país desconectado de lo que estaba sucediendo y que provocó que volvieran a marchar, afectó a muchos soldados?
A unos pocos cientos, nunca sabremos la cifra. Empezaron a ir a la embajada alemana y les dijeron que no podían hacer nada porque tenían que mantener las relaciones y que si pasaban la frontera habría gente esperándoles. Seguro que habría afectado a más gente si no se hubiera tenido que cruzar la frontera como se hizo. Pero es una situación que se repite una y otra vez. Cuando regresaron los de la División Azul no tenían ni médico. El que era militar antes de marchar regresó como tal, le atendían en los hospitales militares y se reincorporaba a su vida normal. Pero a los que eran civiles antes de alistarse, al llegar a Madrid les dijeron “Bueno, ya está. Has estado quince meses en Rusia, te licencias, vuelves a ser civil y el balazo que traes en la barriga te lo curas tú”. Y en los años ’40 en España no había sanidad pública. Cuando marcharon les despidieron con fanfarrias y al regresar no les dieron ni médico. Nadie quiere a los soldados que vuelven de una guerra que ha salido mal. Nadie quiso a los de Cuba. Ni a los de Vietnam. Con los de Irak hubo un manto de silencio absoluto. Había gente con el pecho lleno de medallas por haber llegado temprano todos los días y otros con diez, quince, treinta acciones de guerra, arriesgando su vida y sin ningún reconocimiento.
Niños feroces es también un homenaje a la literatura.
Y a una concepción de la literatura. Y al difícil magisterio de la literatura. Como escritor soy totalmente autodidacta y creo mucho en ese camino, lo que no quiere decir que quienes lo tomamos no tengamos maestros. Quizás no se recibe el conocimiento en un pupitre o en el aula, pero se adquiere. Además creo que un escritor se define a través de sus maestros. En el libro están muchos de los autores a los que considero como tales. A otros les considero el mérito objetivo aunque no forman parte de mi “profesorado”. Es lo que me sucede con Borges, uno de los más grandes escritores en lengua castellana pero que no representa al lado del mundo en el que estoy. Kafka sí. A él sí le reconozco como maestro.
Volviendo a ese Lázaro joven que, como decías al principio, se enfrenta a los hechos con la mirada limpia y sin filtros, ¿has recuperado con él ese “yo” de los inicios, tus primeras experiencias como escritor?
Un poco sí. En esta novela había muchas cuestiones cruciales y quería escribirla sacudiéndome la mayor cantidad posible de conchas y de resabios que pueda haber ido acumulando por el camino. El personaje ha sido providencial para eso. Lo hice honesto con el lector y también consigo mismo en sus limitaciones. Y mostrando el conflicto fundamental del creador, del que se habla poco porque parece que no luce: El tener fe en sí mismo. Es relativamente fácil tener fe en cualquier cosa que esté fuera, ya sea Buda, Alá o el cantante de Nirvana. Y tienes fe porque no le conoces, te ofrece más lagunas que certezas. Pero de ti mismo lo sabes todo. No es que sepas de qué pie cojeas, sino que sabes cuánto cojeas de cada pie. Y el creador tiene que creer en sí mismo a pesar de sus flaquezas, de sus insuficiencias, de sus lagunas y de sus carencias. Así es como toma conciencia absoluta de lo que le falta, de lo que tiene… Lázaro muestra un repertorio de todas las razones por las que no debería escribir la novela porque no está capacitado. De ahí es desde donde consigue encontrar la fe en su trabajo para hacerlo.
Muchos escritores se sentirán identificados con él.
Estos días estoy hablando sobre el libro con gente muy joven que está empezando a buscar su voz literaria. Ese era uno de los desafíos. Confieso que para esta novela, y no es ningún secreto que quiera mantener, he tenido un asesor permanente que es un “Lázaro”, un chaval de veintitrés años con quien hablé largamente antes de empezar a escribir, ha ido leyéndola al tiempo que yo avanzaba con ella y era casi mi asesor principal. Tuve un interés especial en que, en la medida limitada en que un personaje pueda hacerlo, representara a su generación.
La novela acaba el 11 de julio de este año, víspera del levantamiento de la acampada de la Puerta del Sol de Madrid. No pudo ser algo premeditado, porque comenzaste a escribirla antes de la primera manifestación del 15M, pero ¿tenías claro que querías reflejar la situación actual en España?
Sí, quería narrar el momento por el que estamos pasando, con una intensidad que no conocía a priori. Lo que pretendía mostrar es que, cuando una persona está escribiendo, pasan cosas a su alrededor que influyen en lo que está creando. Pero en pleno proceso comenzaron a suceder un montón de cosas que eran absolutamente pertinentes para el libro. Primero se muere Ernesto Sabato, al día siguiente matan a Bin Laden, el hombre detonante de la guerra del siglo XXI (en definitiva esta es una novela sobre cómo el siglo XX ha venido marcado por la guerra. Y estamos en el XXI, arrastrando esa marca. Llevamos diez años en guerra, desde el 11 de septiembre de 2001). Luego murió Jorge Semprún, que fue un niño feroz del otro bando. De cuando fue a Buchenwald, Semprún cuenta una imagen que es casi réplica de otra que hay en el libro, la del niño con el lanzagranadas. Y finalmente llega el 15M, momento en el que estaba terminando la novela. Escribía sobre la juventud manipulada que se rebela, de Walter Benjamin rompiendo con su maestro cuando éste se convierte en un propagandista militarista llamando a los jóvenes alemanes para que empuñen las armas y me encuentro con este movimiento intergeneracional pero con un peso importante de juventud, una especie de canalización del descontento juvenil. Y encima me voy a Sol un día y tropiezo con una imagen de Himmler caricaturizado con unas orejas de Mickey Mouse y el símbolo del euro en lugar de la calavera. Todo esto debía entrar en la novela. Y tenía que hacer que el narrador, que ha sido capaz de lo que le parecía imposible, que era contar la historia de un miembro de las SS sin estar diciendo todo el rato “qué malo es este tío”, tomara cierto distanciamiento de su propia generación. Esto lo comenté con mi asesor veinteañero, quien también sentía esta zozobra al pensar que sí, habían cosas que estaban bien en el movimento, pero no faltaban muchas tonterías. Quisiera entusiasmarme más con todo esto pero de repente aparece alguien diciéndome que hay que hacerse vegetariano y no entiendo la relación con lo que se está demandando.

Como en otras de tus obras remites a otras que complementan la lectura, invitas a ese enriquecimiento cultural que no delimita la historia a un único volumen.
Es el gusto de compartir lo que me ha resultado enriquecedor y en el caso de las novelas históricas hay algo con lo que me estoy volviendo maniático: Quiero que el lector tenga claro qué es lo que me he inventado y qué obedece a una realidad histórica. Ha llegado a ponerme nervioso leer libros donde el autor empieza a meter en la coctelera realidad y ficción sin distinguir nada, jugando a que el lector crea lo que no es. Me parece desleal. Detallo las fuentes documentales y recomiendo lecturas porque entiendo que quizás haya gente a la que no le interese todo lo que explico pero sí algunos detalles o personajes.
Has sido de los primeros autores en España en hacer interacción con los lectores a través de internet. Imagino que ya habrás comenzado a recibir inputs.
Uno de los problemas de estos tiempos terribles, como decía Silvio Rodríguez, es el siguiente (me enseña su iPhone). Por ejemplo, este fin de semana (entra en su perfil de facebook y comenzamos a leer mensajes de lectores que le ofrecen información sobre familiares o historias relacionadas con personas veteranas de guerra). Llegan estos mensajes con una inmediatez tremenda, a los pocos días de salir el libro a la venta. Lo valoro mucho. No me sumo al deporte nacional de decir que todos los críticos son unos vendidos. Los críticos son como los bomberos, los psicoterapeutas o los reposteros. En general me he encontrado a gente que lee bastante bien y me ha sido muy útil a lo largo de mi carrera. Te podría dar una lista de media docena de críticos que no siempre me han dejado en buen lugar, no pensemos que esto es un pasteleo. Pero, con todos los respetos, a lo que leo en cualquier crítica le concedo un valor, a veces, relativo. Encuentras que lo que no aprueba un crítico es justamente lo que diez personas anónimas te dicen que les ha gustado. En esta novela han surgido algunas reservas sobre si el joven es demasiado culto, demasiado libresco para ser creíble porque, por ejemplo, utiliza en una frase sobre Torrente Ballester las palabras “plumífero” y “tribuno”. Creo yo que si alguien ha leído tres mil libros, como mi personaje, por supuesto que conocerá el significado de esas palabras. Bueno, conozco a chavales así. No son los que hacen cola en Kapital todos los sábados, pero existen. Y curiosamente lo que más me ha llegado han sido mensajes de jóvenes identificándose con Lázaro. Una vez me criticaron una novela de Bevilacqua porque sabía inglés y el crítico afirmaba que era poco creíble que un Guardia Civil entendiera el inglés (¡!). Ricardo Senabre, a quien respeto muchísimo por lo que representa como profesional de la crítica y por defender a gente desconocida, algo difícil de encontrar en este país, me puso por las nubes La flaqueza del bolchevique, pero escribió que no era creíble que un ejecutivo de un banco de inversiones hubiera estado preparando un doctorado de filosofía. ¡Esa novela es una fantasía calenturienta en un 95 % y, precisamente, lo que citaba Senabre era una de las cosas que pertenecían al 5 % real! El contacto directo con los lectores hace ver en perspectiva que, en realidad, no pasa nada si no conectas con la crítica. Me encantaría que mis obras llegarán a todo el mundo intelectual, pero entiendo que es totalmente imposible porque cada libro tiene su lector.

28 nov 2011

Poema - Marcel Proust

…Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos 
preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en
 el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he
 hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes
 íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de
 las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos,
que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me
 duermo.

27 nov 2011

A UNA DESCONOCIDA SEÑORITA

Mi pequeña desconocida señorita: 

Como no la conozco, le escribo por el periódico. Sí, si reflexiono sobre las circunstancias de nuestro encuentro, se me hace claro que escribo a alguien que, simplemente, ya no existe, o, si existe, sólo de una forma sumamente vaga. Sin embargo, aquél encuentro se realizó en circunstancias de lo más ordinarias. Usted subía al tranvía en donde yo estaba sentado. Supongo que usted habrá reparado en mi entre los pocos viajeros que había, pues usted ostentaba, mi muy pequeña dama, un ser conservado de un modo poco común, que siente que alguien la mira. En su compañía se encontraba un señor de mi propia edad, que también me gustó; podía ser un hermano mayor, pero, si era su padre, se mostraba, juvenil, a su mismo nivel y no dominante, y yo quisiera sospechar que usted adulaba a sus pensamientos de forma semejante a los míos. Calculo que usted tendría, en aquel entonces, catorce años a lo sumo. Llevaba un vestido de terciopelo con colores de calle, con el talle estrecho, de modo que el tejido del vestido, algo pesado y, no obstante, plástico, simulaba por encima y por debajo la madurez de la femenina figura, sin que el tipo perdiera con ello lo infantil. Me vino a las mientes enseguida la expresión “mujer-niña”, nada más verla a usted. Su vestido de terciopelo tenía en sus angostas mangas puños de piel y estaba guarnecido abajo también con piel, formando allí un amplio volante; y recordaba un poco un traje regional o de patinador, pero puede ser que no fuera ni un vestido, sino un abrigo: seguro que usted lo sabrá todavía hoy día y lo recordará con gusto, pero lo que es yo lo único que puedo hacer es aducir para disculparme que la admiración observa siempre con mucho más exactitud que la autodeterminación, que, ante el espejo, entra en objetividad en detalles y los examina. 

Acaso es esta disculpa falsa, pero, en todo caso, concede que mi admiración era subjetiva y, en un sentido no totalmente irrecusable, romántica, cosa natural del todo, pues la posibilidad de enamorarme de usted estriba precisamente en el que yo no tratara la realidad con conciencia plena de lo que hacía, realidad que no me lo hubiera permitido. Usemos para designarlo la buena, la vieja palabra sueño: uno encuentra allí a una persona, reconoce quién es, y sabe que es distinta de uno; de forma similar, en las honduras de la mina sobre la que de ordinario nos movemos, usted siguió siendo para mi una niña y, con todo, fue para mi una mujer a escala reducida, por espacio de diez minutos, antes de que usted bajara y se me perdiera, sin que yo me resistiera a ello. El modo como usted entró, se sentó y entregó el dinero al cobrador, un poco negligentemente (pues lo hizo usted, y no su acompañante), no tenía ni sombra de aquella afectación con que lo hace una niña; y los rasgos de su rostro, que me parece estar viendo, con su ojo oscuro, las fuertes cejas, los labios llenos y la nariz un poco respingona, es verdad que se adelantaban a sus años, pero, no obstante, no configuraban algo así como el rostro reducido de una mujer adulta. Se me ocurre que el aspecto de usted tampoco puede ser comparado en absoluto con un “capullo”, pues su forma es juvenil, es verdad, pero dura y decidida, mientras que el encanto amoroso de lo infantil de usted se asemeja más bien a una flor sin raíces, es más, sin tallo. 

Propiamente no tengo más que decir. Y no tengo que derivar de esto ni una moralidad ni una inmoralidad: nuestro encuentro estaba, evidentemente, entre estas dos posibilidades, y además han pasado ya desde entonces más de diez años sin consecuencias. De vez en cuando, usted me hace recordar que hay toda clase de historias de mujeres que procedían misteriosamente de las ramas de un árbol, de manantiales o retortas, que no eran mujeres del todo y que con ese no-del-todo estimularon a los hombres a que inventaran leyendas. Es, manifiestamente, una fantasía que, por muchas razones, le llega al varón al corazón. Y, por otra parte, me pregunto qué es lo que usted puede aún saber de aquella pequeña muchacha que no quería esperar a convertirse en usted, y que, seguramente, ahora está un poco decepcionada de ello.

23 nov 2011

Escribir cuentos

Rejuvenece escribir cuentos, después de no haberlo hecho en tanto tiempo. El cuento es un sueño solo parcialmente controlado. Yo tenía una idea antigua y me puse a trabajar en ella, para que ese libro que vuelve a salir ahora, Nada del otro mundo, fuese algo más que una reedición. Se lo había prometido a mi editora. Un cuento de diez o quince páginas, veinte como máximo, imaginaba. Me puse a escribir y los pormenores inesperados afluían sin que yo supiera cómo controlarlos. Esa idea antigua, el científico que trabaja en un laboratorio del sueño. A las cuarenta páginas la historia había avanzado mucho pero el final no estaba cerca. Me detuve una noche en el principio de una conversación, un hombre que le cuenta a otro algo en el bar de un hotel de Bruselas. En ese hotel tuve yo una larga conversación hace casi cinco años con mi hijo Antonio, que había pasado en Bruselas unos meses con una beca de la Comisión Europea. La historia no tenía que ver con aquel viaje ni con aquella conversación, pero las imágenes de entonces proveían el escenario, un cierto tono de confidencia. Antonio y yo caminando y conversando por Bruselas a lo largo de varios días, visitando un museo en el que nos hechizaron sobre todo los cuadros de René Magritte.

Pero la historia ya no cabía en los límites aceptables para completar un libro. Me acosté con jetlag y no podía dormir. Y entonces surgió otra historia, no sé de dónde, en parte del recuerdo y en parte de la imaginación, dos niños que se cuentan al oído historias de miedo en una escuela a mediados de los años sesenta, dos primos. Yo no soy ninguno de los dos: la historia viene del mundo en el que yo crecí pero no de mi propia vida. Era como ver algo objetivamente, en lo que ni mi voluntad ni mi experiencia directa intervenían. Vi una trama posible. Lo vi todo, con todos los detalles, en mi sueño despierto, en mi largo insomnio sin angustia.

Empecé a escribir al día siguiente, sin urgencia, dejándome llevar, quizás de nuevo alarmado por la abundancia de pormenores nuevos que surgían del acto de la escritura misma. Pero este cuento, de trama tan suscinta, resultó que tampoco iba a ser exactamente breve. Una cosa lleva a la otra.

Un personaje habla y hay que dejarlo que se explique. Una imagen lleva a otra, y a otra.

En el cuento no hace falta la fortaleza para la larga distancia que exige la novela; no hay tiempo para desalentarse; el final está alentadoramente cerca; el primer impulso no llega a extinguirse.

El cuento es una casa prestada en la que se vive una noche, unos pocos días; una ciudad de la que uno se marcha demasiado pronto como para convertirse en residente.

En la novela se gana por puntos, dice Julio Cortázar: en el cuento hay que ganar por K.O.

22 nov 2011

Entrevista - Michael Cunningham:

—En su nueva pieza Las horas, observamos una gran influencia de la obra de Virginia Woolf. ¿Es ella su escritora modelo, su artista favorita?
Virginia Woolf es una gran escritora, mi escritora favorita. Yo la leí por primera vez cuando tenía quince años, estaba en el colegio, en California del Sur, no era un colegio bueno, ni era yo un buen estudiante, y para aquel entonces quería ser cantante de rock and roll, en realidad, no me importaban mucho los libros.
De pronto, en una ocasión, mientras me fumaba un cigarro, me encontré al lado de la chica más bella de la escuela, cada colegio tiene una chica así… Ella era una senior y tenía quizá unos diecisiete años, era alta, con un pelo largo liso, todos los muchachos estábamos enamorados de ella, y en ese momento me encontraba justo a su lado, así que quería decir algo que la impresionara, y comencé a hablarle de la poética de Bob Dylan, y ella me contestó : “Oh claro, Bob Dylan es interesante, pero ¿has oído sobre T.S. Eliot o Virginia Woolf…?” .
La chica resultó ser muy inteligente, así que para impresionarla, fui a la biblioteca del colegio a buscar algo sobre alguno de los dos autores, no tenían nada de T.S. Elliot, y tenían solo un libro de Virginia Woolf, se trataba de Mrs. Dalloway, lo compré y traté de leerlo, de alguna forma no le presté mayor atención, yo tenía sólo quince años y era demasiado complicado para mí, pero por otro lado, sentí algo muy especial por el lenguaje, por esa especie de música de los sentidos, yo no sabía que la gente podía hacer eso con el lenguaje, que la gente podía producir algo así, y cambió todo para mí, dentro de mi cabeza.
Mrs. Dalloway fue mi primer gran libro, creo que la mayoría de la gente ha tenido un primer gran libro que recuerda; así como se hace con el primer beso, pienso que todos tenemos en la vida ese primer libro con el que “conectamos”, y el mío definitivamente fue Mrs. Dalloway de Virginia Woolf.
Mi libro Las horas, es una especie de variación de la obra de Virginia Woolf, algo así como lo que pasa en el jazz, es decir, a veces en este tipo de música, se toma una gran pieza musical como base, y sobre esta se realiza, se crea una nueva pieza. En Las horas, me baso en una gran obra para hacer otro tipo de pieza, de arte.
—La hora la protagonizan mujeres de psicologías claramente diferenciadas…
En la obra hay tres personajes principales, todas son mujeres. Mrs. Dalloway, la obra de Virginia Woolf, trata sobre un día en la vida de una mujer relativamente común, que vive durante los años veinte en Londres, eso fue parte del genio de Woolf, una de sus grandes innovaciones. Una gran novela puede tratar sobre guerras, disertaciones sobre Dios, paz, etc., y también puede ser escrita en base a un día ordinario en la vida de una persona, eso no suena muy revolucionario ahora, pero Virginia Woolf lo hizo hace muchos años atrás [y para aquel entonces sí era bastante revolucionario]. En La hora, yo narro tres días diferentes en la vida de tres mujeres que viven en lugares y tiempos diferentes y que tienen también edades distintas.
—Ahondemos sobre el tema de las mujeres y sus días.
Uno de los casos es un día en la vida de Mrs. Dalloway, el personaje de Virginia Woolf, pero en Nueva York, en el presente, y esta mujer en el libro es libre de hacer lo que quiere, así que es libre para ser lesbiana y vivir con su amante, es libre para tener un trabajo, para cuestionar el orden social y también lo es para tener un amor platónico hacia un hombre. Es el personaje de Mrs Dalloway de Virginia Woolf, el cual hace cosas que en “su época” no pudo hacer.
La segunda mujer es una ama de casa en Los Ángeles, está casada, tiene un hijo pequeño y otro “en camino”, tiene 30 años, y es muy infeliz, muy inteligente e inquieta como para ser solo ama de casa, ella trata de ser una buena madre y esposa, pero esa no es la vida acorde a una personalidad como la de ella. Esta mujer es una gran lectora, y un día comienza a leer Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, pero se le dificulta mucho concentrarse en ésta, pues debe encargarse de su esposo, de sus hijos, y es así como un buen día decide alquilar un cuarto de hotel por un par de horas, para así estar sola y leer, algo así como si estuviera con una especie de amante.
En cuanto a la última mujer, “su día” transcurre en 1923, en Inglaterra, lugar en el que Virginia Woolf se imaginó por primera vez el personaje de Mrs. Dalloway, es escritora. Entonces, esta escritora es Virginia Woolf, que está escribiendo el libro, el primer personaje que cité, es el personaje de Mrs. Dalloway pero transportado en el tiempo, y el ama de casa es el lector del libro…

—¿Cómo recibe el Pulitzer?
Yo soy el primer hombre homosexual que ha ganado el Pulitzer, y Las horas, es el primer libro con caracteres homosexuales en ganarlo. El Pulitzer en particular, se supone que debe recaer sobre un libro que de alguna manera reflexione sobre lo que llaman “la esencia de la experiencia americana”, y la idea de que una obra donde aparezcan personajes de sexualidad ambigua como la de Virginia Woolf “entre” dentro del concepto de lo que es la esencia de la experiencia americana, pienso que es algo positivo.
Con estas palabras selló Cunningham nuestro encuentro, y tras un estrechar de manos intercambiamos un “que te vaya bien” tácito y taciturno.

17 nov 2011

Tan corto como puedas

Un sabio japonés -no recuerdo su nombre-, decía a sus discípulos: “Escriban tan corto como puedan.” Sidney Smith, clérigo y genio del siglo XIX, también hablaba en favor de la brevedad: “¡Miras cortas, por el amor de Dios! ¡Miras cortas!” Y Miss Ferguson, la solterona alegre que fue mi profesora de composición en Chicago hace unos sesenta años, solía bailar delante de la clase, batir palmas, y entonar (la música se la prestaba el coro de Aleluya, de Haendel)
Be
speci-
fic!
Miss Ferguson no toleraba ni la redundancia, ni la prolijidad, ni la perífrasis, ni la ampulosidad. Nos enseñaba a limitarnos a lo necesario y a evitar lo superfluo. ¿Hice caso de sus consejos, seguí sus enseñanzas? Me temo que no del todo. Porque en mi juventud escribí más de un libro grueso. Hoy me resulta difícil leer aquellas primeras novelas, no porque carezcan de interés, sino porque me sorprendo corrigiéndolas, podando mis frases y recortando párrafos enteros.
Los hombres a quienes les gustaban las mujeres gordas solían decir (¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces!): “De lo bueno, nunca se tiene demasiado.” Sin embargo, todos comprendemos que hasta una cosa buena puede resultar excesiva. Esos hombres entusiastas, debe añadirse, no inventaron a las señoras obesas que adoraban; las descubrieron. Algunas de nuestras grandes novelas son muy extensas. La ficción es un arte popular, dúctil, y muchos de los novelistas clásicos logran sus efectos amontonando palabras. Hace algunas décadas se le indujo a Somerset Maugham a publicar versiones condensadas de sus mejores obras. El experimento no tuvo éxito. Al reducir el volumen de los libros se les quitaba algo importante. Hubiera sido una locura abreviar una novela como Little Dorrit. Ese mar de palabras es un mar, una fuerza de la naturaleza. Lo queremos así, amplio, capaz de engendrar vida. Aunque nos cansemos de su extensión, le perdonamos enseguida. No lo aceptaríamos de otra manera.
Sin embargo, reaccionamos con aprobación cuando Chéjov nos dice: “Qué raro, ahora tengo la manía de la brevedad. Nada de lo que leo -ya sea mío o de otros- me parece suficientemente corto.” Estoy categóricamente de acuerdo con esto. Existe un gusto moderno por la brevedad y la condensación. Kafka, Becket y Borges escribieron corto. Por cierto que hay gente que escribe largo, y escribe con éxito. Pero escribir corto es, para un público creciente, algo muy bueno, tal vez lo mejor. Enseguida viene a la mente una multitud de probables razones para este sentimiento: estamos en los finales del milenio. Lo hemos oído todo. No tenemos tiempo. Tenemos cosas más importantes que hacer. Necesitamos mayor comprensión, términos nuevos, penetración más profunda.

No obstante, captar la atención es más difícil de lo que solía ser. Cuanto más tiempo de ocio tenemos, más dura resulta la competencia para los ojos, los oídos y el espacio mental. Hoy, en los titulares de la edición nacional del New York Times, Michael Jackson, que tiene cientos de admiradores en el mundo, acaba de firmar con Sony Software un nuevo contrato por mil millones de dólares “para producir largometrajes, cortos teatrales, programas televisivos, y fundar una nueva casa discográfica para las subsidiarias norteamericanas de espectáculos de un conglomerado japonés”. Los escritores no tienen esas expectativas, ni les afecta directamente el mundo del espectáculo. Lo que nos interesa es que estos hechos involucran multitudes, que destacados “analistas de comunicaciones” comentan las novedades, y que el artículo se continúa en la sección de actualidad artística, donde se destaca especialmente el divorcio de Trump, al lado de la programación usual televisiva, bridge, jardinería y la moda de París. Mientras que la crítica de una nueva novela pasa a la página B2.
No estoy diciendo que los escritores deban preocuparse por la existencia de estos otros públicos.
Hay una maravillosa caricatura de Daumier de una seudoliterata, una adusta señora que hojea enfurecida un periódico en una mesa de café. “No hay más que deportes, críticas encubiertas. ¡Y ni una sola palabra de mi novela!” se queja.
Lo que digo es que nosotros (los escritores, quiero decir) tenemos que arreglárnoslas con un cúmulo de atracciones y emociones: crisis mundiales, guerras frías y calientes, amenazas a la supervivencia, hambrunas, crímenes incalificables. Concebirlos como “rivales” sería absurdo, hasta monstruoso. Lo único que digo es que estas crisis producen estados mentales y actitudes hacia la existencia que los artistas deben tener en cuenta.
El asunto no es fácil. Trataré de empezar de nuevo: hace años, Robert Frost y yo nos intercambiamos ejemplares firmados. Yo le di una novela dedicada respetuosamente. Él me firmó un ejemplar de sus poemas completos, añadiendo: “Para leerme si yo te leo.” Frost era un gran bromista. No podía prometer que leería mi novela. Era imposible terminar la enseñanza secundaria en Chicago si uno no se sabía de memoria “Mending Wall”. Lo que Frost quizá insinuaba era que mi novela podía no encabezar su lista de prioridades. ¿Por qué tenía que leerme a mí, por qué no a otro? ¿Y por qué debía yo leer sus poemas? Yo podía elegir entre docenas de otros poetas.
Es evidente que nos perdemos entre bosques de material impreso. Los periódicos cotidianos tienen muchas páginas. Los gigantescos quioscos están prácticamente tapizados con revistas. Y respecto de los libros, el erudito inglés F. L. Lucas escribió en los años cincuenta: “Con casi veinte mil volúmenes publicados anualmente sólo en Gran Bretaña, existe el peligro de que los libros buenos, ya sean nuevos o viejos, se vean sepultados bajo los malos. Si el proceso continuara indefinidamente, al final nos veríamos empujados al mar por nuestras bibliotecas. Sin embargo, hay pocos libros que no puedan al menos reducirse, y que mejorarían al hacerlo. La mayoría podría, según mi opinión, reducirse con acierto, no eliminando capítulos enteros, sino purgando las frases de palabras inútiles y los párrafos de frases inútiles.” Contestar al problema de la cantidad con calidad mejorada es una idea conmovedora pero utópica. Es demasiado tarde; hace ya treinta años que fuimos empujados al mar.
El lector moderno (u observador, u oyente; incluyamos a todos) está sobrecargado peligrosamente. Para usar la jerga más a la moda, digamos que su atención ha sido elegida como “target” por fuerzas poderosas. Detesto hacer listas de estas fuerzas, pero creo que algunas de ellas deben ser mencionadas. Pues muy bien: los gigantes de la industria automotriz y farmacéutica, cadenas de televisión, políticos, animadores, académicos, formadores de opinión, videos porno, Tortugas Ninja, etcétera. La lista es aburrida porque es un inventario de lo que se nos mete en la cabeza día con día. Nuestra conciencia, que ellos usan libremente, es un escenario, un campo de operaciones para toda clase de empresas. Es cierto, tenemos la libertad de elegir nuestros pensamientos, pero sean cuales sean nuestras ideas independientes, están obligadas a convivir con miles de ideas y de nociones inculcadas por maestros influyentes, o lanzadas por “pensadores”, anunciantes, comunicadores, columnistas, presentadores de televisión, etcétera. Las mentes mejor educadas superan más fácilmente estas nubes letales de opinión. Pero no es fácil. Se nos obliga a buscar instrucción especial en todos los campos y que los expertos nos guíen hacia la interpretación de los hechos aparentes con lo que se nos atiborra. Esta es, en sí misma, una ocupación de tiempo completo. Una parte de cada mente, tal vez la mayor, está abierta a los asuntos públicos. Sin ser muy conscientes de ello, de algún modo seguimos la huella de Oriente Medio, Japón, Sudáfrica, la Alemania unificada, petróleo, armamentos, el metro de Nueva York, los que no tienen hogar, los mercados, los bancos, las Grandes Ligas, las noticias de Washington; y además, atropelladamente, películas, procesos judiciales, descubrimientos médicos, grupos de rap, enfrentamientos raciales, escándalos en el Congreso, la expansión del SIDA, asesinatos de niños: una multitud de horrores. La vida pública en Estados Unidos es una masa de distracciones.
Algunos ven en esto un reto a su habilidad para mantener el balance interior. Otros han adquirido el gusto por la distracción y consienten libremente en dejarse confundir. Incluso muchos creen que mediante la agitación que reciben, satisfacen las demandas de la sociedad. El alcance del desorden puede ser incluso halagador: “Miren esta tremenda, frenética y monstruosa aglomeración. Nunca ha habido nada parecido. ¿Nosotros somos eso? ¿Eso somos nosotros?”
Existen grandes organizaciones creadas para atraer nuestra atención. Elaboran astutos planes. Nos muerden con sus dentelladas de diez segundos. Nuestra consciencia es su materia prima. Viven de ella. Pensemos en la consciencia como en un territorio que acaba de abrirse al asentamiento y explotación, algo parecido a la carrera desenfrenada por las tierras de Oklahoma. Démosle color, pongámosle música, concretémosla en imágenes; pero ni siquiera esto hace justicia a la idea. Y obviamente, la conciencia es infinitamente más amplia que Oklahoma.
¿Qué decir de los escritores? De algún modo, se materializan y solicitan la atención del público (más exactamente, de un público). Quizá el escritor no tiene en mente un público real. A menudo, la única presunción que tiene es participar de un estado de unidad física con otros a quienes no conoce con claridad. Entiende la condición mental de estos otros porque es su propia condición también. De una manera u otra entiende, o intuye, que el esfuerzo es muy costoso. Un esfuerzo a menudo secreto y escondido, para poner en orden la conciencia aturdida. Estos otros no identificados, o parcialmente identificados, son sus lectores. Han estado esperándolo. Deberá asegurarles inmediatamente que la lectura de lo que él escribe valdrá la pena.Muchas veces se han visto estafados por escritores que prometían algo bueno, pero que no entregaban nada. Habían abusado de su atención. No obstante, ansían prestarla. En sus diarios, Kafka dice de cierta mujer: “Hace esfuerzos por mantenerse debajo del nivel de su destino verdaderamente humano, y sólo necesita… que la puerta se abra violentamente…”
El lector abrirá su corazón y su mente al escritor que entienda esto, que lo haya comprendido por haberlo sufrido en carne propia, por haber experimentado las mismas privaciones; porque sabe dónde le duele, porque ha discernido el poder de la necesidad de volver al nivel de su verdadero destino humano. Un escritor así no molestará a nadie con sus vanidades. No hará ningún gesto innecesario, no incurrirá en manierismos, no hará perder el tiempo a sus lectores. Escribirá tan corto como pueda.

15 nov 2011

Entrevista - Gary Shteyngart

P. ¿Se pregunta por qué quieren aprender a escribir sus alumnos?
R. En EE UU cada vez menos gente quiere leer y más quieren escribir. Es casi como un videojuego en el que la gente pretende ser el héroe, no el escenario. La revista Tin House exige una factura de la compra de un libro en los últimos tres meses a los autores que envían su trabajo.

P. Sus personajes leen a Kundera.
R. Yo lo leí cuando era muy joven y a esa edad uno es muy político y erótico al mismo tiempo. Pensé que estaría bien poner a Lenny tratando de crear una situación erótica con Eunice mientras leen.

P. La novela alterna el diario de Lenny con los chats y correos electrónicos de su novia. ¿Qué ritmo buscaba en el libro?
R. Lenny escribe cosas íntimas y ella cosas muy salidas que van dirigidas a alguien sin que se le mueva una pestaña. Quería un dúo entre dos personas, pero muchos lectores lo ven como fragmentario y agradecen no tener que escuchar a una sola voz pensando.

P. Contrató a un profesor de Facebook. ¿Le ayudó alguien con el tono de Eunice?
R. Con salir al pasillo después de clase y escuchar es suficiente. Además, he tenido muchas novias de California.
Una de las clases que Shteyngart imparte en la universidad es sobre lo que denomina "literatura del hombre histérico". Allí repasa el trabajo de Philip Roth, Saul Bellow, Mordecai Richler y Martin Amis, entre otros. El texto introductorio al curso sostiene que los hombres escritores llevan algún tiempo aullando furiosos en primera persona. Qué aporta vitalidad al héroe histérico es una de las cuestiones que tratan de dilucidar. Shteyngart solo incluye Absurdistán en este grupo. Habla fascinado y con cierta nostalgia de una época en la que los libros marcaban generaciones enteras y gobernaban la vida de millones de personas. "La gente hablaba de la última novela de Bellow en la oficina. ¿Imaginas eso ahora? Era un mundo distinto. Debía ser agradable tener un papel no marginal en la cultura".

P. ¿La exageración ofrece un retrato más realista?
R. No exagero tanto como podría parecer. En este libro y en el anterior se trata casi de periodismo. Hice un montón de entrevistas y he pasado mucho tiempo yendo a sitios. Cada página tiene detrás cientos de notas. Hay muchos escritores que no abandonan sus confines, ya sea Brooklyn o Barcelona, y piensan que el mundo es de una determinada manera, pero la verdad es que es bastante peor.

P. ¿Esa línea delgada entre realidad y ficción, entre documentar e imaginar, entre la literatura de no ficción o la literatura inspirada en la realidad es lo que mejor define el presente?
R. Formo parte de una generación de escritores que no somos inmigrantes sino escritores globales. Es como lo que Stalin llamaba el desarraigo cosmopolita judío, es donde estamos.

P. ¿Tiene el humor alguna contrapartida?
R. Nadie se lo toma en serio en EE UU, es como: "Mira, un gracioso, que Dios le ayude". En el Reino Unido lo aprecian más.

P. Defiende que escribe para entretener. ¿Por qué?
R. No quiero que la literatura se convierta como la poesía en un gueto intelectual y que lean solo quienes intentan escribir. Me parece bien la literatura experimental y compleja, pero no tiene por qué ser lo que predomine. Quiero que la ficción sea interesante.

14 nov 2011

20 preguntas a Andrés Burgos

1. ¿Escribir sobre lo público o lo privado?
Lo privado. La ficción como chisme, como ventana a las vidas ajenas. Aunque una novela o un cuento se refieran a lo público siempre estarán relatando lo privado. La narración de los grandes hitos históricos es una excusa para traernos rumores de vecinos lejanos.

2. ¿Escribir de día o de noche?
Escribir a todas horas, que no teclear. Escribir caminando, bajo la ducha, leyendo. Incluso escribir escribiendo. Escribo de día en horario de oficina. De oficina pública.

3. ¿Cuál es la obra literaria más sobrevalorada?
Tokio blues, de Haruki Murakami.

4. ¿Y la injustificadamente olvidada?
Por más que lo intento no logro recordarla.

5. ¿La obra maestra que nunca ha leído y quizá ha dicho que sí?
En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. No es que haya dicho que la he leído, simplemente si alguien supone que lo hice no me apresuro a negarlo. Me gusta complacer a mis interlocutores.

6. ¿Cuál es el secreto literario mejor guardado?
La literatura no es tan importante como creemos quienes tenemos algún tipo de relación con ella.

7. ¿Hace daño el culto al escritor?
Tal vez, pero es parte del comportamiento humano. La mayoría de las veces no pasa de ser una nimiedad, una anécdota de hinchas que trae menos consecuencias económicas y sociales que, por ejemplo, el culto a los líderes en general.

8. ¿Cómo reaccionaría si descubriera miles de copias piratas de sus libros en el mercado negro?
Me pondría muy feliz pero haría todo lo posible para disimularlo.

9. ¿El Estado debe pagar para que los escritores escriban
No como situación permanente, pero si de vez en cuando, a modo de beca o premio. Le alivian la vida alguno para que pueda terminar una obra, no seré yo quien se queje.
Tampoco estaría mal que a algunos les pagaran para no escribir. Y lo digo sin mala leche. Hay muchos que por andar escribiendo nos están privando de su propio tiempo como excelentes profesores o promotores de lectura.

10. ¿La “escritura creativa” puede aprenderse en un taller?
¿Puede aprenderse a jugar fútbol en una escuela? Evidentemente hay elementos que se enseñan y la técnica puede ser depurada. Pero la esencia siempre vendrá del potrero, de la cancha de arenilla.

11. ¿Qué es un best-seller?
Con los best-seller a muchos escritores nos sucede lo mismo que a muchas mujeres cuando se enfrentan a otra que es muy exitosa, rica y atractiva: aunque no compartamos universos ni pretendientes no podemos evitar mirarlos con recelo.

12. ¿Qué hábito envidia de otro escritor?
La capacidad de trabajo de Mario Vargas Llosa.

13. ¿Qué eslogan propondría para una campaña nacional de lectura?
“Los libros no tienen grasas trans”.

14. ¿Si fuera libro cuál sería?
Uno de cuentos. Probablemente Autoayuda de Lorrie Moore.

15. ¿Cuál fue el primer libro que robó o debió haber robado?
Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift.

16. ¿Raya los libros?
Soy muy perezoso para eso. Rayar libros es comprometerse, sin saber si se va a cumplir, en una cita a ciegas con la relectura.

17. ¿Con qué cliché literario se (le) identifica?
Con el de escritor joven. Cada noche los achaques me llevan a poner la alopecia más temprano en la almohada y aun así, al día siguiente, cuando me despierto, el calificativo sigue ahí.

18. Si estuviera en su poder ser obedecido como gobernante, ¿qué regla le impondría a los ciudadanos?
La estricta prohibición, so pena de muerte, de hablar en el cine.

19. ¿Qué muerte célebre, de algún personaje real o de ficción, le gustaría tener?
La de Dorothy Parker: viejo, acompañado por mi perro y un vaso de licor.

20. Si este es su último aliento, ¿cuáles son sus últimas palabras?
Se hizo lo que se pudo.

10 nov 2011

Entrevista - ANDREA JEFTANOVIC

–¿Por qué las voces narrativas son más bien impertérritas: no pontifican ni condenan?

–Prefiero contar la crudeza sin lástima, sin emociones “casi”. Intenté crear una sintaxis psíquica y emocional; y a veces ese relato está hecho de escenas crudas que prescinden de juicios morales, una sintaxis que registra esa delgada línea entre el eros y el tánatos, con imágenes bellas pero que golpean, frases reiterativas como el movimiento de una marea. El niño que se da cuenta de que la madre está viviendo una depresión post natal feroz siente que ese bebé arruinó la familia. El lugar común es que llega un bebé y trae la alegría al hogar. A mí me gusta, en cambio, ver el revés de esa trama. Un bebé es una alegría, pero en algunas circunstancias no. Hay gente que me dice “¡Ay, qué horror!” (risas). Pero no son relatos autobiográficos. La literatura es un espacio de libertad moral para indagar en la psiquis humana.

–En los cuentos, los cuerpos de los personajes tienen un protagonismo central; están siempre en un primer plano. ¿Las tramas empiezan por los cuerpos?

–Trabajo el cuerpo y el erotismo cruzándolos con la violencia y con un proyecto político, como hacía el Marqués de Sade. O sea que el escándalo es para llamar la atención porque el cuerpo es una plataforma de dominación que tiene incrustada la dialéctica del amo y el esclavo. El cuerpo es un lugar de dominación, de humillación del otro, hasta incluso de aniquilación, como lo trabajó Pasolini. Pero creo que parto antes del cuerpo. Quizás en el deseo, pero en un deseo errático, angustiado, por excesiva soledad y no por morbo, que no me interesa mucho. No debería haber libido en una pareja que se reencuentra a raíz del accidente grave de su hijo; entre una madre que pierde a una hija y la busca por todo Santiago; entre dos mujeres que descubren que comparten el hombre; en una niña que relata al terapeuta y al juez su pasado de abuso y rivalidad con su hermana; en unos vecinos que tienen un ritual erótico a la distancia, hasta que un día presencian un suicidio; en un hijo que se rebela al compromiso político de sus progenitores; en una hija que acompaña a su padre moribundo fumando marihuana en un hogar de ancianos y mirando las estrellas. A veces es la inminencia del peligro; otras, el abismo de la normalidad. Y siempre el cuerpo como escenario ineludible.

–No aceptes caramelos de extraños sale justo cuando el cuerpo de la sociedad chilena está convulsionado por el movimiento estudiantil. ¿Cómo está viviendo este momento político?

–El movimiento supera a las aulas; es algo ciudadano, transversal. Los chilenos nos estamos preguntando cómo hemos estado dormidos tanto tiempo, como si nos hubieran anestesiado bajo la lógica brusca de la dictadura del mercado. En estos meses en las marchas han entrado en contacto cuerpos extraños, y en una sociedad segregada como la chilena eso no es lo habitual. De algún modo, con este movimiento se ha reconstruido el tejido social destruido por la dictadura, un tejido de ciudadanos que quieren sentirse parte de una comunidad. El sistema neoliberal caló hondo en la sociedad chilena y ha impuesto un individualismo alienante, una sociedad de castas y, con justa razón, mucho resentimiento. Para mí ha sido esperanzador el apoyo transversal de esta causa.

Si bien se han perdido varios meses de clases regulares, creo que hemos tenido una clase magistral de educación cívica y ética. Es muy interesante la actividad política y cultural que se ha dado en los campus en paro o en toma; los foros de discusión, las lecturas literarias, los conciertos de música. Y también ha sido una lección de humildad, en la que los políticos y ciudadanos adultos estamos aprendiendo de estos jóvenes.

–En esa clase magistral de educación cívica y ética sobresale Camila Vallejo, entre otros líderes.

–Es cierto, mención aparte merece este grupo de líderes, por su rigurosidad y ponderación, por su capacidad de trabajar en equipo y preocuparse de ser representativos, por su modo de desenvolverse en los medios y responder con agudeza y calma a los conductores políticos con experiencia que siempre pierden los estribos. Y, en especial, por su generosidad. Ellos no luchan por ellos, casi todos están a punto de egresar, sino que lo hacen por las generaciones futuras. Si logran lo que demandan, será un punto de inflexión en la historia del país.

8 nov 2011

Escribo para eso

Escribo para eso, oír
René La Pierre
*
de algunas mitologías contemporáneas
el estadio
el reportaje
la música de reportaje
el pobre
el circo
circasiano en qué
el presentador de la tele
la tele por teléfono
consumo (génesis de Facebook)
la autopista
el centro comercial
el vagabundo
el poeta
el hombre político
el hombre de empresa
el lirismo del comentarista deportivo
*
el mundo es sordo
a la evidencia
¿se podría mejor servir
y dañar menos?
que sepas la verdad
desigual
la virtud casi
imposible tú tiendes
tu cuerpo hacia la extensión
de verdor
de nombrar
todo lo que toca
a la evidencia
muere por el silencio
farmacéutico
*
estaremos solos
mi amor
en la acumulación
de las ausencias
nimbadas no las albas
solos como mil
entre los umbrales
todo así morirá
el salto que nos separa
de los hombres amor mío
ya no teniendo sino la tierra
para exponer nuestros huesos
de los veranos libres
como no se hace ya
*
por esta razón era
la razón contra la razón
la infestación del mundo
al abrigo en la sombra
de los pabellones austeros
razón contra la locura
por la razón
que hechiza los derredores
de la locura del intervalo
el veloz cerco
que mata todo camino
callejón sin salida
eso ciertamente
un callejón sin salida pero la hora
no ha llegado aún
para la verdad
ella engaña lo que viene
inexorable avanza
hacia su fin

7 nov 2011

LA BREVEDAD DE LAS PALABRAS

Las cosas tristes, dolorosas, son más hermosas para la mente, pues ahí encuentran más prolongaciones que las cosas alegres, felices. La palabra tarde más hermosa que la palabra mañana, la palabra noche más hermosa que la palabra día, la palabra otoño que la palabra verano, el adiós más que el buenos días, la desgracia más hermosa que la felicidad, la soledad más hermosa que la familia, la sociedad, el grupo, la melancolía más hermosa que la alegría, la muerte que el nacimiento. A igual talento, el fracaso más hermoso que el éxito. El enorme talento ignorado más hermoso que el autor de grandes tiradas, adorado por el público y festejado a diario. Un escritor de gran talento que muere en la miseria más hermoso que el escritor moribundo entre millones. El hombre, la mujer, que han amado, que han sido amados, acabando sus vidas en un cuartucho del desván, con la única fortuna y compañía de sus recuerdos, más hermosos que el abuelo rodeado de sus nietos y que la viuda enriquecida todavía cortejada por su fortuna. ¿De dónde procede todo ello y porqué se encuentra en el interior de todos nosotros en grados diferentes? En nuestro fondo hay, en mayor o menor medida, un desencanto, una melancolía que ahí se regodean, y que hay que aborrecer y rechazar como un veneno.

Lo que confiere mérito a un libro no son ni sus cualidades ni sus defectos. Reside enteramente en esto: que sólo su autor podría haberlo escrito. Todo libro que pudiera haber sido escrito por otro que no fuera el autor puede tirarse a la papelera.

Tengo en mi dormitorio el mismo reloj que daba las horas en casa de mi padre, cuando yo era pequeño. En verdad, es una ilusión: por la noche, cuando oigo el tic tac del péndulo, me parece que va más deprisa que en aquellos años.

Al escribir no sólo hay un placer espiritual. También hay un placer físico. El rechinar de una pluma de oca sobre el papel: una delicia. No podría soportárselo a otro a mi lado.

A veces, por la noche, a punto de dormirte, se te ocurren ideas interesantes, y hay una cierta voluptuosidad en el temor de perderlas por pereza de levantarse para anotarlas.

Mal nacimiento, mala familia, mala infancia, malos estudios, mala juventud, malos empleos, mala alimentación, malos vestidos, mala vivienda, mal despacho, malas relaciones, mal amante, mala salud, mala fortuna, mal talento, mal éxito, mala reputación, mal carácter, mala moral, mala vejez... Creo que es un completo retrato desde mi infancia hasta hoy, 23 de marzo de 1931, cincuenta y nueve años, dos meses y cinco días. Poco puedo esperar que mejore.

Si escribo tan poco no es porque me esfuerce, sino porque tengo horror al trabajo. Sólo escribo cuando «me da por ahí». Si tengo algún talento es el de improvisador.

Tengo ingenio cada día y talento literario ocho días al mes.
La sociedad, las costumbres, la arquitectura, el arte, la literatura (su vocabulario y sus temas), las modas, la política, las tendencias sociales, los gustos públicos... Odio esta época.

He conseguido que M. Michaut, profesor de la Sorbona, lo reconociera: los profesores están para la gente que no aprendería nada por si sola. El saber que cuenta es el que uno se da a sí mismo, por curiosidad natural o pasión de saber.

En nada hay placer ni interés sin pasión. Hacer el amor como un deber, escribir como oficio, por ambos lados: nada.

Atropellaron al gato de una hotelera en la rue Christine cuando éste estaba absorto en el acecho de una rata. Apenada, la hotelera dijo: «ha muerto con honor».

Siempre he disfrutado más de mis penas que de mi felicidad.

Aún no he podido decir que prefiero: el placer del amor o el placer de escribir. Cuando siento uno es el otro. Creo que me moriré sin haber elegido.

Mi carbonero me trae carbón. Le pregunto por su perra, que conozco. Me dice que ha muerto. Me inquieto por saber si sufrió. «No. Murió dulcemente. ¡A fuego lento!» El toque profesional.

Me río de mí, por las noches, encerrado solo en mi habitación, sentado frente a mi pequeño escritorio, ante mis dos velas encendidas, del hecho de empeñarme en escribir. ¡Para qué lectores, señor!, en los tiempos que vivimos.

En cualquier cosa, lo que se da en llamar perfección, no tiene interés. La perfección no tiene personalidad.

El mejor momento de mi existencia: por la noche, entre medianoche y las dos de la madrugada, solo, en silencio, soñando con las mil cosas que ocupan mi mente.

¡No! Nada vale nada: ni el amor ni la amistad, ni el trabajo, ni ningún placer. Todo es mediocre, pasajero, infantil, sobrestimado.

No hay sentencias máximas ni aforismos de los que no pueda escribirse la contrapartida.

3 nov 2011

El escritor aislado

Creo que la mayoría de los escritores tendemos a sentirnos aislados y además deseamos estarlo, sobre todo a partir de cierta edad. Quizá no sea así al principio -y para los que empiezan jóvenes-. En años tempranos se produce la ilusión de pertenecer a un nuevo grupo o generación, supuestamente renovadores. A menudo se desprecia a los autores que nos precedieron justo antes, principalmente a los del propio país o a los de la propia lengua. Se los juzga equivocados, desfasados, antiguos, no se tiene ninguna conmiseración por ellos y hay prisa por jubilarlos. De manera a veces injusta, se les niega toda valía y se los considera un tropiezo en la historia de la literatura, destinado a pasar pronto al olvido. Esos jóvenes saltan por encima de sus padres literarios y con frecuencia “recuperan” a sus abuelos, a los que ya ven débiles, poco amenazantes y en retirada. Pero esta sensación de compañía y combate, de formar parte de un grupo “innovador”, no dura mucho. En el momento en que un escritor deja de mirar a su alrededor, deja de preocuparse por el “estado” o el “futuro de la literatura” en su país o en su lengua -descubre que eso es lo que menos le importa y que además no es responsabilidad suya-, y se dedica a lo que le toca dedicarse, es decir, a escribir su obra como si no hubiera ninguna otra en el mundo, en ese momento comienza a sentirse aislado. En parte por su propia voluntad, en parte porque no le queda más remedio si quiere sacar adelante sus escritos.
No se trata sólo, claro está, de la famosa -y cierta- soledad en que lleva a cabo su tarea, sobre la cual mucho se ha escrito y que no tiene mayor transcendencia: es la forma de pasar sus días que el novelista elige -el novelista más que el poeta, el dramaturgo o incluso el ensayista-, como otros individuos eligen o se ven obligados a pasarlos en una oficina o en una fábrica, en permanente acompañamiento. Se trata, más que nada, de la necesidad que siente de ser casi único, de no verse ya nunca más como mero miembro intercambiable de una generación o grupo, ni siquiera como “hijo de su tiempo”. Nada molesta tanto al verdadero escritor como los críticos, los profesores y los periodistas culturales, que se empeñan en ponerle etiquetas y encuadrarlo, en establecer relaciones entre su obra y la de sus contemporáneos, en adscribirlo a tendencias a las que presuntamente pertenece, o a movimientos, o a modas, en calificarlo de “novelista realista” o “histórico” o de “autor literario” -esa gran estupidez y redundancia que ya ha adquirido carta de naturaleza en nuestra estúpida época-, o de cultivador de la “autoficción” -otra de las majaderías hoy reinantes-, o de “escritor postmoderno” -nunca he sabido lo que significaba ese adjetivo, que por suerte ya va cayendo en desuso-. También le revienta, al verdadero escritor, que se le busque y adjudique un “lugar” en la tradición de su país o de su lengua, que se lo “entronque” con esa tradición o con los viejos maestros. El escritor sabe que el país en que nació y la lengua en que se expresa son importantes, pero secundarios, algo hasta cierto punto accidental, azaroso y reversible. Sabe que Proust podría haber existido en italiano o inglés, Lampedusa en español o alemán, Thomas Mann en checo o en sueco, incluso Cervantes en francés o portugués: sabe que la lengua no es más que un vehículo, una herramienta, nunca un fin en sí mismo ni algo sagrado, en modo alguno superior a quienes se valen de ella. No determina nada, o si acaso sólo en los autores “ornamentales”, aquellos que en español, por ejemplo, parecen querer oír “¡Olé!” tras cada frase castiza, primorosa o garbosa. De poco le sirve al escritor compartir el idioma con Shakespeare o Dante, Montaigne o Hölderlin, Conrad o Nabokov o Wittgenstein. Menos aún cuando recuerda que los tres últimos cambiaron de lengua en algún momento de sus vidas y eligieron en cuál deseaban expresarse.
Al escritor le fastidia todo esto, y es conveniente que le fastidie. Porque sólo si trabaja en la falsa creencia de que su libro es el único libro existente en el mundo, logrará sacarlo adelante y completarlo. Si levanta la cabeza de la máquina o del ordenador -yo escribo aún a máquina-, si mira hacia el pasado o hacia el futuro y ve su trabajo reducido a un nombre más en una inacabable lista; o si mira hacia el presente y se distrae preguntándose cómo les va a sus colegas, qué estarán haciendo y qué han conseguido y cuánta originalidad o profundidad hay en ellos; o si piensa en sus predecesores y no digamos si se deja aplastar por cuanto de maravilloso se ha escrito antes y seguramente se escribirá después de su vacilante paso por la tierra, entonces está perdido. Por eso el escritor precisa aislarse, mientras escribe. No hace falta decir que sólo entonces. En realidad sabe bien que su creencia, como acabo de decir, es falsa y además pasajera. Sabe que su obra, una vez que salga de su habitación y se exponga a otros ojos y sea publicada, se confundirá con centenares de millares de otras obras, y la verá como una gota en el océano que, como todas las demás, pedirá ser atendida. Tendrá la sensación de que, si algo es, es superflua.
Al escritor actual, además, no le cabe ya la posibilidad o consuelo de pensar en la posteridad, de refugiarse en lo venidero lejano, de confiar en que el tiempo haga su labor de selección misteriosa y lo señale un día en el que él ya estará presente. Pensar en la posteridad siempre fue un poco ridículo y un bastante patético. Hoy en día es grotesco, cuando la duración de las cosas se va reduciendo siempre más y más -y a velocidad de vértigo-; cuando la aparición de una película, una música, un libro, los convierte ya en “cosa pasada”; cuando da la impresión de que sólo existe lo que aún no existe y se anuncia, y de que la mera existencia de algo -la película que ya puede verse, la música que ya puede oírse, el libro que ya puede leerse- dictamina su caducidad, lo hace “pretérito”. Esto ya está visto, oído, leído, venga ahora algo nuevo, es decir, que debamos aguardar todavía. Es como si la idea de perdurabilidad perteneciera ya sólo a otras épocas, y dicha perdurabilidad, por tanto, estuviera nada más al alcance de aquellos que ya la lograron -Shakespeare, Montaigne, Cervantes, incluso Conrad y Nabokov- en los tiempos en que tal idea tenía cabida o era posible. Como si ya no fuera alcanzable para ninguno de los que estamos vivos. Pensar hoy que se nos recordará está reñido con el hoy que vemos, en el que todo resulta “viejo” por el simple hecho de haber nacido. Es incompatible con cuanto nos rodea; es, en efecto, grotesco, y el escritor actual se siente por ello aún más aislado y fugitivo. “En realidad sólo existomientras escribo”, piensa. “Es decir, mientras nadie me ve y mientras nadie conoce lo que estoy haciendo. Paradójicamente, existo sólo mientras mi tarea y yo estamos ocultos, cuando para el mundo aún no somos. Dejaremos de existir, en cambio, y nos confundiremos con la turbamulta impaciente y veloz que todo lo engulle y digiere y expulsa, en cuanto aparezcamos”. “Publication is the auction of the mind of man”,escribió Emily Dickinson, y es una cita a la que recurro a menudo: “La publicación es la subasta de la mente del hombre”, o “de la mente humana”, como se prefiera. Es el infame contacto con lo exterior, con la muchedumbre, con los millones de páginas parecidas a las nuestras, animadas por semejante impulso. Es la obligación de vernos enmarcados en la tradición, sea la de nuestro país, la de nuestra lengua o la de la historia entera de la literatura (como nota a pie de página, probablemente). Es la evidencia de que, lejos de ser únicos, tenemos mucho que ver con nuestros predecesores y con nuestros contemporáneos: de que los primeros, a los que tal vez ni siquiera hemos leído, hicieron lo mismo que nosotros mucho antes; y de que los segundos, sin conocernos ni saber de nuestra existencia, escriben cosas enojosamente conectadas con las nuestras. Es el doloroso momento de aceptar que hay un Zeitgeist,y de que estamos involuntaria e inconscientemente a su servicio.

De vez en cuando hay un recordatorio aún mayor de que somos un nombre más que se añade a otros muchos, de que formamos parte de una lista. Esta ocasión es uno de esos recordatorios, aunque se revista de la forma más agradable posible. Creo que, entre los premios que he recibido (la mayoría extranjeros, rara vez españoles), nunca había sido honrado con uno tan antiguo como este Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, que comenzó a otorgarse, según he visto en su lista, en 1965. En ella encuentra uno nombres, por tanto, que no sólo admiró desde muy joven -cuando sólo era lector, y ni siquiera escritor oculto-, sino que le parece que estuvieron a tiempo de alcanzar la posteridad, puesto que su época admitía aún ese concepto: nombres como el del gran poeta Auden y el dramaturgo Ionesco, el magnífico Italo Calvino y Simone de Beauvoir, Dürrenmatt y Manganelli. Figuras que uno vio como extraterrestres, en algún caso desde la infancia, y con las que estuvo seguro de no tener nada que ver, inalcanzables, por la distancia de edad y por la distancia artística. Luego ve otros nombres admirables, pero de escritores aún vivos o recién muertos y pertenecientes, en consecuencia, a los tiempos confusos, desmemoriados y raudos en que nos movemos: Kundera y Rushdie, Esterházy y Lobo Antunes, Eco y Semprún, Barnes y Enquist y Magris. A alguno de ellos lo he conocido brevemente, incluso, pero -cómo decirlo- para mí siempre han sido “ellos”, “los otros”, aquellos a quienes leía y de quienes me sentía separado. De modo que al recibir este Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, no puedo evitar experimentar una gran perplejidad (a la vez que agradecimiento) al ver mi nombre añadido a una lista que me hace ser menos yo y existir menos. O tal vez me haga existir un poco más, quién sabe, cuando, como ahora, no estoy encerrado en mi habitación, o a escondidas, tecleando en mi vieja y anacrónica máquina (o “jugando en casa, como un niño, con papel”, como dijo Stevenson), y en modo alguno puedo creer que mis libros estén aislados. Cuando con benevolencia y claridad se me muestra, por el contrario, que, me guste o no, forman parte de una muy larga y noble cadena llamada literatura europea.

1 nov 2011

Decálogo para cuentistas

La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es inventada, real.

El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.

La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento.

El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.

El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.

El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.

El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.

En el cuento no deben haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.

El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.

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