9 abr 2014

LA NATURALEZA DE LA DIVERSIÓN



            LA mejor metáfora que conozco de la condición de escritor de narrativa se encuentra en Mao II, donde Don DeLillo representa un libro en proceso de escritura como un niño repulsivamente deforme que sigue al escritor a todas partes, yéndole eternamente detrás a cuatro patas (es decir, reptando por el suelo de los restaurantes donde el escritor está intentando comer, apareciendo a primera hora de la mañana a los pies de su cama, etcétera), repulsivamente defectuoso, hidrocefálico y sin nariz y con aletas en vez de brazos e incontinente y retrasado y babeando líquido cerebroespinal por la boca mientras lloriquea y gorgotea y llama al escritor, pidiéndole amor, pidiéndole eso que su misma repulsividad le garantiza que va a obtener: la atención total del escritor.
            
El tropo de la criatura deforme es perfecto porque capta la mezcla de repulsión y de amor que todo escritor de narrativa siente hacia la obra en la que está trabajando. La narración siempre nace horrorosamente defectuosa, siempre constituye una traición repugnante a todas las esperanzas que habías puesto en ella... una caricatura cruel y repelente de la perfección de su concepción... sí, a ver si lo entiendes: es grotesca por imperfecta, y sí, es tuya, esa criatura, eres , y tú la quieres y la meces en tu regazo y le limpias el fluido cerebroespinal de la barbilla caída con el puño de la única camisa limpia que te queda porque llevas tres semanas sin lavar ropa puesto que por fin parece que cierto capítulo o personaje está a punto de acabar de dibujarse y funcionar y a ti te aterra dedicar tiempo a cualquier cosa que no sea trabajar en él porque si apartas la vista ni aunque sea un segundo lo perderás todo, condenando a la criatura a la repugnancia continuada. Y sucede que tú amas al niño deforme y te compadeces de él y lo cuidas, pero también lo odias -lo odias- porque es deforme y repelente, porque algo grotesco le sucedió durante el parto de la cabeza a la página; lo odias porque su deformidad es tu deformidad (puesto que si fueras mejor escritor de narrativa tu criatura, por supuesto, se parecería a esos bebés de los catálogos de venta de ropa para bebés, perfectos y rosados y cerebroespinalmente continentes) y cada una de sus respiraciones repugnantes e incontinentes es una acusación devastadora dirigida a ti, a todos los niveles... de manera que lo quieres ver muerto, por mucho que lo adores y lo quieras y lo limpies y lo mezas y a veces hasta le apliques la reanimación cardiopulmonar cuando parece que su propia condición grotesca le ha obstruido la respiración y corre riesgo de morirse.
            
Todo esto es muy sucio y triste, sí, pero al mismo tiempo es tierno y conmovedor y noble y mola -es una relación genuina, por decirlo así-, e incluso en lo peor de su repugnancia el niño deforme consigue conmoverte y despertar cosas en ti que tú sospechas que se cuentan entre las mejores que tienes dentro: cosas maternales y oscuras. Tú quieres mucho a tu criatura. Y quieres que lo amen también los demás, cuando por fin llegue el momento de que el niño deforme salga y haga frente al mundo.
            
De manera que ocupas una posición algo incierta: amas a la criatura y quieres que la amen los demás, pero eso quiere decir que confías en que los demás no la vean de forma correcta. Es algo así como que quieres engañar a la gente: quieres que vean como perfecto lo que tú en tu corazón sabes que es una traición de toda perfección.
            
Mejor dicho, no es que quieras engañar a esa gente; lo que quieres es que esa gente vea y ame a un bebé de anuncio, encantador, milagroso y perfecto, y que tengan razón, que estén en lo cierto en lo que ven y sienten. Quieres ser tú el que se equivoca terriblemente: quieres que la repugnancia del niño deforme resulte no ser nada más que una extraña alucinación engañosa que has tenido. Pero eso significaría que estás loco: que en realidad esas deformidades repulsivas que has visto, que te han perseguido y te han hecho encogerte de asco no existen (o por lo menos otros te convencen de eso).
           
Lo cual quiere decir que te falta más de un tornillo y más de dos, está claro. Y lo que es peor: también significaría que ves y desprecias la repugnancia de algo que has hecho (y amas), en tu propio vástago, que en cierta forma eres . Y esta última esperanza preferible representaría algo mucho peor que el mero hecho de ser un mal padre; sería una modalidad terrible de asalto a ti mismo, prácticamente una tortura que te infligirías a ti mismo. Y sin embargo, sigue siendo lo que más quieres: equivocarte de forma garrafal, demente y suicida.
            
Pese a todo, es muy divertido. No me malinterpreten. En cuanto a la naturaleza de esa diversión, no puedo dejar de recordar una pequeña y extraña historia que oí en catequesis cuando yo era más o menos del tamaño de una boca de incendios. Tiene lugar en China o en Corea o en algún sitio por el estilo. Parece ser que había una vez un viejo granjero en las afueras de una aldea de las colinas que trabajaba en su granja con la única ayuda de su hijo y su amado caballo. Un día el caballo, que no solo era muy querido, sino que también resultaba vital para el fatigoso trabajo de la granja, abrió la cerradura de su cuadra o lo que fuera y se escapó a las colinas. Todos los amigos del viejo granjero lo visitaron para lamentarse de que hubiera tenido tan mala suerte. El granjero se limitó a encogerse de hombros y a decir: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de un par de días el amado caballo regresó de las colinas en compañía de toda una valiosísima manada de caballos salvajes, y todos los amigos del granjero acudieron a felicitarlo por la buena suerte en que se había convertido el hecho de que se le escapara el caballo. «Buena suerte o mala suerte, ¿quién lo sabe?», fue lo único que les dijo a modo de respuesta el granjero, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pienso, el granjero me suena un poco yiddish para ser un viejo granjero chino, pero es así como yo lo recuerdo. De manera que el granjero y su hijo se pusieron a domar a los caballos salvajes, y uno de los caballos se encabritó y descabalgó al hijo con tanta brutalidad que el hijo se rompió una pierna. Y pronto llegaron otra vez los amigos a compadecerse del granjero y maldecir la mala suerte que le habían traído aquellos malditos caballos salvajes a su granja. El viejo granjero se volvió a encoger de hombros y dijo: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de unos días el Ejército Imperial sino-coreano o quien fuera que entró desfilando en la aldea, reclutando a la fuerza a todo hombre físicamente apto de entre diez y sesenta años para convertirlo en carne de cañón en algún conflicto repulsivamente sanguinario que al parecer se estaba cociendo, vio la pierna rota del hijo y lo dejó en paz por no cumplir con los criterios de aptitud física feudal, de manera que en lugar de ser llevado a la fuerza el hijo pudo quedarse en la granja con el viejo granjero. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?
           
Esta es la clase de esperanza alegórica a la que te aferras desesperadamente cuando te planteas la cuestión de la diversión como escritor. Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo está orientado a divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo que no te gustan. Y funciona, y es muy divertido. Luego, si tienes buena suerte y parece que a la gente le gusta lo que escribes, y encima te pagan por ello, y consigues ver tus cosas impresas de forma profesional y encuadernadas y acompañadas de frases promocionales de otros autores y reseñadas y hasta (en una ocasión) leídas en el metro por la mañana por una chica guapa a la que ni siquiera conoces, todavía parece que la cosa sea más divertida. Al principio. Luego las cosas empiezan a complicarse y a volverse confusas, y hasta a dar miedo. Ahora tienes la sensación de que estás escribiendo para otra gente, o por lo menos en eso confías. Ya no estás escribiendo únicamente para excitarte a ti mismo, lo cual -puesto que toda masturbación es solitaria y vacía- probablemente esté bien. Pero ¿qué reemplaza a la motivación onanista? Has descubierto que disfrutas mucho del hecho de que a la gente le guste tu escritura, y también descubres que tienes muchas ganas de que a la gente le gusten las cosas nuevas que escribes. La motivación de la pura diversión personal empieza a ser suplantada por la motivación de gustar, de que haya gente guapa a la que no conoces que te aprecie y te admire y te considere buen escritor. El onanismo da paso al intento de seducción, como motivación. Ahora bien, el intento de seducción resulta muy trabajoso, y su diversión se ve compensada por un miedo terrible al rechazo. Sea lo que sea el «ego», tu ego acaba de entrar en juego. O tal vez «vanidad» sea una palabra mejor. Porque te das cuenta de que gran parte de tu escritura se ha convertido en puro exhibicionismo, en intentar que la gente te considere bueno. Y es comprensible. Ahora estás poniendo mucho de ti mismo en juego, cuando escribes; y también está en juego tu vanidad. Descubres algo peliagudo que tiene la escritura de narrativa: que para ser capaz de escribirla es necesaria cierta cantidad de vanidad, pero que cualquier cantidad de vanidad por encima de la estrictamente necesaria resulta letal. Llegado este punto, más del noventa por ciento de las cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no gustes. Llegado este punto de la evolución de la diversión del escritor, la misma cosa que siempre te ha motivado para escribir ahora te está motivando también para tirar lo que escribes a la papelera. Se trata de una paradoja y de una especie de dilema irresoluble, que puede provocar que te pases encerrado en ti mismo meses o incluso años, durante los cuales te dedicas a lamentarte y rechinar los dientes y quejarte de tu mala suerte y preguntarte con amargura adónde se puede haber ido toda la diversión de la escritura.
            
La respuesta inteligente, creo yo, es que escapar de ese dilema pasa por conseguir regresar lentamente a tu motivación original: la diversión. Y si consigues volver a la diversión, descubrirás que a fin de cuentas el repulsivamente desgraciado dilema irresoluble que experimentaste durante tu periodo de vanidad te ha traído buena suerte. Porque la diversión a la que regresas ahora ha sido transfigurada por lo desagradable de la vanidad y el miedo, que ahora tienes tantas ansias de evitar que la diversión que redescubres pertenece a una modalidad mucho más plena y generosa. Tiene algo que ver con el concepto del Trabajo Como Juego. O bien con el descubrimiento de que la diversión disciplinada es mucho más divertida que la diversión impulsiva o hedonista. O bien con darte cuenta de que no todas las paradojas tienen que ser paralizantes. Bajo la nueva administración de la diversión, escribir narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas mismas cosas que no querías ni ver ni que nadie más viera, y resulta (paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los escritores y lectores comparten y sienten, y a las que reaccionan. La narrativa se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a ti mismo de una forma que supones que hará que le gustes al máximo número de personas. Se trata de un proceso complicado, que confunde y da miedo, y también muy trabajoso, pero que resulta ser la mejor diversión que existe.
           
El hecho de que ahora puedas mantener la diversión de la escritura justamente por medio de hacer frente a las mismas partes no divertidas de ti mismo que antes habías intentando evitar o camuflar por medio de la escritura ya no constituye ninguna clase de paradoja. Se trata, en cambio, de una especie de milagro, y, comparada con él, la recompensa del afecto de los desconocidos no es más que polvo o pelusa.

            
1998

7 abr 2014

La lectura




La historia del libro corre paralela a la de la censura. Una de las cosas esenciales que proporciona la lectura es aprender a pensar, y no hay nada más peligroso para el poder que un pueblo pensante. La tarea del político es más fácil frente a un pueblo idiota, educarnos en la estupidez es quitarnos los libros, y eso siempre ha sido tarea de dictadores.

El amor por la lectura es algo que se aprende pero no se enseña. De la misma forma que nadie puede obligarnos a enamorarnos, nadie puede obligarnos a amar un libro. Son cosas que ocurren por razones misteriosas, pero de lo que sí estoy convencido es que a cada uno de nosotros hay un libro que nos espera. En algún lugar de la biblioteca hay una página que ha sido escrita para nosotros.

2 abr 2014

LA NARRATIVA MODERNA





Cuando se hace cualquier revisión, no importa cuan suelta e informal, de la narrativa moderna, es difícil no llegar a la conclusión de que la práctica moderna de este arte es, de alguna manera, una mejora respecto a la anterior. Podría decirse que, dadas sus herramien­tas sencillas y sus materiales primitivos, Fielding se defendió bien y Jane Austen incluso mejor, pero ¡compárense sus oportunidades con las nuestras! De cierto que sus obras maestras tienen un aire de sim­plicidad extraño. Sin embargo la analogía entre la lite­ratura y el proceso de, por dar un ejemplo, fabricar un auto apenas se sostiene más allá de un primer vis­tazo. Es de dudar que en el transcurso de los siglos, aunque hayamos aprendido mucho sobre cómo fa­bricar máquinas, hayamos aprendido algo sobre cómo hacer literatura. No escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que hacemos es seguir moviéndonos, si ahora un poco en esa dirección, luego en esa otra, pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo de la pista desde una cima suficientemente ele­vada. Apenas merece decirse que ninguna presunción tenemos, ni siquiera momentánea, de estar en ese punto de vista ventajoso. En la parte llana, entre la multitud, cegados a medias por el polvo, miramos hacia atrás y con envidia a esos guerreros más afortu­nados, cuya batalla ha sido ganada ya y cuyos logros muestran un aire de realización sereno, de modo tal que apenas podemos frenarnos de murmurar que la lucha no fue tan dura para ellos como para nosotros. La decisión queda al historiador de la literatura; a él corresponde informar sí nos encontramos al princi­pio, al final o en medio de un gran periodo de narrativa en prosa, porque desde la llanura poco es visible. Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y hostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértil y otras al polvo y al desierto. Acaso valga la pena alguna exploración de esto último.

Así, nuestra disputa no es con los clásicos, y sí hablamos de disputar con los señores Wells, Bennett y Galsworthy, en parte se debe al mero hecho de que al existir ellos en carne y hueso, su obra tiene una imperfección viva, cotidiana, activa que nos lleva a tomarnos con ella cualquier libertad que nos plazca. Pero cierto es también que, mientras les agradecemos mil dones que nos han dado, reservamos nuestra gra­titud incondicional para Hardy, Conrad y en grado mucho menor el Hudson de The Purple Land (Tierra púrpura), Green Mansions (Mansiones verdes) y Par Away and Long Ago (Muy lejos y hace mucho tiempo). Los señores Wells, Bennett y Galsworthy han des­pertado tantas esperanzas y las han decepcionado con tanta persistencia, que nuestra gratitud adopta mayor­mente como forma el agradecerles habernos mostrado lo que pudieron haber hecho pero no hicieron; lo que ciertamente seríamos incapaces de hacer pero, con igual certeza quizás, no deseamos hacer. Ninguna oración por sí misma resumiría la acusación o la queja que fue necesario expresar contra una masa de obras tan abundante en volumen y que representa tantas cualidades, sean admirables o lo contrario. Si intentamos formular nuestro sentir en una palabra única, diremos que estos tres escritores son materialis­tas. A causa de que se interesan por el cuerpo y no por el espíritu, nos han decepcionado, dejándonos con la sensación de que cuanto antes les dé la espalda la narrativa inglesa, tan cortésmente como se quiera, y se encamine aunque sea al desierto, mejor para su alma. Pero claro, ninguna palabra alcanza de golpe el centro de tres blancos diferentes. En el caso del señor Wells, se aparta notablemente del hito. Pero incluso en él muestra a nuestro pensamiento la amalgama fatal de su genio, el enorme grumo de yeso que consiguió mezclarse con la pureza de su inspiración. Pero tal vez el señor Bennett sea el peor culpable de los tres, en tanto que es con mucho el mejor obrero. Puede fa­bricar un libro tan bien construido y tan sólido en su artesanía, que es difícil incluso al más exigente de los críticos deducir por qué rajadura o grieta puede fil­trarse la decadencia. No pasa ni la menor corriente de aire por los marcos de las ventanas, ni hay la menor fractura en las duelas. Sin embargo ¿qué si la vida se rehusa a vivir aquí? Es un riesgo que bien pueden pre­sumir de haber superado el creador de The Old Wives' Tale (Cuento de viejas), George Cannon, Edwin Clayhanger y multitud de otras figuras; Sus perso­najes tienen vida en abundancia e, incluso, inespera­da, pero queda por preguntar ¿cómo viven y para qué viven? Termina pareciéndonos cada vez más, incluso cuando desertan de la bien construida villa de Five Towns, que pasan su tiempo en algún vagón de ferrocarril de primera clase y suavemente acojinado, pulsando innumerables campanillas y botones; y el destino hacia el cual viajan de modo tan lujoso se vuelve, cada vez menos indudablemente, una eter­nidad de bienaventuranza pasada en el mejor de los hoteles de Brighton. Difícilmente puede afirmarse del señor Wells que sea un materialista en el sentido de que se deleita en exceso en la solidez de su fábrica. Es de mente demasiado generosa en compasiones para permitirse dedicar mucho tiempo a dejar las cosas en perfecto orden y substanciales. Es materialista dada la mera bondad de su corazón, que lo hace echarse a las espaldas el trabajo que debieron cumplir los fun­cionarios gubernamentales; en medio de la plétora de sus ideas y de sus hechos, apenas tiene un respiro para darse cuenta de, o ha olvidado considerar que tiene importancia, la crudeza y la tosquedad de sus seres humanos. Y aún así, ¿qué crítica más dañina puede haber a su tierra y a su cielo que el que deban ser ha­bitados ahora y en el futuro por sus Joans y sus Peters? La inferioridad de sus naturalezas ¿no empaña cual­quier institución e ideal que la generosidad de su creador les haya proporcionado? Tampoco, por pro­fundo que sea nuestro respeto por la integridad y el humanismo del señor Galsworthy, encontraremos en sus páginas lo que buscamos.
Entonces, si pegamos una etiqueta en todos esos libros, en la cual esté la palabra única materialistas, queremos decir con ello que escriben de cosas sin importancia; que emplean una habilidad y una labo­riosidad inmensas haciendo que lo trivial y lo transi­torio parezcan lo real y lo perdurable.
Hemos de admitir que estamos siendo exigentes y, además, que nos resulta difícil justificar nuestro descontento explicando qué es lo que exigimos. Plan­teamos la cuestión de modo diferente en distintos momentos. Pero reaparece del modo más persistente cuando nos apartamos de la novela concluida en la cresta de un suspiro: ¿Vale la pena? ¿Cuál es su pro­pósito? ¿Sucede acaso que, debido a una de esas desviaciones menores que el espíritu humano sufre de vez en cuando, el señor Bennett aplicó su magnífico aparato de captar vida, cinco o diez centímetros fuera de foco? La vida escapa y, tal vez, sin vida nada vale la pena. Tener que recurrir a una imagen como ésta es una confesión de vaguedad, pero difícilmente mejo­ramos la situación hablando, como son proclives a hacer los críticos, de realidad. Tras admitir la vaguedad que aflige a toda crítica de novelas, arriesguemos la opinión de que para nosotros, en este momento, la forma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo que asegura el objeto que buscamos. Lo llame­mos vida o espíritu, verdad o realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado o avanzado y se rehúsa a verse contenido en las vestimentas mal cortadas que le proporcionamos. No obstante, con perseverancia, conscientemente, seguimos construyendo nuestros treinta y dos capítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más en parecerse a la visión que te­nemos en la mente. Demasiada de esa enorme labor de explorar la solidez, la imitación de vida, de la his­toria es no sólo trabajo desperdiciado sino mal coloca­do, al grado de que oscurece y hace borrosa la luz de la concepción. El escritor no parece constreñido por su propio libre albedrío, sino por algún tirano po­deroso y sin escrúpulos que lo tiene en servidumbre para que proporcione una trama, para que aporte comedia, tragedia, amor, interés y un cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo de modo tan impecable que si todas las figuras adquirieran vida, se encontrarían vestidas hasta el detalle último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano, se fabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y más a menudo según pasa el tiempo, sospechamos que hay una duda momentánea, un espasmo de rebelión, según se van llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así la vida? ¿Deben ser así las novelas?
Mírese al interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser "así". Examínese por un momento una mente ordinaria en un día ordinario. Esa mente recibe miríadas de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con el filo del acero. Esas miríadas vienen de todos sitios, una lluvia incesante de átomos innumerables; y según descienden, según se transforman en la vida del lunes o del martes, el acento cae en un lugar diferente al del viejo estilo; el momento importante no viene aquí sino allí; de modo que si un escritor fuera libre y no esclavo, si pudiera escribir de acuerdo con sus elecciones y no sus obligaciones, si pudiera basar su trabajo sobre sus sentimientos y no las convenciones, no habría trama, ni comedia, ni tragedia, ni intereses amorosos o ca­tástrofes al estilo aceptado y, tal vez, ni un sólo botón cosido al modo que quisieran los sastres de Bond Street. La vida no es una serie de farolas ordenadas simétricamente, sino un halo luminoso, una envol­tura semitransparente que nos rodea desde el inicio de nuestra conciencia hasta su final. ¿No es tarea del novelista transmitir este espíritu variado, desconocido y sin circunscribir, no importa qué aberraciones o complejidades manifieste, con tan poca mezcla de lo ajeno y lo externo como sea posible? No estamos solicitando tan sólo valor y sinceridad, sino sugirien­do que la materia adecuada de la narrativa es un tanto diferente a lo que quiere hacernos creer la costumbre. En cualquier caso, es de alguna manera parecida a ésta que buscamos definir la cualidad que distingue a la obra de varios escritores jóvenes, el señor James Joyce el más notable entre ellos, de aquella de sus pre­decesores. Intentan acercarse más a la vida, preservar con mayor sinceridad y exactitud lo que les interesa y conmueve, incluso si para lograrlo hayan de descar­tar la mayoría de las convenciones que suele observar el novelista. Registremos los átomos según caen sobre la mente en el orden en el cual caen, establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado e incoherente en apariencia, que cada visión o incidente imprima en la conciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayor plenitud en aquello comúnmente pensado grande que en lo comúnmente pensado pe­queño. Cualquiera que haya leído Portrait of the Artist as a Young Man (Retrato del artista adolescente) o lo que promete ser una obra mucho más interesante, el Ulysses (Ulises), que en este momento aparece en la Little Review, arriesgará una teoría de tal naturale­za respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte, con sólo un fragmento así frente nosotros, antes lo suponemos que lo afirmamos. Pero no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que muestra una sinceridad máxima y que el resul­tado, por difícil o desagradable que lo juzguemos, es innegablemente importante. En contraste con quie­nes hemos llamado materialistas, el señor Joyce es espiritual; se preocupa a cualquier precio por revelar los titubeos de esa llama interna que destella sus men­sajes a través del cerebro, y para conservarla hace de lado con valor absoluto todo aquello que parezca adventicio, se trate de la probabilidad, de la coheren­cia o de cualquier otra señal caminera que por gene­raciones haya servido para dar apoyo a la imaginación del lector, cuando se le pide que imagine lo que le es imposible tocar o ver. La escena en el cementerio, por ejemplo, con su brillantez, su sordidez, su incoheren­cia, sus relámpagos súbitos de significado, sin duda se aproxima tanto a las honduras de la mente que, al menos en una primera lectura, es difícil no suponer una obra maestra. Si lo que deseamos es la vida misma, aquí la tenemos sin duda. De hecho, nos encontramos andando a tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir qué más deseamos, y por qué razón una obra así de original no se compara, pues debemos ir a ejemplos elevados, con Youth (Juventud) o The Mayor of' Casterbridge (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la pobreza relativa de la mente del escritor, pudiéramos conformarnos con decir para acabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más y preguntarse si no nos estamos refi­riendo a nuestra sensación de estar en una habita­ción brillante pero estrecha, confinados y ahogados, antes que enriquecidos y liberados; a cierta limitación impuesta por el método a la vez que con la mente. ¿Será el método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que no nos sentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que, a pesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea lo que está fuera de él y a la distancia? El subrayado puesto, acaso didácticamente, a la indecencia ¿con­tribuye a dar el efecto de algo, angular y aislado? ¿Se tratará simplemente de que ante cualquier esfuerzo así de original sea más fácil, sobre todo a los contem­poráneos, percibir lo que falta y no precisar lo que ofrece? En cualquier caso, es un error mantenerse fuera examinando "métodos". Cualquier método sirve, sirve cualquier método que exprese lo que deseemos expresar sí somos escritores, que nos acer­que más a la intención del escritor si somos lectores. Este método tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamos dispuestos a llamar la vida misma. ¿No su­girió la lectura de Ulysses cuánto de la vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacu­dimiento al abrir el Tristram Shandy y el Pendennis y vernos convencidos no sólo de que hay otros aspectos de la vida, sino que encima de todo son más impor­tantes?
Sea como fuere, el problema al que hoy día se en­frenta el novelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es ingeniar medios para ser libre de asentar lo que elija. Debe tener el valor de decir que su interés no está ya en "esto" sino en "aquello", y sólo de ese "aquello" debe construir su obra. Es muy probable que para los modernos "aquello", el punto de interés, se encuentre en las partes oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto un tanto diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de inmediato es necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por noso­tros, incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadie sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chéjov transformó en el cuento llamado "Gusev". Algunos soldados rusos yacen enfermos, a bordo de un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos fragmentos de su charla y algunos de sus pensamien­tos; la plática continúa entre los otros por un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido "a una zanahoria o un rábano", es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares tan inesperados, que de principio se diría que no hubiera ningún subrayado; pero entonces, según los ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a discernir las formas de los objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la historia, con cuánta profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegido Chéjov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan algo nuevo. Es imposible decir "esto es cómico" o "esto es trágico", y tampoco estamos ciertos, pues se nos ha enseñado que los cuentos deben ser breves y concluyentes, si esto, vago e inconcluyente, debe ser llamado un cuento.


Los comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa moderna difícilmente pueden evitar el hacer alguna mención de la influencia rusa, y si se men­ciona a los rusos se corre el riesgo de pensar que es una pérdida de tiempo escribir sobre cualquier narra­tiva que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y el corazón ¿dónde más conseguirlo con pro­fundidad comparable? Si estamos hartos de nuestro propio materialismo, el menos destacable de sus no­velistas tiene, por derecho de nacimiento, una reve­rencia natural por el espíritu humano. "Aprende a convertirte en el igual de la gente... Pero que esta sim­patía no sea aquella de la mente -pues con la mente es fácil- sino aquella del corazón, con amor hacia ella." En todo gran escritor ruso parecemos discernir los rasgos de un santo, si es que constituye santidad la simpatía por el sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el empeño por alcanzar alguna meta digna de las demandas más exigentes del espíritu. Es el santo que habita en ellos lo que nos deja confundidos con la sensación de nuestra propia irreligiosidad trivial, transformando a tantas de nuestras novelas famosas en faramalla y trucos. Las conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora y compasiva como es, son inevitables tal vez en toda tristeza extrema. De hecho, sería más exacto hablar de que la mente rusa está inconclusa. Es la sensación de que no hay respuesta, que si se examina con honestidad la vida, ésta presenta una pregunta tras otra, a las que debe permitirse que resuenen una y otra vez ya concluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, que nos llena con una desesperación profunda y a fin de cuentas resenti­da. Tal vez tengan razón; incuestionablemente, ven más lejos que nosotros y sin nuestros crudos impe­dimentos de visión. Pero quizá yernos algo que a ellos se les escapa, pues sino ¿por qué habría de mezclarse a nuestra melancolía esa voz de protesta? Esa voz de protesta es aquella de una civilización distinta y antigua, que parece haber insuflado en nosotros el instinto de gozar y luchar antes qué el de sufrir y comprender. La narrativa inglesa, desde Sterne a Meredith, es testimonio de nuestro deleite natural en el buen humor y la comedia, en la belleza de la tierra, en las actividades del intelecto y en el esplendor del cuerpo. Pero cualesquiera deducciones que extrai­gamos de comparar dos narrativas tan inconmensu­rablemente apartadas son fútiles, excepto en cuanto nos imbuyan con la visión de las posibilidades infini­tas del arte y nos recuerden que el horizonte no tiene límites, y que nada -ningún "método", ningún expe­rimento, incluso los más desbocados- está prohibido como sí lo están la falsedad y la simulación. No existe "material adecuado para la narrativa", pues todo es material adecuado para la narrativa, todo sentimiento, todo pensamiento; toda cualidad del cerebro y del espíritu de la que se eche mano; ninguna percep­ción está fuera de lugar. Y si podemos imaginar al arte de la narrativa adquirir vida y ponerse de pie en nues­tro medio, sin duda nos pediría que lo rompiéramos y lo hostigáramos, así como que lo honráramos y lo amáramos, porque de esa manera se renueva su juven­tud y se asegura su soberanía.

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