28 feb 2011

Sobre un tranvía llamado éxito

En algún momento de este mes se celebrará el tercer aniversario de la première en Chicago de El zoológico de cristal, un evento con el que concluyó una parte de mi vida y comenzó otra, tan diferente en sus circunstancias externas como cabrá imaginar. Fui arrancado del casi total anonimato y arrojado a una repentina celebridad, y lanzado del precario paso por unos cuartos llenos de muebles baratos a una suite de lujo en un hotel de cinco estrellas en Manhattan. Mi experiencia no es única. El éxito con frecuencia llega en esa forma súbita a las vidas de los americanos.
No, no se trató de una experiencia excepcional, pero tampoco fue del todo ordinaria, y si ustedes están dispuestos a aceptar la propuesta algo ecléctica de que yo no escribía con semejante experiencia en mente —y es mucha la gente que no está dispuesta a aceptar que un dramaturgo esté interesado en algo diferente al éxito y a la popularidad— puede tener algún sentido comparar los dos estados.
 
El tipo de vida que yo había tenido antes del éxito popular requería tenacidad, un ir subiendo por la roca con las uñas en medio de los raspones, un aferrarse con fuerza a cada pulgada de roca que quede un poco más arriba que la anterior, pero como vida era buena porque es el tipo de vida para la que el organismo humano ha sido creado.
 
Yo no estaba consciente de cuánta energía vital había invertido en esta lucha hasta que la lucha cesó. Me hallaba en una planicie nivelada con los brazos todavía agitándose y con los pulmones todavía luchando por un aire que ya no se resistía. La seguridad había llegado por fin.
 
Me senté, miré a mi alrededor y de repente me sentí muy deprimido. Pensé para mí mismo: es apenas cuestión de adaptarse. Mañana en la mañana me levantaré en esta suite de hotel de primera clase con vista sobre el discreto trajín de un bulevar del East Side de Nueva York y apreciaré su elegancia y me regodearé en su confort y sabré que he llegado a la versión americana del Olimpo. Mañana en la mañana, cuando mire el sofá de verde satín, me enamoraré de él. De seguro esta impresión de que el sofá de verde satín parece una secreción inmunda sobre agua estancada es temporal.
 
Pero a la mañana siguiente el pequeño e inofensivo sofá me pareció más repugnante que la noche anterior y sentí que me estaba engordando más de la cuenta para la suite de 125 dólares la noche [una suma enorme, recuérdese que Williams escribe en 1947] escogida para mí por un conocido muy chic. En la suite las cosas empezaron a descomponerse por accidente. Al sofá se le soltó un brazo. Empezaron a aparecer quemaduras de cigarrillo en las bruñidas superficies de los muebles. En una ocasión las ventanas se quedaron abiertas y las ráfagas de lluvia inundaron la suite. Sólo que la camarera siempre lo arreglaba todo, al tiempo que la paciencia de la administración era infinita. No había la menor posibilidad de que las fiestas hasta altas horas los ofendieran seriamente. Nada que no fuera una bomba de demolición parecía perturbar a los vecinos.
 
Yo vivía del room service. Pero en esto también vino el de-sencanto. En el lapso que pasaba mientras yo ordenaba la cena y el momento en que ésta entraba por la puerta como un cadáver sobre una camilla con ruedas de caucho, ya había perdido todo interés en ella. Una vez pedí un solomillo y un pudín de chocolate, pero todo estaba tan astutamente dispuesto sobre la mesa que confundí la salsa del chocolate con la de la carne y la vertí encima del filete.
 
Desde luego que ésta es apenas la parte más trivial de la dislocación espiritual que se empezó a manifestar por caminos mucho más perturbadores. Pronto me fui volviendo indiferente con la gente. Un pozo de cinismo se fue llenando dentro de mí. Las conversaciones todas sonaban como grabadas años atrás y repetidas por un parlante. La sinceridad y la gentileza se me antojaban ausentes en las voces de mis amigos. Yo me temía que había hipocresía en ellos. Dejé de llamarlos y dejé de verlos. Me sentía impaciente con lo que tomaba por adulación estúpida.
 
Me enfermaba tanto que me dijeran “¡Adoré su obra!”, que ya no sabía dar las gracias. Se me atoraban las palabras y me daba la vuelta con brusquedad ante personas usualmente sinceras. Dejé de sentir orgullo por la obra y empezó a disgustarme, probablemente porque me sentía tan falto de vida por dentro, que no me creía capaz volver a crear otra. Iba por ahí muerto encima de mis zapatos y lo sabía, pero en esa época no había nadie en quien confiara lo suficiente como para llamarlo a un lado y explicarle lo que me estaba sucediendo.
 
Esta curiosa condición duró tres meses, por ahí hasta fines de primavera, cuando decidí hacerme una nueva operación en los ojos, sobre todo porque me proveía de una excusa para esconderme del mundo detrás de una máscara de gasa. Era la cuarta operación que me hacía en los ojos, y tal vez deba explicar que de cinco años a esa parte sufría de cataratas en el ojo izquierdo, lo que implicaba una serie de operaciones incisivas, rematadas al final por una operación en el múscu­lo de ese ojo (que todavía me acompaña, dicho sea de paso).
 
Pues bien, la máscara de gasa surtió el efecto deseado. Mientras estaba convaleciente en el hospital, los amigos a los que había ninguneado u ofendido de una u otra manera empezaron a ocuparse de mí, y ahora que estaba adolorido y a oscuras, sus voces me parecieron cambiadas, o tal vez lo que pasaba era que la fastidiosa mutación que percibía en ellas unos meses atrás había desaparecido y empezaron a sonarme como me sonaban en los añorados días de mi anonimato. Una vez más eran voces sinceras y amables con un aire de verdad en el fondo.
Cuando me quitaron la máscara de gasa, vi que me había readaptado al mundo. Abandoné la bella suite del hotel de cinco estrellas, empaqué mis papeles y algunas pertenencias accesorias y me fui para México, un país elemental donde uno puede olvidarse a toda velocidad de las falsas dignidades y presunciones que el éxito impone, donde vagabundos inocentes como niños se echan a dormir en las aceras y donde las voces humanas, en especial cuando la lengua no nos es familiar a los oídos, resultan tan suaves como las de los pájaros. Mi yo público, ese artificio de espejos, allí no existía, de modo que volví a ser el de antes.
 
Luego, como acto final de restauración, me puse a trabajar en Chapala en una obra llamada “La velada de póker” que luego se convirtió en Un tranvía llamado deseo. Es sólo en el trabajo donde un artista puede encontrar satisfacción y concreción, pues el mundo real es menos intenso que el mundo de la propia invención y, en consecuencia, la propia vida, apartada de los desórdenes violentos, no le parecerá muy sustancial. La condición adecuada para él es aquella en que su trabajo parece no sólo conveniente, sino inevitable.
 
La anterior es una sobresimplificación. Nadie se escapa así tan fácil de las seducciones de un modo de vida deca­dente. Uno no se puede decir arbi­trariamente: voy a continuar con mi vida como era antes de que esta cosa, el Éxito, me aconteciera. Pero una vez que uno entiende a cabalidad la vacuidad de una vida sin lucha, está equipado con los medios básicos de su salvación. Una vez que capta esta verdad, que el corazón de los hombres, su cuerpo y su cerebro se forjan al rojo blanco en el crisol de la superación de los conflictos (la lucha por la creación), y que sin conflicto el hombre es como una espada para cortar margaritas, que el lobo que espera a la puerta no es la privación, sino el lujo, y que los colmillos de este lobo son todas las pequeñas vanidades, presunciones y ligerezas que vienen con el Éxito, pues bien, habiendo entendido esto, uno al menos está en condición de saber dónde reside el peligro.
 
Uno se entera entonces de que el Alguien público en que se convierte cuando “adquiere un nombre” es una ficción creada con espejos y que el único alguien que vale la pena ser es el solitario e invisible alguien que existía desde que empezó a respirar, o sea la suma de todas sus acciones, y que por lo tanto siempre estará en proceso de construcción bajo la mirada de la propia voluntad: sólo sabiendo estas cosas es posible sobrevivir ¡incluso la catástrofe del Éxito!
 
Nunca es tarde del todo, a menos que uno se aferre con ambas manos a esa “diosa puta”, como la llamó el pensador William James, y encuentre en sus caricias asfixiantes exactamente lo que el niño nostálgico que lleva adentro siempre quiso: la protección absoluta, la completa ausencia de esfuerzo. La seguridad es, creo yo, una forma de muerte, y puede venírsele a uno encima en la forma de una avalancha de cheques de regalías al lado de una piscina en Beverly Hills con forma de riñón o en cualquier lugar que esté apartado de las condiciones que nos convirtieron en artistas, si eso es lo que uno es o aspiraba a ser. Pregúntenle a cualquiera que haya experimentado el tipo de éxito del que estoy hablando: ¿para qué sirve? Tal vez a la hora de ob­tener una respuesta honesta habría que aplicarle una inyección del suero de la verdad, pero la palabra que al final acompañará al gruñido es impublicable en las páginas de los medios elegantes.
 
¿Y entonces qué vale la pena? Pues el interés obsesivo en los asuntos humanos, más una cierta cantidad de compasión y de convicción moral, las cuales para comenzar hicieron valiosas las experiencias que luego fue indispensable transcribir en pigmentos o en música o en movimientos corporales o en poesía o en prosa o en cualquier medio que sea dinámico y expresivo: eso es lo que vale la pena para uno si tiene aspiraciones en alguna medida serias. William Saroyan escribió una gran obra de teatro sobre este tema, según la cual la pureza del corazón es el único éxito que vale la pena experimentar. “En el tiempo de la vida, ¡vive!”. Ese tiempo es breve y no vuelve jamás. Se está escapando incluso ahora mientras escribo estas palabras y mientras usted las lee, y el monosílabo del reloj dice: ¡perdido!, ¡perdido!, ¡perdido!, a menos que uno entregue el corazón para oponérsele.

25 feb 2011

Fragmentos de una Autobiografía





Primero me entretuvieron las especulaciones metafísicas, las ideas científicas después. Me atrajeron finalmente las (...) sociológicas. Pero en ninguno de estos estadios de mi busca de la verdad encontré seguridad y alivio. Poco leía, sobre cualquiera de las preocupaciones. Pero, en lo poco que leía, me cansaba ver tantas teorías, contradictorias, igualmente asentadas en ideas desarrolladas, todas ellas igualmente probables y de acuerdo con cierta selección de los hechos que tenía siempre el aire de ser todos los hechos. Si levantaba de los libros los ojos cansados, o si de mis pensamientos desviaba hacia el mundo exterior mi perturbada atención, sólo una cosa veía yo, que me desmentía toda la utilidad de leer y pensar, que me arrancaba uno a uno todos los pétalos de la idea del esfuerzo: la infinita complejidad de las cosas, la inmensa suma (...), la prolija inaccesibilidad de los mismos pocos hechos que se podrían concebir como precisos para el planteamiento de una ciencia.
292
Al disgusto de no encontrar nada lo encuentro conmigo poco a poco. No he encontrado razón ni lógica sino a un escepticismo que ni siquiera busca una lógica para defenderse. En curarme de esto no he pensado —¿por qué había de curarme yo de esto? ¿Y qué es estar sano? ¿Qué seguridad tenía yo de que ese estado de alma debe pertenecer a la enfermedad? ¿Quién nos asegura que, de ser enfermedad, la enfermedad no era más deseable, o más lógica o más (...) que la salud? De ser la salud preferible, ¿por qué estaba yo enfermo sino por serlo naturalmente, y si naturalmente lo era, por qué ir contra la naturaleza, que para algún fin, si fines tiene, me quería con seguridad enfermo?
Nunca he encontrado argumentos sino para la inercia. Día tras día, más y más, se ha infiltrado en mí la conciencia sombría de mi inercia de abdicador. Buscar modos de inercia, resolverme a huir de todo esfuerzo respecto a mí, de toda responsabilidad social —he tallado en esta materia de (...) la estatua pensada de mi existencia.
He dejado lecturas, he abandonado casuales caprichos de este o aquel modo estético de la vida. De lo poco que leía, aprendí a extraer tan sólo elementos para el sueño. De lo poco que presenciaba, me apliqué a sacar tan sólo lo que se podía, en reflejo /distante/ y [...], prolongar más dentro de mí. /Me esforcé,/ porque todos mis pensamientos, todos los capítulos cotidianos de mi experiencia me proporcionasen tan sólo sensaciones. Le creé a mi vida una orientación estética. Y orienté esa estética para que fuese puramente individual. La hice mía tan sólo.
Me apliqué después, en el transcurso buscado de mi hedonismo interior, a hurtarme a las sensibilidades sociales. Lentamente me acoracé contra el sentimiento del ridículo. Me enseñé a ser insensible ya a las llamadas de los instintos, ya a las solicitaciones (...)
Reduje al mínimo mi contacto con los demás. Hice cuanto pude por perder toda inclinación hacia la vida, (...) Del propio deseo de la gloria me despojé lentamente, como quien lleno de cansancio se desnuda para reposar.
293
Del estudio de la metafísica, (...) pasé a las ocupaciones del espíritu más violentas para el equilibrio de los nervios. Gasté aterrorizadas noches inclinado sobre volúmenes de místicos y de cabalistas, que nunca tenía paciencia para leer del todo de otra manera que intermitentemente trémulo y (...)
Los ritos y las razones de los Rosacruces, la simbología (...) de la Cabala y de los Templarios (...) —sufrí durante mucho tiempo la cercanía de todo eso. Y llenaron la fiebre de mis días especulaciones venenosas, de la razón demoníaca de la metafísica —la magia (...) la alquimia— y extraje un falso estímulo vital de sensación dolorosa y presciente de estar siempre como al borde de saber un misterio supremo. Me perdí por los sistemas secundarios, excitados, de la metafísica, sistemas llenos de analogías perturbadoras, de trampas para la lucidez, que disponen paisajes misteriosos donde reflejos de lo sobrenatural despiertan misterios en los contornos.
Envejecí por las sensaciones... Me gasté disfrutando de los pensamientos... Y mi vida pasó a ser una fiebre metafísica, siempre descubriendo sentidos ocultos en las cosas, jugando con el fuego de las analogías misteriosas, procrastinando la lucidez integral, la síntesis normal para [...]se.
Caí en una compleja indisciplina cerebral, llena de indiferencias. ¿Dónde me refugié? Tengo la impresión de que no me refugié en ninguna parte. Me abandoné pero no sé a qué.
Concentré y limité mis deseos, para poder elaborarlos mejor. Para llegar al infinito, y creo que se puede llegar allí, es preciso que tengamos un puerto, uno sólo, firme, y partir de él hacia lo Indefinido.
Hoy soy ascético en mi religión de mí mismo. Una jícara de café, un cigarro y mis sueños substituyen bien al universo y a sus estrellas, al trabajo, al amor, hasta a la belleza y a la gloria. Casi no tengo necesidad de estímulos. Opio tengo yo en el alma.
¿Qué sueños tengo? No lo sé. Me he esforzado en llegar a un punto donde no sepa ya en qué pienso, en qué sueño, qué visiones tengo. Me parece que sueño cada vez desde más lejos, que cada vez sueño más lo vago, lo impreciso, lo no susceptible de visiones.
No tengo teorías respecto a la vida. Si es buena o mala, no lo sé, no lo pienso. A mis ojos es dura y triste, con sueños deliciosos por medio. ¿Qué me importa lo que es para los demás?
La vida de los demás sólo me sirve para vivirle a cada uno la vida que me parece que les conviene en mi sueño.
294
No sé qué vaga caricia, tanto más suave cuanto no es caricia, la brisa incierta de la tarde me trae a la frente y a la comprensión. Sé sólo que el tedio que sufro se me ajusta mejor, durante un momento, como una veste que dejase de tocar una llaga.
¡Pobre de la sensibilidad que depende de un pequeño movimiento del arte para la consecución, aunque episódica, de su tranquilidad! Pero así es toda sensibilidad humana, y yo no creo que pese más en la balanza de los seres el dinero súbitamente ganado, o la sonrisa súbitamente recibida, que son para otros lo que para mí ha sido, en este momento, el paso breve de una brisa sin continuación.
Puedo pensar en dormir. Puedo soñar en soñar. Veo más claro la objetividad de todo. Uso con más comodidad el sentimiento exterior de la vida. Y todo esto, efectivamente, porque, al llegar casi a la esquina, un cambio en el aire de la brisa me alegra la superficie de la piel.
Todo cuanto amamos o perdemos —cosas, seres, significaciones— nos roza la piel y así nos llega al alma, y el episodio no es, en Dios, más que la brisa que no me ha traído nada salvo el alivio supuesto, el momento propicio y el poder perderlo todo espléndidamente.
23-4-1930.
295
No sé cuántos habrán contemplado con la mirada que merece una calle desierta con gente en ella. Ya esta manera de decir parece querer decir cualquier otra cosa, y efectivamente la quiere decir. Una calle desierta no es una calle por la que no pasa nadie, sino una calle donde los que pasan, pasan por ella como si estuviese desierta. No hay dificultad en comprender esto una vez se haya visto: una cebra es imposible para quien no conozca más que un burro.
Las sensaciones se ajustan, dentro de nosotros, a ciertos grados y tipos de comprensión de ellas. Hay maneras de entender que tienen maneras de ser entendidas.
Hay días en que sube en mí, como de la tierra ajena a la cabeza propia, un tedio, un disgusto de vivir que sólo no me parece insoportable porque en realidad lo soporto. Es un estrangulamiento de la vida en mí mismo, un deseo de ser otra persona en todos los poros, una breve noticia del final.
(¿1932?)
296
lo que tengo sobre todo es cansancio, y ese desasosiego que es gemelo del cansancio cuando éste no tiene otra razón de ser sino el estar siendo. Tengo un recelo íntimo de los gestos a esbozar, una timidez intelectual de las palabras a decir. Todo me parece anticipadamente frustrado.
El insoportable tedio de todas estas caras, estúpidas de inteligencia o de falta de ella, grotescas hasta la náusea por felices o desgraciadas, horrorosas porque existen, marea separada de las cosas vivas que son ajenas a mí...
(¿1932?)
297
Somos muerte. Esto, que consideramos vida, es el sueño de la vida real, la muerte de lo que verdaderamente somos. Los muertos nacen, no mueren. Están trocados, para nosotros, los mundos. Cuando creemos que vivimos, estamos muertos; vamos a vivir cuando estamos moribundos.
Esa relación que hay entre el sueño y la vida es la misma que hay entre lo que llamamos vida y lo que llamamos muerte. Estamos durmiendo, y esta vida es un sueño, no en un sentido metafórico o poético, sino en un sentido verdadero.
Todo aquello que en nuestras actividades consideramos superior, todo eso participa de la muerte, todo eso es muerte. ¿Qué es el ideal sino la confesión de que la vida no sirve? ¿Qué es el arte sino la negación de la vida? Una estatua es un cuerpo muerto, tallado para fijar a la muerte, en materia de incorrupción. El mismo placer, que tanto parece una inmersión en la vida, es antes una inmersión en nosotros mismos, una destrucción de las relaciones entre nosotros y la vida, una sombra agitada de la muerte.
El propio vivir es morir, porque no tenemos un día más en nuestra vida que no tengamos, con eso, un día menos en ella.
Poblamos sueños, somos sombras que yerran a través de florestas imposibles, en que los árboles son casas, costumbres, ideas, ideales y filosofías.
¡Nunca encontrar a Dios, nunca saber, siquiera, si Dios existe! Pasar de mundo a mundo, de encarnación a encarnación, siempre con la ilusión que halaga, siempre en el error que acaricia.
¡La verdad nunca, la parada nunca! ¡La unión con Dios, nunca! ¡Nunca enteramente en paz sino siempre un poco de ella, siempre el deseo de ella!
298
...Y yo, que odio la vida con timidez, temo a la muerte con fascinación. Tengo miedo de esa nada que puede ser otra cosa, y tengo miedo de ella simultáneamente como nada y como otra cosa cualquiera, como si en ella se pudiesen reunir lo nulo y lo horrible, como si en el ataúd me encerrasen la respiración eterna de un alma corpórea, como si allí triturasen, a fuerza de clausura, lo inmortal. La idea del infierno, que sólo un alma satánica podría haber inventado, me parece derivarse de una confusión de esta suerte —ser la mezcla de dos miedos diferentes, que se contradicen e inficionan.
(Posterior a 1923.)
299
Lleve yo al menos, para la inmensidad posible del abismo de todo, la gloria de mi desilusión como si fuese la de un gran sueño, el esplendor de no creer como un pendón de derrota —pendón sin embargo en las manos débiles, pero pendón arrastrado por el barro y la sangre de los débiles... pero alzado en alto, al sumirnos en las arenas movedizas, nadie sabe si como protesta, si como desafío, si como gesto de desesperación... Nadie sabe, porque nadie sabe nada, y las arenas engolfan a los que tienen pendones como a los que no los tienen...
Y las arenas lo cubren todo, mi vida, mi prosa, mi eternidad.
Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.
300
Son siempre cataclismos del cosmos las grandes angustias de nuestra alma. Cuando nos llegan, en torno a nosotros se extravía el sol y se perturban las estrellas. En toda alma que siente llega el día en que el Destino representa en ella un apocalipsis de angustia —un volcarse de los cielos y de los mundos sobre su desconsuelo.
Sentirse superior y verse tratado por el Destino como inferior a los ínfimos —quién puede vanagloriarse de ser hombre en tal situación.
Si un día pudiese yo adquirir un rasgo tan grande de expresión que concentrase todo el arte en mí, escribiría una apoteosis del sueño. No sé de un placer mayor en toda mi vida que el placer de dormir. El apagamiento integral de la vida y del alma, el alejamiento completo de todo cuanto es seres y gente, el no tener pasado ni futuro (...)
301
Mi orgullo lapidado por ciegos y mi desilusión pisada por mendigos.
302
Existe un cansancio de la inteligencia abstracta y es el más horroroso de los cansancios. No pesa como el cansancio del cuerpo, ni inquieta como el cansancio de la emoción. Es un peso de la conciencia del mundo, un no poder respirar con el alma.
Entonces, como si el viento en ellas diese, y fuesen nubes, todas las ideas en que hemos sentido la vida, todas las ambiciones y designios en que hemos fundado la esperanza en su continuación, se rasgan, se abren, se alejan convertidas en cenizas de nieblas, harapos de lo que no ha sido ni podrá ser. Y tras de la derrota surge pura la soledad negra e implacable del cielo desierto y estrellado. El misterio de la vida nos duele y nos empavorecemos de muchas maneras. Unas veces viene sobre nosotros como un fantasma sin forma, y el alma tiembla con el peor de los miedos —el de la encarnación disforme del no ser—. Otras veces está detrás de nosotros, visible sólo cuando nos volvemos para ver, y es la verdad toda en su horror profundísimo de que la desconozcamos.
Pero este horror que hoy me anula, es menos /noble y más roedor/. Es un deseo de no querer tener pensamiento, un deseo de nunca haber sido nada, una desesperación consciente de todas las células del cuerpo y del alma. Es el sentimiento súbito de estar enclaustrado en una celda infinita. ¿Hacia dónde pensar en huir, si sólo la celda es el Todo?
Y entonces me asalta el deseo desbordante, absurdo, de una especie de satanismo que ha precedido a Satán, de que un día —un día sin tiempo ni substancia— se encuentre una fuga hacia fuera de Dios y lo más profundo de nosotros deje, no sé cómo, de formar parte del ser o del no ser.
23-3-1930.
303
Tengo por una intuición que para las criaturas como yo ninguna circunstancia material puede ser propicia, ningún caso de la vida tener una solución favorable. Si ya por estas razones me aparto de la vida, ésta contribuye también a que yo me aparte. Esas sumas de hechos que, para los hombres vulgares, inevitabilizarían el éxito, tienen, cuando a mí se refieren, otro resultado cualquiera, inesperado y adverso.
Me nace, a veces, de esta constatación una impresión dolorosa de enemistad divina. Me parece que sólo por una disposición consciente de los hechos, de modo que me resulten maléficos, la /serie de desastres/ que define a mi vida podría haberme acontecido. Resulta de todo esto que, para mi esfuerzo, yo no intento nada demasiadamente. La suerte, si quiere, que venga a estar conmigo. Sé de sobra que mi mayor esfuerzo no logra la consecución que en otros tendría. Por eso me abandono a la suerte, sin esperar mucho de ella. ¿Para qué? Mi estoicismo es una necesidad orgánica. Necesito acorazarme contra la vida. Como todo estoicismo no pasa de ser un epicureismo severo, deseo, cuanto es posible, hacer que mi desgracia me divierta. No sé hasta qué punto lo consigo. No sé hasta qué punto consigo algo. No sé hasta qué punto se puede conseguir algo...
Donde otro vencería, no por su esfuerzo, sino por una inevitabilidad de las cosas, yo, ni por esa inevitabilidad, ni por ese esfuerzo, venzo o vencería.
Quizás he nacido espiritualmente un día corto de invierno. La noche ha llegado pronto a mi ser. Sólo en frustración y abandono puedo realizar mi vida.
En el fondo, nada de esto es estoico. Es tan sólo en las palabras donde está la nobleza de mi sufrimiento. Me quejo como un niño enfermo. Me amohíno como un ama de casa. Mi vida es enteramente fútil y enteramente triste.
304
Las cosas claras consuelan, y las cosas al sol consuelan. Ver pasar a la vida bajo un día azul me compensa de muchas cosas. Olvido indefinidamente, olvido más de lo que podía recordar. Mi corazón translúcido y aéreo se penetra de la suficiencia de las cosas, y me basta mirar cariñosamente. Nunca he sido yo otra cosa que una visión incorpórea, desnuda de toda el alma salvo un vago aire que pasó y veía.
305
Todo cuanto es acción, sea la guerra o el raciocinio, es falso; y todo cuanto es abdicación es falso también.
¡Ojalá pudiese yo saber cómo no hacer ni abdicar de hacer! Sería ésa la Corona-de-sueño de mi gloria, el Cetro-de-silencio de mi grandeza.
Yo, ni siquiera sufro. Mi desdén por todo es tan grande que me desdeño a mí mismo; que, como desprecio los sufrimientos ajenos, desprecio también los míos y así aplasto bajo mi desdén a mi propio sufrimiento.
/Ah/ pero así sufro más... Porque dar valor al propio sufrimiento le pone el oro [¿ideal?] del orgullo. Sufrir mucho puede producir la ilusión de ser el Elegido del Dolor. Así (...)


24 feb 2011

El Cómo se leer (o los derechos imprescriptibles del lector)

El derecho a no leer

Como toda enumeración de derechos que se precie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo -en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa.
Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucho mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión.
Pero lo más importante es otra cosa.
Estamos rodeados de cantidad de personas totalmente respetables, a veces tituladas, e incluso «eminentes» .,-algunas de las cuales poseen bibliotecas muy interesantes-, pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer (pero eso equivale a lo mismo, es que ese aparte las colma o las obnubila), sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. (Por lo menos no nos piden en cualquier momento nuestra opinión sobre el último libro que hemos leído, nos evitan sus reservas irónicas sobre nuestro novelista favorito y no nos consideran unos retrasados por no habernos precipitado sobre el último Tal, que acaba de salir en la editorial Cual y del que el crítico Enterado ha hecho los mayores elogios.) Son tan «humanas» como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas de los "derechos del Hombre» y entregadas a respetarlo en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerla.
La idea de que la lectura «humaniza al hombre» es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más «humano», y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos «fiera»), después de haber leído a Chéjov que antes.
Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la «moralidad» de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, el bruto seremos nosotros, por muy «lector» que seamos. Y bien sabe Dios que brutos de este tipo no faltan en el mundo.
En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer.
En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciados en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la «nece­sidad de los libros». Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por ella.
Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros..., incluso de aquellos de los que se puede prescindir.
2
El derecho a saltarse las páginas

Leí Guerra y paz por primera vez a los doce o trece años (más bien trece, estaba en quinto y nada adelantado). Desde el comienzo de las vacaciones, las de verano, veía a mi hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) enfrascado en una enorme novela, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace muchísimo tiempo ha perdido la noción de su tierra natal.
-¿Es muy bueno?
-¡Formidable!
-¿Qué explica?
- La historia de una chica que quiere a un tipo y se casa con un tercero.
.Mi hermano siempre ha poseído el don de los resúmenes. Si los editores lo contrataran para redactar sus «contraportadas» (esas patéticas exhortaciones a leer que aparecen en el dorso de los libros), nos ahorraría muchísimos camelos.
-¿Me lo prestas?
- Te lo doy.
Yo estudiaba interno, era un regalo inestimable. Dos grandes tomos que me mantendrían en calor durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano no era completamente idiota (y tampoco lo es ahora) y sabía perfectamente que Guerra y paz no podía ser reducida a una historia de amor, por bien montada que estuviera. Sólo que conocía mi predilección por las pasiones sentimentales, y sabía excitar mi curiosidad con la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un «pedagogo», en mi opinión.) Creo que' fue el misterio aritmético de su frase lo que me hizo cambiar temporalmente mis Bibliotheque verte, rouge et or, y demás Signes de piste para arrojarme a esa novela. «Una chica que quiere a un tipo y que se casa con un tercero»..., no veo cómo habría podido resistirme. En realidad, no me sentí decepcionado, aunque se hubiera equivocado en su cálculo. En la práctica, éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, aquel golfo de Anatole (pero ¿podía llamarse a aquello amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía ninguna posibilidad, tuve que «identificarme» con los demás. (Pero no con Anatole, ¡un auténtico cerdo!)
Lectura mucho más deliciosa en la medida en que se desarrolló de noche, a la luz de una linterna de bolsillo, y debajo de mis mantas plantadas como una tienda en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y demás patanes. La tienda del vigilante donde crepitaba la lamparilla estaba muy cerca, pero daba igual, en amor siempre es el todo por el todo. Todavía siento el grosor y el peso de aquellos volúmenes en mis manos. Era la versión de bolsillo, con la bonita cara de Audrey Hepburn que miraba a un principesco Mel Ferrer con los pesados párpados de rapaz enamorado. Me salté tres cuartas partes del libro para interesarme únicamente por el corazón de Natacha. Me compadecí de Anatole, de todos modos, cuando le amputaron la pierna, maldije al estúpido del príncipe Andrés por quedarse de pie delante de aquella bala de cañón, en la batalla de Borodino... «<Pero échate, por Dios, échate al suelo, va a estallar, no puedes hacerle esto, ¡ella te ama!»)... Me interesé por el amor y por las batallas y me salté los asuntos de política y de estrategia... Como las teorías de Clausewitz quedaban muy por encima de mis entendederas, lo confieso, me salté las teorías de Clausewitz... Seguí muy de cerca los sinsabores conyugales de Pedro Bezujov y su mujer Helena «antipática», Helena, la encontraba realmente «antipática»...) y dejé a solas a Tolstoi disertando sobre los problemas agrarios de la Rusia eterna.
Me salté páginas, vaya. y todos los chiquillos deberían hacer lo mismo.
Mediante ello podrían regalarse muy pronto con casi todas las maravillas consideradas inaccesibles para su edad.
Si tienen ganas de leer Moby Dick pero se desaniman ante las disquisiciones de Melville sobre el material y las técnicas de la caza de la ballena, no es preciso que renuncien a su lectura sino que se las salten, que salten por encima de esas páginas y persigan a Achab sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él persigue su blanca razón de vivir y de morir! Si quieren conocer a Iván, Dimitri, Aliocha Karamazov y su increíble padre, que abran y que lean Los hermanos Karamazov, es para ellos, aunque tengan que saltarse el testamento del starets Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor.
Un gran peligro les acecha si no deciden por sí mismos lo que está a su alcance saltándose las páginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apoderarán de las 150 grandes tijeras de la imbecilidad y cortarán todo lo que consideren demasiado «difícil» para ellos. Eso da unos resultados terribles. Moby Dick o Los miserables reducidos a unos resúmenes de 150 páginas, mutilados, destrozados, desmedrados, momifícados, ¡reescritos para ellos en una lengua famélica que se supone que es la suya! Algo así como si yo me pusiera a dibujar de nuevo Guernica bajo el pretexto de que Picasso metió allí demasiados brochazos para un ojo de doce o trece años.
y luego, incluso cuando somos «mayores», y aunque nos repugne confesarlo, también nos seguimos «saltando páginas», por unas razones que sólo nos conciernen a nosotros y al libro que leemos. También puede ser que nos lo prohibamos por completo, que leamos todo hasta la última palabra, estimando que aquí el autor se extiende demasiado, que aquí se permite un solo de flauta pasablemente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la idiotez. Digamos lo que digamos, este testarudo aburrimiento que entonces nos imponemos no corresponde al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.
3
El derecho a no terminar un libro

Hay treinta y seis mil motivos para abandonar una novela antes del final: la sensación de ya leída, una historia que no nos engancha, nuestra desaprobación total a las tesis del autor, un estilo que nos pone los pelos de punta, o por el contrario una ausencia de escritura que no es compensada por ninguna razón de seguir adelante... Inútil enumerar las 35.995 restantes, entre las cuales hay que colocar sin embargo la caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de oficina o un seísmo amoroso que petrifica nuestra cabeza.
¿El libro se nos cae de las manos?
Que se caiga.
Al fin y al cabo no todo el mundo puede ser Montesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una hora de lectura.
Sin embargo, entre todas las razones que tenemos para abandonar una lectura, hay una que merece cierta reflexión: el vago sentimiento de una derrota. He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme sumergido por algo que notaba más fuerte que yo. He concentrado mis neuronas, me he peleado con el texto, pero imposible, por más que tenga la sensación de que lo que está escrito allí merece ser leído, no entiendo nada -o tan poco que es igual a nada-, noto una «extrañeza» que me resulta impenetrable.
Lo dejo estar.
O, mejor dicho, lo dejo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con la vaga intención de insistir algún día. El Petersburgo de Andrei Biely, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, me han esperado durante años. Hay otros que me siguen esperando, algunos de los cuales probablemente no recuperaré jamás. No es un drama, así es la vida. La noción de «madurez» es algo extraño en materia de lectura. Hasta una determinada edad, no tenemos edad para determinadas lecturas, de acuerdo. Pero, contrariamente a las buenas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y so­mos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos suficientemente «maduros» para leerlos, los abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se produce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está claro que no es culpa de Thomas Mann que yo no haya podido, hasta ahora, alcanzar la cumbre de su Montaña mágica.
La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que otra..., existe entre ella -por grande que sea- y nosotros -por aptos para «entenderla» que nos estimemos- una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda nuestra vida extraños a la de Musil...
Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que albergamos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del lado de la noción muy controvertida de gusto e intentar establecer el mapa de los nuestros.
Es prudente recomendar a nuestros hijos esta segunda solución.
y más aún cuando puede ofrecer un placer excepcional: releer entendiendo al fin por qué no nos gusta. Y otro placer excepcional: escuchar sin emoción al pedante de turno berrearnos al oído:
- Pero ¿cóoooomo es posible que no le guste Stendhaaaaal?
Es posible.
4
El derecho a releer

Releer lo que me había ahuyentado una primera vez, releer sin saltarme un párrafo, releer desde otro ángulo, releer por comprobación, sí... nos concedemos todos estos derechos.
Pero sobre todo releemos gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad.
«Más, más», decía el niño que fuimos... Nuestras relecturas de adultos participan de ese deseo: encantamos con lo que permanece, y encontrarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbramientos.

5
El derecho a leer cualquier cosa

A propósito del «gusto», algunos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran delante del archiclásico tema de redacción: «¿Se puede hablar de buenas y de malas novelas?» Como bajo su apariencia de «yo no hago concesiones», son más bien amables, en lugar de abordar el aspecto literario del problema, lo tratan desde un punto de vista ético y sólo consideran la cuestión desde el ángulo de las libertades. De resultas, el conjunto de sus trabajos podría resumirse con esta fórmula: «¡No, no, uno tiene derecho a escribir lo que quiera, y todos los gustos de los lectores son naturales, faltaría más!» Sí..., sí, sí..., posición totalmente honorable.
Que no impide que haya buenas y malas novelas. Se pueden citar nombres, se pueden dar pruebas.
Para ser breve, vayamos al grano: digamos que existe lo que llamaré una «literatura industrial» que se contenta con reproducir hasta la saciedad los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos a granel, comercia con buenos sentimientos y sensaciones fuertes, se lanza sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para parir una ficción de circunstancias, se entrega a «estudios de mercado» para vender, según la «coyuntura», tal o cual tipo de «producto» que se supone excita a tal o cual categoría de lectores.
Sin lugar a dudas, malas novelas.
¿Por qué? Porque no dependen de la creación sino de la reproducción de «formas» preestablecidas, porque son una empresa de simplificación (es decir, de mentira), cuando la novela es arte de la verdad (es decir, de complejidad), porque al apelar a nuestro automatismo adormecen nuestra curiosidad, y finalmente, y sobre todo, porque el autor no se encuentra en ellas, así como tampoco la realidad que pretende describimos.
En suma, una literatura del «pret a disfrutan>, hecha en moldes y que querría meternos en un molde.
No creamos que estas idioteces son un fenómeno reciente, vinculado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor no es cosa de ayer. Por citar únicamente dos ejemplos, tanto la novela de caballerías como, mucho tiempo después, el romanticismo se empantanaron ahí. Y como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura desviada nos dio dos de las más hermosas novelas del mundo: Don Quijote y Madame Bovary.
Así pues, hay «buenas» y «malas» novelas.
Las más de las veces comenzamos a tropezarnos en nuestro camino con las segundas.
Y, caramba, tengo la sensación de haberlo pasado «formidablemente bien» cuando me tocó pasar por ellas. Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, ni pusieron los ojos en blanco, ni me trataron de cretino. Se limitaron a colocar a mi paso algunas «buenas» novelas cuidándose muy bien de prohibirme las demás.

A eso lo llamo sabiduría.
Durante cierto tiempo, leemos indiscriminadamente las buenas y las malas, de la misma manera que no renunciamos de la noche a la mañana a nuestras lecturas infantiles. Todo se mezcla. Salimos de Guerra y paz para volver a sumergirnos en la Bibliotheque verte. Pasamos de la colección Harlequin (historias de médicos guapos y de enfermeras entregadas) a Borís Pasternak y su Doctor Zhivago..., un médico guapo también y Lara, ¡una enfermera de lo más entregada!
y después, cierto día, vence Pastemak. Sin damos cuenta, nuestros deseos nos llevan a la frecuentación de los «buenos». Buscamos escritores, buscamos escrituras; se acabaron los meros compañeros de juego, reclamamos camaradas del alma. La mera anécdota ya no nos basta. Ha llegado el momento de que pidamos a la novela algo más que la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones.
Una de las grandes alegrías del «pedagogo» es -siempre que esté autorizada cualquier lectura- ver cómo un alumno cierra por su cuenta de un portazo la puerta de la fábrica Best-seller para subir a respirar la casa del amigo Balzac.
6
El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual)

Eso es, grosso modo, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco.
Es nuestro primer estado colectivo de lector. Delicioso.
Pero bastante pavoroso para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a agitar un «buen título» bajo las narices del joven bovariano, gritando:
-Bueno, supongo que Maupassant es «mejor, ¿no? Calma..., no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos -por verdaderos que fueran- deseados por Flaubert.
En otras palabras, no porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose un cucharón de arsénico.
Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas significa separamos de ella renegando de nuestra propia adolescencia. Y también privarla del placer incomparable de desalojar mañana, y por sí misma, los estereotipos que, hoy, parecen arrojarla fuera de ella.
Es de sabios reconciliarnos con nuestra adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como enfermedad mortal.
De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores, y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más «estúpidas». Desempeñan un papel inestimable: conmovernos de lo que fuimos riéndonos de lo que nos conmovía. No hay duda de que los muchachos y las muchachas que comparten nuestra vida ganan con ello en respeto y en ternura.
y luego decirse también que el bovarismo es -junto con algunas más- la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan pronto como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces.
Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es el otro.
Emma debía de compartir esta convicción.

7
El derecho a leer en cualquier lugar

Chalons-sur-Marne, invierno de 1971. Cuartel de la Academia de Artillería.
En el reparto matutino de faenas, el soldado de segunda clase Fulano (Matrícula 14672/1, perfectamente conocido por nuestros servicios) se presenta sistemáticamente como voluntario para la faena menos solicitada, la más ingrata, distribuida casi siempre a título de castigo y que atenta a la más alta honorabilidad: la legendaria, la infamante, la innombrable faena de letrinas.
Todas las mañanas.
Con la misma sonrisa. (Interior.) -¿Faena de letrinas?
Adelanta un paso:
-¡Fulano!
Con la gravedad última que precede al asalto, empuña la escoba de la que cuelga la bayeta, como si se tratara del banderín de la compañía, y desaparece, con gran alivio de la tropa. Es un (valiente: nadie le sigue. El ejército entero sigue emboscado en la trinchera de las faenas honorables.
Pasan las horas. Le creen perdido. Casi se han olvidado de él. Se olvidan. Reaparece, sin embargo, al final de la mañana, cuadrándose para el parte al brigada de la compañía: «¡Letrinas impecables, mi brigada!» El brigada recupera bayeta y escoba con una honda interrogación en los ojos que jamás llega a formular. (Obligado por el respeto humano.) El soldado saluda, media vuelta, se retira, llevándose consigo su secreto.
El secreto tiene un peso considerable dentro del bolsillo derecho de su traje de faena: 1.900 páginas del volumen que la Pléyade dedica a las obras completas de Nicolás Gógol. Un cuarto de hora de bayeta a cambio de una mañana de Gógol... Cada mañana durante los dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los retretes cerrada con siete llaves, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo Gógol! De las nostálgicas Veladas de Ucrania a los desternillantes Cuentos petersburgueses, pasando por el terrible Tarás Bulba, y el negro sarcasmo de Las almas muertas, sin olvidar el teatro y la correspondencia de Gógol, ese increíble Tartufo.
Porque Gógol es un Tartufo que hubiera inventado a Moliere -cosa que el soldado Fulano jamás habría entendido de haber dejado esta faena para los demás.
Al ejército le gusta conmemorar los hechos de armas.
De éste, sólo quedan dos alejandrinos, grabados en la parte superior de una cisterna, y que se cuentan entre los más suntuosos de la poesía francesa:

Oui je peux sans mentir, assieds-toi, pédagogue, Affirmer avoir lu tout mon Gogol aux gogues.1

(Por su parte, el viejo Clemenceau, «el Tigre», también él un famoso soldado, daba gracias a un estreñimiento crónico, sin el cual, afirmaba, jamás habría tenido la dicha de leer las Memorias de Saint-Simon.)
8
El derecho a hojear

Yo hojeo, nosotros hojeamos, dejémosles hojear. Es la autorización que nos concedemos para coger cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo por cualquier lugar y sumirnos en él un momento porque sólo disponemos precisamente de ese momento. Algunos libros se prestan mejor que otros a ser hojeados, por componerse de textos breves y separados: las obras completas de Alphonse Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, los Papiers collés de Georges Perros, aquel buen viejo de La Rochefoucauld, y la mayoría de los poetas...
Dicho eso, se puede abrir a Proust, a Shakespeare o la Correspondencia de Raymond Chandler por cualquier parte, hojear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de sentirse decepcionado.
Cuando no se dispone ni del tiempo ni de los medios para regalarse con una semana en Venecia, ¿por qué negarse el derecho a pasar allí cinco minutos?

9
El derecho a leer en voz alta

Yo le pregunto:
-¿Te leían historias en voz alta cuando eras pequeña?
Ella me contesta:
-Jamás. Mi padre viajaba con mucha frecuencia y mi madre estaba demasiado ocupada.
Yo le pregunto:
- Entonces, ¿de dónde te viene este gusto por la lectura en voz alta?
Ella me contesta:
- De la escuela.
Contento de oír que alguien reconoce un mérito a la escuela, exclamo, lleno de alegría:
-¡Ah! ¿Lo ves?
Ella me dice:
- En absoluto. En la escuela nos prohibían la lectura en voz alta. La lectura silenciosa ya era el credo de la época. Directo del ojo al cerebro. Trascripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con un test de comprensión cada diez líneas. ¡La religión del análisis y del comentario desde el primer momento! ¡La mayoría de los chavales se cagaban de miedo, y sólo era el principio! Todas mis respuestas eran exactas, por si quieres saberlo, pero, de vuelta en casa, lo releía todo en voz alta.
-¿Por qué?
- Para maravillarme. Las palabras pronunciadas comenzaban a existir fuera de mí, vivían realmente. Y, además, me parecía que era un acto de amor. Que era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas. Acostaba mis muñecas en mi cama, en mi sitio, y yo les leía. A veces me dormía a sus pies, sobre la alfombra.
La escucho..., la escucho, y me parece Thomas, borracho como la desesperación, poemas con su voz catedralicia...
La escucho y me parece ver al viejo Dickens, al enjuto y pálido Dickens, muy cerca de la muerte, subir al escenario..., su gran público de iletrados repentinamente petrificado, silencioso hasta el punto) de que se oye abrir el libro..., Oliver Twist..., la muerte de Nancy..., ¡nos leerá la muerte de Nancy!...
La escucho y oigo a Kafka riéndose hasta llorar al leer La metamorfosis a Max Brod, que no está seguro de seguirle..., y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecer grandes fragmentos de su Prankenstein a Percy y a los compañeros hechizados.
La escucho, y aparece Martin du Gard leyendo a Gide sus Thibault..., pero Gide no parece oírle..., están sentados al borde de un río... Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide no está allí..., los ojos de Gide se dirigen a la lejanía, donde dos adolescentes se zambullen..., una perfección que el agua viste de luz... Martin du Gard está furioso..., pero no, ha leído bien..., y Gide lo ha entendido todo... y Gide le dice todo lo bueno que piensa de sus páginas..., pero, de todos modos, quizá convendría modificar esto y aquello, aquí y allí...
y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta... Dostoievski, sin aliento, después de haber aullado su requisitoria contra Raskolnikov (o Dimitri Karamazov, ya no sé)... Dostoievski preguntando a Anna Grigorievna, la esposa estenógrafa: «¿Qué? ¿Cuál es tu opinión? ¿Eh? ¿Eh?»
ANNA: ¡Culpable!
y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa...: «¿Qué? ¿Qué?»
ANNA: ¡Inocente!

Sí...

¡Extraña desaparición la de la lectura en voz alta. ¿Qué habría pensado de esto Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿ Ya no tenemos derecho a meternos las palabras en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su Bovary hasta. reventarse los tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de donde sacan todo su sentido? ¿Acaso no sabe como nadie, él, que pe­leó tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, que el sentido es algo que se pronuncia? ¿Cómo? ¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí, Rabelais! ¡A mí, Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos berreadores de sentido, aquí inmediatamente! ¡Venid a soplar en nuestros libros! ¡Nuestras pala­bras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida!
La verdad es que el silencio del texto es cómodo..., no se arriesga en él la muerte de Dickens, a quien sus médi­cos suplicaban que callara al fin sus novelas..., el texto y uno mismo..., todas esas palabras amordazadas en la acogedora cocina de nuestra inteligencia..., ¡cómo se siente alguien en esta silenciosa elaboración de nuestros comentarios!... y después, al juzgar el libro para nuestros adentros, no corremos el riesgo de ser juzgados por él... porque, a partir de que la voz se mezcla, el libro dice muchas cosas sobre su lector..., el libro lo dice todo.
El hombre que lee en viva voz se expone del todo. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una calamidad, y eso se nota. Si se niega a habitar su lectura, las palabras no pasan de letras muertas, y eso se siente. Si llena el texto con su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee en viva voz se expone absolutamente a los ojos que lo escuchan.
Si lee realmente, si pone en ello su saber controlando su placer, si su lectura es un acto de simpatía tanto para el auditorio como para el texto y su autor, si consigue hacer entender la necesidad de escribir despertando nuestras más oscuras necesidades de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la multitud de los que se creían excluidos de la lectura se precipita detrás de él.

10

El derecho a callarnos

El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupo porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. Esta lectura es para él una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra pero que ninguna otra compañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino pero teje una apretada red de connivencias que expresan la paradójica dicha de vivir a la vez que iluminan la absurdidad trágica de la vida. De manera que nuestras razo­nes para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad.
Los escasos adultos que me han dado de leer se han borrado siempre delante de los libros y se han cuidado mucho de preguntarme qué había entendido en ellos. A ésos, evidentemente, hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, yo les dedico estas páginas.

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