22 feb 2011

SUEÑOS



21 de noviembre. Sueño: el ministerio francés, cuatro hombres sentados a una mesa. Tiene lugar un consejo. Recuerdo al hombre sentado en la parte dere­cha, con un rostro chato y apretado en el perfil, color de piel amarillento, nariz recta y saliente (tan saliente a causa de su forma achatada) y unos bigotes fuertes, ne­gros oliváceos, que cubrían la boca como una bóveda.



Los sueños me invadían, yo yacía en la cama cansado y sin esperanza.



20 de noviembre. Sueño de un cuadro, supuesta­mente de Ingres. Las muchachas en el bosque refleja­das en miles de espejos o propiamente: las vírgenes, etc. Agrupadas y sostenidas en el aire de un modo si­milar al de los telones del teatro, a la derecha del cua­dro se hallaba un grupo muy unido, hacia la izquierda se sentaban o yacían sobre una rama enorme o sobre una cinta en el aire o flotaban por su propia fuerza en una cadena que ascendía lentamente hacia el cielo. Y ahora no sólo se reflejaban de frente ante los especta­dores, sino también de espaldas, por lo que se multi­plicaron y se fueron tornando confusas. Lo que el ojo perdió en detalles lo ganó en plenitud. Delante se ha­llaba una muchacha desnuda, apoyada en una sola pierna y con la cadera prominente, que no quedaba sometida a la influencia de los reflejos. Aquí había que admirar el arte de dibujar de Ingres. Encontré con agrado que la demasiada desnudez real también había dejado lugar para el sentido del tacto en la muchacha. A través de uno de los lugares que ocultaba surgía el centelleo de una luz amarillenta y pálida.



Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de sueños inquietos, comprobó que se había transforma­do en un insecto monstruoso en la cama. Yacía sobre su espalda dura y acorazada y veía, cuando levantaba la cabeza, su abdomen abovedado y dividido por durezas arqueadas, en cuya parte superior apenas podía mante­nerse la manta, presta a deslizarse hasta el suelo. Sus numerosas y, en comparación con su tamaño, finas pa­tas, vibraban desvalidas ante sus ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño.



Sueño por la mañana: estoy sentado al final de una mesa alargada en el jardín de un sanatorio, de tal manera que en el sueño sólo puedo ver mi espalda. Es un día nublado. Debo de haber salido de excursión y he llegado recientemente en un automóvil, que había seguido avanzando hasta la rampa. Van a servir la comida, veo venir a una de las empleadas con un paso ligero pero vacilante, es una muchacha joven y frágil, con un vestido del color de las hojas en otoño. Atra­viesa la sala de columnas que sirve como pórtico del sanatorio y baja al jardín. Todavía no sé qué es lo que quiere, pero me señalo con un gesto interrogativo para saber si realmente me busca a mí. Me trae una carta. Pienso que no puede tratarse de la carta que es­pero. Es una carta muy delgada, la letra también es delgada e insegura, completamente extraña. No obs­tante la abro. Encuentro una gran cantidad de hojas muy finas, todas enteramente escritas y con la misma extraña letra del sobre. Comienzo a leer, paso las hojas y me doy cuenta de que debe de ser una carta muy im­portante. Además, procede ostensiblemente de la her­mana más pequeña de F. Comienzo a leer con avidez, entonces el vecino de mi derecha mira la carta por en­cima de mi hombro, no sé si era un hombre o una mu­jer, probablemente era un niño. Yo grito: «¡No!» El grupo de gente sentado a mi alrededor empieza a tem­blar. Quizá he causado una desgracia. Intento discul­parme con algunas palabras rápidas para poder seguir leyendo enseguida. Me inclino de nuevo sobre mi car­ta, entonces despierto irremisiblemente, como si me hubiera despertado mi propio grito. Me obligo, plena­mente consciente y con violencia, a regresar al sueño. La situación se vuelve a reproducir y leo con rapidez dos o tres nebulosas líneas de la carta de las que no re­tengo nada, y el sueño se pierde definitivamente mientras sigo durmiendo».



Sueños: en Berlín, hacia su casa, la conciencia tranquila y feliz, todavía no estoy en su casa, pero ten­go la posibilidad de llegar sin problemas, seguro que llegaré. Contemplo las calles, en una casa blanca una inscripción, algo como «Las soberbias salas del norte» (leído ayer en el periódico), añadido en el sueño: «Ber­lín W » Le pregunto a un guardia viejo, afable y de na­riz roja, que esta vez está embutido en una especie de uniforme de servicio. Recibo una información excesi­vamente detallada, incluso me muestra una barandilla perteneciente a una pequeña zona verde en la lejanía a la que me podré sujetar para mi seguridad cuando pase por allí. Luego consejos sobre los tranvías, el suburba­no etc. No puedo seguir y pregunto aterrorizado, sa­biendo que infravaloro la distancia: «¿Estará a una me­dia hora?» Pero el anciano responde: «Yo estoy allí en seis minutos». ¡Alegría! Un hombre cualquiera, una sombra, un camarada me acompaña siempre, aunque no sé quién es. Literalmente no tengo tiempo para vol­verme, ni siquiera para mirar a mi lado.
Vivo en Berlín, en una pensión cualquiera, en la que aparentemente viven jóvenes judíos polacos. Es una habitación muy pequeña. Uno de ellos escribe ininterrumpidamente con una pequeña máquina de escribir, apenas gira la cabeza cuando alguien le solicita algo. No hallo ningún mapa de Berlín. Veo siempre un libro en las manos de uno que se parece a un plano, pero siempre resulta que contiene algo muy diferente, un registro de las escuelas de Berlín, una estadística fis­cal o algo similar. No lo quiero creer, pero me lo de­muestran sonriéndome sin lugar a dudas.



Sueño hace poco:
Viajaba con mi padre por Berlín con el tranvía. Lo característico de la gran ciudad quedaba representado por las innumerables barreras, que permanecían por regla general levantadas. Estaban pintadas a dos colo­res y al final pulimentadas hasta quedar romas. A no ser por ellas, todo estaba casi vacío, aunque la aglome­ración de las barreras era grande. Llegamos ante una puerta, bajamos sin sentirlo y la atravesamos. Detrás de la puerta se elevaba una pared enorme y empinada, que mi padre subió prácticamente danzando. Sus pier­nas ¡evitaban, tan ligero era. Había algo de desconside­ración en su absoluta falta de ayuda, pues yo avanzaba con mucho esfuerzo, a gatas, y a menudo resbalaba hacia abajo, como si la pared se hubiese tornado más empinada. También resultaba penoso que la pared es­tuviera cubierta de excrementos humanos, de tal modo que de mi pecho colgaban residuos de los mismos. Los miraba con el rostro inclinado y me los quitaba con la mano. Cuando finalmente llegué arriba, mi padre, que acababa de salir del interior de un edificio, se abalanzó sobre mi cuello, me abrazó y me besó. Llevaba una chaqueta emperador que, según mis recuerdos, cono­cía bastante bien. Estaba pasada de moda, era corta y el interior estaba acolchado como un sofá. «¡Este Dr. von Leyden! Es lo que se dice un hombre excepcional», ex­clamaba una y otra vez. No le había visitado como mé­dico, sino como a un hombre digno de ser conocido. Yo también tenía miedo de tener que visitarle, pero no me lo exigió. Detrás, a mi izquierda, vi a un hombre sentado en un despacho oficial rodeado de cristales transparentes que me daba la espalda. Resultó que ese hombre era el secretario del profesor y que mi padre realmente sólo había hablado con él, no con el profe­sor, pero de alguna manera, a través del secretario, ha­bía reconocido las excelencias del profesor como si hu­biera tratado con él, así que estaba autorizado a emitir un juicio sobre el profesor cono si le hubiera conocido personalmente.


Josef K soñó:
Era un día hermoso y K quería salir a pasear. Pero apenas había dado dos pasos, cuando ya se encontraba en el cementerio. Allí había dos caminos muy artificia­les, que se entrecruzaban de forma poco práctica, pero él se deslizó por ellos como por un torrente, con una actitud imperturbable y oscilante. Desde la lejanía per­cibió un túmulo reciente ante el que quería detenerse. Este túmulo ejercía sobre él una atracción poderosa y no creía ir lo suficientemente rápido. Algunas veces apenas veía el túmulo, pues quedaba oculto por bande­ras que se entrelazaban con fuerza. No se veía a sus por­tadores, pero era como si allí reinase un gran júbilo.
Mientras dirigía su vista hacia la lejanía, descubrió repentinamente el túmulo a su costado, en el camino, ya casi a su espalda. Saltó rápidamente al césped. Como el terreno bajo su pie de apoyo al saltar era desli­zante, se desequilibró y cayó precisamente ante el tú­mulo y de rodillas. Detrás de la tumba había dos hom­bres que sostenían una lápida en el aire. Apenas apareció K, arrojaron la lápida al suelo y él quedó como si lo hubieran emparedado. Un tercer hombre, al que K reconoció de inmediato como un artista, salió enseguida de un matorral. Vestía sólo unos pantalones y una camisa mal abotonada. En la cabeza llevaba un gorro de terciopelo y sostenía en la mano un lápiz co­mún con el que, al acercarse, trazó figuras en el aire.
Se colocó con el lápiz arriba, sobre la lápida. Como ésta era muy alta no tuvo que agacharse del todo, aunque sí inclinarse, pues el túmulo, que no quería pisar, le sepa­raba de la lápida. Permanecía, por consiguiente, sobre las puntas de los pies y se apoyaba con la mano izquierda en la superficie de la losa. Gracias a una hábil maniobra lo­gró trazar letras doradas con el lápiz común. Escribió: «Aquí descansa...» Cada letra apareció clara y bella, per­fecta y con oro puro. Cuando terminó de escribir las dos palabras, se volvió y miró a K, que esperaba ansioso la continuación de la escritura y apenas se preocupaba del hombre, ya que sólo mantenía fija su mirada en la lápida. El hombre, en efecto, se aprestó a seguir escribiendo, pero no podía, había algún impedimento. Bajó el lápiz y se volvió de nuevo hacia K que, ahora, se fijó en el pintor y advirtió que éste se encontraba en un estado de gran confusión, aunque no podía decir la causa. Toda su ani­mación previa había desaparecido. También K quedó por ello confuso. Intercambiaron miradas suplicantes. Había un malentendido que ninguno podía aclarar. Co­menzó a sonar de modo inoportuno la pequeña campa­na de la capilla perteneciente a la tumba, pero el artista hizo un ademán con la mano alzada y la campana se de­tuvo. Pasado un rato comenzó a sonar de nuevo, esta vez en un tono muy bajo y deteniéndose al instante sin nin­gún requerimiento. Era como si quisiera probar su soni­do. K estaba desconsolado por la situación del artista, comenzó a llorar y sollozó largo tiempo cubriéndose el rostro con las manos. El artista esperó hasta que K se hubo tranquilizado y entonces decidió, ya que no en­contraba otra salida, seguir escribiendo. La primera línea que trazó fue para K una salvación, aunque el artista la llevó a cabo con una gran resistencia. La escritura ya no era tan bella, sobre todo parecía faltar oro. La línea surgía pálida e insegura, la letra quedaba demasiado grande. Era una «J», estaba casi terminada, cuando el artista piso­teó furioso la tumba, de tal modo que la tierra invadió el aire. K le comprendió al fin. Para pedir perdón ya no ha­bía tiempo. Escarbó en la tierra, que apenas oponía resis­tencia, con los dedos. Todo parecía preparado. Sólo ha­bía una ligera capa para guardar las apariencias. Una vez retirada, apareció un gran agujero con paredes escarpa­das en el que K se hundió, puesto de espaldas por una suave corriente. Mientras él, con la cabeza todavía recta sobre la nuca, ya era recibido por la impenetrable pro­fundidad, su nombre era inscrito con poderosos orna­mentos en la piedra.
Fascinado por esta visión, despertó.



No puedo dormir. Sólo sueños, imposibilidad de dormir.



Sueño sagrado. Caminaba a lo largo de la Land­straße, no la veía, sólo advertía cómo se contoneaba al andar, cómo se levantaba su velo, cómo se alzaba su pie. Yo estaba sentado al borde de una roca y contem­plaba el agua del pequeño arroyo. Ella atravesó los pueblos; los niños permanecían ante las puertas. La miraban cuando llegaba a su encuentro y cuando se iba.

Sueño desgarrado. El capricho de un príncipe ante­rior dispuso que el mausoleo tuviera un vigilante di­rectamente ante el sarcófago. Hombres razonables se habían manifestado en contra, pero finalmente se concedió al príncipe, por lo demás bastante limitado, esta pequeñez. Un inválido de una guerra del siglo anterior, viudo y padre de tres hijos, que habían caí­do en la última guerra, se ofreció para ocupar el pues­to. Fue aceptado y un alto funcionario le acompañó hasta el mausoleo. Una mujer de la limpieza, cargada con cosas diversas destinadas al vigilante, les acompa­ñó. El inválido logró mantener el ritmo del alto fun­cionario, a pesar de su pata de palo, hasta la avenida que llevaba directamente al mausoleo. Pero entonces falló un poco, tosió ligeramente y comenzó a arras­trar la pierna. «Bien Friedrich», dijo el alto funciona­rio, que había avanzando un trecho más con la mujer de la limpieza y en ese momento miraba a su alrededor. «Se me desgarra la pierna -dijo el inválido e hizo una mueca-, sólo un momento de paciencia, suele pasar enseguida».



3 de febrero. Insomnio, prácticamente toda la noche. Plagado de sueños, como si hubieran sido gra­bados en mí, en un material repugnante.



9 de noviembre. Soñado anteayer: teatro ruidoso. Yo, una vez en la galería, otra en el escenario. Actuaba una muchacha que me había gustado hace unos meses, tensaba su cuerpo flexible como si se asiera aterrorizada a una butaca con el respaldo inclinado. Yo señalaba a la muchacha desde la galería, que interpretaba el papel de un varón. A mi acompañante no le gustaba. En uno de los actos los decorados eran tan enormes que no se po­día ver otra cosa, ni el escenario, ni la sala de espectado­res, ni la oscuridad, ni las candilejas. Más bien se puede decir que una gran cantidad de espectadores se hallaba en el escenario, que representaba el barrio de la ciudad antigua, probablemente visto desde la salida de la calle Niklas. Aunque desde ese ángulo no era posible ver la plaza ante el reloj del ayuntamiento y el pequeño dis­trito, era posible, sin embargo, con giros y lentos ba­lanceos del suelo del escenario, que, por ejemplo, el pa­lacio Kinsky se pudiera divisar desde el pequeño distri­to. No tenía otro objetivo que mostrar todo lo posible del decorado, ya que resultaba de una perfección tal que hubiera sido lamentable perderse algo del mismo. Yo era consciente de que se trataba del decorado más hermoso de toda la tierra y de todos los tiempos. La iluminación se hallaba matizada por nubes oscuras y otoñales. La luz del abatido sol brillaba dispersa en ésta o aquella policroma vidriera de la esquina sudoeste de la plaza. Como todo estaba ejecutado en su tamaño na­tural y sin desviarse lo más mínimo de la realidad, daba una impresión conmovedora que algunos de los ba­tientes de las ventanas se abrieran y cerraran a causa del aire sin que, por la gran altura de las casas, se pudiera oír el más mínimo ruido. La plaza tenía un fuerte decli­ve, el empedrado era casi negro. La iglesia «Tein» esta­ba en su lugar, pero ante ella se encontraba ahora un pequeño palacio, en cuyo antepatio se habían reunido con gran orden todos los monumentos que previa­mente habían estado situados en la plaza: las columnas de María, la antigua fuente frente al ayuntamiento, que ni yo mismo había visto, la fuente frente ala iglesia Niklas y una valla de tablas alzada alrededor del levan­tamiento del suelo para la estatua de Hus.
Se representaba -a menudo se olvida en la sala de espectadores que se representa sólo en el escenario y en esos bastidores- una fiesta imperial y una revolución. La revolución era tan grande, con masas populares en­viadas hacia adelante y hacia atrás, como probablemen­te no ha tenido lugar ninguna en Praga. Se había trasla­dado la revolución claramente a Praga sólo por los decorados, ya que pertenecía propiamente a París. De la fiesta no se veía nada al principio. La corte había salido a festejar algo, mientras tanto había estallado la revolu­ción y el pueblo había penetrado en el palacio. Yo mis­mo salía corriendo en ese instante al aire libre sobre los saledizos de las fuentes, en el antepatio. El regreso de la corte al interior del palacio era imposible. Entonces lle­garon las carrozas desde el callejón del Hierro, y a una velocidad tal que tuvieron que frenar ante la entrada al palacio. Las ruedas bloqueadas se arrastraron por el as­falto. Eran carrozas como las que se veían en las fiestas populares y en los desfiles. Portaban escenas vivientes, eran por lo tanto planas, rodeadas por una guirnalda de flores, y desde la plataforma caía alrededor un paño multicolor que ocultaba las ruedas. La gente se hizo más consciente del horror al apreciar lo que significaba su prisa. Fueron arrastrados casi inconscientes por los ca­ballos, que se encabritaron frente a la entrada, por la curva desde el callejón del Hierro hasta el palacio. Preci­samente en ese momento fluían por mi lado masas de personas hacia la plaza, la mayoría eran espectadores a los que conocía del callejón y que quizá acababan de lle­gar. Entre ellos se hallaba una muchacha conocida, aun­que no sé con certeza quién era. A su lado iba un hom­bre joven y elegante con un «úlster» amarillo oscuro y con cuadros pequeños, la mano derecha hundida en el bolsillo. Se dirigían hacia la calle Niklas. Desde ese mo­mento no pude ver nada más.



Soñado hace poco: vivíamos en el «Graben», cerca del Café Continental. Por la calle Herren torcía un regi­miento en dirección a la estación. Mi padre: «Algo así hay que verlo mientras se tenga la posibilidad.» Se aupó en la ventana (con la bata de Félix, toda la figura era una mezcla de ambos) y cayó con los brazos extendidos en el amplio y casi desmoronado antepecho de la ventana. Logré agarrarle y le sostuve por las dos cadenillas con las que queda ajustado el cinturón de la bata. Se inclinó más hacia fuera por pura maldad, y yo puse todos mis músculos en tensión para sujetarle. Pensé lo bueno que sería si hubiera podido atar mis pies con una cuerda a algo fijo para no ser arrastrado por mi padre. Pero para llevarlo a cabo tendría que haberle soltado un instante y eso era imposible. El sueño -sobre todo mi sueño- no soportó toda esta tensión, así que desperté.



Le solicité en sueños a la bailarina Eduardowa que bailara una vez más la «csárdás». Tenía una amplia franja de sombra o de luz en medio del rostro, entre el borde inferior de la frente y la zona media de la barbi­lla. En ese instante llegó alguien con repugnantes mo­vimientos de intrigante para decirle que el tren salía en seguida. Por el modo en que escuchó la informa­ción comprendí con horror que no bailaría más. «Soy una mujer mala y perversa, ¿verdad?», dijo. «Oh, no -dije yo-, eso sí que no.» Y me di la vuelta en una di­rección cualquiera para irme. Antes de hacerlo le pre­gunté acerca de las muchas flores que pendían de su cinturón. «Son de todos los príncipes de Europa», dijo. Pensé en qué sentido podía tener que estas flores, encajadas frescas en su cinturón, le hubieran sido re­galadas a la bailarina Eduardowa por todos los prínci­pes de Europa.



Sueño con mi padre. Hay una pequeña audiencia (entre la que se encuentra la señora Fanta para la carac­terización), ante la que mi padre anuncia por vez pri­mera una reforma social. Intenta que esta audiencia se­leccionada, sobre todo seleccionada según su opinión, asuma la propaganda de su idea. De cara al exterior lo expresó de una manera más modesta, ya que sólo recla­maba de los presentes que, cuando lo conocieran todo, informaran sobre direcciones de personas que pudie­ran estar interesadas y que pudieran ser invitadas a to­mar parte en una gran asamblea pública que tendría lugar con posterioridad. Mi padre no había tenido nada que ver en su vida con aquella gente, por lo que los tomaba con una seriedad exagerada. Llevaba un traje de chaqueta negro y presentó su idea con extrema precisión, con todos los signos del «dilettantismo». La audiencia reconoce, aunque no estaba preparada para una conferencia, que se les está presentando una idea con todo el orgullo de la originalidad, pero que en rea­lidad se trata de una proposición anticuada y manida. Se lo dicen a mi padre. Éste, sin embargo, esperaba esa objeción, así que continua, completamente convenci­do de la nimiedad del reproche, con la cuestión, inclu­so con mayor insistencia, mostrando una sonrisa fina y amarga. Cuando termina, se deduce del murmullo ge­neral de reprobación que no ha convencido ni de la originalidad, ni de la utilidad de su idea. No se intere­sarán muchos. Siempre se encontrará, sin embargo, a alguno aquí y allá que, quizá por benevolencia o por­que me conoce a mí, le entregue alguna dirección. Mi padre, imperturbable ante el ambiente general, ha re­cogido los papeles de la conferencia y prepara monto­nes de papeletas blancas para anotar las escasas direc­ciones. Yo sólo escucho el nombre de un consejero áulico, Strizanowski o algo similar. Más tarde veo a mi padre de la manera en que habitualmente juega con Félix, sentado en el suelo y apoyado en el canapé. Ate­rrado, le pregunto qué hace. Él piensa acerca de su idea.

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