29 mar 2013

Leer como un escritor


Hace falta leer de una determinada manera: tenemos que leer como un escritor para aprender a usar el lenguaje escrito de la misma manera que lo usan los buenos escritores. No hay otra manera de adquirir el complejo y numeroso conjunto de conocimientos necesarios para escribir.
Para leer como un escritor nos comprometemos con el autor del texto y, leyéndolo, lo reescribimos con él. En cada paso, en cada nueva frase o en cada párrafo nuevo, anticipamos lo que dirá el texto, de forma que el autor no sólo nos está enseñando cómo se usa el lenguaje escrito, sino que, precisamente, está escribiendo para nosotros todo aquello que quisiéramos escribir. El autor se convierte en un colaborador inconsciente que hace todo aquello que quisiéramos hacer. Escribe con ortografía y gramática correctas todas las frases que quisiéramos puntuarlo y cohesionarlo. Lentamente, con poco tiempo y sin esfuerzo, aprendemos todo lo que necesitamos para escribir. Leyendo como un escritor aprendemos a escribir como un escritor.
Pero no siempre leemos de esta forma. Los niños, por ejemplo, no aprenden a hablar como sus maestros porque no les interesa pertenecer a ese grupo de personas; en cambio, imitan el lenguaje de los grupos a los que pertenecen o quieren pertenecer. De la misma manera tampoco aprendemos a escribir como una guía telefónica o como un diccionario, aunque de vez en cuando los leamos. En estos casos, leemos como un receptor, es decir, como un simple lector. En esos casos, nos interesa comprender la información que contiene el texto y no deseamos aprender a escribir como los autores de estos libros. No queremos pertenecer al grupo de personas que escriben este tipo de textos.
Así pues, podemos leer de dos maneras y sólo una de ellas sirve para adquirir el código escrito. Este hecho explica por qué determinadas personas que son buenos lectores no son además escritores competentes. Se trata de individuos que leen exclusivamente como lectores, como un receptor.

25 mar 2013

¿Por qué escribo?



Yo tenía ocho años. En ese momento de mi vida, nada era para mí más importante que el béisbol. Mi equipo era el Giants de New York, y yo seguía la carrera de esos hombres de gorra negra y naranja con toda la devoción de un auténtico creyente. Incluso ahora, al recordar el equipo -que ya no existe, que jugaba en un estadio que ya no existe-, puedo recitar los nombres de casi todos los jugadores de la lista. Alvin Dark, Whitey Lockman, Don Mueller, Johnny Antonelli, Monte Irvin, Hoyt Wilhelm. Pero nadie era más grande, nadie más perfecto ni más merecedor de ser adorado que Willie Mays, el incandescente chico “Say-Hey Kid”.

Aquella primavera, me llevaron a mi primer partido de grandes ligas. Unos amigos de mi padre tenían asientos en un palco del Polo Grounds, y una noche de abril fuimos en grupo a ver a los Gigantes contra los Bravos de Milwaukee. No sé quién ganó, no puedo recordar un solo detalle del partido, pero lo que sí recuerdo es que cuando terminó mis padres y sus amigos se quedaron sentados hablando hasta que todos los demás espectadores se habían ido. Se hizo tan tarde que tuvimos que atravesar caminando el “diamante” y salir por la puerta central del campo, que era la única abierta todavía. Por casualidad, esa puerta estaba justo bajo el vestidor de los jugadores.

En el momento en que nos acercábamos a la barda, pude ver a Willie Mays. No había la menor duda. Era Willie Mays, ya sin equipo y parado allí en ropa de calle a menos de tres metros de mí. Logré hacer que mis piernas se movieran en dirección a él y, después, recogiendo hasta el último grano de coraje, logré que me salieran algunas palabras de la boca.

-Señor Mays -dije-, ¿podría darme su autógrafo?
Él debía de tener veinticuatro años, pero no pude llegar a pronunciar su nombre de pila.
La respuesta a mi pregunta fue brusca pero amistosa.
-Por supuesto, chico -dijo-. ¿Tienes un lápiz?
Mays estaba tan lleno de vida, recuerdo, tan lleno de energía juvenil, que seguía saltando un poco mientras hablaba.

Yo no tenía un lápiz, así que le pedí a mi padre que me prestara el suyo. Él tampoco tenía. Ni mi madre. Ni ninguno de los adultos, según resultó.
El gran Willie Mays estaba allí mirando en silencio. Cuando fue evidente que nadie del grupo tenía nada con qué escribir, se volvió hacía mí y se encogió de hombros.

-Lo siento, chico -dijo-. Si no tienes lápiz, no puedo darte un autógrafo.
Y después cruzó el campo de juego y desapareció en la noche.

Yo no quería llorar, pero me empezaron a bajar lágrimas por las mejillas, y no había nada que pudiera detenerlas. Aún peor, lloré todo el camino a casa, en el auto. Sí, estaba aplastado por la desilusión, pero también me rebelaba contra mí mismo por no poder controlar las lágrimas. No era un bebé. Tenía ocho años, y se supone que los chicos grandes no lloran por cosas así. No sólo no tenía el autógrafo de Willie Mays, tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba y yo había fallado en todos sentidos.

Después de esa noche, empecé a llevar un lápiz a cualquier parte que iba. Se me hizo un hábito no salir nunca de casa sin asegurarme de llevar un lápiz en el bolsillo. No es que tuviera algún plan en especial para ese lápiz, pero no quería estar desprevenido. Una vez me habían sorprendido con las manos vacías, y no iba a dejar que pasara de nuevo.

En todo caso, los años me enseñaron esto: si llevas un lápiz en el bolsillo, hay una buena posibilidad de que un día te sientas tentado a empezar a usarlo.

Como me gusta decirle a mis hijos, así es como convertí en escritor.

18 mar 2013

Vida de pluma (fragmento)


Vivimos una época de gran mediocridad literaria, y nos complacemos en ella. No es desagradable. Los menos mediocres de entre nosotros –o quizás debería decir los más–, los que mejor nos adaptamos a esa mediocridad dominante, la pasamos bien. El mercado nos es propicio, nuestros libros mediocres nos procuran ingresos decentes, viajamos a giras de promoción, a ferias donde la prensa nos celebra, los editores nos invitan a restoranes caros, incluso asistimos a encuentros y congresos donde debatimos y enaltecemos lo que hacemos como si fuera literatura, aunque últimamente congresos hay cada vez menos, ahora en su lugar lo que hay son festivales –el libro en la sociedad del espectáculo–; todo lo cual nos da fuerzas para seguir produciendo más libros mediocres. Digo mediocres; quiero decir: sin ninguna ambición más allá de sí mismos. Escribimos libros que hasta pueden ser relatos bien armados, graciosos, estremecedores, sugerentes. Escribimos libros que pueden incluso captar ciertos rasgos del espíritu de la época, que muchos lectores pueden disfrutar, que se traducen en idiomas. Escribimos libros que también pueden incluir giros felices, frases bien ritmadas, estructuras astutas. Pero escribimos libros que sólo quieren ser leídos, que no pretenden más que eso; sobre todo, no intentan cambiar la forma en que se escriben y se leen los libros.

12 mar 2013

Así escribo


He olvidado las razones por las que escribir fue en un principio una actividad importante, casi una necesidad. Lo más probable es que no estuviera en mis manos la elección de mi oficio y que una suma de tropiezos me pusiera en el camino de la literatura. Los tropiezos son un tesoro que los hombres románticos acumulan para hacerse los desgraciados y acercarse de esa manera al arte. A veces mienten con tal de hacerse de un pasado interesante, como es mi caso, aunque en ocasiones su sensibilidad es en verdad consecuencia de una suma de desgracias que hacen de su escritura una cosa viva, oscura e inexplicable. Si he olvidado los orígenes de una afición que con el tiempo se transformó en vicio y después en una masa informe de pulsiones contradictorias, al menos puedo contarles cómo es que me enfrento a las cuestiones mecánicas de la escritura. 

Lo primero es que no encuentro dicha mecánica por ninguna parte, sino un montón de enmendaduras en las velas del barco. Cuando creo que escribo una obra de cierto valor es cuando peor me va en la batalla. El entusiasmo y el narcisismo unidos forman una pócima venenosa y sus consecuencias son desastrosas. A la contra, cuando escribo malhumorado y cada línea me decepciona, los resultados no suelen ser tan malos. Esto lo sé por mera experiencia, no porque me dedique a construir un método ni porque invoque a los estados más oscuros del alma para escribir. Estos susodichos estados del alma son un verdadero robo a la imaginación y a la hora de escribir no se les encuentra en ninguna parte. Los oficios son mediocres por definición y lo más conveniente para una persona que vive de su escritura es no ponerse demasiado melancólico, ni tampoco abusar de su buena suerte. 

Así como no poseo una hora precisa para morirme, tampoco contemplo un determinado horario para escribir. Puedo hacerlo en la madrugada o unos minutos después de despertarme, mientras pruebo alimentos en la mesa o cuando converso con otra persona. Si mi humor oscurece busco el silencio, pero si me siento motivado no me incomoda escribir en medio de un ambiente escandaloso. En mi caso la distracción constante es necesaria porque demasiada concentración en un tema provoca que la escritura se vuelva odiosa: nada merece tanta atención como para sumar más amargura al mundo. El rumbo de mi escritura es bueno cuando resuelvo el duelo de una sola estocada, es decir, cuando las palabras son sencillas y leales a la imaginación. En mi opinión una obra literaria no es un problema que deba resolverse a la manera de una técnica que se perfecciona, o de una ecuación matemática: es un hecho del espíritu o, si se quiere, uno de los tantos rostros como se expresa la confusión humana. 

Ha sido totalmente a propósito referirme a las obras literarias como hechos del espíritu, pese a no saber qué se quiere decir con esta clase de oraciones. Sin embargo, la experiencia me dicta que la creación de una obra se entiende más con el desorden que con la buena administración. No aludo a un desorden de la mecánica, sino del temperamento: las palabras comienzan a funcionar cuando nada es evidente. Es por eso que cuando me pongo a escribir no sé dónde va a terminar el asunto: mis intuiciones se dispersan y la presa siempre se escapa. En este oficio los finales felices están vetados, aunque sé de escritores que se conforman con los aplausos.

Los párrafos anteriores podrían dar la impresión de que en mi escritura nada está controlado, pero no es así por supuesto. Mantengo un control constante y desmedido sobre mis ficciones, aunque eso no me sirva en absoluto. Las obsesiones no descansan e intentan encontrar una salida a cada momento, las palabras recobran su sentido a fuerza de intimidarlas, cada línea debe escapar de la estricta vigilancia a la que es sometida, el orden se impone para disolverse y la escritura es prueba de que se ha perdido el rumbo. En pocas palabras: se trabaja mucho por unas cuantas monedas. 

Cuando bebo no escribo ni una línea y cuando cometo ese disparate me arrepiento como si fuera un santo. Beber es otra manera de estar alerta y por tanto es un poco absurdo reunir ambas actividades. Si las compañías trasnacionales deciden quitarnos la tecnología puedo escribir en las paredes, de hecho los ensayos se cocinan mejor cuando los escribo a mano. Hace muchos años que dejé de ser un contador de historias en pos de complicarme la vida. Contar historias ahora me parece tan anodino como hacer negocios. De todas maneras lo intento y si los dioses están conmigo a veces de la nada aparece un relato. En literatura debemos hacernos a un lado para que el mundo pase.

5 mar 2013

De cualquier manera



En total desorden. En el caos absoluto. Saltando de un texto al otro. Con fastidio cuando las musas me abandonan y con furor cuando me visitan. Todos los días. Por las mañanas, por las tardes, por las noches y, con la ayuda no infrecuente del insomnio, por las madrugadas. En silencio de preferencia. Aunque de vez en cuando, según qué escriba, con música: salsa, rock, Mozart, jazz, blues y, una vez, juro que una sola, Los Tigres del Norte. Nunca con mariachi. Con café, jugo o té antes de las doce. 

Con cerveza cuando ya el juego es legal. Con un libro al lado que me empuje a escribir y me guíe por el buen camino (tengo muchos, además de Borges). Entre revisadas constantes al @gmail, telefonazos y todo tipo de interrupciones. En mi lugar de trabajo o en cuartos de hotel y aeropuertos. Nunca a mano. Tampoco con máquina de escribir. Casi siempre con risas y a veces, de plano, a carcajadas. Antes de ir al súper o al banco y también después. Sin ganas o con muchas. De los niños a los adultos, del cuento al ensayo, de la poesía a las cartas, del pastiche al experimento. A quince palabras por minuto o a cinco por hora. A pedradas, a latigazos. Pensando en un amor imposible, en una deuda que tengo o en el menú del día. Con la emoción de un encuentro, con la decepción de una mala comida, con certidumbres, con dudas. De cada tanto con coraje (hoy fue con mucha furia). Con la vida rota o con esperanzas. Después de un abrazo o antes de un beso. Sin saber por dónde comenzar o cómo seguir. Deshabitado, inseguro, nervioso, como cable eléctrico. Y sobre todo corrigiendo sin fin, buscando cada palabra, borrando demasiado.

Cuando era joven, hubo quienes me hicieron creer que para escribir era necesario preparar el entorno que propiciara el ritual de la creación: el escritorio digno de un escritor, la escenografía libresca, los cuadros en las paredes con las fotografías de grandes autores (Kaf-ka, Melville, Baudelaire, Groucho), quizás una varita de incienso y una botella de vino, y el letrero: “Silencio: escritor en funciones”. La escritura como un ritual masturbatorio y fetichista. La escritura como efecto y no como deseo. La escritura como apuesta al hit parade y no como desplazamiento. El escritorio y la Montblanc como el escenario y el instrumento que hacen al escritor. Y luego los medios que todo lo confirman. Y al mismo tiempo la chorcha que lo reconfirma: hay que buscar la legitimidad antes que las palabras. Por eso las lecturas públicas —comprometidas con llamadas telefónicas, promesas de amistad perdurable y correos electrónicos personalizados— suplen la escritura con la fiesta. El aplauso de pie luego de la función. Con vino de honor. De honor. Y el jaripeo en vez de la escritura. Y a veces ni siquiera jaripeo.

Hasta hace poco me sentía observado cuando le pegaba al teclado: escribía bajo vigilancia. Especialmente al escribir para niños. Tenía objetos que me miraban y me obligaban: el libro que me regaló la niña Elisa en Medellín, un alfiletero que me dio Lucero, que vive en la Portales, dibujos, muchos dibujos, cartas, muchas cartas, un pisapapeles que deja caer nieve, muñecas, una piedra, fotografías, un luchador de plástico…: esos objetos que tienen nombre y rostro y que ahora viven momentáneamente en una bodega, en lo que vuelven a encontrar casa, siguen exigiéndome. Y así escribía: con testigos, con un tribunal que castiga cuando se traicionan los principios, con la mirada atenta y a la vez ávida de una novedad, de algo que cambie las cosas y las haga más agradables. Escribía observado, con muchos ojos que me miraban a través de los objetos para decirme que siempre es posible mejorar. Y escribo y escribía así, con la conciencia limpia de que nunca ha habido una traición, aunque me haya equivocado tantas y tantas veces.

Escribo, y eso hay que hacerlo de alguna manera, cualquiera. Yo creía haber encontrado una propia, y me aferraba a ella aunque no tuviera ningún orden. O quizás creía en una rutina que me hacía estar seguro y de la que no podría prescindir. Desde hace varios meses he aprendido que escribo de cualquier manera, con sol o con lluvia, con escritorio o sin él, enamorado o con un duelo que no deja de llorar. Así escribo: conmigo mismo y con la lap top. Por ahora es suficiente. Y aunque vuelva a poblarse mi mundo de amores y extrañamientos, de objetos y nuevos rituales, sé ahora que para escribir no necesito más. Y si la lap top se pierde o me abandona, regresaré al lápiz y la hoja en blanco. 


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