25 mar 2013

¿Por qué escribo?



Yo tenía ocho años. En ese momento de mi vida, nada era para mí más importante que el béisbol. Mi equipo era el Giants de New York, y yo seguía la carrera de esos hombres de gorra negra y naranja con toda la devoción de un auténtico creyente. Incluso ahora, al recordar el equipo -que ya no existe, que jugaba en un estadio que ya no existe-, puedo recitar los nombres de casi todos los jugadores de la lista. Alvin Dark, Whitey Lockman, Don Mueller, Johnny Antonelli, Monte Irvin, Hoyt Wilhelm. Pero nadie era más grande, nadie más perfecto ni más merecedor de ser adorado que Willie Mays, el incandescente chico “Say-Hey Kid”.

Aquella primavera, me llevaron a mi primer partido de grandes ligas. Unos amigos de mi padre tenían asientos en un palco del Polo Grounds, y una noche de abril fuimos en grupo a ver a los Gigantes contra los Bravos de Milwaukee. No sé quién ganó, no puedo recordar un solo detalle del partido, pero lo que sí recuerdo es que cuando terminó mis padres y sus amigos se quedaron sentados hablando hasta que todos los demás espectadores se habían ido. Se hizo tan tarde que tuvimos que atravesar caminando el “diamante” y salir por la puerta central del campo, que era la única abierta todavía. Por casualidad, esa puerta estaba justo bajo el vestidor de los jugadores.

En el momento en que nos acercábamos a la barda, pude ver a Willie Mays. No había la menor duda. Era Willie Mays, ya sin equipo y parado allí en ropa de calle a menos de tres metros de mí. Logré hacer que mis piernas se movieran en dirección a él y, después, recogiendo hasta el último grano de coraje, logré que me salieran algunas palabras de la boca.

-Señor Mays -dije-, ¿podría darme su autógrafo?
Él debía de tener veinticuatro años, pero no pude llegar a pronunciar su nombre de pila.
La respuesta a mi pregunta fue brusca pero amistosa.
-Por supuesto, chico -dijo-. ¿Tienes un lápiz?
Mays estaba tan lleno de vida, recuerdo, tan lleno de energía juvenil, que seguía saltando un poco mientras hablaba.

Yo no tenía un lápiz, así que le pedí a mi padre que me prestara el suyo. Él tampoco tenía. Ni mi madre. Ni ninguno de los adultos, según resultó.
El gran Willie Mays estaba allí mirando en silencio. Cuando fue evidente que nadie del grupo tenía nada con qué escribir, se volvió hacía mí y se encogió de hombros.

-Lo siento, chico -dijo-. Si no tienes lápiz, no puedo darte un autógrafo.
Y después cruzó el campo de juego y desapareció en la noche.

Yo no quería llorar, pero me empezaron a bajar lágrimas por las mejillas, y no había nada que pudiera detenerlas. Aún peor, lloré todo el camino a casa, en el auto. Sí, estaba aplastado por la desilusión, pero también me rebelaba contra mí mismo por no poder controlar las lágrimas. No era un bebé. Tenía ocho años, y se supone que los chicos grandes no lloran por cosas así. No sólo no tenía el autógrafo de Willie Mays, tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba y yo había fallado en todos sentidos.

Después de esa noche, empecé a llevar un lápiz a cualquier parte que iba. Se me hizo un hábito no salir nunca de casa sin asegurarme de llevar un lápiz en el bolsillo. No es que tuviera algún plan en especial para ese lápiz, pero no quería estar desprevenido. Una vez me habían sorprendido con las manos vacías, y no iba a dejar que pasara de nuevo.

En todo caso, los años me enseñaron esto: si llevas un lápiz en el bolsillo, hay una buena posibilidad de que un día te sientas tentado a empezar a usarlo.

Como me gusta decirle a mis hijos, así es como convertí en escritor.

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