29 ene 2012

Carta dirigida a los escritores

París, 1º de noviembre de 1834

Señores:

Grandes asuntos de interés general y de interés personal han conmocionado a la República de las letras; todos ustedes los conocen, hablan de ello en la intimidad; pero ninguno osa ni lamentarse públicamente, ni proponer un remedio a nuestros males. Entre tanto, según va pasando el tiempo, el mal se hace mayor y nuestros intereses privados sufren; y, desgraciadamente, cuando nosotros sufrimos, no sufrimos solos; el pensamiento de un país es el país todo. He ahí lo que el país debería saber. El escritor de hoy, no queriendo deber nada a nadie que no sea él mismo, se ve obligado a ocuparse de sus propios intereses, intereses que afectan a la librería francesa, moribunda. Nunca fue pues tan necesario que una voz se elevase, que un hombre hablase en nombre de nuestra città dolente, como antaño hizo Beaumarchais en nombre de los dramaturgos, cuyos derechos logró consagrar. Poseemos tan solo, para tomar la palabra, el título que nos otorga la necesidad en la que nos encontramos. Así, cada uno de ustedes excusará los errores derivados de la precipitación, perdonando el estilo de un manifiesto redactado con premura por un hombre para cuyos trabajos no alcanzan los días.

En ninguna época estuvo el artista menos protegido. Ningún siglo ha tenido gentes más inteligentes, en ningún tiempo el pensamiento ha sido tan poderoso; jamás ha sido el artista tan poca cosa como individuo. La revolución francesa, que se alzó para lograr el reconocimiento de tantos derechos ignorados, les ha sometido al imperio de una ley bárbara. Ha declarado sus obras propiedad pública, previendo quizá la emigración de la literatura y las artes. Claro es que subyace en esta ley una gran idea. Sin duda, algo de bello había en ver a la sociedad decir al genio: «Nos haremos ricos por ti, pero tú seguirás en la pobreza». Las cosas iban así desde tiempo atrás; pero desde hacía tiempo también los reyes o los pueblos se permitían ovaciones y honores tardíos que la revolución no admitía de ninguna de las maneras para los hombres superiores. El gran triunfo que se destinaba al genio era el cadalso; como sabéis, la revolución tuvo a bien concedérselo a uno de los más grandes poetas de Francia, a André Chénier, como a Lavoisier, como a Malesherbes. La prensa, tan libre entonces, enmudeció. Terrible lección que viene a probar que no basta con instituciones a los pueblos, sino educación. «¡Educación!», tal fue el gran grito de Rousseau.

Así pues, ustedes los poetas, los músicos, ustedes los dramaturgos, los prosistas, ustedes que viven del intelecto y que trabajan por la gloria de este país, que deben forjar este siglo; aquellos que se elevan por encima de la miseria para ir a respirar al sol de la gloria, y aquellos que, tímidos en su vuelo, dudan y mueren, pobres niños cargados de ilusiones. Y aquellos que, llenos de voluntad, triunfan; todos han sido declarados incompetentes para sucederse a sí mismos. La ley, todo respeto por las mercancías del comerciante, por el dinero ganado a fuerza de trabajo (por así decirlo) material, y a menudo a fuerza de infamia, la ley protege la tierra, protege la casa del proletario sudoroso... Y confisca, en cambio, la obra del poeta pensante. Si existe en el mundo un propietario sagrado, si algo hay que pueda pertenecer al hombre, ¿no será precisamente aquello que el hombre crea entre el cielo y la tierra, aquello que arraiga únicamente en la inteligencia y que florece en todos los corazones? Las leyes divinas y humanas, la modesta ley del sentido común, están todas de nuestro lado. Pero ha sido preciso dejarlas en suspenso para poder despojarnos. Aportamos a un país tesoros a los que de otro modo no podría aspirar, tesoros ajenos al suelo y a las transacciones sociales; y, en pago de la más desorbitada de todas las labores, el país confisca su producto. No se avergüenza al ver a los descendientes de Corneille, pobres todos ellos, en torno a su estatua; Corneille, que ha enfeudado riquezas en todas las granjas, que ha alumbrado cosechas a salvo de cualquier intemperia, que, de época en época, hará prosperar a actores, libreros, papeleros, encuadernadores y comentadores. Sabed, ciudades llenas de piedad por aquellos que han dejado de sufrir, que este mismo espectáculo se repite para todos los genios. Se repite cada día, aunque ustedes sigan ignorando la salvación de los que sufren.

La desposesión tiene un lado odioso que nadie ha sacado a relucir todavía; alguna pluma elocuente se amparará de él, nosotros nos contentaremos con señalarlo. Señores, me dirijo a ustedes, pueblo inteligente para quien ciertas ideas no tienen más que una indiscutible cara. Muchos genios ilustres se han anticipado siglos, algunos talentos se anticipan solamente algunos años. Ayer el sol se levantó por Vico, mañana se levantará por Ballanche. Pocos hombres, como Voltaire o Chateaubriand, pueden ver –como dirían nuestros padres– solear su gloria en vida. El siglo de Louis XIV, de público restringido y selecto, fue a pesar de todo soberanamente injusto con sus grandes hombres. Durante dieciséis años, Racine destrozó su pluma. Nadie, en el gran siglo, sospechó la gloria de Perrault, al que hoy admiramos por su ingenuidad narradora. Nadie adivinó el basto y sublime epigrama, el audaz epigrama que La Fontaine dedicó a Louis XIV en la fábula de El sol y las ranas. El bueno de él, enardecido, fue capaz de gritar sin merecer por ello ser enviado a la Bastilla: ¡Nuestro enemigo es el patrón! El siglo pasado, que vio aumentar la masa lectora e inteligente, si Montesquieu no hubiera sido rico el Espíritu de las leyes lo hubiera dejado en la miseria y se hubiera visto obligado a escribir las Lettres persanes para sobrevivir. No relataré aquí las calamidades de Paul y Virginie, rechazado de puerta en puerta, ni de la primera edición del Genio del cristianismo, cuyo riesgo asumieron los hermanos Ballanche: en este caso, al menos, el genio creía en el genio. Los comienzos son una primera calamidad que todos ustedes habrán experimentado en mayor o menor grado, una herida de la que sin duda se curarán. Los seres verdaderamente superiores no conocen ni el rencor ni la envidia. Pues bien, señores, la ley bajo cuyo imperio perecemos arrebata a la familia del pensador, del poeta, del dramaturgo, muerto de miseria, su tratado, su poesía, su libro, su comedia, su drama, en el momento en que el día de la gloria resplandece. La ley se los arrebata con una mano para dárselos con la otra... ¿a quién? Un bárbaro se reiría. ¿Debemos hacerlo público? Sí, no dejaremos así las cosas. Y bien: ¡la ley lo entrega a los libreros! Un hombre de talento no tiene, en su agonía, este pensamiento de consuelo: «Si muero, al menos mis hijos, mi familia, los míos, vivirán felices gracias a mi gloria». Los hombres han perpetuado la riqueza de los primogénitos de las grandes familias, de los grandes banqueros; han instaurado la heredad del sudor; han desheredado a las vigilias y al intelecto. Antaño nada se decía de estas sucesiones inmortales; pero los reyes tenían un palacio en su palacio, un tesoro en su tesoro, para los príncipes de la palabra, que rodeaban de su pompa y premiaban con altos honores. Hoy, Rodolfo de Hapsburgo se reserva a Pellico el duro suelo de la prisión. Hoy día, el rey de Prusia, los emperadores de Rusia reniegan de las tradiciones de Catalina y de Federico. Hoy, Francia paga a oscuros hombres para que espíen el pensamiento, para que le pongan un timbre. Con lo que el heredero del siglo dieciocho y de la revolución, el presunto heredero de la prensa, prosigue su tarea después de Julio, entre las ruinas todavía humeantes de la monarquía que se ha venido abajo, queriendo rehacer el mundo intelectual, el mundo moral, el mundo religioso, el mundo político, mediante una restricción calculada del pensamiento, a falta de poder gobernar caminando a su lado. Señores del ayer, ¿quién los ha hecho reyes? La inteligencia es una dama más distinguida de lo que el conde de Tours era grande. ¡Piensen en ello! El pensamiento viene de Dios, y allí regresa, colocándose en lugar más elevado que el de los reyes, que pone y despone. Napoleón, que en todo hizo algo grande, había instituido premios decenales. ¿Dónde han ido a parar estos premios? La revolución nos ha despojado de ellos en el porvenir; y los verdaderos reyes sentados el tiempo suficiente en sus tronos como para pensar en nosotros en el presente, esos reyes se han ido. Rafael echa en falta a Julio II. Pero nosotros tenemos las cámaras, señores, ¡ay!, esas mismas cámaras que en lugar de un techo de Ingres prefieren un cielo abierto sobre sus cabezas, y esas cámaras ¿no les han llamado cien veces descerebrados? La Academia, único cuerpo literario constituido, es incapaz de tomar parte en nuestra defensa; no está en condiciones de deliberar, solo debe influir sobre las palabras. De lo que debemos deducir que jamás podremos contar ni con las cámaras ni con la Academia. No es que la ley sea atea, es que no tiene corazón. La enfermedad de la época es la ausencia de corazón en política. Muchas leyes fiscales, muchas leyes penales, pero ninguna institución; y en consecuencia ninguna inteligencia que pueda comprender la diferencia entre instituciones y leyes. No cuenten con ello, no, ninguna voz se elevará sobre ese concierto de mediocridades mimadas por el poder, escrupulosamente seleccionadas por los distritos que insisten en verse representados.

Hablemos pues de capital. ¡Hablemos de dinero! Materialicemos, cuantifiquemos el pensamiento en un siglo que se enorgullece de ser el siglo de las ideas positivas. El escritor llega a algo a costa de estudios interminables que representan un capital de tiempo o de dinero; el tiempo vale dinero, lo genera. Su saber es pues una cosa antes de ser una fórmula, su drama es una experiencia costosa antes de ser una emoción pública. Sus creaciones son un tesoro, el más grande de todos; produce sin cesar, trae consigo disfrutes y pone en marcha capitales y fábricas. De esto no se sabe nada. Nuestro país, que vela con escrupulosa atención por las máquinas, por los granos, la seda, el algodón... no tiene oídos, no tiene ojos, no tiene manos, en cambio, cuando se trata de sus tesoros intelectuales. Señores, nuestra desheredación es infame; pero no crean ustedes que éste sea el peor de los males del pensamiento. Existe otro más terrible aún, del que no se sonrojan ni Europa ni Francia (intelectualmente más grande que Europa), que no la protegerá contra la barbarie mediante las armas, sino también a través de sus escritos. A partir de ahora, Francia se batirá con una sola mano y escribirá con la otra. Escuchen. Un comerciante envía una bala de algodón de El Havre a San Petersburgo; si un mendigo subido a una barca llegase a tocarla sería ahorcado. Para obtener el libre paso de ese fardo en cualquier país, del azúcar, del papel blanco, del vino, Europa entera ha creado un derecho común. Sus naves, sus cañones, su marina, sus marines, todas sus fuerzas están a las órdenes de dicha mercancía. Si un navío mercante fuese capturado, la alarma sería general; se echarían encima del pirata, que sería detenido y ahorcado. Hasta ahora, sólo la poesía ha derramado lágrimas por la suerte del hombre para quien, si su drama fracasa, los abucheos son una atada al final del mástil. Pero se publica un libro y se lo trata como se trataría al pirata. Se le echan encima. Lo persiguen con avidez, secuestran sus traducciones, sus pruebas de imprenta. Se tarda en falsificar un libro menos de lo que se tarda en fabricarlo; el pirata tiene su talento para escapar al suplicio, el talento que impregna un libro lo expone ante sus verdugos. Alemania, Italia, Inglaterra, Francia tienden una mano ávida al libro; ya que, puesto que esta estafa es general, Francia se ha visto obligada a imitar al resto de países. Conque, para el difícil producto de la inteligencia, el derecho común queda en suspenso en Europa, como en Francia el código civil queda en suspenso para el autor.
Si nuestra voz pudiera ir más allá, si las masas pensantes del porvenir pudieran escucharnos, un único grito respondería a esta reclamación; de todas partes gritarían: «¡El país al menos os protege!». No, el país se deja conmover por sus herreros, tiembla por sus viticultores, llora como una madre lloraría por sus hijos enfermos por su algodón hilado. Y para cuidar de sus herreros y de sus industriales, el país tiene aduanas que fomentan el statu quo, la rutina en la industria. En su solicitud, el país posee la inteligencia de lo material; pero es insensible a todo lo que deriva del intelecto: este país es Francia. Sí, señores, entérense, la tercera parte de Francia se abastece con falsificaciones del extranjero. Este extranjero (no se puede más odiosamente, más innoblemente ladrón) es nuestro vecino, nuestro supuesto amigo, el pueblo por el que hemos dado en estos días nuestra sangre, nuestros tesoros, a quien hemos cedido hombres de talento y de valor, y que, en recompensa, tiene un haber en la cuenta de nuestros suicidios, pues sus robos, cometidos lejos de nosotros, mudan aquí en asesinatos. Mientras que el pobre librero francés vende con grandes esfuerzos uno de sus libros a un millar de miserables gabinetes de lectura (que acaban con la literatura), el belga vende dos millares a precio de saldo a la rica aristocracia europea. De modo que jóvenes elegantes, amigos de las letras, muestran triunfantes, a la vuelta de sus viajes, las obras completas de Victor Hugo que han obtenido por seis francos. El periódico en el que esta carta será publicada tiene más suscriptores en su edición falsificada que el propio periódico. Nuestro país tiene aduanas. ¿De qué sirven las aduanas?¿¡Qué tipo de broma son las aduanas!? Si hay algo cuya introducción pueda fácilmente prohibirse, ¿no son acaso los paquetes de libros? Pues bien, vayan a cualquiera de nuestras fronteras y pidan ustedes mismos alguna de sus obras; las encontrarán en dominio público, como si ya estuvieran muertos. Y esto no es nada. Recientemente un gran escritor publicó un libro (aquí tomo el hecho pura y simplemente), M. de La Mennais publica Palabras de un creyente. Se venden diez mil ejemplares en el Midi, donde el librero ha enviado solo quinientos. La obra ha sido falsificada en Toulouse. El librero se entera y acude allí. Pero llegado a este país, situado en Francia, por lo demás, resulta imposible obtener reparación alguna, ya sea porque el autor evidente del robo sea eso que se llama un cabeza de turco, bien porque las pruebas hayan sido destruidas. ¡Ay! si se hubiera tratado de un panfleto, con qué celo la sociedad, encarnada en la figura del procurador del rey, hubiera acudido, en la persona de ese procurador del rey, en busca de las huellas del crimen, hubiera convocado a sus alguaciles, comparado los caracteres de imprenta del libro falsificado con los del libro de M. de LaMennais, hubiera buscado la fundición: «¿A quién ha vendido usted estos tipos?». Para ir, a continuación, de imprenta en imprenta, hasta que los tribunales hubiesen dado con un hombre al que hacer pudrir en una celda, y todo sobre la base de una caja baja o de una N cursiva mal fundidas. En este tipo de robo concurren todas las circunstancias que enviarían a un hombre a galeras, si se tratase, ay, del robo de un saco de oro. Pues he aquí que diez mil ejemplares de Palabras de un creyente suponen veinte mil francos. Un panfleto hubiera encolerizado al ministerio fiscal, un nuevo Espíritu de las leyes no les hubiera merecido ni una plumada de tinta. La ley califica este robo de delito, el más horrible de todos los robos, y para perseguir los delitos se precisa de una denuncia. ¿Quién de nosotros va a denunciarlo? En este asunto, señores, el gobierno, que tiene por entrañas un sistema de cajas de hierro llamado fisco, no tiene siquiera la inteligencia de sus propios intereses. Exige a nuestras revistas literarias derechos de timbre. La Revue des Deux-Mondes, y esta misma revista que recoge nuestro triste clamor, deben dar cerca de ochocientos francos al mes al fisco antes de poder imprimir una sola de sus líneas. ¡Ochocientos francos...!, una tercera parte del precio que ponen a sus páginas. El fisco quiere derechos, y el gobierno no protege la máquina-periódico, que debe pagarlos al erario público. ¿No es algo tan ridículo como aquel bárbaro que derriba el árbol para alcanzar el fruto?
Ante nosotros se adivina, pues, un porvenir de desposesión ilegal que afecta a nuestras familias; y un presente de exclusión de la piratería literaria del derecho común. Ningún tipo de protección en el interior, he aquí el efecto del gobierno instituido –ya no digo para velar por la felicidad– para salvaguardar los derechos de todos.

En este punto algunos espíritus superficiales dirán quizá que en ninguna época la literatura, o para usar una expresión más amplia, el intelecto, ha producido fortunas políticas o pecuniarias mayores, citando como ejemplo a MM. Etienne, Scribe, Chateaubriand, Thiers, Mignet, Guizot, Lamartine, etc. Pero, señores, este argumento no debería ser utilizado en nuestra contra, gente por lo general débil y doliente, con voluntad solo para las labores del intelecto, poco expertos en negocios, ambiciosos solo a ratos, con poca herencia; el que haya entre nosotros hombres, tan buenos en lo uno como en lo otro, adecuados para la política como para la poesía, hombres que duermen en paz con la fe puesta en el código civil, que no los ha desheredado; hombres que se toman la literatura como un purgatorio desde el que se llega al paraíso de los cargos; hombres capaces de hacer obras maestras y de hacer negocios. No dejemos que nos reprochen el resultado mismo que causa el exceso del mal. Si grandes poetas se distinguen por sus obras y por sus éxitos en la tribuna, y por una gran fortuna que le habrían dado sus obras si las hubiera explotado, no olvidemos decir al siglo que muchos poetas tan grandes como los más grandes van a pie, mientras ciertos especuladores van en carruaje1. No olvidemos decir que la falsificación arruina a Alfred de Musset como a Victor Hugo, a Victor Hugo como a Vigny, a Vigny como a J. Janin, a J. Janin como a Nodier, a Nodier como a G. Sand, a G. Sand como aMérimée, aMérimée como a Courier, a Courier como a Barthélemy, a Barthélemy como a Béranger, y a Béranger como a todos ustedes. No olvidemos que una joven generación está por venir y que a ella pertenece el futuro, y que sería noble y grande por nuestra parte entregarle un futuro mejor de lo que hemos recibido nosotros.

Tras haber señalado los dos principales males que nos afligen, hay todavía un tercer mal del que preferiríamos no hablar, pero que arremete contra el corazón mismo del pensamiento, es un cáncer que nos devora, una enfermedad del cuerpo literario, y no una herida producida por la ley, el gobierno o el siglo.
Tan pronto como alguno de ustedes, tras haber estudiado durante quince años, durante quince años gemido, palidecido, sufrido, padecido; tras de enormes esfuerzos y dinero gastado, tras haber derramado frecuentes lágrimas, tras de haber aprendido del mundo y de los hombres, aprendido cosas, pasado por todas las penurias, tan pronto como un hombre que ha sudado sus frases, que ha pagado correcciones como hacía Buffon; tan pronto como el escritor escribe un libro, crea personajes, inventa resortes, diseña un drama... se toma este drama, estos resortes, estos personajes, este libro y se los convierte en obra de teatro. Un hombre de honor, que sería incapaz de coger en su casa el atizador para avivarles el fuego, toma sin escrúpulos su bien más preciado; y no tiene la conciencia más turbia que si se hubiera apoderado de su esposa; y eso que el amante se apodera de una esposa que consiente, mientras que el Sigisbeo dramático viola su idea. Este adulterio no tiene excusa; es horrible y tanto más dañino cuanto que todavía no se ha dado el caso de ver una obra teatral convertida en libro. Nos perdonarán, señores, por examinar este en tono de burla. Aquí nos encontramos en un terreno en el que no se nos ha tratado con la debida consideración y la discusión nos llevará por otra parte a esferas más elevadas donde yacen nuevas causas de sufrimiento.
Publicamos un libro para que sea leído y no para verlo litografiado como un drama o tamizado como un vaudeville. Hay aquí una cuestión que debe ser sometida a juicio. La apropiación de una idea, de un libro, de un tema sin el consentimiento del autor hubiera provocado la indignación general del siglo XVIII, que, para nuestra vergüenza, llevaba el sentimiento de las conveniencias literarias hasta la más exquisita cortesía. El dramaturgo no ignora que un libro que ha costado enormes trabajos, que ha exigido la paciente escultura del estilo (y el estilo es el hombre a parte entera, son sus impresiones y su substancia), no se paga con 1.500 francos, en tanto que la obra hecha a partir de ese libro genera tres veces el precio del libro cuando se cancela la representación, y la contribución urbana de un pueblo entero cuando tiene éxito. En una palabra, La Fontaine dijo algunas verdades con Bertrand et Raton. Me apresuro a plantear la cuestión financiera para zanjarla lo antes posible. El dinero es poca cosa para un alma generosa. Y nuestro silencio es prueba de nuestra generosidad. Si decidimos romperlo, señores, atribúyanlo no a intereses personales sino al deseo de tratar integralmente las cuestiones suscitadas por una crisis literaria de la que trataremos aquí las principales causas.

Publicamos nuestras ideas para darlas a conocer. Por muy inocente que esta afirmación pueda parecer, significa que no las publicamos para que sean despiezadas, deformadas, desvestidas, descuartizadas, pasadas al grill de las candilejas y servidas como plato a los dandis del Rocher de Cancale2. Busquemos analogías: el Estado construye la Madeleine, ofrece el monumento al público; pero en Francia, el Estado todavía teme al público, por lo que pone una reja para impedir que los graciosos la tiznen con figuras grotescas, para impedir que Crédeville ponga en ella su enigmático nombre. ¿Por qué no habríamos de tener nosotros una ley literaria municipal que indique a propósito de los bellos libros: «Prohibido depositar aquí obras de teatro»? Nadie rebatirá esta analogía en tanto que nos creemos con derecho de poner sobre nuestros libros el Exegi monumentum3. Palacio o bicoca, catedral o choza, la obra es nuestra. Si se tratase de una barrica de vino, el libro sería respetado. Si un vecino encontrase la manera de sustraerla y de venderla mezclándola con un vino mejor, cometería un delito pasablemente reprensible; ¿pero acaso decimos algo nosotros? Señores, los tribunales de comercio condenan a enormes multas el agua de colonia sin esencia de azahar que se hace llamar Farina. Porque, vamos a ver, cuando se trata de una mercancía, el derecho es claro, pero cuando se trata de una página escrita, de una idea, la justicia ya no sabe qué quiere decir un proceso; ¡no hay más ley que la que nos perjudica! En este terreno nos encontramos tanto más cómodos cuanto que no ofendemos la gloria de nadie; se trata de intereses comerciales, amenos, sin embargo, que una voz se eleve y grite el nombre de una sola obra de los últimos veinte años que pueda, por méritos propios, atraer a mil personas a una sala (exceptuando al Teatro Francés). El dinero que tres o cuatro personas ganan por montar una obra como un descuartizador un caballo (pues con frecuencia la emprenden con el caballo de Roland) no es la herida más dolorosa. Si se nos tuviera en cuenta para algo en este asunto, afirmaríamos con gusto como ustedes: ¡Déjenme a mí la gloria y quédense con el dinero! Pero, señores, la adaptación teatral trae consigo otros muchos males.

Una vez terminada la concepción de una obra, aún tenemos que lidiar con las enojosas adaptaciones teatrales que siguen. Pues podría silbarse una obra en el mismo momento en que algún lector se admira de ella en un rincón de provincias. Eres detestable en la calle Chartres y magnífico en Blois.
Aquí llegamos a uno de nuestros peores males, al más real, a un callo más duro que la falsificación material o espiritual. Señores, el número de los que acuden a ver un vaudeville supera al de los que leen un libro.
Para apreciar las bellas obras literarias (y este siglo produce tantas como el más literario de los siglos pasados, mal le pese al crítico) es necesaria una educación generosa, una inteligencia cultivada, el silencio, el ocio y una cierta tensión del espíritu; mientras que para una obra teatral basta con prestar ojos y oídos durante las horas de somnolencia de la digestión. París posee doce teatros; ninguno de ellos puede asegurar su subsistencia si no genera unos ingresos que, divididos entre las salas, dan una media de dos mil francos al día; con lo que París da a la literatura dramática un presupuesto de cerca de diez millones, a los que hay que añadir las contribuciones departamentales (que sería inútil cuantificar aquí). Pues bien, señores, ¿a cuánto creen que se eleva el presupuesto de la gran literatura, la parte de las obras de elaboración lenta, la parte de Volupté, de Notre-Dame de Paris, de los admirables poemas de Alfred de Musset, de las Consultations del doctor Noir, de Indiana, de El asno muerto, de ese libro magnífico titulado Histoire du roi de Bohême et ses sept Châteaux? ¿Qué parte corresponde a Frédéric Soulié, a Eugène Sue, a los prover bios de Henri Monnier, a los hermanos Thierry, a M. de Barante, a M. Villemains, al paciente Monteil? ¡Que la vergüenza tiña de rojo el fondo de sus corazones! Nosotros afirmamos que las diez librerías de París lo bastante audaces como para emprender este negocio incierto, no tienen, en toda Francia, un millón de ingresos. ¿Saben por qué maldecimos de este modo nuestro país? Lo diremos sin temor a ser acusados de hablar de dinero. La cuestión es demasiado importante, demasiado minúscula, demasiado singular, demasiado antipatriótica, demasiado extraña, demasiado inherente al corazón humano; nos pertenece, pinta la época, desvela la mezquindad reinante. En Francia, señores, en este bello país donde las mujeres son elegantes y graciosas como en ninguna otra parte, la mujer más bella espera pacientemente, para leer a Eugène Sue, a Nodier, a Gozlan, a Janin, V. Hugo, G. Sand, Mérimée, a que su modista haya terminado el libro, acompañada, por la noche, en su cama; a que la mujer del charcutero haya leído el desenlace y lo haya llenado de grasa, a que el estudiante haya dejado en él el perfume de su pipa y añadido sus observaciones lascivas o bufonas. En Francia, un libro, ese libro que es la ofrenda escrita del escritor, se pasea por todo el entorno familiar. Sí, hay quienes evitan incluso pagar el impuesto de dos céntimos del gabinete de lectura. «Présteme Notre-Dame, envíeme Jacques...» son frases que oímos de la boca de gentes ricas cuyo carruaje pasaría si fuera necesario por encima del cuerpo de un mendigo que pide dos céntimos para una pinta de vino, su particular literatura. Nadie dudaría en pagar cuarenta francos para ir a escuchar a Odry, a Arnal, a Bouffé, en pagar tres luises para ir a la Ópera; pero todavía hoy resulta inconcebible que alguien envíe doce francos a un librero para poder leer a sus anchas el libro virgen e impoluto, la nueva obra del momento, que proporciona varios días de lectura o varias horas de meditación, que hace viajar a través de la historia del país o de los recuerdos de la vida. No, ninguna de las diez mil familias adineradas, de las veinte mil personas acomodadas de Francia tiene cien francos para los veinte títulos sobresalientes que nuestra doliente nación publica cada año, ¡y los dan al periodismo! ¡Hola, bella Francia, Francia generosa, inteligente Francia! en honor de los grandes hombres la patria agradecida. Gracias por este epigrama sublime. Aristocracia, estás muerta: la igualdad triunfa; la duquesa espera a que su costurera haya leído La Salamandre antes de leerla; esperará, incluso hará sus pesquisas para no tener que dar al talento el óbolo ignorado, el único denario que el talento recibir pudiera. Este crimen social es una pequeña infamia secreta de la que no hay que avergonzarse. Hay ciudades en las que la Revue de Paris de enero se lee en diciembre. Mujeres elegantes estornudan sobre las Hojas de otoño porque un burgués ha dejado caer una brizna de tabaco al pasar la página. ¿Quién de nosotros no ha oído decir a algún millonario: «No he podido conseguir el libro; sigue en préstamo»? Diez millones para la más ingeniosa de las mediocridades, recaudados por las bufonadas de los comediantes, quinientos mil francos para los esfuerzos del talento. He ahí la cuestión que plantea este siglo. Ahora que ya conocen el problema, ¿a qué dedicarán sus esfuerzos? ¡Al teatro! «¡Ad circenses!» es en literatura como el grito de «¡A las armas!» en Guillermo Tell. ¿Qué quieren que les diga? Por un lado tenemos la estupidez de pago obligatorio; por otro, la brutal indiferencia ante las más bellas producciones. Un libro necesita de toda una vida; para una obra de teatro un mes es suficiente. Si vacilas, ¿qué eres? «Un idiota», dice la Chaussée-d’Antin. «Un hombre de talento», dice la élite. ¡En honor de los grandes hombres, la patria agradecida! En consecuencia, en el teatro, mil y pico autores de los que ni uno solo de ellos ha puesto en escena una creación propia; pues, en este siglo, ¡¿quién podría decir a justo título de su idea: serás eternamente Harpagon, Clarisse, Figaro?! ¿Quién de ustedes ha tenido el poder divino de nombrar? Desde que aquel dijera «Tú serás Jocrisse», nadie en los pequeños teatros ha hecho una creación viable. Por si fuera poco, las obras de teatro no duran en escena ni seis semanas. Por lo que han hecho falta tantas obras como días tiene el año; y para colmar las necesidades de un público jamás satisfecho, los autores se han valido de cualquier cosa, hasta de los libros de los vivos, como una rata que, al no encontrar qué comer en la bodega, acaba con las provisiones de la tripulación. El teatro se ha conducido con el libro según las palabras de Molière: «Je prends mon bien où je le trouve4». Debemos a Molière este funesto artículo de ley, aunque este artículo de ley no haya podido devolvernos a Molière.

Añadamos ahora el siguiente veredicto a los males que nos aquejan: la costumbre reniega de los libros. Algunos libreros han pensado que el precio de nuestros libros era excesivo. ¡Qué error! Nuestros libros no se venden tan caros como se vendían antes de la revolución; y, antes de la revolución, de doce escritores, siete recibían considerables pensiones pagadas o por soberanos extranjeros, o por la corte, o por el gobierno. Perecemos pues bajo el peso de una avaricia inaudita, porque la mujer elegante, el mecenas que no da siete francos por un libro de los que dos francos son para el autor, menos dará cuatro francos. Quizás vamos a ir demasiado lejos, pero sentimos la necesidad de tomar la defensa ante el tribunal de las conciencias (que, como Dios, pueden descender al fondo de los corazones) de varios artistas verdaderamente grandes, que algunos culpan a la ligera. No hablaremos de la nobleza de nuestra idea, de las excelentes obras aniquiladas por el desaliento que se apodera de hombres que hallan sus fuerzas en la desesperación. Entérense bien, el artista, so pena de no ser, es hombre de corazón. Algunas acciones, censurables en apariencia, pudieran ser reprochadas a estos grandes niños que se engrandecen únicamente empuñando la herramienta creadora. Pues bien, tras haber leído estas páginas, deberán ustedes dejar de acusarlos. Sus faltas son el resultado de vuestra avaricia. Que ellos asuman las penurias, asuman ustedes el crimen. Midan el perdón por la energía de sus facultades y no por su fría impotencia.

Al escribir estas líneas, nos hemos conmovido con las desgracias por venir. Ay, si nuestra voz fuese escuchada nos rebajaríamos a suplicar ante el país entero, para reanimar su patriotismo y evitar el suicidio de algunos corazones generosos. Señores, abordamos una cuestión que afecta a muchos intereses, que puede herir el amor propio; pero, si hubiésemos podido cantar sus alabanzas, la cuestión estaría zanjada. Cuando uno de nuestros grandes pintores hizo Ossian para rivalizar con los palacios aéreos de Girodet, todos nos alegramos. Non ut pictura poesis5; pero somos incapaces de albergar el menor resentimiento contra los felices mercaderes. �ión extranjera. Los medios de los que nos hemos ocupado, y que creemos eficaces, necesitan de esta asociación, la única capaz de hacer las gestiones necesarias (poco costosas por otra parte) para lograrlo. Sin duda sería un bello espectáculo que la república de las letras contase con sus propios embajadores, verla enviar a los países vecinos hombres eminentes que, rodeados de un esplendor mayor que el de los propios plenipotenciarios, se ocuparían personalmente de nuestros intereses. Hoy todavía resultaría ridículo un espectáculo al que faltase la Fe y los sentimientos que antaño hubiesen hecho de ella algo magnífico.

Señores, espero que los hombres a cargo de iluminar, de gobernar la época y de llevarla por el camino del progreso, no carecerán delextender la jurisdicción de sus cascabeles y de sus cantilenas, de sus copas y de sus puñales, a las obras vivas o muertas de un hombre que no hubiese creído necesitar suscribir una póliza de seguro contra las representaciones tdo nuestros derechos. Digámoslo bien alto. El talento precisa ayuda y auxilio. La creencia de que el talento se vuelve ocioso en la opulencia es un grave error. No, las más bellas obras han sido hijas de la opulencia. Rabelais trabajó siempre en medio de la ociosidad. Rafael se abastecía a manos llenas de los tesoros de Roma; Montesquieu, Buffon, Voltaire eran ricos. Bacon era canciller. Guillermo Tell, la ópera más imponente de Rossini, se debe a una época en que este gran genio había dejado de pasar necesidad, mientras que Mozart, como Weber, murió de miseria llevándose consigo obras maestras. Séneca, Virgilio, Horacio, Cicerón, Cuvier, Sterne, Pope, Lord Byron, Walter Scott han escrito sus más bellas obras en medio de honores y fortuna. Beethoven, Rousseau, Cervantes y Camõens son excepciones discutibles. Nadie se atreverá a decidir si el voluntario infortunio de Jean-Jacques es o no especulación de orgullo, un caso de soberbia enfermiza. Dejaremos en un lugar aparte a ciertos artistas extravagantes, corazones generosos que r utroque (en lo uno y en lo otro), la cuestión penal planteada sobre la facultad (puesta en tela de juicio por varios de nosotros) de adaptar un libro al teatro será juzgada a puerta cerrada y convenientemente debatida, para que dicha sentencia pueda convertirse en artículo de ley, si esta delicada materia admite algo más que una convención entre ambas sociedades.
Esta palabra «sociedad» nos servirá como transición natural para llegar a los métodos de defensa que creemos haber encontrado, y que es urgente emplear contra los atropellos legales, contra los atropellos extranjeros, contra los atropellos íntimos que acabamos de señalar. Estas penalidades, duramente sentidas, conciernen de cerca a varios negocios y al gran problema político de la balanza comercial que todo país quiere establecer en su beneficio.

Sobre este punto, y aunque la cuestión del interés literario pase a ser una cuestión de interés público, no esperen del gobierno que haga una encuesta sobre el estado de la literatura en tanto que interés material, como un producto que merezca interés, como un medio de someter a Europa, de reinar sobre Europa por el intelecto, en lugar de reinar por las armas. No, el gobierno nada ha de hacer. Nuestro gobierno, hijo de la prensa, está satisfecho con el actual estado de cosas y va a prolongarlo mientras pueda: su inercia es la prueba de ello. Nuestra salvación está en nosotros mismos. Está en una alianza de nuestros derechos, en e mutuo reconocimiento de nuestra fuerza. Por ello, es del más alto interés para todos nosotros que nos reunamos, que formemos una sociedad como los dramaturgos formaron la suya.
El autor de esta carta conoce bastante el mundo como para no tener la pretensión de imponerles sus propias ideas, sino de exponerlas y que puedan hacer nacer otras mejores, si no fuesen adoptadas. Aunque ávidos de reposo, amantes del silencio, tribunos por casualidad, no nos habríamos movilizado si no hubiésemos encontrado los medios para impedir en el futuro cualquier tipo de falsificación extranjera. Lejos de acabar con las librerías, como se proponen desde hace algún tiempo los especuladores, estos métodos os dejarían a todos en la posición en la que cada uno pueda encontrarse en relación a su librero. Si entre estos algunos se permiten no leer ni los libros que compran ni los que venden; si algunos son lo suficientemente ingeniosos como para barnizar su falta de formación con la impertinencia, hay también entre ellos, como en todas partes, gente honesta, generosa, instruida, hacia los cuales deben ustedes haber contraído ciertas obligaciones. Esta sociedad podría ejercer cierta influencia en la renovación de la librería; pero nada bueno será posible sin la participación de todas las voluntades en la consecución de un resultado que deberá aumentar nuestro bienestar, y que será la salvación de un negocio debilitado. Nuestra sociedad constituida sabrá exigir nuevas leyes sobre la propiedad literaria, dirimir los asuntos pendientes e impedirá la falsificación extranjera. Los medios de los que nos hemos ocupado, y que creemos eficaces, necesitan de esta asociación, la única capaz de hacer las gestiones necesarias (poco costosas por otra parte) para lograrlo. Sin duda sería un bello espectáculo que la reels=HONORÉ DE BALZAC

21 ene 2012

Javier Marías - Entrevista

-¿Considera a Negra espalda del tiempo como un espejo, donde se ven innumerables caras de una versión original de su libro Todas las almaspublicado en 1989?
-No exactamente, porque si Todas las almas hubiera sido como alguna gente creyó, un libro en clave en el cual retrataba (con pequeñas variaciones) a personas de la Universidad de Oxford con las que estuve en contacto, bueno pues sí se podría decir que quizá era un espejo en el sentido en el que de pronto podía estar revelando esas claves y diciendo: este personaje se corresponde con esta persona real. Pero como justamente no fue así, en la primera parte de Negra espalda… comento que fue lo contrario. Se produjeron los equívocos, la identificación errónea de los personajes. En esta (falsa) novela describo lo que a partir de eso sucedió en la vida real y no en la literatura. Más bien estaríamos hablando de una reafirmación de lo ficticio deTodas las almas.

-¿De dónde le surgen las ganas de armar un libro como Negra espalda del tiempo?
-De los hechos que han ido aconteciendo y han sido muy paulatinos. Ahora mismo esta anécdota, este detalle, van conformando una pequeña cuenta de episodios o de coincidencias, a veces de verdaderas rarezas. Supongo que quizá todo eso se conjuga y se convierte en el impulso para ponerme a escribir. Es lo que he dicho en alguna ocasión: el sentirme un poco invadido por una ficción. Regularmente la vida de los escritores, aunque esté disimulada o camuflada, de una u otra forma se desliza en sus ficciones, y en cambio es bastante raro que por el contrario una ficción comience a intervenir en la propia vida. Que afecte la realidad, no con hechos graves o algún trauma gravísimo, pero bueno sí, como si de pronto aquello cobrara vida.
Un libro en el que pasa algo que tiene que ver con eso, aunque no está en mi ánimo compararme con nadie y menos con Cervantes, es la segunda parte deEl Quijote. Es algo que siempre me fascinó de esa historia. Hay que ver que pasan diez años entre la publicación de la primera parte y la segunda. Y en ese lapso han ocurrido muchas cosas con el primer libro. A saber: se ha convertido en un éxito enorme, se ha traducido a numerosas lenguas muy rápidamente, y también ha existido la impostura del Quijote de Avellaneda. En la primera parte, Don Quijote y Sancho son estrictamente personajes de ficción. Los otros personajes de la novela no saben quiénes son, sino solamente ven a dos locos que aparecen ahí; en la segunda parte, el efecto de estos personajes en la realidad española se incorpora a la novela. El éxito de la vida real se inscribe en la ficción. En la segunda parte todo el mundo sabe sobre las hazañas de Sancho y Don Quijote; a su vez, ellos saben que todo lo que hagan va a quedar registrado, porque también se les comunica que sus aventuras han sido contadas y que todo el mundo las conoce. Entonces se reproduce un sentimiento de vértigo por la superposición de planos ficticios y reales. Ahora, no digo que tenga mucho que ver, ni que sea el mismo caso. Cualquiera diría, qué se cree éste que se está comparando con Cervantes. No. Lo único que quiero advertir es que la intrusión, de lo ficticio en lo real no se da muchas veces, y en mi vida se estaba dando. Y claro, era muy tentador contarlo. Todo esto aunado a lo que ya he dicho sobre la “negra espalda del tiempo”: lo que nos conforma de algún modo, pero no sucede o no ha sucedido.

-Y a todo esto, ¿en este su primer viaje a México ya pudo preguntarle al periodista Sergio González Rodríguez –ahora también personaje de ficción– por qué razón llevaba quince años mareada la mujer que conoció mientras investigaba la muerte de Wilfrid Ewart, en un hotel de la calle Isabel la Católica?
-La carta donde se refiere el hecho no es la de Sergio González, es la correspondencia que he mantenido con otro mexicano de nombre Rafael Muñoz Saldaña.

-A través de un artículo que Sergio González publicó, teníamos noticias de que él mismo le había escrito a usted con el seudónimo de Muñoz Saldaña.
-Pero si Muñoz Saldaña sí existe. Ayer lo vi y platicamos largamente.

-¿Era él?
-Sí, de carne y hueso, con cartilla de voto y todo.

-¿Esto es parte de lo que consignará en el segundo volumen de Negra espalda… o Retorcida espalda…?
-(Ríe). Ya veremos. Por lo pronto, como ve, siguen sucediendo cosas.

-¿El giro que toma la realidad en la ficción es una forma de escape?
-Al hacer novelas no pretendo escapar, salir de ella, compensarla o crear un mundo a mi gusto por medio de algo más ordenado, más armónico en el cual uno tiene el control. No escribo contra la realidad. Aunque es verdad que alguna vez he dicho que en la ficción se descansa de la realidad. También he comentado que todo escritor en el fondo ansiaría convertirse en un personaje de ficción. Pasar una parte del tiempo real, como solemos hacer los escritores de novelas, es pasarlo en un mundo aparte, un poco distinto. Y por el hecho uno puede decir que descansa, incluso se consuela de ciertas cosas. Pero tampoco es algo que necesite de manera perentoria. Puedo pasarme mucho tiempo sin escribir novelas y no me pasa nada. No tengo nostalgia, no tengomono -ríe-, o como dicen ustedes adicción a la ficción. Vivo muy tranquilo y me dedico a mis cosas. En dado el caso, sí, me alegro de que en mi propia vida haya una dimensión de ficción, que es la que yo cultivo de vez en cuando.

-Se ha dicho que esta Negra espalda del tiempo no es una autobiografía.
-De ninguna manera lo es.

-¿Ni desde el sentido en que revela la cara oscura, aquellos hechos malogrados de su vida como la ausencia de un hermano que no llegó a conocer?
-Son cosas que también en una novela existen. En una novela hay un narrador y aunque el narrador no cuente mucho su vida, es normal que al estar contando aparezcan cosas sueltas.

-Pero en este caso el narrador firma con su nombre y apellido.
-No creo que cuente mucho de mí mismo ni siquiera indirectamente. Sí, hay algunas cosas de mi vida. Pero tengo la sensación de que leyendo este libro todo está dicho con bastante pudor. Y que por leer este libro ningún lector va a saber mucho más de mí, que lo que ya sabía antes. Probablemente un dato: que soy zurdo, que cuando comencé a escribir lo hacía al revés. Datos, datos pequeños, pero no se sabe mucho más. Lo cual indica que no es un libro autobiográfico ni de memorias. No se cuentan muchos sentimientos, son datos que tampoco están cronológicamente ordenados, ni ligados. No creo que se pueda reconstruir el conjunto de mi vida. Es lo que a mí me parece, pero quien lea el libro seguramente será más objetivo de lo que yo pueda serlo.

-Esto lo relaciono con el gusto que le da pensar que los escritores son como fantasmas. Siguen rondando lo que alguna vez les importó, pero ya desde fuera. Apenas unos rasgos desdibujados. Tienen voz pero no corporeidad.
-Como figura literaria esa idea del fantasma siempre me ha atraído.

-¿Teniendo en cuenta las controversias que ha suscitado este libro no ha sentido miedo de convocar hechos de la realidad con el poder de la palabra?, ¿de que la ficción se materialice?
-Bueno, sí, en algún momento he dicho que uno debe tener cuidado con lo que escribe porque puede convertirse en realidad. Pero me ha ocurrido con pequeñas cosas. Lo que pasa es que no sé. Cuando me han ocurrido, tampoco son cosas muy aparatosas. Por poner un ejemplo: el inicio de Mañana en la batalla piensa en mí, en el que Marta Téllez muere en brazos del narrador. Esto no sólo no me ha pasado a mí, viene de mi imaginación –le juro que nadie ha muerto en mis manos nunca–, sino que tampoco temo en absoluto que me pueda suceder. Y en el supuesto de que me ocurriera, que se me muriera en los brazos una mujer casada, con un niño de dos años en el cuarto de al lado, pues aún así, creo que tampoco me daría un pavor espantoso. Tampoco pensaría que soy un demiurgo extraño. Es más, me parece tan normal que las coincidencias se den en la vida. Yo creo que le sucede a todo el mundo.

-Quizá lo que no existe es la paciencia para registrarlas.
-Sí, quizá. O a lo mejor me sucede más de lo que es común y por tanto no le doy demasiada importancia. No me entra la sensación de magia o milagro. Y sí a veces pasan cosas bastante chocantes, pero las tomo como: “¡Ah sí, ya!, es normal”. Porque la vida también es así. No es que yo crea en… no creo en nada. Ni en lo paranormal ni en la parapsicología. Me parece normalísimo el pensamiento que, sin duda, tiene mucho poder y rige la historia de la humanidad. Hay millones de personas pensando a la vez, entonces no es raro que se produzcan cortos circuitos, roces, como si se tratara de electricidad. En realidad lo chocante es que se produzcan tan pocos. Sería normal que continuamente, sucedieran reiteraciones, repeticiones de cosas que dos personas piensan a la vez. Eso de: “Estaba pensando en ti, cómo es que me llamas ahora”. ¡Bah!, eso debería pasar muchas veces.

-Digamos que lo que le viene mejor es más bien el espíritu detectivesco.
-¿Detectivesco? Sí, soy un poco. Pero más bien detective de los que están en su casa haciendo deducciones. Les dan los datos y están haciendo sus composiciones. Es una capacidad de pensar cosas, o de asociarlas, o de intuirlas, y bueno luego a veces uno se equivoca. Lo que en todo caso me da un poco de miedo, –y también esto puede parecer presuntuoso– es que a veces tengo la sensación de ver demasiado. Ver demasiadas cosas, ver demasiado en la gente. Eso nos pasa a todos, la mayor parte de la gente tiene ciertos latidos. Tienes una primera impresión y la dejas correr. No hay realmente motivo para pensar que esa persona va con segundas intenciones, sin embargo hay algo que te lo hace ver. Al escribir recupero cosas que en el momento de vivir, no me fijé. Y luego resulta que sí lo hice. Uno preferiría no ver demasiadas cosas aunque también, finalmente, se puede equivocar. Sin embargo, no importa del todo porque en el momento que lo percibes lo que cuenta es lo que estás viendo.

-¿Existe una intención de desafío? Entrever algo y pronunciarse por eso que se intuye para comprobar que puede ser realidad.
-No. Uno registra lo que va pasando. Nada más. Y ¿desafiar a qué o a quién?

-A los hechos. Algo parece ir en cierta dirección y uno decide actuar para modificar el rumbo. Usted ha puesto el ejemplo de adelantarse y propinar un golpe al que amenaza con decir algo que uno no quiere escuchar. O bien se tapa los oídos inermes para protegerse.
-Sí he puesto ese ejemplo, pero solamente sería válido si manejas el total conocimiento de lo que está por suceder. Para desafiar la dirección de las cosas habría que pensar a su vez que están predeterminadas y uno tiene que quebrar la línea. Sería absurdo desafiar algo que uno cree que no tiene cabeza. No creo que los hechos estén regidos por nada. Más bien lo que pienso que existe en la vida es un caos concatenado. Lo que sí, es que dentro de ese caos hay asociaciones y encadenamientos. Lo cual es lógico porque las personas están en contacto de un día a otro… Por lo que a mí respecta, nunca he podido ver que haya una predeterminación de nada por parte de nadie. Y como no creo en Dios, pues sería absurdo desafiar lo que no tiene dirección. No la veo.

-¿Entonces cómo es que Javier Marías se plantea el caos para construir una ficción?
-Lo que creo es que eso a lo que he llamado concatenación, no todo el mundo lo percibe de la misma manera. Hay hechos que se dan pero no todos los ven, porque no se fijan o porque no son de su interés. En ese sentido, tal vez yo, mientras escribo, sí tengo desarrollada cierta facultad o capacidad de alerta. Puedo ver relaciones que no son evidentes pero tampoco son inventadas. Por poner otro ejemplo, trivial, en la edición de bolsillo de Mañana en la batalla piensa en mí, al final hay algunas notas para aficionados al cine, a la literatura… Ahí cuento que algunas personas pensaron que la película sin sonido que se ve en la televisión durante toda la escena inicial de la muerte del personaje de Marta Téllez, es una película famosa de Billy Wilder que se llamaba en España, Perdición. Como la cinta era famosa, mucha gente pensó que se trataba de esa película, pero resulta que los actores habían hecho tres o cuatro películas juntos, y cuando yo hice el libro estaba pensando en otra comedia que había visto no mucho antes en la televisión, y no me acordaba del título. Hasta que de pronto, después de un tiempo, cuando los lectores comenzaron a decirme, ésa es Perdición, y no era, y me molesté en mirar el título, resultó que la película en inglés se llamaba Remember the night(Recuerda la noche), que es precisamente lo que el narrador se pasa haciendo toda la novela. No había por mi parte la voluntad de que coincidiera esa película, con el título alusivo a lo que sucede en el libro. Me di cuenta y dije: “Ah, qué gracia”. Y lo consigné, pero no le di la mayor importancia. Es posible que mucha gente no haya advertido ni siquiera esa coincidencia, además trivial.

-Los personajes que construye contienen todo el “caos”, me da la impresión que son una suma. Ha puesto en relieve que los integra no sólo lo que han hecho, sino lo que no han logrado. Eso se ve muy claro enNegra espalda del tiempo.
-Bueno, depende de quién la vea. Yo tiendo a ver esa suma, porque veo esas concatenaciones. En mis libros también se ha visto que hay un sistema de ecos, cosas que salen una primera vez y parece que no tienen importancia y luego van reapareciendo y de pronto parece que no eran tan anecdóticas o superficiales. Hay gente que no lo cree. No solamente no es que yo tenga la totalidad de la historia y ponga tal imagen a sabiendas de que luego la usaré y la ampliaré. No, sino que cuando aparece la segunda o la tercera vez tiene un sentido distinto, ya tiene otra dimensión para mí y supongo que para los lectores también. Sin embargo, no es algo deliberado. Corrijo sobre la marcha, pero no cambio toda la historia. Me aplico al mismo conocimiento que rige la vida. Uno puede desear a los 40 años que a los 15 hubiera hecho no sé qué, pero no se puede ya. Se atiene a lo que hizo. Yo me atengo a lo que escribí en la página 2, y si en la 200 hay algo, es porque la 2 fue como fue.

-¿Qué piensa de la vanidad, tan común en el medio literario?
-¿Hablando de lo que uno ha hecho? Si fuera un escritor idiota, como los hay, que me fascinara con las cosas que se me ocurren o me quedara embelesado con mi creación, pues entonces podría vanagloriarme. Sin embargo, más allá del medio literario, también está el caso del director de cine que se detiene y se deleita con un plano que él mismo ha construido. Para el escritor significaría recrearse por causa de determinado tratamiento o por el desarrollo de un capítulo o unas líneas en particular. Y lo peor es que no es obra de un mal cálculo, es evidente que se entusiasma con lo que él mismo hace, como si no tuviera control sobre ello. Hay gente así. A mí me parece un poco difícil que uno mismo se extasíe con lo que ha realizado. Puede parecer falsa modestia que diga cosas como ésta, pero así es. Cuando algunas personas me muestran admiración que considero excesiva por los libros que hago, yo no puedo compartirla, por una razón muy simple: yo los hago. Y sé cómo los hago. No digo que no me cueste trabajo. Pero puesto que los hago y los he hecho, francamente no les puedo ver demasiado mérito. Es como si yo me admirara de las cosas que hace un cirujano, pero a lo mejor el cirujano, puesto que lo logra, lo sabe hacer y sabe cómo lo ha hecho, a lo mejor tampoco diría que esto es maravilloso.

17 ene 2012

Decálogo imperfecto del imperfecto novelistas

(glosas ambiguas a Horacio Quiroga)


Uno. El novelista, más que creer en sus maestros, se los apropia. Entra a saco en ellos, los expolia como un ejército invasor y, cuando ha obtenido todo lo que necesitaba, los deja atrás. Frente a las grandes novelas se comporta igual que frente a la realidad: como un parásito. Lee para aprender a escribir y escribe para aprender a leer. Y nunca ha sido muy dado, de todas formas, a divinizar a nadie.


Dos. El novelista desconfía de la perfección. Se ha dado cuenta de que las novelas donde nada sobra, donde todo es pertinente, suelen ser las más pedestres, las menos iluminadoras. Sabe que de los excesos y las impertinencias surgen, a menudo, las mejores páginas. Intentará entonces que sus caprichos parezcan imprescindibles o, cuando menos, parte de un orden secreto. Cuando un crítico le señala páginas que se podrían quitar, que no aportan nada a la trama, calladamente se muere de la risa.


Tres. El novelista no escribe porque desee triunfar: escribe porque no tiene más remedio (la idea de triunfo, en todo caso, le parece una baratija y fuente de interminables malentendidos). Escribir es su única manera de estar en el mundo, pero también y sobre todo un vicio, una adicción malsana que lo obliga a menudo a desatender a quienes quiere. Esto lo atormenta.


Cuatro. El novelista empieza a escribir sin saber adónde va. Es más: escribe esa novela (y no otra) precisamente porque no sabe adónde va. La novela es una forma de saberlo, de descubrir algo que estaba oculto, de echar luz sobre lugares oscuros. Comenzar sabiendo lo que escribirá le parece una pérdida de tiempo. No le interesa explicar lo que ya conoce, sino revelar lo que también él ignora.


Cinco. El novelista desconfía de la simplicidad. Si un escritor se ufana de que sus novelas se pueden leer sin diccionario, lo más probable es que los diccionarios sean más interesantes que sus novelas. Para el novelista –Conrad, Joyce, Proust, Céline, Faulkner–, el lenguaje es como una caja de herramientas, y le parece profundamente inquietante que a la hora de su muerte todavía le queden llaves o tuercas sin usar.

Seis. El novelista escribe desde la insatisfacción: porque quisiera ser y no es, porque desea y no satisface el deseo, porque pregunta y no le responden. Nadie que esté plenamente contento escribe novelas. El novelista no escribe para sí mismo (cuando algún colega dice que “escribe para expresarse”, al novelista le dan arcadas), pero tampoco escribe para sus lectores. Esta contradicción también lo atormenta.

Y siete. El novelista odia muchas cosas (es más: muchas veces escribe justamente por eso), pero la primera es aquella frase de Horacio Quiroga: “Un cuento es una novela depurada de ripios”. El novelista sabe que tampoco para Quiroga era verdad semejante tontería; se pregunta, entonces, para qué perdió el tiempo escribiéndola. Para el novelista, la novela hace cosas que ninguna invención humana es capaz de hacer, y el mundo no existe hasta que es narrado en una novela. Tiene esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

10 ene 2012

Decálogo personal

Uno. Tres atributos perseguirás: la originalidad en las ideas, la maestría en la ejecución y el elemento artístico en la escritura (Julio G. Martínez).

Dos. No creerás ni te dejarás convencer de que la literatura es una sola y puede reducirse a tal o cual ismo. “No escuches ni a quienes te encerrarían en rincones de ella, diciéndote que solo habita aquí o allá, ni a quienes querrían persuadirte de que despliega sus alas enteramente fuera de la vida, respirando un aire superfino y apartando la cabeza de la verdad de las cosas” (Henry James).

Tres. No creerás en las falsas dicotomías de lenguaje versus trama, realismo versus ficción, novedad versus tradición. Experimentarás en tu obra estas oposiciones hasta superarlas (Paul Bénichou).

Cuatro. No creerás en los clichés románticos de personajes supuestamente desobedientes. “Cuando mis personajes se rebelan, yo les recuerdo quién es el jefe” (Patricia Highsmith). Tampoco creerás que hay textos escritos con sangre o con vísceras (toda ficción es un artificio), ni preferirás la combinatoria de la asociación libre o las simulaciones del azar a la creación paciente y deliberada. Antes de proclamarte vanguardista recordarás que el vanguardismo también es una tradición, que acaba de cumplir cien años.

Cinco. Escribirás sobre aquello en lo que no puedes dejar de pensar (Jerzy Kosinski).

Seis. Recordarás que la novela debe competir con la vida (Henry James).

Siete. No irás por detrás de tu texto con explicaciones y coartadas, como quien trata de empujar con soplidos la flecha ya disparada (Julio Cortázar). Di tu palabra y rómpete (Nietzsche).

Ocho. Tratarás al éxito y al fracaso como dos impostores (Rudyard Kipling).

Nueve. Serás sucesivamente el camello que se deja cargar, el león en el desierto y el niño. “Absorberlo todo, combatirlo todo, olvidarlo todo” (Nietzsche).

Diez. A partir de cierta edad, las coincidencias con otros escritores o las novedades te importarán menos que lo que creas verdadero (Borges).

Once. Te opondrás al nihilismo sin dejar de ser ateo (Tzvetan Todorov).
Y doce. Buscarás en tu literatura lo fundamental para que el arte exista: la humanitas, el sentido apasionado de la condición humana

8 ene 2012

Tao Lin - Entrevista

A los personajes de Bret Easton Ellis en Less tan zero parece que les hayan golpeado con un martillo en la cabeza. ¿Qué les pasa a los tuyos? Siempre se tiene la sensación de que están muy pero que muy por detrás de sus propios cuerpos. ¿Cómo consigues ese efecto?
El problema de la mayoría de mis personajes es que se sienten solos o están tristes. Los médicos dirían de muchos de ellos que tienen un “trastorno de angustia social”. Cuando están con más gente se ponen nerviosos y tienen miedo, sobre todo si están en una situación donde se espera que hablen, cosa que les hace sentirse alienados y solos y tristes.
Siguiendo con la comparación (¿tal vez odiosa?) con Ellis. En su caso, las actitudes desangeladas parecen una respuesta (drogas mediante) a un estilo de vida muy determinado. En tu caso, no me parece tanto una cuestión social como fisiológica, la transcripción de una enfermedad del alma. ¿Te interesa ese tipo de escritura, más europea, la de un Beckett o un Thomas Bernhard?
A Beckett no lo he leído demasiado pero Bernhard me gusta mucho. Lo que más me ha gustado de él ha sido Tala. Me identifico con el narrador de ese libro, que parece odiar a todo el mundo y también a sí mismo. Creo que mis personajes son en realidad bastante felices: están seguros que algún día encontrarán amigos y amigas y novios y novias con los que estén a gusto y que podrán hacer cosas divertidas e interesantes con estos amigos. Les gusta la gente y hay cosas que les emocionan y les gusta bromear y divertirse. Seguramente el único problema que tienen es que están siempre ansiosos y son tímidos y puede que no tengan los mismos intereses que la mayoría de la gente.
que aventure un breve análisis de tu obra. En tus obras el uso de una escritura ‘de chat’, poco compleja en su base,—me refiero ahora a prosa y poesía— parece estar al servicio de una estrategia mayor que la del mimetismo realista: automatizar el relato, serializarlo, inducir a una atmósfera de aburrimiento (que va directa al estómago del lector) e incrustar ahí una serie de sorpresas anímicas que están cerca de lo tragicómico: las figuraciones animales (el hámster en Cognitive-Behavioral Therapy, que convoca la carcajada y una ansiedad soterrada), las figuraciones surrealistas (los osos, aliens y delfines de Eeeee, eee, eeee, cuyo humor en el fondo acojona) y la figuración bobalicona (la couple deRichard Yates, cuyas tonterías nos hacen reír pero dejan un rastro triste al pasar la página o los objetos parlantes de tu poesía, en la línea de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?).
Me gusta tu análisis.
¿Es la falta de madurez una consecuencia de la edad en Dakota y Haley o es su propia guerra preventiva?
No estoy seguro de que sean inmaduros. Es que realmente no sé qué significa ser maduro o inmaduro. Sé que hay gente capaz de reprimir sus necesidades y centrarse en las de los otros y creo que eso es lo que la gente entiende por madurez. Si es así creo que Dakota Fanning es muy madura pero también, hasta cierto punto, sumisa. Siguiendo esta definición, Haley Joel Osment es más inmaduro que Dakota Fanning. Pero no pienso en ellos como personas inmaduras. Creo que los dos están intentando cambiar mucho en poco tiempo, y eso es difícil. Si jugasen a baseball tendrían agujetas cada día y tendrían entrenadores que les gritarían, pero la gente vería eso como algo positivo. Yo veo su relación de igual manera que les vería entrenar para conseguir algo difícil. Los dos quieren algo positivo -dejar de mentir, comer sano, hacer lo que dicen, hacer feliz al otro- y están muy centrados en conseguir sus objetivos. La novela acaba en el clímax de esa lucha, seguramente. Si la novela tuviera cien páginas más el lector quizá descubriría que los dos personajes son más felices y que hasta cierto punto han cumplido sus objetivos.
En la línea del estilo serializante que te comentaba, Vicente Luis Mora escribió un texto largo (que creo que leíste) donde se preguntaba por el recurso de nombrar a los personajes de Richard Yates siempre por su nombre y apellido. ¿Podemos enmarcar esa decisión en ese primer tratamiento (llamémosla fase de filtros) de distanciamiento, para que el lector (como aventura Mora) nunca pueda lograr una empatía cálida con ellos?
Simplemente me pareció divertido que esos fueran sus nombres. Cuando leo el libro soy consciente que los personajes han de tener un nombre, pero tanto me da cuál sea, porque representan personajes. Los nombres podrían ser 2093182 y 5820193, que el libro, para mí, sería el mismo. Si la gente me llama John o Mike o Júpiter o Ulises sigo siendo yo mismo, sigo siendo cualquiera que sea el efecto que hago sobre el mundo, sigo siendo lo que digo y lo que hago y lo que pienso y lo que siento. Al ponerles nombres de gente famosa más o menos estoy diciendo que no importa mucho el nombre que les pongas. Pero tienen que tener nombres. Así que escogí algo gracioso y un poco arriesgado. No quiero que la gente no pueda empatizar con mis personajes.
de mis suposiciones, yo no diría que tu estilo sea minimalista. Más bien lo emparentaría con los usos barrocos de la sugestión ilusoria (¿acaso la profundidad de la escritura ‘de chat’ no es una forma de trampantojo?) y con su retórica de la empatía piadosa (todas esas ‘chicas marchosas’ y las ‘expresiones faciales neutras’ son caracterizaciones verdaderamente tristes)…
Creo que he utilizado dos estilos diferentes. Diría que tanto en Richard Yates como en Shoplifting from American Apparel (que Alpha Decay publicará en breve, creo) el estilo se basa en utilizar palabras específicas y evitar abstracciones y que el texto sea fácil de leer y que haya también una variedad en las frases para que sea interesante. En otros libros he usado estilos que incluyen frases largas, guiones, punto y comas, abstracciones, fragmentos de frases, etcétera.
En Richard Yates hay un problema muy chungo de comunicación cuya ejecución es siempre problemática: la presencia ausente. Ya sea en las conversaciones de chat, donde no hay posibilidad para el abrazo, mientras que el cara a cara no nos asegura nada sobre la verdad, y la mentira entre la pareja acecha continuamente. ¿Es Richard Yates una novela sobre la incomunicación con el otro? ¿Estamos tan jodidos?
Richard Yates, para mí, es una novela sobre dos personas que se gustan mucho pero que, como todas o casi todas las relaciones, tienen problemas, problemas que intentan solucionar. Creo que sus problemas son únicos, pero también creo que todos los problemas son únicos. La veo simplemente como una novela sobre dos personas que se gustan; podría transcurrir en Australia o en el año 200 a. C. o en el 20.000 d. C., en la luna o en Rusia.
¿Cuál es la relación entre tu poesía y tu prosa? ¿Qué poetas te interesan? ¿Hay alguna influencia particular en tus dos poemarios?
No sé si se relacionan de algún modo. Sólo veo que las dos salen de mi cerebro. Me gustan Matthew Rohrer, Michael Earl Craig, Ben Lerner y los que he publicado en muumuuhouse.com. No creo que en mi primer poemario haya una influencia directa de otro libro en particular. En el segundo estuve muy influenciado por A Green Light de Matthew Rohrer y por la poesía de Ben Lerner.
Hablaba antes de lo tragicómico, aunque quizá es más adecuado hablar de una ingenuidad muy blanca, veraniega, que se precipita hacia lo siniestro. Esta idea está muy bien captada, sobre todo, en los delfines y en los aliens asustados de Eeeee, eee, eeee. Uno piensa en losRabbits de David Lynch. ¿Te interesa esa ambivalencia casi emo del surrealismo?
No recuerdo los conejos de Lynch. No intento pensar en qué palabras definen mis libros. Me centro en escribir y dependiendo de mi estado de ánimo parecerá alegre, triste, surrealista, irreal, aburrido, salvaje, emocionante o cualquier otra cosa. No tengo una única postura sobre ello y creo que seguramente nadie la tiene. Me gusta la música emo de Samiam, Sunny Day Real Estate, I Hate Myself, Mineral y otros grupos.

5 ene 2012

Ser escritor (fragmento)

-Una palabra innecesaria puede estropear un buen cuento; una página innecesaria estropea a un buen lector.-

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En cuarenta años de literatura aprendí dos o tres cosas más, pero, por decirlo así, son de orden moral. Por ejemplo: corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, es un trabajo espiritual.-

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La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo.-

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Héctor tizón: Uno de los pocos narradores contemporáneos que ha llevado el género histórico a la categoría de gran novela. Uno de nuestros mejores escritores. Como vive en Yala, los porteños simulan que no existe.-

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Lo mejor que se ha dicho sobre el cuento es lo que Edgar Poe escribió en su ensayo sobre Nathaniel Hawthorne. No pienso facilitarte las cosas reproduciéndolo. Tendrás que encontrarlo solo. Un escritor es un buscador de tesoros. Los descubre o no. Esa es la única diferencia entre la biblioteca de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas llamadas cultas.-

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Deberás pensar por lo menos una vez por día en esta frase de Nietzsche: "Un escritor debería ser considerado como un criminal que, sólo en casos rarísimos, merece el perdón o la gracia: esto sería un remedio contra la invasión de los libros".-

***

Si la palabra mercado te hace pensar "persa", quizá no seas muy original pero todavía estás a tiempo. Si la palabra mercado te hace pensar en la venta de tu libro, no insistas con la literatura.-

***

Estamos atravesando por lo que yo llamaría una crisis universal del sentido. La religión, la ciencia, el arte, ya no dan respuestas a nadie. El fin de la historia, el fin de las ideologías, la muerte de las utopías, quieren decir sencillamente que no le vemos un sentido al mundo. La pregunta, entonces, sería: ¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe.

***

-Si yo fuera pedagogo, recomendaría a los jóvenes que dejen de leer estupideces, se olviden de los dictámenes académicos, y le peguen una hojeadita a los libros de José Ingenieros. Muy pocos hombres pensaron bien y, al mismo tiempo, escribieron bien en nuestro país. Ingenieros fue uno de esos raros.

1 ene 2012

DOS POEMAS

El poema de la mente en el acto de hallar...

El poema de la mente en el acto de hallar
Lo que habrá de bastarle. No siempre hubo de hallar:
La escena era precisa: repetía
Lo que había en el guión.
Entonces el teatro
Cambiaba en algo más. Y su pasado era un recuerdo.

Ha de vivir. Saber el habla del lugar.
Ha de encarar a los hombres del tiempo,
Hallar a las mujeres del tiempo; pensar acerca de la guerra
Y hallar lo que habrá de bastarle. He de
Edificar un escenario nuevo, estar sobre el escenario
Y, tal actor insaciable, lentamente y con
Meditación decir palabras que en el oído
En el más delicado oído de la mente, repitan
Exactamente lo que quiere oír, en cuyo
Sonido, un invisible auditorio escucha
No la pieza, sino a sí mismo, expresada en una
Emoción como de dos personas, como de
Dos emociones convirtiéndose en una. El acto r es
Un autor metafísico en lo oscuro, tañendo
Un instrumento, tañendo tensas cuerdas que producen
Sonidos que atraviesan súbita equidad, que contienen
En su totalidad la mente, debajo de la cual no puede
Descender, fuera de la que no habrá de subir. Debe
Ser el encuentro de una satisfacción, y
Quizá de un hombre patinando, una mujer que baila, una
Mujer peinándose. El poema del acto de la mente.








El poema que ocupó el lugar de una montaña

Allí estaba, palabra tras palabra,
El poema que ocupó el lugar de una montaña.

Él aspiraba de su oxígeno,
Incluso cuando el libro yacía del revés sobre el polvo, en su mesa.

Le trajo a la memoria cómo necesitó
De algún lugar para seguir su rumbo,

Cómo llegó a recomponer los pinos,
A trasladar las rocas, abrir camino entre las nubes,

Para una perspectiva que sería perfecta,
Donde él se consumase en una inexplicable consunción:

La exacta roca en donde sus inexactitudes
Descubriesen, al fin, el panorama hacia el que había tendido,

Donde pudiese yacer y, contemplando el mar,
Reconocer su hogar, único y solitario.

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