31 ene 2011

“Escribir es la única manera de hablar callando” (Entrevista)


¿De dónde surgió el deseo de coleccionar novelas?
Un bisabuelo que se aburría de enseñar literatura inglesa en la Sorbona se puso a coleccionar las primeras ediciones de todas las novelas contemporáneas inglesas y francesas que encontraba. Mi abuelo materno, que enseñaba también en la Sorbona pero sin aburrirse, y que fue un célebre gramático durante los años de entreguerra, abarrotó las estanterías con todo lo que se publicaba en Champion, en Budé, Teubner, Droz... Yo completé la colección como pude, con ediciones extranjeras, fotocopias, fotografías. Extendí la colección al campo del sánscrito; después me interesé progresivamente en los chinos, los egipcios, los mesopotámicos. Con total excitación incluí las novelas más hermosas del mundo: las sagas en nórdico antiguo. El valor de todo esto completamente vil. Pero la colección es única o al menos, singular.
¿Podría proporcionarnos una definición del género “novela”?
No, tan sólo diré que es diferente de todos los géneros, diferente de la definición. En relación con los géneros y todo lo que tiende a generalizar, la novela es aquello que degenera, que degeneraliza. Donde existe un siempre, ponga un a veces, donde hay un todos, ponga algunos y entonces comenzaremos a acercarnos a la novela. […] Cuando se trabaja con un novelista, antes de pensar en dar el manuscrito para la preparación de su apariencia y hacerlo llegar al impresor, se enfrenta uno a cinco tipos de dificultades: la elaboración de la intriga, la situación de los personajes, la alternancia de las descripciones, la repartición de diálogos y finalmente el empleo del tiempo. A decir verdad, estos cinco nidos de problemas son los cinco rasgos definitorios: la novela es un objeto de lenguaje que consta de al menos dos escenas, más de dos personajes, más de tres lenguajes (dos para formar el diálogo que contrasta con el fondo narrativo), más de dos lugares y más de dos tiempos (para ir de unos a otros). Si un laudero te dice esto, no implica ponerte un Stradivarius entre las manos, sino un embrión práctico que, de manera inconsciente, puede empezar a imantar epítetos junto a nombres propios. Porque finalmente la novela es un poco así: nombres propios que se dirigen hacia sus epítetos.
¿Habría para nosotros una suerte de función originaria y universal de la novela?
Sí, cuyo elemento onírico proporciona la idea por analogía. De entre todas las especies, somos una que está sometida al sueño, repetimos por la noche la experiencia del día. Debemos satisfacer la necesidad de una autorrepresentación de la vida. No existe una representación más rica de la psique humana que la novela. Con respecto a ésta, la pintura, la música, el cine, el teatro, la escultura, la arquitectura, incluso la filosofía o la poesía son pobres. El relato humano sexualizado responde quizá a una especie de prerracionalidad necesaria, específica, confusa. Esta necesidad de relato es particularmente intensa en ciertos momentos de la existencia individual o colectiva; por ejemplo, cuando hay una depresión o una crisis. El relato proporciona un recurso único, y es claro que no hay una estadística, ensayo, consejo o medicamento que satisfagan esta exigencia. Una manera cercana al inconsciente, vulgar, de responder a ella es el relato psíquico que nosotros llamamos novela.
Díganos más ampliamente su diagnóstico sobre la novela contemporánea.
Sufre a la vez de empobrecimiento morfológico y de frustración funcional. El linaje dominante, en Francia, después de Flaubert, es el de la novela ideológica, la novela de tesis. Una novela que teme disolverse en el imaginario, en la identificación, en lo sensorial y que se protege tras las ideas o bajo la pantalla del estilo. De Flaubert a Zola, a Bourget, a Anatole France, a Barrès, a Mauriac, a Romain Rolland, a Malraux, a Sartre, a Camus hay, según yo, una especie de corriente continua de nuestra literatura que nos viene de Napoleón III. Pero este linaje es morfológicamente muy pobre porque está dominado por el súper ego, por el miedo a lo desbordado, el miedo al afecto. Algo notable, o al menos gracioso, es que este linaje avanza a golpe de críticas ideológicas (lo que llamábamos teoría en los años cincuenta), como novela ideológica. El fondo, la cuestión es que no hay novela “tradicional”. Desde el alba de las lenguas hay una proliferación de tradiciones novelescas. En Francia, los teóricos inventaron repetidas veces un fantasma de novela tradicional para combatir esta sobreabundancia. Ciertamente existe una historia de ese odio. En el siglo XVII eran Nicole, Bossuet, Pascal, Racine, Boileau. En el siglo XX la crítica que Breton, Aragon, Valéry, Claudel, Caillois o Jabès dirigen a la novela es la misma que formulaba Rousseau seguido por los revolucionarios. Es la misma que la que Sartre dirige a Mauriac y la que inhibe a Mauriac y es la misma que Robbe-Grillet dirige a Sartre. Ahora, Sartre escribe de hecho —a unos cuantos pobres estereotipos cercanos— la misma novela que Mauriac, igual que la Nueva Novela, se inscribe en realidad dentro del mismo linaje formal. Es el reinado del mismo contenido cubierto con una ruptura teórica, mas no retórica. Esto desembocó, hoy en día, en la limitación suplementaria de las posibilidades morfológicas introducida por la Nueva Novela, un completo academicismo. Conocemos de memoria las prescripciones más o menos religiosas: la novela al interior a la novela, la desintegración de la acción, los estertores, el silencio, la blancura, los diálogos lengua de madera en los que la pobreza congela la profundidad, los diversos retruécanos, la desidentificación de los personajes, la burla de la intriga... no sé por qué cuando me aproximo a la calle Bernard-Palissy me invade una dulce y anticuada molestia. En el aire flota el incienso delicioso de un dios de la muerte, un poco de flor azul. El Bouvard y Pecuchet de Flaubert era ya un desafío, una caricatura de la novela por el odio a la novela. El desarrollo de esta ambición de hacer una novela que no fuera víctima de su propia magia, que fuera una contra-novela, terminó por engendrar un nuevo estilo bombero, intensamente repetitivo, rígido, cubierto de arrugas, estereotipado.

¿Es a esta novela [ideológica] a la que usted opone la función novelesca tal como acaba de definirla?
Hay novela donde hay función de fides: creer en todo lo que pasa. […] Toda autorrepresentación del mundo, por involuntaria que sea, tiene la oportunidad de testimoniar sobre el mundo. Es lo contrario del realismo. Las novelas más bellas instalan a los seres que surgen de sus hendiduras en una especie de zona de transición a medio camino entre el sueño y la alucinación. Es una fe que no ignora su ficción, sino que juega con ella, y fluye en una suerte de jadeo, de voluptuosidad, de transferencia, ante lo deseable. En toda lectura, se necesita que el deseo de creer (y el de ser creído por quien escribe) sea satisfecho. Eso es la identificación: conmoverse ante la pérdida del que pierde, triunfar con quien triunfa. El autor tiene la misma obligación de fides, de coalescencia. Una novela atrapa o no atrapa. Es el único criterio: o se instala en la vida de un autor durante unos años y prolifera en él como un minúsculo tumor cancerígeno, se extiende en la totalidad del organismo del cual se ha vuelto parásito; o el autor debe cambiar de oficio. Se puede escribir un ensayo voluntariamente. Una novela no se escribe voluntariamente.
¿Es éste el sentido de la experiencia que usted encuentra en los autores antiguos a los que tanto apego tiene?
Voy a darle dos definiciones de novela que me parecen, en efecto, mostrar una comprensión muy profunda de su naturaleza y su necesidad. La primera es de un buen autor de houa-pen, Ling Mong-chu. Después de dos intentos, la diosa del mar le reveló a Cheng Tsé el secreto del éxito: yo tomo lo que los demás abandonan. Una nota al margen de 1628, de la mano del mismo Ling Mong-chu extiende esta definición para toda novela: la novela no debe contener el mínimo de otro género literario: poema, ensayo, mito, sino recoger de cada uno de estos géneros lo que para ellos es imposible decir. La novela no tiene otro objeto que desechar en su propio provecho la suciedad de los otros géneros fijos: la sexualidad, el homing, las zonas de preferendum, los sentimientos. La segunda definición es de uno de los más grandes novelistas romanos, Albucius Silus, que dijo que la novela era: “el lugar en donde se recogen todos los sordidissima”. Las cosas groseras y concretas. Es el lugar del “a veces”, de las cosas indignas y las palabras bajas. El padre de Séneca le pidió un día ejemplos de sordidissima, Albucius le respondió: “Los rinocerontes, las letrinas y las esponjas”. Más tarde agregó a las cosas sordidísimas los animales familiares, los adúlteros, el alimento, la muerte de los conocidos, los jardines. Pensamos en los libros de horas que coleccionaba el duque de Berry. Es la zona de encantamiento de lo que los romanos llamaban sordidissima o de lo que los anglosajones llaman homing: las mujeres recogidas ante el fuego y cuyo sexo miramos, los hombrecillos que laboran o cortan las vides. Pescadores que tienden su red sobre el Orge. Hombres y mujeres que se bañan desnudos en el río con las piernas abiertas como las ranas. En primer plano las urracas y los cuervos picotean en el quai Voltaire. Un hombre derriba bellotas para alimentar a sus puercos, golpeando el roble con un bastón. De la misma manera, todo cuento auténtico tiene la obligación de traer a la vida ordinaria una o dos pruebas extraídas de la zona de encantamiento: pequeños guijarros, un pan de especias, un sombrero rojo, dulces, un pudín, manchas de sangre en número de tres, galletas, una gota de aceite ardiente vertida por distracción. Es exactamente lo que Albucius entendía por “sordidisimo”. Me parece que estas declaraciones de los romanos, que pueden parecer pueriles o extrañas, tienen un amplio alcance. El campo de la novela, como el de los sueños o el de los relatos, está en los detalles, no ya verdaderos sino verosímiles, más incluso que la propia verdad. La autorrepresentación de la lengua y de la psique sólo puede sostenerse en las pequeñas palabras y en las pequeñas cosas sórdidas. Hay que trabajar con aquello que los otros desechan, con aquello que desprecia la corte, con lo que el discurso repudia, con aquello que es omitido por la conciencia de una época. Todo lo que escapa a estos actores voluntarios, o cortesanos, o conscientes en su preocupación por tener el control a cualquier precio, es la verdad de la novela.
Si pudiera caracterizar con un término la situación actual del novelista en relación con su homólogo de, digamos, hace cincuenta años, ¿cuál sería?
Diría que es mucho más libre pero que aún no tiene la suficiente conciencia. Se queda en los decretos de las prohibiciones y de las inhibiciones, paralizado por la vergüenza de hacer lo que los antiguos proscribían, porque, en realidad, nada más lo retiene. La literatura no está sometida a un sistema político o ideológico limpio, como hace cincuenta años. La depreciación de la Universidad y de la enseñanza es extrema y para el creador, la desvalorización de este aspecto es algo positivo. La teoría reventó. Ahora se reduce a una religión de un fanatismo trémulo y agonizante. Paradójicamente, y por cualquier tipo de motivos, el descrédito de la crítica aumenta con esta ausencia de restricciones. Ya no representa un poder de intimidación. Se agrega también como elemento favorable el hecho de que el francés mengua en pureza y en influencia. La situación en la que varias lenguas se frecuentan es eminentemente propicia a la dialogia, a la distancia de lenguajes que se encuentran frente a frente y al placer que se toma a esa distancia, a los hallazgos que ahí se prodigan. Esto quizá sólo es real para el novelista, pero sí lo fue para el imperio de Alejandro. Fue cierto para el imperio romano. Lo fue para el imperio inglés. Para el imperio francés. El desengaño en el que nos ha sumergido el entusiasmo por las literaturas extranjeras, la rusa o la latinoamericana, la alemana, ha incitado a numerosos lectores a leer más y más lejos, China, Japón o las literaturas antiguas. Yo mismo no soy más que el polvo que atestigua este movimiento que describo rápidamente. La curiosidad es siempre más grande. Los desafíos se incrementaron. Las traducciones [...] y la recepción que tiene lo que uno escribe causa también mucho placer y motiva. Esta situación apasiona de nuevo al Lejano Oriente, a Islandia, Australia. La novela francesa o la novela italiana presentan hoy más variedad y abundancia que la novela austriaca o estadunidense. Además el aislamiento corre el riesgo de provocar la involución hacia una comunidad monolingüe sin novela: que prefiere ir directo a la autoridad, a la moral, a la monodia, a la poesía. La novela francesa estuvo demasiado sometida a las ideas y el estilo. Desafortunadamente no es mediante el dominio de una forma de escritura como se hace brotar lo desatado o el sueño. La forma debe ser una apasionante anestesia, pero que no existe sino para permitir a lo más profundo, a lo más deseable salir a la superficie. Sirve para permitir que la luz intemporal de la zona de encantamiento se derrame sobre todas las cosas y fulgure un poco. Hablando como los artistas visuales de nuestro tiempo: se necesita un poco más de scanning, un poco menos de focalización. Por suerte algo dejó de obedecer, de repetir. A cada escritor que me dice: “¡No se puede escribir así, no se pueden poner comillas, [..] ya no se puede usar el imperfecto!” Le respondo: “Te proteges demasiado. Estás demasiado apegado a las convenciones, a los estereotipos, a las ideas, a los temores, a las leyes. No piensas más que en la energía, en el detalle gratuito, en el juego”. A la obra fragmentaria, demasiado controlada, fría, limpia, intelectual, a la muerte, habría que preferir tal vez la obra larga, la obra que sobrepasa la capacidad de la mente, la obra en donde perdemos el camino, más fluida, más sucia, más primaria, más sexual, la obra en el corazón de la cual ya no sabemos bien qué hacer. Se cuenta que los dos primeros miedos, prehumanos, hablan de la soledad y la oscuridad. Nos gusta hacer venir a voluntad un poco de compañía y de luz fingidas. Son las historias que leemos y que sostenemos en nuestras manos por las tardes con la intención de conservar esa dulzura sin nombre que es el arte. Necesitamos que la muerte y sus formas se retiren. Debemos dejar de racionalizar, de ordenar esto o prohibir aquello. Lo que necesitamos es que caiga un poco de luz nueva, como un “privilegio”, sobre los “sordidismos” de este mundo. Lo que necesitamos es una desprogramación de la literatura.

28 ene 2011

Prefacio

Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y bajas, los ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso era que solo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me habla encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Pero, por supuesto, yo no lo sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al principio fue muy divertido. Dejé de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento mas alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y, después de aquello, cayó el látigo!
Así como algunos jóvenes practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me ejercitaba yo con mis plumas y papeles. Sin embargo, nunca discutí con nadie mi forma de escribir; si alguien me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas, yo le contestaba que hacia los deberes. En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis tareas literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del dialogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.
De hecho, los escritos mas interesantes que realice en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas narraciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Descripciones de algún vecino. Habladurías del barrio. Una suerte de informaciones, un estilo de «ver» y «oír» que mas tarde ejercerían verdadera influencia en mi, aunque entonces no fuera consciente de ello, porque todos mis escritos «serios», los textos que pulía y mecanografiaba escrupulosamente, eran mas o menos novelescos.
Al cumplir diecisiete años, era un escritor consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento de mi primer concierto público. Según estaban las cosas, decidí que me encontraba dispuesto a publicar. Envié cuentos a los principales periódicos literarios trimestrales, así como a las revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de la llamada ficción «de calidad» —Story, The New Yorker, Harper's Bazaar, Mademoiselle, Harper's, Atlantic Monthly—, y en tales publicaciones aparecieron puntualmente mis relatos.
Mas tarde, en 1948, publique una novela: Otras voces, otros ámbitos. Bien recibida por la crítica, fue un éxito de ventas y, asimismo, debido a una extraña fotografía del autor en la sobrecubierta, significó el inicio de cierta notoriedad que no ha disminuido a lo largo de todos estos años. En efecto, mucha gente atribuyo el éxito comercial de la novela a aquella fotografía. Otros desecharon el libro como si fuese una rara casualidad: «Es sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien.» ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo día tras día durante catorce anos! No obstante, la novela fue un satisfactorio remate al primer ciclo de mi formación.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany's, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años intermedios, experimenté en casi todos los campos de la Literatura tratando de dominar un repertorio de formulas y de alcanzar un virtuosismo técnico tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Desde luego, fracase en algunas de las áreas exploradas, pero es cierto que se aprende mas de un fracaso que de un triunfo. Se que aprendí, y mas tarde pude aplicar los nuevos conocimientos con gran provecho. En cualquier caso, durante aquella década de investigación escribí colecciones de relatos breves (A Tree of Night, A Christmas Memory), ensayos y descripciones (Local Color, Observations, la obra contenida en The Dogs Bark), comedias (The grass Harp, House of Flowers), guiones cinematográficos (Beat the Devil, The Innocents), y gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, la obra mas interesante que produje durante toda esa segunda fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de artículos y, a continuación, en un libro titulado The Muses Are Heard. Trataba del primer intercambio cultural entre la URSS y los EE. UU.: un recorrido por Rusia llevado a cabo en 1955 por una compañía de negros americanos que representaba Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve «novela real» cómica: la primera.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su versión sobre la realización de una película, The Red Badge of Courage; con sus cortes rápidos, sus saltos hacia adelante y hacia atrás, también era como una película y, mientras la leía, me pregunte que habría pasado si la autora hubiese prescindido de su rígida disciplina lineal al recoger los hechos de modo estricto y hubiera manejado su material como si se tratara de ficción: ¿habría ganado el libro, o habría perdido? Decidí que, si se presentaba el tema apropiado, me gustaría intentarlo: Porgy and Bess y Rusia en lo mas crudo de su invierno parecía ser el tema adecuado.
The Muses Are Heard recibió excelentes criticas; incluso fuentes por lo general poco amistosas hacia mi se inclinaron a alabarlo. Sin embargo, no atrajo ninguna atención especial y las ventas fueron moderadas. Con todo, aquel libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber encontrado justamente una solución para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.
Durante varios años me sentí cada vez mas atraído hacia el periodismo como forma artística en sí misma. Tenía dos razones. En primer lugar, no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la literatura en prosa, ni en la literatura en general, desde la década de 1920; en segundo lugar, el periodismo como arte era un campo casi virgen, por la sencilla razón de que muy pocos artistas literarios han escrito alguna vez periodismo narrativo, y cuando lo han hecho, ha cobrado la forma de ensayos de viaje o de autobiografías. The Muses Are Heard me situó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía.
No fue hasta 1959 cuando algún misterioso instinto me orientó hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas—, y no fue hasta 1966 cuando pude publicar el resultado, A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, su personaje, un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: «Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte.» O palabras parecidas. En cualquier caso, mister James lo expone en toda la línea; nos está, diciendo la verdad. Y la parte mas negra de las sombras, la zona más demencial de la locura, es el riguroso juego que conlleva. Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están ansiosos por morder la bala y pasar la plancha de los piratas, tienen mucho en común con otra casta de hombres solitarios: los individuos que se ganan la vida jugando al billar y dando cartas. Mucha gente pensó que yo estaba loco por pasarme seis años vagando a través de las llanuras de Kansas; otros rechazaron de lleno mi concepción de la «novela real», declarándola indigna de un escritor «serio»; Norman Mailer la definió como un «fracaso de la imaginación», queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir acerca de algo imaginario en vez de algo real.
Si, fue como jugarse el resto al póquer; durante seis exasperantes arios estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos, pero seguí dando cartas, jugando mi mano lo mejor que sabia. Luego resultó que tenia un libro. Varios críticos se quejaron de que «novela real» era un termino para llamar la atención, un truco publicitario, y que en lo que yo había hecho no figuraba nada nuevo ni original. Pero hubo otros que pensaron de modo diferente, otros escritores que comprendieron el valor de mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios escribiendo «novelas reales» (The Armies of the Night, Of a Fire on the Moon, The Executioner's Song), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas como «novelas reales». No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo, y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio.
La línea en zigzag que traza mi fama como escritor ha alcanzado una altura satisfactoria, y ahí la dejo descansar antes de pasar al cuarto, y espero que último, ciclo. Durante cuatro arios, mas o menos de 1968 a 1972, pase la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo, catalogando mis propias cartas y las cartas de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de situaciones y conversaciones) de los arios de 1943 a 1965. Tenía intención de emplear mucho de ese material en un libro que planeaba desde hacia tiempo: una variante de la novela real. Titule el libro Answered Prayers, que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: «Más lágrimas se derraman por las plegarias respondidas que por las no satisfechas.», En 1972 empecé a trabajar en ese libro escribiendo el último capítulo en primer lugar (siempre es bueno saber adónde va uno). Después, escribí el primer capitulo, «Unspoiled Monsters». Luego, el quinto, «A Severe Insulte for the Brain». A continuación, el séptimo, «La Cote Basque». Seguí de esa manera, escribiendo diferentes capítulos con el orden cambiado. Solo podía hacerlo porque la trama o, mejor dicho, las tramas eran reales, así como todos los personajes: no era difícil tenerlo todo en la cabeza, porque yo no había inventado nada. Y, sin embargo, Answered Prayers no esta pensada como un roman a clef ordinaria, una forma donde los hechos están disfrazados como ficción. Mi propósito es lo contrario: eliminar disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976, publique cuatro capítulos de ese libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de ciertos círculos, donde pensaron que yo estaba traicionando confianzas, abusando de amigos y/o enemigos. No tengo intención de discutirlo; el tema incluye política social, no mérito artístico. Nada más diré que lo único que un escritor debe trabajar es la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación, y no puede negársele el derecho a emplearlo. Se puede condenar, pero no negar.
No obstante, deje de trabajar en Answered Prayers en septiembre de 1977, hecho que no tiene nada que ver con ninguna reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción ocurrió porque yo me encontraba ante un tremendo montón de problemas: sufría una crisis creativa, y, al mismo tiempo, personal. Como la última no tenia relación, o muy poca, con la primera, solo es necesario aludir al caos creativo.
Ahora, a pesar de que fue un tormento, me alegro de que ocurriese; en el fondo, modificó enteramente mi concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cocas, y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo que es realmente cierto.
Para empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero escribir de menos. Sencilla, claramente, como un arroyo del campo. Pero note que mi escritura se estaba volviendo demasiado densa, que utilizaba tres páginas para llegar a resultados que debería alcanzar en un simple párrafo. Una y otra vez leí todo lo que había escrito de Answered Prayers, y empecé a tener dudas: no acerca del contenido, ni de mi enfoque, sino sobre la organización de la propia escritura. Volví a leer A sangre fría y tuve la misma impresión: había demasiados sectores en los que no escribía tan bien como podría hacerlo, en los que no descargaba todo el potencial. Con lentitud, pero con alarma creciente, leí cada palabra que había publicado, y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la energía y todos los atractivos estéticos que encerraban los elementos del texto. Aun cuando era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a veces con solo un tercio, de las facultades que tenía a mi disposición. ¿Por que?
La respuesta, que se me reveló tras meses de meditación, era sencilla, pero no muy satisfactoria. En verdad, no hizo nada para disminuir mi depresión; de hecho, la aumentó. Porque la respuesta creaba un problema en apariencia insoluble, y si no podía resolverlo, más valdría que dejase de escribir. El problema era: ¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura —digamos el relato breve— todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues esa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; había fuerza, pero al ajustarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabia acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente. Pero ¿cómo?
Volví a Answered Prayers. Elimine un capitulo y volví a escribir otros dos. Una mejora; sin duda, una mejora. Pero lo cierto era que debía volver al parvulario. ¡Ya andaba metido otra vez en uno de aquellos desagradables juegos! Pero me anime; sentí que un sol invisible se levantaba por encima de mi. No obstante, mis primeros experimentos fueron torpes. Me encontraba realmente como un niño con una caja de lápices de colores.
Desde un punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer completamente al margen. Por lo común, el periodista tiene que emplearse a si mismo como personaje, como observador y testigo presencial, con el fin de mantener la credibilidad. Pero ere que, para el tono aparentemente distanciado de aquel libro, el autor debería estar ausente. Efectivamente, en todo el reportaje intente mantenerme tan encubierto como me fue posible.
Ahora, sin embargo, me situé a mí mismo en el centro de la escena, y de un modo severo y mínimo, reconstruí conversaciones triviales con personas corrientes: el administrador de mi casa, un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, mi dentista. Tras escribir centenares de páginas acerca de esa sencilla clase de temas, terminé por desarrollar un estilo: había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca del escribir.
Mas tarde, utilizando una versión modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos breves. El resultado es el presente volumen: Música para camaleones.
¿Y cómo afectó todo esto a mi otro trabajo en marcha, Answered Prayers? En forma muy considerable. Entretanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio.

27 ene 2011

Poesìa


En la Biblioteca

Para Octavio

Hay un libro llamado
“Diccionario de Ángeles”.
Nadie lo ha abierto en cincuenta años,
lo sé, porque cuando lo abrí
sus tapas crujieron, las páginas
se derrumbaron. Allí descubrí
que los ángeles habían sido una vez tan numerosos
como especies de moscas.
El cielo al ocaso
Solía estar espeso de ellos.
Había que agitar las manos
para mantenerlos apartados.
Ahora el sol brilla
a través de las altas ventanas.
La biblioteca es un lugar apacible.
Ángeles y dioses se apilaban
en libros oscuros no abiertos.
El gran secreto está
en algún estante junto al cual la Srta. Jones
pasa todos los días en sus rondas.
Ella es muy alta, de modo que mantiene
su cabeza inclinada como si escuchara.
Los libros están susurrando.
Yo no oigo nada, pero ella sí.



El significado

Oculto como aquel niño pequeño
que no pudieron encontrar
el día que jugaba a las escondidas
en un parque lleno de árboles muertos.
¡Nos damos por vencidos! Gritaron.
Estaba oscureciendo.
Tuvieron que llamar a su madre
para que le ordenara salir.
Primero ella lo amenazó,
luego tuvo miedo.
Al fin escucharon una ramita
Quebrarse tras sus espaldas,
¡y ahí estaba!
el enano de piedra, el ángel de la fuente.



Carta

Queridos filósofos: me pongo triste cuando pienso.
¿A vosotros os pasa lo mismo?
Justo cuando estoy a punto de hincar los dientes en el noumenon,
alguna novia antigua me viene a distraer.
“¡Ni siquiera está viva!” grito a los cielos.
La luz invernal me hizo tomar ese camino.
Vi lechos cubiertos con frazadas grises idénticas.
Vi hombres de mirada sombría sosteniendo mujeres desnudas
mientras las maguereaban con agua fría.
¿Era para calmarles los nervios o castigo?
Fui a visitar a mi amigo Bob quien me dijo:
“Alcanzamos lo real cuando vencimos la
seducción de las imágenes”.
Yo estaba dichoso, hasta que me di cuenta
de que tal abstinencia nunca sería posible para mí.
Me sorprendí mirando por la ventana.
El padre de Bob llevaba a su perro a pasear.
Se movía dolorosamente; el perro lo aguardaba.
No había nadie más en el parque,
sólo árboles desnudos con una infinidad de formas trágicas
que hacían más difíciles las cosas.

26 ene 2011

Date prisa, no te muevas, o la cosa al final de la escalera, o nuevos fantasmas de mentes viejas

Date prisa, no te muevas. Es la lección de la lagartija. Para todos los escritores. Cualquiera sea la criatura superviviente que observen, verán lo mismo. Saltar, correr, congelarse. En su capacidad de destellar como un párpado, chasquear como un látigo, desvanecerse como vapor, aquí en un instante, ausente en el próximo, la vida se afirma en la tierra. Y cuando esa vida no se precipita en la huida, con el mismo fin está jugando a las estatuas. Vean al colibrí: está, no está. Igual que el pensamiento se alza y parpadea este vaho de verano; la carraspera de una garganta cósmica, la caída de una hoja. ¿Y dónde fue ese murmullo...?
¿Qué podemos aprender los escritores de las lagartijas, recoger de los pájaros? En la rapidez está la verdad. Cuanto más pronto se suelte uno, cuanto más deprisa escriba, más sincero será. En la vacilación hay pensamiento. Con la demora surge el esfuerzo por un estilo; y se posterga el salto sobre la verdad, único estilo por el que vale la pena batirse a muerte o cazar tigres.
Y entre las fintas y huidas, ¿qué? Ser un camaleón, fundirse en tinta, mutar con el paisaje. Ser una piedra, yacer en el polvo, descansar en agua de lluvia, en el tonel que hace tanto tiempo, junto a la ventana de los abuelos, llenaba el canalón de desagüe. Ser vino de diente de león en la botella de ketchup cubierta y guardada con una leyenda en tinta: Mañana de junio, primer día de verano de 1923. Verano de 1926, noche de fuegos artificiales. 1927: último día de verano. ÚLTIMO DIENTE DE LEÓN, 1 de octubre.
Y de todo esto, fraguar el primer éxito como escritor, a veinte dólares el cuento, en Weird Tales.
¿Cómo empezar a escribir algo nuevo, que dé miedo y aterrorice?
En general uno tropieza con la cosa. No sabe qué está haciendo y de pronto está hecho. No se propone reformar cierta clase de literatura. Es un desarrollo de la vida propia y los miedos nocturnos. De repente mira alrededor y ve que ha hecho algo casi nuevo.
El problema para cualquier escritor de cualquier campo es quedar circunscrito por lo que se ha hecho antes o lo que se imprime día a día en libros y revistas.
Yo crecí leyendo y amando las tradicionales historias de fantasmas de Dickens, Lovecraft, Poe, y más tarde Kuttner, Bloch y Clark Ashton Smith. Intentaba escribir historias fuertemente influidas por varios de esos escritores y lograba confeccionar pasteles de barro de cuatro capas, todos lenguaje y estilo, que negándose a flotar se hundían sin dejar rastro. Era demasiado joven para identificar el problema; estaba demasiado ocupado imitando.
Entré casi a tumbos en mi identidad creativa durante el último año de la secundaria, cuando escribí una especie de larga reminiscencia del hondo barranco de mi pueblo natal, y del miedo que me daba de noche. Pero no tenía ninguna historia que se adecuara al barranco, por lo que el descubrimiento de la verdadera fuente de mi futura obra se retrasó un tiempo.
A partir de los doce años escribí al menos mil palabras por día. Durante mucho tiempo por encima de un hombro la mirada de Poe, mientras por sobre el otro me observaban Wells, Burroughs y casi todos los escritores de Astounding y Weird Tales.
Yo los amaba y ellos me sofocaban. No había aprendido a mirar hacia otro lado y, en el proceso, no a mirarme a mí mismo sino a lo que sucedía detrás de mi cara.
Sólo pude encontrar un camino cierto en el campo minado de la imitación cuando empecé a descubrir los gustos y ardides que acompañan a las asociaciones de palabras. Al fin resolví que si uno va a pisar una mina, mejor que lo haga por cuenta propia. Volar, por así decir, por las propias delicias y desesperanzas.
Empecé a tomar breves notas describiendo amores y odios. Durante mis veinte y veintiún años vagué por mediodías de verano y medianoches de octubre, presintiendo que en algún lugar de las estaciones brillantes y oscuras debía haber algo que era mi verdadero yo.
Tenía veintidós cuando una tarde al fin lo descubrí. Escribí el título «El lago» en la primera página de una historia que se terminó dos horas más tarde, sentado ante mi máquina en un porche, al sol, con lágrimas cayéndome de la nariz y el pelo de la nuca erizado.
¿Por qué el pelo de punta y la nariz chorreante?
Me daba cuenta de que por fin había escrito un cuento realmente bueno. El primero en diez años. Y no sólo era un buen cuento sino una especie de híbrido, algo al borde de lo nuevo. No un cuento de fantasmas tradicional sino un cuento sobre el amor, el tiempo, el recuerdo y el ahogo. Se lo envié a Julie Schwartz, mi agente para revistas populares, y a ella le gustó pero dijo que no era una historia tradicional y quizá costara venderla. Weird Tales dio unas vueltas alrededor, lo tocó con una vara de tres metros y al fin decidió, qué demonios, publicarlo aunque no se adecuara a la revista. ¡Pero debía prometer que la próxima vez escribiría un buen cuento de fantasmas tradicional! Me dieron veinte dólares y todo el mundo feliz.
Bien, algunos de ustedes conocen lo demás. Desde entonces, en cuarenta y cuatro años, «El lago» se ha vuelto a publicar decenas de veces. Y fue el cuento que llevó a diversos editores de otras revistas a alzar la cabeza y fijarse en el chico del pelo de punta y nariz mojada.
¿Recibí de «El lago» una lección rápida, dura o aun fácil? No. Volví a escribir cuentos de fantasmas a la antigua. Porque era demasiado joven para comprender mucho sobre la escritura y tardé años en percatarme de mis descubrimientos. La mayor parte del tiempo vagaba por todos lados y escribía mal.
A los veinte y algo mi narrativa extraña era imitativa, con alguna sorpresa ocasional de concepto y acaso una sorpresa de ejecución, mi escritura de ciencia-ficción era abismal y mis cuentos de detectives rayaban en lo ridículo. Estaba profundamente influido por mi querida amiga Leigh Brackett, con quien solía encontrarme todos los domingos en la Playa del Músculo de Santa Mónica, California, para allí leer sus superiores cuentos sobre el Marte Agreste o envidiar y tratar de emular sus historias del Agente de la Flynn.
Pero durante esos años empecé a hacer listas de títulos, a escribir largas líneas de sustantivos. Eran provocaciones, en última instancia, que hicieron aflorar mi mejor material. Yo avanzaba a tientas hacia algo sincero escondido bajo el escotillón de mi cráneo.
Las listas decían más o menos así:
EL LAGO. LA NOCHE. LOS GRILLOS. EL BARRANCO. EL DESVÁN. EL SÓTANO. EL ESCOTILLÓN. EL BEBÉ. LA MULTITUD. EL TREN NOCTURNO. LA SIRENA. LA GUADAÑA. LA FERIA. EL CARRUSEL. EL ENANO. EL LABERINTO DE ESPEJOS. EL ESQUELETO.
En esa lista, en las palabras que simplemente había arrojado al papel confiando en que el inconsciente, por así decir, alimentara a los pájaros, empecé a distinguir una pauta.
Echando a la lista una mirada, descubrí que mis viejos amores y miedos tenían que ver con circos y ferias. Recordé, luego olvidé, y luego volví a recordar, cómo me había aterrorizado la primera vez que mi madre me había llevado al tiovivo. Con el organillo gritando y el mundo dando vueltas y los saltos de los terribles caballos, yo añadí mis chillidos al bochinche. No volví a acercarme al tiovivo durante años.
Cuando décadas más tarde lo hice, me precipitó directamente en La feria de las tinieblas.
Pero mucho antes de eso seguí haciendo listas. EL PRADO. EL ARCÓN DE LOS JUGUETES. EL MONSTRUO. TlRANOSAURIO REX. EL RELOJ DEL PUEBLO. EL VIEJO. LA VIEJA. EL TELÉFONO. LAS ACERAS. EL ATAÚD. LA SILLA ELÉCTRICA. EL MAGO.
Sobre el margen de estos sustantivos, entré a los tumbos en un cuento de ciencia-ficción que no era un cuento de ciencia-ficción. Mi título era «C de cohete». Se publicó con el de «Rey de los Espacios Grises» y contaba la historia de dos chicos, grandes amigos, de los cuales uno era elegido para la Academia Espacial y el otro se quedaba en el pueblo. Todas las revistas de ciencia-ficción lo rechazaron porque, al fin y al cabo, no era sino una historia sobre una amistad puesta a prueba por las circunstancias, aun cuando las circunstancias fuesen un viaje espacial. A Mary Gnaedinger, de Famous Fantastic Mysteries, le bastó mirar el cuento una vez para publicarlo. Pero, una vez más, yo era demasiado joven para ver en «C de cohete» el tipo de cuento que, como escritor de ciencia-ficción, me ganaría la admiración de algunos y las críticas de muchos que observaban que yo no era un escritor de ficciones científicas sino un escritor «popular», ¡qué cuerno!
Seguí haciendo listas, relacionadas no sólo con la noche, las pesadillas, la oscuridad y objetos en desvanes, sino con los juguetes con que juegan los hombres en el espacio y las ideas que encontraba en las revistas policíacas. Del material policiaco que a los veinticuatro años publiqué en Detective Tales y Dime Detective, la mayor parte no vale la pena leerla.
De vez en cuando me pisaba el cordón suelto y hacía un buen trabajo con el recuerdo de México, que me había dado miedo, o del centro de Los Ángeles durante los disturbios de Pachucho. Pero tardaría la mejor porción de cuarenta años en asimilar el género de suspense-y-misterio-detectivesco y conseguir que funcionara en mi novela La muerte es un asunto solitario.
Pero volvamos a mis listas. ¿Y por qué volver? ¿Adónde los estoy llevando? Bien, si alguno de ustedes es escritor, o espera serIo, listas similares, sacadas de las barrancas del cerebro, lo ayudarán a descubrirse a sí mismo, del mismo modo que yo anduve dando bandazos hasta que al fin me encontré.
Empecé a recorrer las listas, elegir cada vez un nombre, y sentarme a escribir a propósito un largo ensayo-poema en prosa.
En algún punto a mitad de la primera página, o quizás en la segunda, el poema en prosa se convertía en relato. Lo cual quiere decir que de pronto aparecía un personaje diciendo «Ése soy yo», o quizás «¡Esa idea me gusta!». Y luego el personaje acababa el cuento por mí.
Empezó a hacerse obvio que estaba aprendiendo de mis listas de nombres, y que además aprendía que, si los dejaba solos, si los dejaba salirse con la suya, es decir con sus propias fantasías y miedos, mis personajes harían por mí el trabajo.
Miré la lista, vi ESQUELETO y recordé las primeras obras de arte de mi infancia. Dibujaba esqueletos para asustar a mis primitas. Me fascinaban las desnudas muestras médicas de cráneos y costillas y esculturas pélvicas. Mi canción favorita era «No es ser infiel / quitarse la piel / y bailar en huesos».
Recordando mi temprana obra plástica y mi canción favorita, un día me dejé caer en el consultorio de mi médico con dolor de garganta. Me toqué la nuez, y los tendones de los lados del cuello y le pedí consejo experto.
—¿Sabes qué tienes? —preguntó el doctor.
—¿Qué?
—¡Descubrimiento de la laringe! —graznó—. Tómate una aspirina. ¡Dos dólares, por favor!
¡Descubrimiento de la laringe! ¡Dios mío, qué hermoso! Volví a casa trotando, palpándome la garganta, y después las rodillas, y la medulla oblongata, y las rótulas. ¡Moisés santo! ¿Por qué no escribir el cuento de un hombre aterrorizado que descubre debajo de la piel, en la carne, escondido, un símbolo de todos los horrores góticos de la historia: un esqueleto?
El cuento se escribió solo en unas horas.
Aunque el concepto era perfectamente obvio, nadie en la historia de la escritura de cuentos de misterio se había sentado a garabatearlo. Yo caí con él en la máquina y salí con un relato flamante, absolutamente original. Había estado acechando bajo mi piel desde que a los seis años dibujara una calavera con dos huesos cruzados.
Empecé a juntar presión. Ahora las ideas venían más rápido, y todas de mis listas. Subía a rondar por los desvanes de mis abuelos y bajaba a sus sótanos. Escuchaba las locomotoras de medianoche que aullaban por el paisaje del norte de Illinois, y era la muerte, un cortejo funeral que se llevaba a mis seres queridos a un cementerio lejano. Me acordé de las cinco de la mañana, de las llegadas del Ringling Brothers o el Barnum and Bailey en la madrugada y los animales desfilando antes del amanecer, rumbo a los prados vacíos donde las grandes tiendas se alzarían como setas increíbles. Me acordé del Señor Eléctrico y su silla eléctrica viajera. Me acordé de El Mago Piedranegra que jugaba con pañuelos y hacía desaparecer elefantes en el escenario de mi pueblo. Me acordé de mi abuelo, mi hermana y de varias tías y primas, para siempre en sus ataúdes, en camposantos donde las mariposas se posaban en las tumbas como flores y las flores volaban sobre las lápidas como mariposas. Me acordé de mi perro, perdido durante días, volviendo a casa una noche de invierno, muy tarde, con la pelambre llena de nieve, barro y hojas. Y de esos recuerdos ocultos en los nombres, perdidos en las listas, empezaron a estallar, a explotar las historias.
El recuerdo del perro y su pelambre invernal se convirtió en «El emisario», un cuento sobre un niño, en cama, enfermo, que envía a su perro a que junte las estaciones en el cuerpo y vuelva a informarle. Y entonces, una noche, el perro regresa de un viaje al cementerio y trae «compañía».
Un título de la lista, LA VIEJA, se convirtió en dos historias. Una fue «Había una anciana», sobre una dama que se niega a morir, y que desafiando a la Muerte, exige a los enterradores que le devuelvan el cuerpo; y la segunda, «Temporada de incredulidad», sobre unos niños que se niegan a creer que una vieja haya sido alguna vez joven, muchacha, niña. La primera apareció en mi primera colección, Dark Carnival. La segunda pasó a formar parte de un ulterior examen de asociaciones de palabras y que se llamó El vino del estío.
Sin duda ya podemos ver, pienso, que son la observación personal, la fantasía rara, la extraña presunción lo que da resultado. A mí me fascinaban los viejos. Intentaba desentrañar su misterio con los ojos y una mente joven, pero me dejaba continuamente estupefacto darme cuenta de que en un tiempo ellos habían sido yo, y que en un día lejano yo sería ellos. ¡Absolutamente imposible! No obstante, situación espantosa, trampa terrible, allí estaban, ante mis propios ojos, esos niños y niñas encerrados en cuerpos viejos.
Volviendo a hurgar en mi lista, me detuve en el título EL FRASCO, producto de mi azorado encuentro con una serie de embriones exhibidos en una feria cuando tenía doce años y una vez cuando tenía catorce. En los lejanos días de 1932 y 1934 los chicos, por supuesto, no sabíamos nada, absolutamente nada del sexo y la procreación. Pueden imaginar pues mi estupefacción cuando, errando por una exposición de feria, vi un montón de fetos de humanos y gatos y perros exhibidos en frascos con marbetes. Me horrorizaron la mirada de esos muertos nonatos y los nuevos misterios de la vida que ellos metieron en mi cabeza esa noche y a lo largo de los años. Nunca les hablé a mis padres de los frascos y los fetos en formol. Había tropezado, sabía, con ciertas verdades que era mejor no discutir.
Desde luego, todo esto afloró cuando escribí «La jarra», y la feria y la exposición de fetos y todos los viejos terrores se me vertieron de las puntas de los dedos a la máquina. Al fin el viejo misterio había encontrado reposo en un relato.
En mi lista encontré otro título: LA MULTITUD. Y, mecanografiando con furia, recordé una conmoción terrible cuando, a los quince años, salí corriendo de la casa de un amigo para enfrentarme con un coche que se había llevado por delante una valla callejera y había salido disparado contra un poste de teléfono. El coche estaba partido por la mitad.
Había dos muertos en el asfalto y una mujer murió justo cuando yo llegaba, el rostro hecho una ruina. Un minuto después murió otro hombre. Y uno más murió al día siguiente.
Yo nunca había visto algo así. Volví a casa aturdido, chocando con los árboles. Tardé meses en superar el horror de la escena.
Años más tarde, con la lista ante mí, recordé unas cuantas cosas peculiares de aquella noche. El accidente había ocurrido en una intersección flanqueada a un lado por fábricas vacías y un patio de escuela abandonado, y al otro por un cementerio. Yo había ido corriendo desde la casa más cercana, que estaba a unos cien metros. Sin embargo en un instante, al parecer, se había reunido una multitud. ¿De dónde había salido? Con el tiempo sólo conseguí imaginar que algunos, de extraño modo, habían salido de las fábricas vacías o, más extrañamente aún, del cementerio. Después de escribir apenas unos minutos se me ocurrió que sí, esa multitud era siempre la misma multitud, que se reunía en todos los accidentes. Eran víctimas de accidentes de hacía años, destinadas fatalmente a volver y rondar los escenarios de accidentes nuevos.
Una vez que di con esta idea, el cuento se terminó solo en una tarde.
Mientras, los artefactos de feria se iban juntando cada vez más, y sus grandes huesos ya se abrían paso a través de mi piel. Más y más largas, yo seguía haciendo excursiones poéticas en prosa sobre circos que llegaban mucho después de medianoche. Un día de esos años, cuando tenía poco más de veinte, iba rondando un Laberinto de Espejos del viejo muelle de Venice con mis amigos Leigh Brackett y Edmond Hamilton, cuando de pronto Ed exclamó: «Larguémonos de aquí antes de que Ray escriba un cuento sobre un enano que viene todas las noches a mirarse en un espejo que lo alarga». «¡Eso es!», grité yo, y corrí a casa a escribir «El enano». «Así aprenderé a morderme la lengua», dijo Ed a la semana siguiente, cuando leyó el cuento.
EL BEBÉ de la lista era yo, claro.
Recordé una vieja pesadilla. Era sobre nacer. Me recordé en la cuna, con tres días de edad, aullando por la experiencia de haber sido empujado al mundo: la presión, el frío, el chillido vital. Recordé el seno de mi madre. Recordé al médico, a mi cuarto día de vida, inclinándose hacia mí con un escalpelo para llevar a cabo la circuncisión. Recordé, recordé.
Cambié el título de EL BEBÉ por el de «El pequeño asesino». Ese cuento ha sido antologado docenas de veces. Y yo había vivido la historia, al menos en parte, desde mi primera hora de vida y sólo la había recordado de veras a los veintipico.
¿Escribí relatos basados en todos los sustantivos de mis páginas y páginas de listas?
En absoluto. Pero sí sobre la mayoría. El ESCOTILLÓN, apuntado en 1942 o 1943, no afloró hasta hace tres años, en un cuento que publicó Omni.
Otra historia sobre mi perro y yo tardó más de cincuenta años en aflorar. En «Bendígame, padre, pues he pecado» fui hacia atrás en el tiempo para revivir una paliza que le había dado a mi perro a los doce y por la cual no me había perdonado nunca. Escribí el cuento para examinar por fin a aquel muchacho cruel, triste, y dar descanso eterno a su fantasma y el del perro amado. Dicho sea de paso, era el mismo perro que en «El emisario» volvía del cementerio con «compañía».
En esos años, junto con Leigh, mi maestro era Henry Kuttner. Él me sugería que leyera autores —Katherine Anne Porter, John Collier, Eudora Welty— y libros —El fin de semana perdido, La carne de un hombre, Lluvia en el umbral— que iban a enseñarme cosas. En algún momento me dio un ejemplar de Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson. Al terminar el libro me dije: «Un día quisiera escribir una novela con gente parecida pero que pase en Marte». De inmediato apunté una lista de la clase de tipos que me gustaría plantar en Marte, a ver qué sucedía:
Me olvidé de Winesburg, Ohio y de la lista. Con los años, escribí una serie de cuentos sobre el Planeta Rojo. Un día levanté la vista y el libro estaba terminado, la lista completa y Crónicas marcianas en vías de publicarse.
Ahí tienen, pues. En suma, una serie de nombres, algunos con adjetivos insólitos, que describían un territorio desconocido, un país no descubierto, parte de él Muerte, el resto Vida. Si no hubiera urdido esas recetas para el Descubrimiento, nunca me habría transformado en el picoteante arqueólogo o antropólogo que soy ahora. Ese grajo que busca objetos brillantes, extrañas carcasas y fémures deformes en los túmulos de basura que tengo en el cráneo, donde, junto con los restos de las colisiones con la vida, se esparcen Buck Rogers, Tarzán, John Carter, Quasimodo y todas las criaturas que me dieron ganas de vivir para sIempre.
Como dice la vieja canción del Mikado, yo tenía una listita, salvo que larga, que me llevó al país del Vino del Estío y me ayudó a trasladar el país del Vino del Estío a Marte, y de rebote me devolvió a un territorio de vino oscuro cuando una noche, mucho antes del amanecer, llegaba el tren del señor Tinieblas. Pero la primera y más importante fila de nombres fue esa llena de hojas que susurraban en las aceras a las tres de la mañana y de funerales que rodaban por vías férreas vacías, uno tras otro, y de grillos que de pronto, sin ninguna razón, se callaban, de modo que uno se oía el corazón y hubiera deseado no oírlo.
Lo cual nos lleva a una revelación final...
Uno de los nombres de mi lista de la secundaria era La Cosa o, mejor aún, La Cosa del final de la escalera.
Donde yo crecí, en Waukegan, Illinois, había un solo cuarto de baño: arriba. Hasta encontrar una luz y encenderla había que subir un tramo de escalera a oscuras. Yo intentaba convencer a mi padre de que dejase la luz encendida toda la noche. Pero eso era caro. La luz quedaba apagada.
A eso de las dos o tres de la mañana me entraban ganas de orinar. Me demoraba en la cama una media hora, dividido entre la torturante necesidad de alivio y lo que, sabía, me aguardaba en el oscuro corredor que llevaba al altillo. Al fin, impulsado por el dolor, me asomaba del comedor a la escalera pensando: date prisa, salta, enciende la luz, pero hagas lo que hagas no mires arriba. Si miras antes de encender la luz, allí estará Eso. La Cosa. La terrible cosa que aguarda al fin de la escalera. De modo que corre, ciego; no mires.
Corría, saltaba. Pero siempre, inevitablemente, a último momento, en un parpadeo, miraba la espantosa oscuridad. Y aquello siempre estaba. Y yo gritaba y caía por la escalera, despertando a mis padres. Mi padre gruñía y se volvía en la cama, preguntándose de dónde había salido su hijo. Mi madre se levantaba, me encontraba en el vestíbulo hecho un revoltijo y subía a encender la luz. Esperaba a que subiera al cuarto de baño y volviera para besarme la cara sucia de lágrimas y arroparme en la cama el cuerpo aterrorizado.
A la noche siguiente y la otra y la otra pasaba lo mismo. Enloquecido por mi histeria, papá sacó el viejo orinal y me lo puso bajo la cama.
Pero nunca me curé. La Cosa no se movía de allí. Sólo me alejé de ese terror cuando a mis trece años nos mudamos al Oeste.
¿Qué he hecho en los Últimos tiempos con esa pesadilla Bien...
Ahora, muy tardíamente, La Cosa está en lo alto de la escalera, aguardando aún. Desde 1926 hasta hoy, primavera de 1986, la espera ha sido larga. Pero al fin, cosechando en mi siempre fiable lista, he mecanografiado el nombre en papel, añadiendo «La escalera», y al fin me he enfrentado con el tramo oscuro y la frialdad ártica que se mantuvo quieta sesenta años, esperando que, a través de mis dedos helados, la pidieran bajar hasta la corriente sanguínea de ustedes. Surgido de las asociaciones del recuerdo, el cuento quedó acabado esta semana, al mismo tiempo que yo escribía este ensayo.
Ahora los dejo al pie de la escalera, treinta minutos después de medianoche, con un bloc, una pluma y una posible lista. Conjuren sus palabras, alerten a su personalidad secreta, saboreen la oscuridad. Peldaños arriba, en las sombras del altillo, espera su Cosa. Si le hablan con suavidad y escriben toda vieja palabra que quiera saltar de sus nervios a la página...
Tal vez, en su noche privada, la Cosa del final de la escalera... empiece a bajar.

25 ene 2011

APELLIDOS DE PERSONAS

Si YO PUDIESE liberarlo delicadamente de la usura de la costumbre y volver a ver en su frescor primero este apellido de Guermantes, cuando únicamente mi sueño le prestaba su color, encararlo a esa Mme. de Guermantes que yo conocí y cuyo nombre significa para mí ahora la imaginación que materializó su conocimiento, es decir, que destruyó, de la misma forma que la villa de Pont-Aven estaba construida con los elementos completamente imaginativos que evoca la sonoridad de su nombre, Mme. de Guermantes estaba igualmente formada de la sustancia toda color y leyenda que yo veía al pronunciar su apellido. Era también una persona de hoy, mientras que su apellido me la presentaba a la vez en el día de hoy y en el siglo XIII, simultáneamente en la mansión que parecía una vitrina y en la torre de un castillo solitario que recibía siempre el último rayo del poniente, imposibilitada por su rango de dirigir la palabra a nadie. En París, en la mansión-vitrina, pensé que hablaba a otras personas que también estaba en el siglo XIII y en el nuestro, que tenían también melancólicos castillos y que tampoco hablaban con otras personas. Pero estos nobles misteriosos debían tener apellidos que jamás había oído yo, los apellidos célebres de la nobleza, La Rochefoucauld, La Trémoille, que se han convertido en nombres de calles, nombres de obras que me parecían demasiado públicas, convertidos en nombres demasiado vulgares para eso.
Los distintos Guermantes permanecerán reconocibles en la extraña piedra de la sociedad aristocrática, en donde se los veía aquí y allá, como esos filones de una materia más dorada, más preciosa que vetean un fragmento de jaspe. Se los distinguía, se seguía en el seno de ese mineral al que estaban mezclados las ondulaciones de sus crines de oro, como esa cabellera casi luminosa que corre despeinada al borde del ágata esponjosa. Y mi vida también había sido atravesada o acariciada por su hilo luminoso en varios lugares de su superficie o de su profundidad. En efecto, había olvidado que en las canciones que mi vieja criada me cantaba había una Gloria a la señora de Guermantes de la que se acordaba mi madre. Pero con el tiempo, de año en año, esos Guermantes surgían de un lado o de otro entre los azares y las sinuosidades de mi vida, como un castillo que desde el ferrocarril se percibe siempre, ya sea a la derecha o a la izquierda.
Y a causa de eso mismo, de los rodeos especiales de mi vida, que me situaban en su presencia de una forma cada vez distinta, acaso no había pensado yo, en ninguna de aquellas circunstancias particulares, en la raza de los Guermantes, sino sólo en la anciana señora a la que mi abuela me había presentado y que era preciso preocuparse de saludar, en lo que podría pensar Mme. de Quimperlé viéndome con ella, etc. Mi conocimiento de cada Guermantes había surgido de circunstancias tan contingentes y cada uno había sido conducido tan materialmente ante mí por las imágenes plenamente físicas que mis ojos y mis oídos me habían facilitado, por la tez rojiza de la vieja dama, estas palabras "Venga a verme antes de cenar", que no pude tener la impresión de un contacto con aquella raza misteriosa, como podía suceder a los antiguos con una raza por cuyas venas corriera una sangre animal o divina. Pero a causa de eso mismo, dando quizá, cuando yo pensaba en ello, algo más poético a la existencia, pensando que las circunstancias solas habían ya acercado tantas veces a mi vida bajo pretextos diversos lo que había constituido la imaginación de mi infancia. En Querqueville me había dicho Montargis un día que hablábamos de Mlle. de Saint-Etienne: "¡Ah!, es una verdadera Guermantes, es como mi tía Septimia, son sajonas, figurillas de Sajonia". Al llegar estas palabras a mis oídos, traen consigo una imagen indeleble que se convierte en mí en una necesidad de tomar al pie de la letra lo que se me dice y que me lleva más lejos de lo que llevaría la más estúpida ingenuidad. Desde aquel día no puedo ya pensar en las hermanas de Mlle. de Saint-Étienne y en la tía Septimia más que como en figurillas de Sajonia puestas en fila en una vitrina en donde no hubiera más que objetos preciosos, y cada vez que se hablaba de una mansión Guermantes en París o en Poitiers, la veía como un frágil y puro rectángulo de cristal intercalado entre las casas como una flecha gótica entre los tejados, y tras cuya vidriera las señoras Guermantes, ante las cuales ninguna de las personas que integrasen el resto del mundo tenía derecho a insinuarse, brillaban con los más suaves colores de las figurillas de Sajonia.

CUANDO vi a Mme. de Guermantes sufrí la misma ligera decepción al descubrirle las mejillas de carne y un traje sastre allí donde yo imaginaba una estatuilla de Sajonia, que cuando fui a ver la fachada de San Marcos que Ruskin había descrito como de perlas, zafiros y de rubíes. Pero yo seguía creyendo que su mansión era una vitrina y de hecho lo que veía se le parecía un poco y por lo demás no podía ser más que un embalaje protector. Pero incluso el lugar en donde ella habitaba tenía que ser también distinto al resto del mundo, tan impenetrable e imposible de hollar por pies humanos como los anaqueles de cristal de una vitrina. A decir verdad, los Guermantes reales, aunque difirieran sustancialmente de mi sueño, eran sin embargo, una vez admitido que eran hombres y mujeres, bastante particulares. Yo no sé bien cuál era la raza mitológica que había nacido de una diosa y de un pájaro, pero sé con seguridad que eran los Guermantes.
Altos, los Guermantes no lo eran generalmente, por desgracia, de una forma simétrica, y como para dar una media constante, una especie de línea ideal, de armonía que es preciso trazar constantemente por sí mismo como con el violín, entre sus hombros demasiado prolongados, su cuello demasiado largo que hundían con gesto nervioso sobre un hombro, como si se les hubiese besado junto al otro oído, sus cejas desiguales, sus piernas muchas veces también desiguales debido a accidentes de caza, se levantaban continuamente, se retorcían, no se les veía nunca más que de lado, o erguidos, cogiendo un monóculo, llevándolo hasta las cejas, rodeando la rodilla izquierda con su mano derecha.
Tenían, al menos todos los que habían mantenido el tipo familiar, una nariz demasiado aguileña (aunque sin ninguna relación con la curva judía), demasiado larga, que en seguida, sobre todo en las mujeres cuando eran bonitas, y más que en ninguna otra en Mme. de Guermantes, se grababa la primera vez en la memoria como algo casi desagradable, como el ácido de los grabadores; por debajo de aquella nariz que despuntaba, el labio demasiado fino, demasiado poco carnoso, daba a la boca algo de sequedad y una voz ronca, como el graznido de un ave, un poco agrio pero que embriagaba. Los ojos eran de un azul profundo que de lejos brillaba como la luz, y te miraban fijamente, con dureza, pareciendo clavar en ti la punta de un zafiro inalterable, más con un aspecto de profundidad que de dominio, no tanto queriendo dominarte como escrutarte. Los más tontos de la familia recibían por su madre y perfeccionaban luego por educación ese aire de sicología a la que nada se resiste y de dominio de los seres, pero al que su estupidez o su debilidad habrían conferido una cierta comicidad, si aquella mirada no hubiese sido de por sí de una inefable belleza. El pelo de los Guermantes era habitualmente rubio tirando a pelirrojo, pero de una especie singular, una especie de esponja de oro mitad copo de seda, mitad piel de gato. Su tez que había sido ya proverbial en el siglo XIX era de una rosa malva, como el de algunos ciclaminos, y se granulaba muchas veces en la vertiente de la nariz debajo del ojo izquierdo con una espinilla seca, siempre situada en el mismo sitio, pero que a veces abultaba la fatiga. Y en algunos miembros de la familia, que no se casaban más que entre primos, había adquirido un tono violáceo. Había algunos Guermantes que iban poco a París y que, contoneándose como todos los Guermantes por debajo de su nariz prominente entre sus mejillas grana y sus pómulos amatista, tenían el aspecto de un cisne majestuosamente tocado con plumas purpúreas, que se ensaña aviesamente con las matas de lirios o de heliótropos.
Los Guermantes tenían los modales de la alta sociedad, aunque no obstante aquellos modales reflejaban más bien la independencia de los nobles a quienes siempre les había gustado resistirse a los reyes, antes que la vanidad de otros nobles tan nobles como ellos a quienes les gustaba verse distinguidos por ellos y servirles. Así cuando otros decían de buena gana, incluso hablando entre ellos: "He estado en casa de la señora duquesa de Chartres", los Guermantes decían incluso a los criados: "Llamad al coche de la duquesa de Chartres". Para concluir, su mentalidad la configuraban dos rasgos: desde el punto de vista moral por la importancia capital reconocida a los buenos instintos. Desde Mme. de Villeparisis al último vástago Guermantes, poseían la misma entonación de voz para decir de un cochero que los había llevado una vez: "Se nota que es un hombre de buenos instintos, de natural recto, y buen fondo". Y entre los Guermantes, lo mismo que en todas las familias humanas, los había buenos, y los había despreciables, mentirosos, ladrones, crueles, libertinos, falsarios, asesinos: éstos más encantadores, por otra parte, que los otros, sensiblemente más inteligentes, más afables que por el aspecto físico, la mirada azul escrutadora y el zafiro compacto no presentaban más que un rasgo común con los otros, esto es, en los momentos en que salía a la luz el fondo permanente, el natural que aparece, que es decir: "Se nota que tiene buenos instintos, de natural recto, un gran corazón, ¡todo eso!"
Los otros dos rasgos constitutivos de la mentalidad de los Guermantes eran menos universales. Decididamente intelectuales, no se mostraban más que en los Guermantes de inteligencia, es decir, creyendo serlo, e imbuidos entonces de la idea de que lo eran en grado sumo, puesto que estaban extremadamente contentos de sí mismos. Uno de esos rasgos consistía en la creencia de que la inteligencia, así como la bondad y la piedad consistían en cosas exteriores, en conocimientos. Un libro que hablaba de cosas conocidas les parecía insignificante. "Este autor no te habla más que de la vida del campo, de los castillos. Pero todo el mundo que ha vivido en el campo sabe esas cosas. Tenemos la debilidad de que nos gustan los libros que nos enseñan alguna cosa. La vida es corta, y no vamos a perder una hora preciosa leyendo L'Orme du Mail, en donde nos cuenta Anatole France cosas de la provincia que sabemos tan bien como él".
Pero esta originalidad de los Guermantes, que la vida me brindaba como compensación, como motivo de disfrute, no era la originalidad que perdí en cuanto los conocí y que los hacía poéticos y dorados como su apellido, legendarios, impalpables como las proyecciones de la linterna mágica, inaccesibles como su castillo, de tonos vivos en una casa transparente y clara, en un saloncillo de vidrio, como estatuillas de Sajonia. Por lo demás, cuántos apellidos nobles tienen ese encanto de ser nombres de los castillos, de las estaciones de ferrocarril en las que se ha soñado tan a menudo, al leer una guía de ferrocarril, bajar en un atardecer de verano, cuando en el norte las enramadas pronto solitarias y profundas, entre las que se intercala y pierde la estación, están ya enrojecidas por la humedad y el frescor, como en otros sitios con la llegada del invierno.

TODAVÍA constituye hoy uno de los grandes encantos de las familias nobles el que parezcan afincadas en un confín de tierra particular, que su nombre, que siempre es un nombre de lugar, o que el nombre de su castillo (que muy a menudo el mismo) dé en seguida a la imaginación la sensación de residencia y el deseo del viaje. Cada apellido noble contiene en el espacio coloreado de sus sílabas un castillo, en donde tras un camino difícil, la llegada la endulza una alegre velada de invierno, y en derredor la poesía de su estanque, y de su iglesia, que repite por su parte tantas veces el apellido, con sus armas, en sus lápidas sepulcrales, al pie de las estatuas pintadas de los antepasados, en el rosa de las vidrieras heráldicas. Me diréis que esa familia que mora desde hace dos siglos en su castillo cerca de Bayeux, que da la sensación de haberse construido en las tardes de invierno por los últimos copos de espuma, prisionero, en la niebla, vestido interiormente de tapicería y de encaje, que su apellido es en realidad provenzal. Eso no le impide que me evoque la Normandía, como muchos árboles, llegados de las Indias y del Cabo, se han aclimatado tan bien a nuestras provincias que nada nos produce una impresión menos exótica y más francesa que su follaje y sus flores. Si el hombre de esa familia italiana se yergue altivamente desde hace tres siglos sobre un profundo valle normando, si desde allí, cuando el terreno se hace llano, se divisa la fachada de pizarra roja y de piedra grisácea del castillo, al mismo nivel que las campanas de púrpura de Saint-Pierre-sur-Dives, es normando como los manzanos que... y que no llegaron del Cabo más que... (laguna en el manuscrito). Si esta familia provenzal tiene su mansión desde hace dos siglos en una esquina de la gran plaza de Falaise, si los invitados que vinieron a jugar su partida por la noche, al dejarlos después de las diez, corren el riesgo de despertar a los burgueses de Falaise, y se oyen sus pasos repercutir indefinidamente en la noche, hasta la plaza de la torre, como en una novela de Barbey d'Aurevilly, si el tejado de su mansión se divisa por entre dos campanarios, en donde está encajado como en una playa normanda un guijarro entre dos conchas caladas, entre las torrecillas rosáceas y nerviadas de dos cangrejos ermitaños, si los invitados que llegan antes de cenar pueden al bajar del salón lleno de preciosas piezas chinas adquiridas en la época del gran comercio de los marinos normandos con el Extremo Oriente, pasearse con los miembros de las diferentes familias nobles que viven desde Coutances a Caen, y de Thury Harcourt a Falaise, por el jardín en pendiente, bordeado por las fortificaciones de la ciudad, hasta el río rápido en donde, esperando la cena, se puede pescar en el recinto de la propiedad, como en un relato de Balzac, ¿qué importa que esta familia haya venido de Provenza a establecerse aquí, y que su nombre sea provenzal? Se ha hecho normando, como esas bellas hortensias rosa que se observan de Honfleur a Valognes, y desde Pont-L'Eveque a Saint-Vaast, como una obra añadida, pero que caracteriza ahora al campo que embellece, y que llevan a una casa solariega normanda el color delicioso, añoso y fresco de una loza china traída desde Pekín, pero por Jacques Cartier.
Tienen otros un castillo perdido en los bosques y es largo el camino hasta llegar a ellos. En la Edad Media no se oía en su contorno más que el sonido del cuerno y el ladrido de los perros. Hoy, cuando un viajero llega por la noche a hacerles una visita, es el bocinazo del automóvil lo que ha reemplazado a uno y otro y lo que se auna como el primero con la atmósfera húmeda que atraviesa bajo el follaje, saturado luego del olor a rosas en el parterre principal, y emotivo, casi humano como el segundo, advierte a la castellana que se asoma a la ventana que no cenará ni jugará sola esta noche frente al conde. Sin duda, cuando oigo el nombre del sublime castillo gótico que hay cerca de Ploérmel, cuando pienso en las largas galerías del claustro, y en las alamedas por las que se camina entre las retamas y las rosas sobre las tumbas de los abades que vivían ahí, bajo esas galerías, a la vista de este vallecillo desde el siglo VIII, cuando aún no vivía Carlomagno, cuando no se alzaban las torres de la catedral de Chartres ni abadía sobre la colina de Vézelay, por encima del Cousin profundo y rico en peces, sin duda, si en uno de esos momentos en que el lenguaje de la poesía resulta aún demasiado preciso, demasiado henchido de palabras, y en consecuencia de imágenes conocidas, para no turbar esa corriente misteriosa que el Apellido, ese algo anterior al conocimiento derrama, que en nada se parece a lo que conocemos, como sucede a veces en nuestros sueños, sin duda después de haber llegado a la escalinata y haber visto aparecer algunos criados, el uno cuyo aire melancólico, la nariz de larga curva, cuyo graznido ronco y raro inclina a pensar que se ha encarnado en él uno de los cisnes del estanque, que ha sido desecado, el otro, en cuyo rostro terroso la mirada vertiginosamente atemorizada hace adivinar un topo astuto acorralado, hallaremos en el gran vestíbulo los mismos percheros, los mismos abrigos que en todas partes, y en el mismo salón la misma Revue de Paris y Comoedia. E incluso, si todo oliese aún a siglo XIII, incluso los invitados inteligentes ante todo inteligentes, dirían allí cosas inteligentes de estos tiempos. (Quizá tendrían que no ser tan inteligentes, ni su conversación tener relación con las cosas del lugar, como esas descripciones que sólo son evocadoras si hay imágenes precisas y ninguna abstracción).
Lo mismo ocurre con la nobleza extranjera. El apellido de este o aquel señor alemán está cruzado como por un soplo de poesía fantástica en el seno de un olor a cerrado, y la repetición burguesa de las primeras sílabas puede hacer pensar en caramelos de colores comidos en una pequeña tienda de ultramarinos de una vieja plaza alemana, mientras que en la sonoridad versicolor de la última sílaba se oscurece la vidriera de Aldgrever en la vieja iglesia gótica de enfrente. Y tal otro es el nombre de un riachuelo nacido en la Selva Negra al pie de la antigua Wartbourg y atraviesa todos los valles frecuentados por los gnomos y está dominado por todos los castillos en donde reinaron los antiguos señores, donde soñó Lutero; y todo aquello está en las posesiones del señor y puebla su nombre. Pero yo cené con él ayer, su figura es de hoy, sus ropas son de hoy, sus palabras y sus ideas son de hoy. Y por elevación y franqueza, si se habla de nobleza, o de Wartbourg, dice: "¡Oh! hoy, ya no quedan príncipes".
Ciertamente, nunca los hubo. Pero en el único sentido imaginativo en el que pueden existir, no hay hoy más que un largo pasado que ha llenado los apellidos de sueños (Clermont-Tonnerre, Latour y P..., los duques de C. T.). El castillo, cuyo nombre aparece en Shakespeare y en Walter Scott, de esa duchess corresponde al siglo XIII escocés. En sus tierras está la admirable abadía que tantas veces ha pintado Turner, y son sus antepasados cuyas tumbas están colocadas en la catedral destruida donde los bueyes, entre los arcos ruinosos, y las zarzas en flor, y que nos impresiona todavía más por pensar que es una catedral porque estamos obligados a imponer su idea inmanente a cosas que sin eso serían otras y llamar pavimento de la nave a ese prado y entrada del coro a ese bosquecillo. Esta catedral la construyeron sus antecesores y le pertenece todavía, y se halla en sus tierras ese torrente divino, hecho todo frescor y misterio bajo un tejadillo apuntado con el infinito de la llanura y el sol descendiendo en un gran espacio de cielo azul rodeado de dos vergeles, que señalan como un cuadrante solar, a la inclinación de la luz que los toca, la hora feliz de una tarde ya avanzada; y la ciudad entera escalonada a lo lejos y el pescador de caña tan feliz que conocemos por Turner y que recorreríamos toda la tierra para hallar, para saber que la belleza, el encanto de la naturaleza, la dicha de la vida, la insigne belleza de la hora y del lugar existen, sin pensar que Turner —y tras él Stevenson— no han hecho más que presentarnos como especial y deseable en sí mismo tal lugar escogido lo mismo que cualquier otro en donde su cerebro haya sabido poner su deseable belleza y su singularidad. Pero la duquesa me ha invitado a cenar con Marcel Prévost; y Melba vendrá a cantar, y yo no atravesaré el estrecho.
Pero aunque me invitase en compañía de señores de la Edad Media, mi decepción sería la misma, pues no puede existir identidad entre la poesía desconocida que puede existir en un apellido, es decir una urna de cosas desconocidas, y las cosas que la experiencia nos muestra y que corresponden a palabras, a las cosas conocidas. Se puede deducir, de la decepción inevitable, tras nuestro encuentro con las cosas cuyos nombres conocemos, por ejemplo con el que ostenta un gran apellido territorial e histórico, que al no corresponder ese encanto imaginativo a la realidad, es una poesía de carácter convencional. Pero aparte de que yo no lo creo, y pienso demostrar un día todo lo contrario, teniendo sólo en cuenta el realismo, este realismo sicológico, esa exacta descripción de nuestros sueños sería preferible al otro realismo, puesto que tiene por objeto una realidad que es mucho más vivaz que la otra, que tiende perpetuamente a reformarse en nosotros, que, desertando de los países que hemos visitado, alcanza todavía a todos los demás, y recubre de nuevo aquéllos a los que hemos conocido una vez que están algo olvidados y que han vuelto a ser para nosotros nombres, puesto que ella nos acosa incluso en sueños, y da a los países, a las iglesias de nuestra infancia, a los castillos de nuestros sueños, la apariencia de tener la misma naturaleza que los nombres, la apariencia hecha de imaginación y de deseo que no volvemos a encontrar una vez despiertos, o en el momento en que, dándonos cuenta de ella, nos dormimos; puesto que nos produce infinitamente más placer que la otra que nos molesta y nos decepciona, y es un principio de acción y pone siempre en movimiento al viajero, ese amante siempre decepcionado y que siempre vuelve a ponerse en marcha con más ánimo, puesto que son solamente las páginas que llegan a darnos esa impresión las que nos dan la sensación del genio.
No sólo los nobles tienen un apellido que nos hace soñar, sino al menos respecto a un gran número de familias, los apellidos de los padres, de los abuelos y así sucesivamente, son también de esos hermosos apellidos, de modo que ninguna sustancia no poética impide este injerto constante de apellidos coloreados y sin embargo transparentes (porque no se le adhiere ninguna materia indigna), que nos permiten ascender durante mucho tiempo de brote en brote de cristal coloreado, como por el árbol de Jessé de una vidriera. Las personas adquieren en nuestro pensamiento esa pureza de sus apellidos que son totalmente imaginativos. A la izquierda un clavel rosa, luego el árbol sigue ascendiendo, a la izquierda un lirio, el tallo continúa, a la derecha una neguilla azul; su padre se había casado con un Montmorency, rosa de Francia, la madre de su padre era una Montmorency-Luxembourg, clavel coronado, rosa doble, cuyo padre se había unido a una Choiseul, neguilla azul, luego una Charost, clavel rosa. Por momentos, un apellido muy local y antiguo, como una flor rara que no se ve más que en los cuadros de Van Huysum, parece más triste porque la hemos mirado con menos frecuencia. Pero inmediatamente tenemos el regocijo de ver que a los lados de la vidriera en donde florece este tallo de Jessé, comienzan otras vidrieras de colores que cuentan la vida de los personajes que no eran al principio más que neguilla y lirio. Pero como estas historias son antiguas y pintadas también sobre vidrio, el conjunto se armoniza de maravilla. "Príncipe de Wurtemberg, su madre nació María de Francia, cuya madre procedía de la familia de Dos Sicilias". Pero entonces, ¿sería su madre la hija de Luis-Felipe y de María Amelia que se casó con el duque de Wurtemberg? Y entonces divisamos a la derecha en nuestro recuerdo la pequeña vidriera, la princesa en traje de jardín en las fiestas de la boda de su hermano el duque de Orleáns, para dar fe de su disgusto por haber visto rechazar a sus embajadores que habían ido a pedir para ella la mano del príncipe de Siracusa. Luego tenemos a un bello joven, el duque de Wurtemberg que va a pedir su mano, y ella se muestra tan dichosa de marchar con él que besa sonriendo en el umbral a sus padres que lloran, lo que juzgan severamente los criados inmóviles al fondo; pronto vuelve enferma, da a luz a un niño (precisamente ese duque de Wurtemberg, caléndula amarilla, que nos ha hecho ascender a lo largo de árbol de Jessé hasta su madre, rosa blanca, de donde hemos saltado a la vidriera de la izquierda), sin haber visto el único castilllo de su esposo, Fantasía, cuyo solo nombre la había decidido a casarse con él. E inmediatamente, sin esperar los cuatro acontecimientos de la base de la vidriera que nos representan en Italia a la pobre princesa moribunda, y a su hermano Nemours acudiendo junto a ella, mientras que la reina de Francia manda preparar una flota para ir junto a su hija, miramos ese castillo Fantasía en donde ella fue a alojar su vida desordenada, y en la vidriera siguiente percibimos, pues los lugares tienen su historia como las razas, en esa misma Fantasía, a otro príncipe, también fantasioso, que también había de morir joven y tras tan extraños amores, Luis II de Baviera; y en efecto, por debajo de la primera vidriera habíamos leído sin ni siquiera prestar atención estas palabras de la reina de Francia: "Un castillo cerca de Barent". Pero es preciso que volvamos al árbol de Jessé, príncipe de Wurtemberg, caléndula amarilla, hijo de Luisa de Francia, neguilla azul. ¡Cómo! ¿Vive aún su hijo, que ella apenas conoció? Y cuando habiendo preguntado a su hermano cómo estaba, le dijo: "No muy mal, pero los médicos están inquietos", ella respondió: "Nemours, te comprendo", y luego se mostró dulce con todos, pero ya no volvió a pedir que se le enseñara su hijo, ante el temor de que sus lágrimas la traicionaran. ¡Cómo! ¿Vive aún este niño, vive el príncipe real Wurtemberg? Quizá se le parezca, quizá ha heredado de ella algo de sus gustos por la pintura, por el sueño, por la fantasía, que ella creía alojar tan bien en su castillo Fantasía. Cómo recibe su figura en la pequeña vidriera un sentido nuevo desde que lo sabemos hijo de Luisa de Francia. Pues esos bellos apellidos nobles, o están sin historia y oscuros como un bosque, o, históricos, siempre la luz de los ojos, bien conocidos por nosotros, de la madre, ilumina toda la figura del hijo. El rostro de un hijo que vive, ostensorio en que ponía toda su fe una sublime madre muerta, es como una profanación de aquel recuerdo sagrado. Pues es aquel rostro al que esos ojos suplicantes han dirigido un adiós que ya no iba a poder olvidar un solo segundo. Pues es con la línea tan bella de la nariz de su madre con la que se ha hecho la suya, pues es con la sonrisa de su madre con la que incita a la perdición a las muchachas, pues es con el movimiento de cejas de su madre para mirarle con más ternura con lo que miente, pues queda esa expresión que su madre adoptaba cuando hablaba de todo lo que le resultaba indiferente, es decir, de todo lo que no era él, la tiene él ahora cuando habla de ella, cuando dice con indiferencia "mi pobre madre".
Junto a estas vidrieras se hallan vidrieras secundarias, en donde sorprendemos un apellido oscuro, entonces, apellido del capitán de la guardia que salva al Príncipe, del patrón del navio que lo lanza al mar para que escape la princesa, apellido noble pero oscuro y que se llegó a conocer después, nacido entre circunstancias trágicas como una flor entre dos adoquines, y que lleva para siempre en él el reflejo de la abnegación que lo ilustra y lo hipnotiza todavía. Por mi parte, hallo más enternecedores todavía a esos apellidos nobles, todavía querría penetrar mucho más en el alma de los hijos que no ilumina más que la sola luz de ese recuerdo, y que de todas las cosas posee la visión absurda y deformada que da ese resplandor trágico. Me acuerdo de haberme reído de ese hombre encanecido, que prohibía a sus hijos que hablaran a un judío, rezando sus oraciones en la mesa, tan correcto, tan avaro, tan ridículo, tan enemigo del pueblo. Y su apellido se ilumina ahora para mí cuando vuelvo a verlo, apellido de su padre, que hizo escapar a la duquesa de Berri en un barco, alma en donde ese resplandor de la vida inflamada por el que vemos enrojecer el agua en el instante en que apoyada sobre él la duquesa va a hacerse a la vela, ha sido la única luz que queda. Alma de naufragio, de antorchas encendidas, de felicidad no razonada, alma de vidriera. Quizás encontrase yo bajo esos apellidos algo tan diferente a mí que en la realidad resultaría aquello casi de la misma sustancia que un Apellido. Pero, ¡cómo se burla la naturaleza de todos! He aquí que entro en relación con un joven infinitamente inteligente y más bien como si se tratara de un hombre importante del mañana que de un gran hombre de hoy, que no sólo ha llegado y comprendido, sino que ha superado y renovado el socialismo, el nietzcheismo, etc. Y me doy cuenta de que es el hijo del hombre que yo veía en el comedor de la mansión tan sencillo con sus adornos ingleses que parecía como la habitación del Rêve de sainte Ursule, o la habitación en donde la reina recibe a los embajadores que le suplican en la escena de la vidriera que huya, antes de que se haga a la mar, cuyo reflejo trágico esclarecía para mí su silueta, como sin duda, desde el interior de su pensamiento, le iluminaba el mundo.

24 ene 2011

El oficio de vivir (fragmento)

1935

6 de octubre
El que alguna de las últimas poesías sea convincente, no quita importancia al hecho de que las compongo con creciente indiferencia y renuencia. Tampoco importa mucho que el goce inventivo me resulte a veces sumamente agudo. Ambas cosas, unidas, se explican por la adquirida desenvoltura métrica, que priva del placer de excavar en un material informe, ya un tiempo por intereses míos de vida práctica que agregan una exaltación pasional a la meditación sobre ciertas poesías.
Cuenta en cambio esto: que me parece cada vez más inútil e indigno el esfuerzo; y más fecunda que la insistencia sobre estas cuerdas, la búsqueda, concebida hace tiempo, de nuevas cosas que decir y por lo tanto de nuevas formas que forjar. Porque lo que da tensión a la poesía en sus comienzos es el ansia de realidades espirituales ignotas, presentidas como posibles. Una última defensa contra la manía de violentos intentos renovadores la hallo en la convicción soberbia de que la aparente monotonía y severidad del medio, que ya poseo, ha de ser aún el mejor filtro de cualquier aventura espiritual mía. Pero los ejemplos históricos -aunque en materia de creatividad espiritual sea lícito atenerse a los ejemplos de cualquier tipo- están todos en contra de mí.
Sin embargo, hubo un tiempo en el que tenía muy vivo en la memoria un acopio pasional y sencillísimo de materia, sustancia de mi experiencia, que había que reducir a claridad y determinación orgánica al versificar. y cada uno de mis intentos se relacionaba, sutil pero inevitablemente, con este fondo y jamás me pareció desviarme por extravagante que fuese el núcleo de cada nueva poesía. Sentía que componía algo que superaba siempre el fragmento (del momento) (actual).
Llegó el día en que el acopio vital quedó del todo asumido en la obra, y me pareció que ya sólo trabajaba con retazos o que me limitaba a sutilizar. Tan cierto es esto que -y lo advertí mejor cuando quise aclararme en un estudio el trabajo realizado- disculpaba las ulteriores búsquedas de mi poesía como aplicaciones de una técnica consciente del estado de ánimo, cuando lo que hacía era una poesía- juego de mi vocación poética. Esto es, volvía a incurrir en el error que, identificado y eludido, había servido al principio para conservarme tan fresca osadía creativa, de versificar, y, aunque fuese indirectamente, sobre mí como poeta. (Exegi monumentum...). A esta sensación de involución puedo responder que en vano buscaría ahora en mí un nuevo punto de partida. Desde el día de los Mares del Sur (1), cuando por primera vez me expresé a mí mismo de forma resuelta y absoluta, comencé a construir una persona espiritual que nunca podré ya sustituir conscientemente, so pena de negarla y de poner en tela de juicio cualquier futuro e hipotético impulso mío. Respondo, pues, a la sensación de inutilidad presente, humillándome en la necesidad de interrogar a mi espíritu sólo de aquellos modos que hasta ahora le fueron naturales y fructíferos, remitiendo cualquier descubrimiento a la fecundidad de cada caso en particular. Pues la poesía sale a la luz intentándola y no formulándola.
Pero ¿por qué, al igual que hasta ahora me he limitado como por capricho sólo a la poesía en verso, no intento otro género? La respuesta es una sola y acaso insuficiente: por razones de cultura, de sentimiento, de hábito ya y no por capricho, no sé salir de ese sendero, y me parecería de aficionado el antojo de cambiar la forma para renovar la sustancia.

9 de octubre
Todo poeta se ha angustiado, se ha asombrado y ha gozado. La admiración por un gran pasaje de poesía no se dirige nunca a su pasmosa habilidad, sino a la novedad del descubrimiento que contiene. Incluso cuando sentimos un latido de alegría al encontrar un adjetivo acoplado con felicidad a un sustantivo, que nunca se vieron juntos, no es el estupor por la elegancia de la cosa, por la prontitud del ingenio, por la habilidad técnica del poeta lo que nos impresiona, sino la maravilla ante la nueva realidad sacada a la luz.
Es digna de meditación la gran potencia de imágenes como las de las grullas, la serpiente o las cigarras; o las del jardín, la meretriz y el viento; las del buey, del perro, de Trivia, etc. Ante todo, están hechas para obras de vasta construcción, pues representan la ojeada echada a las cosas externas en el curso de la atenta narración de hechos de importancia humana. Son como un suspiro de alivio, una mirada por la ventana. Con ese aspecto suyo de detalles decorativos que han brotado variopintos de un duro tronco, prueban la inconsciente austeridad del creador. Exigen una natural incapacidad para los sentimientos paisajísticos. Utilizan clara y honestamente la naturaleza como un medio, como algo inferior a la sustancia del relato. Como una distracción. Y esto ha de entenderse históricamente, pues mi idea de las imágenes como sustancia del relato lo niega. ¿Por qué? Porque nosotros hacemos poemas breves. Porque aferramos y martilleamos en un significado un único estado de ánimo, que es principio y fin en sí mismo. Y no nos está permitido por tanto hermosear el ritmo de nuestro condensado relato con desahogos (2) naturalistas, que serían remilgos, sino que debemos, preocupados por otra cosa, o bien ignorar la naturaleza vivero de imágenes, o expresar justamente un estado de ánimo naturalista, en el que la mirada por la ventana es la sustancia de toda la construcción. Por lo demás, basta con pensar en alguna obra moderna de vasta construcción -en novelas, pienso- y he aquí que encontramos en ella, a través de una maraña de filtraciones paisajísticas debidas a nuestra insuprimible cultura romántica, nítidos ejemplos de imaginismo-distracción.
Supremo entre los antiguos y los modernos -entre la imagen-distracción y la imagen-relato- es Shakespeare, que construye con vastedad y al tiempo es toda una mirada por la ventana; surge en una imagen retoñante de un tronco austero de humanidad y al tiempo construye la escena, el play [pieza de teatro] entero, como interpretación imaginista del estado de ánimo. Esto debe nacer de la felicísima técnica dramática, para la cual todo es humanidad -la naturaleza, inferior-, pero también todo, en el lenguaje imaginativo de sus personajes, es naturaleza.
Maneja fragmentos de lírica, con los que hace una estructura sólida. Narra, en suma, y canta indisolublemente, único en el mundo.

10 de octubre
Aun admitiendo que yo haya alcanzado la nueva técnica que trato de explicarme, es evidente empero que diseminados aquí y allá se encuentran rasgos filtrados a través de larvas de otras técnicas. Esto me impide ver con claridad la esencia de mi estilo (digamos con cautela, en contra de Baudelaire, que en poesía no todo es previsible y al componer se eligen a veces formas no por razones claras, sino por instinto; y se crea, sin saber con definida claridad cómo). Es cierto que yo tiendo a sustituir el desarrollo objetivo de la trama por la calculada ley fantástica de la imagen, porque así lo pretendo; pero hasta dónde llega ese cálculo, qué importancia tiene una ley fantástica, y dónde acaba la imagen y comienza la lógica, son problemillas de no escasa monta.
Esta noche, bajo las lunares rocas rolas, pensaba en qué gran poesía sería la que mostrase al dios encarnado en este lugar, con todas las alusiones de imágenes que semejante trato consentiría. Al punto me sorprendió la conciencia de que ese dios no existe, de que yo lo sé, estoy convencido de ello, y por lo tanto otros podrían hacer esa poesía, pero no yo. De ahí pasé a pensar cuán alusivo y all-pervading [que la impregna todo] ha de ser cualquier futuro tema mío, del mismo modo que debía ser alusiva y all-pervading la fe en el dios encarnado en las rocas rojas, si un poeta se hubiera servido de ella.
¿Por qué no puedo tratar yo de las lunares rocas rojas? Pues porque no reflejan nada mío, salvo una descarnada turbación paisajística, que nunca debiera justificar una poesía. Si estas rocas estuvieran en el Piamonte, sabría perfectamente, empero, absorberlas en una imagen y darles un significado. Lo cual equivale a decir que el primer fundamento de la poesía es la oscura conciencia del valor de las relaciones, incluso las biológicas, que viven ya con una larval vida de imágenes en la conciencia prepoética.
Seguramente debe ser posible, incluso para mí, hacer poesía sobre una materia de fondo no piamontesa. Debe serlo, pero hasta ahora no lo ha sido casi nunca. Esto significa que aún no he salido de la simple reelaboración de la imagen representada materialmente por mis lazos originarios con el ambiente; que, en otras palabras, en mi laboreo poético hay un punto muerto, gratuito, un material subyacente del que no logro prescindir. Pero ¿se trata en verdad de un residuo objetivo o de sangre indispensable?
17 de octubre
Habiendo recomenzado esta mañana y terminado el poema de la liebre, del cual, justamente por culpa de la liebre, desesperaba, siento cierta osadía para perseverar en el oscuro esfuerzo. Me parece haber conquistado de veras tal instinto técnico que, sin pensar deliberadamente en ellas, mis fantasías me brotan ya imaginadas de acuerdo con esa fantástica ley que mencionaba ello de octubre. Y mucho me temo que eso significa que ya es hora de cambiar de música, o al menos de instrumento. Si no, llego a un punto en que, antes aun de componer la poesía, esbozo un ensayo crítico. Y la cosa se convierte en un asunto tan burlesco como el Lecho de Procusto (3).
He aquí la fórmula hallada para el futuro: si antaño me torturaba por crear una mezcla de mis lirismos (apreciados por su ardor pasional) y de mi estilo epistolar (apreciable por el control lógico e imaginativo) y el resultado fueron los Mares del Sur con toda su coda, ahora debo encontrar el secreto para fundir la fantástica y sentenciosa vena de Trabajar cansa con la otra, burlona y realistamente entonada a un público, de la pornoteca. Y es indudable que eso exigirá la prosa.
Porque sólo una cosa (entre tantas) me parece insoportable para el artista: no sentirse ya en los comienzos.

28 de octubre
La poesía comienza cuando un necio dice del mar: "Parece aceite". No se trata, en absoluto, de una más exacta descripción de la bonanza, sino del placer de haber descubierto la semejanza, del cosquilleo de una misteriosa relación, de la necesidad de gritar a los cuatro vientos que se ha notado.
Pero resulta igualmente necio detenerse aquí. Iniciada así la poesía, es preciso acabarla y componer un rico relato de relaciones que equivalga hábil- mente a un juicio de valor.
Esta sería la poesía típica, la idea. Pero normalmente las obras están hechas de sentimiento -la exacta descripción de la bonanza- que a ratos espumea en descubrimientos de relaciones. Puede ocurrir que la poesía típica sea irreal y -al igual que vivimos también de microbios- lo que se ha hecho hasta ahora conste de meros trozos miméticos (sentimiento), de pensamientos (lógica) y de relaciones a la buena de Dios (poesía). Una combinación más absoluta quizá sería irrespirable y necia.


1 de noviembre
Es interesante la idea de que el sentimiento en arte sea el puro trozo mimético, la exacta descripción de la bonanza. Esto es, una descripción hecha con términos propios, sin descubrimientos de relaciones imaginativas y sin intrusiones lógicas.
Pero, si es concebible una descripción que no cuente imágenes (que quizá la misma naturaleza del lenguaje niega), ¿puede existir una descripción al margen del pensamiento lógico? ¿No es ya expresión de juicio observar que el árbol es verde? O, si pare- ce ridículo encontrar un pensamiento en semejante trivialidad, ¿dónde acaba la trivialidad y comienza el verdadero juicio lógico? Remito a mejor filósofo el segundo párrafo. Sin embargo, me parece exacto que el sentimiento consiste en describir con propiedad. Utilizar las emociones para descubrir en ellas relaciones es, en efecto, elaborar ya racionalmente estas experiencias.
¿Y cómo es que la naturaleza del lenguaje niega la posibilidad de usar imágenes? El que verde se derive de vis, y aluda a la fuerza de la vegetación, es una relación hermosa e indiscutible; pero también es indiscutible la sencillez actual de esta palabra y su remitirse de inmediato a una idea única. El que arribar significase antaño abordar, y al principio fuera hacer una imagen náutica decir que el invierno arribaba, no priva de absoluta objetividad a la misma observación hecha líneas antes. Mi paréntesis era, pues, estúpido. Y no le demos más vueltas.

9 de noviembre
La búsqueda de una renovación está ligada al afán constructivo. Ya he negado valor poético de conjunto al cancionero que aspire a poema, y sin embargo, sigo pensando en cómo disponer mis poemillas, para multiplicar y completar su significado. Vuelve a parecerme que no hago sino presentar estados de ánimo. Vuelve a faltarme el juicio de valor, la revisión del mundo.
Cierto es que la colocación calculada de las poesías en el cancionero-poema no responde sino a una complacencia decorativa y refleja. Esto es, dadas las poesías de Las Flores del Mal, el hecho de que estén dispuestas así o asá, puede ser elegante y es- clarecedor, e incluso crítico, pero nada más. Dadas las poesías como ya compuestas, pero el hecho de que Baudelaire las haya compuesto así una a una, convincentes y cautivadoras en conjunto como un relato, ¿no podría derivarse de la concepci6n moral, juzgadora, exhaustiva de su totalidad? ¿Acaso una página de la Divina Comedia pierde su valor intrínseco de nota de un todo si la arrancamos del poema o la desplazamos?
Pero, dejando para mejor momento el análisis de la unidad de la Comedia, ¿es posible atribuir un valor de pertenencia-a-un-conjunto a una poesía concebida en sí, según el aleteo de una inspiración ? Además, me parece inverosímil que Baudelaire no concibiera una poesía en sí, sino que la pensara engranada con las otras.
Y aún hay más. Dado que una poesía no está clara para su autor, en su significado más profundo, hasta que está terminada, ¿ cómo es posible que aquél construyera su libro sino reflexionando sobre las poesías ya hechas? El cancionero-poema es, pues, siempre un afterthought [reflexión a posteriori]. Aunque sigue en pie la objeción de que, sin embargo, fue posible concebir como un todo -dejemos de lado la Comedia-, sin duda alguna, los dramas shakespearianos. Es preciso decirlo: la unidad de estas obras proviene justamente de la realista persistencia del personaje, del desarrollo naturalista de los hechos, que al producirse en una conciencia no frívola pierde su materialidad y adquiere significado espiritual, se convierte en estado de ánimo.

10 de noviembre
¿Por qué pido siempre a mis poesías un contenido exhaustivo, moral, juzgador? ¿ Yo, a quien no le convence que el hombre juzgue al hombre? Mi pretensión no es sino un vulgar deseo de echar mi cuarto a espadas. Lo cual dista mucho de la administración de la justicia. ¿Hago yo justicia en mi vida? ¿Me importa algo la justicia en las humanas cosas? y entonces, ¿por qué la pretendo pronunciada en las poéticas?
Si hay algún símbolo en mis poesías, es el símbolo del que ha escapado de casa y regresa con alegría al pueblecito, tras haberlas pasado de todos los colores y siempre pintorescas, con poquísimas ganas de trabajar, disfrutando mucho con cosas sencillísimas. siempre generoso y bonachón y franco en sus juicios, incapaz de sufrir a fondo, contento de seguir a la naturaleza y gozar a una mujer, pero también contento de sentirse solo y sin compromisos, dispuesto a recomenzar cada mañana: los Mares del Sur en suma.

12 de noviembre
Lo que precede puede ser una generalización. Sería preciso hacer el inventario de las poesías del libro, cuáles no entran en el cuadro trazado. Es evidente que los grupos no se diferenciarán por una divergencia de vicisitudes, tanto más cuanto que mi protagonista "las pasa de todos los colores", sino por divergencia en el sentir, por ejemplo: capacidad de sufrir a fondo, incapacidad de soledad, descontento ante la naturaleza, cautela y malignidad. La única de estas actitudes propuestas que encuentro excepcionalmente ya realizada es la impaciencia ante la soledad en el aspecto sexual (Maternidad y Paternidad). Pero presiento que la nueva vía no estará ni en la dirección ya recorrida a lo largo ya lo ancho ni en los diversos "no" imaginados por oposición; sino en el aprovechamiento de algún modo lateral que, conservando el personaje ya realizado, desplace insensiblemente sus intereses y su experiencia. Esto ocurrió en la época de Una estación, cuando, interesándome por la vida carnal hasta entonces desdeñada, conquisté un nuevo mundo de formas (salto de los Mares del Sur al Dios-cabro ). En suma, es estéril la búsqueda de un nuevo personaje, y fecundo el interés humano del viejo personaje por nuevas actividades.

16 de noviembre
El problema estético, mío y de mis tiempos, más urgente es sin duda el de la unidad de una obra de poesía. Si deberemos contentarnos con la empírica ligazón aceptada en el pasado, o explicar esta ligazón como una transfiguración de materia en espíritu poético, o buscar un nuevo principio ordenador de la sustancia poética. Han percibido este problema y han negado los tres puntos antedichos los pulverizadores actuales de la poesía, los poetas de la precisión. Es preciso volver a la poesía de situación. ¿Aceptando tal cual las situaciones del pasado o dando una nueva manera espiritual de situar los hechos?
La nueva manera que yo creía haber puesto en práctica -la imagen-relato- me parece hoy que no vale más que cualquier medio retórico helenístico. Es decir, un simple hallazgo, del género de la repetición o del in medias res, que tiene una gran eficacia ocasional, pero que no basta para constituir un enfoque suficiente.

7 de diciembre
Ha de profundizarse la afirmación de que el secreto de mucho gran arte estriba en los impedimentos que, en forma de reglas, impone el gusto contemporáneo. Las reglas del arte, proponiendo un ideal definido que hay que alcanzar, dan al artista una meta que impide el laboreo en el vacío del ingenio. Pero es preciso agregar que jamás el valor de las obras está para nosotros en las reglas observadas, sino -en vista de la heterogeneidad de los fines- en estructuras crecidas, bajo la mano del artista durante su búsqueda de lo que la regla -el gusto- exige. El ingenio recalentado por un juego racional, como es el intento de alcanzar ciertos resultados tenidos por valiosos, supera el abstracto valor de convención de esos "gustos" y crea arrebatadamente nuevas arquitecturas. Sin saberlo; y esto es lógico, si se piensa que el secreto de una estructura artística se le escapa a su creador hasta que, esclareciéndosela, él mismo le quite interés. Así resuelvo la necesidad de "inteligencia" en arte: existe aplicación consciente de ésta, pero sólo a aquellas metas contemporáneas que, válidas para el artista y para su tiempo, se funden después en la erupción de poesía nacida del recalentamiento del ingenio. El artista trabaja con su cerebro para llegar a metas que perderán valor ante la posteridad; pero, al obrar así, su "cerebro" crea precríticamente nuevas realidades intelectuales: Ejemplo: la manía del conceit [noción o expresión imaginativa, ingeniosa o aguda] entre los isabelinos y el resultado shakespeariano de la imagen-relato. La afición al ejemplo con- creto del mundo científico clásico y la resultante visión cósmica de Lucrecio.

15 de diciembre
En cuanto a mí, la composición de una poesía se produce de un modo que -de no mostrármelo la experiencia- jamás hubiera creído. Moviéndome en torno a una informe situación sugerente, gimoteo para mí mismo una idea, encarnada en un ritmo abierto, siempre el mismo. Las diversas palabras y los diversos nexos colorean la nueva concentración musical, identificándola. y lo más importante está hecho. Sólo queda entonces volver sobre esos dos, tres, cuatro versos, casi siempre ya en este estadio definitivos e iniciales, y atormentarlos, interrogar- los, adaptar sus variados desarrollos, hasta que doy con el justo. La poesía ha de extraerse toda del núcleo que he dicho. y cada verso que se añade lo determina cada vez mejor y excluye un número cada vez mayor de errores fantásticos. Hasta que las posibilidades intrínsecas del punto de partida están todas identificadas y desarrolladas en la medida de mis fuerzas; poco a poco se han ido formando bajo la pluma nuevos núcleos rítmicos, identificables en las diversas "imágenes" singulares del relato; y llego, desganadamente porque el interés se está ya acabando, al último verso conclusivo, casi siempre amplio y reposado y ligado con el comienzo y recapitulación alusiva de los diversos nucleos. ¿ Será esto la cristalización de Stendhal? Tengo ante mí un conjunto rítmico -lleno de colores, de pasajes, de impulsos y de distensiones- donde los distintos momentos de descubrimiento, de avance -los núcleos, en suma- se intercambian, se iluminan, perennemente activados por la sangre rítmica que corre por doquier. Me encojo de hombros de pensar en otra cosa, pero sonrío estimulado por el secreto.

1936
23 de febrero
Cuanto más lo pienso, más notable me parece el hecho homérico del libro-unidad. En un estadio que todo inclinaría a suponer proclive a la uniformidad, se revela en cambio el gusto por el tapiz circunscrito y abigarrado, el estudio de la unidad diferenciada. Es, en realidad, un escritor de relatos diversamente condicionados (el amor, la pasión heroica, la aventura, la guerra, el idilio, el regreso, el mundo epicúreo, el gusto social, la venganza, la ira, etcétera). En esto es como sus allegados Dante y Shakespeare: poderosos. fabulosos constructores que se deleitan con el detalle, sentido hasta el revoloteo, que respiran toda la vida con regulares y perfectas respiraciones cotidianas. Sobre todo, no son hombres de grito repentino y monótono, que irrumpe de la experiencia y la sobreentiende y unifica en una sensación; sino vates castizos, impregnados de cosas, tranquilos e impasibles suscitadores de la variedad, socarrones de la experiencia, a la que tallan en figuras como por juego, acabando por sustituirla, astutísimos. Carecen sobre todo de ingenuidad.
Entendidos así, los creadores aparecen bien acondicionados para ese trabajo de grandiosa y sutilísima habilidad, astucia, que se requiere para cumplir el papel de puente entre relato y poesía. Son admirables en el compromiso, en el arte enteramente social y prudencial de la experiencia. En lugar de derivar una grandeza de la violencia de los sentimientos, la derivan del arte de saber vivir. Esta base biográfica es la única cosa que tienen en común los líricos y los creadores. Pero mientras que para los líricos todo se extingue en esta violencia, para ellos, para los maestros, el saber vivir es un arte que simplemente sirve para tornear el material humano, entregado a sí mismo, pulido, ultimado: puesto a disposición de todos. Así ellos desaparecen en la obra, mientras que los líricos se desfiguran en ella.

10 de abril
Cuando un hombre está en mi situación sólo le queda hacer examen de conciencia.
No tengo motivos para rechazar mi idea fija de que cuanto le ocurre a un hombre está condicionado por todo su pasado; en suma, es merecido. Evidentemente, buenas las he hecho para encontrarme en este punto.
Ante todo, ligereza moral. ¿Me he planteado nunca en serio el problema de lo que debo hacer en conciencia? He seguido siempre impulsos sentimentales, hedonistas. No caben dudas sobre esto. Hasta mi misoginia (1930-1934) era un principio superfluo: no quería incordios y me complacía esa pose. Luego se ha visto hasta qué punto esa pose era invertebrada. y también en la cuestión del trabajo, ¿he sido alguna vez más que un hedonista ? Me complacía en el trabajo febril ya saltos, bajo la inspiración de la ambición, pero tenía miedo, miedo de ligarme. Nunca he trabajado de veras y en realidad no sé ningún oficio. y se ve con claridad también otra lacra. Jamás he sido un simple inconsciente, que goza con sus satisfacciones y se le da un ardite de lo demás. Soy demasiado cobarde para eso. Me he acunado siempre con la ilusión de sentir la vida moral, pasando instantes deliciosos -es la palabra exacta- al plantearme casos de conciencia, sin la decisión de resolverlos en la acción. Yeso si no quiero desenterrar la complacencia que antaño experimentaba en el envilecimiento moral con finalidad estética, esperándome de eso una carrera de genio. Y esa época no la he superado aún.
A las pruebas. Ahora que he alcanzado la plena abyección moral, ¿en qué pienso? Pienso en lo hermoso que sería si esa abyección fuese también material, si tuviera por ejemplo los zapatos rotos.
Sólo así se explica mi actual vida de suicida. Y sé que estoy condenado para siempre a pensar en el suicidio ante cualquier molestia o dolor. Esto es lo que me aterra: mi principio es el suicidio, nunca consumado, que no consumaré nunca, pero que acaricia mi sensibilidad.
Lo terrible es que todo cuanto me resta ahora no basta para enderezarme, porque en idéntica situación -aparte las traiciones- me encontré en el pasado y tampoco entonces encontré ninguna salvación moral. Ni siquiera me endureceré esta vez, está
claro.
Y sin embargo -puede que la infatuación me engañe, pero no lo creo-, había encontrado el camino de salvación. Y con toda la debilidad que en mí había, esa persona sabía sujetarme a una disciplina, a un sacrificio, con el simple don de sí misma. Y no creo que eso fuese una bobada, porque el don de ella me elevaba a la intuición de nuevos deberes, les daba cuerpo ante mí. Porque abandonado a mí mismo, ya he hecho la experiencia, estoy seguro de no tener éxito. Hecho una carne y un destino con ella, habría triunfado, estoy igualmente seguro. A causa también de mi propia cobardía: habría sido un imperativo a mi lado.
Y en cambio, ¡qué ha hecho! Quizá ella no sepa, o si no sabe no le importa. Y es justo porque ella es ella y tiene su pasado que le traza su futuro.
Pero ha hecho esto. Yo he tenido una aventura, durante la cual se me ha juzgado y se me ha declarado indigno de continuar. Ante este golpe de gracia no es ya absolutamente nada el lamento del amante, que sin embargo es tan atroz, o el derrumbe de la posición, que también es grave.
Se confunde, el sentido de este golpe de gracia con el martillazo que en 1934 había cesado de golpearme: ¡fuera ]a estética, fuera las poses, fuera el genio, fuera todas las mentiras!, ¿he hecho algo en la vida que no sea el gilipollas?
Gilipollas en el sentido más trivial e irremediable de hombre que no sabe vivir, que no ha crecido moralmente, que es vano, que se sostiene con el puntal del suicidio, pero no lo comete.

20 de abril
Veamos si incluso de esto se puede sacar una lección de técnica.
La de costumbre -trivial, pero aún no profundizada. Es sumamente voluptuoso abandonarse la sinceridad, anularse en algo absoluto, ignorar todo lo demás; pero justamente -es voluptuoso-, y por lo tanto es preciso dejarlo. Si tengo hoy clara una cosa, es ésta: cada putada que me han hecho, se ha originado en mi voluptuoso abandono a lo absoluto, a lo desconocido, a lo inconsistente. No he comprendido aún en qué consiste lo trágico de la existencia, aún no me he convencido. Y sin embargo, está muy claro: es preciso vencer el abandono voluptuoso, dejar de considerar los estados de ánimo como fines en sí.
Para un poeta es difícil. O también muy fácil. Un poeta se complace hundiéndose en un estado de ánimo y disfrutando con él: ahí está la huida de lo trágico. Pero un poeta no debería olvidar jamás que un estado de ánimo no es aún nada para él, que lo que importa para él es la poesía futura. Este esfuerzo de frialdad utilitaria es su tragedia.
Que hay que vivir trágicamente y no voluptuosamente lo prueba cuanto he padecido hasta ahora. Más aún, cuanto he padecido inútilmente. Me ha abierto los ojos la relectura de las poesías del 27. Encontrar en aquella pringosa y napolitana ingenuidad los mismos pensamientos y las mismas palabras de este mes pasado me ha aterrado. Han transcurrido nueve años, ¿y yo sigo respondiendo tan infantilmente a la vida ? ¿Y aquella virilidad que parecía algo mío, duramente conquistado en los años de trabajo?, ¿era tan inconsistente?
La culpa de tal insuficiencia no ha de achacarse, menos que a cualquier otra cosa, a la poesía. La poesía, si acaso, me ha enseñado a dominarme, a recogerme, a ver claro; la poesía me ha devuelto a mí mismo, en el más práctico de los sentidos. La culpa es de la ensoñación, cosa muy distinta, y enemiga del buen arte. Es de mi deseo de eludir las responsabilidades, de sentir sin pagar.
No es sólo una similitud el paralelo entre una vida de abandono voluptuoso y el hacer poesías aisladas, pequeñas, una de vez en cuando, sin responsabilidad de conjunto. Eso habitúa a vivir a saltos, sin desarrollo y sin principios.
La lección es ésta: construir en arte y construir en la vida, proscribir lo voluptuoso tanto en el arte como en la vida, ser trágicamente. (Eso no veda, claro, hacer el cerdo de vez en cuando, o un sonetillo y un relato; más aún, es preciso hacerlo. Solamente, acordarse de que, para componer un cuento o una velada, no es preciso alborotar cielo y tierra.)
Explicado y suscrito esto, es humano dejar desahogar y meditar en que jamás nadie me ha hecho agravio más grande. No por la cuestión del amor -estamos hasta los cojones del amor-, sino por esa otra razón de que precisamente esta vez yo estaba intentando pagar, responder, ligarme y limitarme, tragicizar lo voluptuoso, en suma. Conviene que me haya ocurrido lo contrario: así probará si mi virilidad puede recobrarse. Conviene, conviene, pero ha sido una gran canallada. Y bien pensado, excluyendo de buen grado toda voluptuosa ensoñación y pasión, ¿quién puede decir que mi tortura no nace justamente de eso -de que me han hecho una cosa injusta-, una mala acción? ¿Y no se encuentra también aquí una lección de técnica una poética?

24 de abril
Es preciso haber sentido la manía de la autodestrucción. No hablo del suicidio: gente como nosotros, enamorada de la vida, de lo imprevisto, del placer de "contarla", sólo puede llegar al suicidio por imprudencia. Y además, el suicidio aparece ya como uno de esos heroísmos míticos, de esas fabulosas afirmaciones de una dignidad del hombre ante el destino, que interesan estatuariamente, pero que nos dejan abandonados a nosotros mismos.
El autodestructor es un tipo más desesperado y utilitario al tiempo. El autodestructor se esfuerza por descubrir en su interior cualquier lacra, cualquier cobardía, y por favorecer estas disposiciones a la anulación, buscándolas, embriagándose con ellas, disfrutándolas. El autodestructor está en definitiva más seguro de sí que cualquier vencedor del pasado, sabe que el hilo del apego al mañana, a lo posible, al prodigioso futuro, es un cable más fuerte -tratándose del último empujón- que no sé cuál fe o integridad.
El autodestructor es sobre todo un comediante y un dueño de sí. No desperdicia ninguna oportunidad de sentirse y de probarse. Es un optimista. Lo espera todo de la vida, y se va afinando para producir bajo las manos del caso futuro los sonidos más agudos o significativos.
El autodestructor no puede soportar la soledad. Pero vive en un continuo peligro: que lo sorprenda una manía de construcción, de ordenación, un imperativo moral. Entonces sufre sin remisión, y podría incluso matarse.
Es preciso observar bien esto: en nuestros tiempos el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, chatamente. No es ya un hacer, es un padecer.
¿Quién sabe si volverá aún al mundo el suicidio optimista?
Expresar en forma de arte, con finalidad catártica, una tragedia interior, sólo puede hacerlo el artista que a través de la tragedia vivida estaba ya tendiendo sutilmente sus hilos constructivos, desarrollaba una incubación creadora, en suma. No existe la tempestad sufrida locamente y después liberación a través de la obra, so pena de suicidio. Tan cierto es esto que los artistas que se han matado de veras por sus trágicos casos, suelen ser ligeros cantores, aficionados a sensaciones, que nada insinuaron jamás en sus cancioneros del profundo cáncer que los roía. De lo cual se aprende que el único modo de huir del abismo es mirarlo y medirlo y sondearlo y bajar a él.
Es de una desolación tonificante -como una mañana invernal- el padecer una injusticia. Eso hace retoñar, según nuestros más celosos deseos, la fascinación de la vida; devuelve el sentido de nuestro valor frente a las cosas; adula. Mientras que sufrir por puro azar, por una desgracia, es envilecedor. Lo he probado, y quisiera que la injusticia que la ingratitud hubieran sido mayores. Esto llama vivir y, a los veintiocho años, no ser precoces.
Para la humildad. Es tan raro, sin embargo, sufrir una hermosa y total injusticia. Son tan tortuosos nuestros actos. En general, siempre encontramos que un poco de culpa la tenemos también nosotros, y adiós mañana invernal.

Visitantes

Datos personales