21 ene 2011

El binomio fantástico

Hemos visto nacer el tema fantástico -el nacimiento de una historia- en base a una sola palabra. Pero no ha sido más que una ilusión óptica. En realidad, no basta un polo eléctrico para provocar una chispa, hacen falta dos. Una palabra sola «reacciona» («Búfalo. Y el nombre reaccionó...», dice Montale) sólo cuando encuentra una segunda que la provoca y la obliga a salir del camino de la monotonía, a descubrirse nuevas capacidades de significado. No hay vida donde no hay lucha.
Esto se produce porque la imaginación no es una facultad cualquiera separada de la mente: es la mente misma, en su conjunto, que aplicada a una actividad o a otra, se sirve siempre de los mismos procedimientos. Y la mente nace en la lucha, no en la quietud. Ha escrito Henry Wallon, en su libro «Los orígenes del Pensamiento en el Niño», que el pensamiento se forma en parejas. La idea de «blando» no se forma primero ni después que la idea de «duro», sino que ambas se forman contemporáneamente, en un encuentro generador: «El elemento fundamental del pensamiento es esta estructura binaria y no cada uno de los elementos que la componen. La pareja, el par son elementos anteriores al concepto aislado.»
Así tenemos que «en el principio era la oposición». Del mismo parecer se nos muestra Paul Klee cuando escribe, en su «Teoría de la forma y de la figuración», que el concepto es imposible sin su oponente. No existen conceptos aislados, sino que por regla son «binomios de conceptos».
Una historia sólo puede nacer de un «binomio fantástico».
«Caballo-perro» no es un auténtico «binomio fantástico». Es una simple asociación dentro de la misma clase zoológica. La imagen asiste indiferente a la evocación de los dos cuadrúpedos. Es un arreglo de tercera categoría que no promete nada excitante.
Es necesaria una cierta distancia entre las dos palabras, que una sea suficientemente extraña a la otra, y su unión discretamente insólita, para que la imaginación se ponga en movimiento, buscándoles un parentesco, una situación (fantástica) en que los dos elementos extraños puedan convivir. Por este motivo es mejor escoger el «binomio fantástico» con la ayuda de la «casualidad». Las dos
palabras deben ser escogidas por dos niños diferentes, ignorante el primero de la elección del segundo; extraídas casualmente, por un dedo que no sabe leer, de dos páginas muy separadas de un mismo libro, o de un diccionario.
Cuando era maestro, mandaba a un niño que escribiera una palabra sobre la cara visible de la pizarra, mientras que otro niño escribía otra sobre la cara invisible. El pequeño rito preparatorio tenía su importancia. Creaba una expectación. Si un niño escribía, a la vista de todos, la palabra «perro», esta palabra era ya una palabra especial, dispuesta para formar parte de una sorpresa, a formar parte de un suceso imprevisible. Aquel «perro» no era un cuadrúpedo cualquiera, era ya un personaje de aventura, disponible, fantástico. Le dábamos la vuelta a la pizarra y encontrábamos, pongamos por caso, la palabra «armario», que era recibida con una carcajada. Las palabras «ornitorrinco» o «tetraedro» no habrían tenido un éxito mayor. Ahora bien, un armario por sí mismo no hace reír ni llorar. Es una presencia inerte, una tontería. Pero ese mismo armario, haciendo pareja con un perro, era algo muy diferente. Era un descubrimiento, una invención, un estímulo excitante.
He leído, años después, lo que ha escrito Max Ernst para explicar su concepto de «dislocación sistemática». Se servía justamente de la imagen de un armario, el pintado por De Chirico en medio de un paisaje clásico, entre olivos y templos griegos. Así «dislocado», colocado en un contexto inédito, el armario se convertía en un objeto misterioso. Tal vez estaba lleno de vestidos y tal vez no: pero ciertamente estaba lleno de fascinación.
Viktor Slokovsky describe el efecto de «extrañeza» (en ruso «ostranenije») que Tolstoi obtiene hablando de un simple diván en los términos que emplearía una persona que nunca antes hubiese visto uno, ni tuviera idea alguna sobre sus posibles usos.
En el «binomio fantástico» las palabras no se toman en su significado cotidiano, sino liberadas de las cadenas verbales de que forman parte habitualmente. Las palabras son «extrañadas», «dislocadas», lanzadas una contra otra en un cielo que no habían visto antes. Es entonces que se encuentran en la situación mejor para generar una historia.
Llegados a este punto, tomemos las palabras «perro» y «armario».
El procedimiento más simple para relacionarlas es unirlas con una preposición articulada. Obtenemos así diversas figuras:
el perro con el armario
el armario del perro
el perro sobre el armario
el perro en el armario
etcétera.
Cada una de estas situaciones nos ofrece el esquema de algo fantástico.
1. Un perro pasa por la calle con un armario a cuestas. Es su casita, ¿qué se le va a hacer? La lleva siempre consigo, como el caracol lleva su concha. Es aquello de que sarna con gusto no pica.
2. El armario del perro me parece más bien una idea para arquitectos, diseñadores o decoradores de lujo. Es un armario especialmente ideado para contener la mantita del perro, los diferentes bozales y correas, las pantuflas anti-hielo, la capa de borlitas, los huesos de goma, muñecos en forma de gato, la guía de la ciudad (para ir a buscar la leche, el periódico y los cigarrillos a su dueño). No sé si podría contener también una historia.
3. El perro en el armario, a ojos cerrados, es una posibilidad más atractiva. El doctor Polifemo regresa a casa, abre el armario para sacar su batín, y se encuentra con un perro. Inmediatamente se nos presenta el desafío de hallar una explicación a esta aparición. Pero la explicación no es tan urgente. Resulta más interesante, de momento, analizar de cerca la situación. El perro es de una raza difícil de precisar.
Tal vez es un perro de trufas, tal vez es un perro de ciclámenes. ¿De rododendros...? Amable con todo el mundo, mueve alegremente la cola y saluda con la patita, como los perros bien educados, pero no quiere saber nada de salir del armario, por más que el doctor Polifemo se lo implore. Más tarde, el doctor Polifemo va a tomar una ducha y se encuentra otro perro en el armarito del baño. Hay otro en el armario de la cocina, donde se guardan las ollas. Uno en el lavavajillas. Uno en el frigorífico, medio congelado. Hay un caniche en el compartimiento de las escobas, y hasta un chihuahua en el escritorio. Llegado a este punto, el doctor Polifemo podría muy bien llamar al portero para que le ayudase a rechazar la invasión canina, pero no es esto lo que le dicta su corazón de cinófilo. Por el contrario, corre a la carnicería para comprar diez kilos de filete para alimentar a sus huéspedes. Cada día, desde entonces, compra diez kilos de carne. Y así comienzan sus problemas. El carnicero comienza a sospechar. La gente habla. Nacen los rumores. Vuelan las calumnias. Aquel doctor Polifemo... ¿no tendrá en casa algunos espías atómicos?
¿No estará haciendo experimentos diabólicos con todos aquellos filetes y bistecs? El pobre doctor pierde la clientela. Llegan soplos a la policía. El comisario ordena una investigación en su casa. Y así se descubre que el doctor Polifemo ha soportado inocente tantos problemas por amor a los perros. Etcétera.
La historia, en este punto, es sólo «materia prima». Trabajarla hasta el producto acabado sería el trabajo de un escritor, y lo que aquí nos interesa es poner un ejemplo de «binomio fantástico». El disparate debe permanecer como tal. Ésta es una técnica que los niños llegan a dominar con facilidad, con no poca diversión, como yo mismo he podido comprobar en tantas escuelas de Italia. El ejercicio bien entendido tiene una gran importancia de la que hablaremos más adelante, pero sin olvidar la alegría que proporciona. En nuestras escuelas, hablando generalmente, se ríe demasiado poco. La idea que la educación de la mente deba ser una cosa tétrica es de las más difíciles de combatir. Alguna cosa sabía Giacomo Leopardi cuando escribía, en su Zibaldone, el 1. ° de agosto de 1823:
«La más bella y afortunada edad del hombre, que es la niñez, es atormentada de mil modos, con mil angustias, temores, fatigas de la educación y de la instrucción, tanto que el hombre adulto, incluso si se encuentra en la infelicidad..., no aceptaría volverse niño si había de pasar por todo lo que en su niñez ya pasó.»

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