26 nov 2012

Mis esfuerzos



Con el tiempo he llegado a ser un tema de preocupación para mis editores. Hay uno que me ha invitado a escribir novelas cortas para él; ¡a mí, que hasta el momento quizá no haya sido capaz de que ni una sola haya salido bien! A los veinte años, escribía versos, y a los cuarenta y ocho, de repente he comenzado de nuevo a escribir poemas. Por principio, en la presente tentativa de autorretrato, voy a evitar cualquier deriva personal. Por ejemplo, no diré ni una sola palabra de las personalidades importantes que he encontrado en mi vida. En cambio, me gustaría hablar lo más fielmente posible de hacia dónde van mis esfuerzos. Creo disfrutar hoy de cierta reputación como escritor de historias cortas. Quizás el valor literario del relato breve sea bastante efímero. ¿Puedo por otra parte rogar al lector que tenga la bondad de creer que lo que sale de mi boca es el fruto de mi excelente humor? Tengo la impresión, en este momento delicioso de mi vida, de ser la alegría en persona. Hasta aquí, he escrito por otra parte en una tranquilidad perfecta, a pesar de que mi naturaleza me haya podido llevar a la intranquilidad. Subrayemos de paso que, más o menos, desde hace cinco años, tengo una amiguita que a fe mía, no quiero siempre con un amor de primerísima categoría. De cuando en cuando, lo confieso abiertamente, leo en francés, sin tener la pretensión de comprender cada palabra de esta lengua. Respecto a los libros y a los seres humanos, considero que entenderlos de cabo a rabo, antes que provechoso, carece de interés. Quizá me haya dejado influenciar, aquí o allá, por las lecturas. Hace unos veinte años, redacté con cierta maña tres novelas, que quizá no lo son en absoluto, sino que serían más bien libros, en los que aparecen un montón de cosas, y cuyo contenido parece que ha gustado a un círculo más o menos grande de mis semejantes. Hace mucho tiempo, uno de mis jóvenes contemporáneos, se puso casi a provocarme al ver que no me emocionaba porque se le hubiera ocurrido decirme que admiraba tal o cual de mis viejos libros. Es un hecho, sin embargo, que la obra en cuestión es por así decirlo inencontrable en librería, por lo que su autor no debería mostrarse encantado. Sucede quizá lo mismo con alguno de mis honorables colegas. Cuando iba al colegio, uno de mis maestros o pedagogos celebró mi redacción como diciendo que era el tipo de escritura de artículo por excelencia, lo que me permitió redactar numerosos borradores, etcétera, y me llevó a cuidar mi oficio de escritor, por lo que, naturalmente, me enorgullezco. En aquella época, si pasé de la redacción de novelas a los artículos, es porque las vastas construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme. Mi mano desarrolló como una especie de rechazo a servir. Para recuperar sus buenas costumbres, no le pedía más que ligeras pruebas de eficacia, pues, son precisamente este tipo de detalles los que me han permitido reconquistarla. Conteniendo mi ambición, he tenido por norma el contentarme con cualquier pequeño éxito, por modesto que fuera. El escritor en mí se conformaba a las órdenes de aquel que deseaba seguir llevando una vida muy tranquila, y que cobraba de las redacciones de periódicos más diversos. Por lo que creo, en otro tiempo tuve un nombre; sin embargo, me acostumbré también a un nombre menos notable pues anhelaba adaptarme a la denominación de «cronista de periódicos». Jamás me ha llegado a paralizar la idea sentimental de que se me pudiera considerar como artísticamente perdido. Como una suave mano sobre mi hombro, la pregunta se planteaba a veces: «¿Ya no es arte lo que haces?». Sin embargo, podía decirme que lo que continua mereciendo la pena no tiene que dejarse importunar por exigencias cuyo peso ideológico lo ensombrece. Confesémoslo rotundamente, no tenía voluntad para prohibirme perder el tiempo hasta ciertos límites. Me basta con poder pensar que es verosímil que el tiempo ha cuidado de mí maravillosamente. Aún estoy vivo, lo reconozco, y quizá me sea permitido dar gracias por ello estando dispuesto a vivir en armonía conmigo mismo. Cuando, ocasionalmente, me apetecía garabatear al buen tuntún, ello podía parecer un poco descabellado a los ojos de la gente archiseria; pero en realidad, experimentaba en el terreno de la palabra, con la esperanza de que la lengua guardara alguna vitalidad aún desconocida que sería una alegría descubrir. Mientras que mi único deseo era liberarme, y permitía que este deseo existiera, ha podido suceder que aquí o allá, se me desapruebe. La crítica acompañará siempre a los esfuerzos.

18 nov 2012

Escribo luego he sentido



Me he preguntado varias veces qué hace que una persona escriba, si para ser poeta hay que conocer poetas, si leer novelas sirve para la construcción de novelas, y si la narrativa es el grado más elevado del narcisismo o la cima de la dedicación a los demás. Aunque no son preguntas fundamentales para mi literatura, porque cuando escribo las olvido por completo.
Nadie toma la pluma en mano ni por la escuela ni por la lectura. Las novelas no engendran novelas, sólo la poesía es una de las componentes de la plurigestación de la obra literaria y está en cualquier parte. Hay quien escribe porque es médico, algunas novelistas fueron amas de casa, arqueólogas o ricas herederas; hay prosistas de ambos sexos: campesinos, ingenieros, vagos, cineastas, maestros y de todas las profesiones existentes. Conozco muchas personas que estudiaron literatura y que por ello mismo dejaron de escribir hasta su diario.
Durante veinte años, creí que se escribe porque hay que desahogar sensaciones, la mayoría de ellas angustiosas, así como para comunicar la paz que se encuentra tras haber transitado por el camino de diversos amores: los carnales, en primer lugar, y, con la misma intensidad, la pasión por lo que sea: el arte, la intriga, la belleza, el deporte, los estudios, los viajes. Escribir implicaba, según yo en esos tiempos, inventar mundos mejores y deshacerse de fantasmas, buscar la verdad y relatar lo visto, gozar la forma y estudiarse a fondo; en fin, la narrativa conjuraba la realidad e instauraba el diálogo.
No he desechado por completo esas ideas; las creo sustancialmente válidas, aunque algo ingenuas.
Si las tomara al pie de la letra, debería decir: escribo porque vagué de niña por las calles no de una ciudad hermosa, sino de la poesía que quedaba en cada piedra abandonada, devastada casi, de la mítica Siracusa. Hoy, cuando vuelvo a mi tierra natal, la encuentro bella, pero las sucesivas restauraciones y el turismo la han vuelto banal, inútil a las sensaciones. ¿No habrá más escritores en Siracusa? ¿Nunca más un Quasimodo, un Vittorini o una Gargallo?
Como otra novelista, Marguerite Yourcenar, no amo el arte del maquillaje y la restauración. Sin embargo, yo vagaba por las calles de Siracusa (y luego de Roma, Estambul y México) porque prefería los espacios públicos al terror de la vida privada, al miedo que me inspiraba mi padre y el desconcierto que las contradicciones de mi madre me provocaban. La antipatía hacia los ámbitos privados que deriva de ese pánico es, probablemente, uno de los motivos por los que nunca he podido vivir una relación de pareja estable, pero no lo lamento.
El miedo se vio agigantado por el poder de la mente, engendrando fantasías infantiles que persisten. Por ellas visualicé la escuela como una cárcel donde debía aprovechar el tiempo aprendiendo lo único que me serviría cuando, finalmente, saldría a la libertad. Aprendí a escribir con felicidad; y esa felicidad hábil rescató a una niña enclaustrada entre los muros, los miedos y las etiquetas de la clase alta. Fui salvada por la escritura; cortó la soga que iba a colgarme. Redondas a manuscritas, eses como serpientes: me poseyó la misma pasión que anima a una pintora al descubrir las manchas y los colores en un tiempo que la memoria, luego, no podrá recordar.
Y todo ello fue posible porque, por las tardes, las niñas y los niños de entonces no teníamos nada que hacer. La televisión era cosa de premio para los que se portaban bien (yo nunca), no existían clases de natación, ballet, y mil desviaciones más, madres y padres estaban ausentes y los hermanos eran cariñosas presencias incultas.
Belleza cubierta por el polvo del tiempo, miedo, deseo de libertad y aburrimiento, he ahí los ingredientes más antiguos de mi pasión por la escritura. No rechazo esta filiación, es fundamentalmente verdadera, pero hoy dudo de su absoluto.
En un segundo momento, el miedo despertó en mí la única forma sana de buscar venganza, se transformó día tras día en un deseo de justicia anticlasista, libertario, feminista, y en ese trance se manifestó la narrativa. Yo, como todos los verdaderos amantes de la literatura, prefería la poesía, la capacidad de decir lo inmortal, pero como todos los militantes de algo necesitaba explicarme. Narrar no es sino dar a conocer algo que se conoce o se cree conocer. Más antigua que la filosofía, la narrativa nunca ha alcanzado la sabiduría de la poesía, ligándose para siempre a la historia.
Mi padre recuerda que cuando yo tenía siete años y estaba en segundo de primaria, durante una de esas tardes de inverno en que, fuera por un repentino arranque de afecto o por su costumbre de control, entró sorpresivamente a mi cuarto, me encontró doblada sobre un cuaderno. “¿Qué haces?”, me preguntó. Yo simplemente le contesté: “Escribo una novela”.
No conservo esas hojas, pero supongo que contenían algunos de los cuentos maravillosos que mi hija ahora escribe y hablan de fantasmas, sombras, niñas heroínas, murciélagos sin miedo, brujas amistosas. Mi hija tiene nueve años, pinta, juega fútbol, escucha rock y casi siempre impide que entre a su cuarto, pero de noche se pasa a mi cama. ¿Escribirá profesionalmente cuando crezca?
No hay recetas. No hay escuelas. No hay prohibiciones ni apoyos que valgan. Hoy sostengo que quien escribe no podría no hacerlo y que ningún novelista inspira a otro. Cuando era una preadolescente, en secundaria, creía sinceramente que después de la Ilíada era inútil cualquier otro cuento: ¿quién se atrevería a narrar de la amistad después de haber leído cómo los amigos buscaban en el campo de batalla a los sobrevivientes? Luego leí el Gilgamesh, la Chanson de Roland, el Lai du chèvrefeuil de Marie de France; cuando llegué a la Divina Commedia de Dante me convencí de que todo había sido dicho. Sin embargo, nunca dejé de escribir poemas apasionados (por suerte los quemé todos), cuentos iracundos y cartas desesperadas y sin destinatarios. Yo no competía con Dante, lo consideraba definitivo y, sin embargo, no podía no escribir.
¿Me habría suicidado, habría enloquecido de no llenar cuadernos de signos? Probablemente, pero no se escribe para huir de la locura. De hecho hay escritores esquizofrénicos, maniáticos depresivos, alcohólicos, sadomasoquistas y Primo Levi se suicidó tras haber aparentemente desahogado el horror de los campos de exterminio nazistas en novelas inmortales.
¿Qué lleva a una persona a escribir, pues? Seguramente no el placer de la lectura, ni siquiera de la lectura inteligente de los mejores autores. No es leyendo Orlando de Virginia Woolf que empecé a escribir, aunque me encantó, por el mismo motivo que mirando a la Santa Lucia de Caravaggio no me hice pintora ¡Y sólo las diosas saben cuánto me gusta Caravaggio, qué parecidos se me hacen su vida y sus sentimientos a los más íntimos de los míos!
Para escribir se necesitan muchas cosas y ninguna en especial. Nadie puede escribir si no ama conocer y no se interesa en algo, de por vida o sucesivamente no importa. Conozco escritores que fueron expertos en geografía oceánica del siglo XVI mientras escribían una novela y se convirtieron en maestros en la alimentación luterana de Dinamarca en el siglo XIX para ambientar un cuento. Personajes míos me han llevado de la mano por las calles de varias ciudades; fui sólo para darles donde pasear a ellos. Estudié las mañas de las tipografías, las rutas coloniales mexicanas, la mentalidad de la izquierda de los años 1970, los reportes hemerográficos sobre las matanzas de niños de la calle en Brasil, el incremento de la violencia en Colombia y las implicaciones de su discurso. Di vuelta a los archivos de San Luis Potosí y Zacatecas, escuché a campesinas y sembradores en los campos de Oaxaca, molesté a biólogos y agrónomas. En una ocasión conviví con los pescadores de camarón del puerto de Mazatlán. Cada imagen de un cuento o una novela implica una investigación, sistemática o no. Cada frase esconde el placer de haber sido conocida y escrita.
El verbo narrar, así como la persona que lo pone en acto -la narradora- y el objeto que la acción produce -la narración-, tienen todos un origen etimológico que los hace remontar al sustantivo latino gnarus, el que conoce, el hábil, experto y familiarizado con una temática, y más lejos aún a la raíz sánscrita gná, que significa conocer.
La etimología evidencia, como toda disciplina histórica, la mentalidad del presente; por ende, revela una huella poderosísima de las emociones e ideas de un pasado sacralizado por un poder contemporáneo que puede cambiar. De no saberlo, yo también atribuiría un carácter sobrehumano a una voz del pasado y, con ello, podría jugar un rato a construir venganzas lexicales contra las y los filósofos e historiadores que me han marginado por ser yo una narradora, una escritora de “ficciones”. Soy una filósofa de la historia (eso estudié y no literatura) y tengo conciencia de todo lo que interviene en las construcciones humanas y, por lo tanto, no me atrevo a decir, sólo sobre la base de un verbo romano, que todo el que no cuenta es un ignorante. Sin embargo, narro en latín significa lo mismo que en castellano: cuento, relato, y para el orador romano así como para los capitanes de navíos, las mujeres que agitaban sus brócolis en el mercado, los campesinos y las tejedoras, el ignaro o ignorante era aquel que no podía contar porque desconocía la realidad.
La relación entre narración y conocimiento es para mí obvia y muchas veces la he visto expresarse positiva o negativamente en la vida de pueblos muy diversos: el cantador entre las y los wixarica es la persona de sexo masculino que relata los acontecimientos reales y míticos, sin distinción, que hacen de su pueblo un creador de cultura consciente de su importancia; en el dialecto de la Roma contemporánea un “ignorante” no es sólo la persona que desconoce algo, que lo ignora, sino aquella que manifiesta su hostilidad, su falta de interés por los demás, su egoísmo a través de no comunicarse verbalmente: es quien contesta con monosílabos o rehúsa dar explicaciones. Esta definición dialectal me atrae mucho, porque implica que quien no transmite sus saberes es un ignorante o un maleducado.
Así que, para escribir narrativa, es necesario querer transmitir algo que se sabe o comunicar algo que se inventa. De niña, yo fui muy fantasiosa y de joven, una gran mentirosa; pero no creo que una mentira implique siempre la comunicación de una falsa realidad.
Escribir es un ejercicio de la voluntad, una expresión de la libertad humana. Recuerdo las clases de Paleografía Latina del profesor Armando Petrucci, en la Universidad de Roma, cuando intentaba hacerme reconocer una caligrafía carolingia diferenciándola de una sorboniana del siglo XIII, de lo cual yo era incapaz. Un día me tomó del brazo y me dijo: “Entiende, sin escritura no hay historia, no por los afanes de control de los gestores de la memoria, sino porque el esfuerzo para construir un mundo de signos tan complejos, con que darnos a entender sin la presencia física de un transmisor del mensaje, es lo que nos ha convertido en todo lo que somos”.
La persona que escribe es en sí conocedora y comunicante. Pero ¿qué conoce la persona que como yo escribe ficción, qué necesita comunicar? Sinceramente no lo sé.
En la Sierra Huichola, en el norte de Jalisco, he tenido el honor de escuchar a un cantador que no se interrumpió durante una tarde y buena parte de la noche. Frente a un grupito de cinco personas, el anciano relató el origen de la tierra, de la verdad, del fuego; habló de personas, de héroes, de dioses; describió viajes, pasos, animales. En fin, reinventó, dándonoslo a conocer, el mundo. No sabía escribir, sabía hablar, pero era cuanto de más semejante he conocido a un escritor de ficción. Conocía de lo que hablaba y, por ende, inventaba. Según la visión académica del antropólogo que nos acompañaba, el cantador nos mintió, según la escritora que yo soy el anciano nos permitió participar de su grandioso proceso de creación. Hiló el cuento, nunca se contradijo aunque introdujo contradicciones entre los personajes y las situaciones que nos presentaba, resolvió los conflictos de entendimiento, manejó lo mítico atándolo con lo inexistente y con lo cotidiano y, finalmente, retuvo nuestra atención, nos convenció. Todos, menos el antropólogo, sentimos que esa tarde y noche habíamos presenciado algo que cambiaba en parte nuestras vidas.
Hubo muchos otros antes y después en mi vida, parecidos al que viví en la Sierra Huichola hace ocho años. Como bien saben los paleógrafos, la lectura y la escritura son dos procesos distintos. Existen y existieron siempre personas que firman un documento que no pueden leer, así como lectores que no podrían escribir una carta. Yo en primero de primaria descubrí la escritura, el placer de plasmar palabras, y durante muchos años escribí sin leer casi nada: escribí cuentos antes de haber terminado el libro de gramática. Fue al finalizar la secundaria que me arrojé sobre los libros de la biblioteca como un niño hambriento sobre un canasto de pan de dulce. Comí las conchas buenas y los cuernitos podridos, los bolillos mal cocidos, los duros y los sabrosos, las chilindrinas mordisqueadas por otros, los bollos salados y los panqués desabridos. Estaba triste y leía. Me aburría y leía. Peleaba con mis padres y leía. Cuando a los catorce años obtuve una moto y me lancé a las calles sobre dos ruedas, dejé de leer un rato. El mundo era hermosísimo y yo iba al centro de la ciudad, a pueblos cercanos, a los pies de las montañas y caminaba, es decir leía mis pasos sobre el vasto libro que es el mundo. En esos meses adolescentes, escribí menos que en ningún otro periodo de mi vida. Me sucedió algo parecido cuando descubrí el sexo en los brazos de un coetáneo afectuoso; esos eran los años en que creímos que las mujeres y los hombres son iguales y tienen un igual derecho al placer. Fueron años con la utopía a la portada de nuestras manos, años rebeldes y, por lo mismo, amorosos.
Todavía hoy en día cuando leo no escribo y cuando escribo, no leo. Sin embargo, la lectura ha definitivamente influenciado mi modo de escribir. Así como, en México, los han hecho las reuniones que teníamos entre varios escritores, en un viejo club de ajedrez de la colonia Roma. Las bautizamos tertulias del No-Taller del Alfil Negro. Durante más de diez años, capitaneados por el dibujante y ajedrecista Luis de la Torre, mujeres y hombres de edades, proveniencias geográficas y de clase, preferencias sexuales distintas, nos escuchamos, comimos pozole, hablamos de gramática, descorchamos botellas de vino imbebible, leímos en voz alta, nos enamoramos y escribimos. Ahí forjé amistades para la vida y mejoré mi español, desde entonces mi instrumento de escritura. Y del Alfil Negro salimos escritores tan distintos como Ricardo Chávez Castañeda, Guadalupe Lizalde, Leonardo da Jandra, y yo. Jamás tuvimos una línea y nunca formamos una escuela, pero juntos, al leernos conscientemente, mejoramos el cómo de nuestra literatura, afilamos nuestras lenguas, supimos qué podíamos romper y qué debíamos transformar.
Todo influye sobre el saber de las personas, cualquier cosa que atrae su atención las educa, incrementa su conocimiento. Se conoce con los cinco sentidos y lo transmitido por otros nos permite reconocer lo que estamos tocando, viendo, saboreando, oliendo, escuchando. Leí Los Buddenbrock de Tomas Mann en el pasillo del hospital donde estaba muriendo mi abuelo. Sentada en una silla esperaba que me llamaran para poderlo ver. Yo amaba tiernamente a mi abuelo materno. Desde entonces, ninguna información sobre Mann ha incrementado o disminuido mi sensación que el escritor alemán fue el amigo que me consoló del primer dolor de separación de mi vida, porque fue capaz de describir a la familia y sus muertes.
Ese día descubrí que entre leer y escribir existe una relación y que ésta se cifra en una persona, la que lee; es decir, quien escribe tiene en el público que lo lee el fin de su necesidad. La escritora da a conocer, escribe para sí y para alguien más.
El lector no determina el momento mismo de la creación, pero está presente sin estarlo. Los signos de la escritura desde su origen presuponen la construcción de un código que puede ser descifrado por otra persona. Ontológicamente la escritura es un medio de transmisión de informaciones vitales: ¡no pasen por ahí, el rió está crecido!, ¡corran tras el vellocino de oro!
Aldous Huxley, en su obra de ficción, inventó mundos, situaciones más que angustiosas, creó personajes de sentimientos que probablemente espejeaban los suyos, grandezas humanas subyugadas por el control infinito de las burocracias cientificistas, y constantemente nos tuvo presentes, a nosotras y nosotros los lectores posibles a quienes quería prevenir. Pero Aldous Huxley no escribió porque yo, quizás, en un futuro lo leería, mucho menos por el público lector que construye una empresa editorial, ni por un afán de protagonismo; escribió porque su forma de participar del mundo era la escritura.
Clarice Lispector, que constante aunque no exclusivamente usó el monólogo, ponía en boca de sus personajes, siempre inquietantes, una historia de sensaciones en primera persona que se lanzaba al mundo como el borbotar de los locos en las calles de las grandes ciudades. Desgranaba mensajes con la misma intensidad con que una mística pronuncia el nombre de Dios y, a través de la exasperación de las sensaciones, nos ha comunicado un entero mundo interior que buscaba decirse. De paso, al hacerlo ha transformado la literatura latinoamericana, abriéndola a algo más que al histórico realismo, mágico y no.
Marvel Moreno recorrió el camino inverso. Hizo de la historia de las relaciones entre mujeres, en una Colombia devastada por las convenciones clasistas, el espacio literario de una voluntad libertaria, tan intimista cuanto revolucionaria.
Cada día en el mundo alguien toma la pluma o la computadora y empieza a escribir una carta, un cuento, un poema o una novela. Cada día una escritora o un escritor se inician en el afán de comunicar partiendo de sí mismos. Algunos pensarán que si son dotados se volverán ricos y famosos y el mundo será capaz de entender sus sentimientos; otros ni se fijan en ello y sólo llenan páginas y páginas de palabras: no hay nada más pasivo y obediente que una hoja de papel en blanco. La mayoría absoluta dejará la tarea sin acabar. Algunos terminarán su primer escrito. Menos aún lograrán publicarlo. Sólo una minoría restringida enfrentará un segundo o un tercer empeño literario. De ésta saldrán los escritores.
Simone de Beauvoir, no sé ya en qué texto, recordaba que uno de los “nouveaux philosophes” expresó su enojo a Sartre porque no le habían publicado su libro más reciente y ella le repuso que todos los escritores famosos, en un principio, habían sido rechazados por las editoriales. Yo iría más lejos y diría que únicamente la escritora o escritor que es capaz de superar la frustración del primer, el segundo, el tercer y hasta el cuarto rechazo es un verdadero escritor. Y lo es porque su seguridad en lo que tiene que comunicar persiste en ella o él a pesar de la falta de comprensión, como en el filósofo platónico que ha visto la realidad y se esfuerza en darla a entender a sus congéneres, que la rechazan porque quedaron atados en la caverna. En América Latina, se ha convertido en un hecho mítico, arquetípico casi, que Cien años de soledad de García Márquez haya sido rechazado en primera instancia.
Así que para escribir hay que tener confianza en sí misma y tolerancia a las frustraciones, amén de no poder dejar de hacerlo. Eso ya limita la cantidad de personas que serán escritoras.
Un elemento ulterior, que sin ser fundamental también representa algo en esa capacidad de ser, es el elemento material. No es el dinero lo que hace a un escritor, aunque la angustia por la sobrevivencia puede acallar a una gran voz. Sin embargo, es obvio que demasiado apego a los bienes materiales no ayuda a que una persona pueda dedicar su vida a la escritura. Escribir es un oficio de sencillez, que requiere de sopa de lentejas y amigos íntimos.
Yo soy una narradora que necesita viajar mucho, soy una caminante de las palabras, una descriptora de la emoción de andar; claro está que si yo requiriera de un hotel para dormir no podría haber escrito todas mis páginas. De hecho he escrito porque las posadas, las estaciones de ferrocarril y de camiones, los techos de grutas y cabañas, las casas amigas que me abrieron sus puertas, me han cobijado. Dormí en palacios y chabollas, sin preferencias ni afán de obtener más hospitalidad en los primeros que en las segundas.
Todas las personas que escriben necesitan un buen nivel de vida, pero lo bueno no lo determina la cantidad de dinero. Si yo pudiera vender los libros suficientes como para no vender mi fuerza de trabajo a una universidad o una fábrica, seguramente dejaría de presentarme a las nueve de la mañana en mi lugar de trabajo. Pero, sin lugar a duda, prefiero vender mi fuerza de trabajo que mis ganas de decir lo que necesito decir. Y prefiero hacerlo porque me deja soportar con mayor lucidez y dignidad mis crisis. Entre Marcha seca y Verano con lluvia pasaron cuatro años de vacío: una persona que escribe en algunas ocasiones puede ser una persona que sufre porque no puede escribir. No depender en lo económico de la página escrita, me salvó de publicar cualquier porquería. Ése es el riesgo que corre quien obtiene una beca o un contrato editorial aparentemente apetecible.
Pero no nos confundamos. Las becas en sí no son un mal ni un bien, son un instrumento. En tres ocasiones pedí una beca y en dos la obtuve. Con la primera, durante seis meses pude redactar mi tesis de doctorado en historia contemporánea de América latina, sin tener que perder el tiempo yendo a trabajar. En la segunda ocasión, recorrí, con mi hija de año y medio en los hombros, todo el arco de la Gran Chichimeca para ambientar mi novela sobre el capitán Caldera. El resultado final es hijo de esos pasos dados en libertad económica. De no obtener esas becas, no habría escrito lo que escribí sino, probablemente, otra cosa.
Vivir de becas, sin embargo, se me haría inmoral: a ningún campesino le subvenciona su placer de sembrar y ninguna literatura se alimenta del desconocimiento del mundo del trabajo. Una buena escritora necesita de un café con los amigos, de una cerveza en la cantina y de muchos pasos frente al mar, tanto como de conocer el desgaste rutinario de las colas para tomar un camión, la prisa y el miedo de llegar tarde, el deseo de encerrarse en el baño para leer una novela y olvidar al jefe. Aun los escritores de ciencia ficción necesitan tener los pies anclados en la tierra y nada nos ancla más que la economía.
He renunciado muchas veces a un trabajo bien remunerado para terminar una novela, que a veces publiqué y otras no. Jamás pedí una beca en esas ocasiones, viví de mis ahorros y de la paciencia de mis amigas, cuando no de los regalos de mi mamá, esperando que cuando terminara de hacer lo que debía hacer alguien me volviera a ofrecer un empleo. El trabajo, como la escuela, es una cárcel donde aprender lo que nos será necesario cuando salgamos de ella. Además tiene pausas, permisos: cuando estoy de vacaciones, yo dejo fluir el tiempo sin hacer nada. En el campo o frente a una bahía, miro las gaviotas volar desde una hamaca, camino unos pasos, duermo la siesta, me acuesto a las ocho de la noche y me despierto con el alba para seguir gozando del ocio. De repente, algo podría meterse en mí, la semilla de un cuento, una novela o un sueño con los ojos abiertos.
Si eso realmente sucede, empezaré a escribir en una hoja de cuaderno, en el revés de una servilleta, tomaré notas, me llenaré de emoción, buscaré por doquier datos para seguir adelante. Aun a sabiendas de que mi novela durará más que el tiempo de las vacaciones y la terminaré entre los horarios de la oficina y las clases, la prisa por la redacción de un texto de presentación del libro de una desconocida, la obligación moral de mi militancia, las idas y venidas de la escuela de mi hija, la lavadora, el trapeador y la cocina, la tarea de matemáticas, el dentista y el contar los centavos para llegar a fin de mes. Todo ello aderezado por las ganas de caminar en silencio con un amigo, leer un poema húngaro o un libro de historia chileno, mirar una película de Kiarostami o un cuadro de Carlos Gutiérrez Angulo.
Así también se construye la libertad de decir. Aquélla que vive del deseo y es, como la poesía, ingrediente de toda literatura.

12 nov 2012

Entrevista



Hacía tanto tiempo que me sentía desgraciado, desesperado, asaltado por las dudas sobre mi trabajo, que conseguí describirle el panorama con nitidez. Y ella lo captó aún más claramente de lo que yo se lo había pintado. Sus párpados parecieron enmarcar los ojos, que se entrecerraron sin contraerse en un guiño, con firmeza, con suavidad, tranquilamente.

—Conseguirá escribir —me dijo— si lo hace sin pensar en el resultado en términos de resultado, sino pensando en la escritura en términos de descubrimiento, que es lo mismo que decir que la creación debe producirse entre el lápiz y el papel, no antes, en el pensamiento, o después, al darle nueva forma. Sí, es cierto que primero es un pensamiento, pero no debe ser una idea elaborada. Si está ahí, y si lo deja usted salir, saldrá, y lo hará en forma de una experiencia creativa repentina. No sabrá cómo ocurrió, ni siquiera de qué se trata, pero será una creación si surge de usted y del lápiz, y no de un trazado arquitectónico previo de lo que quiera hacer. La técnica no es tanto cuestión de forma o estilo como del modo en que surgen ambos, y de cómo lograr que lo hagan de nuevo. Si uno permite que la fuente se hiele, siempre quedará el agua helada, saltando hacia el cielo y cayendo hacia el suelo, su movimiento congelado.

Estará allí para verla, pero ya no manará. Sé lo importante que es experimentar ese reconocimiento creativo. No es posible introducirse en el útero para dar forma al niño: está allí dentro, se hace a sí mismo y surge completo. Existe y uno lo ha hecho y lo ha sentido, pero ha venido por sí mismo. Eso es el reconocimiento creativo. Por supuesto uno tiene más control sobre lo que escribe. Hay que saber lo que se desea obtener, pero una vez descubierto, hay que dejarse llevar, y si parece alejarnos del camino, nada de echarse atrás, porque quizá sea ahí donde instintivamente queremos estar. Quien se vuelve atrás e intenta permanecer para siempre donde siempre ha estado hasta entonces, se seca.

"Usted piensa, Preston, que ha agotado ya el aire que había donde está ahora. Dice que allá donde vive ya no queda aire, pero no es cierto, ya que si fuese así significaría que ha abandonado toda esperanza de cambio. Creo que los escritores deben cambiar de decorado. El hecho de que usted no sepa dónde iría si pudiera hacerlo significa que en realidad no podría llevarse consigo nada al lugar donde fuese y, consiguientemente, que no habría nada allí hasta que usted lo encontrase y que, una vez lo hiciese, resultaría ser algo que usted mismo había llevado y creía haber dejado atrás. Eso sería también un acto de reconocimiento creativo, porque tendría todo que ver con usted y nada con el lugar.
Quise saber qué pasaba cuando se intentaba escribir y nos sentíamos impedidos, asfixiados, sin palabras o cuando, caso de llegar, éstas sonaban acorchadas y carentes de sentido. ¿Qué pasaba cuando uno sentía que jamás podría escribir ni una palabra más?

—Preston, la forma de volver a empezar algo es volver a empezarlo —me respondió riendo—. No hay otro camino. Empezar de nuevo. Si siente profundamente, el libro emergerá de usted con tanta intensidad como la que tenga su sentimiento en su momento más elevado, y nunca será más profundo ni más auténtico que ese sentimiento. Pero usted no sabe aún nada acerca de su sentimiento, porque aunque pueda creer que todo está ahí dentro, cristalizado, no lo ha dejado manar. ¿Cómo saber, pues, lo que lleva dentro? Sin duda, lo mejor de todo será algo que en realidad usted no conoce aún. Si lo conociese todo ya, no se trataría de un acto de creación, sino de un dictado. Un libro no es un libro hasta que está escrito, y uno no puede decir que está escribiendo un libro cuando todo lo que hace es escribir sobre hojas de papel y sigue aún sin aflorar todo lo que se lleva dentro. Hay que dejarlo fluir interminablemente. Además, un libro no es el hombre completo. No existen autores de un solo libro. Recuerdo a un joven que conocí en París justo después de la guerra. Usted no habrá oído hablar de él. A todos nos gustó mucho su primer libro y él también estaba satisfecho. Un día me dijo que su libro haría historia dentro de la literatura y yo le respondí: "Quizá llegue a ser parte de la historia de la literatura, pero sólo si construyes una parte nueva cada día y creces con la historia que estás creando hasta llegar a convertirte en parte de ella". Pero aquel joven jamás escribió ningún otro libro. Ahora vaga por París melancólicamente buscando su nombre en los índices literarios.
Su secretaria entraba y salía de la habitación, guardando cosas en un baúl que permanecía abierto en el extremo del sofá (ambas se hacían a la mar al día siguiente) e intercambiando unas cuantas palabras con un tono de voz que me resultó novedoso por su suavidad. De repente, en relación con algo que estábamos comentando sobre América, salió a la luz que tanto ella como yo eramos de Seattle, y que había conocido a mi padre cuando era un hombre joven, antes de que se marchara a Klondike. En ese momento, mientras hablaba su secretaria, pareció apoderarse de la otra mujer una extraña y profunda vinculación con su tierra (había nacido en Pensilvania, se había criado en Oakland, California, y después había vivido en París durante treinta años sin volver a ver su lugar de origen), ya que empezó a hablar con intenso y sentido fervor de su experiencia americana durante los últimos seis meses.
—Acaba de decir, Preston, que hace diez años arrancó sus raíces e intentó plantarlas otra vez en Nueva Inglaterra, donde no había nadie que llevase su sangre, y que ahora tiene la sensación de carecer de ellas. Algo parecido a eso me ocurrió a mí también. Supongo que he debido de sentir que había pasado algo así, porque si no, no habría vuelto. He visitado California. La he visto y la he sentido y he experimentado ternura y también horror. Las raíces parecen pequeñas y secas cuando quedan expuestas a la vista. En ocasiones, parecen contradecir la fuerza de unas plantas claramente vigorosas.

Se interrumpió cuando encendí un cigarrillo. No supe descifrar si le alarmaba verme fumar tanto o si enmudecía instintivamente ante cualquier actividad física por parte de su oyente.

—Bueno —continuó—, no somos exactamente así. Nuestras raíces pueden estar en cualquier sitio y, no obstante, podemos sobrevivir, porque, a poco que lo piense, llevamos nuestras raíces con nosotros. Siempre he sido vagamente consciente de ello, y ahora estoy convencida a pies juntillas. Lo sé porque uno puede volver a donde estaban sus raíces y pueden parecerle menos reales de lo que lo eran a cinco mil, diez mil kilómetros de distancia. No se preocupe por sus raíces siempre y cuando se preocupe por ellas. Lo esencial es sentir que existen, que están en alguna parte. Ya se cuidarán ellas mismas, y también cuidarán de nosotros, aunque quizá nunca sepamos cómo. Pensar obsesivamente en volver a ellas es confesar que la planta se está muriendo.

—Sí —le contesté—, pero hay algo más. Está esa ansia por la tierra, por el idioma.

—Lo sé —respondió casi con tristeza—. ¡Estados Unidos es un país maravilloso! —Y sin previo aviso declaró—: Ahora siento que aquí está lo que me interesa. ¡Después de todo,

Estados Unidos es asunto mío!

Se echó a reír con maravillosa y encantadora espontaneidad, con auténtico placer. Cuando le pregunté si regresaría levantó furtivamente la mirada sin dejar de sonreír.

Parpadeó expresando el mismo entusiasmo que un hombre que chasqueara los labios.

—Bueno —le dije—, ha tenido mucho tiempo para echar un vistazo a su alrededor. ¿Qué es lo que les ocurre a los escritores americanos?

—¿Qué ha notado usted?

—Es obvio. Al principio, todos parecen grandiosos. Luego llegan a los treinta y cinco o los cuarenta y se secan. Pierden algo y comienzan a repetir la misma fórmula. O bien envejecen en silencio.

—Se trata de un problema sencillo —respondió ella—. Se convierten en escritores. Dejan de ser hombres creativos y enseguida descubren que son novelistas, o críticos, o poetas, o biógrafos, y se les alienta a ser alguna de esas cosas sólo porque han demostrado ser buenos en una ocasión, o en dos, o en tres, pero eso es una estupidez.

Cuando un hombre dice "Soy novelista" no es más que un artesano literario. Si el señor
Robert Frost es un buen poeta se debe a que es un granjero. Quiero decir que, en su interior, es en realidad un granjero. Hay otro al que ustedes los jóvenes están haciendo todo lo posible, y lo imposible, por olvidar. Es el editor de un periódico de una pequeña ciudad y su nombre es Sherwood Anderson. Sherwood es auténticamente grande [fue el único al que ella llamó por su nombre y, además, con cariño], porque en realidad no le preocupa saber qué es, no se ha parado a pensar que pueda ser nada distinto de un hombre, un hombre que puede desaparecer y ser poca cosa a los ojos del mundo, aun cuando quizá sea uno de los pocos americanos que han alcanzado una perfecta frescura en la creación y la pasión, sencilla como la lluvia cayendo sobre una página, una lluvia que brotaba de él y caía ahí milagrosamente, y era toda suya. Verá, él tenía ese reconocimiento creativo, esa maravillosa capacidad de volcarlo todo en el papel antes de haberlo visto siquiera, y de sentirse fortalecido por lo que luego contemplaba, lo que le permitía zambullirse en busca de más sin saber que era eso lo que hacía. Scott Fitzgerald también poseyó ese don durante algún tiempo, pero ya no.

Ahora es un Novelista Americano.

—¿Y qué hay de Hemingway? —No pude resistirme a formularle esta pregunta. Su nombre y el de Ernest Hemingway son casi inseparables cuando se piensa en el París de la posguerra, en los expatriados que se reunieron en torno a ella como si fuera una sibila
—. Fue bueno hasta después de Adiós a las armas.

—No —me respondió—, ya a partir de 1925 había dejado de serlo. En sus primeros relatos cortos había eso que he estado intentando describirle a usted. Después... Hemingway no perdió la facultad, la tiró por la borda. Entonces le dije: "Tienes una pequeña renta, Hemingway. No te morirás de hambre. Puedes trabajar sin preocupaciones y mejorar, puedes conservar eso y crecerá contigo". Pero él no deseaba madurar de esa manera; quería crecer de forma violenta. Es curioso, Preston, pero Hemingway no es un Novelista Americano. No se ha vendido ni ha adoptado ningún molde literario. Puede que se haya acomodado a su propio molde, pero no es únicamente literario. Cuando conocí a Hemingway tenía verdadera capacidad para la emoción y ése fue el sustrato de sus primeros relatos. Pero se avergonzaba de sí mismo y empezó a desarrollar, a modo de escudo, una brutalidad propia de un chicarrón de Kansas City. Era "duro" porque tenía auténtica sensibilidad, y eso le avergonzaba. Y entonces sucedió. Vi lo que estaba pasando e intenté preservar lo que había de bueno en él, pero era demasiado tarde. Emprendió el camino que habían seguido, y aún siguen haciéndolo, muchos americanos antes que él. Se obsesionó con el sexo y la muerte violenta.
"No me interprete mal —dijo alzando su regordete dedo índice—. El sexo y la muerte son las fuentes de las emociones humanas más válidas, pero no lo son todo, ni siquiera son todo emoción. Pero Hemingway empezó a multiplicarlo todo por, y a restarlo de, sexo y muerte. Supe desde el principio, y lo sé aún mejor ahora, que no pretendía descubrir qué eran. Fue el disfraz con el que quería ocultar lo que en él había de amable y delicado. Y finalmente, su enfermiza y dolorosa timidez encontró salida en la brutalidad. No, no, espere... No en una verdadera brutalidad, porque un hombre realmente brutal busca algo más que los toros y la pesca en alta mar, y la caza de elefantes, o lo que se lleve ahora. Si Hemingway hubiera sido auténticamente brutal, podría haber hecho buena literatura sobre esas cosas. Pero no lo es, y dudo que jamás vuelva a escribir sinceramente acerca de algo. Es competente, sí, pero sólo como escritor; la otra mitad es el hombre.

—¿Cree en serio que los escritores norteamericanos están obsesionados por el sexo? Y, de ser así, ¿acaso no es legítimo? —le pregunté.

—Están en su derecho, por supuesto. Una literatura creativa que no se ocupe del sexo es inconcebible. Pero no del sexo literario, porque el sexo es una parte de algo cuyas otras partes no tienen nada que ver con el sexo, no son sexo en absoluto. No, Preston, se trata de un problema de tono. Por el modo en que un hombre habla del sexo se puede decir, si es que hay que decir algo, si es o no impotente. Y si no habla de otro tema, puede estar seguro de que lo es, física y artísticamente.
"He intentado explicar a los norteamericanos —continuó— que sin pasión no puede existir una creación realmente grandiosa, pero no estoy nada segura de haberme hecho entender.

Si no lo han comprendido es porque han tenido que pensar primero en el sexo. Les resulta más fácil identificar el sexo con la pasión que concebir ésta como la potencia total del hombre. Siempre intentan etiquetarla, y eso es un error. ¿Qué quiero decir con esto? Se lo explicaré. Estoy pensando en Byron. Byron poseía pasión. Ésta no tenía nada que ver con sus mujeres. Era una cualidad de la mente de Byron, y todo lo que escribía surgía de ella. Quizá sea por eso por lo que su obra es tan desigual, ya que la pasión del hombre, si es auténtica, no es uniforme; y en ocasiones, si puede plasmarla por escrito, es exclusivamente pasión y carece de significado fuera de sí misma. Swinburne dedicó toda su vida a escribir acerca de la pasión, pero puede leerle de cabo a rabo y no logrará descubrir cuáles eran sus pasiones. No estoy convencida de que sea preciso saberlo, ni de que Swinburne hubiese sido mejor de haberlo sabido. La pasión humana puede ser maravillosa cuando tiene un objeto, que puede ser una mujer o una idea, o la ira ante una injusticia, pero cuando, como normalmente sucede, desaparece o se alcanza el objeto de esa pasión, ésta no sobrevive. Únicamente lo hace si estaba ahí antes, sólo si la mujer o la idea o la cólera eran algo incidental en esa pasión, y no su causa. Y es eso lo que hace a un hombre un escritor.

"A menudo, los que realmente la poseen no son capaces de reconocerla en sí mismos, porque no saben lo que es sentir de un modo diferente o no sentir en absoluto. Y ella no responde cuando se la llama. Probablemente, Goethe pensara que El joven Werther era un libro más apasionado que Wilhelm Meister, pero en Werther se limitaba a describir la pasión y en Wilhem Meister la transfería. No creo que supiese que lo había hecho. No tenía por qué. Emerson se habría sorprendido si le hubiesen dicho que era apasionado. Pero Emerson tenía auténtica pasión. Escribía con pasión, pero jamás habría podido escribir sobre la pasión, porque no sabía nada acerca de ella. Hemingway lo sabe todo sobre la pasión y en ocasiones puede escribir con seguridad acerca de la misma, pero carece de ella. Tan sólo tiene pasiones. Y Faulkner y Caldwell y todos los que he leído aquí y antes de llegar a América son buenos y honrados artesanos, pero carecen de pasión.

Nunca había participado en una conversación tan fluida, natural e informal. No se percibían en ella ni el recelo ni la tensa búsqueda del término preciso que colorean el discurso de la mayoría de los intelectuales norteamericanos cuando expresan sus opiniones. Si se paran a escuchar alguna vez a unos obreros charlando cuando están concentrados en su trabajo y uno de ellos sigue hablando, aunque no siempre de modo audible, mientras sierra y mide y pone clavos, manteniendo un ritmo fluido, y casi sin ser consciente de las palabras que expresa, se harán una idea de lo que intento decir.

—Bueno, yo opino que Thomas Wolfe la posee —apunté yo. Acababa de leer Of Time and the River , que me había emocionado profundamente—. Creo que en verdad la tiene. Más que ningún otro hombre que conozca en América.

—Leí su primer libro —respondió ella, equivocándose en el título—. Y lo he buscado, pero no he podido encontrarlo. Wolfe es como un diluvio y a usted le ha anegado, pero si quiere leer metódicamente, Preston, debe aprender a distinguir cómo le arrastran. En el tren leí un artículo sobre Wolfe. En él decían que es muchas cosas, entre otras las cataratas del Niágara. No es la tontería que parece. Las cataratas del Niágara son poderosas, tienen forma y belleza durante treinta segundos, pero el agua del fondo, la que ha sido la catarata durante unos instantes, no es ni mejor ni distinta de la de arriba. Le ha sucedido algo hermoso y terrible, pero se trata de la misma agua y nada le habría ocurrido de no ser por una aberración en una de las formas de la naturaleza.

El río es la auténtica forma del agua, una forma que le conviene, y la catarata es un error. Los libros de Wolfe son el agua depositada en el fondo, que lanza espuma en un espectáculo magnífico porque ha seguido el camino equivocado, pero no es mejor de lo que era al emprenderlo. Las cataratas del Niágara existen porque la forma auténtica se ha agotado y el agua no encuentra otra salida. Pero el artista creativo debería ser más hábil.

—Quiere decir con eso que en su opinión la forma novela ha desaparecido?

—Así es, en efecto. Cuando una forma se agota ocurre siempre que todo lo que se escribe ateniéndose a sus normas carece en realidad de forma. Y sabemos que ha muerto cuando ha cristalizado y todo lo que se acoja a ella tiene que ser hecho de una determinada manera. Lo que hay de malo en Wolfe está hecho de esa forma y lo bueno de otra muy diferente. Así pues, si toma lo bueno, resulta que lo que ha escrito no es una novela en absoluto.

—Sí, pero ¿qué más da? —le pregunté—. Para mí fue algo muy auténtico, y quizá no me importe si se trata o no de una novela.

—Intente entenderme, Preston. Lo que me impacienta no es que no sea una novela sino que Wolfe no viese lo que podría haber sido. Y si posee realmente la pasión que usted le atribuye, lo habría visto, porque la habría sentido de verdad, ella habría adoptado su propia forma y, dada la prodigiosa energía de Wolfe, no le habría vencido.

—¿Qué tiene que ver la pasión con la elección de una forma artística?

—Todo. No existe ninguna otra cosa que determine la forma. Lo que Wolfe está escribiendo es su autobiografía, pero ha decidido narrarla como una historia, y una autobiografía no es nunca una historia porque la vida no se desarrolla en forma de acontecimientos. Lo que realmente ha hecho es soltar amarras, por lo que sólo ha contado la verdad de su liberación, y no la verdad del descubrimiento. Y es por eso por lo que él significa tanto para ustedes los jóvenes, porque es también su liberación. Y tal vez por ser tan larga y poco selectiva resulte mejor así, ya que, si permanece en ustedes, le darán su propia forma y, si tienen pasión, la añadirán también; y quizá sean capaces de llegar al descubrimiento que él no alcanzó. Pero no volverá a leer ese libro porque no tendrá necesidad de hacerlo. Y cuando un libro ha sido verdaderamente importante para nosotros, siempre se lo necesita.
Su secretaria entró en la habitación, miró el reloj y dijo: 'Tienes veinticinco minutos para el paseo. Has de estar de vuelta a la una menos diez". Me levanté, súbitamente consciente de que había solicitado una entrevista de quince minutos durante su último día de permanencia en Estados Unidos y había transcurrido más de una hora. Me había olvidado por completo del tiempo. Hice gesto de marcharme.

—No —exclamó ella abruptamente—. Quedan más cosas por decir. Acompáñeme, quiero contárselas.
Salimos del hotel.

—Póngase a mi izquierda —me explicó—, porque no oigo nada por el oído derecho.
Caminaba con paso resuelto, casi apresuradamente, y elevaba la voz por encima del ruido del tráfico.

—Hay dos cosas en particular que quiero decirle porque he estado pensado acerca de ellas durante mi estancia en Estados Unidos. Llevo meditándolas muchos años, pero aquí las he visto bajo una nueva luz. Han sucedido tantas cosas desde que me marché. Los americanos empiezan a utilizar de verdad la cabeza por primera vez desde la Guerra Civil. Entonces la emplearon porque no tenían otro remedio y el pensamiento flotaba en el aire, y ahora tienen que usarla so pena de ser destruidos. Cuando se escribe sobre la Guerra Civil hay que pensar en ella en términos del entonces y el ahora y no del periodo intermedio. Puede que los americanos no hayan llegado aún muy lejos, pero empiezan a pensar otra vez. Aquí hay cerebro y algo nos espera. No tiene todavía una forma definida, pero lo percibo aquí como no lo hago en el extranjero. Por eso creo que este país es otra vez asunto mío. Verá, hay algo para los escritores que no existía antes. Ustedes están demasiado próximos al problema y sólo lo perciben vagamente. Por eso permiten que les preocupen sus dificultades económicas. Si ven y sienten sabrán cuál es su tarea, y si la realizan bien el problema económico se resolverá por sí solo.

No deben pensar tanto en que sus mujeres e hijos dependen de su trabajo. Intenten pensar que su trabajo depende de sus mujeres e hijos, porque será así si realmente viene de ustedes, de los que tienen mujer e hijos, y los de la Quinta avenida, y toda esa gente. De no ser así, es inútil de todos modos, porque su problema económico no tendrá nada que ver con la literatura, ya que no será un escritor en absoluto. Les veo a ustedes, a los escritores jóvenes, muy preocupados por no perder la integridad, y está bien que así sea, pero un hombre que pierde la integridad no sabe que la ha perdido, y nadie podrá arrebatársela si realmente la tiene. Un ideal solamente es bueno si le mueve hacia adelante y le ayuda a crear, Preston, pero no sirve para nada si hace que usted prefiera no producir antes que escribir de vez en cuando a cambio de dinero, porque el ideal se destruye a sí mismo si el problema económico del que me ha estado hablando le destruye a usted.

Mientras cruzábamos las calles, la multitud miraba con curiosidad hacia aquella mujer de cara morena cuya foto había aparecido con tanta frecuencia en los periódicos. Ella no prestaba atención a la gente, o eso me pareció, pero se mostraba extraordinariamente consciente del movimiento que la rodeaba, y especialmente del de los taxis. Después de todo, me dije a mí mismo, ella había vivido en París.

—Lo que debe recordar todo escritor serio es que escribe seriamente y que no es un comerciante. Es una suerte para ambos que el comerciante y el escritor estén unidos en una misma persona pero, si no es ése el caso, seguro que uno de los dos terminará con el otro si se les enfrenta. Y hay algo más.

Giramos en la avenida Madison y tomamos el camino de vuelta al hotel.

—Es algo muy importante. Lo sé porque he visto cómo acababa con muchos escritores. Se trata de no creer que uno es una determinada cosa. Piense en su caso. Usted ha escrito primero una biografía, después una historia de la revolución americana, y en tercer lugar una novela, pero sería absurdo que se considerase un Biógrafo, un Historiador o un Novelista. —Pronunció cada palabra encabezándola con una gran mayúscula—. La verdad es que probablemente todas esas formas estén muertas, porque se han convertido en formas. Usted ha debido sentirlo así, ya que de otro modo no habría pasado de una a otra. Bien, pues ha de seguir adelante, y volverá a utilizarlas y, alguna vez, si su trabajo tiene algún sentido, aunque no estoy segura de que nada que no sea el trabajo de toda una vida tenga sentido, descubrirá una forma nueva. Alguien dijo en una ocasión que yo buscaba una cuarta dimensión en la literatura. Nunca he hecho nada parecido, no persigo nada en absoluto, me limito a madurar gradualmente y, poco a poco, espero llegar a ser más consciente de los modos en que pueden sentirse y conocerse las cosas por medio de las palabras. Quizá me baste con sentirlas y conocerlas de un modo nuevo, y si las consigo comprender suficientemente transmitiré una nota de seguridad y
confianza que hará que otros también comprendan.

"Cuando uno ha descubierto y desarrollado una nueva forma, lo importante no es ésta sino el hecho de que se ha logrado la forma. Por eso Boswell es el más grande biógrafo que haya existido, porque no esclavizaba a Eckermann con la fidelidad y exactitud de las notas, que por otro lado no son fieles en absoluto, sino porque puso en boca de Johnson palabras que probablemente él nunca pronunció y, sin embargo, al leerlas uno sabe que eso es lo que Johnson habría dicho en tal o cual circunstancia. Y lo sabemos porque Boswell descubrió la auténtica forma de Johnson, que Johnson nunca conoció. Lo mejor es no pensar siquiera en la forma sino dejarla que se abra paso ella sola. ¿Le parece extraño que yo diga eso? Se me ha acusado de no pensar en otra cosa. ¿No se da cuenta de dónde está la verdadera gracia? ¡Son los críticos los que siempre se han dedicado a pensar en la forma mientras yo me dedicaba a escribir!

6 nov 2012

La "carrera" literaria




Unas semanas atrás una escritora española cuya obra me gusta particularmente mencionó varias veces en una conversación de algo menos de una hora su necesidad de avanzar en su "carrera" y las decisiones que tomaba para satisfacer esa necesidad. A mí, sus palabras me resultaron sorprendentes, no sólo por venir de una autora de lo que los editores llaman en ocasiones "literatura literaria" y a veces "literatura no comercial" (posiblemente con la finalidad de ratificar su convicción, cada día más improbable, de que existe una literatura que sí lo es); pero también porque la idea misma de una carrera es irreconciliable con la naturaleza de la producción literaria, y esto por varias razones.

Afirmar que en literatura es posible una "carrera" de alguna índole supone concebirla como la ejecución de un trayecto determinado previamente (algo erróneo, ya que buena parte de los escritores de relevancia tuvieron trayectorias personales y condicionadas de tal forma por sus circunstancias personales que es imposible resumirlas en una especie de recorrido a imitar, por mucho que ciertos cursos de escritura creativa y las estrategias de algunos escritores preocupados por la mercadotecnia nos lo haga pensar; hablar de la "carrera literaria" supone también concebir la literatura como una actividad que es llevada a cabo de forma progresiva y en la que cada paso nos acerca a la meta, lo que, por supuesto, es falso: no existe esa meta (o sólo existe en términos individuales), pero, aun en el caso de que existiera, estar a diez pasos de ella no significaría estar más próximos de su final que cuando todavía nos encontrábamos a treinta, puesto que la literatura no es una actividad progresiva, sino una en la que abundan los avances pero también los retrocesos y las vueltas atrás. Un buen primer libro no supone que se escribirá un segundo libro mejor -a menudo sucede lo contrario, lo que resulta, en mi opinión, una prueba palpable de que su autor no es un escritor realmente- y ni la juventud ni la madurez garantizan obras maestras. Tampoco lo hacen el ser desconocido y el haber alcanzado cierto reconocimiento, ni el haber ejercido múltiples oficios o haberse dedicado plenamente a la escritura, del mismo modo que no hay garantías de que un libro sobre la Guerra Civil vaya a tener más éxito que uno sobre un bovino: de hecho, en términos literarios, La vida de una vaca del chileno Juan Pablo Meneses es notablemente mejor que muchas novelas sobre el enfrentamiento español.

En sustancia, el prestigio literario (si es que podemos considerarlo la finalidad de disputar la carrera, aunque ésta también podría ser el éxito comercial para algunos) no es un bien inmueble y ni siquiera una inversión que uno pueda ir aumentando con cada paso que da hasta cruzar la meta y rentabilizarla de un modo u otro: los prestigios (y las fortunas) se crean y se derrumban con la misma facilidad sin que nada tenga más importancia para su suerte que la calidad de los libros que se escriben, que es la primera cosa en la que los escritores dejan de pensar cuando empiezan a concebir lo que hacen en términos de una "carrera". Pensar en esos términos es, en cierto sentido, el resultado natural de la pérdida de prestigio social de la literatura (por no hablar de la caída de sus ventas), pero resulta sorprendente que pocos escritores vean que esa pérdida de prestigio es también el resultado de la visión mercantilista de la literatura que se esconde detrás de la concepción errónea de la producción literaria como una carrera.

A pesar de ello, y aquí me desdigo, quizás sí se pueda concebir la literatura como una carrera: adelante están los escritores que nos han precedido, detrás los que nos seguirán; la pista está abarrotada y es imposible avanzar; tampoco es posible saber si hay una meta y dónde se encuentra. El escritor desea ir hacia delante pero no puede hacerlo, y no sabe si hay alguien en las gradas observándolo. A veces escribe, al borde de la asfixia porque los escritores que lo precedieron no se mueven y los que vendrán detrás de él lo empujan para que les deje sitio; carece incluso de la certeza de que lo que hace tenga algún sentido, pero lo hace, y procura no despertarse nunca del sueño de la literatura, sólo que algunos conciben éste como una terrible pesadilla.

2 nov 2012

desayuno




me levanto a las seis
no suena el despertador
me zamarrea alguien del sueño
me lavo los dientes y me siento a escribir
lo hago casi hasta las ocho
todos los días, después
cambio a los nenes
preparo la leche
hago unos sandwichitos
me pongo las zapas
los llevo al colegio
llueve una cosa torrencial
busco un paraguas
casi me rindo
salgo de nuevo
y hago gimnasia
sesenta minutos pensando
“quiero volver a casa
sentarme a escribir
quedarme
escribiendo el día entero”
voy a levantarme una mañana
voy a abrir la boca
ir al trabajo
voy a decir: “hola señores
no sé de qué voy a vivir
pero no quiero
seguir viniendo acá
quiero escribir
quiero estar en otro lado
todo el tiempo
con la poesía”.

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