27 ene 2014

Leer

Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.
Leer, leer, leer, el alma olvida
las cosas que pasaron.
Se quedan las que quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las solas, las humanas creaciones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer; ¿seré lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura,
seré lo que pasó?

(Unamuno)


“El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta “el modo imperativo”. Yo siempre les aconsejé a mis estudiantes que si un libro los aburre lo dejen; que no lo lean porque es famoso, que no lean un libro porque es moderno, que no lean un libro porque es antiguo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz" (Jorge Luis Borges).

20 ene 2014

El lector activo

La lectura es un arte, aunque muchos autores de hoy lo ignoran, ya que andan atareados complaciendo lo que se espera de ellos: intrigas trilladas, personajes que hablen como en las series más mediocres de televisión, estilo de tiralíneas. Claridad se les reclama, y que no embrollen. Que respiren con naturalidad y no ensombrezcan las mañanas.
Ostentadora del gusto general, la mayoría lectora, que cuenta con la reveladora complicidad del sufragio de los que no leen, actúa como si hubiera vencido en las urnas y eso le permitiera ahora imponer la figura del lector pasivo y someter cualquier lectura individual a la más burda lectura general, prisión de todos.
Tiene este horror su lógica si se piensa que entre los lectores de hoy triunfa aquella comodidad que ya en los años treinta llevó a Cyril Connolly a ironizar sobre los perezosos: "Con independencia del talento que inicialmente posean, se condenan a ideas y amistades de segunda mano".
Hasta donde alcanza la memoria, mi icono clásico del lector activo es una lectora, Anna Karenina, viajando de noche en el tren de Moscú a San Petersburgo. Justo en el momento en el que Tolstoi parece haber suspendido ligeramente la intriga, Anna se coloca en las rodillas un almohadón y, envolviéndose las piernas con una manta, se arrellana cómodamente. Después, pide a Aniuska una linterna, que sujeta en el brazo de la butaca, y saca de su bolsita roja un cortapapeles y una novela inglesa.
En mi recuerdo, el momento es pura iluminación. Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Valéry cuando en sus Cuadernos consideró plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminación propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de él: "Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no sólo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acción de una mente sobre un texto".
Décadas después, Roland Barthes recogería el guante y diría que para devolverle su porvenir a la escritura había que darle la vuelta al mito: "El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor". Exageró, pero con su idea dejó entretenidas a dos generaciones de estudiosos y demostró, además, que del acontecer implacable que conduce a la muerte nada nos distrae tanto como la lectura activa. La famosa muerte. La he visto esconderse en los relojes en La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, esa novela con la que Laurence Sterne llenó de salud la relación del escritor con el lector: "A medida que prosiga usted en mi compañía, el ligero trato que ahora se está iniciando entre nosotros se convertirá en familiaridad, y ésta, a menos que uno de los dos falle, acabará en amistad".
Puede que fallarle a tipos como al gran Sterne sea el error de tantos lectores de ahora, consumidores de sucedáneos de la literatura. Pero anima saber que hay indicios del regreso del lector activo. Algo comienza a moverse en medio del barullo de las novelas esotéricas y otros engendros, y se diría que hasta incluso pierde ya fuelle la estúpida exaltación del lector pasivo, que esconde en realidad la exaltación de los que no leen. Reaparece el lector con talento y parece que comienzan a replantearse los términos del contrato moral entre autor y público. Respiran de nuevo los escritores que se desviven por un tipo de lector que sea lo suficientemente abierto como para permitir en su mente el dibujo de una conciencia extraña, incluso radicalmente diferente de la suya propia.
La secuencia central de toda lectura activa contiene el gesto más profundamente democrático que conozco. Es el gesto de quien sabe abrirse al mundo y a las verdades relativas del otro, a la sagrada revelación de una conciencia ajena. Si se exige talento a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que reclaman tolerancia, espíritu libre, capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto del que nos tiene secuestrados. Como dice Vilém Vok, no es tan sencillo para un lector sentir el mundo como lo sintió Kafka: un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro.
Las relaciones entre lector y escritor remiten tanto a un mundo radicalmente negado para el movimiento como a la escena más opuesta: dos aislados poblados kafkianos, acercándose. Una novela es una calle de dos direcciones, animada por dos talentos; una calle en la que la tarea que se requiere a ambos lados es, al final, la misma. Leer, cuando se lleva a cabo con linterna propia, es tan difícil y apasionante como escribir. Tanto quien escribe como quien lee, aun entreviendo el fracaso, buscan la revelación certera de lo que somos, la revelación exacta de la conciencia personal de uno mismo, y también de la del otro. Y aquellos que sitúan la lectura al nivel de la experiencia pasiva de ver televisión lo único que hacen es vejar a la lectura y a los lectores. De hecho, las mismas destrezas que se necesitan para escribir se precisan también para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven en su pequeña pantalla. Los nuevos tiempos traen esa revisión y renovación del pacto exigente entre escritores y lectores. Cabe esperar, parafraseando a Henry James, que pronto pueda decirse que unos y otros trabajan con lo que tienen, y sus grandes dudas son su pasión, y esa pasión es precisamente su gran tarea.

11 ene 2014

La ficción como fábrica de realidad (Entrevista)


-Una de las ideas centrales del libro es la desaparición de las dicotomías que se usaron durante mucho tiempo para pensar la crítica. Cada frase es a la vez teórica-ficcional-paródica-ensayística: términos que tradicionalmente se pensaron como antagónicos.

-Totalmente. La característica de la primera parte es la ambivalencia entre ficción y teoría. Por momentos se ve la parodia y por momentos es un ensayo. La segunda es más clásica.

-El libro comienza proponiendo "especular". ¿Cómo funciona eso?
-"Especulación" es una palabra que tiene varios sentidos. Yo la uso por lo menos en tres. Como adjetivo que se relaciona con el espejo y sus imágenes. También uso "especular" como verbo: pensar y teorizar. Además, tiene que ver con calcular ganancias, como en la especulación financiera, por ejemplo. Me interesa que esta palabra tenga un sentido moral ambivalente. Además, la especulación es propia de un género que siempre me fascinó: la ficción especulativa, que se relaciona con la utopía y la ciencia ficción. La especulación es una especie de pensamiento, pero es aceptable porque no es pretensioso. Es un pensamiento bastardo, ficcionalizado, que procede por imágenes. La palabra "especulación", con todos sus juegos, fue la que me guió en la escritura de este ensayo. La especulación inventa un mundo diferente del conocido; es un universo sin afuera, que es "realvirtual".

-América latina se le impuso como tema en los Estados Unidos.
-Exacto. Para pensar América latina tuve que salir de la Argentina. Es lo que decía Marx de la Historia. Hay que estar en un estadio posterior o en un afuera para poder pensar eso. Mi reflexión sobre América latina es un producto de mi vida en los Estados Unidos.

-En los Estados Unidos vivió la experiencia del capitalismo en estado puro.
-En los Estados Unidos descubrí que allí el dinero es la única realidad. Todo lo que no es dinero es fantasía, es ficción. Lo único sólido, lo único que no se desintegra es el dinero. Lo que además es una paradoja, ya que el dinero es algo del orden ficcional. De ahí viene el uso que hago de la palabra "realidadficción".

-El arte contemporáneo tiene como uno de sus centros de sentido la metáfora del dinero, justamente porque está más allá de la metáfora.
-Llegás a Estados Unidos y encendés la radio o la TV y lo único que oís es money: ¡dinero! Como esa canción que canta Liza Minnelli en Cabaret: Money, money, money, money. Eso es lo que existe: una ficción que es la única realidad. Al mismo tiempo, en los Estados Unidos descubro la potencia del capitalismo. Ahí el capitalismo se realizó plenamente. Acá hay lugares en los que se sostiene –es increíble, pero se lo sostiene– que el dinero no importa. Allá, el dinero es lo único que importa.

-En ese contexto surge la idea de la especulación –económica y teórica– como herramienta para pensar.
-Ya no pienso más en las categorías "literarias" de autor y de obra. La imaginación, lo que llamo "la fabrica de realidad", es lo fundamental. Tanto cuando pienso la literatura como cualquier otra cosa, lo que me interesa es la imaginación. La ficción ahora invade todo, por eso "leo" de todo: desde las series de TV al cine; incluso el periodismo, que trata casos que son más ficcionales que la propia ficción. Al mismo tiempo, esas ficciones son la realidad. Yo leo la literatura como realidad.

-El corpus literario que recorre su libro es muy amplio, fruto de su acceso a las bibliotecas norteamericanas. ¿Cómo va a hacer para leer desde ahora, sin tener esa posibilidad fantástica?
-Es un problema grave. Viviendo en Buenos Aires no tenés acceso a lo que pasa en toda la literatura en castellano. Es algo que hay que pensar. Creo que este aislamiento de cada país en su propia literatura es una barrera intelectual, epistemológica y política. Los autores que conocemos acá son decididos en España.

-Esa cuestión está muy desarrollada en su libro, pero es un tema que ni se debate en la Argentina.
-La lengua da ganancias. Buena parte de la economía actual se basa en producciones que tienen a la lengua como insumo principal. ¿Qué pasó en los años 90 para que España se volcara a esto y América latina se desentendiera totalmente? La lengua tiene un valor económico estratégico. Los argentinos nos abandonamos, nos dejamos apropiar la lengua. Lo que sucedió es que España se integró a la Unión Europea, es decir, a un capitalismo moderno.

-España siempre supo, desde Alfonso el Sabio, que la lengua es un asunto estratégico. Recién en el siglo XX, América latina logró competir. En los 20, Borges discutió con Guillermo de Torre cuando el ensayista español propuso que Madrid "fuera considerada la capital del castellano". Ahora eso es impensable.
-En los Estados Unidos se percibió muy bien el giro que dio España en los 90 cuando se convierte en el centro exclusivo y excluyente del castellano. Es el momento en que España invierte sumas considerables en los departamentos universitarios dedicados a los Latin American Studies y aparece el Instituto Cervantes. Todo lo que se produce en castellano termina pasando por allí, y como ellos son los que financian todo eso acaban siendo los que deciden qué se estudia, qué se investiga, qué circula. En esa estrategia es fundamental el papel que juega Telefónica, ligada al Cervantes.

-Además de la estrategia española, también falta ahora un espíritu como el que tenían Darío o Borges, orgullosos de nuestra forma de escribir en castellano.
-Recuerdo que venía desde los Estados Unidos, donde todo esto se ve muy claro, y notaba que a nadie en el mundo cultural argentino le importaba en lo más mínimo. Lo que hoy se desea es ser editado en Barcelona y presentar el libro allá. La literatura hoy pasa por los aparatos de distribución y difusión, y esos aparatos hoy están en manos españolas y centrados, fundamentalmente, en Barcelona.

-La lengua es un recurso esencial, ya que es la base de la sociedad, del espectáculo y del mundo de la significación.
-Yo digo que es como el agua o el aire, uno de los recursos esenciales de nuestro presente y el más estratégico con vistas al futuro. Mientras los españoles ponen el acento en este tema y los Reyes van a todos los Congresos de la Lengua, en toda América latina ni siquiera se está pensando en esto. Hay alguna inversión privada en los medios, hay algunas iniciativas independientes y en una escala muy micro, pero el Estado está absolutamente ausente en este tema en el que ya hay abundante bibliografía.

-Si bien su libro tiene una impronta política muy crítica, por otro lado es un texto que juega todo el tiempo con lo ficcional, como si plantease que lo íntimo también es político y que la ficción es la forma en que eso se expresa.
-Trato de trabajar con fusiones. En todo el sentido de la palabra. Con-fusiones. Fusiono cosas disímiles, acerco temas que parecen alejados o antagónicos, desarmo oposiciones que creo que ya no funcionan más. Eso produce algo de confusión, es obvio. Cuando digo realvirtual, adentroafuera, públicoprivado, y otras fusiones semejantes en las que se reúnen términos que se pensaban como opuestos, es posible que la primera impresión sea de confusión. Eso no me molesta.

-Su parodia del "testimonio" académico es brutal. Las voces que aparecen en la primera parte son, a la vez, muy valiosas (incluso geniales, como lo que dice Héctor Libertella) y sumamente complejos de comprender e integrar a un sistema.
-Esos testimonios comienzan con una especie de emoticón, la palabra "felicidad" entre signos de admiración. Yo quería que ese emoticón diera cuenta de algo estereotipado. Cada uno de esos testimonios es un encuentro con escritores amigos. En el año 2000, mientras yo llevaba mi diario, les pedía que me dieran textos. Quería que tuvieran que ver con esa investigación sobre el tiempo que estaba haciendo. Pensar el tiempo es complicado porque es una materia insustancial, que se evapora, inasible. Esos textos surgieron de entrevistas. Son escrituras de otros incluidas en mi libro. A mí me pareció que al incluir estos textos de otros mi libro se abría a otras posibilidades.

-Pareciera que el libro toma el modelo de la escritura hipertextual del mundo virtual.
-Ya exploré en este mismo sentido en El cuerpo del delito. Acá quería dar un paso más allá al incluir la escritura de los otros a mi propia escritura. Incluso estoy yendo más hacia lo virtual, ya que estoy armando, con dos colaboradores, un sitio web, www.josefinaludmer.com, en el que habrá un archivo de todos mis artículos, una selección de entrevistas y también un blog. En el blog espero experimentar con otras escrituras críticas. El blog permite textos breves, impresiones. Si bien para algunos el formato blog ya está muerto, a mí me interesa para hacer esbozos, la idea de ese borrador que una no se atreve a publicar y en el que a veces hay cosas valiosas. También voy a poner cosas sobrantes. Por ejemplo, en el libro no hay bibliografía. El blog se va a abrir con la mención de los textos que leí para el libro, que son como veinte páginas.

-El arte actual es fruto del remixado, la copia, la colaboración y la posproducción. En la primacía de esta estructura tiene mucho que ver la experiencia de Internet y lo virtual. Creo que la crítica de arte está más cerca de este proceso que la literaria.

-Absolutamente. La crítica literaria es más conservadora, quizá porque la literatura es más conservadora. Lo es porque tiene el peso de la lengua. La lengua es, entre otras cosas, el reservorio de la tradición. Para este libro fue fundamental la lectura de la crítica de arte más que de la crítica literaria. La crítica de arte tiene una mirada que está más atenta a los nuevos procesos.

-En su libro lee un par de textos que podrían parangonarse con las experiencias más radicales de las artes visuales. Me refiero a "El árbol de Sausurre", de Héctor Libertella y "La guerra de los mundos", de César Aira.
-Ambos son textos que casi ni circularon. Completamente fuera del mercado. Más que de vanguardia, yo diría que son apuestas arriesgadas. A Aira lo califico como escritor conceptual, como se decía en los 60 "artista conceptual". Cada libro suyo se organiza en torno a una idea. Pero no tienen nada que ver con la vanguardia, que ya no existe más, ni siquiera como concepto.

-Su lectura cruza textos que no se suele ver en el mismo espacio, por ejemplo, cuando confronta las lecturas que hacen José Pablo Feinmann y Jorge Asís. 
-Es que los dos hablan de lo mismo. Es imposible no verlo. Posiblemente ellos se vean como antagónicos, pero sus libros dialogan. Por eso a mí me interesa circunscribirme a pensar cierto "campo" en el que hay voces que hablan de lo mismo. No me interesa pensar "autores", sino esas voces en ese campo. Si uno lo piensa como campo descubre todo lo que está en juego allí.

-Esa obnubilación por el autor se refleja en el debate social, político y cultural. No se habla de políticas, por ejemplo, sino de la idiosincrasia de los políticos.
-No hay análisis político en la Argentina actual. Se habla de Kirchner o de Macri o de Lilita. Lo que hay que analizar son las fuerzas actuando. Las ideas, las propuestas, lo que se está haciendo en política. Eso no se hace: todo es anécdota y chisme. Es una mentalidad centrada en la persona, como en el siglo XIX. Es la idea de la figura, del genio, del maldito, etcétera. En cierta medida mi idea es borgeana: hay que pensar la historia de la cultura sin hablar de los nombres, sino verla como "una historia del espíritu" (para decirlo con esa metáfora idealista).

-Cuando dictó ese curso del 2000 en el Rojas le dije que con esas clases tenía material para un nuevo libro. Me respondió que ya no escribiría más. ¿Qué pasó para que esas investigaciones encontraran su texto?
-Siempre pienso que cada libro es el último, porque cada vez parto de cero. Ninguno se parece al anterior ni sigue el camino que el otro abrió. Debo confesar que este libro me dio mucho trabajo. Me costó encontrar la forma de esa primera parte. Cuando descubrí esa amalgama de ficción y ensayo pude escribirlo. De ahí que esa primera parte esté surcada por las voces de los otros y por mi propia voz en primera persona. La segunda parte sigue siendo crítica, y está bien, pero quería ver si podía ir más allá de eso y creo que es a lo que apuesto en la primera parte. Me interesó ver qué podía hacer yo en un más allá de la crítica.

5 ene 2014

La escritura

Hablar de escritura puede significar muchas cosas o quizá sea sólo una escapatoria bizantina. Con todo, dentro de este término incluiré muchas tendencias surgidas dentro de la narrativa mexicana en los últimos diez años. Valerse de este término de referencia temporal no indica que antes no se haya intentado la escritura en nuestras letras, indica solamente que ahora se trata de una actitud explícita, tendencias cuyo punto de convergencia sería la preocupación esencial por el lenguaje y por la estructura.
En este sentido coinciden Onda y «escritura». No sería posible tampoco trazar la línea divisoria: ¿es lícito afirmar que Obsesivos días circulares de Sáinz participa tanto de la Onda como de la «escritura», en tanto que un texto de José Emilio Pacheco o de Carlos Montemayor, o uno de Juan Manuel Torres o de Ulises Carrión son sólo «escritura»? Es el lector quien fijará las fronteras. «Las novelas son ahora "problemas"», dice Sáinz.

Los escritores -continúa- han comenzado a distinguirse por su lenguaje, algo que ya no se acepta con inocente consentimiento. La preocupación de «escribir bien» tan propia de Martín Luis Guzmán o Salvador Novo tiene ahora una oposición: la de aquellos que no creen más en los ceremoniales literarios. Si escribir es entrar en un templum que nos impone (independientemente del lenguaje que es nuestro por nacimiento y por fatalidad) una religión implícita, un rumor que cambia de antemano todo lo que podemos decir, escribir es, también, querer destruir el templo incluso antes de edificarlo; es por lo menos, antes de franquear el umbral, interrogarse sobre las servidumbres de semejante lugar, sobre el pecado original que constituirá la decisión de encerrarse en él.




Este gesto interrogante, esta iconoclastia, cuestiona el sentido mismo del género novelístico o en general de la narrativa. La crítica implícita en la actitud del que escribe se transfiere al lenguaje escrito y transforma su sentido. Pero decir esto no significa tampoco mucho; constantemente nos encontramos con afirmaciones semejantes, véase por ejemplo varias de distintas procedencias:

Esta lucha por quebrar las pautas tradicionales de la novela es -dice Julio Ortega-, por eso, una necesidad fundamental de la nueva novela latinoamericana; su impulso a totalizarse la obliga a cuestionar las técnicas y las formas, la escritura misma, a instaurar en el centro de la creación novelesca la crítica a esa misma creación.




Y Juan Manuel Torres en la contraportada de su novela Didascalias afirma: «Es necesario escarbar y escarbar, ir acomodando todas las piezas de las maneras más diversas hasta que formen el rompecabezas, hasta que con la suma de sus signos puedan lograr transmitirnos algún significado».
Por su parte R.M. Albérès explica los cambios ocurridos en la novelística contemporánea:

Al fenómeno un poco artificial denominado nouveau roman en Francia, desde 1954, hasta la fecha, le debemos si no obras maestras por lo menos la impresión y la convicción de que una nueva tendencia novelística se ha manifestado: esta tendencia se preocupa menos del contenido de la novela que de su forma, de su escritura, de su óptica. Hacia 1950 pensábamos que la novela era la expresión de una metafísica y de una moral. En 1966 debemos considerarla como la formulación de una manera de sentir y de escribir, como una estética y una fenomenología, y ya no como una moral o un debate moralista.




Esta constatación derivada de un análisis que principia con Proust y que se reitera desde muy distintos enfoques novelísticos, nos pone en una pista que nos lleva a principios de siglo, en la que los ensayos narrativos pretenden destruir templos y revisar críticamente todas las estructuras y escrituras posibles.
El género narrativo busca como buscaron los románticos alemanes, Nerval, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, con respecto a la poesía, el significado mismo de su sentido. Gaétan Picon asevera con respecto a Mallarmé: «Ninguna obra poética ha puesto la poesía en cuestión con mayor tenacidad y profundidad [...] La obra de Mallarmé es la primera que parece romper toda liga con la experiencia humana para convertirse en experimentación sobre la literatura». Antes ha afirmado que Baudelaire «puso fin al reino de la anécdota, al de la historia; él fue quien desacreditó la decoración, el didactismo, el lirismo epidérmico, la expresión psicológica, el moralismo». Baudelaire, dijo Valéry -continúa Picon-, fue el primero que trató de producir una poesía en su estado puro construida sobre el lenguaje y sobre un lenguaje específico. Esta incursión en el lenguaje y en la experimentación para delimitar el universo propio de la poesía parece realizarse en un campo totalmente ajeno a ella, en el de la narrativa, desde finales del siglo XIX. Y decir narrativa implica la necesidad de narrar algo, de contar, de utilizar el lenguaje como vehículo para inaugurar un relato y descubrir un mundo; trasciende esa función sin embargo y, en su propio ámbito, la narrativa cuestiona el lenguaje; lo descubre, transforma su sentido, lo crea, lo disuelve a la vez en edificio y andamio.
La discusión corre el riesgo de volverse interminable pero puede servirnos de punto de partida. La novela como experimentación del lenguaje se efectúa en un territorio distinto al de la poesía y plantea una estética novelística que se erige en el cuerpo mismo de lo narrado, o en la materia narrativa misma, en la «escritura». Por otra parte, la novela se vuelve averiguación no psicológica -tomamos esta palabra en su aspecto policial-, averiguación sobre su íntimo significado y sobre lo narrado para despojarse, en muchos casos, de lo que considere ajeno para indagar o cuestionar sobre lo que le es propio.
Así «escritura» negaría Onda. La negaría en la medida en que el lenguaje de la Onda es el instrumento para observar un mundo y no la materia misma de su narrativa. Onda significaría en última instancia otro realismo, un testimonio, no una impugnación, aunque algunas novelas o narraciones de la Onda empiecen a cuestionar su testimonio. Paz asevera que «la literatura joven [de México] empieza a ser crítica y lo es de dos maneras: como crítica social y como creación verbal».
Y ejemplificando estas dos posibilidades continúa:

La novela mexicana nace con un escritor subversivo, Mariano Azuela. Aunque no fue un gran escritor, en el momento en que triunfó la Revolución, la desnudó y mostró sus partes secretas, sombrías. Otro escritor contemporáneo de Azuela es Martín Luis Guzmán. En sus novelas, los personajes centrales son antiguos revolucionarios que nada tienen de héroes. Guzmán no nos presenta un mundo de buenos y malos, en blanco y negro. No es maniqueo, revela la ambigüedad esencial del hombre y de la sociedad. Otro ejemplo: uno de los grandes poemas hispanoamericanos de la generación anterior a la mía, Muerte sin fin de José Gorostiza, termina así: «Anda putilla del rubor helado, anda vámonos al diablo». Este poema es una crítica del lenguaje, de la poesía y de la vida humana. No es una literatura dulce la buena literatura mexicana. Pienso sobre todo en los jóvenes. Lea usted a Rulfo o a García Ponce. Lea a los nuevos poetas: Sabines, Segovia, Bonifaz Nuño, Montes de Oca. En todos ellos, el problema del lenguaje es central: no el lenguaje como una dimensión del hombre, sino el hombre como un ser verbal, como una dimensión del lenguaje. Otra preocupación: el erotismo, aunque en un sentido distinto y aun opuesto al de la tradición española [...] el erotismo de Carlos Fuentes en un lenguaje de signos corporales y el otro joven mexicano, Salvador Elizondo, es intelectual, metafísico. Los cuerpos son signos. Y esos signos nos interrogan.




La doble vertiente que Paz destaca se muestra de manera obsesiva en los jóvenes escritores mexicanos. La creación verbal o mejor dicho el intento por crear una escritura se muestra siguiendo varios cauces: Como planteamiento de una estructura y de una averiguación podríamos decir que en México se publican durante esta década varias novelas: Los albañiles de Vicente Leñero, Farabeuf de Salvador Elizondo, Cambio de piel de Carlos Fuentes, Morirás lejosde José Emilio Pacheco, entre otras.
De Vicente Leñero dice Iris Josefina Ludmer:

Todas las novelas de Leñero se estructuran en base a una relación asimétrica. Por un lado, un interlocutor, una persona que gana información a costa de otra, sin que la otra la gane a costa de ella: es el receptor que escucha, organiza, piensa, lee. Por otro lado el actor, el hablante que actúa, vive, siente, comunica, se expresa sobre sí mismo y constituye la ficción. La función del receptor es ordenar, dar forma, interpretar el material dado y recrear imaginariamente los hechos; la función de locutor es simplemente emitir una narración tratando de dejar de lado toda conciencia y toda racionalización.




Los personajes se entrecruzan y las versiones que emiten también. El autor tiene algo de cerebro electrónico que registra y devuelve varias realidades que se ordenan de manera incompleta en la mente de los personajes. Es el lector el que deberá reorganizar, ayudado por el autor. Así vista, esta novela nos remite como Farabeuf y Morirás lejos a los ensayos que realizaron en el nouveau roman sobre todo Robbe Grillet y Butor; pero adjudicarle esa influencia sería postular que estas novelas son sólo la imitación autóctona de una importación. Otra forma de entroncarlas en una tradición reciente sería colocarlas al lado deRayuela, en especial en la imposición de un lector macho y de un lector hembra que cataloga por anticipado al lector. El juego lector-actor, binomio que intentará recrear la novela, se perfila también como elemento indispensable de esa perspectiva y se repite en Cambio de pielFarabeuf juega con varias posibilidades y, de una estructura vagamente policial, pasa a definir un alfabeto en el que los cuerpos se vuelven letras para recalcar la cita de Paz. Estos signos se desdibujan en Pacheco, quien revive una historia a la vez demasiado concreta en su exterminio y demasiado vaga en su imposibilidad de recreación. A este juego de hipótesis policíacas, de registros automáticos, de ausencias de personajes y presencias impostadas de un autor que exige la complicidad de un lector, se añade la estructura en espiral que enreda tanto a la creación como a la ficción, es decir, dentro de la novela se inscribe la composición de la novela, sirva de ejemplo en este caso Los frutos de oro de Nathalie Sarraute. El autor se confunde y se despersonaliza a la vez que se reinventa en un lenguaje que nosotros-lectores alteramos. En Cambio de piel el lenguaje se utiliza en varios niveles. Primero en su más inmediato, el de la comunicación lógica, expresiva de una realidad, cuantificable y criticable, luego en el de las diversas mentalidades de los personajes que viven o desviven la ficción y por fin en el del protagonista-autor, que crea su novela envuelto en la metáfora de la caja de Pandora.
Estas novelas se asientan como pivote en torno del cual giran algunos de los más jóvenes narradores de México. No quiero decir que se las imite directamente, sino que esa preocupación por escribir «escritura», por destruir la forma tradicional de la narrativa, por pisotear el templo acaba volviéndose primordial y cada autor la contempla desde su ángulo, cumpliendo con mayor o menor fortuna ese imperativo categórico que les viene desde Europa, desde América Latina, desde el propio México. La técnica suele exagerarse y se llega al extremo de utilizar el lenguaje con afanes filológicos, como sucede en parte con José Trigo de Fernando del Paso; en parte porque cuando olvida esa preocupación su novela raya en lo poético.
En Luz que se duerme, Navarrete difumina personajes, situaciones, luces y hasta estructura en su intento por recrear esa integración temporal-espacial característica de Pedro Páramo -libro clave de nuestra narrativa- y acaba por esfumar su novela en tanto que el estilo se mantiene. En Didascalias de Juan Manuel Torres la misión de «escarbador» que el autor se ha impuesto lo obliga a desnudar a tal punto su intención que en ocasiones el libro se vuelve recuento y alegato, a la vez que confesión, de técnicas y teorías:

También se podrían crear personajes no definitivos, personajes que en un momento dado pudiesen responder «sí» o «no» o «quien sabe». Se podría por ejemplo escribir las tres respuestas y pedirle al lector que tachase dos de ellas, o las que quisiera [...] También sería una solución escribir una obra que comprendiese todas las posibilidades para que este mismo lector (de acuerdo con su propio gusto o al azar) arrancase páginas enteras, dejando únicamente los fragmentos que más le interesasen para a su vez componer una obra más modesta, es cierto, pero más de acuerdo con sus sueños y esperanzas.

A la manera de este lector enfrento yo las cosas que escribo. Separo del mundo solamente unas cuantas miradas.




Torres separa varios elementos de su libro El viaje y los recompone sin fin con base en tres posibilidades que elige porque le son consanguíneas, para arribar a esa reflexión inicial, a «la coincidencia o confusión -como dice Borges- del plano estético y del plano común de la realidad y del arte»32. Esta ordenación o selección de ordenaciones nos remiten al punto original donde se inicia el viaje, el de la memoria, el del recuerdo, el del sueño, también confundidos en las vagas reminiscencias que nos descubren de inmediato y sin embargo a Proust. Ulises Carrión no formula rompecabezas, viaja simplemente, para ponerle espacio a «un amor inútil», para relatar desplazamientos más temporales que espaciales, síntesis de ese leve «viaje hombre adentro» del que habla Arreola. Esther Seligson de cuyo libro Tras la ventana un árbol dice Juan Vicente Melo:

Ese deseo reiterado, siempre dicho en voz baja, en ocasiones apenas insinuado, constituye el oculto y terrible mecanismo que pone en juego una situación que, invariablemente, trae como consecuencia la separación de los amantes y la terrible necesidad de recuerdo y olvido. Prisioneros de ese deseo, los personajes de Tras la ventana un árbol (casi siempre sin nombre que los particularice y los distinga) transitan por un universo cerrado, asfixiante, rutinario.




Recuerdo, olvido, separación de los amantes, reconocimiento en el otro, historia reiniciada muchas veces, mismo tránsito, mismo desenlace que emparientan estos cuentos a los de los anteriores cuentistas citados: Torres, Carrión, con Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce en su trayectoria musiliana de búsqueda interna. El desvanecimiento del personaje y la constatación diluida de nostalgia de una vida amorosa siempre intentada, jamás retenida, los identifica entre ellos y los transfiere también a ese mundo novelístico que ensaya narrar sin personajes, que indaga en historias posibles y probables que intenta lenguajes, porque como el Chesterton que Borges resume «infiere [n] [...] que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad [...]»
Quiero complementar esta exposición incursionando junto con quienes al utilizar el texto breve, conciso, poético, postulan otra teoría de la «escritura», aunque suelan confundirla con el mero ejercicio retórico de estampa barroca apócrifa. Es quizás Torri quien haya cultivado con mayor esmero y delicada paciencia este tipo de prosa; lo sigue indudablemente Arreola. En apariencia muy cercanos, Torri y Arreola son profundamente distintos. También lo son Marcel Schwob y Borges, con quienes comparten una predilección literaria; Kafka y Chesterton son también de esta progenie. Limitémonos a los dos mexicanos: nadie en México ha utilizado con tanto rigor el estilo como Julio Torri y Arreola, pero sin permanecer en él, sin regodearse en su acaecer, la brevedad se consigue anclada en la desesperación por retener una realidad trágica que se revela a fin de cuentas inmodificable y contra la cual sólo queda el humor, la ironía, la precisión perfecta de una frase de filigrana y la aparición de un recuerdo culterano. Torri es escéptico y sus textos lo reflejan. Tanta es su descreencia y tan fuerte su nihilismo que acabó renunciando a la literatura. Arreola es también un escéptico, pero su escepticismo se redime en la delectación y especulación idiomáticas, en la ironía, en la abstracción fantástica, en el desbocamiento de la rabia que lo envenena y lo salva, en la distorsión de la ética, en la reconquista de un pasado burilado en frases poéticas. En definitiva, Torri pertenece al posmodernismo y guarda una reserva aristocrática que l e impide la confesión; a lo sumo dirá: «Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí». Y esa condena que él mismo se impuso pasa a su literatura cancelándole la salida vital como escritor. Arreola, en cambio, alivia su tensión y la descarga en rencor y en alucinación.

El que abriéndose las venas en la tina del baño dio por fin rienda suelta a sus rencores; el que cambió de opinión la mañana llena de estupor y en vez de afeitarse hundió la navaja al pie de la jabonadura (afuera, en el comedor, lo esperaba el desayuno envenenado por la rutina de todos los días); los que de un modo u otro se mataron de amor y de rabia, y los que se fueron por el ábrete sésamo de la locura; me están mirando y me dicen con su sonrisa extraviada: Mira tu paloma.




En ese caso el ábrete sésamo que lo preserva del aniquilamiento es la literatura, es su estilo que le sirve de telar para entretejer historias y plasmar en equilibro malabareso que Borges llama con genialidad «lo levemente horrible».
Su vitalidad se resumió en la cátedra magistral: tanto Torri como Arreola se dedicaron a ella, pero Torri terminó cerrándose en la erudición tímida, en tanto que Arreola fundó un taller literario de múltiple descendencia, Mester, que publicaba una revista del mismo nombre. De este taller proceden muchos escritores de la actual generación literaria.
Quizás único en descendencia directa de esta literatura, aunque nunca haya pertenecido al taller de Arreola, sea Carlos Montemayor. Su estilo despojado y preciso en el que el lenguaje ocupa un puesto esencial -desde sus elementos sintácticos más inmediatos hasta el refinamiento del estilo- sedimenta una vitalidad diluida, religiosa, eminentemente poética. Visión y lenguaje se calzan con estrechez, firmemente unidos. Carece, sin embargo, del humor calcinante de sus dos antecesores y sus preocupaciones y hasta su estilo lo vinculan mejor con Juan Rulfo. Por otra parte, su prosa burilada, breve, su elección temática, la erudición, lo relacionan -insistiendo- tanto con Arreola como con Torri.
Pero si mucha y muy notoria ha sido la influencia de Arreola en esta generación también ha tenido graves consecuencias. El estilo de Arreola sostiene un mundo interior, sus análisis estilísticos desembocan en una brevedad necesaria, sus historias revelan su modo de concebir la realidad. No sucede así con todos los jóvenes escritores que se han congregado en torno suyo. Muchos se han iniciado siguiendo su estilo, pero después se ven dando vueltas inútiles en torno a un bizantinismo de expresión redundante y vacía, o salen por la puerta grande de la literatura tradicional de corte realista. Esta paradoja nos reitera en la convicción que Borges denuncia: «[...] una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis».
No quisiera que esto que ya parece una disertación se siguiese alargando para insistir en fallas o carencias. Antes bien, preferiría destacar que en las dos corrientes denominadas «onda» y «escritura» pudiera verse lo que Paz reclama como crítica social o como creación verbal.34
En un artículo, Jorge Aguilar Mora manifiesta refiriéndose a su novela Cadáver lleno de mundo:

La novela está construida sobre tres impresiones fundamentales: la proximidad total e ineludible de la guerra de Vietnam, la lejanía temporal y simbólica de un mundo literario (la mitología morisca que construyeron a fines del siglo XVI Lope de Vega, Góngora, Liñán de Riaza) y la simpatía universal (el «todo está en todo») de Séneca, la solidaridad entre las palabras, los actos y los objetos que pertenecen a los personajes, conducto por el cual los asesinatos de líder es campesinos en México pertenecen al mismo rostro de las matanzas en Indonesia [...] La realidad, cimentada sobre una barbarie cotidiana, sobre un vacío inmenso de las palabras, con el germen apenas visible de su revalorización total, es un sitio del cual se puede escapar con facilidad. Cada jugada los va envolviendo en una lógica ficticia (y así pueden adoptar las personalidades que les viene en gana y transformar un hecho cotidiano en una aventura caballeresca: son moros, magos, alquimistas), dentro de la cual lo único verdadero serán las violentas intromisiones del genocidio.




Ésta es la encrucijada. En este tipo de problemática se reencuentran los dos postulados. Onda como crítica social y «escritura» como creación verbal. En este amasijo de mundos que se contaminan entre sí, en esa convivencia entre realidad e imaginación, entre conciencia crítica y escapatoria, se inscribe Guztavo Sáinz con Obsesivos días circulares. El juego adolescente se coagula en una irrealidad imaginada y en un lenguaje mimético que devela a fin de cuentas la realidad circundante. La relación con los mundos literarios se superpone a la relación con las cosas concretas y por encima de todo, a la violencia interior magnificada en rebeldía superficial que empieza a cancelarse en cuanto la constatación de una violencia externa define y condiciona al joven, por más que éste se ponga trampas y finja ignorarlas. La literatura puede servir como ensayo para aprender a «desleer» un mundo o como ensayo verbal para ordenarlo.
En este momento nuestra narrativa busca su lenguaje, ya no único, sino múltiple, como el del último piso de Babel, lugar de ladrillos cocidos al fuego de la confusión que Jehová sembró entre los hombres antes de castigarlos y esparcirlos por la faz de la tierra.

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