30 may 2013

Apuntes para una Biografía



Hay críticos que han hecho estudios más o menos serios sobre mi obra. No son muy abundantes, pero sí hay estudios extensos que han tratado de definir lo que es mi poesía. A mí no me gusta la crítica estructuralista. Recuerdo un artículo que escribió Mónica Mansour; ella estaba estudiando filosofía y estructuralismo, y aplicó esa fórmula a mis poemas. No me gustó y se lo dije. Me pareció que era reducir un poema a su mínima expresión, estarle dando duro a cada pedazo. Eso es odioso. Es estudiar la poesía como si fuera un cuerpo humano inerte. Es hacer una disección, porque analiza los múltiples aspectos que puede tener la poesía y después no se hace nada con el conjunto de lo que es la poesía. Decir de alguien todo lo que yo vea aparentemente, incluso, sería una aproximación también, pero no sería esa persona. Esa persona es todo lo que es ella, es su silencio y es lo que dice. A mí no me interesa llegar a hacer de la poesía un fin. Algunos críticos me han dicho que mi poesía es descuidada. No estoy queriendo pelear con ellos. Confunden la sencillez con la simpleza. No entienden que la sencillez requiere colmillo, madera literaria. Yo no pienso en la poesía como una invención sino como un relato de la vida. Por otro lado tengo que aceptar que también se han hecho muy buenas críticas de mi obra
***
Ahora que hablo de la fama recuerdo que cuando estaba en Mascarones nos gustaba reunirnos en una casa, en un café o en una cantina para leer nuestras cosas. Ahí empezaba ese Club de la Fama que tanto gusta a los intelectuales. Al principio asistía también para conocer a escritores a los que admiraba, como Rulfo, o conversar con mis amigos Emilio Carballido, Sergio Magaña, Sergio Galindo o Chayito Castellanos, aprender de ellos. Tomábamos tragos o café y la pasábamos a toda madre hasta que empezaban a sacar su vanidad y querer ser genios y saberlo todo. Eran reuniones de seis o siete. Recuerdo una en particular: una noche, sentados alrededor de una mesa, empezamos a leer de asiento en asiento. Cuando me iba a tocar, en ese momento llegó Rubén Salazar Mallén y se paró en la puerta del lugar, comenzó a reírse y como en burla dijo: “Conque aquí están los genios, los grandes futuros escritores de México; a ver ¿quién sigue con el show?”, y seguía yo. Leí y al terminar todos aplaudieron; entonces Rubén se me acercó y me dio un abrazo. Él escribía una columna en un periódico de la tarde, y al día siguiente en su colaboración habló de mí y dijo que había descubierto a un gran poeta mexicano.

A mí nunca me gustó andarme haciendo promoción; por ejemplo a pesar de admirar tanto a Neruda nunca me atreví a enviarle un libro mío; yo creo que él nunca conoció mi obra porque murió en 1973. Por lo general no mandaba mis libros a los críticos, cuando ya fui traducido al inglés un conocido envió algún ejemplar a poetas o traductores estadounidenses o ingleses, pero fueron pocos. Solamente cuando publiqué La señal, Jesús Arellano, un poeta de Michoacán, amigo mío, que estudiaba en la Facultad, me ayudó en la distribución del libro, a poner los ejemplares en sobres, llevarlos al correo y me animó a mandarlos a muchos conocidos suyos. Ese libro yo mismo lo pasé a máquina y lo llevé a una imprenta en la calle de Zarco; me cobraron mil pesos de aquella época por imprimir una edición de autor de mil ejemplares. En la portada puse una viñeta de mi amigo el pintor Humberto Maldonado y lo mandé a varios lados.
A lo largo de mi vida mis reuniones con intelectuales o periodistas fueron escasas o desafortunadas. Me acuerdo de que, años después de que conocí a Neruda y me decepcionó, porque se la pasó hablando de política, a mí me ocurrió una cosa parecida trabajando todavía en la fábrica: un día llegó un muchacho a entrevistarme, después de haber publicado en 1977 el Nuevo recuento de poemas. Lo cité a las nueve de la mañana y le dije que me acompañara a un taller en donde hacían la melaza, tenía que cuidar que a los obreros no se les pasara la mano con ese ingrediente. Después de mucho rato le dije: “Vamos a platicar a mi oficina”, y él me preguntaba esto o lo otro, mientras yo tenía que resolver los problemas del diario. Al rato, pasada la una de la tarde, sentí que estaba yo dispuesto a escucharlo, pero ya se había ido sin decirme nada. Me ha de haber mentado la madre, como yo a Neruda cuándo lo conocí.
Ese muchacho venía de esa revista que dirigía Juan José Arreola, Mester. Ahí publicaban Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José Agustín, Gustavo Sáinz… De ese grupo con el que más amistad tuve fue con García Ponce, a petición de él publiqué algunos poemas, dos o tres veces en algunas revistas; lo había conocido en la Universidad, aunque era un poco más joven que yo. A José Agustín me lo encontré una vez en una cantina y nos echamos unos tragos. Ahí me confesó que me admiraba, y le dije que ya sabía que en una de sus novelas uno de los personajes era yo: “Sí, es usted, es un poeta como usted, maestro, y todo mundo lo sabe”, me confirmó. Con Elizondo el trato fue sobre todo en el Centro Mexicano de Escritores, y su obra, tanto como la de García Ponce, siempre me gustó mucho. A Elizondo desde un principio se le consideró un genio; desde su primera novela, Farabeuf o la crónica de un instante, se consagró como un espléndido narrador, ahí demostró que sabía hacer muy bien lo que quería.
En toda esa generación que vino después de la mía había grandes escritores. Carlos Fuentes era dos o tres años más joven que yo. Lo conocí en una fiesta en el Centro Mexicano de Escritores, me le acerqué y le dije que me gustaba mucho su primer libro, La región más transparente, pero que prefería Aura; y él me elogió también, pero de pronto me dijo: “Mira, estamos elogiándonos el uno al otro aquí, ¿para qué? Mejor me voy a platicar con alguien que piense mal de mí”, y entonces se fue por allí a platicar con otros. Me dio coraje y dije: “Este pendejo está creyendo que lo elogio para que escriba algo de mí”. Jamás lo volví a ver.
En las sesiones del Centro Mexicano de Escritores, en las que escribí la segunda parte de Algo sobre la muerte del mayor Sabines, prefería quedarme callado, y al terminar salirme con alguno de los que estaban ahí a emborracharnos, me parecía más divertido. Muchas veces me iba con Juan Rulfo, que era mayor que yo; nos llevábamos muy bien porque también era callado, discreto. En cambio a Juan José Arreola le gustaba tocar las chirimías, dirigir la orquesta.
***
Siempre he creído que la escritura es un receso para que la vida no se nos desvanezca; es una forma de sobrevivencia. Pero no pienso nada más en la literatura ni nada más en vivir. Pienso en estar en este día, ¿por qué? En el presente se aglomeran el pasado y el porvenir. Soy simplemente un hombre que tiene lo que le da la vida: alegrías, esperanzas, dolores, amor. Me da lo mismo que da a todo el mundo; lo que sucede es que el poeta está más desnudo, tiene un poco menos de piel que el resto de los hombres.
A lo largo de mi vida, según el suceso del día, he escrito lo que agarraba entre mis manos; el contacto con la vida de todos los días: hoy estoy triste, mañana alegre; hoy estoy desconsolado, mañana estaré con esperanzas. La poesía a veces puede ser una verdadera maldición y, claro, por momentos, una verdadera bendición. Sólo quedamos tranquilos cuando deshuesamos el poema, cuando le rompemos el espinazo y nunca lo logramos. Siempre continúan las malditas palabras tan fuertes, tan inamovibles, tan necesarias como el aire. Esto se lo dije a Ignacio Solares en una entrevista que me hizo en 1974. Generalmente las palabras están muertas y lo que el poeta hace es pretender construir vida con una materia prima que ya no respira, que se ha gastado totalmente de tanto mal uso que hemos hecho de ella. Siempre he tratado de que la poesía no dependa de las palabras; si por mi fuera; no usaría palabras.

La poesía no es más que un medio de comunicación, una manera de contacto humano. Por eso no creo en los poetas que se enamoran de las palabras, que juegan con ellas. Desde luego, la poesía es un problema de palabras: no podemos hacer la poesía con los pies, pero debe uno aspirar a tener las menos palabras posibles para comunicar las emociones más auténticas del hombre. Escribí poesía porque nunca aprendí a bailarla, a transmitirla en un apretón de manos, en una caricia, en un grito… El poema muchas veces se da gratuitamente: es como un don o como una cosa que crece dentro de nosotros, que sale, que aflora; en varias ocasiones me ha tocado descubrir que el poema no ha sido construido, no ha sido elaborado sino entregado gratuitamente. Casi siempre salen las palabras a flor de piel, a flor humana; no me meto a elaborar un poema: sale como un fruto; el durazno da duraznos, el peral da peras y de esa manera gratuita, de un don, de un milagro, así es la magia de la poesía. No hay ningún medicamento para la poesía, es el brebaje de la vida, nada más que hay veces que es una pócima de alivio y otras un veneno mortal. Muy joven me ponía a buscar las palabras, a investigarlas, a tratar de ser yo mismo a través de todo ese concepto de la poesía, pero luego me di cuenta de que el verdadero poema se entrega. Incluso muchas veces uno piensa que no es el autor de sus poemas; cuando releo mis poemas me doy cuenta de que no sé quién los hizo. Sí los reconozco por alguna línea, cuando me los dicen, pero casi no sé ninguno de memoria. Pocas veces leo mis libros. No me gusta volver sobre mis pasos.

Digamos que mi poesía fue evolucionando en la medida en que lo había hecho mi propia vida, quizás haciéndola un poco más económica de medios, más sintética; ésa ha sido mi ambición de toda la vida. Hay momentos o periodos en que uno está completamente vacío para escribir, pero también me ha pasado que de pronto en ocho o diez días escribo un libro. Hay que ver que la poesía no es cuestión de disciplina, como en un novelista o un cuentista. En el subconsciente humano la poesía se acumula. Uno mismo observa que hay largos periodos de sequías, horas estériles, y de pronto aumenta la presión en la caldera y salen los poemas. El poema tiene que surgir dentro de uno. Hablando en palabras de la Biblia: “Hay un tiempo para sembrar y hay un tiempo para cosechar”.

27 may 2013

Arte Poética ( Adaptación de la cátedra. )


La imitación
Trataremos de la Poética y de sus especies y del modo de ordenar las fábulas para que la poesía salga perfecta y asimismo del número y calidad de sus partes como también de las demás cosas concernientes a este arte; empezando por el orden natural. En general, la épica y la tragedia, igualmente que la comedia y la ditirámbica, y por la mayor parte la música de instrumentos, todas vienen a ser imitaciones.
Los imitadores imitan a sujetos que obran, y éstos por fuerza han de ser o malos o buenos, pues a solos éstos acompañan las costumbres, es, sin duda, necesario imitar o a los mejores que los nuestros, o a los peores, o tales cuales, a manera de los pintores.
Con unos mismos medios se pueden imitar unas mismas cosas de diverso modo; ya introduciéndolo quien cuente o se transforme en otra cosa, según que Homero lo hace; ya hablando el mismo poeta sin mudar de persona; ya fingiendo a los representantes, como que todos andan ocupados en sus haciendas. En suma, la imitación consiste en estas tres diferencias, a saber: con qué medios, qué cosas y cómo.
La acción
La tragedia es representación de una acción memorable y perfecta. La fábula es un remedo de la acción, porque doy este nombre de fábula a la ordenación de los sucesos; lo más principal de todo, lo supremo y casi el alma de la tragedia.
La ordenación de los sucesos es todo lo que tiene principio, medio y fin. Principio es lo que de suyo no es necesariamente después de otro; antes bien, después de sí exige naturalmente que otro exista o sea factible. Fin es, al contrario, lo que de suyo es naturalmente después de otro, o por necesidad, o por lo común; y después de sí ningún otro admite. Medio, lo que de suyo se sigue a otro y tras de sí aguarda otro. Los que han de idear bien las fábulas deben hacerlo al modo dicho.
La representación
No es oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron, sino como debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente; porque el historiador y el poeta no son diferentes por hablar en verso o en prosa; sino que la diversidad consiste en que aquél cuenta las cosas tales cuales sucedieron, y éste como era natural que sucediesen.

21 may 2013

Tendida como bandida




a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:

Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del statu quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de a pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama. 

b) Tendida como bandida:

Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden que algunos han descrito como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la Chac Mool, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que me han atendido se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de espalda que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y blogeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La laptop en plexo.

c) La cosa del pasado:

No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí van a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.

d) Sobre ruedas:

No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es una de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del coctel al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en ella la laptop y alguna taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar alguno que otro libro o la taza de café que sólo con incomodidad se tolera sobre la superficie. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas. b) Tendida como bandida:

Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden que algunos han descrito como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la Chac Mool, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que me han atendido se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de espalda que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y blogeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La laptop en plexo.

c) La cosa del pasado:

No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí van a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.

d) Sobre ruedas: 

No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es una de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del coctel al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en ella la laptop y alguna taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar alguno que otro libro o la taza de café que sólo con incomodidad se tolera sobre la superficie. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas. 

16 may 2013

Entrevista


Daniel Barrón: ¿Qué importancia tiene para usted el Premio Cervantes?
Sergio Pitol: Es el más importante para un escritor de lengua castellana. A los siguientes días de recibirlo, me encontré en la computadora una enorme cantidad de e-mails de todas partes del mundo, de Sudamérica, de Europa y hasta de China y Japón, y todos se habían enterado por el periódico, eso habla de la importancia del premio. Nunca me imaginaba que podría recibirlo. La venta de mis libros en España ha subido en 500%.

DB: Rubén Darío tiene un libro que se llama Los Raros donde habla de autores como Rimbaud y Villiers de l’Isle-Adam. En su obra hay una verdadera galería de personajes excéntricos, ¿cómo llego a conocer a estos excéntricos?
SP: Mire, en mi último libro, El mago de Viena hay un texto sobre los raros, como usted dice. Desde muy joven, me encontré con una literatura excéntrica y desde entonces he privilegiado en mis lecturas estas obras, donde los personajes son extravagantes y también las situaciones, e incluso la propia construcción de la novela.

DB: ¿Cuáles son sus influencias en este sentido?
SP: Hay un irlandés… es uno de los autores más extraordinarios, Flann O´Brien, y también me gusta mucho Ivy Compton-Burnett. Pero también dentro de la literatura de canon más común se pueden encontrar personajes raros; las novelas de Dickens por ejemplo, están pobladas de personajes de este mismo calibre, y en España encuentro estos mismos seres en Pérez Galdós.

DB: ¿Y en nuestro continente?
SP: También hay literatura excéntrica. Diría que después de Inglaterra, el otro sitio donde más se encuentra esta clase de literatura es en Latinoamérica. Felisberto Hernández, por ejemplo, el mismo Borges, auque ahora nos parezca un autor canónico es bastante extravagante.

DB: ¿Y si mencionamos algún autor vivo para hacer más sabrosa la conversación?
SP: Creo que, quizás, el más excéntrico de todos y que me gusta muchísimo es César Aira.

DB: ¿Cree usted que a esta clase de autores los leeremos en el futuro, serán fundamentales para nosotros en 10 o 15 años?
SP: Nunca se sabe. Después de un año o dos de muerto, un autor puede ser olvidado. Y hay otros que al año de muertos adquieren una gran magnitud. Sólo estoy seguro de dos autores: dentro de cien años, la novela y los cuentos de Rulfo serán un clásico y quedarán hasta que la gente lea. Y el otro es Borges.

DB: ¿Y Sergio Pitol? (No se si le parezco ingenuo o insolente, aunque me mira con cierta ternura y con algo de tristeza. Se reclina completamente en el sillón. Luego sonríe, levanta los hombros negando algo, y me indica con un gesto que pase a la siguiente pregunta). A propósito de lo que se queda en misterio, me parece que sus personajes andan en busca de una verdad, la necesitan, creen que si la encuentran, algo en su vida se resolverá, pero no sucede, lo único que reciben es un puñado de dudas, su narrativa es absolutamente conjetural.
SP: Exactamente. En todos mis cuentos y en todas mis novelas trabajo una estructura donde los protagonistas y los personajes secundarios se encuentran frente a un misterio. Hay algo maligno que está en el centro de mi narración y mis personajes se acercan para descubrirlo, o a veces se aterrorizan y se alejan, yo voy jugando con estas aproximaciones, y al final de la novela, nos damos cuenta que ninguna de las verdades encontradas por los personajes nos convencen del todo. Lo que a mí me interesa es que el lector complete, que lea y aporte su propia verdad.

DB: ¡Pero entonces, al leerlo, nos convertimos en uno de sus personajes porque nuestra versión no puede ser sino parcial! (Nuevamente, mi sugerencia le parece una enormidad. Y como si lo golpeara con ella, se deja caer contra el respaldo del sillón y esta vez ríe, ríe abiertamente y nos contagia a todos).
SP: ¡No, no! ¡No diga eso! (Vuelve a reír y luego recupera su seriedad). Los lectores cambiamos, cuando leemos un cuento de Chéjov nos hacemos a la idea de un final, pero al leerlo años después nos dice otras cosas y el final ya no puede ser el mismo. Chéjov es siempre distinto porque nosotros somos distintos.

DB: Muchas de sus obras de tienen una estructura como de novela policíaca, ¿le gusta el género?
SP: Mucho, muchísimo.

DB: Es un género poco valorado…
SP: Sí, pero hay joyas. En mi adolescencia y en mi primera juventud leí muchas novelas policíacas porque había una colección que se llama el Séptimo Círculo, creo, y la dirigía Borges y Bioy Casares, y durante unos cinco años eligieron algunos grandes clásicos como Willkie Collins; las obras iban desde el siglo XIX hasta los contemporáneos. El padre de la literatura del siglo XX en México, Alfonso Reyes, leía muchas novelas policíacas, y escribió en un artículo que la novela policíaca era el único género clásico de esta época. El género novelístico, después del Ulises de Joyce, de las novelas de Virginia Woolf, y en Italia, después de Gadda, se liberó de un canon de siglos, pero lo curioso es que la novela policíaca sigue teniendo unas reglas de las que no se puede prescindir. Para mis novelas, el género ha sido fundamental.

DB: En abril se cumplen 30 años de la muerte de José Revueltas…
SP: ¡¿Tantos?!
DB: …y sé que usted participó en una huelga de hambre para…
El recuerdo lo abruma, pide tiempo para encender un cigarro y le indica al fotógrafo que no tome ninguna imagen, no le gusta salir fumando. “¿Tantos de verdad?, dice tratando de alcanzar mi grabadora como si quisiera detenerla un momento, es sólo un impulso, pero yo no me doy por aludido, alejo mi grabadora, la dejo encendida y contesto:  Sí, murió en abril de 1976. Se toma un momento más y continúa.
SP: A ver, espéreme, yo lo conocí en los años 52 o 53. Y sí yo participé en una huelga, la única huelga de hambre que he hecho en mi vida, Revueltas estaba con nosotros y era en solidaridad a la que Siqueiros estaba haciendo en Lecumberri, estaba muy enfermo y queríamos que lo sacaran.

DB: ¿Fueron amigos, usted y Revueltas?
SP: Sí. Creo que lo conocí en una película que se llamaba Redes, fui con Monsiváis. Revueltas presentó la película porque la música era de su hermano. Entonces nos acercamos y hablamos con él, yo ya lo había leído y lo apreciaba mucho.

DB: ¿Qué era lo que más le gustaba de su obra?
SP: Los retos de crear una novela distinta a la que se estaba haciendo desde hacía 25 años. Sus primeros cuentos fueron extraordinarios, perfectos. Creo que eso es lo que más recuerdo de Revueltas, sus cuentos.

DB: Hablando de buenos cuentos, usted los ha frecuentado mucho ¿por qué están considerados como un género chico?
SP: ¿Quién sabe?, a las editoriales no les gustan mucho. Pero en el siglo XIX y en el XX los novelistas más importantes también escribieron cuentos. Antes las revistas y los suplementos literarios traían uno o dos cuentos, mi generación comenzó así, publicando cuentos en revistas. Lo curioso es que de aquí a 100 años, el autor que va a quedar es Borges, y sólo escribió cuentos.

DB: Este es un año políticamente muy activo para México, ¿lo ve como un año decisivo?
SP: Todavía no se sabe. El cambio del PRI a otro partido, ha creado un vacío inmenso. Y ahora hay una sociedad muy conciente que no habíamos tenido, recuerde la marcha hacia el zócalo en contra del desafuero, eso nunca se había visto.

DB: Y usted cree que ese vacío pueda ser llenado por algún otro partido o por algún candidato.
SP: No. (Y un segundo después se asombra de su propia respuesta, así que lo piensa un momento, y se siente obligado a matizar esa contundencia). No, pero el PRD es… una posibilidad (y lo dice casi en tono de pregunta).
DB: Aunque ninguno tiene verdaderamente una política cultural…
SP: No, ¿verdad? (Esta sufriendo con el tema, se ve cansado y me doy cuenta de que es mejor volver a la literatura).

DB: Además de su más reciente libro El Mago de Viena, está por salir en Anagrama una colección de cuentos recopilada por usted, tengo entendido que Enrique Vila-Matas va a participar en ella…
SP: La tercera parte del libro es un texto fantástico de Vila-Matas donde habla de cómo nos conocimos.

DB: ¿Y si nos adelantamos un poco y nos cuenta cómo se conocieron?
SP: Yo lo vi en Barcelona, era muy jovencito, pero teníamos amigos en común. Eran los años ochenta más o menos. Cuando fui agregado cultural en la embajada de Varsovia, de pronto me llamó por teléfono y me dijo “tú no sabes quién soy, pero soy amigo de Beatriz de Moura”, directora y dueña de Tusquets, “ella me dio tu teléfono y sólo voy a estar aquí un día, ¿nos tomamos un café?” Fuimos a comer, nos pusimos a platicar, desde entonces somos amigos, por cierto no se quedó sólo un día, sino más de un mes.

DB: Eso de que venga una crónica sobre una amistad en un libro de cuentos es muy de usted, ¿no?, es decir, en sus más recientes libros, El arte de la fugaEl viaje y ahora El mago de Viena, hay un rompimiento deliberado de los géneros, lo que comienza como un ensayo termina en un cuento, ¿por qué esta necesidad de trastocar los géneros?
SP: Porque desde hace 10 o 12 años comencé una línea de trabajo donde todo debería estar en todo. Comencé con El arte de la fuga y luego fue más radical en El viaje y ahora lo llevo a su límite en El mago, ya no son artículos ni cuentos separados sino una amalgama que va de principio a fin del libro.

DB: Diría que así como hay un Tríptico del Carnaval formado por sus novelas, estos libros forman otro tríptico.
SP: Sí, el de la memoria. Y creo que ya terminó este ciclo, si intentara escribir algo parecido resultaría mecánico. Para mí esta exploración de los géneros ha terminado aquí.

DB: Sin embargo, sé que está preparando una novela sobre el siglo XIX mexicano, ¿podría hablar de ello?
SP: Tengo notas, hay cosas, hay incluso capítulos completos, pero es demasiado pronto para hablar de ello.

10 may 2013

Cinco técnicas


Algunas técnicas que he aprendido leyendo novelas y cuentos ajenos son relativamente sencillas, pero no son las únicas ni las más importantes:

  • La primera oración tiene que captar la atención del lector con su concisión, su originalidad y algo inesperado.

  • Aunque la obra puede incluir varios elementos dispersos, hay que mantener la unidad de la obra intercalando unos motivos recurrentes.

  • Hay que establecer el tono predominante de la obra desde el principio y luego mantenerlo. Por ejemplo, en Un tercer gringo viejo hay bastante humor basado en la ironía.

  • Conviene escoger vocablos precisos y únicos más que generales; tratar de evitar palabras como "decir", "ir".

  • Se debe cerrar la obra, cerrando el marco, a veces rematando el tema, el conflicto o los motivos recurrentes.

7 may 2013

Las tribulaciones de V. S. Naipaul




Era Evelyn Waugh tan virulento como es Naipaul? Mil veces más, pero era blanco. Además hay mucha gente en estas islas que no considera a Naipaul inglés. Los ingleses parecen haber inventado el racismo. No hay más que recordar una vieja favorita. Es la frase que dice: “Los negros empiezan en Calais”. Es, por supuesto, mucho más racista que la frase, comúnmente atribuida a Napoleón, “áfrica empieza en los Pirineos”.

Saber bien las cosas (entre ellas las fuentes de su cultura) y su versión de las cosas se proyecta sensiblemente al futuro: de la India, de la Argentina, de la literatura inglesa. Sin embargo leyendo a Naipaul siento lo que sucede con Conrad y con Nabokov: es un extranjero quien escribe. Tal vez un extranjero en todas partes: un exiliado. Puede ser también un estilista forzoso o un naturalista con un estilo bien cortado, a su medida. Pero Naipaul es un naturalista que tiene al hombre desplazado como objeto de su estudio. Es otro naturalista del Plata, un estudiante en Oxford, un viajero de otros mundos y un estudioso del escritor y sus fantasmas.

Conrad es un extraño y un extranjero blanco atrapado en situaciones que se originan entre nativos. Marlow, su alter ego, es un espectador complejo y sus relaciones se ven siempre complicadas por su origen. Pero sus inferiores son siempre negros y malayos y mestizos -o un blanco que se aplatana, gone native como Willems en El paria de las islas, y esta adopción de la manera de comportarse entre dos razas cambia su carácter y su condición de vida.

A pesar de todo (su educación en Oxford, su oficio de escritor originado en la tradición occidental y escrita en inglés), y aun de su conciencia propia, Naipaul no escribe como un blanco, sino desde su punto de vista -iba a escribir punto de mira, ya que su visión es siempre certera y siempre no sólo original sino terriblemente personal. Pero Conrad es un punto de referencia sin el que, por ejemplo, Graham Greene no existiría. La simpleza preferida por Orwell la practica Naipaul como nadie en la literatura inglesa actual. Orwell veía el estilo (es decir, el lenguaje, pues el estilo no es más que el encuentro en la escritura de las posibilidades del idioma recibido y la dificultad de su expresión) como una transparencia y lo comparaba al cristal de una ventana. Maugham, que en la última novela de Naipaul es una suerte de mentor muerto, confiaba su poder de convocatoria del lector medio, que es considerable, al hecho práctico de no usar más palabras que las que conociera alguien no particularmente interesado en otra cosa que la lectura directa. Era, es, una suerte de basic English no sólo para extranjeros sino también para nativos: esos que tienen al inglés como lengua materna.

Naipaul no es nada si no es original: en sus ideas, en su estilo. Quizá su originalidad no pueda ser inmediatamente percibida en una traducción cualquiera. Pero está siempre presente en inglés: en un párrafo, en una frase, hasta en un adjetivo. Uno de esos adjetivos lo adquirió en Argentina para hacer uso de él como un término más moral que literario. Argentina necesita hombres eminentes. Pero había un gran hombre en la Argentina, todavía hay un gran hombre en la Argentina y se llama Borges. (El venerable Borges). Naipaul no lo quiso ver así y llamó a Borges bogus. Así quería pronunciarlo Naipaul: bogus quiere decir falso, falaz. Naipaul prefiere a Conrad como su héroe moral.

Hay algo que nadie ha mencionado, a pesar de que su nombre de familia aparece al principio de su último libro, al que no se puede llamar novela, Half a Man. Se llama Somerset Maugham y es escritor. Naipaul parece hacer (medio en serio, medio en sátira) un panegírico o al menos una mención honorable de su nombre. Además su visión del mundo asiático y africano es muy parecida a la de Maugham, sobre todo ensus cuentos. Pero también se acerca a Kipling en su visión del imperialismo inglés en la India -y aun en los indios emigrados a América. Además, Kipling y Naipaul tienen obsesión con la India. Pero Kipling prefería la India musulmana a la hindú. Naipaul no prefiere ninguna de las dos y parece exigente con ambas. Como Kipling (el primer inglés que ganó el premio Nobel) Naipaul habría nacido en una versión de la India. Su versión, sin embargo, era una isla en el Caribe. No, menos que eso: una versión de media isla y esta isla estaba casi toda poblada por negros.

Dice Derek Walcott, otro premio Nobel, otro poeta del inglés, mulato del Caribe, que Naipaul odia a los negros. No lo creo, pero sí creo que, como Mark Twain, puede decir: no me hablen de blancos ni de negros. Háblenme del hombre: no puede haber nada -o nadie- peor. Pero su isla no tiene un nombre negro ni indio. Se llama Trinidad. Para decirlo con etiquetas: el subdesarrollo, la nada privilegiada realidad, el tercer mundo sin siquiera las mayúsculas. Quien calificó al hombre como un animal sin ilusiones parecería estar hablando de Naipaul. Pero él es el hombre de una sola ilusión: la literatura.

La verdad del texto es la verdad del autor del texto y Naipaul ha escrito sus mejores páginas sobre el otro. Ese otro escritor es un antepasado y antiguo artífice -y se llama Joseph Conrad. Pero no es una relación fácil. Conrad, contra todas las opiniones de los expertos, no es un escritor fácil. Cuando Nabokov lo llamó un escritor para “gente joven” estaba declarando que no lo había leído o lo había leído mal. Al contrario su dificultad es uno de los motores de su éxito crítico. Conrad es un escritor difícil de leer, Naipaul no es difícil para nada. Al contrario, su prosa es diáfana y sus ideas son la expresión de una o dos obsesiones. La suciedad humana y el hedor son su hobby-horse: su caballo de batalla. Otra obsesión es la soledad que, a pesar de sí mismo, busca a toda costa.

Es realmente curioso que su último libro sea una fábula (sin moraleja) y esto lo acerca no a Maugham sino a Borges. Borges no es un cínico, Maugham lo es. Pero quizá Borges tenía algo esencial que molestaba a Naipaul: era un suramericano (Naipaul de cierta manera lo es) y a la vez era un europeo cuando escribía y cuando leía. Borges además no era ni siquiera mestizo, como ahora quieren que sea los utópicos -que muchas veces resultan solamente tópicos.

Conrad es, en fin de cuentas, no un imperialista sino un reaccionario. Naipaul también. Pero Conrad era un reaccionario de derechas y Naipaul parece ser un anarquista: contra todas las banderas. No tiene, como se dice, paz con nadie: no ha firmado nunca un armisticio y permanece en guerra con todo y contra todos. Eso es lo que lo hace tan atractivo. (Aunque es más fácil decir que no que decir que sí).

En El enigma de la llegada (a cualquier parte) escribe: “Más y más hoy día los mitos de los escritores tratan de los escritores mismos... La escritura se ha hecho más privada y más en privado glamorosa”. Naipaul echa la culpa -¿de qué, de la vida glamorosa?- al cine y ya no hay “quien se despierte con el sentido de la verdadera maravilla”. Y cree que ésta “es una definición cabal del propósito del novelista en todas las épocas”.

Pero ¿qué pasa cuando el escritor no es un novelista pero escribe de ficciones? Pasa Borges.

Borges es el outsider inside. No para Naipaul en su breve ensayo (menos de la mitad del espacio que dedica a Conrad) titulado “Borges y el pasado falaz”. Para Naipaul los cuentos de Borges son “juegos intelectuales” y cita, in toto, (como siempre en Borges el todo es menor que la suma de las partes) su narración del mapa que es indistinguible del territorio cartografiado. Para Naipaul esta descripción es “absurda y perfecta” y la proclama “minuciosa parodia... idea grotesca”. A Naipaul no le gustan para nada.

Naipaul tiene, como Nabokov, “opiniones contundentes”, pero su versión de Borges es la de declarar que su performance, cualquiera que esta sea, es “curiosamente colonial”. No quiere darse cuenta o admitir que su grandeza (la de Borges) es más extraordinaria que la de Conrad. El novelista no es notable por sus personajes o sus tramas, sino por haber escrito en inglés esa extraña versión del marinero: un polaco en navíos británicos. Si Conrad hubiera sido sólo capitán de barco, la literatura inglesa moderna y contemporánea hubiera sido la misma y sólo se habría echado de menos a una o dos aventuras peligrosas. Pero sin Borges no hubiera existido la literatura en español (y aún la literatura toute courte) se habría reducido -o por lo menos no se habría enriquecido con sus fábulas y con su concepto de qué es, precisamente, la literatura. Con todo, Naipaul puede ser un crítico literario audaz, independiente y honesto. No hay en él el menor oportunismo y es impermeable a las modas.

La última novela de Naipaul, Half a Man (que se puede traducir como Un hombre incompleto) es en realidad una fábula (sin moraleja por supuesto) y esto lo acerca no a Maugham, aunque el personaje principal se llama Willy Somerset. (Willy es como sus íntimos llamaban a Maugham y Somerset es su primer apellido), sino a Borges. Naipaul ha escrito dos ensayos sobre Conrad y Borges. El ensayo sobre Conrad es maestro, el de Borges es una acercación a Borges ad hominem y, por supuesto, equivocada. Me parece que su equivocación es también un error de lectura: hay que leer a Borges, contra toda otra lectura, en español. El español de Naipaul no es suficiente, pero su inglés, nativo y luego refinado en Oxford, y su condición de hindú que vive el resto de su vida, cuando no está de viaje, en Inglaterra lo acerca extrañamente a Kipling. Aunque se vea a Kipling como el vocero del imperio británico y a Naipaul como un paria de las islas -y enemigo del imperio en todas sus formas posibles.

Su ensayo sobre Conrad se titula “Conrads Darkness” y es una visión del novelista salido del imperio como un hombre de la tiniebla más que de la niebla. “Me sería duro”, escribe Naipaul, “estar distante de Conrad. Fue, supongo, el primer escritor moderno”. Aunque Conrad comenzó a escribir a fines del siglo XIX y vivió hasta los veinte del siglo XX, nunca pudo dominar el inglés hablado como lo hizo con su escritura. Conrad hablaba “con un fuerte acento polaco”. Mientras el inglés hablado de Naipaul es el idioma de Oxford, con una cierta y suficiente pedantería, y su escritura es límpida y rica -tal vez preciosista, como se muestra en sus descripciones del campo inglés (donde vive casi como un recluso) en todas partes. Pero especialmente en su ¿novela?, El enigma de la llegada en que recuerda, en su enumeración detallada de la cultura rural inglesa y su flora, al Shakespeare arboricultor de, digamos, Enrique V.

Curiosamente la apreciación de Conrad de Naipaul pasa por el cine. “El sentido de la noche, de la soledad y del destino quedó en mí, injertado, en mi fantasía, en los mares del sur o los escenarios tropicales de las películas de Jon Hall y de Sabú”. Si habla de la narración “La laguna” como “una pura pieza de ficción es porque”, declara, “el cuento habla por sí mismo”. Es decir, “el escritor no se entromete entre el cuento y su lector”. Lo contrario de la estética posmodernista. No erran los críticos que dicen que Naipaul, como Conrad, es un escritor romántico. Conrad lo es, por supuesto, pero la técnica en Naipaul está mechada de desilusión y de su carácter misógino. Conrad ama, Naipaul odia. Y aunque dice que “las palabras se metían en medio de la narración” de Conrad, considera que algunos de “sus libros más famosos resultan impenetrables”.

Más adelante cita el sistema de Conrad. Aparece en una carta de Conrad a Edward Garnett, su editor: “Hay algo que da la impresión -hace su efecto. ¿Qué cosa es? No puede ser sino la expresión -combinar las palabras, el estilo”. Naipaul cree que es, para un novelista, una “asombrosa definición del estilo. Porque”, prosigue, “el estilo en la novela y tal vez en toda prosa, es algo más que un ensamblaje de palabras”. Es “algo más que un arreglo, aun una orquestación de percepciones; es un asunto de saber qué poner”. Y termina y determina: “Pero Conrad apuntaba a la fidelidad y la fidelidad lo hacía ser explícito”. (¿No sería mejor decir que era un estilista considerable?). Una posible definición contraria de Naipaul: “Cuando el arte copia a la vida y la vida a su vez convierte la vida en un arte mimético, la originalidad del escritor se puede oscurecer a menudo”. Luego declara qué significó Conrad para él: “El valor de Conrad para mí reside en que alguien hace 50 ó 60 años meditó sobre mi mundo, un mundo que hoy reconozco”. Pone a Conrad en una posición para él inapreciable: “No me siento así acerca de ningún otro escritor de este siglo”. (Su ensayo está escrito en 1974). Pero “es interesante reflexionar sobre los mitos de otros escritores. Con Conrad aparece el mito imperialista, el mito del hombre de honor, el estilista del mar”. Según Naipaul esos mitos “no dan en la diana de lo mejor de Conrad pero por lo menos reflejan su obra”. ¿Y de Naipaul qué? “Los mitos de los grandes escritores usualmente tienen que ver más con su obra que con su vida”.

Naipaul acusa a Borges de distante y dice que nadie lo llama por su nombre y sólo unos pocos se permiten llamarlo entonces Georgie y es para todo el mundo solamente Borges. Ocurre que nadie puede siquiera deletrear los dos primeros nombres de Naipaul y, ahora sólo unos pocos se permiten llamarlo Vidia, que es una contracción de su primer nombre -aunque algunos lo llaman sir Vidia. Naipaul, a su vez, ha sido acusado de distante y cuando se permitió tener un amigo íntimo, éste, Paul Theroux, escribió un perfil dilatado que dio pie a una campaña de odio en los medios literarios ingleses. Pero de ese libro surge, a pesar de la envidia, y el resentimiento, un Naipaul formidable, como de una botella un genio, como decía José Martí que debe ser el exiliado, “sin patria pero sin amo”, ésta a modo de biografía de los años africanos de Naipaul lo obligó a aislarse aún más y recluirse en su casa de campo con su nueva esposa, una belleza que lo ha hecho feliz. El escritor ha definido su alegría por el premio Nobel y se felicita por pertenecer a la cultura inglesa y también a la hindú -pero en sus últimas declaraciones no menciona para nada a Trinidad. A su vez su premio ha sido recibido en Inglaterra, donde reside este vecino incómodo, con frialdad cuando no con aversión. Solamente Martin Amis declaró alegrarse -pero no demasiado. Pero la cantidad y calidad literarias de V. S. Naipaul, sea el que sea el futuro que disponga de su voz y de su estilo, la suya es la presencia de un escritor mayor en una literatura perceptiblemente disminuida. Muertos Evelyn Waugh y Anthony Burgess y ninguneado siempre Malcom Lowry, Naipaul es el único gran escritor inglés que vale la pena leer.

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