28 oct 2012

El atavismo manda



Se desbordan o se revelan a cuentagotas, pero se filtran mejor cuando estamos en reposo. A esas horas se impone una jerarquía nítida de las sensaciones o ideas que han de tomar forma.



Concuerdo con aquellos que afirman que no es antes sino durante el desarrollo de un texto cuando encontramos —si acaso eso llega a ocurrir— lo que deseamos decir. Pero es preciso andar cuidadosos del autoengaño. Al nacer, cada proyecto de escritura debe probar su carácter urgente y así legitimarse. Es común suponer que tenemos mucho por expresar para pronto acabar percatándonos de que padecemos una especie de inercia: sentimos la mano caliente y el recuerdo placentero del ejercicio de escribir, pero eso rara vez coincide con lo que es tener algo que decir o precisar decirlo realmente. Por nuestra indulgencia existen demasiados libros. Encontrar la necesidad de expresión es lo medular y la gratuidad es la amenaza. Mientras la recuperación personal a través de la escritura lleva el signo de lo indispensable habría que admitir que al mismo tiempo puede dar la apariencia del capricho extremo propio de una pulsión solipsista. En ese renglón me acogería al dicho de Terencio: Soy un hombre y por tanto nada humano me es ajeno. Para que nuestra palabra alcance genuinamente a otros ayuda haber repasado la teoría del correlativo objetivo, pero por lo demás estamos ante un ciego dictado interior.
 
El método de trabajo se ajusta al proyecto en turno, que va pidiendo la manera. La técnica misma se va produciendo según los mandatos del contenido al irse manifestando.

El hecho de haber experimentado alivio verídico tras un periodo de escritura nos permite mantener un orden de prioridades sano: el reconocimiento del lector o del crítico son bienvenidos pero se acatan como estímulos añadidos, que no pertenecen al círculo original de la necesidad. En ese sentido son prescindibles. En otro, no: me refiero al ciclo que se completa cuando el trabajo resuena en el lector y pasa a pertenecerle. Pensar o no en quién habrá de leernos: acaso lo que quepa es la concepción de un lector ideal, compuesto de las características más acusadas de sensibilidad y escrúpulo de la gente que uno tiene en más alta estima. 

En cuanto al estilo, ya he dicho en otro lugar que “es como el resultado del roce entre el mundo y un determinado temperamento, es una consecuencia inevitable y fuera de control: un accidente natural”. Algo indica que el estilo proviene secretamente de las limitaciones propias, de las taras y necedades personales y agregaría que sólo en alguna medida mínima obedece a una auténtica voluntad estética: el atavismo manda en estas cuestiones. 

Por otro lado, conviene escuchar los imperativos de la obra en curso —en tanto totalidad— por encima de los afanes de un sello personal. Hay que estar dispuesto a sacrificar hasta la oración más pulida y cercana a nuestro corazón en aras de la armonía y congruencia del proyecto en sí. (Desde luego, la noción de sacrificio pudiera contener matices religiosos pero resulta natural que le concedamos ese carácter al quehacer, no por tratarse de la literatura sino por ser un oficio: todo trabajo desempeñado a fondo adquiere algo de sacro.) 

El azar y las contingencias de la escritura son la contraparte de aquello que se pretendería como plan maestro de la racionalidad, y por tanto pertenecen a la misma ecuación. En cambio, la intervención de la realidad nocturna y las maquinaciones del inconsciente son otra cosa, insondable pero del todo determinante en la construcción del texto. (Quedará claro que aun un trabajo de escritura por encargo adquiere acreditación en nuestro ser más recóndito si se produce el fenómeno de que irrumpa en nuestros sueños al menos una frase que nos inquiete y nos despierte de madrugada, pidiendo ser reacomodada en la redacción o suprimida.) 

Por lo demás, nunca he dejado de escribir a mano, en libretas u hojas sueltas. Habitualmente acabo usando pegamento para disponer y ordenar recortes de procedencia diversa en un mismo cuaderno. Posteriormente, entre transcripciones y sucesivas correcciones busco pretextos para que exista la mayor cantidad de rondas de revisión, también para los editores y los amigos cercanos, cuyas observaciones trato siempre de atender. Luego de eso procuro olvidarme del texto y una vez impreso y publicado no acostumbro revisitarlo. Esa práctica me brinda la posibilidad ocasional de releerme por accidente y vivir el magnífico asombro de creer que estoy ante la escritura de otro.




23 oct 2012

El concepto de ficción



Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero nos trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero tanto las fuentes del primero como las del segundo ó entrevistas y cartasó son por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del «hombre que vio al hombre que vio al oso", con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos biografias, la de Gorman, el informante princi pal fue el oso en persona. Aparte de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los informantes pueden ser puestas en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia cuestiones teóri cas y metodológicas.
En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanza mos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entran do en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.
El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos ólo que no siempre es asíó sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.
Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.
La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la ìverdadî, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.
La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado ófuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcéteraó, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: ìNo basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a caboî.
Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser (ì¿Quién cuenta una novela?î): ìLa Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadiduraî. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso.
Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo verdadero. La Verdad- Por- Fin- Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la ficción. Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración dostoyevskiana.
Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de ìlo verdaderoî, las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de ìlo falsoî. Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: ìRien ne déforme plus l'histoire que d'y chercher un plan concertéî.) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambiguedad.
La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges ónumerosos textos suyos lo pruebanó, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.
Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente.
Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola ìa su maneraî. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.
A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás ó no me atrevo a afirmarlo esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.

17 oct 2012

Soy




Cuando era chica –del tamaño de los que se esconden debajo de la mesa y se meten en los cajones– me metí dentro de un cajón creyendo que era un barco y que la manta era el mar. Encontré mi mensaje de la botella. Encontré un certificado de nacimiento. En el certificado estaban los nombres de mis padres. Nunca le conté a nadie sobre esto.

Nunca quise encontrar a mis padres biológicos –si un par de padres se sentía como un castigo, dos pares de ellos sería destructivo–. Yo no tenía comprensión de lo que era la vida familiar. No tenía idea de que uno podía querer a sus padres o que ellos podían amarte lo suficiente como para dejarte ser vos mismo.

Yo era una solitaria. Yo me había inventado a mí misma. No creía en la biología o en la biografía. Creía en mí misma. ¿Padres? ¿Para qué? Excepto para herirte.
Con el tiempo comencé a volverme loca. No hay otra forma de decirlo.

Deborah me dejó. Tuvimos una horrible pelea, disparada por mis inseguridades y el desprendimiento de ella, y al día siguiente habíamos terminado. El final.
Deborah tenía razón en irse. Lo que había empezado con grandes esperanzas se había convertido en una tortura lenta. No la culpo por nada. La mayoría de lo que tuvimos juntas fue maravilloso. Pero cómo iba a darme cuenta, yo tengo grandes problemas en lo que respecta a hogares, crearlos, y crearlos con alguien. A Deborah le encanta estar lejos de casa, y se nutre de ello. Es un cuco.

Yo amo estar en casa, y mi idea de felicidad es volver a mi hogar a los brazos de alguien que ame. No éramos capaces de resolver esa diferencia, y lo que yo no sabía es cómo algo tan simple como una diferencia podría desencadenar algo tan complejo como una ruptura.

Mi agonía por llamar a Deborah y darme cuenta de que nunca iba a contestarme los llamados, mi desconcierto y mi ira, estos estados emocionales me estaban llevando cada vez más cerca de la puerta cerrada a la que nunca había querido ir.

Eso lo hace sonar como una elección consciente. La psique es mucho más inteligente de lo que la conciencia le permite. Enterramos cosas tan profundo que luego no recordamos que teníamos algo que enterrar. Nuestros cuerpos recuerdan. Nuestros estados neuróticos recuerdan. Pero nosotros no.

Empecé a despertarme por las noches gritando “mami, mami”. Completamente empapada de sudor.

Trenes llegaban. Las puertas del tren se abrían. No podía subir. Humillada. Cancelé eventos y reuniones, incapaz de decir por qué. Hubo veces en las que no salí de la casa por días. A veces vagaba por el jardín en pijamas, a veces comía, a veces no, o podías verme en el pasto con una lata de porotos fríos cocidos. Los lugares comunes de la miseria.

Usualmente oigo voces. Me doy cuenta de que eso me encasilla directamente en la categoría de loca, pero no me importa mucho. Si crees, como yo, que la mente quiere sanarse a sí misma y que la psique busca la coherencia y no la desintegración, no es difícil concluir que la mente se manifestará como sea necesario para cumplir con la misión. Ahora asumimos que la gente que escucha voces hace cosas terribles; asesinos y psicópatas escuchan voces, así como fanáticos religiosos y terroristas suicidas. Pero en el pasado las voces eran respetadas, deseadas. El visionario y el profeta, el chamán y la mujer sabia. Y los poetas, obviamente. Escuchar voces puede ser algo bueno.

Volverse locos es el principio de un proceso. No se supone que sea el resultado final.

Había una persona en mí –una parte de mí, o como quieran describirlo–, tan trastornada que estaba preparada a verme muerta con tal de encontrar paz. Esa parte de mí, viviendo sola, escondida, en una guarida sucia y abandonada, fue siempre capaz de perpetrar ataques en el resto del territorio. Mis arranques violentos, mi comportamiento destructivo, mi propia necesidad de destruir el amor y la confianza, así como el amor y la confianza habían sido destruidos para mí. Mi imprudencia sexual –no liberación–. El hecho de que no me valoraba a mí misma. Estaba siempre lista para saltar del techo de mi propia vida. ¿Acaso no hay romance en eso? ¿No sería el espíritu creativo sin límites? No.

La creatividad está del lado de la cura: no es aquello que nos vuelve locos; es la capacidad que trata de salvarnos de la locura.

Su estilo convencional era la recriminación (culpar, acusación, demanda). Ella era una parte la Sra. Winterson y otra Caliban. Sus respuestas preferidas eran puras incongruencias. Si yo decía que quería hablar de los hoyos de carbón, ella me contestaba “dormirías con cualquier persona, ¿no es cierto?”; si yo decía “¿por qué estábamos tan desesperadas en la escuela?”, ella contestaba “yo culpo a las bombachas de nylon”.

Nuestras conversaciones eran de personas utilizando frases para decir cosas que ninguna de las dos entendía; uno piensa que preguntó el camino a la iglesia, pero en realidad la traducción es “necesito un pin de seguridad para mi hamster”.

Era una locura –yo dije que era una locura–, pero estaba determinada a seguir con eso.

Lo que lo hizo posible fue la sanidad del libro en las mañanas y la firmeza de la jardinería en las noches de primavera y verano. Plantar habas y coles es bueno para uno. El trabajo creativo es bueno para uno.

La sesión de locura de la tarde contenía la suma de la locura que había en todos lados.

Noté que no estaba más dividida en dos y atormentada. Había dejado de estar atormentada y atacada por terrores sudorosos e innombrables miedos.
¿Por qué no me llevaba a mí y a la criatura a terapia? Lo hice, pero no funcionó. La sesión se sintió falsa. No podía decir la verdad, y además, ella no quiso venir conmigo.

“Subite al auto...” No. “Subite al auto...” No. Era peor que tener un chico. Ella era una nena, a excepción de que tenía otras edades también, porque el tiempo no opera del lado de adentro como lo hace por fuera. Ella a veces era un bebé. A veces tenía siete, a veces once, a veces quince.

Tuviese la edad que tuviese en ese momento, no iba a ir a terapia. “Es una paja, es una paja, ¡es una paja!”

Pegué un portazo. “¿Querés aprender a comer con tenedor y cuchillo?”

No se por qué dije eso. Ella se puso furiosa.

Así que yo fui a terapia y ella no. Sin sentido.

Unos meses después estábamos en nuestra caminata de la tarde cuando dije algo sobre que nadie nos había abrazado cuando éramos pequeñas. Dije “nos”, no “te”. Ella me agarró de la mano. Nunca había hecho eso; usualmente ella va atrás disparando sus palabras. Las dos nos sentamos y lloramos.

(...)

Mi madre tuvo que sufrir mucho para dejarme ir. Yo he sentido esa herida desde entonces. La Sra. Winterson fue una gran mezcla de verdad y fraude. Ella inventó muchas madres malas para mí; mujeres perdidas, drogadictas, alcohólicas, cazadoras de hombres.

La otra madre tenía una gran carga, pero yo la cargué por ella, queriendo defenderla y avergonzándome de ella, todo al mismo tiempo.

La parte más difícil fue no saber.

Siempre me interesaron las historias de disfraces y confusión de identidades de nombrar y conocer. ¿Cómo te reconocen? ¿Cómo te reconocés a vos mismo? (...)

Dar a luz es una herida de por sí. El sangrado mensual solía tener un sentido mágico.

La irrupción del niño en la tierra desgarra el cuerpo de la madre y deja el pequeño cráneo del niño suave y abierto. El niño es una curación y un corte a la vez. El lugar de los objetos perdidos y encontrados.

Está lloviendo. Aquí estoy. Perdida y encontrada.

Lo que se para frente a mí como un extraño creo reconocerlo, es amor. El regreso, o mejor dicho, el regresar, llamado la “pérdida perdida”. No podría romper el hielo que me separaba de mí misma, solo podía dejar que se derritiera, lo que significó perder el apoyo de mis pies, y cualquier sentido de suelo. Lo que significó una fusión caótica que se sintió como la locura absoluta.

Toda mi vida he trabajado desde la herida. Curarla significaría el final de una identidad, la identidad que a uno lo define. Pero las heridas curadas no son heridas desaparecidas; siempre habrá una cicatriz. Siempre me van a reconocer por mi cicatriz.
Y también lo hará mi madre, a quien también le pertenece esta herida, ella tuvo que crear una vida alrededor de una decisión que no quería tomar. Ahora, de ahora en adelante, cómo nos conocemos? ¿Somos madre e hija? ¿Qué somos?

La Sra. Winterson estaba gloriosamente herida, como un mártir medieval, arrastrándose y goteando por Jesús, y ella arrastró su cruz para que todos la vieran. El sufrimiento era el sentido de su vida. Si le decían, "¿Para qué venimos al mundo?", ella habría contestado "para sufrir".

Después de todo, en la Hora Final, este paso por la tierra solo puede ser una sucesión de pérdidas.

Pero mi otra madre me perdió y yo la perdí a ella, y nuestra otra vida fue como una concha marina en la playa que guarda el eco del mar.

Quién era entonces la figura que entró en el jardín tantos años atrás y arrastró a la
Sra. Winterson a la rabia y al dolor mandándome volando por el pasillo, golpeó de nuevo en la otra vida?

Supongo que debe haber sido la madre de Paul, el santo e invisible Paul. Supongo que lo debo haber imaginado. Pero eso no es lo que siento. Sea lo que sea que haya pasado en esa tarde violeta estaba ligado al certificado de nacimiento que encontré, que después resultó no ser mío, y atado a la apertura, muchos años más tarde, de la caja –con su propio tipo de destino– donde encontré los papeles que me dijeron que yo tenía otro nombre, tachado.

12 oct 2012

"La literatura en el estómago"



Los autores nuevos. Los premios

Así como cuando sale el toro a la plaza, vemos con frecuencia, en efecto, que la "salida" de un nuevo escritor nos depara el penoso espectáculo de un depauperado jamelgo que intenta alzar lúgubremente la grupa en medio de un estrépito teatral de látigos circenses... poca cosa hay que hacer: basta con dar una vuelta a la pista;
el matalón huele la cuadra como el mejor y corre hacia su pesebre; sólo sirve ya para chacharear, para meter el hocico en algún jurado literario donde a su vez cocinará al año siguiente algún nuevo "pollino" de flaqueantes patas y dientes largos. (Ya que saco a colación los premios literarios, y con el sumo recelo con que debe solicitarse su intervención en los lugares públicos, me permito señalar a la policía, que reprime en principio los atentados contra el pudor, que va siendo hora de poner término al deplorable espectáculo de ciertos "escritores" erguidos sobre sus cuartos traseros, y a quienes un puñado de sádicos atraen en las calles con cualquier cosa: una botella de vino, un camembert.)



El lector: el gusto y la opinión

A partir del momento en que existe un público literario (es decir, desde que existe una literatura), el lector, enfrentado a escritores y obras heteróclitas, reacciona de dos maneras: en virtud de un gusto y de una opinión . Enfrentado a solas con un texto, se producirá en él el mismo mecanismo interior que actúa en nosotros, sin intervención de reglas ni causas, cuando conocemos a otro ser: "le gusta" o "no le gusta", despierta o no despierta su interés, experimenta o no experimenta, a lo largo de las páginas, esa sensación de ligereza, de libertad etérea y sin embargo atrapada conforme lee, que podría compararse con la sensación del corredor atrapado en el remolino de su entrenador; y, en efecto, cuando se produce esa feliz conjunción, cabe decir que el lector se pega a la obra, colma segundo tras segundo la capacidad exacta del molde de aire que abre con su voraz rapidez.


Falta de juicio racional sobre el valor de la obra

Mucho más importantes y serias que sus gustos propios , se le aparecen [al lector francés] las opiniones que profesa sobre la literatura, opiniones que sostiene a lo largo del día, porque la literatura es fundamentalmente algo de lo que el lector habla. Curiosa singularidad de Francia, como es sabido, semejante a la afición a comer ranas; tal actitud a un inglés le haría sonrojarse de vergüenza, para él eso es cosa de especialistas, o muestra de mala educación: el inglés se lleva un libro el fin de semana y lo rumia a solas en algún paraje campestre; es algo que es de su exclusiva incumbencia, un hábito literario sobre el que no experimenta la menor necesidad de extenderse particularmente, sobre todo si le proporciona emociones fuertes. [...] Pero el francés, por el contrario, se clasifica por el modo que tiene de hablar de literatura, tema sobre el que no soporta que le pillen desprevenido: el hecho de que surjan en la conversación determinados nombres suscita automáticamente una reacción por su parte, como si se estuviera hablando de su salud o de su vida privada: es algo que le llega al alma; y sobre ese tema resulta inimaginable que no aporte su granito de arena. De ahí que en Francia la literatura se escriba y se critique sobre un fondo sonoro que le es propio y probablemente es imposible separar de ella. [...] Si afirmo, por ejemplo (y lo hago), esgrimiendo una preferencia instintiva, sentida, que daría casi toda la literatura de los últimos diez años a cambio del único libro, poco conocido, de Ernst Jünger, Sobre los acantilados de mármol , o bien que la única novela francesa que ha suscitado mi interés desde la Liberación es una oscura obra de Robert Margerit, Mont Dragon , me cansaré muy pronto de repetirlo: la gente tolera una vez o dos que me divierta o que "provoque", pero si insisto me tildarán de cascarrabias. [...] Cuando uno observa, sin participar, sin entrar en el juego, una conversación literaria, experimenta con un leve vértigo la impresión de que por lo menos la mitad de los que están hablando son daltónicos que hacen "como si": hablan y hablan sin parar de cosas que no perciben ni siquiera literalmente, que no percibirán nunca; no obstante, se forman de ellas una especie de imagen inmunizadora, con ese olfato propio de los ciegos: pueden dar vueltas en torno al tema, y la conversación discurre, cómoda, entre los precipicios, como el sonámbulo por el alero. Y es que el caso es pronunciarse, y zanjar el tema a toda costa. No puede ser de otra manera: el público francés no se concibe a sí mismo, como sucede en otros países, formando parte de una categoría de ciudadanos inofensivos a quienes une un hobby común, aunque ello no sea óbice para que cada uno de ellos elija, sin preocuparse de los demás, su rincón para pescar con caña; por el contrario, el público francés se imagina como un cuerpo electoral donde el voto es obligatorio, y donde cada escritor, cada libro una pizca relevante pone en marcha, con su sola aparición, un perpetuo referéndum.


El escritor-funcionario

Todo aquel a quien le publiquen un libro en Francia, a poco que el comienzo haya sido honroso, tiene todas las probabilidades de que sigan publicándole a perpetuidad. El susodicho, por lo demás, lo da por descontado, y un rechazo supondría para él una afrenta o una tenebrosa maniobra . Al igual que el editor sabe que tras un primer libro, inevitablemente -año antes, año después-, vendrá otro, el escritor considera plácidamente que ha firmado un contrato de por vida con el público: ha entrado en el circuito legal, con las consecuencias irreversibles de la adopción, y ello le crea una sensación de profunda seguridad: sabe que en la literatura francesa no se da empleo a nadie provisionalmente. De ahí que las componendas entre un editor y un autor se asemejen habitualmente en nuestro país a una renta vitalicia: desde un principio, el autor trabaja a largo plazo, moviéndose en un terreno seguro y previsible, con las mismas tradiciones de escaso rendimiento y considerable seguridad que son propias del pequeño ahorro. En ningún otro país tiende tanto la carrera del hombre de letras a identificarse con la del funcionario: por el momento, falta la apacible perspectiva de la jubilación, pero ese vacío el interesado se aplica activamente en colmarlo de variadas y múltiples formas.



La literatura como producto. La obra como mercancía

Una vez nos hemos "formado una idea" de cómo es un escritor (y todo el esfuerzo de nuestra crítica escrita y hablada propende a que semejante esclerosis intervenga con presteza), nos da pereza cambiar: nos movemos por un terreno seguro y leemos confiadamente, con los ojos ejercitados para aplanar los accidentes singulares de lo que se imprime; nuestros ojos ya están acostumbrados a la "producción" de ese autor, hemos sacado el promedio de sus obras, y ya sabemos a qué atenernos con respecto a éstas. Cuando dejamos caer indolentemente (lo hacemos diez veces al día) con un tono ufano de previsión cumplida: "Esto sólo puede ser de Fulano..." o "de Mengano...", satisfacemos de modo apenas consciente una tendencia instintiva, que consiste en hacer reaparecer la esencia permanente que se oculta bajo la apariencia accidental, en asociar la singularidad concreta y en ocasiones desconcertante de una obra con una especie de numen del escritor sobre el que nos jactamos de poseer inequívocos puntos de referencia. De ahí el malestar y la malevolencia apenas disimulada que los lectores manifiestan tan pronto como un escritor se atreve a cambiar de género: "era" novelista, ¿quién le manda meterse a escribir obras de teatro? [...] Da la impresión de que en Francia sólo se consiente en leer a un autor (a leerlo de verdad) una sola vez: la primera; en la segunda lectura, ya es un autor consagrado, embalsamado en ese Manual de literatura contemporánea que la opinión y la crítica se encargan de tener al día, de reelaborar cada semana, como si fuera un diccionario académico -sabemos qué artículo ocupa el primer, el segundo o el tercer anaquel-; ningún lector se siente desorientado cuando se materializan para él dos o tres veces al año, con ocasión de alguna "venta" consagrada, las Galerías Lafayette de nuestra literatura; al contrario: el lector transita por ahí como por un sueño familiar, como por un arquetipo que hereda de un atavismo muy antiguo, como un niño al que llevaran al Paraíso de los juguetes. Cuando el placer literario, como ocurre en Francia, se aparta cada vez más del goce solitario y sentido para socializarse, para transformarse en perpetuo intercambio de signos de reconocimiento, en "placer-reflejo", en el modo de alinearse en una colectividad cambiante, y finalmente en camelo , la presión multiforme que nos rodea por doquier hace que acabemos no viendo (literalmente) esas formas consagradas, como no vemos realmente la moda del día, "lo que se lleva", con sus aspectos monstruosos, grotescos, aberrantes. [...]

Lo cierto es que la literatura es víctima desde hace unos años de una tremenda maniobra de intimidación por parte de lo no literario, y de lo no literario más agresivo.


De la pretendida objetividad del juicio literario, aunque fundamentada en juicios de valor de carácter metafísico y ético

La metafísica ha desembarcado en la literatura con ese fragor de botas pesadas que siempre, sobre todo al principio, nos impresiona. Miramos pasar a esos extraños ocupantes, a esos grandes bárbaros blancos , y les preguntamos el secreto incomprensible de su fuerza, una fuerza que no es sino la inanidad pasajera de lo que se alinea frente a lo ya existente. Un amigo que dirigía una revista literaria me comentaba un día su pasmo ante la marea ascendente de "topos" deformes, jasperianos, husserlianos y kierkegaardianos que acudían a llamar a su puerta: componían toda una tribu hambrienta, durante mucho tiempo refrenada en las fronteras, una tribu que se había abierto paso y pretendía establecerse, como en país conquistado, en esas tierras del gran público infinitamente más productivas que sus carrascales -pertrechados con armas e impedimenta, con sus costumbres, sus propios pasatiempos, su lengua, desconocida para los indígenas-. Las puertas que daban a la verdad no tardaron en cerrarse, por saturación, pero ya todo un pequeño pueblo de peregrinas costumbres había colonizado la literatura, que parecía circular por una trampilla secreta entre los excusados y la Revista de Metafísica y de Moral, y traía a veces a la memoria la frase de Sainte-Beuve: "Se tendría que abrir directamente una puerta de la cuadra a la biblioteca, y cuando Francisque Michel haya acabado en una, empujarlo a la otra, pero nunca dejar entrar a esa gente en el salón." Cuando uno ve al público bajar la voz como en las iglesias ante la aparición de novelas que, por lo demás, mueven a creer que la "Ucronía" del difunto Renouvier sería actualmente un best-seller , se pregunta si no han vuelto los tiempos de aquellas escrituras sagradas que el pueblo veneraba en la medida en que le embargaba la certeza de que la propia riqueza del simbolismo obsceno de éstas dejaba traslucir mejor la existencia de un sentido esotérico al que él jamás accedería. Existe cierta escatología provocadora cuya desaparición, contrariamente a lo que se cree, no menoscabaría gran cosa la novela metafísica moderna: para el público es el signo mismo del misterio; es un fetiche, un grisgrís que pasma, como la escoba de Ubu.


El escritor moderno aprisionado por el mercado literario

Intentemos frotarnos los ojos, captar a fondo (nunca es fácil) la diferencia -resultado de mil imperceptibles cambios- que separa actualmente la figura del "gran escritor" moderno del aspecto que podía presentar aún hace cincuenta años. Solicitado por esa fijación deformante, contaminado en su esencia por la intervención de esa "presencia de la masa", estrechamente imbricado en el continuum de cotidianidad fabulosa que desgranan en sartas convulsas los periódicos y los programas de radio, el escritor moderno se ha convertido en una figura de actualidad y, como tal, mágica, atrapada en el mismo fulgor inquietante de magnesio, la misma llama devoradora, enfebrecida, que parece abrasar a los que ilumina "por los dos extremos". Embutido con frecuencia en un eslogan que corre de boca en boca (media una diferencia instructiva entre los tímidos intentos de anteguerra: Drieu-y-Montherlant, Morand-y-Giraudoux, y el fulminante éxito de la conjunción, por lo demás contra natura: Sartre-y-Camus), el escritor moderno tiene aires a un tiempo de silueta cien veces vista en los carteles publicitarios, aires de "personalidad mundial", de árbitro de la moda, de director de conciencia de pacotilla que prodiga al albur de las revistas la calderilla de las recetas morales y sentimentales (podía leerse recientemente en una revista de modistillas este sorprendente titular: "He aquí el punto de vista oficial del existencialismo sobre la objeción de conciencia"), aires de gran sacerdote de religión secreta, de monumento público y de faquir birmano. (Por supuesto, también es otras cosas, y de ningún modo se le puede achacar una vulgarización de la que no es responsable.) [...] Existe una relación entre la manera cruda, inútilmente provocadora con que se ha deformado y abultado la figura del escritor a través de ese baño de multitudes, y cierto estilo de la crítica que tiende a no reflejar más que un gesto enfebrecido de adhesión o de no adhesión, una simpatía y una antipatía puras, y que se manifiesta por ejemplo en los artículos, tan frecuentes hoy en día, en los que se "da un palo". Esa crítica tiene sus dioses y sus bestias negras, que son bestias negras y dioses para los críticos del otro bando.


6 oct 2012

Así escribo




Así escribo. Como si hablara. Mis cuerdas vocales vibran cuando escribo. A veces, ahora mismo, mis labios se mueven soplando las palabras. Pero el uso del idioma, una vez que lo siento instalado a un milímetro de las cosas, me despreocupa. Me da igual. Las conexiones neurológicas entre mi conciencia y mi garganta y mis manos que teclean y el lenguaje que aparece en la pantalla y que es el lenguaje de la tribu están instaladas. Al demonio el idioma, me murmuro a mí misma. Vamos a lo que importa. El relato.

Así relato: es una expresión que conviene más a lo que hago cada día. 

El relato nació en la cueva de la tribu. Luego de un día de caza, la tribu se reunía alrededor del fuego. A luz temblorosa del fuego se representaba lo ocurrido en el tiempo de luz. El mamut que apareció tras la arboleda. La manera en que los primates de la tribu saltaron a las ramas de los árboles, chillando. Como los changos pequeños, más ágiles, huyeron por la arboleda de rama en rama. Los graznidos de un águila que sobrevolaba la escena. 



La especulación no es mía. Originalmente la apunta Charles Darwin en El descenso del hombre. El relato de Darwin lo leí siendo universitaria y de una forma natural se me ha extendido en la imaginación a través de décadas. 

Así que lo primero fue relatar teatralmente en la cueva. Representar el suceso traumático del día de la tribu. Un par de primates caminando abrazados por la cintura imitaban al mamut, sus pesados pasos, sus mugidos, otro primate imitaba al águila, acaso representándola con los brazos extendidos, su vuelo, sus graznidos distantes, acaso los niños imitaban a los otros changos huyendo de rama en rama, por fin se imitaba a los primates de la tribu agazapados en las frondas de los árboles, temblando. 

Entonces no habían palabras aún.

Acaso se exteriorizaba la emoción del suceso golpeando con las palmas el piso de la cueva, acaso se aullaba al unísono para recrear el pánico. 

Luego, el relato se fue volviendo largo. Adquirió tiempos: un pasado, un presente, un futuro. Se representaba la calma de la recolección de frutos, luego la aparición del mamut, luego la escapada de él. Pero en alguna noche, sucedió un asombro: el relato se explayó hacia un futuro no ocurrido. Alguien inventó en el relato cómo hacer una trampa. Un agujero en el piso cubierto de ramas. El mamut del relato cayó en la trampa. Al día siguiente, los primates de la tribu construyeron la trampa en el suelo de tierra. Y el mamut real, gigante, resoplando con ira a cada tranco, plaz, cayó en la trampa verdadera.

No hay forma de minimizar ese invento: el relato donde la imaginación crea soluciones, le dio a los monos relatores una ventaja evolutiva decisiva, sólo comparable con la aparición de las antenas en los insectos. El relato permitió a los monos relatores extender su dominio en el tiempo como a los insectos las antenas les permitieron extender su dominio en el espacio.

Mucho más tarde, generaciones más tarde, los gritos, los maullidos, los chillidos del relato, se volvieron palabras. Palabras onomatopéyicas en un principio, probablemente. Luego, poco a poco, las palabras se volvieron sonidos arbitrarios que referían a las cosas reales. El lenguaje hablado llevó a la pérdida del cuerpo de los relatores y los escuchas. Sentados alrededor del fuego, con los ojos cerrados, el relator hablaba y los otros escuchaban. El relato sucedía en ese espacio virtual llamado conciencia. Ahí se alucinaban los hechos. 

Siendo adolescente y teatrista, me recordaba a menudo del relato de cómo y para qué surgió el relato entre los humanos. Hoy, más allá de la cincuentena, siendo aún teatrista, qué fortuna, y siendo ahora también prosista, me recuerdo del relato del relato también a diario.

Y vuelvo a intentarlo. Que las palabras no estén lejos de las cosas. Que estén adheridas a ellas. Que nombren lo real. Uso una metáfora sólo por distracción o impotencia. O como un sobresalto lujoso: una pirueta rápida. Quiero que mi relato lleve al lector, y a mí misma, que soy mi primera lectora, de nuevo a lo real. Ese lugar fuera del idioma, amplísimo, enorme, vivo, donde las cosas existen en su dignidad inapelable. 

La luz es luz, el aire es aire, el agua es abismalmente fresca. 

Y escribo —oh pretensión— para la tribu. De no creer en la tribu, de no querer participar de la vida de la tribu, callaría, no despegaría los labios, no usaría esta herramienta de todos, el idioma. 

Y escribo para cazar al mamut, al enemigo de la tribu, también para imaginar la emoción de cazarlo, de descuartizarlo, de disfrutarlo a mordiscos entre los otros primates de la tribu. 

Así escribo. Dos hilos de sangre de mamut bajan desde las comisuras de mis labios y manchan las palabras escritas.

2 oct 2012

"Primera persona contra tercera persona" Fragmento






“En la primera persona, ganas inmediatez pero pierdes penetración, porque difícilmente podrás pasar a las cabezas de otras personas sin emplear algunas estratagemas, por lo común dudosas. […] En la primera persona, el estilo está sintonizado por entero con el hombre que está contando la historia”.


[…] “Con un uso pleno de la tercera persona, eres Dios… bueno, por supuesto, no del todo, pero, de uno u otro modo, estás dispuesto a mirar en la mente de todos. Eso nunca es rutina. Existe, desde luego, un enfoque más fácil: el punto de vista de la tercera persona, donde sigues en la mente de un personaje pero sigues mirando a tu personaje desde fuera y, por lo común, desde arriba. En la veta clásica de la tercera persona, sin embargo, donde entras en la conciencia de todos y cada uno, no es rutina superar la incomodidad de que seas capaz de albergar la mente de ciertos personajes con una habilidad considerablemente mayor que la de otros. Esta persona olímpica, esta presencia tolstoniana, necesita experiencia, confianza, ironía, perspicacia y un desapego señorial. Cuando puede hacerse, bienvenido sea. La mayoría de las novelas del siglo XIX logran justo ese tono. Hoy, por lo común corresponde a los novelistas que escriben best sellers”.

[…] “Y después hay una segunda persona, tú, empleada como si fuera la primera persona: ‹‹Te levantas, te lavas los dientes, te sientes fatal esta mañana.›› […] Y está también la tercera persona cuando es usada como un sustituto del ‹‹yo››: por ejemplo el personaje llamado Norman Mailer en Los ejércitos de la noche. Emplear la tercera persona de ese modo puede ser una condición especial de la primera persona, pero es legítimo. […] Porque te permite tratarte a ti mismo como un personaje más en un campo de personajes”.

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