6 oct 2012

Así escribo




Así escribo. Como si hablara. Mis cuerdas vocales vibran cuando escribo. A veces, ahora mismo, mis labios se mueven soplando las palabras. Pero el uso del idioma, una vez que lo siento instalado a un milímetro de las cosas, me despreocupa. Me da igual. Las conexiones neurológicas entre mi conciencia y mi garganta y mis manos que teclean y el lenguaje que aparece en la pantalla y que es el lenguaje de la tribu están instaladas. Al demonio el idioma, me murmuro a mí misma. Vamos a lo que importa. El relato.

Así relato: es una expresión que conviene más a lo que hago cada día. 

El relato nació en la cueva de la tribu. Luego de un día de caza, la tribu se reunía alrededor del fuego. A luz temblorosa del fuego se representaba lo ocurrido en el tiempo de luz. El mamut que apareció tras la arboleda. La manera en que los primates de la tribu saltaron a las ramas de los árboles, chillando. Como los changos pequeños, más ágiles, huyeron por la arboleda de rama en rama. Los graznidos de un águila que sobrevolaba la escena. 



La especulación no es mía. Originalmente la apunta Charles Darwin en El descenso del hombre. El relato de Darwin lo leí siendo universitaria y de una forma natural se me ha extendido en la imaginación a través de décadas. 

Así que lo primero fue relatar teatralmente en la cueva. Representar el suceso traumático del día de la tribu. Un par de primates caminando abrazados por la cintura imitaban al mamut, sus pesados pasos, sus mugidos, otro primate imitaba al águila, acaso representándola con los brazos extendidos, su vuelo, sus graznidos distantes, acaso los niños imitaban a los otros changos huyendo de rama en rama, por fin se imitaba a los primates de la tribu agazapados en las frondas de los árboles, temblando. 

Entonces no habían palabras aún.

Acaso se exteriorizaba la emoción del suceso golpeando con las palmas el piso de la cueva, acaso se aullaba al unísono para recrear el pánico. 

Luego, el relato se fue volviendo largo. Adquirió tiempos: un pasado, un presente, un futuro. Se representaba la calma de la recolección de frutos, luego la aparición del mamut, luego la escapada de él. Pero en alguna noche, sucedió un asombro: el relato se explayó hacia un futuro no ocurrido. Alguien inventó en el relato cómo hacer una trampa. Un agujero en el piso cubierto de ramas. El mamut del relato cayó en la trampa. Al día siguiente, los primates de la tribu construyeron la trampa en el suelo de tierra. Y el mamut real, gigante, resoplando con ira a cada tranco, plaz, cayó en la trampa verdadera.

No hay forma de minimizar ese invento: el relato donde la imaginación crea soluciones, le dio a los monos relatores una ventaja evolutiva decisiva, sólo comparable con la aparición de las antenas en los insectos. El relato permitió a los monos relatores extender su dominio en el tiempo como a los insectos las antenas les permitieron extender su dominio en el espacio.

Mucho más tarde, generaciones más tarde, los gritos, los maullidos, los chillidos del relato, se volvieron palabras. Palabras onomatopéyicas en un principio, probablemente. Luego, poco a poco, las palabras se volvieron sonidos arbitrarios que referían a las cosas reales. El lenguaje hablado llevó a la pérdida del cuerpo de los relatores y los escuchas. Sentados alrededor del fuego, con los ojos cerrados, el relator hablaba y los otros escuchaban. El relato sucedía en ese espacio virtual llamado conciencia. Ahí se alucinaban los hechos. 

Siendo adolescente y teatrista, me recordaba a menudo del relato de cómo y para qué surgió el relato entre los humanos. Hoy, más allá de la cincuentena, siendo aún teatrista, qué fortuna, y siendo ahora también prosista, me recuerdo del relato del relato también a diario.

Y vuelvo a intentarlo. Que las palabras no estén lejos de las cosas. Que estén adheridas a ellas. Que nombren lo real. Uso una metáfora sólo por distracción o impotencia. O como un sobresalto lujoso: una pirueta rápida. Quiero que mi relato lleve al lector, y a mí misma, que soy mi primera lectora, de nuevo a lo real. Ese lugar fuera del idioma, amplísimo, enorme, vivo, donde las cosas existen en su dignidad inapelable. 

La luz es luz, el aire es aire, el agua es abismalmente fresca. 

Y escribo —oh pretensión— para la tribu. De no creer en la tribu, de no querer participar de la vida de la tribu, callaría, no despegaría los labios, no usaría esta herramienta de todos, el idioma. 

Y escribo para cazar al mamut, al enemigo de la tribu, también para imaginar la emoción de cazarlo, de descuartizarlo, de disfrutarlo a mordiscos entre los otros primates de la tribu. 

Así escribo. Dos hilos de sangre de mamut bajan desde las comisuras de mis labios y manchan las palabras escritas.

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