31 may 2010

EL ARTEFACTO CON LAURELES

En la semana que pasé en Santiago, dos acontecimientos se juntaron para sacudir el territorio cultural chileno: pocos días después de que le fuera otorgado a Nicanor Parra el Premio Nacional de Literatura, Pablo Neruda era proclamado candidato del Partido Comunista a la Presidencia de la República. El poeta de Isla Negra concedió muchas entrevistas, pero la plataforma de su eventual "presidencia en la tierra" produjo algunas sorpresas. De más está decir que la prensa conservadora destacó con particular fruición la formal promesa del informal candidato: en caso de salir triunfante, respetará la industria privada.
En vista de lo cual me fui a La Reina, donde Nicanor vive en su cuarta o quinta soledad, pero sin concederle ventajas a la melancolía. La verdad es que el prestigio literario de Parra en las nuevas promociones chilenas, es lo suficientemente firme y creciente, como para que su madurez se agite con un Premio Nacional más o menos; sin embargo, lo hallé más alegre que otras veces, y también más seguro, más tranquilo. Creo que algo de eso se refleja en las respuestas que, durante una hora, le pedí para Marcha.
 
SANTIAGO DE CHILE
-Ha aparecido tu Obra gruesa, y acabas de obtener el Premio Nacional. ¿No crees que en este período tan especial de tu trayectoria literaria, puedes correr el riesgo de monumentalizarte?
-Ese peligro está latente en la vida de todo escritor y en todo momento. En este caso, sin embargo, debes pensar que yo llego a este premio a pulso, sin compromisos con instituciones, corporaciones, partidos políticos. Nada. Prácticamente contra todo. Es un premio a contrapelo. De modo que el peligro que corro es de exagerar la nota. Me parece que el peligro verdadero sería creer que lo que he hecho está realmente bien, e insistir en esa línea y subrayar demasiado algunas direcciones. Ése es el peligro que yo veo, por cierto estoy alerta para tomar las medidas de rigor.
-¿No puedes anunciar algunas de esas medidas?
-La primera: dormir mucho. En realidad, tengo que reponerme de este temporal de felicitaciones, saludos, sonrisas y sobre todo de tragos. Trago blanco, y del otro.
-Pero no malos tragos.
-Malos tragos, no. ¿Por qué vamos a ser tan sutiles?
-Con o sin Premio Nacional, tu obra ya estaba, es cierto; pero esta circunstancia, ¿no te hace de algún modo mirar retrospectivamente hacia ella? Y en tal caso, ¿qué impresión te produce esa mirada hacia atrás?
-La sensación que se tiene al mirar hacia atrás es la del ascenso de una cuesta que se hace cada vez más empinada. Los primeros tramos son fáciles de subir, pero a medida que pasa el tiempo vemos que las dificultades se multiplican y que la posible meta se hace cada vez más distante.
-Considerando que Obra gruesa es en cierto modo tu obra completa, ¿por qué falta allí el primer tramo de esa cuesta?
-Por pudor. Tú te refieres a Cancionero sin nombre. Ese libraco es lo que se llama ordinariamente un "pecado" de juventud. Es un libro garcialorquiano, demasiado influido por el autor de... Se me han olvidado las obras de mi maestro: fíjate tú la situación en que me encuentro. Ah, Romancero gitano y otros libros. Y también faltan en la Obra gruesa algunos otros textos: por ejemplo, un trabajo que se llama Ejercicios retóricos, que es un conjunto de veinte y tantos poemas que publiqué en una revista chilena hace tiempo y que (por consejo de un yerno mío, Ronald Kay, que está doctorándose en estética en Alemania) decidí suprimir de ese volumen, porque se trata de una poesía de transición. Tal vez desde un punto de vista antropológico, habría sido útil ponerla, ya que allí se podía percibir la influencia que tuvo Whitman en mis primeras incursiones hacia un lenguaje más democrático y hacia una poesía más de la calle. Por otra parte, también faltan los Artefactos que son los últimos textos que estoy escribiendo y que son muy problemáticos y muy polémicos y entonces me pareció que, desde un punto de vista estratégico, no convenía incluirlos en la Obra gruesa. Pretendo que se juzgue este período de mi trabajo, independientemente de los Artefactos. Quiero dejarlos para una segunda vuelta.
-¿Consideras que los Artefactos son el comienzo de una nueva serie?
-Pueden ser el comienzo de una nueva serie, o también el fin de fiesta. Eso está por verse.
-Me ahorraste un poco el trabajo mencionando dos influencias: García Lorca y Whitman. Ahora bien, ¿cuáles tan los otros nombres importantes que de alguna manera pesan (con un buen peso) sobre tu obra?
-Hay muchos autores que he leído con verdadera voracidad y con admiración ilimitada. Desde luego, considero que uno de mis antepasados más remotos es Aristófanes; en seguida hay que mencionar a Luciano. Los Sueños de Luciano me interesaron muchísimo en una época, a pesar de que, más que una influencia, se trataba de una confirmación. En el plano de las influencias, o de las lecturas atentas, debo mencionar una obra que es poco conocida pero que yo leí con mucho interés y estudié a fondo. Me refiero a la Gesta Romanorum, que es una colección de cuentos medievales, conservados por los monjes, y que constituye la base de un autor como Bocaccio o de una obra como The Canterbury Tales. Tal vez en los cuentos de la Gesta Romanorum estén los primeros gérmenes de la novela de caballería. Los leí un poco tarde, en 1950, en Inglaterra, pero todavía pesan sobre mí, todavía resuenan en mí los ecos de esa obra. Después habría que mencionar precisamente los cuentos erráticos y cómicos de Chaucer, traducidos al castellano por Jorge Elliot; me parecieron unos cuentos soberbios. Luego, siguiendo el orden cronológico, tendría que saltar directamente a Cervantes: su teatro, y naturalmente el Quijote. En materia poética estricta, admiro aun a poetas como el Arcipreste y el Romancero y el Poema del Cid. De ahí salto a Quevedo, y luego a un autor menor, pero sumamente importante: Gustavo Adolfo Bécquer. Esto puede parecer una novedad, o un chiste, o una cana al aire, pero en realidad es así. Confidencial y sentimental en el buen sentido de la palabra, Bécquer me llamó siempre la atención en relación con el grueso de la retórica en la poesía española de la época. A lo mejor es también una influencia: a Rodríguez Monegal se le ocurrió que en los entretelones de las Canciones rusas está nada menos que la voz de Bécquer. Yo creo que esto es ir demasiado lejos. Pero de cualquier manera es necesario dejar impreso el nombre de Bécquer en esta parte de la pregunta. Pasando a la literatura actual, mi maestro absoluto ha sido Kafka. El año pasado, de vuelta del Congreso Cultural de La Habana, a pesar de que tenía diligencias muy urgentes que atender en Suiza, en París y también en Chile, me detuve un mes en Praga para seguir la huella kafkiana, y no quedé tranquilo hasta llegar a su tumba; en cierto modo puedo decir que la desvalijé porque me apropié de unos pequeños candelabros que dejan allí los turistas. Son unos candelabros populares muy baratos, de modo que el monto del robo no fue muy alto. Ah, y el otro Kafka de la mímica, que es Chaplin y que también me interesa profundamente. Estos dos personajes, y sobre todo un tercero, que es el roto chileno (ya sea el roto campesino, el huaso, o el roto propiamente tal). Ese sujeto está siempre enseñándome, y si tuviera que elegir realmente entre todos a mi maestro, por cierto me sacaría el sombrero ante este personaje. He tenido la oportunidad de estudiar, más menos detenidamente la obra de los poetas populares chilenos del siglo XIX, y ya hace unos veinte o veinticinco años que llegué a la conclusión de que lo más importante de la poesía chilena del siglo XIX, estaba en la poesía popular, a pesar de que Chile no ha producido todavía un Martín Fierro. Ahí están todos los gérmenes, todos los elementos de juicio. Por cierto que hay además otros influencias en la poesía chilena; hay algunos hilos, tejidos a partir de Vicente Huidobro, de Neruda, de la propia Gabriela Mistral y de un poeta que es una transición entre la poesía popular y la poesía culta chilena, que es Pezoa Véliz. Muchas veces se ha dicho que si Pezoa Véliz hubiera vivido un poco más, habría sido el autor de los Antipoemas. Claro que he leído la literatura francesa y allí también hay algunas pistas que seguir. Un estudiante alemán, Thomas Stromm, vino el año pasado a Chile para escribir una tesis sobre la antipoesía y el resultado de su tesis se llama François Villon y Nicanor Parra; sostiene que hay una relación bastante grande entre los dos tipos de poesía, lo que no puede ser novedoso para nadie, ya que François Villon fue un poeta popular de su época, y yo he estudiado mucho esa línea. Las temas de la poesía popular se repiten en los diferentes idiomas especialmente en los de origen latino. Creo que con este informe queda más o menos respondida la pregunta, claro que en líneas generales. Hay otras influencias; prácticamente no hay autor que uno lea, no hay persona con que uno hable, que de una manera u otra no lo influya a uno. La influencia del interlocutor; yo por lo menos estoy siempre abierto a ese tipo de influencia. Me parece que es la influencia más sana y más vivificante.
-¿Algún hecho político ha tenido influencia sobre tu obra?
-Sobre mi obra, es más difícil. Más bien sobre mi persona exterior, y sobre algunos afectos, sobre algunas zonas del alma individual, evidentemente han influido algunos hechos políticos, que podríamos llamar espacio-temporales. Pongo por caso la revolución española, la Segunda Guerra Mundial, que me hizo vibrar muy profundamente (pensé alguna vez escribir la poesía de la Segunda Guerra Mundial, pero no disponía de los elementos, y además es un problema insoluble, irrealizable); y por cierto la Revolución Cubana ha sido la explosión más directa y la que más me ha interesado, la que ha desencadenado más fuerzas. Desgraciadamente yo no soy un poeta político; no soy un poeta que trabaja con Ideas ni con sentimientos. Yo no sé con qué demonios trabajo.
-A veces, a pesar tuyo eres un poeta político, indirectamente político.
-Sí, en realidad, por una especie de reducción al absurso. El adjetivo que más acepto es el de existencial. Trabajo con los problemas permanentes, más que con lo transitorio. A pesar de que parece que de una u otra manera incorporo lo transitorio; hago una presentación transitaria de lo permanente, tal vez. No tengo la menor idea. Pero en realidad no soy un poeta de encargo, ni un poeta que trabaje por motivos ideológicos: a pesar de que tengo mis posiciones en la práctica. Y en la actualidad sufro diariamente con la guerra de Vietnam, con las situaciones africanas y con esa otra guerra lenta que está desmoronando nuestros pueblos que es la miseria, el subdesarrollo. Pero, para ser sincero, me parece que eso pertenece al dominio de la razón; y tal vez la poesía opere en cambio en las zonas más oscuras del ser. De aquí yo siempre he derivado un análisis que me permite enfocar la poesía politica propiamente tal: pienso que la poesía política es desde luego necesaria, pero desde un punto de vista estético, poético esctricto, parecería que está condenada a operar con elementos más fungibles que la otra. Tal vez sea ésta una de las razones porlos cuales la poesía política por lo común no logra concretarse en obras realmente duraderas.
-Entre los escritores latinoamericanos ¿a quién consideras tus compañeros? Me refiero sobre todo a una afinidad literaria.
-Ah, como afinidad. Desde luego, a Cardenal. Me siento muy próximo a Cardenal, aunque soy consciente también de las diferencias. Es un hombre más equilibrado que yo, y ha logrado integrar mejor que yo lo existencial con lo temporal; de eso estoy absolutamente consciente, y admiro especialmente su "Oración por Marilyn Monroe". Con otro escritor con quien me siento muy codo con codo, es con Cortázar. Tal vez éstos sean los autores que están más cerca de mi manera de ver las cosas. Lo que no quiere decir que no tenga admiraciones profundas por hombres como, por ejemplo, Juan Rulfo. Creo que Rulfo está trabajando materiales más duraderos y profundos que los del propio Cortázar. Creo que esa línea de trabajo es mucho más americana, más coherente, más compacta que las maravillosas pirotecnias de Cortázar. Habría que mencionar además el nombre de un escritor como Arguedas, que es una especie de Rulfo peruano. Tal vez podría introducir aquí una ocurrencia que convendría dejar establecida en alguna parte, ya que me vino a la mente en este instante. Se me ocurre que hay un poema por escribir en Hispanoamérica, que sería el homólogo del Martín Fierro pero referido a la poesía afrocubana, a la poesía del Caribe, a la poesía negra. No se ha producido todavía allí una obra de la envergadura del Martín Fierro, y están dadas todos los elementos histórico culturales, antropológicos, etnológicos; están todos los materiales. Es claro que ninguno de nosotros va a poder realizar esa obra. Ni tú ni yo, porque pertenecemos al Cono Sur. No tenemos la experiencia; sería una farsa si emprendiéramos un trabajo de esa naturaleza. Y hasta hace poco faltaba un poema que surgiera del tango, del folklore porteño, pero en la actualidad ese poema está escrito y se llama Rayuela. En 1946 estuve en una universidad norteamericana, de profesor visitante, y reclamaba el poema del Caribe y el poema del tango argentino, y ahora vemos que por lo menos éste está escrito. Queda pendiente el gran poema negro para los poetas del Caribe.
-¿Conoces Gotán, de Juan Gelman?
-No he leído precisamente Gotán. Conozco otros poemas de Gelman, que me interesan mucho. Si he leído Argentino hasta la muerte de Fernández Moreno. No sé si habrá un paralelo entre esos poetas. La línea es bastante interesante.
-En tu obra como en la de pocos poetas, me parece hallar una carga del yo. No una carga ególatra, sino un peso específico del yo. ¿Cuál sería tu explicación?
-Yo he ejercido siempre la poesía como una inmersión en las profundidades del yo. Este yo no es el yo individual, sino el yo colectivo, naturalmente. El yo de que se habla en la Obra gruesa es un yo difuso, en último término el yo de la especie. Concibo la poesía como un estudio, como una investigación, como una iluminación de algunas zonas oscuras, de algunas zonas que aún no están a la vista, de este personaje que es la especie humana, el yo humano. No es el yo lírico con el que trabaja el poeta común y corriente; es un yo psicológico, de varios pisos, y lo que interesa es profundizar, llegar al subterráneo.
-¿Puedo hacerte un test?
-Cómo no.
-En el poema tuyo que precisamente se llama "Test", dices:
¿Qué es la antipoesía?
¿Un temporal en una taza de té?
¿Una mancha de nieve en una roca?
¿Un azafato lleno de excrementos humanos como lo cree el padre Solvatierra?
¿Un espejo que dice le verdad?
¿Un bofetón al rostro
del presidente de la Sociedad de Escritores?
(Dios lo tenga en su santo reino)
¿Una advertencia a los poetas jóvenes?
¿Un ataúd a chorro?
¿Un ataúd a fuerza centrífuga?
¿Un ataúd a gas de parafina?
¿Una capilla ardiente sin difunto?
Marque con una cruz
la definición que considere correcta.
-Yo te pido exactamente eso: que marques con una cruz la definición que consideres correcta.
-Mira, hay tantas cruces como versos. Y quedan algunas cruces pendientes.
-¿O sea que todas son correctas?
-Son aproximaciones. En buenas cuentas, la idea del poema es tratar de definir el antipoema desde diferentes ángulos.
-¿Y habría alguna definición que sintetizara todas las aproximaciones?
-¿Una definición del antiopoema? Bueno, yo acabo de dar una definición de artefacto: los artefactos resultan de la explosión del antipoema. Se podría dar una definición al revés. Decir, por ejemplo, que el antipoema es un conglomerado de artefactos a punto de explotar.
-¿Cómo llegaste a la concepción del antipoema?
-Bueno, allá por 1938, súbitamente me sentí interesado en el proceso de la poesía chilena. Leyendo la famosísima antología hecha por Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita, que se llama Antología de poesía chilena nueva, donde se podían ver textos de poetas como Neruda, Huidobro, Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva, Omar Cáceres, me sentí terriblemente impresionado por esta obra y pensé que yo podía hacer algo parecido; pero a los pocos pasos me pregunté acerca de la necesidad y la función de un trabajo de esta naturaleza. Y no pude contestar esta pregunta de inmediato. Pero después de mucho dar vuelta materiales de trabajo, llegué a una perogrullada, en realidad a una perogrullada aparente, ya que cuando se la vive en carne propia, deja de serlo. Esa perogrullada es la siguiente: poesía es vida en palabras. Me pareció que ésa era la única definición de poesía que podía abarcar todos las formas posibles de poesía. Entonces me di a la tarea de producir una obra literaria que satisfaciera también esta definición, y resultó que mientras más trabajaba, más me interesaba en la palabra vida, y ésta llegó a interesarme mucho más que la propia poesía. Y resultó que la poesía, tal como se la practicaba, en cierta forma divergía de lo que podemos llamar la noción de vida. Partía solamente de ella, pero no volvía. Todavía no se hablaba del antipoema. Crear vida en palabras: realmente eso es lo que me pareció que tenía que ser la poesía. Una vez que se acepta este punto de partida, caben muchas cosas en la poesía: no tan sólo las voces impostadas, sino también las voces naturales; no tan sólo los sentimientos nobles, sino también los otros; no tan sólo el llanto, sino también la risa; no tan sólo la belleza, sino también la fealdad. Me pareció que la clave de todo el problema estaba en la palabra vida; y la antipoesía no es otra cosa que vida en palabras. También tengo que advertir algo en relación con el lenguaje. Me pareció que el lenguaje habitual, el lenguaje conversacional, estaba más cargado de vida que el de los libros, que el lenguaje literario, y hubo un tiempo en que yo no aceptaba en los antipoemas sino expresiones coloquiales. El test que aplicaba a una expresión era si se podía usar o no en una conversación real; después me tranquilicé un poco y acepté también como elementos vitales los propias creaciones humanas. El lenguaje escrito es una creación del hombre, es uno experiencia humana, y en cierta forma también es vida; de manera que los propios libros no están descartados de la antipoesía. Al contrario: alguien ha dicho por ahí que la antipoesía es una síntesis de lo popular y lo sofisticado.
-La primera vez que estuve en Chile, en 1962, oí decir que tu poesía era anti-Neruda. ¿Crees que empezó así o que simplemete Neruda estaba incluido en una concepción de la poesía a la que tú tratabas de oponerte o de transformar?
-Para ser sincero, Neruda fue siempre un problema para mí; un desafío, un obstáculo que se ponía en el camino. Entonces había que pensar las cosas en términos de este monstruo. De modo que, en ese sentido, la palabra Neruda está allí como un marco de referencia. Más tarde la cosa ha cambiado. Neruda no es el único monstruo de la poesía; hay muchos monstruos. Por una parte hay que eludirlos a todos, y por otra, hay que integrarlos, hay que incorporarlos. De modo que si ésta es una poesía anti-Neruda, también es una poesía anti-Vallejo, es una poesía anti-Mistral, es una poesía anti-todo, pero también es una poesía en la que resuenan todos estos ecos; de modo que no sé si es realmente justo decir que en la actualidad la antipoesía se puede definir exclusivamente en términos de Neruda.
-Seguramente habrás oído la opinión de algunos críticos, referida a la actual literatura latinoamericana, más concretamente a la narrativa: opiniones que sostienen que la palabra ha pasado a ser el protagonista de la actual literatura latinoamericana. ¿Crees que es cierto?
-En cierto sentido, sí. En la propia antipoesía, he tenido que hacer extraordinarios esfuerzos para pasar de la anterior retórica, o sea de las palabras viejas, a lo que podría llamarse un poco vanidosamente las palabras nuevas. He tenido preocupaciones muy hondas en relación con el uso de las palabras, pero una vez que se ha rescatado un lenguaje conversacional, de todos los días, resulta que esas palabras en un segundo movimiento, están allí solamente para expresar realidades que están más allá de ellas mismas; o sea que son simplemente un medio. De manera que es un problema más complejo; es un problema doble. Me parece que tiene que producirse el mismo fenómeno en la narrativa. Tengo entendido que lo primero que tiene que conquistar un narrador es la respiración de su propio idioma hablado, y es claro que tiene que hacer un gran esfuerzo para renunciar y para extirpar de las palabras las viejas asociaciones. Pero supongo que una vez que está en posesión de ese instrumento, lo que lo queda por hacer es simplemente trabajar con él, y aplicarlo a las realidades objetivas y concretas del mundo que lo rodea.
-Has mencionado un término que puede ser clave: instrumento. Más que un protagonista, quizá sea un instrumento: más afinado, más ajustado, más funcional tal vez.
-Acaso lo que los críticos han querido decir es que nosotros estamos haciendo un esfuerzo por construir nuestras herramientas de trabajo.
-En eso estamos de acuerdo.
-Pero una vez que las herramientas están construidas, hay que usarlas.
-Cuando se habla del "boom" de la literatura latinoamericana, casi siempre es en relación con la narrativa. ¿Qué pasa con la poesía? Me parece que ha tenido, desde mucho antes, un nivel alto en América Latina. Entonces, ¿por qué el "boom" no tiene en cuenta la poesía?
-Lo que pasa es que el "boom" de la poesía ya existió. El "boom" de la prosa hispanoamericana es un fenómeno de adolescencia, que tiene que ver con las espinillas, la aparición del bigote y de la barba, el cambio de la voz. Estamos pasando de la infancia a la madurez en materia de narración; y este proceso ya lo vivió la poesía hace algunos años, por ejemplo, con la aparición de los poetas nuevos. Recordemos que el primer Premio Nobel no recayó sobre un prosista sino sobre un poeta. De manera que la poesía está bien, gracias: hace mucho tiempo que llegó a su mayoría de edad. Es una dama respetable.
-¿No crees, sin embarqo, que hay alguna diferencia entre esa resonancia (que entonces no se llamaba "boom") de la poesía, y el "boom" actual de la narrativa, en el sentido de que ahora hay una connotación más comercial en el aparato que rodea a los autores?
-Eso es natural. Siempre hay un aparato comercial en torno a la novela, que es un elemento de comercio, una mercadería. La poesía nunca lo ha sido. De manera que el impacto o la proyección de la poesía de un Neruda o de un Huidobro, ocurrió exclusivamente en los planos literarios estrictos, por la naturaleza misma del trabajo poético. Ahora bien, por la naturaleza misma del trabajo de la narración, que es una mercancía, es natural que se produzca en torno a ella un revuelo de carácter comercial. Hay gente que puede ganar dinero a partir de la narración; lo que no ha ocurrido, ni ocurre, ni ocurrirá, con la poesía.
-Tú tienes un poema, "Manifiesto", que hace algunos años publicamos en la revista Número. Es un poema que me gusta mucho, y que me parece en algún sentido precursor, ya no de ciertos poemas que se escriben actualmente, sino de ciertos conflictos en que hoy está inmerso el intelectual, en relación con fenómenos políticos y sociales de distinto orden. Por ejemplo, dices en ese poema "Poesía basada / en la revolución de la palabra". Lo dices irónicamente, e incluso pones entre comillas: "Libertad absoluta de expresión". ¿Qué conexión hallas entre ese poema tuyo y estos problemas surgidos en los últimos tiempos?
-En realidad, yo viví muy intensamente y en carne propia, el problema que podría llamarse del compromiso del escritor. Lo viví en dos planos: el de los sentimientos y el plano intelectual. Y me puse a estudiar este problema, porque me pareció que no era la primera vez que se planteaba. Y me encontré que esto había ocurrido exactamente en la época del surrealismo. Estudié a fondo los conflictos político-literarios de los surrealistas; me sintonicé en la forma que pude con los planteamientos. Todavía recuerdo que allí se originó un grupo de escritores que pensaban que obra y acción debían ser términos prácticamente coincidentes; en cambio, había otro grupo disidente (que podría llamarse el de los librepensadores en materia literaria). Todos eran gente de avanzada política, pero estos últimos pensaban que el poeta tenía derecho a sus lucubraciones propias. Trabajé mucho con esas ideas y por otra parte en la época en que escribí el "Manifiesto" hice un viaje por China. Recuerdo de este viaje muchas cosas, pero especialmente la siguiente: una respuesta en tres partes que se me dio en la víspera de mi regreso a Chile, a una pregunta que yo estaba formulando de manera un poco irrespetuosa, un poco irreverente, desde que llegué a China. Terriblemente interesado en la Revolución China, y en incorporarme de alguna manera a la acción político literaria, preguntaba cuáles eran los deberes del poeta revolucionario, según Mao Tsetung y según el código revolucionario chino. Muy cortésmente los chinos eludieron la respuesta cada vez que yo formulaba mi pregunta, pero el último día, mientras tomábamos algunos tragos, y comíamos pato en un restorán de Pekín, uno de los amigos chinos dijo más o menos lo siguiente: "Amigo Parra, usted ha estado preguntando insistentemente cuáles son los deberes del poeta revolucionario. Ahora le vamos a contestar. Primero: ubicar al enemigo. Segundo:tomar puntería. Tercero: disparar." Bueno, me quedé encantado con estos tres consejos, me volví a Chile y ubiqué rápidamente al enemigo, tomé puntería, pero no me atreví a disparar. Realmente, se produjo un proceso de inhibición. Iba a escribir un libro, cuyo título existe: Poemas prácticos. No sé si tú recuerdas, pero alguna vez se anunció ese libro. Iba a ser un libro político, y el primer poema iba a ser "Manifiesto". Uno de los poemas que venían a continuación se llamaba "Mensaje presidencial". Yo partía de la base de que ese poema iba a ser una especie de canto del cisne del capitalismo agonizante: en buenas cuentas, me inspiraba yo en el último mensaje presidencial del presidente Alessandri. Imaginaba yo que él hacía allí una defensa de su régimen, es decir una defensa flaca y ridícula del capitalismo. En mis cuadernos deben estar los borradores de ese poema, que a lo mejor algún día voy a rescatar. Luego venía otro poema que se llamaba: "Instrucciones para la construcción de mi monumento", que se suponía que también era un parlamento del presidente Alessandri. Yo consideraba en aquella época, no sé si con o sin razón, a Jorge Alessandri realmente como el cisne del capitalismo criollo. Pensaba que aquél era el canto del cisne, pero resulta que ahora está otra vez en puerta...
-Está cantando de nuevo.
-Sí, está cantando de nuevo el hombre. Algo ocurrió después en mi experiencia política personal (no recuerdo qué) y me desinflé. Nunca terminé de escribir este libro; ya no lo llevé adelante. Pero a lo mejor, alguna vez vuelvo a las andadas. Me parece que me he alejado un poco de la pregunta.
-No, todavía sigues en ella.
-Bueno, es un poema que lo viví y lo pensé por allá por el año 1960. En realidad, el "Manifiesto" lo empecé a trabajar mucho antes. En este poema además hay otra idea: yo quería ver si era posible hacer una poesía de tipo ensayo, una poesía esnsayística a base de ideas. La respuesta es positiva: aunque este poema sea un poema frustrado, un poema a medio camino, en todo caso está a medio camino, o sea que está en alguna parte, no se quedó en el punto de partida. Es posible trabajar la poesía a base de ideas; así parece. O sea poner las ideas en primer plano; y las sensaciones, las impresiones, la poesía propiamente tal, en un segundo plano.
-Alguna vez has intentado escribir en otro género que no fuera poesía?
Realmente, yo me inicié como prosista. En el año 1935, con Jorge Millas, Carlos Pedraza y otros compañeros de adolescencia, publicamos una revista (Revista Nueva) y en los dos primeros números (no llegamos al tercero) vienen algunos trabajos míos en prosa. El primero se titula "Gato en el camino". Es un cuento; realmente un anticuento. No sé si lo has visto alguna vez. Mira, es posible verlo, porque Jorge Álvarez acaba de hacer una antología de la prosa chilena, y este bárbaro, sin anotar la fecha en que fue escrito este anticuento lo incorporó ahí, en medio de los prosistas chilenos maduros. De modo que yo en realidad soy un prosista frustrado: empecé como prosista y después derivé hacia la poesía, claro que muy rápidamente, porque fuera de ese cuento sólo está un documento muy estrambótico que publiqué en el segundo número, que se llama "El ángel (Tragedia novelada)" y que es teatro nudista. Eso es una cosa que convendría subrayar ahora que el teatro nudista está tan en boga; yo soy un precursor, porque en la introducción de la obra se dice: "todo el mundo desnudo". Hubo algunos aislados intentos prosísticos; deben ser una media docena de trabajos, semicuentos o cuasi cuentos. En realidad, el cuento propiamente tal, yo no lo concibo, como tampoco concibo la novela propiamente tal. Me interesan más bien en su estado de bocetos, o de bichos más o menos informes; me interesa más un renacuajo que la rana completa: me interesa más el insecto a medio camino, que el insecto perfecto. Tal vez debido a eso no he persistido en el trabajo de la prosa, que es más coherente que el poético. Pero de todos modos, alrededor de 1950, me puse a llevar una especie de diario, que no es exactamente un diario sino un revoltijo, una ensalada rusa donde yo anoto, o anotaba, o todavía algunas veces anoto, lo que me pasa por la cabeza, lo que me parece interesantón, aquello en que hay gato encerrado. Una idea, una ocurrencia. un párrafo de un libro, un chiste, un titular de prensa, cualquier cosa que me dice algo; y con el tiempo, y a través de un proceso puramente acumulativo, se fue formando allí una especie de obra extraña, que cumple con los siguientes funciones: es una suerte de depósito de ocurrencias o de ideas, que pueden desarrollarse, o no pueden desarrollarse, más tarde. Me imagino que de allí va a salir alguna vez un trabajo, por lo menos un volumen; hay notas de viaje; hay cuadernos sobre los viajes a Cuba; libretas sobre las giras por la Unión Soviética, por China, por los Estados Unidos; romances, cartas, anotaciones epistolares, conflictos personales y ultrapersonales, confesiones extremas, casi pornográficas; una configuración muy singular de elementos que a lo mejor alguna vez pueden dar origen a una "obra literaria". En realidad, es también una especie de depósito, de detritus literario. Pero sabemos muy bien que el hidrógeno tiene un ciclo muy determinado, de modo que lo que hoy es detritus, mañana pasa a ser flor, y viceversa.
-Tú mencionaste ciertas confesiones casi pornográficas. A veces en la propia antipoesía rozas esa zona, o por lo menos tratas lo erótico con un sentido muy particular. ¿Ello se integra con alguna especial visión del mundo, de la mujer, o qué?
- A mí me parece que el sexo es lo que hace marchar el mundo. Alguna vez me han preguntado qué es lo único que queda en pie en esta hecatombe de la antipoesía. Realmente quedan muchas cosas en pie. Por lo menos una muchacha desnuda que se lanza de cabeza a una piscina. Eso queda realmente; eso es algo intocable; es un misterio para mí indescifrable. Lo más que yo puedo hacer es reírme de una muchacha desnuda, pero solamente cuando no hay ninguna posibilidad de tocarla. O sea un poco el cuento del zorro y las uvas. Pero el respeto por las uvas es absoluto. Tal vez esto esté en la base de la antipoesía, y explique de alguna manera el goce sensual extremo que se pone en algunas líneas. Por lo demás, no me arrepiento de esto. Corresponde a maneras de ser momentáneas y me he estado dando cuenta, últimamente, que en esta dirección se está desarrollando una parte de la literatura y del arte actuales: el porno-arte es algo que está en las primeras páginas de todas las revistas literarias. De manera que yo no soy el único deseaminado, el único deschavetado.
-Afortunadamente. Bueno. ¿y cuál es tu mejor poema?
-Aquí hay que contestar con palabras cabalísticas. El mejor poema es el que no se ha escrito y el que no se escribirá jamás.
-¿Y de los ya escritos?
-Ah, de los ya escritos. En realidad, tendría que leerlos. Bueno, posiblemente el poema que goce de mayor simpatía ante mí, sea una cosa que está bastante lejos de ser poema. Es un documento, una especie de alarido: el "Soliloquio del individuo". Parece que por lo menos una corriente de la crítica coincide también con el autor. Es una cosa que salió no sé cómo, porque hay un abismo entre ese poema y todo el resto de la obra. El resto parece una poesía más o menos calculada: en cambio el "Soliloquio" es una obra muy enigmática. No he querido repetirlo. Podría repetirlo, y en cierta forma, lo repetí en ese poema que se llama "La mujer", pero no lo puedo hacer por razones éticas. Me parece que el trabajo de un poeta no consiste en hacer empanadas (repetir una empanada igual a la otra) sino que siempre tiene que estar buscando algo nuevo. El poeta para mí no es un artesano. En esto disiento profundamente del punto de vista de algunos críticos e incluso de algunos filósofos, que han pretendido reducir el trabajo del escritor a una labor de artesanía. Si se puede hablar de iluminación, o de revelaciones, me parece que algunas de ellas se dan en ese poema. Es un poema revelado; en cambio los otros son poemas elaborados, que pueden tener o no fragmentos de iluminación.
-¿Cuál crees que es la mejor resonancia, la resonancia más positiva que tiene tu obra en las generaciones más jovenes tanto de poetas como de no poetas?
-Una desintegración de la nebulosa cultural añeja, o sea de la nebulosa anterior. En ese sentido, mi trabajo es eminentemente político, y debería operar en un plano muy efectivo. Un antipoema en este senlido no es más que la punta de un alfiler que toca un globo que está por reventar. Se renuncia definitivamente a la escala de valores que nosotros heredamos de nuestros abuelitos. En este sentido es que yo puedo ser considerado como un poeta revolucionario, y con una R bien grande, y no con b larga sino con una v bien corta, pero muy aguda y penetrante.
-Después de todo, te reconoces un poeta político.
-Poeta político sí, pero no un poeta politiquero.
-De política profunda, entonces.
-¿Qué es la cultura, en último término, sino un proceso político superior? Creo que era Aristóteles quien decía que el hombre era un animal político. La política, concebida en esos términos, evidentemente no puede estar ausente en ninguna obra de creación que se estime.
-¿A ti de todos modos te importa la comunicación con el lector?
-Me parece indispensable. Me parece que el lector-interlocutor debe darse por aludido, porque ésta es una poesía que siempre está dirigida a un interlocutor, no a un interlocutor equis sino a un sector, a una parte de todo interlocutor posible; de modo que si no se produce la comunicación, yo me siento profundamente deprimido, me parece que he fallado. Los poemas no son monólogos, sino parlamentos de un diálogo.
-¿Tú consideras la comunicación indispensable en tu poesía, por la calidad especial de ésta, o la consideras indispensable para todo poeta?
-No tan sólo para todo poeta. Me parece que la actividad central del ser humano debiera ser la comunicación. ¿Dónde se siente existir el hombre? ¿En qué espacio existe el individuo? En el espacio del interlocutor: en los ojos del interlocutor, en el rostro del interlocutor, en el tono de la voz del interlocutor. Allí es donde realmente se siente existir; el interlocutor es un espejo del sujeto que habla. De manera que el interlocutor es para mí un elemento sagrado, que no tiene que ver sólo con el trabajo literario sino también con la presencia del hombre en este mundo.
-¿Qué importa más para un escritor de hoy? ¿La vanidad o la modestia?
-No sé lo que es la vanidad, ni la modestia. Tengo concepciones muy generales, muy abstractas de estas palabras. La naturalidad es lo que realmente cuenta.
-¿Con su zona de vanidad y su zona de modestia?
-Eso es. Creo que si nos esforzamos demasiado en ser modestos, corremos el riesgo de ser falsos.
-O corremos el riesgo de ser vanidosos.
-Exactamente: de caer en una vanidad de grado superior. De manera que lo que yo recomendaría es más bien un esfuerzo por ser naturales, por soltarse y por ponerse en el lugar del interlocutor. De lo que estoy seguro es de que no debemos fomentar en nosotros mismos, ni en nadie, el culto de la personalidad; no porque lo considere una mounstruosidad política, sino porque el sujeto que está dispuesto a endiosar a su interlocutor, se niega a sí mismo: así como el sujeto que se endiosa, también se está negando a sí mismo. Me parece a mí que la vida consiste en el toma y quita del diálogo.
-Una última pregunta: ¿qué opinas de la candidatura de Pablo Neruda a la presidencia de la república?
-Ojalá que esa candidatura fructifique; desde luego cuenta con mi apoyo incondicional. Sería formidable que los poetas llegaran al poder alguna vez. Claro que sería aconsejable que detrás de los poetas estuvieran los políticos sustentando al poeta. Neruda es un hombre que merecería llegar a la presidencia, porque él ha pensado y trabajado políticamente durante toda su vida. Además pertenece a una colectividad política que es realmente una colectividad, y no un conjunto de individualidades. Bueno, yo no soy un político específico y reacciono en estos casos más bien por simpatías personales, y también por simpatías de tipo gremial.

27 may 2010

Varios Consejos

*Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso.

*Sé positivo, no negativo.

*La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.

*Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como "espléndido, grande, magnífico, suntuoso".

*Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.

*Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.

*Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias...

*A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.

*Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.

26 may 2010

Consejos para escritores

*Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.

*Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.

*Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.
No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.

*Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.

*Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.

*Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.

*Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.

*Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo.

*Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero.

*Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.

*Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.

*Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.

*Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a
Dios, pero en el arte no se puede mentir.

*Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.

*Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.

*No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.

*No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

25 may 2010

El adjetivo y sus arrugas

Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.
El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.
Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.
Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

24 may 2010

Una imagen de Proust

I
Los trece volúmenes de A la Recherche du Temps Perdu, de Marcel Proust, son el resultado de una síntesis inconstruible, en la que la sumersión del místico, el arte del prosista, el brío del satírico, el saber del erudito y la timidez del monómano componen una obra autobiográfica. Se ha dicho, con razón, que todas las grandes obras de la literatura fundan un género o lo deshacen, esto es que son casos especiales. Entre ellos es éste uno de los más inaprehensibles. Comenzando por la construcción, que expone a la vez creación, trabajo de memorias y comentario, hasta la sintaxis de sus frases sin riberas (Nilo del lenguaje que penetra, para fructificarlas, en las anchuras de la verdad), todo está fuera de las normas. El primer conocimiento, que enriquece a quien considera este importante caso de la creación literaria, es que representa el logro más grande de los últimos decenios. Y las condiciones que están a su base son insanas en grado sumo. Una dolencia rara, una riqueza poco común y una predisposición anormal. No todo es un modelo en esta vida, pero sí que todo es ejemplar. A la sobresaliente ejecutoria literaria de nuestros días le señala su lugar en el corazón de lo imposible, en el centro, a la vez que en el punto de equilibrio, de todos los peligros; caracteriza además a esa gran realización de la "obra de una vida" como última y por mucho tiempo. La imagen de Proust es la suprema expresión fisiognómica que ha podido adquirir la discrepancia irreteniblemente creciente entre vida y poesía. Esta es la moral que justifica el intento de conjurar dicha imagen.
Se sabe que Proust no ha descrito en su obra la vida tal y como ha sido, sino una vida tal y como la recuerda el que la ha vivido. Y, sin embargo, está esto dicho con poca agudeza, muy, pero que muy bastamente, Porque para el autor reminiscente el papel capital no lo desempeña lo que él haya vivido, sino el tejido de su recuerdo, la labor de Penélope rememorando. ¿0 no debiéramos hablar más bien de una obra de Penélope, que es la del olvido? ¿No está más cerca el rememorar involuntario, la mémoire involontaire de Proust, del olvido que de lo que generalmente se llama recuerdo? ¿Y no es esta obra de rememoración espontánea, en la que el recuerdo es el pliegue y el olvido la urdimbre, más bien la pieza opuesta a la obra de Penélope y no su imagen y semejanza? Porque aquí es el día el que deshace lo que obró, la noche. Cada mañana, despiertos, la mayoría de las veces débiles, flojos, tenemos en las manos no más que un par de franjas del tapiz de la existencia vivida, tal y como en nosotros las ha tejido el olvido. Pero cada día, con labor ligada a su finalidad, más aún con un recuerdo prisionero de esa finalidad, deshace el tramaje, los ornamentos del olvido. Por eso Proust terminó por hacer de sus días noche, para dedicar sin estorbos, en el aposento oscurecido, con luz artificial, todas sus horas a la obra de no dejar que se le escapase ni uno solo de los arabescos entrelazados.
Los romanos llaman a un texto tejido; apenas hay otro más tupido que el de Marcel Proust. Nada le parecía lo bastante tupido y duradero. Su editor Gallimard ha contado cómo las costumbres de Proust al leer pruebas de imprenta desesperaban a los linotipistas. Las galeradas les eran siempre devueltas con los márgenes completamente escritos. Pero no subsanaba ni una errata; todo el espacio disponible lo rellenaba con texto nuevo. La legalidad del recuerdo repercutía así en la dimensión de la obra. Puesto que un acontecimiento vivido es finito, al menos está incluido en la esfera de la vivencia, y el acontecimiento recordado carece de barreras, ya que es sólo clave para todo lo que vino antes que él y tras él. Y todavía es en otro sentido el recuerdo el que prescribe estrictamente cómo ha de tejerse. A saber, la unidad del texto la constituye únicamente el actus purus del recordar. No la persona del autor, y mucho menos la acción. Diremos incluso que sus intermitencias no son más que el reverso del continuum del recuerdo, el dibujo retroactivo del tapiz. Así lo quiso Proust y así hay que entenderlo, cuando él mismo dice que como más le gustaría ver su obra es impresa a dos columnas en un solo volumen y sin ningún punto y aparte.
¿Qué es lo que buscaba tan frenéticamente? ¿Qué había a la base de este empeño infinito? ¿Se nos permitiría decir que toda vida, obra, acto, que cuentan, nunca fueron otra cosa que el despliegue sin yerro de las horas más triviales, fugaces, sentimentales y débiles en la existencia de aquél al que pertenecen? Y cuando Proust, en un pasaje célebre, ha descrito esa hora que es la más suya, lo ha hecho de tal modo que cada uno vuelve a encontrarla en su propia existencia. Muy poco falta para que podamos llamarla cotidiana. Viene con la noche, con un gorjeo perdido o con un suspiro en el antepecho de una ventana abierta. Y no prescindamos de los encuentros que nos estarían determinados, si fuéramos menos proclives al sueño. Proust no está dispuesto a dormir. Y sin embargo, o más bien por eso mismo, ha podido Jean Cocteau decir, en un bello ensayo, respecto de su tono de voz, que obedecía a las leyes de la noche y de la miel. En cuanto entraba bajo su dominio vencía en su interior el duelo sin esperanza (lo que llamó una vez "l'imperfection incurable dans l'essence même du présent") y construía del panal del recuerdo una mansión para el enjambre de los pensamientos. Cocteau se ha dado cuenta de lo que de derecho hubiese tenido que ocupar en grado sumo a todos los lectores de este creador y de lo cual, sin embargo, ninguno ha hecho eje de su cavilación o de su amor. En Proust vio el deseo ciego, absurdo, poseso, de la dicha. Brillaba en sus miradas, que no eran dichosas. Aunque en ellas se asentaba la dicha como en el juego o como en el amor. Tampoco es muy difícil decir por qué esa voluntad de dicha, que paraliza, que hace estallar el corazón y que atraviesa las creaciones de Proust, se les mete dentro tan raras veces a sus lectores. El mismo Proust les ha facilitado en muchos pasajes considerar su "oeuvre" bajo la cómoda perspectiva, probada desde antiguo, de la renuncia, del heroísmo, de la ascesis. Nada les ilustra tanto a los discípulos ejemplares de la vida como que logro tan grande no sea sino fruto del esfuerzo, de la aflicción, del desengaño. Que en lo bello pudiese también la dicha tener su parte, sería demasiado bueno. Su resentimiento jamás llegaría a consolarse.
Pero hay una doble voluntad de dicha, una dialéctica de la dicha. Una figura hímnica de la dicha y otra elegíaca. Una: lo inaudito, lo que jamás ha estado ahí, la cúspide de la felicidad. La otra: el eterno una vez más, la eterna restauración de la dicha primera, original. Esta idea elegíaca de la dicha, que también podríamos llamar eleática, es la que transforma para Proust la existencia en un bosque encantado del recuerdo. No sólo le ha sacrificado amigos y compañía en la vida, sino acción en su obra, unidad de la persona, fluencia narrativa, juego de la fantasía. No ha sido el peor de sus lectores —Max Unhold— el que, apoyándose en el "aburrimiento" así condicionado de sus escritos, los ha comparado con "historias cualesquiera" y ha encontrado la siguiente formulación: "Proust ha conseguido hacer interesante una historia cualquiera. Dice: imagínese usted, señor lector, que ayer mojé una magdalena en mi té y me acordé de repente de que siendo niño estuve en el campo. Y así utiliza ochenta páginas, que resultan tan irresistibles, que creemos ser no ya quienes escuchan, sino los que sueñan despiertos." En estas historias cualesquiera —"todos los sueños habituales se convierten, no más contarlos, en historias cualesquiera"— ha encontrado Unhold el puente hacia el sueño. En él debe apoyarse toda interpretación sintética de Proust. Hay suficientes puertas discretas que conducen a él. Por ejemplo, el studium frenético de Proust, su culto apasionado por la semejanza. La cual no deja que se conozcan los verdaderos signos de su dominio precisamente cuando el creador la destapa por sorpresa, inesperadamente, en las obras, en las fisionomías o en las maneras de hablar. La semejanza de lo uno con lo otro, con la que contamos y que nos ocupa despiertos, juega alrededor de otra más profunda, la del mundo de los sueños, en el cual lo que ocurre nunca es idéntico, sino semejante: emerge impenetrablemente semejante a sí mismo. Los niños conocen una señal distintiva de ese mundo, la media, que tiene la estructura del mundo de los sueños, cuando enrollada en el cajón de la ropa puede serlo todo a la vez. E igual que ellos no pueden saciarse y con un toque todo lo transforman en otra cosa, así Proust tampoco se sacia de vaciar el cajón de los secretos, el yo, poniendo dentro con un toque su otra cosa, la imagen que aplaca su curiosidad, no, su nostalgia. Devorado por la nostalgia se tendía en la cama, por una añoranza por el mundo tergiversado en el estado de la semejanza y en el cual irrumpe el verdadero rostro surrealista de la existencia. A ese mundo pertenece lo que sucede en Proust y el modo cuidadoso y distinguido en que todo emerge. A saber, nunca aisladamente, patéticamente, visionariamente, sino anunciándose, apoyándose mucho, sustentando una realidad preciosa y frágil: la imagen. Se desprende ésta de la ensambladura de las frases de Proust (igual que el día de verano en Balbec entre las manos de Françoise), antigua, inmemorial, como una momia entre los visillos de tul.
II
Lo más importante que uno tiene que decir no siempre lo proclama en alto. Y tampoco, quedamente, lo confía siempre al de mayor confianza, al más próximo, no siempre al que más devotamente está dispuesto a recibir su confesión. Y no sólo personas, sino que también épocas tienen esa casta, redomada y frívola manera de comunicar a quienquiera que sea su intimidad; no precisamente son Zola o Anatole France en el siglo diecinueve los que lo hacen, sino que es el joven Proust, snob sin importancia, juguetón en los salones, quien caza al vuelo las confidencias más sorprendentes sobre el tiempo envejecido (como de otro Swann mortalmente lánguido). Proust es el primero que ha hecho al siglo diecinueve capaz de memorias. Lo que antes de él era un espacio de tiempo sin tensiones, se convierte en un campo de fuerzas en el que despertaron las corrientes múltiples de autores posteriores. Tampoco es una casualidad que las dos obras más importantes de este tipo procedan de autores cercanos a Proust como admiradores y amigos. Se trata de las memorias de la princesa Clermont-Tonnerre y de la obra autobiográfica de León Daudet. Una inspiración eminentemente proustiana ha llevado a León Daudet, cuya extravagancia política es demasiado tosca y estrecha para que pueda desgastar su admirable talento, a hacer de su vida una ciudad. A Paris vécu —la proyección de una biografía sobre el plan Taride— le rozan en más de un pasaje sombras de figuras proustianas. Y en lo que concierne a la princesa Clermont-Tonnerre, ya el título de su libro, Au Temps des Equipages, es antes de Proust apenas concebible. Por lo demás es el eco que vuelve suavemente a la llamada plural, amorosa y exigente del creador del Faubourg Saint-Germain. Además esta exposición melódica está llena de relaciones directas o indirectas a Proust tanto en su actitud como en sus figuras, entre las cuales él mismo y no pocos de sus objetos de estudio preferidos provienen del Ritz. Con lo cual estamos desde luego, no es cosa de negarlo, en un medio muy feudal y con apariciones como la de Robert de Montesquiou, al que la princesa Clermont-Tonnerre representa con maestría y de manera además muy especial. Es decir, que estamos en Proust, en el que tampoco falta, como sabemos, la contraposición a Montesquiou.
Pero esto no merecería ser discutido, toda vez que la cuestión de los modelos es de segundo rango, si la crítica no gustase facilitar las cosas. Sobre todo: no podía dejar pasar la ocasión de encanallarse con la chusma de las librerías de compra y venta. A los habituales nada les resultaba más fácil que del ambiente snob de la obra concluir sobre su autor, caracterizando la obra de Proust como asunto francés interno, como un apéndice cotilla al Gotha. Está a la mano: los problemas de los personajes proustianos proceden de una sociedad saturada. Pero ni siquiera hay uno que se arrope con los del autor. Estos son subversivos. Si tuviésemos que reducirlos a una fórmula, su deseo sería construir toda la edificación interna de la sociedad como una fisiología del chisme. En el tesoro de los prejuicios y máximas de ésta no hay nada que no aniquile su peligrosa comicidad. Pierre-Quint es el primero que ha dirigido su mirada sobre ella. "Cuando se habla de obras de humor, por lo común se piensa en libros breves, divertidos, con portadas ilustradas. Se olvida a Don Quijote, a Pantagruel y a Gil Blas, mamotretos informes de impresión apretada." Claro que no se acierta la fuerza explosiva de la crítica social proustiana con estas comparaciones. Su sustancia no es el humor, sino la comicidad. No alza al mundo en risas, sino que lo arruina en risas. Corriendo el peligro de que se haga pedazos, ante los cuales él mismo rompa a llorar. Y se hace pedazos: la unidad de la familia y de la personalidad, de la moral sexual y del matrimonio por conveniencia. Las pretensiones de la burguesía tintinean en risas. El tema sociológico de la obra es su contramarea, su reasimilación por parte de la nobleza.
Proust no se cansó nunca del entrenamiento que exigía el trato en los círculos feudales. Perseverantemente, y sin tener que hacerse demasiada fuerza, maleaba su naturaleza para hacerla tan impenetrable y diestra, tan devota y difícil como debía ser por su tarea. Más tarde la mixtificación, el formalismo son en él en tal medida naturales, que a veces sus cartas son sistemas enteros de paréntesis —y no sólo gramaticales, cartas cuya redacción infinitamente ingeniosa y ágil, por momentos recuerdan aquel esquema legendario: "Distinguida, respetada señora, advierto ahora que olvidé ayer en su casa mi bastón, y le ruego que se lo entregue al portador de esta carta. P. S. Disculpe Ud., por favor, la molestia; acabo de encontrarlo." ¡Qué ingenioso era en las dificultades! Muy entrada ya la noche se presenta en casa de la princesa Clermont-Tonnerre y condiciona quedarse a que le traigan de su casa un medicamento. Y envía al ayuda de cámara, dándole una larga descripción de los alrededores y de la casa. Por último: "No podrá Ud. equivocarse. Es la única ventana en el boulevard Haussmann en la que todavía hay luz encendida." Pero lo único que no le dice es el número. Si intentamos averiguar en una ciudad extraña la dirección de un bordel y recibimos una información por demás prolija, todo menos la calle y el número de la casa, entenderemos el amor de Proust por el ceremonial, su veneración por Saint-Simon, y (no precisamente en último término) su francesismo intransigente. ¿No es la quintaesencia de la experiencia: experimentar lo sumamente difícil que resulta experimentar mucho de lo que en apariencia podría decirse en pocas palabras? Sólo que esas palabras pertenecen a una jerga fija según una casta y una clase y los que están fuera de éstas no pueden entenderlas. No es extraño que a Proust le apasionase el lenguaje secreto de los salones. Cuando más tarde dispone la implacable descripción del "petit clan", de los Courvoisier, del "esprit d'Oriane", había ya aprendido en su trato con los Bibesco un lenguaje en clave al que también nosotros hemos sido introducidos recientemente.
En los años de su vida de salón, Proust no sólo ha adquirido en grado eminente, casi diríamos que teológico, el vicio de la adulación, sino que también ha desarrollado el de la curiosidad. En sus labios había un destello de aquella sonrisa que, en las bóvedas de muchas de las catedrales, que él amaba tanto, se deslizaba como un reguero de pólvora sobre los labios de las vírgenes necias. Es la sonrisa de la curiosidad. ¿Es la curiosidad la que en el fondo le ha hecho un parodista tan grande? Sabríamos entonces a qué atenernos respecto a este término de "parodista". No mucho. Puesto que aun haciendo justicia a su malicia sin fondo, reconozcamos que pasa de largo por lo amargo, escabroso, sañudo de los grandes reportajes, que redacta al estilo de Balzac, de Flaubert, de Sainte-Beuve, de Henri de Régnier, de los Goncourt, de Michelet, de Renan y finalmente de su preferido, Saint-Simon, y que luego recoge en el volumen Pastiches et Mélanges. Es la mimética del curioso, martingala genial de esta serie, pero que a la vez ha sido un momento de toda su creación, en la que nunca tomaremos lo bastante en serio su pasión por lo vegetal. Es Ortega y Gasset el primero que ha prestado atención a la existencia vegetativa de las figuras proustianas que de manera tan persistente están ligadas a su yacimiento social, determinadas por un estamento feudal, movidas por el viento que sopla de Guermantes o de Méséglise, impenetrablemente enmarañadas unas con otras en la jungla de su destino. La mimética, como comportamiento del creador, procede de este círculo. Sus conocimientos más exactos, más evidentes, se posan sobre sus objetos como insectos sobre sus hojas, flores y ramas, insectos que nada delatan de su existencia hasta que un salto, un golpe de alas, una pirueta, muestran al espectador asustado que una vida incalculablemente propia se ha entrometido, inadvertida, en un mundo extraño. Al verdadero lector de Proust le sacuden constantemente pequeños sustos. En las parodias como juego con "estilos" encuentra lo que muy de otra manera le ha concernido en cuanto lucha por la existencia de ese espíritu en el enramaje de la sociedad. Es éste el lugar para decir algo sobre lo íntima y fructíferamente que ambos vicios, la curiosidad y la adulación, se han interpenetrado. Un pasaje de la princesa Clermont-Tonnerre nos parece rico en enseñanzas: "Y para acabar, no podemos callarnos: a Proust le arrebataba el estudio del personal de servicio. ¿Era porque se trataba de un elemento que nunca encontraba en otra parte, estimulante de su sagacidad, o les envidiaba que pudiesen observar mejor los detalles íntimos de las cosas que a él le interesaban? Sea como sea, el personal de servicio, en sus figuras y tipos diversos, era su pasión." En los sombreados extraños de un Jupien, de un monsieur Aimé, de una Céleste Albaret, prosigue la línea de la figura de Françoise, que parece surgir en persona de un libro de oraciones con los rasgos ásperos y cortantes de una Santa Marta, y de esos grooms y chasseurs a quienes no se paga trabajo, sino ocio. Y quizá nunca como en estos grados ínfimos capte la representación el interés tenso de este conocedor de las ceremonias. ¿Quién medirá cuánta curiosidad de quien está servido entra en la adulación de Proust, cuánta adulación de quien está servido entra en su curiosidad? ¿Dónde tenía sus límites en las alturas de la vida social esta copia taimada del papel de quien está servido? La dio, ya que no podía hacer otra cosa. Porque como él mismo delató una vez: "Voir et désirer imiter" eran para él lo mismo. Esta es la actitud que, soberana y subalterna como era, fijó Maurice Barrès en las palabras más perfiladas que jamás se han acuñado sobre Proust: "Un Poéte persan dans une loge de concierge."
En la curiosidad de Proust había un soplo detectivesco. La crema de la sociedad era para él un clan de criminales, una banda de conspiradores con la que ninguna otra puede compararse: la carnorra de los consumidores. Excluye de su mundo todo lo que participe en la producción, y por lo menos exige que esa participación se esconda, graciosa y púdicamente, tras un gesto, igual que la exhiben los profesionales consumados de la consumición. El análisis de Proust del snobismo, que es mucho más importante que su apoteosis del arte, representa en su crítica a la sociedad el punto culminante. Porque no otra cosa es la actitud del snob que la consideración consecuente, organizada, acerada de la existencia desde el punto de vista químicamente puro del consumidor. Y puesto que en esa comedia satánica había que exilar el recuerdo más lejano, tanto como el más primitivo, de las fuerzas productivas de la Naturaleza, la liaison pervertida le resultaba en el amor más utilizable que la normal. El consumidor puro es el explotador puro. Lógica, teóricamente, está en Proust en la completa actualidad concreta de su existencia histórica. Concretamente, porque es impenetrable y no se deja exponer. Proust describe una clase obligada a camuflar su base material y que por eso se imagina un feudalismo que, sin tener de suyo una importancia económica, es tanto más utilizable como máscara de la alta burguesía. El desencantador implacable, sin ilusiones, del yo, del amor, de la moral, que así es como Proust gustaba verse a sí mismo, hace de su arte ilimitado un velo para ese misterio, el más importante para la vida de su clase: el económico. No como si por ello estuviese a su servicio. No es en este punto Marcel Proust quien habla, sino que habla la dureza de la obra, habla la intransigencia del hombre que va por delante de su clase. Lo que lleva a cabo, lo lleva a cabo como su maestro. Y mucho de la grandeza de esta obra seguirá siendo inexplorado, quedará sin descubrir, hasta que en la lucha final esa clase haya dado a conocer sus rasgos más pronunciados.
III
En el siglo pasado había en Grenoble —no sé si existe todavía— un local llamado "Au temps perdu". También en Proust somos huéspedes, que atravesamos, bajo un letrero oscilante, un umbral tras el cual nos esperan la eternidad y la ebriedad. Con razón ha distinguido Fernandez en Proust un tema de la eternidad de un tema del tiempo. Desde luego que esa eternidad no es nada platónica, nada utópica: es embriagadora. Por tanto, si "el tiempo le descubre, a cada uno que ahonda en su decurso, una índole nueva, desconocida hasta entonces, de eternidad", no es que cada uno se acerque por eso a "los nobles paisajes, que un Platón o un Spinoza alcanzaran con un golpe de alas". No; porque en Proust hay rudimentos de un idealismo perenne. Pero hacer de ellos base de una interpretación —y el que más groseramente lo ha hecho es Benoist-Méchin— es un desacierto. La eternidad de la que Proust abre aspectos no es el tiempo ilimitado, sino el tiempo entrecruzado. Su verdadera participación lo es respecto de un decurso temporal en su figura más real, que está entrecruzada en el espacio, y que no tiene mejor sitio que dentro, en el recuerdo, y afuera, en la edad. Seguir el contrapunto de edad y recuerdo significa penetrar en el corazón del mundo proustiano, en el universo de lo entrecruzado. Es el mundo en estado de semejanza y en él dominan las "correspondencias", que en primer lugar captó el romanticismo y más íntimamente Baudelaire, aunque ha sido Proust el único capaz de ponerlas de manifiesto en nuestra vida vivida. Esta es la obra de la mémoire involontaire, de la fuerza rejuvenecedora a la altura de la edad implacable. Donde lo que ha sido se refleja en el "instante" fresco como el rocío, se acumula también, irreteniblemente, un doloroso choque de rejuvenecimiento. Así, la dirección de los Guermantes se entrecruza para Proust con la dirección de Swann, ya que (en el volumen decimotercero) ronda una última vez los parajes de Combray y descubre que los caminos se entrecruzan. Al instante como con el viento cambia el paisaje. "Ah que le monde est grand à la clarté des lampes, aux yeux du souvenir que le monde est petit." Proust ha conseguido algo enorme: dejar que en un instante envejezca el mundo entero la edad de la vida de un hombre. Pero precisamente esa concentración, en la cual se consume como en un relámpago lo que de otro modo sólo se mustiaría y aletargaría, es lo que llamamos rejuvenecimiento. A la Recherche du Temps Perdu es un intento ininterrumpido de dar a toda una vida el peso de la suma presencia de espíritu. El procedimiento de Proust no es la reflexión, sino la presentización. Está penetrado por la verdad de que ninguno de nosotros tiene tiempo para vivir los dramas de la existencia que le están determinados. Y eso es lo que nos hace envejecer. No otra cosa. Las arrugas y bolsas en el rostro son grandes pasiones que se registran en él, vicios, conocimientos que nos visitaron, cuando nosotros, los señores, no estábamos en casa.
Difícilmente ha habido en la literatura occidental, desde los Ejercicios Espirituales de Loyola, un intento más radical de autoinmersión. Esta tiene en su centro una soledad que arrastra al mundo en sus torbellinos con la fuerza del Maelström. Y el parloteo más que ruidoso, huero de todo concepto, que brama hacia nosotros desde las novelas de Proust, no es más que el ruido con el que la sociedad se hunde en el abismo de esa soledad. Este es el lugar de las invectivas de Proust contra la amistad. La calma en el fondo de este vórtice —sus ojos son los más quietos y absorbentes— debe ser preservada. Lo que en tantas anécdotas se manifiesta irritante y caprichosamente es que la intensidad sin ejemplo de la conversación va unida a una insuperable lejanía de aquel con quien se habla. Jamás ha habido alguien que pudiera mostrarnos las cosas como él. El dedo con el que señala no tiene igual. Pero en la compañía amistosa, en la conversación se da otro gesto: el contacto. Dicho gesto a nadie le es más ajeno que a Proust. No es capaz de tocar a su lector y no lo es por nada del mundo. Si se quisiera ordenar la creación literaria según esos dos polos, el que señala y el que toca, el centro del primero sería la obra de Proust y el del segundo la de Péguy. En el fondo se trata de lo que Fernández ha captado de manera excelente: "La hondura o, mejor, la penetración está siempre de su lado, no del lado de aquel con quien habla." En su crítica literaria aparece esto con virtuosismo y con un ramalazo de cinismo. Su documento más importante es un ensayo que surgió a la gran altura de su fama y en la miseria del lecho de muerte: A propos de Baudelaire. En acuerdo jesuítico con su propio padecimiento, sin medida en la cotorrería del que reposa, aterrador en la indiferencia de quien está consagrado a la muerte y quiere hablar de lo que sea. Lo que le inspiró frente a la muerte, le determina en el trato con sus contemporáneos: una alternancia dura, a modo de golpe entre el sarcasmo y la ternura, la ternura y el sarcasmo. Bajo ella amenaza su objeto quebrarse por agotamiento.
Lo perturbador, lo versátil del hombre, concierne también al lector de las obras. Ya es bastante pensar en la cadena imprevisible de los "soit que", los que muestran una acción de manera exhaustiva, deprimente, a la luz los innumerables motivos que hubiesen podido servirles de base. Y, desde luego, es en esta fuga paratáctica donde aparece lo que en Proust es a una genio y debilidad: la renuncia intelectual, el escepticismo bien probado que oponía a las cosas. Llegó después de las suficientes interioridades románticas y, como dice Jacques Rivière, estaba resuelto a no otorgar la fe más mínima a las "sirènes intérieures". "Proust se acerca a la vivencia sin el más leve interés metafísico, sin la más leve proclividad constructivista, sin la más leve inclinación al consuelo." Nada es más verdad. Y así es también la figura fundamental de esta obra, de la cual Proust no se cansó nunca de afirmar nada menos que la construcción de un plan completo. Pero la plenitud de un plan es como el curso de las líneas de nuestras manos o como la disposición de los estambres en el cáliz. Proust, niño viejo, se recuesta, profundamente cansado, en los senos de la Naturaleza no para mamar de ella, sino para soñar junto a los latidos de su corazón. Así de débil hay que verle. Jacques Rivière ha acertado al entenderle por su debilidad, cuando dice: "Marcel Proust ha muerto de la misma inexperiencia que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y porque no supo modificar las condiciones de su vida que terminaron por destruirle. Ha muerto por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una ventana." Y desde luego a causa de su asma nerviosa.
Frente a esta dolencia los médicos son impotentes. No así el creador literario que la ha puesto planificadoramente a su servicio. Proust era, para comenzar por lo más externo, un consumado director de escena de su enfermedad. A lo largo de meses une con ironía destructora la imagen de un admirador, que le había enviado flores, con el insoportable perfume de éstas. Con los tempi de flujo y reflujo de su dolencia alarma a sus amigos, que temen y desean el instante en que el novelista aparece de pronto, muy entrada la medianoche, en el salón, roto de fatiga y anunciando que es sólo por unos minutos, aunque luego se quede hasta el albor de la mañana, demasiado cansado para levantarse, demasiado cansado para interrumpir su charla. Incluso escribiendo cartas no pone fin a ganarle a su mal los efectos más remotos. "E1 ruido de mi respiración se oye por encima del de mi pluma y del de una bañera que han dejado correr en el piso de abajo." Pero no es solamente esto. Tampoco es que la enfermedad le arrancase a la existencia mundana. Ese asma ha penetrado en su arte, si no es su arte quien lo ha creado. Su sintaxis imita rítmicamente, paso a paso, su miedo a la asfixia. Y su reflexión irónica, filosófica, didáctica, es todas las veces una respiración con la que su corazón se descarga de la pesadilla del recuerdo. Pero en mayor medida la muerte, que tiene incansablemente presente, sobre todo cuando escribe, es la crisis que amenaza, que ahoga, Mucho antes de que su padecimiento adoptase formas críticas, estaba ya frente a Proust. No desde luego como extravagancia hipocondríaca, sino en cuanto "realité nouvelle", en cuanto esa realidad nueva, desde la cual la reflexión sobre hombres y cosas es rasgo de envejecimiento. Un conocimiento fisiológico del estilo conduciría a lo más íntimo de esta creación. Nadie que conozca la tenacidad especial con la que se guardan recuerdos en el olfato (de ningún modo olores en los recuerdos) declarará que la sensibilidad de Proust para los olores es una casualidad. Cierto que la mayoría de los recuerdos que buscamos se nos aparecen como imágenes de rostros. Y en buena parte las figuras que ascienden libremente de la mémoire involontaire son imágenes de rostros aisladas, presentes sólo enigmáticamente. Por eso, para entregarse con conciencia a la vibración más íntima en esta obra literaria, hay que transponerse a un estrato especial y muy hondo de su rememorar nada caprichoso: a los momentos del recuerdo, que no ya como imágenes, sino sin imagen, sin forma, indeterminados e importantes, nos dan noticias de un todo igual que el peso de la red se la da al pescador respecto de su pesca. El olfato es el sentido para el peso de quien arroja sus redes en el mar del temps perdu. Y sus frases son el juego muscular del cuerpo inteligible; contienen el indecible esfuerzo por alzar esa pesca.
Por lo demás: la intimidad de la simbiosis de esa creación determinada y de ese determinado padecimiento se muestra muy claramente en que jamás en Proust irrumpe el heroico "sin embargo" con el que los hombres creadores se alzan contra su sufrimiento. Por ello podemos decir (desde el otro lado): sobre otra base, y no sobre una dolencia tan honda e ininterrumpida, la complicidad de existencia y curso del mundo, tan profunda como se dio en Proust, hubiese tenido que conducir infaliblemente a un contentarse con lo común y perezoso. Pero su dolencia estaba determinada a dejarse señalar, por un furor sin deseos ni remordimientos, su sitio en el proceso de la gran obra. Por segunda vez se alzó un andamiaje como el de Miguel Angel, en el que el artista, la cabeza sobre la nuca, pintaba la creación en el techo de la Sixtina: el lecho de enfermo en el que Marcel Proust dedicaba a la creación de su microcosmos las hojas incontadas que cubría como en el viento con su escritura.

21 may 2010

No se consigue nunca hablar de lo que se ama

Barcelona 1987


Hace algunas semanas hice un breve viaje a Italia. Por la tarde, en la estación de Milán hacía un frío brumoso, mugriento. Estaba a punto de salir un tren; en todos los vagones había un cartel amarillo con las palabras "Milano-Lecce". Entonces se me ocurrió soñar con tomar ese tren, viajar toda la noche y encontrarme, de mañana, con la luz, la suavidad, la calma de una ciudad extrema. Eso es al menos lo que imaginé, y no importa mucho cómo pueda ser, en la realidad, Lecce, que no conozco. Hubiera podido gritar, parodiando a Stendhal: "¡Así que voy a ver esta bella Italia! A mi edad, ¡qué loco estoy todavía!" Pues la bella Italia siempre está más lejos, en otra parte.
La Italia de Stendhal, en efecto, es un fantasma, incluso aunque en parte se haya realizado. (¿Lo realizó, realmente? Para acabar, diré cómo fue.) La imagen fantasmática hizo irrupción en su vida bruscamente, como un flechazo. Este flechazo tomó la forma de una actriz que estaba cantando, en Ivrea, El matrimonio secreto de Cimarosa; esa actriz tenía un diente delantero roto, pero, a decir verdad, eso le importó poco al flechazo: Werther se enamoró de Charlotte al verla en el umbral de una puerta cortando rebanadas de pan para sus hermanitos, y esta primera visión, por trivial que sea, es la que acabó por llevarlo a la más fuerte de las pasiones y al suicidio. Es sabido que Italia, para Stendhal, ha sido el objeto de un auténtico transfert, y también es sabido que lo que caracteriza al transfert es su gratuidad: se instaura sin un motivo aparente. La música, para Stendhal, es el síntoma del acto misterioso con el cual inaugura su transfert: el síntoma, es decir, lo que libera y a la vez enmascara la irracionalidad de la pasión. Pues, una vez que se ha fijado la escena que es el punto de partida, Stendhal la reproduce sin cesar, como un enamorado que quisiera volver a encontrar esa cosa básica que regula tantas de nuestras acciones: el primer placer. "Llego a las siete de la tarde, agobiado por la fatiga; voy a la Scala corriendo. Ha valido la pena mi viaje, etc.": se diría que se trata de un maníaco que desembarca en una ciudad provechosa para su pasión y que se precipita la misma noche a los lugares del placer que ya tiene localizados.
Los signos de una auténtica pasión son siempre un tanto incongruentes, hasta tal punto son tenues, fútiles, inesperados, los objetos en que se conforma el transfert principal. Conocí una vez a alguien que amaba el Japón como Stendhal amaba Italia; y yo reconocí en él que se trataba de la misma pasión en que, entre otras cosas, estaba enamorado de las bocas de incendios pintadas de rojo de la calle de Tokio, como Stendhal estaba loco por los tallos de maíz de la campiña milanesa (que decreta "lujuriante"), del sonido de las ocho campanas del Duomo, perfectamente intonate, o de las costillas empanadas que le recordaban a Milán. En esta promoción amorosa de lo que ordinariamente tomamos por un detalle insignificante reconocemos un elemento constitutivo del transfert (o de la pasión): la parcialidad. En el amor a un país extranjero hay una especie de racismo al revés: uno se queda encantado por la diferencia, se aburre de lo Mismo, exalta lo Otro; la pasión es maniquea: para Stendhal, en el lado malo está Francia, es decir, la patria –porque es el lugar del Padre- y en el lado bueno está Italia, es decir, la matria, el espacio en que se reúnen "las Mujeres" (sin olvidar que fue la tía Elisabeth, la hermana del abuelo materno, la que señaló con un dedo al niño un país más hermoso que la Provenza, del que el lado bueno de la familia, el de los Gagnon, era, según ella, originario). Esta oposición es, por así decirlo, física: Italia es el hábitat natural, el lugar en el que se puede hallar la Naturaleza, inducida por las Mujeres "que escuchan el genio natural del país" al contrario de los hombres, que están "echados a perder por los pedantes"; Francia, por el contrario, es el lugar que repugna "hasta el asco físico". Nosotros, los que conocemos esa pasión de Stendhal por un país extranjero (también a mí me ha ocurrido con Italia, que descubrí tardíamente, con Milán, de donde bajé del Simplón, a finales de los cincuenta, y más tarde con el Japón), conocemos muy bien el insoportable desagrado que produce encontrarse por casualidad a un compatriota en el país adorado: "Confesaré, aunque me tenga que repudiar el honor nacional, que un francés en Italia encuentra el secreto para aniquilar mi dicha en un instante"; Stendhal es claramente un especialista en tales inversiones: nada más pasar el Bidasoa, le parecen encantadores los soldados y los aduaneros españoles; Stendhal tiene esa rara pasión, la pasión por lo otro, o, para decirlo con más sutileza: la pasión por el otro que está en él mismo.
Así pues, Stendhal está enamorado de Italia: no se debe tomar esta frase como una metáfora. Eso es lo que quiero demostrar: "Es como el amor", dice, "y no obstante no estoy enamorado de nadie". Esta pasión no es confusa, ni siquiera difusa; se inscribe, ya lo he dicho, en detalles preciosos; pero sigue siendo plural. Lo amado, y, si me atrevo a usar el barbarismo, lo gozado, son colecciones, concomitancias: al revés que en el proyecto romántico del Amor loco, no es la Mujer lo adorable en Italia, sino las Mujeres; no es un placer lo que Italia ofrece, sino una simultaneidad, una sobredeterminación de los placeres; la Scala, el auténtico espacio eidético de las alegrías italianas, no es un teatro, en el sentido chatamente funcional de la palabra (es decir, en lo que representa); es una polifonía de placeres: la ópera misma, el ballet, la conversación, la información, el amor y los helados (gelati, crepé y pezzi duri). Esta pluralidad amorosa, análoga en suma la que practica hoy en día el "ligón", es evidentemente un principio stendhaliano: conlleva una teoría implícita de la discontinuidad irregular, de la que puede decirse que es estética a la vez que psicológica y metafísica; la pasión plural obliga, en efecto –una vez que se ha admitido su excelencia-, a saltar de un objeto a otro, a medida que los presenta el azar, sin experimentar el menor sentimiento de culpabilidad respecto del desorden que esa pasión plural conlleva. Esta conducta es tan consciente en Stendhal que llega a encontrar en la música italiana –a la que adora- un principio de irregularidad completamente homólogo al del amor disperso: al tocar, los italianos no observan el tempo; el tempo es cosa de los alemanes; por un lado está el ruido alemán, el estruendo de la música alemana, ritmada por una medida implacable ("los primeros tempistas del mundo"); por otro lado, la ópera italiana, suma de placeres discontinuos y como insubordinados; es lo natural, garantizado por una civilización de mujeres.
En el sistema italiano de Stendhal, la música tiene un lugar privilegiado, ya que puede ocupar el lugar de todo lo demás: es el grado de ese sistema: de acuerdo con las necesidades de entusiasmo, reemplaza y significa a los viajes, a las Mujeres, a las otras artes, y, de una manera general, a cualquier otra sensación. Su estatuto significante, precioso entre todos los otros, consiste en producir efectos sin que haya que preguntarse sobre las causas, ya que esas causas son inaccesibles. La música constituye una especie de primitivismo del placer: produce un placer que se sigue intentando siempre encontrar de nuevo, pero nunca se intenta explicar; es, pues, el espacio del efecto puro, noción central de la estética stendhaliana. Ahora bien, ¿qué es un efecto puro? Es un efecto desconectado y como purificado de toda razón explicativa, es decir, en definitiva, de toda razón responsable. Italia es el país en que Stendhal, al no ser por completo un viajero (turista) ni completamente indígena, se encuentra voluptuosamente retirado de la responsabilidad del ciudadano; si Stendhal fuera ciudadano italiano, moriría "envenenado por la melancolía": mientras que, al ser milanés de corazón, pero no de estado civil, no tiene otra cosa que hacer que recolectar los brillantes efectos de una civilización de la que no es responsable. Yo mismo he experimentado la comodidad de esta retorcida dialéctica: he amado mucho a Marruecos. Había ido allá a menudo como turista, y había pasado incluso largas estancias ociosas; entonces tuve la idea de pasar un año como profesor: desapareció el hechizo; enfrentado a los problemas administrativos y profesionales, sumido en el ingrato mundo de las causas, de las determinaciones, había abandonado la Fiesta para toparme con el Deber (eso es sin duda lo que le ocurrió a Stendhal como cónsul: Civita-Vecchia ya no era Italia). Creo que en el sentimiento italiano de Stendhal hay que incluir este frágil estatuto de inocencia: la Italia milanesa (y su Santo de los Santos, la Scala) es un Paraíso literalmente, un lugar sin Mal, o incluso –diciéndolo del derecho- el Bien Soberano: "Cuando estoy con los milaneses y hablo en milanés me olvido de que los hombres son malos, e, instantáneamente, se adormece la parte mala de mi alma".
Sin embargo, hay que reconocer que ese Soberano Bien debe enfrentarse con un poder que no es en absoluto inocente, el lenguaje. Es necesario, primero, porque el Bien tiene una forma de expansión natural, incesantemente estalla en expresión, quiere comunicarse a toda costa, compartirse; seguidamente, porque Stendhal es escritor y para él no existe plenitud de la que esté ausente la palabra (y, en este aspecto, su alegría italiana nada tiene de mística). Ahora bien, por paradójico que parezca, Stendhal no saber expresar bien a Italia: o más bien, la dice, la canta, pero no la representa; su amor, no deja de proclamarlo pero no puede conformarlo, o, como se dice ahora (metáfora de la conducción de automóviles), no puede dibujarlo. Cosa que sabe, por la que sufre y que lamenta; constata sin cesar que no puede "expresar su pensamiento" y que explicar la diferencia que su pasión interpone entre Milán y París "es el colmo de la dificultad". El fracaso acecha también el deseo lírico. Todas las relaciones del viaje a Italia están también tejidas de declaraciones de amor y fracasos de expresión. El fracaso de estilo tiene un nombre: la vulgaridad; Stendhal no tiene a su disposición más que una palabra vacía, "bello", "bella": "En mi vida había visto una reunión de mujeres tan bellas; su belleza obligaba a bajar la vista"; "los ojos más hermosos que he encontrado en mi vida los acabo de ver esta noche; esos ojos son igual de bellos y tienen una expresión más celestial que los de Madame Tealdi…"; y para vivificar esta letanía, no dispone más que de la más hueca de las figuras, el superlativo; "Las cabezas de las mujeres, por el contrario, presentan a menudo la más apasionada exquisitez, unida a la belleza más rara", etc. Este "etcétera" que añado, pero que surge de la lectura, es importante, porque en él está el secreto de esa impotencia o quizás, a pesar de Stendhal, de esa indiferencia a la variación: la monotonía del viaje italiano es sencillamente algebraica; la palabra, la sintaxis, con su vulgaridad, remiten de manera expeditiva a otro orden de significantes; una vez que se ha sugerido esa remisión, se pasa a otra cosa, es decir, se repite la operación: "Esto es tan hermoso como las sinfonías más vivaces de Haydn"; "las caras de los hombres del baile de esta noche habrían proporcionado magníficos modelos a un escultor como Danneken de Chantrey, que esculpe bustos". Stendhal no describe las cosas, ni siquiera describe su efecto; dice sencillamente: ahí hay un efecto; me siento embriagado, transportado, emocionado, deslumbrado, etc. Dicho de otra manera, la palabra vulgar es una cifra, remite a un sistema de sensaciones; hay que leer el discurso italiano del Stendhal como cifrado. El mismo procedimiento emplea Sade; describe muy mal la belleza, de una manera vulgar y enfática; es porque ésta no es sino un elemento de un algoritmo cuya finalidad es crear un sistema de prácticas.
Lo que Stendhal, por su parte, quiere edificar es, por decirlo así, un conjunto no sistemático, un fluir perpetuo de sensaciones: esa Italia, dice, "que no es, a decir verdad, más que una ocasión para las sensaciones". Así pues, desde el punto de vista del discurso, hay una primera evaporación de la cosa: "No pretendo decir lo que son las cosas, cuento la sensación que me produjeron". ¿La cuenta, realmente? Ni siquiera eso; la dice, señala y la asevera sin describirla. Pues precisamente ahí, en la sensación, es donde comienza la dificultad del lenguaje; no es fácil expresar una sensación: recordad esa célebre escena de Knock en la que la vieja campesina, abrumada por el médico implacable para que diga lo que siente, duda y se embrolla entre "Me hace cosquillas" y "Me hace rasquillas". Toda sensación, si uno quiere respetar su vivacidad y su acuidad induce a la afasia. Ahora bien, Stendhal tiene que ir aprisa, ésa es la exigencia de su sistema; porque lo que quiere anotar es la "sensación del momento"; y los momentos, como ya hemos visto a propósito del tempo, sobrevienen con irregularidad, rebeldes en toda medida. Es por una fidelidad a su sistema, por fidelidad a la propia naturaleza de su Italia, "país de sensaciones", por lo que Stendhal desea una escritura rápida: para correr más, la sensación se somete a una estenografía elemental, a una especie de gramática expeditiva del discurso en la que se combinan incansablemente dos estereotipos: lo bello y su superlativo; pues nada es más rápido que el estereotipo, por la simple razón de que se confunde, y siempre por desgracia, con lo espontáneo. Hay que ir más lejos en la economía del discurso italiano de Stendhal; si la sensación stendhaliana se presta tan bien a un tratamiento algebraico, si el discurso que alimenta es continuamente inflamado y continuamente vulgar es porque esa sensación, curiosamente, no es sensual; Stendhal, cuya filosofía es sensualista, es quizás el menos sensual de nuestros autores y ésa es la razón por la que, sin duda, resulta tan difícil aplicarle una crítica temática. Por ejemplo, Nietzsche –estoy tomando adrede el extremo contrario- hablando de Italia es mucho más sensual que Stendhal: sabe describir temáticamente la comida del Piamonte, la única del mundo que apreciaba.
Si yo insisto en la dificultad para hablar de Italia, a pesar de la cantidad de páginas que cuentan los paseos de Stendhal, es porque veo en ello una especie de suspicacia acerca del propio lenguaje. Los dos amores de Stendhal, la Música e Italia, son, por así decirlo, espacios al margen del lenguaje; la música lo es por estatuto, ya que escapa a toda descripción, y no se deja expresar, como ya se ha visto, más que a través de su efecto; e Italia alcanza el estatuto del arte con el cual se confunde; no tan sólo porque la lengua italiana, como dice Stendhal en De l’amour, "hecha mucho más para ser cantada que para ser hablada, sólo se sostendrá contra la claridad francesa que la invade gracias a la música"; sino también por dos razones más extrañas; la primera es que, para el oído de Stendhal, la conversación italiana tiende sin cesar hacia ese límite del lenguaje articulado que es la exclamación: "Es una velada milanesa", anota con admiración Stendhal, "la conversación sólo consistía en exclamaciones. Durante tres cuartos de hora, de reloj, no hubo una sola frase acabada"; la frase, la armadura acabada del lenguaje, es la enemiga (basta con recordar la antipatía de Stendhal hacia el autor de las más bellas frases del francés, Chateaubriand). La segunda razón, que aparta preciosamente a Italia del lenguaje, de lo que yo llamaría el lenguaje militante de la cultura, es precisamente su incultura: Italia no lee, no habla, sino que exclama, canta. Ahí reside su genio, su "naturalidad", y es por esa misma razón por lo que es adorable. Esta especie de suspensión deliciosa del lenguaje articulado, civilizado, Stendhal la encuentra en todo lo que Italia hace por él: en "el ocio profundo bajo un cielo admirable (estoy citando a De l’amour…;) la falta de lectura de novelas y casi de toda lectura, que deja más terreno aún a la inspiración del momento; la pasión de la música que excita en el alma un movimiento tan semejante al del amor".
Así pues, una determinada sospecha acerca del lenguaje alcanza esa especie de afasia que nace del exceso de amor: ante Italia y las Mujeres, y la Música, Stendhal se queda literalmente desconcertado, es decir, interrumpido incesantemente en su locución. Esta interrupción de hecho es una intermitencia: Stendhal habla de Italia con una intermitencia casi cotidiana, pero duradera. Lo explica perfectamente él mismo (como siempre): "¿Qué partido se puede tomar? ¿Cómo pintar la dicha enloquecida…? A fe mía, no puedo continuar, el tema sobrepasa al que lo trata. Mi mano ya no puede escribir más, lo dejo para mañana. Soy como un pintor al que ya no le alcanza el valor para pintar una esquina de su cuadro. Para no echar a perder el resto, esboza alla meglio lo que no puede pintar…" Esta pintura de Italia alla meglio que ocupa todos los relatos del viaje italiano de Stendhal es como un garabato, un monigote, quizá, que a la vez nos cuenta del amor y de su impotencia para expresarlos, porque es un amor cuya vivacidad lo sofoca. Esta dialéctica del amor extremo y de la pasión difícil es algo así como la que conoce el niño pequeño –aún infans, privado del lenguaje adulto- cuando juega con lo que Winnicott llama un objeto transicional; el espacio que separa y a la vez une a la madre y a su bebé es el espacio mismo del juego del niño y del contra-juego de la madre; es el espacio todavía informe de la fantasía, de la imaginación, de la creación. Tal es, según mi parecer, la Italia de Stendhal: una especie de objeto transicional cuyo manejo, lúdico, produce esos squiggles notados por Winnicott y que son en este caso diarios de viaje.
Si seguimos con los Diarios, que explican el amor a Italia, pero no lo comunican (al menos ése es el juicio de mi propia lectura), nos quedaríamos reducidos a repetir melancólicamente (o trágicamente) que no se consigue nunca hablar de lo que se ama. No obstante, veinte años más tarde, gracias a una especie de a destiempo que forma parte de la retorcida lógica del amor, Stendhal escribe páginas triunfales sobre Italia, páginas que, esta vez inflaman al lector que soy (pero que no es el único) de ese júbilo, de esa irradiación que el diario íntimo decía pero no comunicaba. Esas admirables páginas son las que forman el comienzo de La Cartuja de Parma. Hay una especie de milagrosa concordancia entre "la masa de felicidad y placer que hizo irrupción" en Milán con la llegada de los franceses y nuestra propia dicha como lectores: el efecto contado coincide al fin con el efecto producido. ¿A qué se debe ese cambio? A que Stendhal, al pasar del Diario a la Novela, del Album al Libro (haciendo uso de una distinción de Mallarmé), ha abandonado la sensación, parcela viva pero inconstruible, para abordar esa gran forma mediadora que es el Relato, o, mejor dicho, el Mito. ¿Qué es lo que se necesita para hacer un Mito? Hace falta la acción de dos fuerzas: primero un héroe, una gran figura liberadora: Bonaparte entrando en Milán, penetrando en Italia como lo hizo Stendhal, más humildemente, al descender del San Bernardo; a continuación, una oposición, una antítesis, un paradigma, en suma, que pone en escena el combate del Bien y del Mal y produce así lo que falta en el Album y pertenece al Libro, a saber, un sentido: por un lado, en esas primeras páginas de La Cartuja, el aburrimiento, la riqueza, la avaricia, Austria, la Policía, Ascanio, Grianta; por el otro lado la embriaguez, el heroísmo, la pobreza, la República, Fabricio, Milán; y, sobre todo, a un lado el Padre, al otro las Mujeres. Al abandonarse al Mito, al confiarse al libro, Stendhal alcanza gloriosamente lo que había en cierto modo fallado en los álbumes: la expresión de un efecto. Este efecto –el efecto italiano- tiene por fin un nombre que no es aquél, tan vulgar, de la belleza: es la fiesta. Italia es una fiesta, esto es lo que comunica al fin el preámbulo milanés de La Cartuja, que Stendhal hizo bien en mantener contra las reticencias de Balzac: la fiesta, es decir, la trascendencia misma del egotismo.
En suma, lo que ha pasado –lo que ha atravesado- entre el Diario de viaje y La Cartuja es la escritura. ¿Y eso qué es? Un poder, probable fruto de una larga iniciación, que descompone la estéril inmovilidad del imaginario amoroso y que da a su aventura una generalidad simbólica. Cuando era joven, en la época de Rome, Naples, Florence, Stendhal podía escribir: "…cuando miento, me pasa como a M. de Goury, que me aburro"; él aún no sabía que existía una mentira, la mentira novelesca, que sería –oh milagro- la desviación de la verdad, y, a la vez, la expresión por fin triunfante de su pasión italiana.
 

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