30 jul 2010

Diálogo sobre el arte de la composición

Voy a empezar esta conversación con una cita de su texto sobre Hermann Broch. Dice usted: "Todas las grandes obras (y precisamente porque lo son) contienen algo incumplido. Broch nos inspira no sólo por todo lo que ha llevado a buen término, sino también por todo lo que se ha propuesto sin alcanzarlo. Lo incumplido en su obra puede hacernos comprender la necesidad de: 1. un nuevo arte de despojamiento radical (que permita abarcar la complejidad de la existencia en el mundo moderno sin perder la claridad arquitectónica); 2. un nuevo arte del contrapunto novelesco (capaz de soldar en una única música la filosofía, la narración y el ensueño); 3. un arte del ensayo específicamente novelesco (es decir que no pretenda aportar un mensaje apodíctico, sino que siga siendo hipotético, lúdico o irónico)". En estos tres puntos detecto su propio programa artístico. Empecemos por el primero. Despojamiento radical.
Alcanzar la complejidad de la existencia en el mundo moderno exige, me parece, una técnica de elipsis, de condensación. De otra manera se puede caer en la trampa de lo interminable. El hombre sin atributos es una de las dos o tres novelas que más me gustan. Pero no me pida que admire su enorme extensión inacabada. Imagínese un castillo tan enorme que no se lo pueda abarcar con la mirada. Imagínese un cuarteto que dure nueve horas. Hay límites antropológicos que no conviene sobrepasar, los límites de la memoria, por ejemplo. Al finalizar la lectura, hay que estar todavía en condiciones de recordar el principio. De otro modo la novela resulta informe, su "claridad arquitectónica" se ensombrece.
El libro de la risa y el olvido se compone de siete partes. Si usted las hubiera tratado de una forma menos elíptica, hubiera podido escribir siete largas novelas distintas.
Pero si hubiera escrito siete novelas independientes, no habría podido esperar captar "la complejidad de la existencia en el mundo moderno" en un único libro. El arte de la elipsis me parece pues una necesidad. Exige: ir siempre directamente al meollo de la cuestión. En este sentido, pienso en el compositor a quien admiro apasionadamente desde mi infancia: Leos Janacek. Es uno de los más grandes de la música moderna. Cuando Schönberg y Stravinski componen aún composiciones para gran orquesta, él ya se da cuenta de que una partitura para orquesta se desploma bajo el peso de notas inútiles. Mediante esta voluntad de despojamiento comenzó su rebelión. En cada composición musical, sabe usted, hay mucha técnica: la exposición de un tema, el desarrollo, las variaciones, el trabajo polifónico a veces muy automatizado, los rellenos de orquestación, las transiciones, etc. Hoy puede hacerse música con ordenadores, pero el ordenador siempre existió en la cabeza de los compositores: en un caso límite, podían hacer una sonata sin ni una sola idea original, con sólo desarrollar "cibernéticamente" las reglas de la composición. El imperativo de Janacek era: ¡destruir el "ordenador"! En lugar de las transiciones, una brutal yuxtaposición; en lugar de las variaciones, la repetición, e ir siempre al meollo de las cosas: sólo la nota que dice algo esencial tiene derecho a existir. Con la no ela ocurre casi lo mismo: también la entorpecen la "técnica", las convenciones que actúan en lugar del autor: exponer al personaje, describir un ambiente, introducir la acción en una situación histórica, llenar el tiempo de la vida de los personajes con episodios inútiles; cada cambio de decorado exige nuevas exposiciones, descripciones, explicaciones. Mi imperativo es "janacekiano": liberar la novela del automatismo de la técnica novelesca, del verbalísmo novelesco, darle densidad.
Habla usted en segundo lugar del "nuevo arte del contrapunto novelesco". En Broch no le satisface del todo.
Tome la tercera novela de Los sonámbulos. Se compone de cinco elementos, cinco "líneas" intencionadamente heterogéneas: 1. la narración novelesca basada en los tres principales personajes de la trilogía: Pasenow, Esch, Huguenau; 2. el relato intimista sobre Hanna Wendling; 3. el reportaje sobre un hospital militar; 4. el relato poético (parte en verso) sobre una joven del Ejército de Salvación; 5. el ensayo filosófico (escrito en un lenguaje científico) sobre la degradación de los valores. Cada una de estas cinco líneas es en sí misma magnífica. Sin embargo, estas líneas, aunque tratadas simultáneamente, en una alternancia perpetua (es decir con una clara intención "polifónica"), no están unidas, no forman un conjunto indivisible; dicho de otro modo, la intención polifónica permanece artísticamente inacabada.
El término polifónico aplicado de manera metafórica a la literatura ¿no conduce a exigencias que la novela no puede satisfacer?
La polifonía musical es el desarrollo simultáneo de dos o más voces (líneas melódicas) que, aunque perfectamente ligadas, conservan su relativa independencia. ¿Polifonía novelesca? Digamos ante todo lo que está en el polo opuesto: la composición unilineal. Ahora bien, desde el comienzo de su historia, la novela trata de evadirse de la unilinealidad y de abrir brechas en la narración continua de una historia Cervantes cuenta el viaje completamente lineal de don Quijote. Pero, mientras viaja, don Quijote encuentra a otros personajes que cuentan sus propias historias. En el primer volumen hay cuatro. Cuatro brechas que permiten salir de la trama lineal de la novela.
¡Pero eso no es polifonía!
Porque aquí no hay simultaneidad. Haciendo nuestra la terminología de Chklovski, se trata de relatos "encajados" en la "caja" de la novela. Este método del "encajamiento" puede encontrarse en muchos novelistas del XVII y XVIII. El siglo XIX ha desarrollado otra forma de ir más allá que la linealidad, forma que, a falta de algo mejor podemos llamar polifónica. Los demonios. Si analizamos esta novela desde el punto de vista puramente técnico, podemos comprobar que está compuesta de tres líneas que evolucionan simultáneamente y, en rigor, hubieran podido formar tres novelas independientes: 1. la novela irónica del amor entre la vieja Stavroguin y Stépan Verjovenski; 2. la novela romántica de Stavroguin y sus relaciones amorosas; 3. la novela política de un grupo revolucionario. Dado que todos los personajes se conocen entre sí, una fina técnica de fabulación ha podido ligar fácilmente estas tres lineas en un único conjunto indivisible. Comparemos ahora esta polifonía dostoievskiana con la de Broch. Esta llega mucho más lejos. Mientras las tres líneas de Los demonios, aunque de carácter diferente, son de un mismo género (tres historias novelescas), en Broch los géneros de las cinco lineas difieren radicalmente: novela; relato; reportaje; poema; ensayo. Esta integración de los géneros no novelescos en la polifonía de la novela constituye la innovación revolucionaria de Broch.
Pero, según usted estas cinco líneas no están suficientemente soldadas. Efectivamente, Hanna Wendling no conoce a Esch, la joven del Ejército de Salvación nunca sabrá de la existencia de Hanna Wendling. Ninguna técnica de fabulación puede pues unir en un solo conjunto esas cinco líneas dferentes que no se encuentran, que no se cruzan.
Sólo las liga un tema común. Pero esta unión temática me parece perfectamente suficiente. El problema de la desunión está en otra parte. Recapitulemos: en Broch, las cinco líneas de la novela evolucionan simultáneamente, sin encontrarse unidas por uno o varios temas. He designado esta especie de composición con un término sacado de la musicología: polifonía. Verá usted que no es tan inútil comparar la novela con la música. En efecto, uno de los principios fundamentales de los grandes polifonistas era la igualdad de las voces: ninguna voz debe dominar ninguna debe servir de simple acompañamiento. Ahora bien, lo que me parece ser un defecto de la tercera novela de Los sonámbulos es que las cinco "voces" no son iguales. La línea número uno (el relato "romántico" sobre Esch y Huguenau) ocupa cuantitativamente mucho más espacio que las otras líneas y, sobre todo, está privilegiada cualitativamente en la medida en que, por intermedio de Esch y Pasenow, está ligada a las dos novelas precedentes. Atrae pues más la atención y corre el riesgo de reducir el papel de las otras cuatro "líneas" a un simple "acompañamiento". Otra cosa: si una fuga de Bach no puede prescindir de ninguna de sus voces, por el contrario es muy factible imaginar el relato sobre Hanna Wendling o el ensayo sobre la degradación de los valores como textos independientes cuya ausencia no haría perder a la novela ni su sentido ni su inteligibilidad. Ahora bien, para mí, las condiciones sine qua non del contrapunto novelesco son: 1. la igualdad de las "líneas" respectivas; 2. la indivisibilidad del conjunto. Recuerdo el día en que terminé la tercera parte de El Libro de la risa y el olvido, titulada "Los ángeles". Confieso que me sentía sumamente orgulloso, convencido de haber descubierto una nueva forma de construir un relato. Este texto se compone de los siguientes elementos: 1. la anécdota sobre las dos estudiantes y su levitación; 2. el relato autobiográfico; 3. el ensayo crítico sobre un libro feminista; 4. la fábula sobre el ángel y el diablo; 5. el relato sobre Eluard que vuela sobre Praga. Estos elementos no pueden existir el uno sin el otro, se aclaran y se explican mutuamente al examinar una sola pregunta: "¿qué es un ángel?". Esta única interrogación los une. La sexta parte, titulada también "Los ángeles", se compone de: 1. el relato onírico sobre la muerte de Tamina; 2. el relato autobiográfico de la muerte de mi padre; 3. reflexiones musicológicas; 4. reflexiones sobre el olvido que asola Praga. ¿Qué vínculo une mi padre a Tamina torturada por los niños? Se trata, por evocar la frase preferida de los surrealistas, "del encuentro de una máquina de coser con un paraguas" sobre la mesa de un mismo tema. La polifonía novelesca es mucho más que poesía que técnica.
En La insoportable levedad del ser el contrapunto es más discreto.
En la sexta parte, el carácter polüónico es muy sorprendente: la historia del hijo de Stalin, una reflexión teológica, un acontecimiento político en Asia, la muerte de Franz en Bangkok y el entierro de Tomás en Bohemia están ligados por la permanente interrogación "¿qué es el kitsch?". Este pasaje polifónico es la clave de arco de toda la construcción. Todo el secreto del equilibrio arquitectónico está ahí.
¿Qué secreto?
Hay dos. Primo: esta parte no se fundamenta sobre la trama de una historia, sino sobre un ensayo (ensayo sobre el kitsch]. Algunos fragmentos de la vida de los personajes van insertados en este ensayo como "ejemplos", "situaciones a analizar". Y es así, "de paso y con mayor brevedad, cómo se averigua el fin de Franz, de Sabina, el desenlace de las relaciones entre Tomás y su hijo. Esta elipsis aligeró enormemente la construcción. Secundo, el desplazamiento cronológico: los hechos de la sexta parte transcurren después de los de la séptima (y última) parte. Gracias a ese desplazamiento, la última parte, a pesar de su carácter idílico, queda inundada de una melancolía proveniente de nuestro conocimiento del futuro.
Vuelvo a su estudio sobre Los sonámbulos. Usted expresó algunas reservas acerca del ensayo sobre la degradación de los valores. Debido a su tono apodíctico, a su lenguaje científico, puede imponerse, según usted como la clave ideológica de la novela, como su "Verdad", transformando toda la trilogía de Los sonámbulos en la simple ilustración novelada de una gran reflexión. Por eso habla usted de la necesidad de un "arte del ensayo especificamente novelesco".
Ante todo una evidencia: al incorporarse a la novela, la meditación cambia de esencia. Fuera de la novela, nos encontramos en el terreno de las afirmaciones: todos están seguros de lo que dicen: el político, el filósofo, el portero. En el terreno de la novela, no se afirma: es el terreno del juego y de las hipótesis. La meditación novelesca es pues, esencialmente, interrogativa, hipotética.
Pero ¿por que un novelista ha de privarse del derecho a expresar en su novela su filosofía directa afirmativamente?
Existe una diferencia fundamental entre la manera de pensar de un filósofo y la de un novelista. Se habla con frecuencia de la filosofia de Chejov, de Kafka, de Musil, etc. Pero ¡trate de extraer una filosofía coherente de sus escritos! Incluso cuando expresan sus ideas directamente, en sus cuadernos íntimos, éstas son más ejercicios de reflexión, juego de paradojas, improvisaciones que afirmación de un pensamiento.
Dostoievski es, sin embargo completamente afirmativo en su Diario de un escritor.
Pero no es ahí donde reside la grandeza de su pensamiento. Aunque gran pensador, lo es únicamente en tanto que novelista. Lo cual quiere decir: sabe crear en sus personajes universos intelectuales extraordinariamente ricos e inéditos. Gusta a la gente buscar en sus personajes la proyección de sus ideas. Por ejemplo en Chatov. Pero Dostoievski ha tomado todas las precauciones. Desde su primera aparición, Chatov está caracterizado con bastante crueldad: "era uno de esos idealistas rusos quienes, iluminados de pronto por alguna idea inmensa, han quedado deslumbrados por ella, quizá para siempre. Nunca llegan a dominar esta idea, creen en ella apasionadamente, y a partir de entonces se diría que toda su existencia ya no es más que una agonía bajo la piedra que les ha semiaplastado". Asi pues, incluso si Dostoievski proyectó en Chatov sus propias ideas, éstas quedan inmediatamente relativizadas. La regla vale también para Dostoievski: una vez incorporada a la novela la meditación cambia de esencia: un pensamiento dogmático pasa a ser hipotético. Esto es lo que se les escapa a los filósofos cuando intentan escribir una novela. Una única excepción. Diderot. ¡Su admirable Jacques el fatalista! Tras franquear la frontera de la novela, este enciclopedista serio se transforma en pensador lúdico: ni una sola frase de su novela es seria, todo en ella es juego. Por eso en Francia esta novela es escandalosamente subestimada. De hecho, este libro concentra todo lo que Francia ha perdido y se niega a reencontrar. Hoy se prefieren las ideas a las obras. Jacques el fatalista es intraducible en el lenguaje de las ideas.
En La broma, Jaroslav desarrolla una teoría musicológica. El caráctcr hipotético de esta reflexión es por lo tanto claro. Pero en sus novelas se encuentran pasajes en los cuales es usted, directamente, quien habla.
Aunque soy yo quien habla, mi reflexión está ligada a un personaje. Quiero reflexionar sobre sus actitudes, sobre su forma de ver las cosas, en su lugar y con mayor profundidad de lo que podría hacerlo él. La segunda parte de La insoportable levedad del ser empieza por una larga reflexión sobre las relaciones entre el cuerpo y el alma. Sí, es el autor quien habla, sin embargo todo lo que dice sólo es válido en el campo magnético de un personaje: Teresa. Es la manera que tiene Teresa de ver las cosas (aunque nunca la haya formulado).
Pero con frecuencia sus meditaciones no están ligadas a personaje alguno, por ejemplo las reflexiones musicológicas en El libro de la risa y el olvido o sus consideraciones sobre la muerte del hijo de Stalin en La insoportable levedad del ser...
Es cierto. Me gusta de vez en cuando intervenir directamente, como autor, como yo mismo. En este caso, todo depende del tono. Desde la primera palabra mi reflexión tiene un tono lúdico, irónico, provocador, experimental o interrogativo. Toda la sexta parte de La insoportable levedad del ser ("La Gran Marcha") es un ensayo sobre el kitsch que tiene por tesis principal: "El kitsch es la negación absoluta de la mierda". Toda esta meditación sobre el kitsch tiene para mí una importancia capital, hay detrás de ella muchas reflexiones, experiencias, estudios, y hasta pasión, pero el tono nunca es serio: es provocador. Este ensayo es impensable fuera de la novela; es lo que llamo un "ensayo específicamente novelesco".
Ha hablado usted del contrapunto novelesco en tanto que unión de la filosofía del relato y de los sueños. Detengámonos en los sueños. La narración onírica ocupa toda la segunda parte de La vida está en otra parte; en ella se fundamenta la sexta parte de El libro de la risa y el olvido y a través de los sueños de Teresa, recorre La insoportable levedad del ser.
La narración onírica; digamos más bien: la imaginación que, liberada del control de la razón, de la preocupación por lo verosímil, penetra en paisajes inaccesibles a la reflexión racional. El sueño no es más que el modelo de esta clase de imaginación a la que considero la mayor conquista del arte moderno. Pero ¿cómo integrar la imaginación incontrolada en la novela, que, por definición, debe ser un examen lúcido de la existencia? ¿Cómo unir elementos tan heterogéneos? ¡Esto exige una auténtica alquimia! El primero que, me parece, pensó en esta alquimia fue Novalis. En el primer tomo de su novela Heinrich von Ofterdingen, introdujo tres grandes sueños. No se trata de una imitación "realista" de los sueños, como ocurre con Tolstoi o Mann. Es una gran poesía inspirada en la "técnica de imaginación" propia del sueño. Sin embargo no se sentía satisfecho. Le parecía que estos tres sueños formaban en la novela como tres islas separadas. Quiso pues ir más lejos y escribir el segundo tomo de la novela como una narración en la que el sueño y la realidad estuvieran ligados entre sí, mezclados de tal manera que ya fuera imposible distinguirlos. Pero nunca escribió ese segundo tomo. Nos dejó únicamente algunas notas en las que describe su intención estética. La realizó veinte años más tarde Franz Kafka. Sus novelas son la fusión sin fallos del sueño y la realidad. Es a la vez la mirada más lúcida sobre el mundo moderno y la imaginación más desatada. Kafka es, ante todo, una inmensa revolución estética. Un milagro artístico. Vea por ejemplo ese increíble capítulo de El castillo en el que K. hace por primera vez el amor con Frieda. O el capítulo en el que transforma un aula de escuela primaria en un dormitorio para él, Frieda y sus dos ayudantes. Antes de Kafka, tal densidad de imaginación era impensable. Por supuesto, sería ridículo imitarle. Pero al igual que Kafka (y Novalis) siento ese deseo de introducir el sueño, la imaginación propia del sueño, en la novela. Mi forma de hacerlo no es una "fusión de la realidad y el sueño", sino una confrontación polifónica. El relato "onírico" es una de las líneas del contrapunto.
Demos vuelta a la página. Me gustaría que volviéramos sobre la cuestión de la unidad de una composición. Usted definió El libro de la risa y el olvido como "una novela en forma de variaciones". ¿Sigue siendo eso una novela?
Lo que le quita apariencia de novela es la ausencia de unidad de acción. Es difícil imaginar una novela sin ella. Incluso las experimentaciones de la "nueva novela" se fundan en la unidad de acción (o no acción). Sterne y Diderot se divierten haciendo esta unidad extremadamente frágil. El viaje de Jacques y su amo ocupa la menor parte de la novela, es tan sólo un pretexto cómico para encajar otras anécdotas, relatos, reflexiones. Sin embargo este pretexto, esta "caja", hace falta para que la novela sea percibida como novela, o al menos como parodia de novela. No obstante creo que existe algo más profundo que asegura la coherencia de una novela: la unidad temática. Y por otra parte, siempre fue así. Las tres líneas de narración sobre las que se fundamenta Los demonios están unidas por una técnica de fabulación, pero sobre todo por el tema en sí: el de los demonios que poseen al hombre cuando éste pierde a Dios. En cada una de esas lineas de narración el tema es considerado desde otro punto de vista, como algo reflejado en tres espejos. Y es este algo (este algo abstracto que se llama el tema) lo que da al conjunto de la novela una coherencia interior, la menos visible y la más importante. En El libro de la risa y el olvido la coherencia del conjunto está creada únicamente por la unidad de algunos temas (y motivos) que son variados. ¿Es esto una novela? A mi juicio, sí. La novela es una meditación sobre la existencia vista a través de personajes imaginarios.
Si se adhiere uno a una definición tan amplia, ¡se puede llamar novela incluso al Decamerón! ¡Todos los relatos están unidos por el mismo tema del amor y narrados por los mismos diez narradores...
Yo no llevaría tan lejos la provocación como para afirmar que el Decamerón es una novela. A pesar de que en la Europa moderna ese libro fue uno de los primeros intentos de crear una gran composición de prosa narrativa y de que, en calidad de tal, forma parte de la historia de la novela al menos como inspirador y precursor. Como sabe, la novela tomó el camino que tomó. Bien habría podido tomar otro. La forma de la novela es libertad casi ilimitada. La novela no la ha aprovechado a través de su historia. Ha dejado escapar esa libertad. Ha dejado sin explotar muchas posibilidades formales.
Sin embargo, dejando aparte El libro de la risa y el olvido sus novelas también están fundamentadas en la unidad de acción, aunque un poco menos rígida.
Las construyo desde siempre a dos niveles: en un primer nivel compongo la historia novelesca; y por encima, desarrollo los temas. Trabajo los temas sin interrupción dentro y mediante la historia novelesca. Cuando la novela abandona sus temas y se contenta con narrar la historia, resulta llana, sosa.
Por el contrario, puede desarrollarse un tema en solitario, fuera de la historia. Llamo digresión a esta manera de abordar el tema. Digresión quiere decir: abandonar por un momento la historia novelesca. Toda la reflexión sobre el kitsch en La insoportable levedad del ser es, por ejemplo, una digresión: abandono la historia novelesca para atacar mi tema (el kitsch) directamente. Considerada desde ese punto de vista, la digresión no debilita, sino que corrobora la disciplina de la composición. Distingo el motivo del tema: es un elemento del tema o de la historia que vuelve varias veces a lo largo de la novela, siempre en otro contexto; por ejemplo: el motivo del cuarteto de Beethoven que pasa de la vida de Teresa a las reflexiones de Tomás y atraviesa también los diversos temas: el de la gravedad, el del kitsch; o bien el bombín de Sabina, presente en las escenas Sabina‑Tomás, Sabina‑Teresa, Sabina‑Franz, y que introduce también el tema de las "palabras incomprendidas".
¿Qué entiende usted exactamente por tema?
Un tema es una interrogación existencial. Y me doy cuenta, cada vez más, de que semejante interrogación es, a fin de cuentas, el examen de las palabras particulares, de las palabras‑tema. Esto me lleva a insistir: la novela se basa ante todo en algunas palabras fundamentales. Es como la "serie de notas" de Schönberg. En El libro de la risa y el olvido la "serie" es la siguiente: el olvido, la risa, los ángeles, la litost, la frontera. Estas cinco palabras fundamentales se analizan, estudian, definen, vuelven a definirse durante toda la novela y finalmente se transforman en categorías de la existencia. La novela se construye sobre algunas de estas categorías como una casa sobre sus pilares. Los pilares de La insoportable levedad del ser son la gravedad, la levedad, el alma, ei cuerpo, la Gran Marcha, la mierda, el kitsch, la compasión, el vértigo, la fuerza, la debilidad.
Detengámonos en el plano arquitectónico de sus novelas. Todas, salvo una, están divididas en siete partes.
Cuando terminé La broma no tenía motivo alguno para sorprenderme de que tuviera siete partes. A continuación escribí La vida está en otra parte. La novela estaba casi terminada y constaba de seis partes. Me sentí insatisfecho. La historia me parecía llana. De pronto me vino la idea de introducir en la novela una historia que había ocurrido tres años después de la muerte del protagonista (es decir más allá del tiempo de la novela). Es la penúltima parte, la sexta: "El cuarentón". De golpe todo resultó perfecto. Más tarde me di cuenta de que esta sexta parte correspondía extrañamente a la sexta parte de La broma ("Kostka") que, a su vez, introducía en la novela un personaje externo, abría en la pared de la novela una ventana secreta. El libro de los amores ridículos constaba al principio de diez relatos. Cuando redacté el libro definitivo, eliminé tres; el conjunto resultó muy coherente, de tal manera que prefigura ya la composición de El libro de la risa y el olvido: los mismos temas (especialmente el de la mistificación) ligan en un conjunto único siete relatos de los cuales el cuarto y el sexto están además unidos por "el broche" del mismo protagonista: el doctor Havel. En El libro de la risa y el olvido la cuarta y sexta parte están también vinculadas por el mismo personaje: Tamina. Cuando escribí La insoportable levedad del ser quise a toda costa romper la fatalidad del número siete. La novela estaba concebida desde hacía tiempo sobre una trama de seis partes. Pero la primera me parecía siempre informe. Finalmente comprendí que esta parte era en realidad dos, que era como unas hermanas siamesas a quienes, mediante una meticulosa intervención quirúrgica, hay que separar. Cuento todo esto para explicar que no se trata, por mi parte ni de coqueteria supersticiosa con un número mágico, ni cálculo racional sino de un imperativo profundo, inconsciente, incomprensible, arquetipo de la estructura a la que no puedo escapar. Mis novelas son variantes de una misma arquitectura basada en el número siete.
¿Hasta dónde llegar este orden matemático?
Tome La broma. Esa novela está relatada por cuatro personajes: Ludvik, Jaroslav, Kostka y Helena. El monólogo de Ludvik ocupa 2/3 del libro, los monólogos del resto de los personajes ocupan en conjunto 1/3 (Jaroslav 1/6, Kostka 1/9, Helena 1/18). Gracias a esta estructura matemática se determina lo que yo llamaría la iluminación de los personajes. Ludvik se encuentra a plena luz, iluminado desde el interior (por su propio monólogo) y también desde el exterior (todos los demás monólogos perfilan su retrato). Jaroslav ocupa con su monólogo una sexta parte del libro y su autorretrato es corregido desde el exterior por el monólogo de Ludvik. Et caetera. Cada personaje es iluminado por otra intensidad de luz y de una forma distinta. Lucía, uno de los personajes más importantes, no tiene su monólogo y es iluminada únicamente desde el exterior gracias a los monólogos de Ludvik y Kostka. La ausencia de iluminación interior le otorga un carácter misterioso e inasible. Por así decirlo, se encuentra al otro lado del cristal y no se la puede tocar.
¿Ha sido premeditada esa estructura matemática?
No. Descubri todo esto después de la aparición de La broma en Praga, gracias al artículo de un crítico literario checo: "La geometría de La broma". Un texto revelador para mí. Dicho de otro modo, este "orden matemático" se impone espontáneamente como una necesidad de la forma y no necesita cálculos.
Su manía de las cifras ¿proviene acaso de esto? En todas sus novelas enumera tanto las partes como los capítulos.
La división de la novela en partes, de las partes en capítulos, de los capítulos en párrafos, dicho de otro modo la articulación de la novela, la quiero muy clara. Cada una de estas siete partes es un todo en sí. Cada una está caracterizada por su propio modo de narración: por ejemplo, La vida está en otra parte: primera parte: narración "continua" (es decir, con vínculo causal entre los capítulos); segunda parte: narración onírica; tercera parte: narración discontinua (es decir: sin vínculo causal entre los capítulos); cuarta parte: narración polifónica; quinta parte: narración continua; sexta parte: narración continua; séptima parte: narración polifónica. Cada una de ellas tiene su propia perspectiva (es contada desde el punto de vista de otro ego imaginario). Cada una tiene su propia duración: orden de la duración en La broma: muy corta; muy corta; larga; corta; larga; corta; larga. En La vida está en otra parte el orden es inverso: larga; corta; larga; corta; larga; muy corta; muy corta. También quiero que los capítulos sean, cada uno, un pequeño todo en sí. Es por lo que insisto a mis editores que destaquen las cifras y separen bien claramente unos capítulos de otros. (La solución ideal es la de Gallimard: cada capítulo empieza en una nueva página.) Permítame, una vez más, comparar la novela con la música. Una parte es un movimiento. Los capítulos son compases. Estos compases son o bien cortos, o bien largos, o bien de una duración muy irregular. Lo cual nos lleva a la cuestión del tempo. Cada una de las partes de mis novelas podría llevar una indicación musical: moderato, presto, adagio, etc.
¿Está así pues el tempo determinado por la relación entre la duración de una parte y el número de capítulos que contiene?
Mire desde el siguiente punto de vista La vida está en otra parte:
Primera parte: 11 capítulos en 71 páginas; moderato
Segunda parte: 14 capítulos en 31 páginas; allegretto
Tercera parte: 28 capítulos en 82 páginas; allegro
Cuarta parte: 25 capítulos en 30 páginas: prestissimo
Quinta parte: 11 capítulos en 96 páginas; moderato
Sexta parte: 17 capítulos en 26 páginas; adagio
Séptima parte: 23 capítulos en 28 páginas; presto.
Como puede ver: la quinta parte tiene 96 páginas y sólo 11 capítulos; un recorrido lento, tranquilo: moderato. La cuarta parte tiene 30 páginas y 25 capítulos. Lo cual da la impresión de una gran velocidad: prestissimo.
La sexta parte tiene 17 capítulos en sólo 26 páginas. Esto significa, si he comprendido bien, que tiene una frecuencia bastante rápida. ¡Sin embargo usted la cataloga como adagio!
Porque el tempo está determinado por otra cosa más: la relación entre la duración por una parte y el tiempo "real" del acontecimiento relatado. La quinta parte, "El poeta está celoso", representa todo un año de vida, mientras que la sexta parte, "El cuarentón", sólo transcurre en unas horas. La brevedad de los capítulos tiene aquí como función la de detener el tiempo, de fijar un único gran momento... Encuentro los contrastes de los tempi extraordinariamente importantes! Para mí forman con frecuencia parte de la primera idea que me hago, mucho antes de escribirla, de mi novela. A esta sexta parte de La vida está en otra parte, adagio (atmósfera de paz y compasión), le sigue la séptima, presto (atmósfera excitada y cruel). En este contraste final he querido concentrar toda la potencia emocional de la novela. El caso de La insoportable levedad del ser es exactamente el opuesto. Aquí, desde el comienzo del trabajo sabía que la última parte debía ser pianissimo y adagio ("La sonrisa de Karenin": atmósfera tranquila, melancólica, con pocos acontecimientos) y debía ser precedida por otra, fortissimo, prestissimo ("La Gran Marcha": atmósfera brutal, cínica, con muchos acontecimientos).
El cambio de tempo también implica pues el cambio de atmósfera emocional.
Esta es otra gran lección de la música. Cada pasaje de una composición musical actúa sobre nosotros, nos guste o no, mediante una expresión emocional. El orden de los movimientos de una sinfonía o de una sonata quedó determinado, desde siempre, por la regla, no escrita de la alternancia entre los movimientos lentos y los movimientos rápidos, lo cual signnificaba casi automáticamente: movimientos tristes y movimientos alegres. Estos contrastes emocionales pronto se convirtieron en un siniestro estereotipo que sólo los grandes maestros han sabido (y no siempre) superar. En este sentido, admiro, por poner un ejemplo archiconocido la sonata de Chopin aquella cuyo tercer movimiento es la marcha fúnebre. ¿Qué más podía añadirse después de ese gran adiós? ¿Terminar la sonata como de costumbre con un rondó vivo? Ni el propio Beethoven en su sonata op. 26 escapa a ese estereotipo al poner a continuación de la marcha fúnebre( que es también el tercer movimiento) un final alegre. El cuarto movimiento en la sonata de Chopin es del todo extraño: pianissimo, rápido, breve; sin melodía alguna, absolutamente nada sentimental: una borrasca en la lejanía, un ruido sordo anunciando el olvido definitivo. La proximadad de estos dos movimientos (sentimental‑no sentimental) le pone a uno un nudo en la garganta. Es absolutamente original. Digo esto para que comprenda que componer una novela es yuxtaponer diferentes espacios emocionales, y que en esto estriba, a mi juicio, el arte más sutil de un novelista.
¿Ha influido mucho su educación musical en su escritura?
Hasta los veinticinco años me sentía mucho más atraído por la música que por la literatura. Lo mejor que hice en aquel entonces fue una composición para cuatro instrumentos: piano, viola, clarinete y batería. Prefiguraba casi caricaturescamente la arquitectura de mis novelas, cuya existencia futura, por aquel entonces, ni siquiera sospechaba. Esta Composición para cuatro instrumentos está dividida, ¡imaginese!, en siete partes. Como ocurre en mis novelas, el conjunto está compuesto por partes formalmente muy heterogéneas (jazz; parodia de un vals; fuga; coral; etc.) y cada una de ellas tiene una orquestación diferente (piano, viola; piano solo; viola, clarinete; batería; etc.). Esta diversidad formal está equilibrada por una gran unidad temática: desde el comienzo hasta el fin sólo se elaboran dos temas: el A y el B. Las tres últimas partes se basan en una polifonía que consideré entonces muy original, la evolución simultánea de dos temas diferentes y emocionalmente contradictorios; por ejemplo, en la última parte: se repite en un magnetófono la grabación del tercer movimiento (el tema A concebido como una coral solemne para clarinete, viola, piano) mientras, al mismo tiempo, la bateria y la trompeta (el clarinetista debía cambiar el clarinete por una trompeta) intervienen con una variación (al estilo "bárbaro") del tema B. Otra curiosa semejanza: en la sexta parte aparece una sola vez un nuevo tema, el C, exactamente igual que el Kostka de La broma o el cuarentón de La vida está en otra parte. Le cuento todo esto para demostrarle que la forma de una novela, su "estructura matemática", no es algo calculado, es un imperativo inconsciente, una obsesión. Antes, pensé incluso que esta forma que me obsesiona era una especie de definición algebraica de mi propia persona, pero, un día, hace unos años, examinando más atentamente el cuarteto Op. 131 de Beethoven, tuve que abandonar esta concepción narcisista y subjetiva de la forma. Mire:
Primer movimiento: lento; forma de fuga; 7,21 minutos
Segundo movimiento: rápido; forma no clasificable; 3,26 minutos
Tercer movimiento: lento; simple exposición de un único tema; 0,51 minutos
Cuarto movimiento: lento y rápido; forma de variaciones; 13,48 minutos
Quinto movimiento: muy rápido; scherzo; 5,35 minutos
Sexto movimiento: muy lento; simple exposición de un único tema; 1,58 minutos
Séptimo movimiento: rápido; forma‑sonata; 6,30 minutos
Beethoven quizá sea el mayor arquitecto de la música post‑bachiana. El heredó de la sonata concebida como un ciclo de cuatro movimientos, con frecuencia bastante arbitrariamente ensamblados, del que el primero (escrito en forma‑sonata) era siempre de mayor importancia que los movimientos siguientes (escritos en forma de rondó, de minueto, etc.). Toda la evolución artística de Beethoven está marcada por la voluntad de transformar este ensamblaje en una auténtica unidad. Así, en sus sonatas para piano, desplaza poco a poco el centro de gravedad del primero al último movimiento, reduce con frecuencia la sonata a únicamente dos partes (a veces separadas por un movimiento‑interludio, como es el caso de las sonatas op . 27 No.2 y op. 53, a veces directamente yuxtapuestas como es el caso de la sonata op. 111), trabaja los mismos temas en diferentes movimientos, etc. Pero al mismo tiempo intenta introducir en esta unidad un máximo de diversidad formal. Inserta muchas veces una gran fuga en sus sonatas, señal de una valentía extraordinaria ya que, en una sonata, la fuga debía parecer, por aquel entonces, algo tan heterogéneo como el ensayo sobre la degradación de los valores en la novela de Broch. El cuarteto op. 131 es la cima de la perfección arquitectónica. Sólo quiero llamar su atención sobre un único detalle del que ya hemos hablado: la diversidad de las duraciones. ¡El tercer movimiento es quince veces más corto que el movimiento siguiente! ¡Y son precisamente los dos movimientos tan extrañamente cortos (el tercero y el sexto) los que unen y mantienen unidas estas siete partes tan diversas! Si todas esas partes fueran más o menos de la misma duración, la unidad fracasaría. ¿Por qué? No sé explicarlo. Es así. Siete partes de idéntica duración serían como siete enormes armarios colocados uno al lado de otro. Sobre esto, otro ejemplo; el primer disco de mi vida fue el concierto de Bach para cuatro pianos, según Vivaldi. Tenía por entonces apenas diez años y me sentí absolutamente fascinado por el segundo movimiento, largo. ¿Qué tiene de tan extraordinario este movimiento? Su forma es A‑B‑A. Tema A: un diálogo muy sencillo entre un piano y la orquesta ‑ 70 segundos. Tema B: los cuatro pianos sin orquesta, ninguna melodía, una simple secuencia de acordes una superficie inmóvil de agua ‑ 105 segundos. Y luego nuevamente el tema A, ¡pero solamente uno o dos compases ‑ 10 segundos! Imagínese ese largo compuesto solamente de dos partes: A‑B. Sin estos diez segundos de vuelta al tema, no se sostendría. O bien imagine el tema A repetido enteramente: 70 segundos ‑ 105 segundos ‑ 70 segundos. Fastidiosa simetría. ¡En efecto, la simetría del esquema (A‑B‑A) necesitaba ser compensada con la asimetría radical de las duraciones! Lo que me había pues entusiasmado de niño en ese largo era la belleza de las proporciones. Belleza matemática 70‑105‑10; lo que significa:

10x7-15x7-(10x7)/7 lo que signifca: 2-3-2/7

Pero dejemos eso.
Apenas ha hablado de La despedida.
Sin embargo, en cierto sentido, es la novela que más quiero. Al igual que El libro de los amores ridículos me ha divertido más escribirla, me ha proporcionado más placer que las otras. Mi estado de ánimo era distinto. La escribí más rápido también.
Sólo consta de cinco partes.
Se apoya en un arquetipo formal muy distinto de mis otras novelas. Es absolutamente homogénea, sin digresiones, compuesta de una única materia, relatada en el mismo tempo, es muy teatral, estilizada, basada en la forma del vaudeville. En El libro de los amores ridículos puede leer el relato "Symposion". Es una alusión paródica al Symposion (El banquete) de Platón. Largas discusiones sobre el amor. Ahora bien, ese "Symposion" está compuesto exactamente igual que La despedida: vaudeville en cinco actos.
¿Qué significa pará usted la palabra vaudeville?
Una forma que valoriza enormemente la intriga con todo su aparato de coincidencias inesperadas y exageradas. Labiche. Nada más sospechoso en una novela, más ridículo, pasado de moda de mal gusto, que la intriga con sus excesos vaudévilescos. A partir de Flaubert, los novelistas intentan eliminar los artificios de la intriga, pasando con frecuencia a ser así la novela más gris que la más gris de las vidas. Sin embargo, los primeros novelistas no han sentido estos escrúpulos ante lo improbable. En el primer libro de Don Quijote, hay una taberna en algún lugar de España en la que todo el mundo se encuentra por pura casualidad: don Quijote, Sancho Panza, sus amigos el barbero y el cura, luego Cardenio, un joven a quien un tal don Fernando ha robado la novia, Lucinda; poco más tarde también Dorotea, la novia abandonada por el mismo don Fernando, y más tarde aún el propio don Fernando con Lucinda, luego un oficial que se escapó de una prisión mora, y luego su hermano que le busca desde hace años y su hija Clara, y además el amante de Clara que la persigue, perseguido a su vez por los sirvientes de su propio padre... Acumulación de coincidencias y encuentros totalmente improbables. Pero no hay que considerarlo, en Cervantes, como una ingenuidad o una torpeza. Las novelas de entonces todavía no habían establecido con el lector el pacto de la verosimilitud. No querían simular lo real, querían divertir, asombrar sorprender embelesar. Eran lúdicas y en ello consistía su virtuosismo. El comienzo del siglo XIX representa un cambio enorme en la historia de la novela. Diría casi un choque. El imperativo de la imitación de lo real ha transformado de golpe en ridícula la taberna de Cervantes. El siglo XX se subleva con frecuencia contra la herencia del siglo XIX. Sin embargo, el regreso a la taberna cervantesca ya no es posible. Entre ella y nosotros se interpuso de tal modo la experiencia del realismo del XIX que el juego de las coincidencias improbables ya no puede ser inocente. O bien es intencionadamente divertido, irónico, paródico (Los sótanos del Vaticano o Ferdydurke, por ejemplo), o bien fantástico, onírico. Este es el caso de la primera novela de Kafka: América. Lea el primer capítulo, el encuentro del todo inverosímil de Karl Rossmann y su tío: es como un recuerdo nostálgico de la taberna cervantesca. Pero en esta novela las circunstancias inverosímiles (léase imposibles) se evocan con tal minuciosidad, con tal ilusión de lo real que se tiene la impresión de entrar en un mundo que, aunque inverosímil, es más real que la realidad. Recordemoslo bien: Kafka entró en su primer universo "supra‑real" (en su primera "fusión de lo real y del sueño") a través de la taberna de Cervantes, por la puerta vaudevilesca.
El término vaudeville sugiere la idea de una diversión.
En sus comienzos, la gran novela europea era una diversión ¡y todos los auténticos novelistas sienten nostalgia de aquello! La diversión no excluye en absoluto la gravedad. En La despedida uno se pregunta: ¿merece el hombre vivir en esta tierra, no hay que "liberar el planeta de las garras del hombre"? Unir la extrema gravedad de la pregunta a la extrema levedad de la forma es desde siempre mi ambición. Y no se trata exclusivamente de una ambición artística. La unión de un estilo frívolo y un tema grave desvela la terrible insigficancia de nuestros dramas (tanto los que ocurren en nuestras camas como los que representamos en el gran escenario de la Historia).
Por lo tanto hay dos formas‑arquetipo en sus novelas: 1. la composición polifónica que une elementos heterogéneos en una arquirectura basada en el número siete; 2. la composición vaudevilesca, homogénea, teatral y que roza lo inverosímil.
Sueño siempre con una gran infidelidad inesperada. Pero por el momento no he logrado escapar a la bigamia de estas dos formas.

29 jul 2010

Apuntes para las memorias de un ladrón de libros...

UNO
 Hubo un tiempo en que no pasaba día en que yo no robara un libro. No era que me faltara dinero; pero no hay dinero suficiente para poseer todos los libros que uno necesita leer o, simplemente, mirar, sostener, acariciar, saber que se los tiene, que son nuestros porque ya no son de ellos.

DOS
 Y, sí, había algo de Robin Hood en eso de robar libros en las librerías de Buenos Aires, la ciudad en la que nací y aprendí a leer.
Insisto, ya lo dije: yo era hijo de padres de clase media-alta. Cultos y reconocidos en sus respectivos oficios. Padres que me regalaban libros para mis cumpleaños y no dudaban en darme dinero para comprar libros. Pero, claro, dentro de un esquema à la Bosque de Sherwood, mi biblioteca era tan pequeña y humilde si se la comparaba con los ricos y abundantes estantes de las librerías.
Y el otro día leí que “el robar libros es la forma más egoísta del robo”.
No estoy de acuerdo.Robar libros es, en realidad, una forma deportiva de la literatura. Cuando escribimos o leemos estamos sentados o acostados, casi inmóviles. Cuando robamos libros, en cambio, el músculo de nuestro cerebro actúa en perfecta comunión con los músculos de nuestro cuerpo. Cuando se roban libros, uno piensa y actúa y, de algún modo, uno lee y escribe.
Cuando se roban libros, uno es persona y personaje.

TRES
Y abundan los casos de ladrones de libros de ficción yendo desde Las aventuras de Augie March de Saul Bellow a Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Y he perdido la cuenta de los lectores malditos que se roban el Necronomicon y sucumben a su lectura en los horrores de H. P. Lovecraft. Existen, también, variedades del asunto más sofisticadas, como la que practicó Joe Orton cuando sacaba libros de las bibliotecas públicas, alteraba portadas y blurbs y los devolvía cambiados para siempre.
Y aun así, todas estas hazañas de personajes o personas siempre se nos antojan pálidas e inferiores a las nuestras. Porque es imposible que otros –aunque estén mejor escritos y descritos– sientan la intransferible intensidad de lo que siente uno en los momentos previos a robar un libro, en el instante preciso en que lo roba, en el extático minuto después, cuando uno descubre, una vez más, que ha salido de allí y se ha salido con la suya sin ser descubierto.
CUATRO
 La edad dorada de mi carrera como ladrón de libros tuvo lugar entre los años 1980 y 1985. No existían todavía los controles electrónicos ni los listados informatizados. Todo era unplugged artesanal, verdaderamente artístico.
Y –no me pregunten cómo, no tengo explicación– luego de entrar a la inminente escena del crimen y de seleccionar a mi inmediata víctima, yo sentía casi físicamente cómo era envuelto por una suerte de aura o de halo que me volvía invisible para los empleados de la librería. Algo fuera de este mundo que me capacitaba para hacer lo que quisiera, para llevarme lo que más deseaba. No importaba el tamaño del libro o su valor. Ese libro estaba allí para ser mío, para ser raptado por el más amoroso de los captores, para salir de allí y entrar a mi habitación. Para que sólo lo tocaran mis manos.
En algún momento –por acto reflejo o mecanismo de defensa, uno tiende a reglamentar a los milagros con la esperanza de así poder convocarlos a voluntad– me dije que yo era un elegido, sí, pero que no debía malgastar o degradar mi don robando libros que no me fueran a servir o que no me resultaran indispensables para convertirme en el escritor que yo quería ser.
Y, por supuesto, enseguida me dije a mí mismo que todo libro me era indispensable y, por lo tanto, digno del honor de ser robado.
CINCO
 Así, fui acumulando hazañas que hoy recuerdo con la melancolía y admiración que se dedica a ciertas estampas y postales de nuestra juventud.
Así, robé a la vista de todos un voluminoso hardcover de la biografía de James Joyce firmada por Richard Ellmann.
Y así, una mañana perfecta de invierno, desafié a quien por entonces era un buen amigo y rival, a otro consumado ladrón de libros, al reto definitivo.
El y yo nos situamos en uno de los extremos de la Avenida Corrientes de Buenos Aires, famosa por la cantidad de librerías que albergaba y que, creo, escribo esto tan lejos de allí, sigue albergando. Y nos propusimos –cada uno de nosotros situados en una de las márgenes de la avenida, escogida previamente luego de arrojar una moneda al aire– robar los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. En orden de publicación.
Debo decir que yo lo conseguí y él no y que nuestra amistad nunca volvió a ser la misma.
SEIS
 Con el tiempo, claro, fui desarrollando ciertas técnicas más sofisticadas que el simple y físico ocultamiento bajo el abrigo. La que mejor resultado me dio era la de escoger el libro a robar, irme a un rincón poco frecuentado de la librería, dedicármelo a mí mismo y luego acercarme a cualquiera de los empleados, mostrarle el libro que alguien me había “regalado”, preguntarles si tenían otro ejemplar, averiguar el precio, suspirar un “Es muy caro; mejor le presto el mío” y salir de allí con mi copia de las Collected Stories de Francis Scott Fitzgerald (la categoría Collected o Complete es tan robable) súbitamente legalizado y de mi propiedad. A veces, cuando el libro a robar era de un autor próximo y vivo, yo no dudaba en autodedicármelo con palabras emocionadas y agradecidas.

SIETE
 Y, por supuesto, hubo más de una ocasión en que algo salía mal, en que la protección del escudo dorado se desvanecía a último momento y uno se veía obligado a correr, calle abajo, perseguido por algún librero.
Recuerdo que yo huía con La naranja mecánica en el bolsillo interior de mi chaqueta, y doblé una esquina, y arrojé un billete sobre un mostrador, y entré a un cine donde se proyectaba Los cazadores del arca perdida.
Ya la había visto varias veces, me la sabía de memoria, ya había comenzado esa sesión; pero había algo justiciero y poético en la idea de que un consumado ladrón de tesoros arqueológicos diera refugio a un joven ladrón de libros, pensé entonces, pienso ahora.
OCHO
 Ahora, en perspectiva, nada me cuesta considerar a ese episodio Burgess/Spielberg como el principio del fin.
Continué robando libros por un tiempo. Pero ya no experimentaba el mismo placer de antes. Me sentía más inseguro. Sin ganas.
Al poco tiempo publiqué mi primera colección de cuentos y así llegó ese momento epifánico en el que –en una feria del libro, en uno de esos virtuales estadios olímpicos para ladrones de libros– contemplé cómo un joven robaba uno de mis libros y, después, me lo ofrecía para que se lo dedicara. “Para X, quien me ha regalado la inmensa felicidad de ver cómo se robaba para leer el libro que yo escribí”, puse en la primera página.
El joven leyó la dedicatoria y me sonrió con una mezcla de orgullo y vergüenza. Más orgullo que vergüenza.
Supe entonces que yo ya había pasado, sin pasaje de vuelta, al otro lado del asunto. Y que –como el drugo Alex al final de La naranja mecánica– yo, completa, desgraciada e irreversiblemente, “estaba curado”.

28 jul 2010

"La conjuración de las palabras"

Érase un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer a un viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal edificio en el estante de su dueto, la tabla que lo sostenía amenazaba desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía, un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y a la posteridad el nombre, y significación de aquel gran monumento.
Por dentro era mi laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se le igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus números llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres corredores o crujías muy grandes, y en estas crujías se hallaban innumerables celdas, ocupadas por los ochocientos o novecientos mil seres que en aquel vastísimo recinto tenían su habitación. Estos seres se llamaban palabras.
***
Una mañana sintiose gran ruido de voces, putadas, choque de armas, roce de vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se levantara y vistiese a toda prisa, apercibiéndose para una tremenda batalla. Y a la verdad, cosa de guerra debía de ser, porque a poco rato salieron todas o casi todas las palabras del Diccionario, con fuertes y relucientes armas, formando un escuadrón tan grande que no cupiera en la misma Biblioteca Nacional. Magnífico y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino, que en el propio estante se hallaba a la sazón.
Avanzó la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio. Trataré de describir el orden y aparato de aquel ejército, siguiendo fielmente la veraz, escrupulosa y auténtica narración de mi amigo el Flos sanctorum.
Delante marchaban unos heraldos llamados Artículos, vestidos con magníficas dalmáticas y cotas de finísimo acero: no llevaban armas, y si los escudos de sus señores los Sustantivos, que venían un poco más atrás. Éstos, en número casi infinito, eran tan vistosos y gallardos que daba gozo verlos. Unos llevaban resplandecientes armas del más puro metal, y cascos en cuya cimera ondeaban plumas y festones; otros vestían lorigas de cuero finísimo, recamadas de oro y plata; otros cubrían sus cuerpos con luengos trajes talares, a modo de senadores venecianos. Aquéllos montaban poderosos potros ricamente enjaezados, y otros iban a pie. Algunos parecían menos ricos y lujosos que los demás; y aun puede asegurarse que había bastantes pobremente vestidos, si bien éstos eran poco vistos, porque el brillo y elegancia de los otros, como que les ocultaba y obscurecía. Junto a los Sustantivos marchaban los Pronombres, que iban a pie y delante, llevando la brida de los caballos, o detrás, sosteniendo la cola del vestido de sus amos, ya guiándoles a guisa de lazarillos, ya dándoles el brazo para sostén de sus flacos cuerpos, porque, sea dicho de paso, también había Sustantivos muy valetudinarios y decrépitos, y algunos parecían próximos a morir. También se veían no pocos Pronombres representando a sus amos, que se quedaron en cama por enfermos o perezosos, y estos Pronombres formaban en la línea de los Sustantivos como si de tales hubieran categoría. No es necesario decir que los había de ambos sexos; y las damas cabalgaban con igual donaire que los hombres, y aun esgrimían las armas con tanto desenfado como ellos.
Detrás venían los Adjetivos, todos a pie; y eran como servidores o satélites de los Sustantivos, porque formaban al lado de ellos, atendiendo a sus órdenes para obedecerlas. Era cosa sabida que ningún caballero Sustantivo podía hacer cosa derecha sin el auxilio, de un buen escudero de la honrada familia de los Adjetivos; pero éstos, a pesar de la fuerza y significación que prestaban a sus amos, no valían solos ni un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto quedaban solos. Eran brillantes y caprichosos sus adornos y trajes, de colores vivos y formas muy determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo, éste tomaba el color y la forma de aquéllos, quedando transformado al exterior, aunque en esencia el mismo.
Como a diez varas de distancia venían los Verbos, que eran unos señores de lo más extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía.
No es posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus facciones, ni contar su edad, ni describirlos con precisión y exactitud. Basta saber que se movían mucho y a todos lados, y tan pronto iban hacia atrás como hacia delante, y se juntaban dos para andar emparejados. Lo cierto del caso, según me aseguré el Flos sanctorum, es que sin los tales personajes no se hacía cosa a derechas en aquella República, y, si bien los Sustantivos eran muy útiles, no podían hacer nada por sí, y eran como instrumentos ciegos cuando algún señor Verbo no los dirigía. Tras éstos venían los Adverbios, que tenían cataduras de pinches de cocina; como que su oficio era prepararles la comida a los Verbos y servirles en todo. Es fama que eran parientes de los Adjetivos, como lo acreditaban viejisímos pergaminos genealógicos, y aun había Adjetivos que desempeñaban en comisión la plaza de Adverbios, para lo cual bastaba ponerles una cola o falda que, decía: mente.
Las Preposiciones, eran enanas; y más, que personas parecían cosas, moviéndose iban junto a los Sustantivos para llevar recado a algún Verbo, o viceversa. Las Conjunciones andaban por todos lados metiendo bulla; y una de ellas especialmente, llamada que, era el mismo enemigo y a todos los tenía revueltos y alborotados, porque indisponía a un señor Sustantivo con un señor Verbo, y a veces trastornaba lo que éste decía, variando completamente el sentido. Detrás de todos marchaban las interjecciones, que no tenían cuerpo, sino tan sólo cabeza con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y se manejaban solas; que, aunque pocas en número, es fama que sabían hacerse valer.
De estas palabras, algunas eran nobilísimas, y llevaban en sus escudos delicadas empresas, por donde se venía en conocimiento de su abolengo latino o árabe; otras, sin alcurnia antigua de que vanagloriarse, eran nuevecillas, plebeyas o de poco más o menos. Las nobles las trataban con desprecio. Algunas había también en calidad de emigradas de Francia, esperando el tiempo de adquirir nacionalidad. Otras, en cambio, indígenas hasta la pared de enfrente, se caían de puro viejas, y yacían arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración a sus arrugas; y las había tan petulantes y presumidas, que despreciaban a las demás mirándolas enfáticamente.
Llegaron a la plaza del Estante y la ocuparon de punta a punta. El verbo Ser hizo una especie de cadalso o tribuna con dos admiraciones y algunas comas que por allí rodaban, y subió a él con intención de despotricarse; pero le quitó la palabra un Sustantivo muy travieso y hablador, llamado Hombre, el cual, subiendo a los hombros de sus edecanes, los simpáticos Adjetivos Racional y Libre, saludó a la multitud, quitándose la H, que a guisa de sombrero le cubría, y empezó a hablar en estos o parecidos términos:
«Señores: La osadía de los escritores españoles ha irritado nuestros ánimos, y es preciso darles justo y pronto castigo. Ya no les basta introducir en sus libros contrabando francés, con gran detrimento de la riqueza nacional, sino que cuando por casualidad se nos emplea, trastornan nuestro sentido y nos hacen decir lo contrario de nuestra intención. (Bien, bien.) De nada sirve nuestro noble origen latino, para que esos tales respeten nuestro significado. Se nos desfigura de un modo que da grima y dolor. Así, permitidme que me conmueva, porque las lágrimas brotan de mis ojos y no puedo reprimir la emoción». (Nutridos aplausos.)
El orador se enjugó las lágrimas con la punta de la e, que de faldón le servía, y ya se preparaba a continuar, cuando le distrajo el rumor de una disputa que no lejos se había entablado.
Era que el Sustantivo Sentido estaba dando de mojicones al Adjetivo Común, y le decía:
«Perro, follón y sucio vocablo; por ti me traen asendereado, y me ponen como salvaguardia de toda clase de destinos. Desde que cualquier escritor no entiende palotada de una ciencia, se escuda con el Sentido Común, y ya le parece que es el más sabio de la tierra. Vete, negro y pestífero Adjetivo, lejos de mí, o te juro que no saldrás, con vida de mis manos.
Y al decir esto, el Sentido enarboló la t, y dándole un garrotazo con ella a su escudero, le dejó tan malparado, que tuvieron que ponerle un vendaje en la o, y bizmarle las costillas de la m, porque se iba desangrando por allí a toda prisa.
«Haya paz, señores -dijo un Sustantivo Femenino llamado Filosofía, que con dueñescas tocas blancas apareció entre el tumulto. Mas en cuanto le vio otra palabra llamada Música, se echó sobre ella y empezó a mesarla los cabellos y a darla coces, cantando así:
-Miren la bellaca, la sandía, la loca; ¿pues no quiere llevarme encadenada -con una Preposición, diciendo que yo tengo Filosofía? Yo no tengo sino Música, hermana. Déjeme en paz y púdrase de vieja en compañía de la Alemana, que es obra vieja loca.
-Quita allá, bullanguera -dijo la Filosofía arrancándole a la Música el penacho o acento que muy erguido sobre la u llevaba: -quita allá, que para nada vales, ni sirves más que de pasatiempo pueril.
-Poco a poco, señoras mías -gritó un Sustantivo, alto, delgado, flaco y medio tísico, llamado el Sentimiento. A ver, señora Filosofía, si no me dice usted esas cosas a mi hermana o tendremos que vernos las caras. Estese usted quieta y deje a Perico en su casa, porque todos tenemos trapitos que la lavar, y si yo saco los suyos, ni con colada habrán de quedar limpios.
-Miren el mocoso -dijo la Razón que andaba por allí en paños menores y un poquillo desmelenada, -¿qué sería de estos badulaques sin mí? No reñir, y cada uno a su puesto, que si me incomodo...
-No ha de ser -dijo el Sustantivo Mal, que en todo había de meterse.
-¿Quién le ha dado a usted vela en este entierro, tío Mal? Váyase al Infierno, que ya está de más en el mundo.
-No, señoras, perdonen usías, que no estoy sino muy retebién. Un poco decaidillo andaba; pero después que tomó este lacayo, que ahora me sirve, me voy remediando.- Y mostró un lacayo que era el Adjetivo Necesario.
-Quítenmela, que la mato -chillaba la Religión, que había venido a las manos con la Política;- quítenmela que me ha usurpado el nombre para disimular en el mundo sus socaliñas y gatuperios.
-Basta de indirectas. ¡Orden! -dijo el Sustantivo Gobierno, que se presentó para poner paz en el asunto.
Déjalas que se arañen, hermano -observó la Justicia-; déjelas que se arañen que ya sabe vuecencia que rabian de verse juntas. Procuremos nosotros no andar también a la greña, y adelante con los faroles.
¡Mientras esto ocurría, se presentó un gallardo Sustantivo, vestido con relucientes armas, y trayendo un escudo con peregrinas figuras y lema de plata y oro. Llamábase el Honor y venía a quejarse de los innumerables desatinos que hacían los humanos en su nombre, dándole las más raras aplicaciones, y haciéndole significar lo que más les venía a cuento. Pero el Sustantivo Moral, que estaba en un rincón atándose un hilo en l que se le había roto en la anterior refriega, se presentó, atrayendo la atención general. Quejose de que se le subían a las barbas ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó diciendo que no le gustaban ciertas compañías y que más le valiera andar solo, de lo cual se rieron otros muchos Sustantivos fachendosos que no llevaban nunca menos de seis Adjetivos de servidumbre.
Entretanto, la Inquisición, una viejecilla que no se podía tener, estaba pesando fuego a una hoguera que había hecho con interrogantes gastados, palos de T y paréntesis rotos, en la cual hoguera dicen que quería quemar a la Libertad, que andaba dando zancajos por allí con muchísima gracia y desenvoltura. Por otro lado estaba el Verbo Matar dando grandes voces, y cerrando el puño con rabia, decía de vez en cuando:
«¡Si me conjugo...!
Oyendo lo cual el Sustantivo Paz, acudió corriendo tan a prisa, que tropezó en la ¿con que venía calzada, y cayó cuan larga era, dando un gran batacazo.
Allá voy -gritó el Sustantivo Arte, que ya se había metido a zapatero.- Allá voy a componer este zapato, que es cosa de mi incumbencia.
Y con unas comas le clavó la z a la Paz, que tomó vuelo, y se fue a hacer cabriolas ante el Sustantivo Cañón, de quien dicen estaba perdidamente enamorada.
No pudiendo ni el Verbo Ser, ni el Sustantivo Hombre, ni el Adjetivo Racional, poner en orden a aquella gente, y comprendiendo que de aquella manera iban a ser vencidos en la desigual batalla que con los escritores españoles tendrían que emprender, resolvieron volverse a su casa. Dieron orden de que cada cual entrara en su celda, y así se cumplió; costando gran trabajo encerrar a algunas camorristas que se empeñaban en alborotar y hacer el coco.
Resultaron de este tumulto bastantes heridos, que aún están en el hospital de sangre o sea Fe de erratas del Diccionario. Han determinado congregarse de nuevo para examinar los medios de imponerse a la gente de letras. Se están redactando las pragmáticas que establecerán el orden en las discusiones. No tuvo resultado el pronunciamiento, por gastar el tiempo los conjurados en estériles debates y luchas de amor propio, en vez de congregarse para combatir al enemigo común: así es que concluyó aquello como el Rosario de la Aurora.
El Flos sanctorum me asegura que la Gramática había mandado al Diccionario una embajada de géneros, números y casos, para ver si por las buenas y sin derramamiento de sangre se arreglaba los trastornados asuntos de la Lengua Castellana.

26 jul 2010

POEMAS EN TORNO A LA CREACIÓN POÉTICA

LA POESÍA
En ocasiones, raramente, solía encenderse el salón al atardecer, y el sonido del piano llenaba la casa, acogiéndome cuando yo llegaba al pie de la escalera de mármol hueca y resonante, mientras el resplandor vago de la luz que se deslizaba allá arriba en la galería, me aparecía como un cuerpo impalpable, cálido y dorado, cuya alma fuese la música.
¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.
Así, en el sueño inconsciente del alma infantil, apareció ya el poder mágico que consuela de la vida, y desde entonces así lo veo flotar ante mis ojos: tal aquel resplandor vago que yo veía dibujarse en la oscuridad, sacudiendo con su ala palpitante las notas cristalinas y puras de la melodía.


A UN POETA FUTURO
No conozco a los hombres. Años llevo
De buscarles y huirles sin remedio.
¿No les comprendo? ¿O acaso les comprendo
Demasiado? Antes que en estas formas
Evidentes, de brusca carne y hueso,
Súbitamente rotas por un resorte débil
Si alguien apasionado les allega,
Muertos en la leyenda les comprendo
Mejor. Y regreso de ellos a los vivos,
Fortalecido amigo solitario,
Como quien va del manantial latente
Al río que sin pulso desemboca.
No comprendo a los ríos. Con prisa errante pasan
Desde la fuente al mar, en ocio atareado,
Llenos de su importancia, bien fabril o agrícola;
La fuente, que es promesa, el mar sólo la cumple,
El multiforme mar, incierto y sempiterno.
Como en fuente lejana, en el futuro
Duermen las formas posibles de la vida
En un sueño sin sueños, nulas e inconscientes,
Prontas a reflejar la idea de los dioses.
Y entre los seres que serán un día
Sueñas tu sueño, mi imposible amigo.
No comprendo a los hombres. Mas algo en mí responde
Que te comprendería, lo mismo que comprendo
Los animales, las hojas y las piedras,
Compañeros de siempre silenciosos y fieles.
Todo es cuestión de tiempo en esta vida,
Un tiempo cuyo ritmo no se acuerda,
Por largo y vasto, al otro pobre ritmo
De nuestro tiempo humano corto y débil.
Si el tiempo de los hombres y el tiempo de los dioses
Fuera uno, esta nota que en mí inaugura el ritmo,
Unida con la tuya se acordaría en cadencia,
No callando sin eco entre el mudo auditorio.
Mas no me cuido de ser desconocido
En medio de estos cuerpos casi contemporáneos,
Vivos de modo diferente al de mi cuerpo
De tierra loca que pugna por ser ala
Y alcanzar aquel muro del espacio
Separando mis años de los tuyos futuros.
Sólo quiero mi brazo sobre otro brazo amigo,
Que otros ojos compartan lo que miran los míos.
Aunque tú no sabrás con cuánto amor hoy busco
Por ese abismo blanco del tiempo venidero
La sombra de tu alma, para aprender de ella
A ordenar mi pasión según nueva medida.
Ahora, cuando me catalogan ya los hombres
Bajo sus clasificaciones y sus fechas,
Disgusto a uno por frío y a los otros por raro,
Y en mi temblor humano hallan reminiscencias
Muertas. Nunca han de comprender que si mi lengua
El mundo cantó un día, fue amor quien la inspiraba.
Yo no podré decirte cuánto llevo luchando
Para que mi palabra no se muera
Silenciosa conmigo, y vaya como un eco
A ti, como tormenta que ha pasado
Y un son vago recuerda por el aire tranquilo.
Tú no conocerás cómo domo mi miedo
Para hacer de mi voz, mi valentía,
Dando al olvido inútiles desastres
Que pululan en torno y pisotean
Nuestra vida con estúpido gozo,
La vida que serás y que yo casi he sido.
Porque presiento en este alejamiento humano
Cuán míos habrán de ser los hombres venideros,
Cómo esta soledad será poblada un día,
Aunque sin mí, de camaradas puros a tu imagen.
Si renuncio a la vida es para hallarla luego
Conforme a mi deseo, en tu memoria.
Cuando en hora tardía, aún leyendo
Bajo la lámpara luego me interrumpo
Para escuchar la lluvia, pesada tal borracho
Que orina en la tiniebla helada de la calle,
Algo débil en mí susurra entonces:
Los elementos libres que aprisiona mi cuerpo
¿Fueron sobre la tierra convocados
Por esto sólo? ¿Hay más? Y si lo hay ¿adónde
Hallarlo? No conozco otro mundo si no es este,
Y sin ti es triste a veces. Ámame con nostalgia,
Como a una sombra, como yo he amado
La verdad del poeta bajo nombres ya idos.
Cuando en días venideros, libre el hombre
Del mundo primitivo a que hemos vuelto
De tiniebla y de horror, lleve el destino
Tu mano hacia el volumen donde yazcan
Olvidados mis versos, y lo abras,
Yo sé que sentirás mi voz llegarte,
No de la letra vieja, mas del fondo
Vivo en tu entraña, con un afán sin nombre
Que tú dominarás. Escúchame y comprende.
En sus limbos mi alma quizá recuerde algo,
Y entonces en ti mismo mis sueños y deseos
Tendrán razón al fin, y habré vivido.

LA POESÍA
Para tu siervo el sino le escogiera,
Y absorto y entregado, el niño
¿Qué podía hacer sino seguirte?
El mozo luego, enamorado, conocía
Tu poder sobre él, y lo ha servido
Como a nada en la vida, contra todo.
Pero el hombre algún día, al preguntarse:
La servidumbre larga qué le ha deparado,
Su libertad envidió a uno, a otro su fortuna.
Y quiso ser él mismo, no servirte
Más, y vivir para sí, entre los hombres.
Tú le dejaste, como a un niño, a su capricho.
Pero después, pobre sin ti de todo,
A tu voz que llamaba, o al sueño de ella,
Vivo en su servidumbre respondió: «Señora».

23 jul 2010

Sueños

1. Soñé que Georges Perec tenía tres años y visitaba mi casa. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que era un niño precioso.
2. A medio hacer quedamos, padre, ni cocidos ni crudos, perdidos en la grandeza de este basural interminable,errando y equivocándonos, matando y pidiendo perdón, maniacos depresivos en tu sueño, padre, tu sueño que no tenía límites y que hemos desentrañado mil veces y luego mil veces más, como detectives latinoamericanos perdidos en un laberinto de cristal y barro, viajando bajo la lluvia, viendo películas donde aparecían viejos que gritaban ¡tornado! ¡tornado!, mirando las cosas por última vez, pero sin verlas, como espectros, como ranas en el fondo de un pozo, padre, perdidos en la miseria de tu sueño utópico, perdidos en la variedad de tus voces y de tus abismos, maniacos depresivos en la inabarcable sala del Infierno donde se cocina tu Humor.
3. A medio hacer, ni crudos ni cocidos, bipolares capaces de cabalgar el huracán.
4. En estas desolaciones, padre, donde de tu risa sólo quedaban restos arqueológicos.
5. Nosotros, los nec spes nec metus.
6. Y alguien dijo:
Hermana de nuestra memoria feroz,
sobre el valor es mejor no hablar.
Quien pudo vencer el miedo
se hizo valiente para siempre.
Bailemos, pues, mientras pasa la noche
como una gigantesca caja de zapatos
por encima del acantilado y la terraza,
en un pliegue de la realidad, de lo posible,
en donde la amabilidad no es una excepción.
Bailemos en el reflejo incierto
de los detectives latinoamericanos,
un charco de lluvia donde se reflejan nuestros rostros
cada diez años.
Después llegó el sueño.
7. Soñé entonces que visitaba la mansión de Alonso de Ercilla. Yo tenía sesenta años y estaba despedazado por la enfermedad (literalmente me caía a pedazos). Ercilla tenía unos noventa y agonizaba en una enorme cama con dosel. El viejo me miraba desdeñoso y después me pedía un vaso de aguardiente. Yo buscaba y rebuscaba el aguardiente pero sólo encontraba aperos de montar.
8. Soñé que iba caminando por el Paseo Marítimo de NuevaYork y veía a lo lejos la figura de Manuel Puig. Llevaba una camisa celeste y unos pantalones de lona ligera azul claro o azul oscuro, depende.
9. Soñé que Macedonio Fernández aparecía en el cielo de Nueva York en forma de nube: una nube sin nariz ni orejas, pero con ojos y boca.
10. Soñé que estaba en un camino de África que de pronto se transformaba en un camino de México. Sentado en un farellón, Efraín Huerta jugaba a los dados con los poetas mendicantes del DF.
11. Soñé que en un cementerio olvidado de África encontraba la tumba de un amigo cuyo rostro ya no podía recordar.
12. Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero. Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién estaba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con una botella de vino, un paquete de comida y un cheque de la Universidad Desconocida.
13. Soñé que leía a Stendhal en la Estación Nuclear de Civitavecchia: una sombra se deslizaba por la cerámica de los reactores. Es el fantasma de Stendhal decía un joven con botas y desnudo de cintura para arriba. ¿Y tú quién eres?, le pregunté. Soy el yonqui de la cerámica, el húsar de la cerámica y de la mierda, dijo.
14. Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la revolución antes de hacerla y decidía volver a casa. Al intentar meterme en la cama encontraba a De Quincey durmiendo. Despierte, don Tomás, le decía, ya va a amanecer, tiene que irse. (Como si De Quincey fuera un vampiro.) Pero nadie me escuchaba y volvía a salir a las calles oscuras de México DF.
15. Soñé que veía nacer y morir a Aloysius Bertrand el mismo día, casi sin intervalo de tiempo, como si los dos viviéramos dentro de un calendario de piedra perdido en el espacio.
16. Soñé que era un detective viejo y enfermo. Tan enfermo que literalmente me caía a pedazos.Iba tras las huellas de Gui Rosey. Caminaba por los barrios de un puerto que podía ser Marsella o no. Un viejo chino afable me conducía finalmente a un sótano. Esto es lo que queda de Rosey, decía. Un pequeño montón de cenizas. Tal como está, podría ser Li Po, le contestaba.
17. Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño.
18. Soñé que Archibald McLeish lloraba -apenas tres lágrimas- en la terraza de un restaurante de Cape Code. Era más de medianoche y pese a que yo no sabía cómo volver terminábamos bebiendo y brindando por el Indómito Nuevo Mundo.
19. Soñé con los Fiambres y las Playas Olvidadas.
20. Soñé que el cadáver volvía a la Tierra Prometida montado en una Legión de Toros Mecánicos.
21. Soñé que tenía catorce años y que era el último ser humano del Hemisferio Sur que leía a los hermanos Goncourt.
22. Soñé que encontraba a Gabriela Mistral en una aldea africana. Había adelgazado un poco y adquirido la costumbre de dormir sentada en el suelo con la cabeza sobre las rodillas. Hasta los mosquitos parecían conocerla.
23. Soñé que volvía de África en un autobús lleno de animales muertos. En una frontera cualquiera aparecía un veterinario sin rostro. Su cara era como un gas, pero yo sabía quién era.
24. Soñé que Philip K. Dick paseaba por la Estación Nuclear de Civitavecchia.
25. Soñé que Arquíloco atravesaba un desierto de huesos humanos. Se daba ánimos a sí mismo: "Vamos, Arquíloco, no desfallezcas, adelante, adelante."
26. Soñé que tenía quince años y que iba a la casa de Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie, apoyado en una pared negra. ¿Adónde vas, Bolaño?, decía. Lejos del Hemisferio Sur, le contestaba.
27. Soñé que tenía quince años y que, en efecto, me marchaba del Hemisferio Sur. Al meter en mi mochila el único libro que tenía (Trilce, de Vallejo), éste se quemaba. Eran las siete de la tarde y yo arrojaba mi mochila chamuscada por la ventana.
28. Soñé que tenía dieciseís y que Martín Adán me daba clases de piano. Los dedos del viejo, largos como los del Fantástico Hombre de Goma, se hundían en el suelo y tecleaban sobre una cadena de volcanes subterráneos.
29. Soñé que traducía a Virgilio con una piedra. Yo estaba desnudo sobre una gran losa de basalto y el sol, como decían los pilotos de caza, flotaba peligrosamente a las 5.
30. Soñé que estaba muriéndome en un patio africano y que un poeta llamado Paulin Joachim me hablaba en francés (sólo entendía fragmentos como "el consuelo", "el tiempo", "los años que vendrán") mientras un mono ahorcado se balanceaba de la rama de un árbol.
31. Soñé que la tierra se acababa. Y que el único ser humano que contemplaba el final era Franz Kafka. En el cielo los Titanes luchaban a muerte. Desde un asiento de hierro forjado del parque de Nueva York veía arder el mundo.
32. Soñé que estaba soñando y que volvía a mi casa demasiado tarde. En mi cama encontraba a Mario de Sá-Carneiro durmiendo con mi primer amor. Al destaparlos descubría que estaban muertos y mordiéndome los labios hasta hacerme sangre volvía a los caminos vecinales.
33. Soñé que Anacreonte construía su castillo en la cima de una colina pelada y luego lo destruía.
34. Soñé que era un detective latinoamericano muy viejo. Vivía en NuevaYork y Mark Twain me contrataba para salvarle la vida a alguien que no tenía rostro. Va a ser un caso condenadamente difícil, señor Twain, le decía.
35. Soñé que me enamoraba de Alice Sheldon. Ella no me quería. Así que intentaba hacerme matar en tres continentes. Pasaban los años. Por fin, cuando ya era muy viejo, ella aparecía por el otro extremo del Paseo Marítimo de Nueva York y mediante señas (como las que hacían en los portaaviones para que los pilotos aterrizaran) me decía que siempre me había querido.
36. Soñé que hacía un 69 con Anaïs Nin sobre una enorme losa de basalto.
37. Soñé que follaba con Carson McCullers en una habitación en penumbras en la primavera de 1981. Y los dos nos sentíamos irracionalmente felices.
38. Soñé que volvía a mi viejo Liceo y que Alphonse Daudet era mi profesor de francés. Algo imperceptible nos indicaba que estábamos soñando. Daudet miraba a cada rato por la ventana y fumaba la pipa de Tartarín.
39. Soñé que me quedaba dormido mientras mis compañeros de Liceo intentaban liberar a Robert Desnos del campo de concentración de Terezin. Cuando despertaba una voz me ordenaba que me pusiera en movimiento. Rápido, Bolaño, rápido, no hay tiempo que perder. Al llegar sólo encontraba a un vieoj detective escarbando en las ruinas humeantes del asalto.
40. Soñé que una tormenta de números fantasmales era lo único que quedaba de los seres humanos tres mil millones de años después de que la Tierra hubiera dejado de existir.
41. Soñé que estaba soñando y que en los túneles de los sueños encontraba el sueño de Roque Dalton: el sueño de los valientes que murieron por una quimera de mierda.
42. Soñé que tenía dieciocho años y que veía a mi mejor amigo de entonces, que también tenía dieciocho, haciendo el amor con Walt Whitman. Lo hacían en un sillón, contemplando el atardecer borrascoso de Civitavecchia.
43. Soñé que estaba preso y que Boecio era mi compañero de celda. Mira, Bolaño, decía extendiendo la mano y la pluma en la semioscuridad: ¡no tiemblan!, ¡no tiemblan! (Después de un rato, añadía con voz tranquila: pero tamblarán cuando reconozcan al cabrón de Teodorico.)
44. Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bosque.
45. Soñé que Pascal hablaba del miedo con palabras cristalinas en una taberna de Civitavecchia: "Los milagros no sirven para convertir, sino para condenar", decía.
46. Soñé que era un viejo detective latinoamericano y que una Fundación misteriosa me encargaba encontrar las actas de defunción de los Sudacas Voladores. Viajaba por todo el mundo: hospitales, campos de batalla, pulquerías, escuelas abandonadas.
47. Soñé que Baudelaire hacía el amor con una sombra en una habitación donde se había cometido un crimen. Pero a Baudelaire no le importaba. Siempre es lo mismo, decía.
48. Soñé que una adolescente de dieciséis años entraba en el túnel de los sueños y nos despertaba con dos tipos de vara. La niña vivía en un manicomio y poco a poco se iba volviendo más loca.
49. Soñé que en las diligencias que entraban y salían de Civitavecchia veía el rostro de Marcel Schwob. La visión era fugaz. Un rostro casi translúcido, con los ojos cansados, apretado de felicidad y de dolor.
50. Soñé que después de la tormenta un escritor ruso y también sus amigos franceses optaban por la felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.
51. Soñé que los soñadores habían ido a la guerra florida. Nadie había regresado. En los tablones de cuarteles olvidados en las montañas alcancé a leer algunos nombres. Desde un lugar remoto una voz transmitía una y otra vez las consignas por las que ellos se habían condenado.
52. Soñé que el viento movía el letrero gastado de una taberna. En el interior James Mathew Barrie jugaba a los dados con cinco caballeros amenazantes.
53. Soñé que volvía a los caminos, pero esta vez ya no tenía quince años sino más de cuarenta. Sólo poseía un libro, que llevaba en mi pequeña mochila. De pronto, mientras iba caminando, el libro comenzaba a arder. Amanecía y casi no pasaban coches. Mientras arrojaba la mochila chamuscada en una acequia sentí que la espalda me escocía como si tuviera alas.
54. Soñé que los caminos de África estaban llenos de gambusinos, bandeirantes, sumulistas.
55. Soñé que nadie muere la víspera.
56. Soñé que un hombre volvía la vista atrás, sobre el paisaje anamórfico de los sueños y que su mirada era dura como el acero pero igual se fragmentaba en múltiples miradas cada vez más inocentes, cada vez más desvalidas.
57. Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?

22 jul 2010

Cartas sobre el cuento

(A Alexander Chéjov. Abril de 1883)
(…) Insistes en llenar tus relatos de tonterías insignificantes, a pesar de que no eres un escritor subjetivo por naturaleza. En ti, ése es un rasgo adquirido. Abandonar esa subjetividad es tan fácil como beber un trago. Uno sólo tiene que ser más honesto, abrirse y exponerse en cualquier parte, no invadir ni atropellar al héroe de su propio relato, renunciar a uno mismo aunque sea por media hora. Tienes un cuento donde una joven pareja de recién casados se besa durante toda la comida, sufre sin causa, llora mares de lágrimas. Ni una palabra sensata; nada más que sentimentalidad. Quiere decir que no escribiste para el lector. Escribiste porque a ti te gusta ese tipo de chismes. Pero supongamos que tuvieras que describir la cena: cómo comieron, qué comieron, cómo es la cocinera, cuán insípido es tu héroe, cuán contento con su fácil felicidad, cuán insípida es tu heroína, cuán divertido su amor por este satisfecho y sobrealimentado bebe-ganso: a todos nos gusta ver gente contenta y feliz, es verdad, pero describir todo lo que se dijeron y cuántas veces se besaron no es suficiente. Necesitas algo más: liberarte a ti mismo de la expresión personal que una plácida y melosa felicidad produce en todo el mundo (…). La subjetividad es algo terrible. Es mala por el sólo hecho de que revela la mano - y también los pies - del autor. Apuesto a que todas las hijas-de-predicador y esposas-de-empleado que leen tus obras se enamoran de ti; y si fueras alemán, te servirían cerveza gratis en todas las cervecerías atendidas por mujeres. Si no fuera por esa subjetividad, serías el mejor de los artistas. Sabes cómo reír, cómo herir y cómo ridiculizar, posees un estilo acabado y gran experiencia, porque has vivido tantas cosas, pero ¡qué lástima! Todo es material se desperdicia.

(A Alexander Chéjov. Abril de 1886)
En mi opinión, una verdadera descripción de la naturaleza debe ser breve, poseer carácter y relevancia. Hay que acabar con lugares comunes como "el sol poniente, bañado en las olas del mar oscurecido, vertió su oro carmesí", o "las golondrinas, sobrevolando la superficie del agua, gorjeaban jubilosas". Al describir la naturaleza, uno debe atrapar pequeños detalles arreglándolos de tal manera que con los ojos cerrados se obtenga en la mente una imagen clara. Por ejemplo, si quieres lograr el efecto total de una clara noche de luna, escribe que un trozo de cristal de botella rota brillaba como una pequeña estrella en el estanque del molino, mientras la sombra oscura de un perro o un lobo pasó bruscamente como una pelota, y así sucesivamente. La naturaleza cobrará así vida si no temes comparar sus fenómenos con acciones humanas ordinarias. 
En la esfera de lo psicológico, los detalles son también la clave. Dios nos libre de los lugares comunes. Primero que nada, evita describir el estado interior del héroe, tienes que tratar de que se aclare a partir de sus acciones. No es necesario retratar demasiados personajes. El centro de gravedad debe estar en dos personas: él y ella (…). Te escribo esto como lector que tiene un gusto definido. También para que tú, al escribir, no te sientas sólo. Es duro estar solo en el trabajo. Es mejor recibir un comentario crítico pobre que no recibir ninguno en absoluto, ¿no es verdad?
(A I. L. Shecheglov. Enero de 1888)
(…) no debes dar al lector ninguna oportunidad de recuperarse: tienes que mantenerlo siempre en suspenso. Estos comentarios no serían aplicables si "Mignon" fuera una novela. Las obras largas y detalladas tienen sus propios fines particulares, que por supuesto requieren de la ejecución mas cuidadosa (…). Pero en los cuentos es mejor no decir suficiente que decir demasiado, porque… porque… No sé por qué.
(A V. G. Korolenko. Abril de 1888)
Le estoy enviando el cuento sobre el suicidio. Yo lo leo y no encuentro en él nada que pudiera interesarle; es una obra pobre (…). Ayer di a leer el cuento que estoy escribiendo para el Sieverny Viesnik a una muchacha. Lo leyó y me dijo: "¡Oh, qué aburrido!". Eso es: realmente aburrido. He tratado por todos los medios de darle vida; lo he acortado, lo he pulido, etc., pero sigue siendo aburrido a pesar de mis esfuerzos.
(A A. N. Pleshcheyev. Abril de 1888)
He venido trabajando por largo tiempo (…) en un cuento breve para la Sieverny Viesnik. Ha debido estar terminado hace meses, pero ¡Dios mío! Siento que no lo terminaré hasta mayo. Desafortunadamente, no estoy satisfecho con él y me he prometido a mí mismo no enviártelo hasta que no lo haya dominado. Hoy he leído todo lo escrito hasta ahora, he reescrito partes y he decidido comenzar de nuevo desde el principio. Aun si no resulta lo que yo esperaba, sabré al menos que trabajé de manera concienzuda y que me he ganado el dinero que pudiera traerme. El cuento carece de interés y de sabor. Yo lo reordeno, lo ironizo, le hago todo tipo de cambios, y aún me deja insatisfecho; así que ya lo tengo decidido: lo terminaré para mayo o lo abandonaré por completo.

20 jul 2010

LA POESÍA

...Cuánta obra de arte... Ya no caben en el mundo... Hay que colgarlas fuera de las habitaciones ... Cuánto libro... Cuánto librito... Quién es capaz de leerlos? ... Si fueran comestibles... Si en una ola de gran apetito los hiciéramos ensalada, los picáramos, los aliñáramos... Ya no se puede más... Nos tienen hasta la coronilla... Se ahoga el mundo en la marea... Reverdy me decía: "Avisé al correo que no me los mandara. No podía abrirlos. No tenía sitio. Trepaban por los muros, temí una catástrofe, se desplomarían sobre mi cabeza"... Todos conocen a Eliot... Antes de ser pintor, de dirigir teatros, de escribir luminosas críticas, leía mis versos... Yo me sentía halagado... Nadie los comprendía mejor... Hasta que un día comenzó a leerme los suyos y yo, egoísticamente, corrí protestando: "No me los lea, no me los lea"... Me encerré en el baño, pero Eliot, a través de la puerta, me los leía... Me sentí muy triste... El poeta Frazer, de Escocia, estaba presente... Me increpó: "Por qué tratas así a Eliot?"... Le respondí: "No quiero perder mi lector. Lo he cultivado. Ha conocido hasta las arrugas de mi poesía... Tiene tanto talento... Puede hacer cuadros... Puede escribir ensayos... Pero quiero guardar este lector, conservarlo, regarlo como planta exótica... Tú me comprendes, Frazer"... Porque la verdad, si esto sigue, los poetas publicarán sólo para otros poetas ... Cada uno sacará su plaquette y la meterá en el bolsillo del otro ... su poema... y lo dejará en el plato del otro... Quevedo lo dejó un día bajo la servilleta de un rey... eso sí valía la pena... O a pleno sol, la poesía en una plaza... O que los libros se desgasten, se despedacen en los dedos de la humana multitud... Pero esta publicación de poeta a poeta no me tienta, no me provoca, no me incita sino a emboscarme en la naturaleza, frente a una roca y a una ola, lejos de las editoriales, del papel impreso... La poesía ha perdido su vínculo con el lejano lector... Tiene que recobrarlo... Tiene que caminar en la oscuridad y encontrarse con el corazón del hombre, con los ojos de la mujer, con los desconocidos de las calles, de los que a cierta hora crepuscular, o en plena noche estrellada, necesitan aunque sea no más que un solo verso... Esa visita a lo imprevisto vale todo lo andado, todo lo leído, todo lo aprendido... Hay que perderse entre los que no conocemos para que de pronto recojan lo nuestro de la calle, de la arena, de las hojas caídas mil años en el mismo bosque... y tomen tiernamente ese objeto que hicimos nosotros... Sólo entonces seremos verdaderamente poetas... En ese objeto vivirá la poesía...

19 jul 2010

EL OFICIO DE ESCRIBIR (O NO)

Yo no me inclino por ninguna interpretación de mis libros: dejo que los lectores hagan esa tarea. Y nunca me siento a mi escritorio con un plan completo de un libro entero. El último capítulo de Solaris lo escribí tras una pausa de un año. Tuve que dejar de lado el libro, no sabía qué hacer con mi héroe. Hoy ni siquiera puedo recordar por qué fui incapaz de terminarlo durante tanto tiempo... Sólo recuerdo que la primera parte la escribí de un tirón, con fluidez y facilidad, mientras la segunda la terminé mucho más tarde, en un día feliz.
     En 1989 dejé de escribir ficción. Fue por muchos factores; aunque tenía muchas ideas para nuevos proyectos, llegué a la conclusión de que no valía la pena usarlas a causa de la nueva situación del mundo. La misma transformación en verdad de algunos de mis conceptos (por ejemplo, la conversión de la categoría fantasmagórica en realidad) paradójicamente terminó siendo un obstáculo en la más indulgente ciencia ficción. Esta era una típica situación de aprendiz de brujo: los demonios ya estaban sueltos.
     Ahora yo estoy mejor y más consciente del hecho de que no sé nada. Ni siquiera soy capaz de familiarizarme con las nuevas teorías científicas. A veces tengo la impresión de que las universidades crecieron a un promedio mayor que el universo mismo mientras los profesores se multiplicaban incluso más; cada dos años cada uno de ellos tiene que publicar un nuevo libro (obviamente describiendo una teoría nueva). Las ideas malas no son algo poco común en las ciencias, pero ¿quién leerá todos estos libros? ¿Quién separará lo insensato de lo que es valioso? ¿Quién dispondrá todo en una perspectiva correcta? Puede haber algo genuino allá afuera, pero yo no soy capaz de reconocerlo. Ya no creo que yo —incluso si intentara gritar con mi voz más potente— pueda cambiar algo. Este crecimiento exponencial no se detiene. Seguirá desarrollándose en su propia dirección, nos guste o no, como un torbellino, un tornado que no puede detener ningún hombre. Entonces, ¿qué importa si mis libros fueron traducidos a cuarenta idiomas y se imprimieron 27 millones de ejemplares? Se desvanecen puesto que chorros de libros nuevos están fluyendo desde todas partes, arrasando con todo lo que se escribió antes. Hoy un libro en una librería ni siquiera está el tiempo suficiente para juntar polvo. Es verdad que ahora vivimos más tiempo, pero la vida de todo lo que nos rodea es mucho más corta. Es triste, pero no podemos detener este proceso. El mundo a nuestro alrededor está muriendo tan rápidamente que no se puede llegar a usar nada.

16 jul 2010

El Nacimiento de un Escritor

Sin Fronteras. V. S. Naipaul nació en Trinidad y desde entonces sintió que le faltó una tradición, una identidad cultural.
Tenía once años, no más, cuando sentí el deseo de ser escritor; y enseguida fue una ambición establecida. La precocidad es inusual, pero creo que no es extraordinaria. He oído decir que los coleccionistas serios, de libros o de cuadros, pueden empezar siendo muy jóvenes; y hace poco, en la India, un distinguido director de cine, Shyam Benegal, me dijo que tenía seis años cuando decidió dedicarse al cine como director.
De todos modos, en mi caso la ambición de ser escritor fue durante muchos años una especie de impostura. Me gustaba que me dieran una lapicera y un frasco de tinta Waterman y cuadernos nuevos con renglones (y márgenes), pero no tenía ni el deseo ni la necesidad de escribir algo, ni siquiera cartas; no tenía a quién escribírselas. En el colegio, no era especialmente bueno en composición; no inventaba ni contaba cuentos en casa. Y aunque me gustaban los libros nuevos en tanto objetos, no era un gran lector. Me gustaba un libro infantil barato y de hojas gruesas de las fábulas de Esopo que me habían dado; me gustaba un volumen de los cuentos de Andersen que me había comprado con dinero de mi cumpleaños. Pero con otros libros -sobre todo los que supuestamente les gustaban a los chicos- tenía problemas.
En la escuela, una o dos veces por semana el director, Mr. Worm, nos leía Veinte mil leguas de viaje submarino, de la serie Collins Classics. Era la clase para la beca y era importante para la reputación del colegio. Las becas, ofrecidas por el Estado, eran para las escuelas secundarias de la isla. Ganar una beca significaba no pagar cuotas en el secundario y conseguir libros gratis. También significaba adquirir cierto prestigio para uno mismo y para el propio colegio.
Pase dos años en la clase para la beca; también tuvieron que hacerlo otros chicos brillantes. En mi primer año, que era considerado un año de prueba, había doce becas para toda la isla; al año siguiente, había veinte. Doce o veinte, el colegio quería su parte y nos hacía trabajar duro. Nos sentábamos bajo un panel blanco angosto donde Mr. Baldwin, uno de los maestros (con el pelo enrulado peinado a la gomina), había pintado con torpeza los nombres de los ganadores de las becas de la escuela. Y -dignidad preocupante- nuestra aula era también la oficina del Mr. Worm.
Era un mulato ya mayor, petiso y robusto, impecable con sus anteojos y su traje, y muy propenso a dar golpes con el puntero cuando se excitaba, respirando en forma entrecortada y tensa mientras golpeaba, como si los sufriera. En algunas ocasiones, tal vez para alejarse del pequeño edificio ruidoso de la escuela donde las ventanas y las puertas estaban siempre abiertas y las aulas estaban separadas sólo por medios tabiques, nos llevaba al patio polvoriento a la sombra del samán. Alguien sacaba su silla y él se sentaba debajo del samán como se sentaba a su gran escritorio en el aula. Nosotros nos parábamos a su alrededor y tratábamos de estar quietos. Miraba el pequeño Collins Classic de una manera extraña, como un libro de oraciones en sus manos rollizas, y leía a Julio Verne como si rezara.
No obstante, para entonces, había empezado a tener mi propia idea de lo que era escribir. Era una idea particular y curiosamente ennoblecedora, separada de la escuela y separada de la vida desordenada y fragmentada de nuestra numerosa familia hindú. Esa idea de la escritura -que me daría la ambición de ser escritor- se había formado a partir de las pequeñas cosas que mi padre me leía de tanto en tanto.
Mi padre era un autodidacta que se había hecho periodista solo. Leía a su modo. En ese entonces andaba por los treinta y todavía estaba aprendiendo. Leía muchos libros a la vez, no terminaba ninguno, pues en un libro no buscaba la historia o el argumento sino las cualidades particulares o el carácter del escritor. Eso era lo que le daba placer, y podía saborear a los escritores sólo de a pequeños impulsos. A veces, me llamaba para que escuchara dos, tres o cuatro páginas, raramente más, de una escritura que le gustaba particularmente. Leía y explicaba con entusiasmo y me resultaba fácil disfrutar lo que él disfrutaba. De esa manera inverosímil -considerando el medio: la escuela colonial con una gran mezcla racial y la introspección asiática en casa- empecé a armar mi propia antología literaria inglesa.
Pero cuando iba a los libros propiamente dichos me costaba ir más allá de lo que me habían leído. Lo que ya sabía era mágico; lo que trataba de seguir leyendo estaba muy lejos. El lenguaje era dificilísimo; me perdía en los detalles sociales o históricos. En un cuento de Conrad, el clima y la vegetación eran los mismos que me rodeaban, pero los malayos me resultaban extravagantes, irreales, y no podía ubicarlos. En el caso de los escritores modernos, su énfasis en sus propias personalidades me excluía: no podía fingir ser Maugham en Londres o Huxley o Ackerley en India.
Deseaba ser escritor. Pero junto con el deseo me había llegado el conocimiento de que la literatura que me había dado el deseo venía de otro mundo, muy alejado del nuestro.


1
Eramos una comunidad asiática de inmigrantes en una pequeña isla de plantaciones en el Nuevo Mundo. Para mí, la India era muy lejana, mítica, pero en aquel momento, todas las ramas de nuestra numerosa familia, llevábamos nada más que cuarenta o cincuenta años fuera de India. Todavía estábamos llenos de los instintos de la gente de la llanura del Ganges, pese a que año tras año la vida colonial que nos rodeaba nos absorbía cada vez más. Mi presencia misma en la clase de Mr. Worm formaba parte de ese cambio. Nunca alguien tan joven de nuestra familia había ido a ese colegio. Más tarde me seguirían otros en la clase para la beca, pero yo fui el primero.
2
La isla era pequeña, 3.000 kilómetros cuadrados, medio millón de habitantes, pero la población era muy mezclada y había muchos mundos distintos.
Cuando mi padre consiguió trabajo en el diario local fuimos a vivir a la ciudad. Estaba apenas a veinte kilómetros, pero era como ir a otro país. Nuestro pequeño mundo rural indio, el mundo en desintegración de una India recordada, quedó atrás. Nunca volví a él; fue el último contacto con el idioma.
En la ciudad estábamos en una especie de limbo. Había pocos indios, y nadie como nosotros en la calle. Pese a que todo estaba muy cerca y las casas estaban expuestas a todo tipo de ruido, y nadie podía tener realmente privacidad en su patio, seguimos viviendo en nuestro estilo cerrado, mentalmente apartados de la vida más colonial y más mezclada racialmente que se desarrollaba a nuestro alrededor. Había casas respetables con galerías y helechos colgantes. Pero también había patios sin cerco con tres o cuatro casas de madera de dos cuartos deterioradas, como los barrios de esclavos de la ciudad de cien años atrás, y una o dos canillas de patio comunes. La vida callejera podía ser estridente: en la esquina estaba la gran base americana.
Llegar, después de tres años en la ciudad, a la clase para la beca de Mr. Worm, repasando a fondo durante todo el camino, aprendiendo todo de memoria, viviendo con abstracciones, captando muy poco, era como entrar en un cine con la película empezada hace ya un rato y captar sólo algunos datos sueltos de la historia. Fue así durante los doce años que permanecería en la ciudad antes de ir a Inglaterra. Nunca dejé de sentirme extranjero. Veía a la gente de otros grupos sólo de afuera; las amistades escolares quedaban atrás en la escuela o en la calle. No tenía una idea clara de dónde estaba, y en realidad nunca tenía tiempo de averiguarlo: de esos doce años, todos excepto diecinueve meses, transcurrieron en una especie de estudio colonial ciego y dirigido.
Muy pronto llegué a saber que había un mundo más amplio afuera, del que nuestro mundo colonial no era más que una sombra. El mundo exterior -principalmente Inglaterra pero también los Estados Unidos y Canadá- nos gobernaba en todo sentido. Nos enviaba gobernadores y lo necesario para vivir: las conservas baratas que la isla necesitaba desde la época de la esclavitud (arenque ahumado, bacalao salado, leche condensada, sardinas de New Brunswick en aceite); los remedios especiales (las píldoras para los riñones Dodd, el linimento del Dr. Sloan, el tónico llamado Six Sixty-Six).
Mi antología privada, y la enseñanza de mi padre, me habían dado una idea elevada de la escritura. Y si bien yo había empezado desde un ángulo totalmente distinto, y estaba a años de comprender por qué sentía lo que sentía, mi actitud (como luego descubriría) era como la de Joseph Conrad, un autor recién publicado en ese entonces, cuando le enviaron la novela de un amigo. La novela tenía obviamente mucha base argumental; Conrad no la vio como una revelación de los corazones humanos sino como una fabricación de "hechos que son en realidad sólo accidentes". "Todo el encanto, toda la verdad son desalojados por el ... mecanismo (por así decirlo) de la historia, que la hace parecer falsa", le escribió.
Para Conrad, como para el narrador de Bajo la mirada de Occidente, el descubrimiento de cada cuento era moral. También lo era para mí, aunque no lo supiera todavía. Allí me habían llevado el Ramayana, Esopo, Andersen y mi antología privada (y hasta los Maupassant y los O. Henry). Cuando Conrad conoció a H.G. Wells, que lo consideraba demasiado verborrágico y decía que no presentaba la historia directamente, Conrad dijo: "Mi estimado Wells, ¿qué es Love and Mr. Lewisham? ¿Qué es todo esto de Jane Austen? ¿Cuál es la idea?" Así me había sentido durante el secundario y también muchos años después; pero no se me había ocurrido decirlo. No me habría sentido con derecho a hacerlo. No me sentí competente como lector hasta los veinticinco años. Para entonces, llevaba siete años en Inglaterra, de los cuales siete en Oxford, y tenía parte del conocimiento social necesario para la comprensión de la ficción inglesa y europea. También me había hecho escritor y podía, por lo tanto, ver la escritura desde el otro lado. Hasta entonces, había leído ciegamente, sin criterio, sin saber realmente cómo debían evaluarse las historias inventadas.
3
Un año, el gobierno colonial dio cuatro becas para los mejores alumnos del Higher School Certificate -idiomas, estudios modernos, ciencia, matemática-. Los exámenes llegaron de Inglaterra y las pruebas de los alumnos fueron enviadas allí nuevamente para su corrección. Las becas eran generosas. Su propósito era darle una profesión a un hombre o a una mujer. El ganador de la beca podía ir a expensas del Estado a cualquier universidad o lugar de educación superior en el Imperio Británico; y su beca podía extenderse siete años. Cuando gané la mía -después de un trabajo que todavía me duele recordar: a eso supuestamente debían llevar todos los años de estudio laborioso- decidí solamente ir a Oxford y hacer el curso de inglés de tres años. No lo hice por Oxford y el curso de inglés: sabía muy poco sobre cualquiera de las dos cosas. Lo hice sobre todo para salir al gran mundo y darme tiempo para llevar mi fantasía a la realidad y ser escritor.
Ser escritor era ser escritor de novelas y cuentos. Era así como mi ambición había nacido, a través de mi antología y el ejemplo de mi padre, y así se había mantenido. Era curioso que no hubiera puesto en duda la idea, porque no me gustaban las novelas, no había sentido el impulso (que según dicen sienten los chicos) de inventar historias, y casi toda mi vida imaginativa durante los largos años de estudio había estado en el cine, y no en los libros. A veces, cuando pensaba en el vacío de escritura que había en mi interior, me ponía nervioso; y entonces -era como una fe en la magia- me decía que cuando llegara el momento no habría ningún vacío y los libros serían escritos.
Ya en Oxford, con la beca ganada a costa de mucho esfuerzo, tendría que haber llegado el momento. Pero el vacío seguía; y la idea misma de ficción y novela seguía confundiéndome. Una novela era algo inventado; era casi su definición. Al mismo tiempo, se esperaba que fuera cierta, que fuera tomada de la vida; de modo que parte del sentido de una novela provenía de rechazar parcialmente la ficción, o de mirar una realidad a través de ella.
A cuarenta años de eso, leyendo por primera vez los apuntes de Sebastopol de Tolstoi, recordé mi felicidad inicial con la escritura cuando empecé a ver un camino por delante. Pensé que en esos apuntes podía ver al joven Tolstoi avanzando, como por necesidad, hacia el descubrimiento de la ficción.
Semejante descubrimiento me llegaría, pero no en Oxford. Nada mágico me sucedió en mis tres años allí ni en el cuarto que me acordó el Ministerio Colonial. Seguía inquietándome la idea de la ficción como algo inventado. ¿Hasta dónde podía llegar la invención (los "accidentes" de Conrad)? ¿Cuál era la lógica y cuál el valor? Me desviaba por muchos caminos. Sentía mi personalidad de escritor como algo cambiante hasta lo grotesco. No me daba placer sentarme a una mesa y fingir que escribía; me sentía incómodo y falso.
Era casi un indigente -tendría alrededor de seis libras- cuando dejé Oxford para ir a Londres e instalarme como escritor. Lo único que quedaba de mi beca, que para entonces me parecía haber despilfarrado, era el viaje de vuelta a casa. Durante cinco meses, me dio asilo en un sótano oscuro de Paddington un primo mayor que yo, respetuoso de mi ambición, muy pobre también, que estudiaba abogacía y trabajaba en una fábrica de cigarrillos.
Durante esos cinco meses con mi escritura no pasó nada; no pasó nada durante los cinco meses siguientes. Y un día, en lo profundo de mi casi permanente depresión, empecé a ver cuál podía ser mi material: la calle de la ciudad de cuya vida mezclada nos habíamos mantenido al margen, y la vida rural anterior, con las costumbres y modalidades de una India recordada. Una vez encontrado, me pareció fácil y obvio; pero me había llevado cuatro años verlo. Casi al mismo tiempo aparecieron el lenguaje, el tono, la voz para ese material. Era como si la voz, el tema y la forma hubieran surgido de un solo golpe.
Parte de la voz era de mi padre, de sus historias sobre la vida rural de nuestra comunidad. Parte era del anónimo Lazarillo, de la España de mediados del siglo XVI. (En mi segundo año en Oxford le había escrito a E.V.Rieu, editor de Penguin Classics, ofreciéndome para traducir el Lazarillo. Me contestó muy cortésmente, de su propia mano, diciendo que era un libro difícil de traducir y que no lo consideraba un clásico. No obstante, durante mi vacío, como sustituto de la escritura, hice una traducción completa). La voz mixta encajaba bien. No era totalmente mía cuando tenía que ver conmigo, pero no me sentía incómodo con ella. De hecho, era la voz de la escritura que me había esforzado por encontrar. Muy pronto esa voz en mi cabeza pasó a ser familiar. Sabía cuándo estaba bien y cuándo se descarrilaba.
Para iniciarme como escritor, había tenido que volver al comienzo, y volver a emprender el camino -olvidándome de Oxford y Londres- hacia aquellas experiencias literarias iniciales, algunas no compartidas con nadie más, que me habían dado mi propia visión de lo que había a mi alrededor.
4
En mi fantasía de ser escritor no existía la idea de cómo podía llegar realmente a escribir un libro. Supongo -no podía estar seguro- que había en la fantasía una vaga noción de que una vez que hiciera el primero, con los demás no tendría problema.
Me di cuenta de que no era así. El material no me lo permitía. En aquellos primeros tiempos cada libro nuevo implicaba enfrentar otra vez el viejo vacío y volver al comienzo. El último libro salía como el primero, impulsado sólo por el deseo de hacer un libro, con una comprensión intuitiva, o inocente, o desesperada de las ideas y el material, sin entender totalmente adónde me podían llevar. El conocimiento venía con la escritura. Cada libro me llevó a una comprensión y un sentimiento más profundos, y eso me llevaba a otra forma de escritura. Cada libro era una etapa en un proceso de descubrimiento; era irrepetible. Mi material -mi pasado, separado de mí también por el lugar- estaba fijo y, como la infancia misma, terminado; no podía crecer. Esa forma de escritura lo consumía. En cinco años, había llegado a un final. La imaginación de mi escritura era como un pizarrón garabateado con tiza, limpiado por etapas y al final otra vez en blanco, una tabula rasa.
La ficción me había llevado lo más lejos posible. Había algunas cosas que no podía manejar. No podía manejar mis años en Inglaterra; era una experiencia sin profundidad social; era más tema para una autobiografía. Y no podía manejar mi conocimiento mayor del mundo más amplio. Por su naturaleza, la ficción, que funciona mejor dentro de ciertos límites sociales fijos, parecía empujarme nuevamente a mundos -como el mundo en la isla, o el mundo de mi infancia- más pequeños que el que yo habitaba. La ficción, que en un momento me había liberado y esclarecido, ahora parecía impulsarme a ser más simple de lo que en realidad era. Durante unos años -tres, cuatro, quizá- no supe cómo actuar; estaba totalmente perdido.
Casi toda mi vida adulta había transcurrido en países donde era extranjero. Como escritor, no podía superar esa experiencia. Para ser fiel a ella, tenía que escribir sobre personas que estuvieran en ese tipo de posición. Encontré formas de hacerlo; pero nunca dejé de sentirlo como una limitación. Si hubiera tenido que depender solamente de la novela probablemente me habría visto pronto sin los medios necesarios para seguir adelante, pese a que tenía un buen entrenamiento en la narrativa en prosa y sentía mucha curiosidad por el mundo y la gente.
Pero había otras formas que satisfacían mi necesidades. La casualidad hizo que recibiera bastante temprano la comisión de viajar a las ex colonias de esclavos del Caribe y el Mar de las Antillas. Acepté por el viaje; no pensé demasiado en la forma.
No tenía idea de que el libro de viaje era un fascinante interludio en la vida de un escritor serio. Pero los escritores en los cuales pensaba -y no podrían haber sido otros- eran metropolitanos, Huxley, Lawrence, Waugh. Yo no era como ellos. Escribieron en una época de imperio; más allá de su carácter en su tierra, viajando inevitablemente se volvían semiimperiales y usaban los accidentes de viaje para definir sus personalidades metropolitanas sobre un fondo extranjero.
Mi viaje no fue así. Yo era un colono que viajaba a las colonias de plantaciones del Nuevo Mundo que eran como aquellas en las que me había criado. Mirar, como visitante, otras comunidades semiabandonadas en tierra saqueada, en el gran paisaje romántico del Nuevo Mundo, era ver, como desde lejos, cómo podía haber sido la propia comunidad. Era como ser sacado de uno mismo y sus circunstancias inmediatas -el material de la ficción- y tener una nueva visión del lugar donde uno había nacido, y recibir una indicación de una secuencia de hechos históricos que se remontaban muy atrás.
Tuve problemas con la forma. No sabía cómo viajar para un libro. Viajaba como si estuviera de vacaciones, y después forcejeaba buscando la narrativa. Me costaba el "yo" del escritor de viajes; consideraba que como viajero y narrador tenía un control incuestionable y debía emitir grandes juicios.
Pese a todos sus defectos, el libro, como los libros de ficción que habían salido antes, fue para mí una ampliación de conocimientos y sentimientos. No habría sido posible para mí desaprender lo que había aprendido. La ficción, la exploración de las circunstancias personales inmediatas, me habían hecho recorrer un largo camino. El viaje me llevó más lejos.
6
Una vez más la casualidad me llevó a escribir otro libro que no era de ficción. Una editorial de los Estados Unidos estaba haciendo una serie para viajeros y me pidió que escribiera algo sobre la colonia. Pensé que sería un trabajo fácil: un poco de historia local, algunos recuerdos personales, algunas imágenes con palabras.
Creí, con una especie de inocencia, que en nuestro mundo todo el conocimiento estaba a nuestra disposición, que toda la historia estaba almacenada en alguna parte y podía obtenerse según las necesidades. Me di cuenta de que no había ninguna historia local para consultar. Existían solamente algunas guías donde se repetían ciertas leyendas. La colonia no había sido importante: su pasado había desaparecido. En algunas de las guías, se planteaba la graciosa idea de que la colonia era un lugar donde no había pasado nada digno de mención desde la visita de Sir Walter Raleigh en 1595.
Tuve que consultar archivos. Existían los informes de los viajeros. Existían los documentos oficiales británicos. En el Museo Británico había enormes volúmenes de copias de registros españoles importantes, tomados por el gobierno británico de los archivos españoles en la década de 1890, en tiempos de la disputa fronteriza de la Guayana británica y Venezuela. En los registros busqué personas y sus historias. Era la mejor manera de organizar el material y era la única forma que conocía de escribir.
No volví a hacer un libro así, trabajando sólo con documentos. Pero la técnica que adquirí -de buscar a través de una multiplicidad de impresiones una narrativa humana central- fue algo que trasladé a los libros de viaje (o, más específicamente, investigación) que hice los siguientes treinta años. Por eso, al ampliarse mi mundo más allá de las circunstancias personales inmediatas que alimentan la ficción y al ampliarse mi comprensión, las formas literarias que aplicaba fluían juntas y se sostenían entre sí; y no podía decir que una forma era superior a la otra. La forma dependía del material; todos los libros fueron parte del mismo proceso de comprensión. A eso me había obligado la carrera de escritor -al comienzo sólo como una fantasía de niño y luego como un deseo más desesperado de escribir historias.
Tratando de leer cuando era chico, había sentido que dos mundos me separaban de los libros que me daban en la escuela y en las bibliotecas: el mundo de la infancia de nuestra India recordada y el mundo más colonial de nuestra ciudad. Pensaba que las dificultades tenían que ver con las perturbaciones sociales y emocionales de mi infancia -la sensación de haber entrado en el cine con la película empezada hace rato- y que las dificultades desaparecerían cuando fuera mayor. Lo que no sabía, aun después de escribir mis primeros libros de ficción, preocupado sólo por la historia y las personas, llegando al final y construyendo bien las bromas, era que esas dos esferas de oscuridad habían pasado a ser mi tema. La ficción, obrando sus misterios, con rodeos que encontraron su rumbo, me había llevado a mi tema. Pero no podía hacerme recorrer todo el camino.

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