2 jul 2010

El germen de una idea

Al escribir un libro, a la primera persona a la que deberías complacer es a ti mismo. Si eres capaz de divertirte durante todo el tiempo que te lleve escribir el libro, más adelante también divertirás a los editores y a los lectores.
Toda narración que conste de un principio, una mitad y un final tiene suspense; es de suponer que una narración de suspense se llama así porque tiene más. En el presente libro utilizaré la palabra suspense en el sentido en que se emplea en el mundo editorial: un relato en el que hay una amenaza de violencia y peligro, amenaza que a veces se hace realidad. Otra característica de la narración de suspense es que proporciona una distracción llena de vitalidad y normalmente superficial. En una narración de esta clase el lector no espera encontrar pensamientos profundos o páginas y más páginas sin acción. Pero lo bueno del género de suspense es que el escritor, si así lo desea, puede escribir pensamientos profundos y páginas sin ninguna acción física porque el marco es esencialmente un relato animado. Crimen y castigo es un espléndido ejemplo de ello. De hecho, creo que a la mayoría de los libros de Dostoievski se les llamaría libros de suspense si se publicaran ahora por primera vez. Pero, debido a los costos de producción, los editores le pedirían que los acortase.
Desarrollo del germen de una narración
¿En qué consiste el germen de una idea? Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. La mayoría de mis ideas germinales pertenecen al segundo tipo. Por ejemplo, el germen del argumento de Extraños en un tren fue: «Dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada perfecta.» La idea germinal de otro libro, El cuchillo, fue menos prometedora, más difícil de desarrollar, pero la llevé metida en la cabeza durante más de un año y me estuvo importunando hasta que encontré la forma de escribirla. Era la siguiente: «Dos crímenes presentan un parecido sorprendente, aunque las personas que los han cometido no se conocen.» Creo que a muchos escritores no les interesaría esta idea. Es muy sencilla. Necesita que la adornen y la compliquen. En el libro que nació de ella hice que el primer crimen lo cometiera un asesino más o menos frío y que el segundo fuera obra de un aficionado que intenta copiar al primero, porque cree que éste ha quedado impune. De hecho, así habría sido si el segundo hombre no hubiese actuado chapuceramente al imitarle. Y el segundo hombre ni siquiera llega hasta el final, sólo hasta cierto punto, un punto en el que el parecido es lo bastante notable como para llamar la atención de un inspector de policía. Así pues, una idea sencilla puede tener sus variaciones.
Algunas ideas no se desarrollan por sí solas, sino que necesitan la ayuda de una segunda idea. Así ocurrió con la idea original de Ese dulce mal. «Un hombre quiere beneficiarse con el viejo truco del seguro. Primero se hará un seguro de vida, luego aparentará morir o desaparecer y finalmente cobrará el seguro.» Me dije a mí misma que tenía que haber alguna manera de dar a esta idea un sesgo nuevo, haciendo que resultase original y fascinante en un relato poco corriente. Durante varias semanas estuve dándole vueltas. Quería que mi héroe-delincuente se instalase en una casa distinta, bajo un nombre diferente, una casa en la que pudiera vivir permanentemente después de la supuesta muerte de su verdadero ser. Pero la idea no cobraba vida. Un día apareció la segunda idea: en este caso, un móvil mucho mejor que el que yo había imaginado hasta entonces, un móvil amoroso. El hombre estaba creando su segunda casa para la muchacha a la que amaba pero que nunca sería suya. Al hombre no le interesaban el seguro y el dinero, porque dinero ya tenía. Era un hombre obsesionado por su emoción. En mi cuaderno de apuntes, después de todas las notas infructuosas, escribí: «Todo lo que he escrito hasta ahora es una porquería»; y me puse a trabajar de acuerdo con la nueva idea que se me había ocurrido. De pronto todo cobró vida. Fue una sensación espléndida.
La imaginación del escritor
Otro relato que necesitó dos gérmenes para cobrar vida fue La tortuga de agua dulce, una narración breve que ganó un premio de los Mystery Writers of America y que posteriormente fue incluida en una antología. El primer germen nació de algo que me contó una amiga sobre un conocido suyo. Uno no espera que esta clase de relatos sean gérmenes fértiles, ya que no son propios. La historia más apasionante que te cuenta una amiga, con el fatal comentario de «Sé que tú puedes escribir un relato magnífico partiendo de esto», es casi seguro que no valdrá nada para el escritor. Si es un relato, ya lo es.
No necesita la imaginación de un escritor, cuya imaginación y cerebro lo rechazan artísticamente, del mismo modo que su carne rechazaría un injerto de carne ajena. Una anécdota famosa sobre Henry James cuenta que cuando un amigo empezó a relatarle «una historia», James le hizo callar al cabo de unas cuantas palabras. James ya había oído bastante y prefería dejar el resto a su imaginación.
Sin embargo, esta historia: «Una viuda que es dibujante comercial intimida y fastidia a su hijo de diez años, le hace llevar ropa demasiado infantil para su edad, le obliga a alabar y admirar sus dibujos y, en general, está convirtiendo al pequeño en un neurótico atormentado.» Bien, era una historia interesante, y mi madre es dibujante comercial (aunque no se parece a la madre del relato), y la tuve metida en el cerebro durante cosa de un año, aunque nunca sentí el impulso de escribirla. Luego, una tarde, estando en casa de otra persona, hojeando un libro de cocina, vi una receta horrible para preparar estofado de tortuga de agua dulce. La receta para la sopa de tortuga marina no era menos horripilante, pero al menos se empezaba por esperar a que la tortuga sacara la cabeza del caparazón y entonces se le daba un tajo con un cuchillo afilado. Puede que los lectores que opinan que las novelas de misterio empiezan a perder emoción quieran pasar por alto los libros de cocina que tratan de nuestros amigos de plumas y caparazón; un ama de casa necesita tener el corazón de piedra para leer estas recetas, y no digamos para ponerlas en práctica. El método para matar una tortuga de agua dulce consistía en hervirla viva. La palabra «matar» no salía en el libro, ni necesitaba salir, pues, ¿qué podría sobrevivir al agua hirviendo?
En cuanto terminé de leer la receta, me vino a la mente la historia del niño intimidado por su madre. Haría que el relato girase en torno a una tortuga de agua dulce: la madre llega a casa con una tortuga de agua dulce para preparar un estofado. Al principio el pequeño cree que el animalito es para él. Al día siguiente, en la escuela, para darse importancia, le cuenta lo de la tortuga a un compañero y promete enseñársela. Luego, el pequeño presencia la muerte del animalito en agua hirviente y todo el resentimiento reprimido y el odio que su madre le inspira salen a la superficie. La mata en plena noche con el cuchillo de cocina que ella ha utilizado para trinchar la tortuga.
Durante meses, puede que durante más de un año, quise utilizar una alfombra como medio de ocultar un cadáver, una alfombra que quizás alguien lleva a cuestas, a plena luz del día, enrollada, después de salir de casa por la puerta principal. Aparentemente, lleva la alfombra a que la limpien, pero en realidad dentro de ella hay un cadáver. Estaba segura de que esto ya se había hecho. Alguien me había dicho, con razón o sin ella, que la Murder, Inc.1 se valía de este medio para transportar algunos cadáveres de un sitio a otro. Con todo, la idea me interesó y me puse a pensar qué podía hacer para que el tema del cadáver en la alfombra resultase nuevo y divertido. Una solución obvia era hacer que en la alfombra no hubiese ningún cadáver. En este caso, la persona que la transportase tendría que ser sospechosa de asesinato, alguien tendría que verla acarreando la alfombra (quizá de manera furtiva), en pocas palabras, tendría que ser una persona aficionada a gastar bromas. El germen empezaba a dar señales de vida. Lo combiné con otra incipiente idea que tenía sobre un héroe-escritor que se encuentra con que la línea que separa su vida real de los argumentos que imagina es muy tenue y transparente y que a veces confunde un poco ambas cosas. Esta clase de héroe-escritor, me dije, podía ser no sólo divertido —es decir, cómico—, sino también capaz de explorar la esquizofrenia cotidiana, más bien inofensiva, que abunda en todas partes... sí, incluso en ti y en mí. El libro resultante de ambas ideas se tituló Crímenes imaginarios.
Reconocer las ideas
Así pues, los gérmenes de los que nace la idea para un relato pueden ser pequeños o grandes, sencillos o complejos, fragmentarios o bastante completos, quietos o móviles. Lo importante es reconocerlos cuando se presentan. Yo los reconozco gracias a cierta excitación que siento en seguida, una excitación parecida a la que produce un buen poema o una sola línea de un poema. Algunas cosas que parecen ser ideas para un argumento no lo son; no crecen ni permanecen en la mente. Pero el mundo está lleno de ideas germinales. Es realmente imposible quedarse sin ideas, ya que éstas se encuentran en todas partes. Pero hay varias cosas que pueden crear la sensación de no tener ninguna idea. Una de ellas es la fatiga física y mental; debido a las presiones, a algunas personas les cuesta poner remedio a este problema, aunque saben cómo hacerlo y lo harían si pudieran. La mejor manera es dejar de trabajar y de pensar en el trabajo y hacer un viaje, incluso un viaje corto, barato, simplemente para cambiar de escenario. Si no puedes emprender un viaje, sal a dar un paseo. Algunos escritores jóvenes exigen demasiado de sí mismos y en la juventud esto da buenos resultados, hasta cierto punto. Al llegar a dicho punto, el inconsciente se rebela, las palabras se niegan a salir, las ideas se niegan a nacer: el cerebro está exigiendo unas vacaciones, al margen de si es o no es posible tomárselas. El escritor hará bien teniendo un empleo suplementario que le permita ganar algo de dinero, al menos hasta que ya haya escrito suficientes libros como para tener unos ingresos constantes.
Otra causa de esta falta de ideas es que el escritor se vea rodeado de personas que no le convienen, o simplemente personas, sean del tipo que sean. La gente puede ser estimulante, desde luego, y una frase dicha al azar, una anécdota o algo parecido puede poner en marcha la imaginación del escritor. Pero, en la mayoría de los casos, el plano de las relaciones sociales no es el plano sobre el que vuelan las ideas creativas. Es difícil ser receptivo hacia el propio inconsciente cuando se está en un grupo, o incluso con una sola persona, aunque esto último resulta más fácil. Es curioso, pero a veces las personas que nos atraen o de las que estamos enamorados son como una especie de caucho que nos aísla de la chispa de la inspiración. Espero que se me perdonará que pase de las bacterias a la electricidad para describir el proceso creativo. Es difícil describirlo. Tampoco quiero que se me tome por una persona mística cuando hablo de la gente y del efecto que surte en el escritor, pero hay algunas personas, a menudo las más inesperadas —sosas, perezosas, mediocres en todos los sentidos—, que por alguna razón inexplicable estimulan la imaginación. Yo he conocido a muchas. Me gusta verlas y hablar con ellas de vez en cuando, si es posible. No me preocupa que otras personas me pregunten: «¿Se puede saber qué ves en Fulano o Mengano?»
Antenas invisibles
Nunca he encontrado estimulantes a los otros escritores. A algunos de ellos les he oído decir lo mismo, y no creo que se deba a los celos o a la desconfianza. Tengo entendido que los escritores franceses no suelen opinar igual y que son aficionados a reunirse para hablar de su trabajo. No se me ocurre nada peor o más peligroso que comentar mi trabajo con otro escritor. Me produciría una sensación incómoda, como la de estar desnuda. Que un escritor guarde su trabajo para sí es más bien una actitud anglosajona y norteamericana y es evidente que no puedo librarme de ella. Pienso que el desasosiego mutuo que se producen los escritores nace del hecho de que, de un modo u otro, todos ellos se encuentran en el mismo plano, si escriben obras de ficción. Sus antenas invisibles tratan de captar las mismas vibraciones en el aire o, para utilizar una metáfora más prosaica, nadan unos junto a otros en la misma profundidad, dispuestos a hincar los dientes en el mismo plancton que flota a la deriva. Me llevo mucho mejor con los pintores, y la pintura es el arte que está más íntimamente relacionado con el del escritor. Los pintores están acostumbrados a utilizar los ojos y es bueno que el escritor haga lo mismo.
El germen de una idea, aunque sea leve, con frecuencia trae consigo un factor importantísimo para el producto final: el ambiente. Por ejemplo, en el germen de El cuchillo (la similitud de dos crímenes) ya se cernía un ambiente sobre ella, y era un ambiente de pesimismo y derrotismo. Tanto si la hubiera enmarcado en una sociedad rica como en una pobre, con protagonistas jóvenes o viejos, la idea en sí misma es de melancolía, de desespero, de falta de recursos, porque un hombre al que no se le ocurre nada mejor que imitar a otro, en el crimen, es en esencia un hombre sin recursos. Es también un argumento para un protagonista condenado al fracaso y a la tragedia.
Un libro mío, Las dos caras de enero, nació de unas ideas germinales especialmente vagas. A pesar de ello, resultó una novela entretenida y logró salir en la lista de libros más vendidos en Inglaterra. El impulso que me llevó a escribirla fue fuerte, pero bastante borroso al principio. Quería escribir un libro sobre un norteamericano joven y andariego (le llamé Rydal) que va en busca de aventuras; no se trataba de un «beatnik», sino de un joven bastante civilizado e inteligente, y tampoco era un delincuente. Y quería escribir el efecto que surte en este personaje el encuentro con un desconocido que se parece mucho a su propio padre, que es un hombre muy dominante. Acababa de hacer un viaje a Grecia y Creta durante el invierno y, por supuesto, me sentía fuertemente impresionada por lo que había visto. Me acordaba de un hotel viejo y húmedo en el que me había alojado durante mi estancia en Atenas, un hotel cuyo servicio no era muy bueno, cuyas alfombras estaban gastadas, en cuyos pasillos se oía hablar una docena de idiomas cada día, y quería utilizar este hotel en mi libro. También quería utilizar el laberíntico palacio de Knossos, que yo había visitado. Durante el viaje me había visto ligeramente estafada por un hombre de mediana edad, un graduado de una de las universidades más estimadas de Norteamérica. Tenía un rostro muy aristocrático pero débil, un rostro que podía bien ser el rostro del estafador de la novela, Chester MacFarland, el hombre que se parecía al padre de Rydal, que era un hombre auténticamente respetable, un catedrático.
Chester está casado con una muchacha muy bonita que tiene la edad del joven norteamericano. Equipada con estos pocos ingredientes, me zambullí de buena gana en un relato de aventuras. Los dos jóvenes se sienten atraídos mutuamente, pero no acaban de embarcarse en una aventura amorosa. La muchacha muere accidentalmente a manos de Chester cuando éste trata de dar muerte a Rydal. A partir de entonces, Chester y Rydal quedan atados el uno al otro por dos e incluso tres fuerzas: una, que Rydal sabe que Chester ha matado a su propia esposa; dos, que Rydal sabe que Chester ha matado a un agente de la policía en Atenas; y tres, que Rydal siente una mezcla de odio y cariño por Chester, porque éste se parece a su padre y porque Rydal es incapaz de dar un paso tan poco deportivo como el de, sencillamente, entregar a Chester a la policía. Por supuesto, las cosas no son tan sencillas en el libro, ya que Chester logra huir y esconderse de Rydal durante un tiempo. Chester huye tanto de Rydal como de la ley. Lo que presenciamos es la desintegración del carácter de Chester y también vemos cómo Rydal aprende a aceptar los sentimientos que le inspira su padre, que le ha tratado con dureza.
Recomiendo encarecidamente a los escritores que lleven una libreta para tomar apuntes, pequeña si durante el día tienen algún empleo, grande si pueden permitirse el lujo de quedarse en casa. Incluso vale la pena anotar tres o cuatro palabras si sirven para evocar un pensamiento, una idea o un estado de ánimo. Durante los períodos estériles conviene que el escritor hojee estas libretas. Puede que de pronto alguna idea empiece a moverse. Quizá dos ideas se combinarán la una con la otra porque ya estaban destinadas a hacerlo desde el principio.

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