1 jul 2010

Variaciones

…la poesía es una especie de pacto que hacemos con una entelequia muy superior a nosotros, una entidad menos hipócrita que el dios judeo-cristiano y no tan vil como el genio maligno cartesiano. Un pacto por el cual las maneras pragmáticas de la comunicación humana quedan suspendidas para dar paso a la marea del lenguaje que consigo arrastra percepciones, intuiciones, destellos de la mente.
 
Nosotros hacemos de cuenta que la poesía es normal. Aceptamos lo que ella nos susurra, hacemos de su universo un mundo para nosotros, pero siempre mantenemos encendida – aún muy tenue, aún sumamente bien escondida – esa parodia de discernimiento que nos dice “eso es una poesía, palabras que una persona decidió escribir por algo o porque sí”. Bueno, no siempre.
Quiero decir que a veces se rompe esa relación, estalla cualquier dimensión con la que podamos identificar cosas como “realidad” o “poesía” y esas palabras que parecen estrelladas en el papel comienzan a sudar y a chirriar los dientes. Supongo que el alma misma del poeta es lo que allí estamos leyendo.
 
Esa extraña y sublime sensación ocurre con algunos poemas de Malcom Lowry.
 
¿Qué ocurriría si un buen día nos levantamos en nuestra asimilada habitación y al abrir la puerta para ir a refregarnos los dientes no hacemos otra cosa que observarnos a nosotros mismos solos y encerrados en una habitación a la que no podríamos decir que conocemos pero que sin embargo nos resulta tenebrosamente familiar? ¿Qué gritaríamos en un éxtasis de ese tipo si además nos vemos vacíos, mudos, encuclillados, enfermos, abatidos, desesperados hasta la parálisis? Sospecho que algo parecido a lo que Lowry murmura en sus poemas.
 
Un río seco es como el alma
Un río seco es como el alma
De un poeta que no puede escribir, aunque percibe
Con imperfecta claridad su asunto y pena
Por morir abrasado a causa de la sequía. Pero su fin
Una vez fue un saludable mar de cristal de retiradas
Claras, de grises crecimientos en Hartseye, como viejos amores abandonados
Abandonados totalmente por el entendimiento. De ningún modo
Él concibe reemplazarlos: Solo en los flameantes empujes
De la memoria algún logro sin sentido
Como el río que en sus grises y piadosos árboles
En su agonía de piedras al sumergirse en los horrores
Se manifiesta ahora blanqueándose al sol. Por esto éstas,
Éstas piedras y la nada poseyéndolas
Cuando el río es un camino y la mente un vacío.
 
La angustiante adicción de Lowry al alcohol deviene mucho más que una mera nota biográfica que puede caberle a otros escritores borrachos. En principio porque la adicción de Lowry no es como la de los demás: el alcohol le impuso un mundo enloquecido y atroz que lo aterra, que lo vuelve loco en un doble plano en el cual puede mirarse a sí mismo malogrado y envuelto en hechizos. Pero además, Lowry no hizo del alcohol un tema posible para su escritura sino que toda su literatura está hecha en el fondo del alcohol, en el hondo pozo de la decrepitud lúcida. No hay una “tematización” de la adicción sino una escritura que ella misma es adicción y que a su vez funciona como rabioso testimonio del desastre, como un detallado registro de la enfermedad.
 
La imagen del río seco no nos parece hoy demasiado original; muchos artistas la han usado o sugerido ante una crisis creativa, la imagen se presta perfectamente después de todo. El caso es que en Lowry la metáfora estalla en varios niveles hasta cristalizarse en un paisaje lúgubre, en un páramo terracota que hiede a verdad, tristemente a verdad.
 
Eso es: Lowry escribe con la desesperación del que se encuentra ante el último escalón de la realidad y decide describirlo.
 
¿Quién podría narrar el vacío? En todo caso: ¿Quién podría hacerlo sin trepidar?
 
El río seco es la angustia del escritor cuya mente se fue vaciando de ideas que, siniestramente, aún denuncian el vacío que dejaron, que aún señalan con el dedo las marcas de moho que quedaron en donde ella se afincaba. Pero el río seco también es el alma del alcohólico, del adicto perdido que se sobrevive a sí mismo y se ve conminado a presenciar el rotundo vacío en que se ha convertido. El alcohol roba cosas: ideas, intuiciones, anhelos, planes. El alcohol no es un criminal de fuste: lo suyo no es el asesinato sino el hurto. El alcoholismo no mata nada sino que sustrae pacientemente todo aquello que denota una vida. Después está el colapso de las funciones hepáticas, la psicosis fugaz, la depresión, los inconvenientes en la dicción, los dramas de la circulación sanguínea. Claro, pero eso es la ciencia, puro inventario de una normalidad impuesta que siquiera existe en plenitud. Pero ¿qué puede saber la ciencia de la masacre del alma, de su vaciamiento?
 
Epitafio
Malcolm Lowry
Ultimo deshecho de Bowery
Su prosa era florida
Y a menudo incandescente
Vivió, de noche, y bebió de día
Y murió tocando el ukelele.
 
Según Martin Heidegger, el precursar la muerte es la única vía por la que el hombre (Dasein) llega a una vida auténtica. Precursar la muerte no significa temerla, ni sospecharla, ni aguardarla paralizado en casa bebiendo té y barbitúricos alemanes. Precursar la muerte tampoco es desafiarla, ni desdeñarla, ni calcular su llegada. Precursar la muerte, para Heidegger, es tenerla en cuenta como posibilidad irrebasable, como la posibilidad que acaba con todas las demás posibilidades. En ese precursar, sospecho, estriba la anticipación de la muerte propia que tantos poetas y artistas en general han intentado. La muerte se presenta para Lowry como el fin de todas las posibilidades, pero esto para Lowry representa menos un problema que un alivio. No es descabellado ver la muerte como un alivio cuando todas las posibilidades que la muerte viene a clausurar son una parodia repetitiva y sangrienta de rituales agotados, idénticos, mudos.
 
El pasado que florece
No hay poesía cuando se vive aquí.
Estas piedras son tuyas, esos ruidos son tu mente,
A los rechinantes tranvías y las calles que te unen
Al soñado bar donde se sienta la desesperación,
Son tranvías y calles: la poesía está en otra parte.
Los rótulos de cines y tiendas, una vez dejados atrás
Y añorados, no se vuelven a añorar. Extrañamente crueles
Parecen mojones absolutamente nuevos del aquí y ahora.
Pero desplázate hacia Nueva Zelanda o el Polo,
Y esas piedras florecerán y los ruidos cantarán.
Y los tranvías arrullarán al niño que duerme
Que nunca descansa, y cuyo barco siempre dará vueltas.
 
Cualquiera puede coincidir en que la melancolía es un rasgo típico de muchos adictos; la melancolía es una patología que afecta y sustenta a otras patologías. ¿Qué ocurre entonces cuando hasta la melancolía se desdibuja? ¿Qué nuevo lema se debe inventar la ciencia o el discurso para etiquetar una actitud? Lowry ejercita la lucidez del condenado, la clarividencia honesta del que observa el abismo a centímetros de sus pies: la poesía está en otra parte, nene, los tranvías son tranvías y las calles son calles. Te han hecho vivir, nadie tendría que negarlo, han transformado tus tardes y tus noches en un espejismo dulce de libertad y valentía. Pero los tranvías son tranvías y las calles son calles, esa es la terrible sentencia del obligado a ser sagaz por los años y – por supuesto – por los tranvías y las calles.
 
No obstante hay algo que siquiera al condenado al patíbulo se puede arrebatar: el ensueño de creer que en otro-lado, en una otra-parte, el pasado puede florecer. ¿No será eso acaso lo que paraliza (o por lo menos demora) al suicida? Ese mismo pasado que el lúcido des-idealizó retorna a hurtadillas en la visión de un futuro informe y blanco en donde las viejas pulsiones podría reeditarse. Quizás esa otra-parte sea la poesía. O tal vez la poesía nos espere allí, para bordar con espasmos de eternidad nuestro descenso al piélago.
 
Oración para borrachos
Dios da bebida a esos borrachos que se despiertan al amanecer
Farfullando sobre las rodillas de Belcebú, totalmente destrozados,
Cuando una vez más espían a través de las ventanas
Acechando, el terrible puente cortado del día.
 
Lowry sabe demasiado bien que la adicción a la bebida no es una cuestión de actividad, que antes y después de ese traquetear de codos empinados está la bebida como mundo, como absorción continua de vapores grises. Hasta en el sueño más profundo, en el desmayo etílico, Dios da de beber al borracho. No hay tiempo “limpio” ni descanso: llegado un cierto punto, el alcohol es el desierto, la redundancia es su entidad más propia y consecuentemente se anula la distinción fundamental que merodea toda adicción, la de un tiempo “sobrio” y un tiempo “ebrio-de-lo-que-sea”. Ese otro mundo al que se accede mediante la adicción, una vez encarnada esta hasta la médula, se devora al mundo sobrio y lo convierte en una parte de sí, lo reduce a lo mismo.
En el alcoholismo de los protagonistas y voces de Lowry la ebriedad es un desierto, un infernal desierto, interrumpido tal vez por un único evento identificable, repetitivo a la vez, fatalmente idéntico a sí mismo: el despertar, ese puñado de segundos fuera de cualquier dimensión temporal que ofician de estilete para los ojos y el alma del perdido. El despertar es el último refugio de la realidad, su última tentativa, su venganza quizás; el búnker desde el cual ejecuta sus últimos manotazos.
 
Abridor de ojos
Cuán semejante a un hombre, es el Hombre, que se levanta tarde
Y contempla los platos sucios de la cena
Y contempla las botellas, vacías también.
Todo ello tragado durante el sordo «¿Cómo estás?» sin fin de la noche
anterior
-Aunque un vaso contiene todavía un refresco espantoso-
Cuán semejante al Hombre es este hombre y su destino,
Aún borracho y tropezando entre los árboles amarillentos
Va a desayunar ron picado, sardinas y guisantes.
 
El despertar del borracho es la instancia, la única instancia, en la que se identifica con los hombres, los otros, los normales. En su despertar, el alcohólico se parece al Hombre, pero lejos de ser esta una semejanza contingente, el despertar del alcohólico y la esencia del Hombre coinciden en una escena estrepitosa, lenta, amarilla, interminable. El hombre en su más genuina versión es ese desconcierto colmado de ruidos mentales, esa continuidad perpleja que se tira a sí misma de la cola mientras piensa en el almuerzo de hoy, ese insoportable cansancio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Visitantes

Datos personales