30 jun 2011

Del correr y escribir

¡Correr! Si existe alguna actividad más feliz, más estimulante, más nutritiva para la imaginación, no tengo idea cuál podría ser. Al correr, la mente vuela con el cuerpo; la misteriosa florescencia del lenguaje parece latir en el cerebro al ritmo de nuestros pies y el balanceo de nuestros brazos. Idealmente, al correr, el escritor atraviesa las ciudades y paisajes de su ficción, como un fantasma en una locación real.

Debe haber algo similar entre correr y soñar. Durante el sueño, la mente suele ser independiente del cuerpo, tiene peculiares poderes de locomoción y, al menos en mi experiencia, con frecuencia corre, se desliza o “vuela” a ras de tierra o en el aire. (Dejando de lado la simple teoría de que los sueños son puramente compensatorios: vuelas mientras sueñas porque te arrastras por la vida mientras estás despierto; te levantas sobre los otros mientras duermes porque en la vida real otros se levantan sobre ti.)

Posiblemente estas proezas de locomoción fantástica son remanentes atávicos, el recuerdo alucinado de un ancestro lejano para quien el ser físico, cargado de adrenalina ante situaciones de emergencia, era imposible de distinguir del ser espiritual o del intelectual. Al correr, el “espíritu” parece inundar el cuerpo. Del mismo modo que los músicos experimentan el fenómeno sobrenatural de una especie de tejido de memoria en las yemas de sus dedos, el corredor parece experimentar en los pies, los pulmones y el latido acelerado del corazón una extensión del yo imaginado.

Los problemas estructurales que se me presentan mientras escribo, en una larga, embrollada, frustrante y a veces desesperante mañana de trabajo, usualmente los logro desenredar corriendo por la tarde.

Durante los días en que no puedo correr, no me siento “yo misma”, y quien quiera que “yo” me sienta en esas ocasiones, me gusta mucho menos que la otra. Entonces la escritura permanece enmarañada en interminables revisiones.
Los escritores y poetas son reconocidos por amar el estar en movimiento. Si no corriendo, escalando; si no escalando, caminando. (Como todos los corredores saben, caminar, aunque sea muy rápido, es un pobre sucedáneo del correr, a lo que nos limitaremos cuando ya no contemos con nuestras rodillas. Pero al menos es una opción.)

Los poetas románticos ingleses estaban claramente inspirados por sus largas caminatas en todos los climas: Wordsworth y Coleridge en el idílico Lake District; Shelley (“Siempre marcho hasta donde me detengan y nunca me detienen”) en sus cuatro intensos años en Italia. Los trascendentalistas de Nueva Inglaterra, entre ellos el más famoso, Henry David Thoreau, eran caminantes incesantes; Thoreau alardeaba de haber “viajado mucho en Concord”, y en su elocuente ensayo
Caminar reconocía que necesitaba pasar al menos cuatro horas diarias al aire libre y en movimiento; si no lo hacía sentía “como si tuviera un pecado que expiar”.

Mi prosa favorita sobre el tema es 
Night Walks de Charles Dickens, ensayo que escribió años después de haber sufrido un insomnio extremo que lo lanzaba a las calles de Londres cada noche. Escrito con la habitual genialidad de Dickens, este evocador ensayo parece sugerir más de lo que las palabras revelan. Asocia su terrible imposibilidad de descansar por las noches con lo que llama “deshogarización”: una compulsión a caminar y caminar y caminar en la oscuridad y bajo la murmurante lluvia. (Nadie ha capturado lo idílico de la desolación, el éxtasis de la proximidad de la locura, con más fuerza que Dickens, tan frecuentemente malinterpretado como un creador de relatos populares, dulzones.)

A nadie le sorprende que Walt Whitman haya vagabundeado a través de enormes distancias: puedes sentir los latidos del caminante en la respiración contenida de sus poemas. Pero quizá resulta sorprendente descubrir que Henry James, cuyo estilo de prosa semeja más la densidad intrincada del croché que la fluidez del movimiento, también amara caminar kilómetros enteros en Londres.

También yo caminé (y corrí) muchos kilómetros en Londres años atrás. Gran parte de estos recorridos los hice en Hyde Park, a pesar del clima. Vivía un año sabático con mi esposo, un profesor de inglés, en una esquina de Mayfair desde donde se veía el Rincón del Orador. Estaba tan afligida por la añoranza de encontrarme en Estados Unidos, en Detroit, que corrí compulsivamente; no como un respiro de la intensidad que implica escribir, sino como una función de la escritura misma.

Mientras corría, era como si estuviera en Detroit: visualizaba los parques, las calles, las avenidas, los corredores de la ciudad, con tal claridad eidética que solo tenía que transcribir las imágenes al momento de regresar al apartamento. Desde Londres logré recrear a Detroit en mi novela 
Do With Me What You Will tan fielmente como la había retratado en Ellos, escrita mientras vivía en esa ciudad.

¡Qué curiosa experiencia! Si no hubiera pasado esas sesiones corriendo no habría podido escribir la novela. Además, pienso, ¡qué perverso! Estar viviendo en una de las ciudades más bellas del mundo, Londres, y pasársela soñando con una de las ciudades más problemáticas del mundo, Detroit. Pero, por supuesto: los escritores están locos. Cada uno de nosotros –eso nos gusta creer–, a nuestra única e inimitable manera.
Tanto correr como escribir son actividades fuertemente adictivas. Las dos están, para mí, ligadas a la conciencia. No puedo recordar un momento antes de haber corrido, ni puedo recordar un momento antes de que escribiera.

(Antes de que supiera escribir lo que podrían llamarse “palabras humanas en lengua inglesa”, garabateaba deses-peradamente imitaciones de la escritura de los adultos. Mis primeras “novelas” –las cuales temo que mis padres aún conservan en algún cajón o una camioneta vieja o una granja en Millersport– eran blocs de inspirados garabatos ilustrados con pollitos, caballos y gatos. Aún no había dominado la figura humana, quizá porque todavía me faltaban muchos años para dominar la psicología humana.)

Mis primeros recuerdos en exteriores tienen que ver con la soledad de escalar y correr en nuestros huertos de peras y manzanas, a través de sembrados de maíz que se agitaban sobre mi cabeza y a lo largo de surcos, sobre las estribaciones del arroyo Tonawanda. Durante mi niñez escalaba, vagabundeaba, exploraba incansablemente el campo: las granjas vecinas, un tesoro oculto en un viejo granero, casas abandonadas y propiedades prohibidas de todo tipo, algunas peligrosas, como cisternas y pozos cubiertos con tablas viejas.

Estas actividades están íntimamente asociadas con la narrativa, pues siempre hay un yo-fantasma, un yo “ficticio”, en esos lugares. Por esta razón creo que cualquier forma de arte es una especie de exploración y transgresión. (Nunca vi una señal de “No pase” que no incitara mi sangre rebelde. Esas señales, cuidadosamente puestas en árboles y cercas, bien podrían decir: “¡Ven, entra!”.)

Escribir es invadir el espacio de otro, aunque solo sea para conmemorarlo. Escribir es abrirte a una rabiosa censura por parte de aquellos que no escriben, o que no escriben del mismo modo que tú, para quienes puedes representar una amenaza. El arte, por naturaleza, es un acto transgresor y el artista debe aceptar ser castigado por eso. Mientras más original y revolucionario sea un artista, más devastador es su castigo.

Si la escritura involucra castigo, al menos para algunos de nosotros, el acto de correr, incluso en la adultez, puede evocar dolorosos recuerdos de haber estado mucho tiempo atrás, en la infancia, acechado por tormentos. (¿Acaso algún adulto no ha sufrido estos recuerdos? ¿Existe alguna mujer adulta que no haya sido sexualmente acosada o abusada de un modo u otro?) ¡Esa adrenalina se descarga como una inyección al corazón!
Estudié en una escuelita rural de un solo salón en el que ocho grados dispares recibían clases en simultánea con la misma profesora solitaria y sobrecargada de trabajo. La burla, los golpes, las humillaciones, las patadas y el abuso verbal alrededor del supuesto santuario que era la escuelita simplemente tenían que ser soportados, pues en esa época no existían leyes contra esas formas de maltrato. Era un tiempo delaissez-faire en el que un hombre podía agarrar a golpes a plena luz del día a su mujer y a sus hijos, y la policía no intervendría, excepto en casos de lesiones graves o muerte.

Cuando corro a través de los paisajes más idílicos, recuerdo las carreras en medio del pánico durante mi infancia décadas atrás. Yo era una de las niñas desafortunadas que no tenían hermanos o hermanas mayores que las defendieran de la crueldad sistemática de los compañeros de clase. No creo que estuvieran en mi contra (porque mis notas eran altas, por ejemplo); comprendí años más tarde que ese abuso es genérico, no personal. Es parte de la especie, nos permite penetrar en la experiencia de los otros, entender cómo son realmente el pánico, el aprisionamiento, el sufrimiento y la desesperación. El abuso sexual nos parece la forma más repugnante de abuso infantil, y es de hecho la forma de abuso que conduce a una amnesia paliativa.
Más allá de las palabras impresas en mis libros, están los lugares en los que fueron imaginados y sin los que no existirían. Por ejemplo, una vez en 1985, corriendo junto al río Delaware, levanté la vista y encontré las ruinas de un puente ferroviario; entonces experimenté en un instante un recuerdo tan vívido y visceral de una vez que crucé un puente peatonal junto a una vía férrea similar sobre el canal Erie en Lockport, Nueva York, cuando tenía doce o catorce años, que vi la posibilidad de escribir una novela. De este momento surgiría You Must Remember This, situada en una mítica Nueva York, muy parecida a la original.

A veces ocurre el proceso contrario: me encuentro corriendo en un lugar que me resulta tan intrigante, entre casas o detrás de las casas, tan misterioso, que me siento tentada a escribir sobre estos parajes, traerlos a la vida (como dicen) en una ficción. Soy una escritora absolutamente cautivada por los lugares; buena parte de mi escritura es una forma de mitigar mi nostalgia, y los lugares en los que habitan mis personajes son tan cruciales para mí como los personajes mismos. No puedo escribir ni siquiera una muy corta historia sin estar viendo “vívidamente” lo que mis personajes ven.

Las historias llegan a nosotros como espectros que requieren posesionarse de un cuerpo a su medida. Correr parece permitirme, idealmente, una conciencia expandida en la que puedo visualizar lo que estoy escribiendo, como en una película o un sueño. Rara vez creo frente a la máquina de escribir; lo que hago es evocar aquello que he experimentado previamente. No uso computador, sino que escribo a mano, en una extensión considerable. (De nuevo: los escritores están locos.)
Para el momento en el que decido transcribir en la máquina formalmente, ya lo he imaginado y visto repetidas veces. Nunca he pensado en la escritura como la simple distribución de palabras en una página, sino como un esfuerzo para darle cuerpo a una visión: un complejo de emociones, una cruda experiencia.

La intención del arte memorable es evocar en el lector y el espectador las emociones apropiadas para esa intención. Correr es una forma de meditación; en sentido más práctico me permite recorrer, en mi mente, las páginas que he escrito, considerando los errores y avances.
Mi método es de revisión continua. Mientras escribo una novela larga, cada día repaso las primeras secciones por reescribir, para mantener la consistencia, la fluidez de la voz. Cuando escribo los dos o tres capítulos finales de una novela, lo hago en simultánea con la reescritura de la apertura; de modo que, idealmente al menos, la novela es como un río que fluye de manera uniforme, cada tramo en confluencia con todos los demás.

Mi novela más reciente tiene 1.200 páginas manuscritas, lo que significa aún más páginas mecanografiadas y quién sabe cuántos kilómetros recorridos, ¡prefiero no intentar adivinar!
Los sueños pueden ser viajes pasajeros a la locura que, por alguna ley neurofisiológica misteriosa para nosotros, nos mantienen protegidos de la locura real. Así mismo, las actividades gemelas de correr y escribir mantienen al escritor razonablemente sano y con la esperanza, también ilusoria y temporal, de tener el control.

29 jun 2011

Entrevista - Josè Ignacio Valenzuela

¿Qué te gustó más de La mujer infinita?
Descubrir en el proceso qué me unía a mí como escritor a aquella mujer fascinante. En simple apariencia poco y nada nuestras vidas se parecían. Sin embargo como la escritura siempre es "responder preguntas", utilicé la historia para trazar puentes entre Tina y yo, entre el siglo pasado y este, entre fotografía y literatura. Fue interesante descubrir esos lazos comunes entre las diferentes manifestaciones artísticas y confirmar lo que ya sospechaba: que -a la hora de escribir- aunque uno hable de lo más ajeno y remoto, siempre termina hablando de uno mismo. Y eso me lo enseñó "La Mujer Infinita".


Cuéntanos un poco sobre los personajes del libro...
Pablo Cárdenas es un guionista a quien en el 2001 le encomiendan escribir un guión sobre Tina Modotti, la fotógrafa italiana que vivió en el México post-revolucionario, y quien tuvo un tórrido romance con el activista cubano Julio Antonio Mella. Está también Eva O'Ryan, una actriz norteamericana que en el 2008 tiene el papel de Tina Modotti en la película escrita por Pablo. Eva vive con la tristeza de no poder ser madre, como Tina.

¿Es Miami una ciudad que se preste para escribir? 
Soy un escritor bastante todo terreno. No necesito muchos estímulos, comodidades o escenarios parta poder "llamar a la musa", o para conseguir concentración. Escribo en aviones, aeropuertos, salas de espera de doctores, hoteles, sin problema alguno. Miami tiene una calidad de vida que me gusta y que, estoy seguro, me ayudará a resolver en parte el estrés que generan las ciudades neuróticas y que, de alguna manera, sí van minando las ganas de sentarte a trabajar.



¿Es fácil adaptar un libro a una telenovela? 
Creo que depende del tema. Sin embargo, cualquier historia literaria que tenga una fuerte y clara línea central, es posible de ser adaptada para la pantalla. Más aún si ese libro posee fuertes elementos de melodrama, como son la lucha entre el bien y el mal o el triunfo del amor por encima de la traición. 


¿Leen los hispanos en EE.UU. o, como muchos dicen, pasan mirando telenovelas?
No conozco tanto la realidad de los hispanos en EE.UU. como para aventurar una respuesta. Lo que sí es un hecho, es que yo crecí escuchando que los jóvenes no leen. Sin embargo, bastó que apareciera "Harry Potter", o "Crepúsculo", para demostrar que los jóvenes sí leen. Y mucho. Por lo tanto, yo creo que el problema de los malos lectores radica en los malos libros. Cuando aparece un texto que le habla de tú a tú a la gente y que, por alguna razón, toca los botones adecuados en sus mentes y corazones, el amor por la lectura surge de manera espontánea y poco impuesta.  



¿Cómo hacer para ganar lectores? 
Me parece que lo único que asegura un entusiasmo de larga vida, y un lector fiel, es la calidad. No creo en las modas para atraer lectores. Las modas son pan para hoy y hambre para mañana. La moda está hecha para pasar de moda. En cambio la calidad puede tener un camino más lento, menos espectacular, pero es un camino más a largo plazo.



¿Cuáles son los pilares que marcan tu vida de escritor?
Primero que todo, la lectura. No podría ser escritor sin ser un lector voraz. De hecho, creo que fue precisamente el hecho de haber crecido sumergido en la ficción lo que me llevó a desear inventar y desarrollar mis propias ficciones. Y el segundo pilar que marca mi vida de escritor, es el taller literario. Me formé y crecí en el taller literario de Ana María Güiraldes, una conocida escritora chilena, lo que me hizo perderle el miedo, desde temprano, a la crítica y me enseñó que un escritor requiere del feedback para crecer y madurar. No hay que temerle a la exposición porque un texto no es el escritor.


¿En qué estás trabajando ahora? 
Estoy terminando de escribir "
La casa de al lado ", la telenovela que Telemundo tiene en este momento al aire a las 10 de la noche. Luego de eso comienzo a escribir un nuevo libro policial: el caso de la desaparición de una máscara maya de jade, desde un museo en México. Habrá que descubrir al autor del robo, lo que dará pie a una vertiginosa y peligrosa historia. 

Si pudieras tomarte un café, un trago con algún escritor/a, ¿quién sería? 
Sería con el francés Michel Houellebecq, autor de "Plataforma", "La posibilidad de una isla", "Las partículas elementales". Quisiera hacerle tantas preguntas en relación a su manera de ver el mundo, a ese pesimismo existencialista con el que siempre explora sus temas, al desencanto sobre el futuro. Me atrae enormemente su cerebro y su manera de estructurar sus libros.

28 jun 2011

2 poemas en torno a la creaciòn poètica


ARS

El verso es un vaso santo; ¡poned en él tan sólo,
un pensamiento puro,
en cuyo fondo bullan hirvientes las imágenes,
¡como burbujas de oro de un viejo vino oscuro!
Allí verted las flores que en la continua lucha
ajó del mundo el frío,
recuerdos deliciosos de tiempos que no vuelven,
y nardos empapados de gotas de rocío.
Para que la existencia mísera se embalsame
cual de una esencia ignota,
quemándose en el fuego del alma enternecida,
de aquel supremo bálsamo basta una sola gota.
El libro de versos, 1891-1896.



LA VOZ DE LAS COSAS

¡Si os encerrara yo en mis estrofas,
frágiles cosas que sonreís,
pálido lirio que te deshojas,
rayo de luna sobre el tapiz
de húmedas flores, y verdes hojas
que al tibio soplo de Mayo abrís,
si os encerrara yo en mis estrofas,
pálidas cosas que sonreís!
¡Si aprisionaros pudiera el verso,
fantasmas grises, cuando pasáis,
móviles formas del Universo,
sueños confusos, seres que os vais,
ósculo triste, suave y perverso
que entre las sombras al alma dais,
si aprisionaros pudiera el verso,
fantasmas grises, cuando pasáis!

27 jun 2011

Los 100 genios de la literatura


Por qué estos cien? Había planeado incluir muchos más, pero después me pareció que cien era suficiente. Aparte de aquellos que no se pueden omitir —Shakespeare, Dante, Cervantes, Homero, Virgilio, Platón y sus pares—, mi selección es completamente arbitraria e idiosincrática. Ciertamente no se trata de la "lista de los cien mejores" ni a mi juicio ni al de nadie más. Yo quería escribir sobre ellos.

Dado que mi pericia sólo cubre el ámbito de la crítica literaria y, hasta cierto punto, de la religiosa, no hay nada en este libro sobre Einstein, Delacroix, Mozart o Louis Armstrong. Este es un mosaico de genios de la lengua, aunque Sócrates pertenece a la tradición oral y el islamismo afirma que Alá dictó el Corán a Mahoma.

Todo parece indicar que ahora vacilan quienes desestimaron el genio como un fetiche del siglo XVIII. El pensamiento grupal es la plaga de nuestra Era de la Información y su efecto es más pernicioso en nuestras obsoletas instituciones académicas, cuyo largo suicidio empezó en 1967. El estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quién los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan.

Este libro difiere de mi trabajo anterior en que sólo busco definir, de la mejor manera posible, el genio particular de mis cien personajes. He mezclado la crítica literaria y la biográfica, pero he eludido prácticamente del todo la perspectiva histórica.

Nadie se opone a contextualizar o a darle un trasfondo a una obra. Pero no me interesa disminuir la literatura, o la espiritualidad, o las ideas, con la excesiva determinación historicista. Las mismas fuerzas sociales, económicas y culturales producen simultáneamente obras inmortales y obras que no trascienden su propia época. Thomas Middleton, Philip Massinger y George Chapman compartieron los mismos recursos culturales que supuestamente modelaron Hamlet y El rey Lear. Las mejores 25 (de 39) piezas de Shakespeare son obras maestras. Dado que no sabemos cómo más explicar a Shakespeare (o a Dante, o a Cervantes, o a Goethe, o a Walt Whitman), ¿qué podría ser mejor que retomar el estudio del antiguo concepto de genio? El talento no puede ser original, el genio debe serlo.

¿Qué es el genio?

Dado que mi libro, al presentar un mosaico de cien genios auténticos, pretende proporcionar criterios para el juicio, me arriesgaré con una definición absolutamente personal del genio, una que quisiera ser útil en los primeros años de este siglo. Me parece problemática la presencia del carisma al lado del genio. De los cien personajes que aparecen en este libro, yo conocí a tres —Iris Murdoch, Octavio Paz y Ralph Ellison— que murieron hace relativamente poco. Más atrás, recuerdo encuentros breves con Robert Frost y Wallace Stevens. Todos ellos impresionantes de una u otra forma, pero carentes del brillo y de la autoridad de Gershom Scholem, cuyo genio era palpable a pesar de su ironía y de su fino sentido del humor.

William Hazlitt escribió un ensayo sobre las personas que uno hubiera querido conocer. Miro la lista cabalística en el contenido y me pregunto a quién escogería. El crítico Saint-Beuve nos aconsejó que nos preguntáramos a nosotros mismos: ¿qué habría pensado de mí este autor que estoy leyendo? Mi héroe particular entre estos cien es el doctor Samuel Johnson, el dios de la crítica literaria, pero no tengo el valor de enfrentar su juicio.

El genio hace valer su autoridad sobre mí cuando reconozco poderes mayores que los míos. Emerson, el sabio a quien intento seguir, reprobaría mi rendición pragmática, pero el genio de Emerson era de tal magnitud que él podía predicar la confianza en uno mismo. Yo mismo he enseñado durante 46 años y querría empujar a mis estudiantes hacia la emersoniana confianza en sí mismos, pero no puedo hacerlo y en general no lo hago. Aspiro a nutrir el genio en ellos, pero sólo puedo comunicar el genio de la apreciación. Ese es el propósito principal de este libro: despertar el genio de la apreciación en mis lectores, si puedo. (...)

El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad. Quizás la "grandeza" no esté de moda, como no está de moda lo trascendental, pero es muy difícil seguir viviendo sin la esperanza de toparse con lo extraordinario.

El descubrimiento de lo extraordinario en otra persona puede ser engañoso o delusorio: lo llamamos "enamorarnos" y el verbo debe ser considerado también una advertencia. Pero el hallazgo de lo extraordinario en un libro —ya sea en la Biblia, en Platón o en Shakespeare, en Dante o en Proust— siempre será beneficioso casi sin costo alguno. El genio en su expresión escrita es el mejor camino para alcanzar la sabiduría, y yo creo que en ello radica la verdadera utilidad de la literatura para la vida.

Cuando se le preguntó a James Joyce qué libro llevaría a una isla desierta contestó lo siguiente: "Quisiera responder que Dante, pero tendría que llevar al Inglés, porque es más suculento". El sesgo antiinglés del Joyce irlandés no se ha dejado de lado, pero su elección de Shakespeare es justa, razón por la cual él encabeza a los cien personajes de este libro. Aunque hay unos cuantos genios literarios que se acercan a Shakespeare —el Yavista, Homero, Platón, Dante, Chaucer, Cervantes, Moliere, Goethe, Tolstoi, Dickens, Proust, Joyce—, ni siquiera esta docena de maestros logran estar a la altura de la milagrosa representación de la realidad que logra Shakespeare. Gracias a Shakespeare vemos lo que de otra manera no podríamos ver, porque él nos ha hecho diferentes. Dante, el rival más cercano, nos convence de la terrible realidad de su Infierno y de su Purgatorio y casi nos induce a aceptar su Paraíso. Pero ni siquiera el más completo de los personajes de la Divina comedia, Dante el poeta peregrino, logra cruzar de las páginas de comedia al mundo que habitamos, como lo hacen Falstaff, Hamlet, Yago, Macbeth, Lear y Cleopatra.

La invasión de nuestra realidad por parte de los personajes principales de Shakespeare es prueba de la vitalidad de los personajes literarios cuando son el producto del genio. Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura. Es bueno saber que uno de los significados vigentes de la palabra inglesa character (
personaje) es el de señal o marca que se imprime, como una letra del alfabeto (carácter) , pues refleja el posible origen de la palabra: el griego kharaktér, un estilo afilado o la marca de las incisiones del estilo. Character también quiere decir ethos, una actitud habitual ante la vida.

Hasta hace poco estaba de moda hablar de "la muerte del autor", pero también esto se ha vuelto basura. El genio muerto está más vivo que nosotros, así como Falstaff y Hamlet son mucho más vitales que muchas personas que conozco. La vitalidad es la medida del genio literario. Leemos en busca de más vida y sólo el genio nos la puede proveer.

¿Qué hace que el genio sea posible? Siempre hay un espíritu de la época y nos engañamos al permitirnos creer que lo más importante de una figura memorable es su relación con un período en particular. Esta falsa creencia, académica y popular, supone que todo el mundo está determinado por factores sociales. La imaginación individual se somete a la antropología social o a la psicología de masa y es minimizada gracias a las explicaciones.

Este libro se basa en mi convicción de que la apreciación es una mejor manera de comprender los logros que las explicaciones analíticas que pretenden dar cuenta de los individuos excepcionales. La apreciación puede enjuiciar, pero siempre con agradecimiento, y usualmente con reverencia y admiración.

Cuando digo apreciación no me refiero solamente a una "valoración correcta". La necesidad también interviene, en el sentido específico de recurrir al genio de otros para suplir una carencia en uno mismo, o de buscar en el genio un estímulo para los propios poderes, como quiera que éstos resulten ser.

La apreciación puede modular hacia el amor, incluso en la medida en que la propia conciencia de un genio muerto aumente la conciencia misma. El anhelo más profundo de nuestro yo solitario es la supervivencia, ya sea en el aquí y el ahora o en el más allá. Crecer gracias al genio de otros supone ampliar las posibilidades de supervivencia, al menos en el presente y en el futuro inmediato.

No sabemos por qué ni cómo es posible el genio, sólo que ha existido —para nuestro formidable enriquecimiento— y que quizás (cada vez menos) sigue apareciendo. Aunque en nuestras instituciones académicas pululan los impostores que proclaman que el genio es un mito capitalista, me contento con citar a León Trotski, quien urgió a los escritores comunistas a que leyeran y estudiaran a Dante. Si el genio es un misterio de la conciencia capaz, lo que resulta menos misterioso al respecto es su conexión íntima con la personalidad, más que con el carácter. La personalidad de Dante es repelente, la de Shakespeare, elusiva, en tanto que la de Jesús (como la del Hamlet ficticio) parece revelarse en forma diferente a cada lector u oyente.

¿Qué es la personalidad? Hoy, ¡ay!, la usamos como un sinónimo muy popular de celebridad, pero yo quisiera alegar que no podemos ceder la palabra al reino de la chismografia. Cuando sabemos lo suficiente sobre la biografía de un genio en particular, entonces entendemos lo que se quiere decir con la personalidad de Goethe, o de Byron, o de Freud, o de Oscar Wilde. Por el contrario, cuando nos falta familiaridad con la biografía, hablamos unánimemente de nuestra incertidumbre en torno a la personalidad de Shakespeare, cosa que es una gran paradoja porque es posible que sus obras hayan inventado la personalidad —o al menos nuestra comprensión inmediata de la misma—. Si tuviera que hacerlo, podría escribir un libro sobre la personalidad de Hamlet, Falstaff o Cleopatra, pero no emprendería un libro sobre la personalidad de Shakespeare o de Jesús. (...)

El término "genio" ya no es un favorito de los académicos, muchos de los cuales se han convertido en raseros culturales inmunes al asombro. Pero en cambio la idea del genio sigue siendo bastante popular entre el público, aunque la palabra misma parezca un poco gastada. Tenemos necesidad del genio, aunque nos produzca envidia o incomodidad a tantos de nosotros. Esta necesidad no supone que aspiremos al genio y sin embargo, en el fondo, recordamos que tuvimos, o tenemos, un genio. Nuestro anhelo de lo trascendental y de lo extraordinario parece formar parte de nuestra herencia común y nos abandona con lentitud y nunca enteramente.

Afirmar que la obra está en el escritor o que la idea religiosa está en el líder carismático no es una paradoja. Sabemos, por ejemplo, que Shakespeare era un usurero. Shylock también lo era, ¿pero acaso eso contribuyó a que 
El mercader de Venecia no dejara de ser una comedia? No lo sabemos. Pero al buscar la obra en el escritor buscamos su influencia y su efecto en el paso de Shakespeare de la comedia a la tragicomedia y a la tragedia. Vemos a Shylock opacando a Shakespeare. Al examinar los efectos en la figura de Jesús de sus propias parábolas conducimos una exploración paralela.

La palabra "genio" tiene dos significados antiguos (romanos) que se diferencian en el énfasis. El uno es engendrar, hacer nacer, ser, en suma, un 
pater familias. El otro se refiere al espíritu tutelar de cada persona, de cada lugar: un genio bueno, o uno maligno, es aquel que, para bien o para mal, ejerce una poderosa influencia sobre alguien más. Este segundo significado ha sido más importante que el primero; nuestro genio es, por tanto, nuestra vocación o nuestro talento natural, nuestro poder intelectual o imaginativo congénito, más que nuestro poder para engendrar poder en otros.

Todos hemos aprendido a diferenciar, con firmeza y decisión, entre el genio y el talento. Clásicamente el "talento" se refería al peso o a una suma de dinero y por tanto, sin importar cuán grande, era necesariamente limitado. Pero el "genio", incluso en sus orígenes lingüísticos, no tiene límite.

Hoy en día existe la tendencia a considerar que el genio, a diferencia del talento, es la capacidad creativa. Froude, el historiador victoriano, afirmó que el genio "es una fuente en la cual siempre hay más detrás que lo que mana de ella". Estéticamente, entre los ejemplos más sobresalientes del genio estarían Shakespeare y Dante, Bach y Mozart, Miguel Angel y Rembrandt, Donatello y Rodin, Alberti y Brunelleschi. Resulta mucho más complejo tratar de confrontar los genios religiosos, en particular en un país obsesionado con la religión como Estados Unidos. El afirmar que Jesús y Mahoma fueron (además de otras cosas) genios religiosos querría decir que los consideramos, sólo en ese sentido, emparentados entre sí, con Zoroastro y el Buda, y con figuras seculares del genio ético como Confucio y Sócrates.


Uno de mis objetivos en este libro es definir el genio con mayor precisión de la lograda hasta ahora. Otro es defender la idea de genio, muy maltratada en la actualidad por detractores y reduccionistas, desde los sociobiologistas hasta los materialistas de la escuela del genoma, incluyendo a los diversos historiadores. Pero mi meta primordial es aumentar nuestra apreciación del genio y demostrar cómo se engendra invariablemente gracias al estímulo del genio previo más que por los contextos culturales y políticos. El libro enfatizará primordialmente la influencia del genio en sí mismo de la que ya hablamos.

Mi tema es universal, no tanto por la existencia del genio y su recurrencia sino porque el genio, no importa cuán reprimido, existe en tantísimos lectores. Emerson pensaba que todos los estadounidenses eran poetas y místicos en potencia. 
Genios no enseña cómo leer ni a quién leer sino cómo pensar en las expresiones más creativas de las vidas ejemplares.


Dante Alighieri
Jane Austen
Isaac Bábel
Honoré de Balzac
Charles Baudelaire
Samuel Beckett
William Blake
Jorge Luis Borges
James Boswell
Charlotte Brontë
Emily Jane Brontë
Robert Browning
Italo Calvino
Alejo Carpentier
Lewis Carroll
Willa Cather
Paul Celan
Luis Cernuda
Miguel de Cervantes
Hart Crane
Geoffrey Chaucer
Anton Chéjov
Charles Dickens
Emily Dickinson
John Donne
Fiodor Dostoievski
José María Ea de Queiroz
George Eliot
T. S. Eliot
Ralph Ellison
El Yavista
Ralph Waldo Emerson
William Faulkner
F. Scott Fitzgerald
Gustave Flaubert
Sigmund Freud
Robert Frost
Federico García Lorca
Johann Wolfgang von Goethe
Nathaniel Hawthorne
Ernest Hemingway
Hugo von Hofmannsthal
Homero
Víctor Hugo
Henrik Ibsen
Henry James
Samuel Johnson
James Joyce
Franz Kafka
John Keats
Soren Kierkegaard
D. H. Lawrence
Giacomo Leopardi
Lucrecio
Joaquim Machado de Assis
Mahoma
Thomas Mann
Herman Melville
John Milton
Molière
Michel de Montaigne
Eugenio Montale
Dama Murasaki
Iris Murdoch
Gérard de Nerval
Friedrich Nietzsche
Flannery O'Connor
Walter Pater
Octavio Paz
Fernando Pessoa
Alexander Pope
Luigi Pirandello
Platón
Marcel Proust
Rainer Marie Rilke
Arthur Rimbaud
Christina Rossetti
Dante Gabriel Rossetti
San Agustín
San Pablo
William Shakespeare
Percy Bysshe Shelley
Sócrates
Stendhal
Wallace Stevens
Jonathan Swift
Algernon Charles Swinburne
Alfred Tennyson
León Tolstoi
Mark Twain
Paul Valéry
Luis Vaz de Camões
Virgilio
Edith Wharton
Walt Whitman
Oscar Wilde
Tennessee Williams
Virginia Woolf
William Wordsworth
William Butler Yeats



24 jun 2011

Mis Influencias


Muy a menudo, a los escritores se les pregunta por sus influencias, por los libros que los han impresionado. Se trata de una pregunta a la que en general responden con gusto. Forma parte de las preguntas agradables.
En general, sus respuestas se sitúan en el terreno de la cultura; citan a otros autores admirados culturalmente, a veces intentan influir en la lista, insistiendo en aquellos entre sus favoritos que pueden situarse en los márgenes; así es como evoluciona la historia literaria. No citan casi nunca a autores muy antiguos. Con poca frecuencia citan a Homero, Sófocles, Shakespeare o a Cervantes. Pienso que los autores son sinceros, lo cual me lleva a una triste conclusión: Homero, Shakespeare, Cervantes, ya no inspiran a casi nadie. Así pues, la literatura no tiene una vida ilimitada. Uno escribe pensando en un largo tiempo, es decir uno o dos siglos. Si logramos escribir para tres o cuatro siglos, ya podremos considerarlo un gran éxito. Más allá del medio milenio se vuelve francamente difícil. Con excepción, tal vez, de los textos que cuentan con el apoyo de alguna religión, como la Biblia.
Me puse a buscar las influencias citadas con mayor frecuencia entre los autores franceses —a quienes conozco mejor y de los que formo parte— a los que se les hizo esa pregunta.
Se trata sobre todo de autores del siglo XIX y del XX. Muy rara vez se citan algunos del siglo XVIII (Diderot, Rousseau, Sade, a veces Sterne); pero a partir del siglo XVII no hay prácticamente ninguno.
Entre los autores del siglo XIX, se cita muy a menudo a Flaubert, Stendhal, Maupassant, Balzac. En el extranjero a Melville, Poe, Dostoievski, Chejov. Dentro del siglo XX, Proust y Céline son los nombres que más aparecen; en ocasiones Breton y Artaud; con menor frecuencia Albert Camus y Sartre. En el extranjero, Joyce, Kafka, Nabokov, Gombrowicz, Musil, Lawrence. Cada vez más a menudo se nombran a autores de novela policíaca: Simenon, Hammett, Chandler.
En general se trata de autores franceses y cada vez más de autores anglosajones; son más escasos los autores alemanes, los de Europa central y los rusos.
En lo que a mí respecta, siempre he respondido más o menos lo mismo: Baudelaire, Dostoievski, Balzac. Una respuesta totalmente permitida en términos culturales, pero que no dejaba de situarme, que me inscribía en cierta tendencia. Era absolutamente sincero: Baudelaire, Dostoievski, Balzac son los autores que me han causado la impresión más profunda.
Luego tuve una duda: es verdad que me apasioné por esos autores, y de hecho me siguen apasionando, pero ¿será verdad que me influyeron?
Baudelaire, quizá, pero la poesía es diferente: uno puede leer un poema más de diez veces, cientos de veces, muchas más de las que se lee una novela; así que quizá a fuerza de leerlo algo se me pegó. En cambio me parece muy dudoso, aunque sienta por ellos una gran admiración, que escriba como Dostoievski o como Balzac.
Además hay otra cosa que de repente llamó mi atención: a Baudelaire lo leí por primera vez a los catorce o quince años. A Dostoievski lo leí por primera vez a los dieciséis. También a Balzac, por cierto, pero en esa época no me gustó realmente.
Muchos años después, conocí a una lectora de quince años y me pidió que le diera algunos consejos de lectura dentro de la literatura clásica. Le sugerí dos títulos: Crimen y castigo, de Dostoievski, y Las ilusiones perdidas, de Balzac. Semanas más tarde, la volví a ver: le había encantado Crimen y castigo, pero no Las ilusiones perdidas. En el fondo no es tan sorprendente: hay algo intenso y febril en Dostoievski que corresponde bien a la adolescencia; para apreciar Las ilusiones perdidas hay que empezar por haber perdido un poco las nuestras.
Así, empecé a apreciar realmente a Balzac entre los veintidós y veintitrés años. Y mi último gran descubrimiento, el último gran shock, fue Schopenhauer, a los veintisiete.
Entonces Baudelaire a los quince, Dostoievski a los dieciséis, Balzac a los veintidós, Schopenhauer a los veintisiete: todo ocurrió cuando ya era relativamente viejo, puesto que sé leer desde que tenía tres años. No es nada excepcional: en Francia, los niños van a la guardería a partir de los dos años. Allí llevan a cabo diferentes actividades para despertar los sentidos: pueden dibujar, jugar y, si eso les atrae, pueden intentar leer. De cualquier forma, a los cinco años asisten a la escuela y ahí aprenden realmente a leer.
Lo que me dije de pronto es que quizá los libros que uno lee entre los cinco y los quince años tienen una influencia mayor que los libros que uno lee a partir de los quince, los libros de adolescencia que ya son libros de adultos.
Entonces intenté recordar, de lo que leía de niño, lo que me había marcado, y de golpe todo se volvió más difícil.
Voy a comenzar por dejar de lado lo que en mi propio caso me parece atípico. Quiero decir los libros que leí, pero que con seguridad no formaban parte de las lecturas típicas de un niño francés de mi generación. Primero fueron lasSelecciones del Reader’s Digest. Donde yo vivía, en la Yonne, había muchas cajas de Selecciones. Las leí; me acuerdo de la tapa y también de algunos juegos como “enriquezca su vocabulario”, de Maurice Rat; pero fuera de eso, no me acuerdo absolutamente de nada. Leí entonces decenas y decenas de relatos, de fragmentos de novelas, de los que no conservo absolutamente nada.
¿Por qué no me acuerdo de eso? Consideré diferentes hipótesis, y finalmente mi conclusión fue la siguiente: si no recuerdo esos fragmentos es sin lugar a dudas porque eran muy malos; y, en particular, el estilo debía ser deplorable.
Lo que me lleva a esa conclusión es otro caso, muy semejante. Junto a las cajas de Selecciones había otras con los clásicos del marxismo: libros de Marx, Engels, Lenin; incluso de Stalin. De ésos tampoco recuerdo mucho, aunque algo sí, por poco que sea.
Jean Cohen, para mí el mayor teórico de poesía, la caracterizó como digresión del lenguaje, una desviación respecto a las normas de la comunicación pragmática, útil.
Una de las desviaciones posibles es el absurdo, la no-pertinencia, que se encuentra en grupos de palabras como «hienas fascistas» o «víboras mencheviques». Otra desviación es el machacamiento, la repetición; términos como el «anarquismo pequeño burgués», «línea anti-partido» o «hitlero-trotskistas». Por supuesto que no comprendía nada de eso, pero fue seguramente en parte a través de las obras completas de Stalin que vislumbré los métodos de la poesía. No crean que estoy bromeando: la creación de sintagmas aberrantes y la repetición obsesiva forman parte de los métodos de la poesía. Existen puntos comunes entre el discurso de la propaganda y el discurso demente.
A decir verdad, mis lecturas atípicas (Selecciones y Stalin) representan cerca del 5% de mis lecturas de infancia. El resto, el 95%, casi todos los autores franceses podrán reconocerlo seguramente.
En esa época, la literatura francesa para niños estaba dominada de forma aplastante por dos colecciones: la Biblioteca Rosa, para niños de entre seis y diez años; y la Biblioteca Verde, para niños de entre diez y catorce años. Mis abuelos eran de naturaleza distraída, eso explica que haya leído parte de la Biblioteca Verde antes de cumplir los diez. Los volúmenes de la Biblioteca Rosa eran esencialmente series donde niños, o grupos de niños, protagonizaban aventuras. Estaba el Clan des Sept (Clan de los siete)Les Oui-Oui (Los sí-sí); para las niñas estaba Martine o Fantômette; pero la serie más famosa, la más distribuida, la que ganaba la unanimidad tanto en los niños como en las niñas, era el Club des Cinq (Club de los cinco), de Enid Blyton. Esta serie tuvo tanta o más importancia para los jóvenes de mi generación como la que tiene hoy Harry Potter.
El Club des Cinq estaba constituido por un perro, Dagobert, dos niños y dos niñas. Lo que hacían durante sus vacaciones era acorralar y confundir a las bandas de criminales que habían escapado a la vigilancia de la policía de los adultos. Se trata de una actividad algo extraña para unos niños, sobre todo porque los criminales eran con frecuencia peligrosos, por ejemplo narcotraficantes. De cualquier modo, se dedicaban a eso, y al final de cada libro entregaban a los criminales confundidos a la agradecida policía.
Cuando pienso en los personajes masculinos del Club des Cinq no dejo de sorprenderme. Porque había uno, François, que era la seriedad personificada: sacaba buenas notas, deseaba siempre mostrarse responsable y avisar a la policía, pues él pensaba que era demasiado peligroso actuar sin la ayuda de ésta. El otro, Mick, era un alumno follonero, hacía bromas, era un intrépido, un insumiso. Me parece impensable que algún lector del Club des Cinq se haya identificado con François; lo que resulta bastante extraño desde el punto de vista de la elaboración del cuadro de los personajes.
Es mucho más habitual que haya un personaje destinado a cierto tipo de lectores y otro, a lectores diferentes. Y es exactamente lo que ocurría con las dos protagonistas. Annie era muy femenina: tenía el pelo largo, era coqueta, no le gustaba ensuciarse, llevaba vestidos, a veces lloraba o tenía miedo: era algo miedica. Su hermana mayor, Claude, era un marimacho. Siempre de pantalones o bermudas, no lloraba nunca y resistía el dolor. De hecho se llamaba Claudine, pero le parecía demasiado femenino y se había cambiado el nombre a Claude.
Era muy obvio que Claude era la preferida de la autora respecto a Annie, así como lo era Mick respecto a François. Pero así como yo estaba de acuerdo con ella sobre Mick (sobre todo porque Mick era el diminutivo de Michel, mi propio nombre), no me gustaba la preferencia de la autora hacia Claude, demasiado evidente, y sentía una simpatía secreta por Annie.
Lo que el Club des Cinq reveló sobre mí, de manera precoz, fue cierta complacencia por la feminidad en las niñas, por más exasperante que pueda llegar a ser. Es prácticamente todo, pero ya es algo.
La Biblioteca Verde, en cambio, me dio muchísimo más. Las dos vedetes incontestables eran dos autores mayores de la literatura francesa, dos autores muy prolíficos que vivieron en el siglo XIX y que escribieron libros populares destinados a la juventud, pero que también podían leer los adultos: Alexandre Dumas y Jules Verne. Cuando pienso en mi reacción me parece muy significativa respecto al futuro, a aquél en el que acabé convirtiéndome, ya que nunca logré interesarme por Dumas. A algunos autores franceses les brillan los ojos cuando piensan en Los tres mosqueteros o en el Conde de Montecristo. A mí no, siempre me dejaron frío, mientras que devoré varias veces todos los libros de Verne. Cuando empezaba un Verne era muy difícil que dejara de leerlo, incluso a la hora de la comida, y eso que en general era un niño dócil.
He aquí una elección muy precoz, muy espontánea, que me parece sintomática: la literatura de anticipación más que la literatura histórica. En vez del pasado, el futuro. En la Biblioteca Verde estaban también los clásicos de la literatura mundial, aunque sean también libros para niños. Estaba Charles Dickens y Hans Christian Andersen. Y eso, seguramente, jugó un papel importante en mi vocación de escritor. Me acuerdo de la conmoción nerviosa que experimenté al leer La pequeña vendedora de cerillas: fue un deslumbramiento de tristeza y de belleza. Nunca más he vuelto a sentir una emoción estética tan intensa. Bien pensado, es realmente una locura hacer que un niño lea un libro tan atrozmente triste como Las grandes esperanzas, de Dickens. Oliver Twist, sí: hacer eso tiene algo de simple y de primario; y Las aventuras del señor Pickwick: cada aventura era para soltar carcajadas, aunque también casi siempre asoma en esas páginas una cierta amargura. En cambio, Las grandes esperanzas es un libro fantasmagórico, de una negrura alucinante.
Sin hablar de Graziella, de Lamartine, que aniquiló por completo mi porvenir erótico. Lo digo en serio: hay muy pocas posibilidades de que alguien que haya leído Graziella a los diez años tenga una vida amorosa equilibrada. La única ventaja que tendrá será que resistirá a las rubias. Bueno, de todas formas, en mis tiempos no existían aún las chicas estilo Madonna o Britney Spears, pero aunque hubiesen existido, no me habrían impresionado en lo más mínimo. En cambio las italianas... Ahí, claramente, el lector demasiado precoz de Graziella no tiene la menor posibilidad de salvarse. Así que todos estos clásicos de la literatura mundial estaban disponibles, accesibles, al niño que yo era.
Hubo otra cosa. También en ese caso encontré cajas de libros que en un principio probablemente habían pertenecido a mi madre, tal vez a su hermano, acaso a mi abuelo materno, y ahí realmente tuve mucha suerte, porque ese hallazgo me permitió tener desde muy joven lecturas absolutamente anormales respecto al medio social en el que fui educado (es decir, el de los proletarios puros y duros).
Había sobre todo una colección de libros pequeños con la tapa color verde bronce; exactamente el equivalente de la Biblioteca Verde, pero para las generaciones anteriores. Y la posibilidad de elección era aun mayor. Estaban Victor Hugo, Georges Sand, Alphonse Daudet (todavía me acuerdo de la horrible tristeza que experimenté al leer Le petit chose), Cinq-Mars de Alfred de Vigny. Había muchos títulos de Stevenson, mientras que en la época de la Biblioteca Verde ya se habían vuelto más prudentes y se limitaban a La isla del tesoro. Había incluso libros de Saint-Simon, cosa que a la distancia me parece muy sorprendente, pero no me cabe la menor duda: me acuerdo del volumen.
Descubrí también varias cajas de «pequeños clásicos». Estaban destinados a la enseñanza escolar, pero yo los descubrí fuera de todo contexto escolar, así que, para mí, no existía ninguna diferencia: eran simplemente libros.
Así, a los trece años ya había leído una gran parte del teatro de Corneille, de Molière y de Racine. Sin entender nada, según creo. Sin embargo, algo me queda de todo eso. Algunos críticos de poesía se sorprenden de que de vez en cuando me exprese en alejandrinos. Les sorprende el esfuerzo y el artificio. Pero para mí no se trata de ningún esfuerzo, y tampoco de ningún artificio. Algo debió ocurrir en mi cabeza de tanto leer esos alejandrinos de Racine o de Corneille (aunque, lo repito, seguramente no entendía el sentido); el ritmo se implantó sin ningún esfuerzo de mi parte y lo reproduzco ahora voluntariamente, de forma automática.
Además del teatro, estaban prácticamente todos los clásicos de la literatura francesa (Voltaire, Rousseau, La Bruyère, La Rochefoucauld. Montaigne, personas menos conocidas como Boileau, Malherbe, Féneleon, Fontenelle...) presentados bajo la forma de «fragmentos escogidos». Verdaderos tesoros, una riqueza absolutamente prodigiosa al alcance del niño que yo era, y sin la mediación de ningún maestro, sin ninguna explicación de texto. Todos esos clásicos, en toda su extrañeza.
No hace mucho intenté mirar lo que hoy está disponible, en Francia, en términos de literatura infantil, y confieso que me pareció en extremo preocupante, puesto que ya sólo hay autores recientes, contemporáneos. No digo que éstos sean malos; por ejemplo, Thierry Jonquet ha escrito algunos libros para la infancia y yo lo conozco como un muy buen autor de novela policíaca. Pero es simplemente imposible, absolutamente imposible, que los autores franceses contemporáneos sean tan buenos como los autores de la literatura mundial durante varios siglos. Y aunque fuera el caso, se perdería uno de los grandes encantos de la literatura novelesca: la capacidad de transportarse a voluntad hacia otros países, a otras épocas, a otros mundos.
Entonces, ¿por qué se presenta mucho menos a los clásicos de la literatura mundial en las colecciones para niños? Confieso que no tengo idea; la única explicación que me viene a la mente es que hoy en día, mucho más que hace unas décadas, existe la religión del texto integral. Se considera muy difícilmente, aún en el caso de una edición para niños, publicar un libro bajo la forma de fragmentos elegidos o de edición expurgada. Creo que es un error absolutamente dramático. Porque está claro que cuando yo era niño no leí todos esos clásicos en una edición integral. Antes que nada, supongo que cortaban las escenas demasiado violentas o demasiado sexuales. Pero sobre todo se acostumbraba reducir el texto; se cortaban las descripciones demasiado largas o los párrafos teóricos demasiado largos. Las personas que hacían eso, por ejemplo para la Biblioteca Verde, permanecieron en el anonimato; pero me gustaría rendir un homenaje a su talento. Porque en general lo hacían con mucha delicadeza y una gran sensibilidad artística. A veces, incluso, el texto resumido me parece superior al texto original. Por ejemplo en Victor Hugo: cuando leí Los miserables Nuestra Señora de Parísen edición integral me sentí más bien decepcionado; me dije que exageraba, que hubiera podido aligerar un poco su texto.
A Verne también le da por lanzarse a hacer el recuento de las velocidades máximas que alcanzan todos los animales de la creación y así durante tres páginas. Hay incluso un pasaje muy largo en Veinte mil leguas de viaje submarino en el que enumera todas las especies de peces que los personajes no podrán observar durante su viaje.
Creo —en fin, es mi convicción— que un muy buen libro en edición expurgada, incluso en donde los cortes estuviesen mal hechos, sigue siendo superior a un libro regular en edición integral. La gente se dice: los niños ya tendrán tiempo más tarde de leer libros muy buenos. No estoy de acuerdo: con ese tipo de cosas, más vale empezar pronto.
De forma más general, todo esto me llevó a pensar en mi infancia y me dije que había tenido una suerte extraordinaria. Imaginé la vida de un niño de esta época. Hijo o hija única en una gran capital europea, viviendo solo con sus padres o, en la mayoría de los casos, con su madre divorciada, y lo encontré más bien siniestro. Primero, él o ella es la única alegría en la vida de su madre, de modo que forzosamente estará consentido al punto de volverse insoportable. Después, una gran ciudad no está hecha para los niños, no se les puede dejar salir solos, es demasiado peligroso, así que se convierten prácticamente en prisioneros. La relación con los padres (o simplemente con la madre) está impregnada de una carga emotiva mucho más fuerte. Por supuesto no es lo que uno ve en las series de televisión francesas: ahí se ven unas especies de tribus alegres, familias reconstituidas. Pero en la realidad lo que existe más a menudo es una descomposición a la que no sigue ninguna reconstitución; una puerta condenada que, la mayoría de las veces, se vuelve asfixiante y atroz.
En mi caso, mis padres estaban divorciados, pero me educaron personas que sí venían de una familia numerosa, que a su vez habían tenido familias numerosas y estaban acostumbradas a vivir así, con toda la libertad que esto implica, porque en una familia numerosa no se sabe exactamente lo que están haciendo los hijos. Y también, fui educado en el campo. Así que los días en que no había escuela nunca se sabía dónde me encontraba. Podía estar en el desván leyendo o trabajando con herramientas, podía haber salido en bicicleta, solo o en banda, realmente no había ningún control. Mis únicas obligaciones eran negativas: llegar a tiempo a la comida, evitar las malas notas y, de forma más general, evitar el conflicto con la autoridad. Bien pensado, en realidad era fabulosamente libre.
Claro que no podía ir al cine, al museo, al teatro, no podía hacer karate ni cerámica, no tenía acceso a ninguna actividad para despertar los sentidos. Podía dispararle a unas botellas vacías con la carabina en un basurero público. Mi único contacto con el universo cultural durante mi infancia fueron los libros.
Y también los cómic, pero ésa es una historia distinta; nunca busqué en el cómic lo que buscaba en los libros; en realidad, siempre busqué mucho menos en ellos, siempre hice una distinción muy clara. Más tarde, durante la adolescencia, estuvieron los discos y también la televisión. Pero en esos años, los más esenciales y lo más misteriosos de la infancia, para mí, la naturaleza y los libros fueron lo primordial.

22 jun 2011

A un joven literato




No cabe, mi joven amigo, que nos entendamos; usted habla un lenguaje y yo otro, y nos empeñamos, no sé bien por qué, en no traducirnos. Emplea usted frases de esas que en puro oírlas de labios maquinales han acabado por hacérseme ininteligibles.

Una de ellas es esa de «llegar». Francamente cada vez lo entiendo menos. ¿Qué quiere decir lo de «Fulano ha llegado», «Mengano no llegará», «Es tan tan difícil hoy para un joven llegar», y otros dichos de la misma calaña? ¿Qué es eso de llegar? Llegar, ¿adónde? No hay más que una llegada segura e infalible: la de la muerte. Y ésta es, tal vez, más que llegada, partida.

Contaba Ulises a la hija del rey de los feacios cómo se encontró en el reino de Hades, entre las sombras de las heroínas muertas, con la de Ifimedia. La cual parió dos hijos, Oto y Efialto, que a los nueve años tenían nueve codos de ancho y nueve brazas de alto, siendo los más hermosos que crió la tierra triguera, después de Orión. Estos dos jóvenes gigantes amenazaron armar guerra a los inmortales mismos, y para ello intentaron poner el Osa sobre el Olimpo y sobre el Osa el Pelión, a fin de que el cielo fuese accesible. Y lo habrían conseguido, añadió Ulises, de habérseles colmado la medida de la mocedad. Pero Apolo los mató antes de que les floreciera el vello sobre la boca y bajo las sienes.

¿Intenta usted, mi joven amigo, escalar el cielo, montaña sobre montaña, y teme morirse antes de que la medida de la mocedad espiritual se le colme? Si es así, entiendo lo de llegar; si no, no lo entiendo.

Y ¡ay de usted el día en que se le cumpla eso de llegar! Le empezará el retorno.

Vea aquí por qué tantas veces le he deseado esperanzas que ni se le ajen ni se le realicen, esperanzas siempre verdes y sin fruto siempre, esperanzas en eterna flor de esperanza.

Le duele ser discutido y negado. ¡Ay de usted, si no lo fuese! El día en que llegue usted a ser un valor reconocido por todos, un valor entendido; el día en que se le rindan reverentes los que hoy le discuten, o sus hijos -si ese día triste le llega-, será el de la vejez del alma. Cuando el Dante recorría los reinos de los muertos, sorprendíanse éstos al ver que aquél arrojaba sombra, y por ello sacaban que estaba vivo. Si hubiese dejado de arrojarla, era que había pasado ya el umbral de la muerte, donde toda sombra acaba ante las tinieblas. El día en que usted no haga ya sombra es que habrá entrado en el reino de los inmortales, es decir, de los muertos.

Ya sé qué es a lo que usted aspira, a entrar en este reino de los pálidos ensueños, a la inmortalidad de la muerte. Pero ¿cree usted que la presa vale la caza o la victoria el combate?

Si usted hiere y el herido grita, es que usted está vivo; si no se inmuta siquiera, es que están o él o usted muertos. Probablemente los dos.

El día en que con voz triunfante digan de usted: «¡Ya entiendo a este hombre!», está usted perdido; porque desde entonces no es usted ya suyo, sino de ellos. Desde entonces les dirá usted siempre lo que creían que iba usted a decirles y lo que querían que les dijese.

Tampoco le entiendo del todo, sino muy a cuartas, aquello de que se está buscando. Querrá decirme que se está haciendo.

Dios, además, le libre de encontrarse, quiero decir, de encontrarse hecho. En el momento en que usted haya concluido de hacerse, empezará su deshacimiento. Hay una palabra en latín que significa lo concluido, lo hecho del todo, lo acabado, y es perfectus, perfecto. ¡Cuidado con la perfección!

Cierto es que se nos dijo que seamos perfectos como es perfecto nuestro Padre que está en los cielos; pero ésta es una de tantas paradojas como contienen los Evangelios, que están llenos de ellas. La paradoja, en efecto, con la parábola y la metáfora, eran los tres principales medios didácticos del Cristo. Y él nos puso un ideal de perfección inasequible, único modo de que nos movamos con ahínco y eficacia a lo que puede alcanzarse. A la perfección divina no podemos llegar, y precisamente porque no podemos llegar a ella es por lo que se nos da como enseña de llegada.

Me dirá usted que si se busca es en el propio conocimiento y para llegar a conocerse y no a otra cosa, y me recordará al propósito la tan mentada y tan asendereada sentencia délfica. Aún no sé si el conocerse a sí mismo es el principio o el fin de la sabiduría, y el fin de la sabiduría, como todo fin, es cosa terrible; pero pienso que acaso fuera mejor que cambiásemos la sentencia famosa y ya acuñada diciendo: «Estúdiate a ti mismo.» Estúdiate a ti mismo, llegues o no llegues a conocerte, y acaso sea mejor que no llegues a ello, si es que te estudias. Cuanto más te estudies, más te ensancharás y te ahondarás espiritualmente, y cuanto más te ensanches y te ahondes, más difícil te será conocerte.

Y estúdiese usted obrando, en su obra, en lo que haga, fuera de sí. Es muy malo andar hurgándose la conciencia a solas y en lo oscuro. A la luz del día y ante los hombres ponerla al sol y al aire, para que se oree y se ilumine.

Ya otra vez le dije que se anduviese con cuenta con eso de los diarios íntimos, y no me lo entendió usted. Los diarios íntimos son los enemigos de la verdadera intimidad. La matan. Más de uno que se ha dado en llevar su diario íntimo empezó apuntando en él lo que sentía y acabó sintiendo para apuntarlo. Cada mañana se levantaba preocupado con lo que habría de apuntar por la noche en su diario, y no hacía ni decía nada sino para el diario, y en vista de él. Y así acabó por ser el hombre del diario, y éste tuvo poco del diario de un hombre.

Es el mal de toda sensibilidad reconcentrada. Dicen que ocurre a las veces en el análisis químico-orgánico que al tratar de estudiar un compuesto muy complicado y poco estable, en el acto de accionar sobre él con un reactivo se le destruye, y en vez del cuerpo que se busca estudiar y conocer, se encuentra uno con productos de su descomposición. Y así sucede con el análisis psicológico. Y de aquí el que en las más de las novelas llamadas psicológicas encontremos descripciones de estados de conciencia; pero rara vez encontramos almas, almas enteras y verdaderas, como sentimos palpitar y respirar detrás de una frase de obras nada psicológicas. Para verse uno a sí mismo es mejor el espejo que no cerrar los ojos y mirar hacia dentro.

Está usted preocupado con dar una nota personal. Está bien, pero ¿cuál es la nota personal de usted? ¿Lo sabe usted mismo acaso? No es el que habla quien conoce mejor el timbre de su voz. La fisonomía de un río depende del cauce y de las márgenes. Déjese usted ir a la fuerza de su corriente, saltando represas, y no se cuide de lo demás. Así se llega al mar y se queda hecho río.

Algo me queda por decirle, no sé bien qué, pero he aquí que caigo en la cuenta de lo vano que es meterse a consejero, y mucho más de jóvenes. Aquí cuadra aquello de «consejos vendo y para mí no tengo».

Otro que no yo, se aquietaría pensando que se los han pedido, como me los ha pedido usted esta vez. Pero yo sé bien que cuando un joven pide consejos no es sincero casi nunca, y lo que en realidad pide es otra cosa. Lo del consejo no pasa de ser un pretexto. Ya antes de ahora me ha ocurrido con alguno que se me ha revuelto, fingiendo desdén, porque no le dije lo que él esperaba y quería que le dijese. Nadie tiene la culpa de defraudar un falso concepto que de él hayan podido formarse los demás.

Y desde ahora le anticipo que pocas cosas habrán de afligirle más en su carrera que el encontrarse con que aprecian en usted lo que usted menos aprecia en sí y le menosprecian por aquello en que se tiene en sí mismo en más aprecio. El ex jesuita y sacerdote católico Jorge Tyrrell, cuya creciente fama llegara a nosotros, dice en su Lex Credenti estas palabras melancólicas:

«En nuestra propia experiencia, ¿qué hay de más triste y desolador que el ser queridos y admirados por cualidades que sabemos no poseer, o por aquellas a que no damos valor o bien nos desagrada tenerlas, y no lograr, por el contrario, atraer a los demás a lo que creemos lo mejor nuestro, ni conseguir interesarlos en nuestros más profundos intereses?»

Observe que en este triste pasaje dice Tyrrell «ser queridos y admirados». ¡Qué dos cosas más distintas! A la edad de usted se busca acaso más la admiración que no el cariño de los demás, y aun aquélla a expensas de ésta; pero llegará día, mi joven amigo, en que sentirá usted sed, y una sed no de la boca, sino de las entrañas todas del alma, de cariño. Anhelará usted ser querido, y Dios le libre de encontrarse entonces presa del más congojoso de los tormentos todos espirituales, cual es el de no poder amar. Triste es no ser querido, pero es más triste no poder querer. Y no faltan almas que quieren amar sin poder conseguirlo, viéndose envueltas en una sequedad que las agosta, ahornaga y resquebraja.

¿Qué más me queda por decirle ? Algo es, sin duda, pero no doy en lo que ello sea. Esto es lo de siempre; dejamos por decir lo que luego hubiéramos querido decir más. Y como se ha dicho muchas veces, nuestros mejores pensamientos son los que se mueren con nosotros sin que los hayamos formulado. Y acaso, acaso lo mejor nuestro es lo que de nosotros dicen los demás o lo que hacemos decir a los otros. Mis pensamientos germinan en mí y florecen en otros; yo soy un vivero para ellos.

Salamanca, marzo de 1907


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