Las lecturas dicen poco de una persona; las relecturas dicen mucho.
Leer una novela para enterarse de quién es el asesino es una manera muy pobre de disfrutar la lectura. Si de eso se tratara, la novela no sería una de las bellas artes. Y sin embargo, esa es la razón por la que lee la mayoría de la gente.
Una vez le dije a un escritor español de novela policiaca: Me hubiese gustado que tu detective no atrapara al culpable.
Entonces no sería novela policiaca.
¿Qué importa?, le dije. Podrías hablarme de la frustración del detective.
Eso no se vende, me contestó.
Al menos respeté su respuesta, por sincera.
Hay, en cambio, ciertas novelas que buscan lo sublime. Dejar en el lector esa sensación de haber encontrado epifanías, belleza, frases perfectamente dichas, armonía, la celebración de estar vivo y leyendo. Hay frases que se leen y uno quiere gritar como se grita un gol.
Ese mundo lo tienen pocas novelas y lo entienden muy pocos lectores.
Hace tiempo en un taller de lectura les pedí a los asistentes que trajeran un párrafo que los hubiera impactado. La mayoría trajo cosas banales que parecían extraídas de un motivador. Uno de ellos, en cambio, leyó el fragmento del sueño de los cuartos infinitos de José Arcadio Buendía.
Uta, me dije, esto es pura belleza. Y apenas regresé a casa tomé el libro para volverlo a gozar.
Leer mil libros no nos garantiza que podamos disfrutar de la literatura como una de las bellas artes; pero es fácil distinguir a un lector literario. Es el que relee dos, cinco, diez o quince veces sus libros preferidos, pues no le resulta importante lo que va a pasar, sino que desea recorrer una vez más esos imponentes paisajes hechos de palabras.
Dichos paisajes los apreciamos distinto cuando los leemos a distintas edades, con otros estados de ánimo, otros recuerdos, otros amores, otras lecturas.
Además, por suerte, la memoria es imperfecta, y buena parte del recorrido parece que siempre lo hacemos por primera vez.
La frase de los relectores es conocida: Cada vez leo menos y releo más.
Este año he releído Crimen y castigo, Vida y destino, La metamorfosis, Cien años de soledad, El cero y el infinito, Sin novedad en el frente, El maestro y Margarita, Memorias del subsuelo, El callejón de los milagros, La familia Moskat, Cenizas y diamantes, La risa roja, varios cuentos de Chejov, de Andric, de Onetti.
También he releído muchos fragmentos, pues en la relectura no es necesario recorrer los libros de cabo a rabo. Son como canciones que se cantan una y otra vez. He leído tres veces Un puente sobre el Drina, pero al capítulo quince le habré dado al menos diez lecturas.
En estos días, por razones distintas al placer, releí una novela de Naipaul. Estaba discutiendo con un amigo sobre este autor y esa relectura me refrescó por qué no me gusta Naipaul. También por motivos fuera del regodeo releí Mein Kampf.
Y por impulso del regocijo, ahora estoy releyendo El doctor Zhivago.
Ninguno de estos placeres están al alcance del lector que anda tras el asesino. En una novela policiaca pasa lo mismo hoy que dentro de veinte años. A él se le echa a perder la lectura si alguien le cuenta el final.
En cambio el discurso del caballero andante se vuelve más hermoso a medida que más friso los cincuenta años. Ya sé que al final se muere, y supongo que lo mismo me ha de ocurrir.
Las lecturas dicen poco de una persona; las relecturas dicen mucho. A estos lectores, por sus relecturas los conocerás.
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