31 oct 2011

ENTREVISTA - YURI HERRERA

¿Cómo es que la realidad de su país se mete en la ficción?
Creo que no necesariamente la migración o el narcotráfico son el núcleo de muchas historias que se están contando en México, sino que son ingredientes ineludibles. Y la gente que hace literatura los toma y los procesa. La literatura no tiene la obligación de estar reflejando la realidad –cosa que por otro lado creo que no es posible– sino que la representa, la reconstruye y le añade algo. En relación a la violencia, la idea es no sólo estar repitiendo los mismos discursos extremadamente sangrientos sino –sin temerle pues al horror–, tratar de aprehender una cierta emoción que hay en la sociedad respecto a estos hechos.

¿Se trata entonces de refutar discursos extendidos, hegemónicos…?
Sí en la medida en que soy muy crítico de los discursos que tratan de monopolizar las versiones de la realidad. Sin embargo, cuando estoy escribiendo un texto de ficción no me gusta hacerlo en función de una agenda específica o de un propósito político. La literatura siempre está atravesada por la política pero uno la empobrece si lo hace sólo en función de un solo objetivo como podría ser: voy a escribir esta novela para refutar el discurso presidencial. Sí creo que los discursos presidenciales tienen que ser criticados y refutados pero la literatura va más allá de un asunto coyuntural.

Estudió Ciencias Políticas, de manera que cuenta con herramientas para analizar en esos términos la realidad, ¿cuándo ingresa la literatura?
La literatura siempre estuvo presente. Yo tenía una convicción bastante idiota: si querías hacer literatura no podías estudiar literatura, y es por eso que decidí no entrar a ninguna carrera de letras. Ahora creo que si uno quiere escribir, escribe, independientemente de lo que estudie o no. Aparte de esa motivación un poco tonta, no me arrepiento. Aunque todo el tiempo sabía que quería hacer literatura, fue muy interesante practicar la elaboración de otros discursos, estar con otro tipo de gente; y además fue un momento muy interesante. Porque la UNAM es no sólo la mejor universidad sino la más interesante que hay en México, y entré en 1989 cuando todas nuestras certezas políticas, de uno y otro lado, comienzan a desarmarse: caen el sandinismo, las burocracias de Europa de Este, y el sistema político mexicano empieza a resquebrajarse también. Esto contribuyó a enriquecer una mirada que me estaba construyendo sobre la realidad.

Y ese momento coincidió con cierta restauración conservadora en Latinoamérica. ¿Cómo cree que influyó en los que escriben literatura?
No estoy seguro que haya habido una sola respuesta, pero es cierto que a partir de estos años empezamos a ver el ascenso al poder en América Latina de una serie de delincuentes con mucha educación: Salinas, Menem, Collor de Melo… Y cierto sector de los intelectuales tuvo que empezar a trabajar desde los márgenes. Cuando parecía que ya había ciertas ideas superadas, de repente esta oleada conservadora disfrazada de liberal y democratizadora hace que tenga que reafinarse la crítica intelectual desde un lugar distinto (porque la crítica desde la izquierda estaba pasando por un momento muy frágil). Y en términos de la narrativa, sucedió eso que Piglia llamaba el motivo principal de la novela negra en América Latina, decía: "el único misterio que resuelve la novela negra en Latinoamérica es el misterio del capital", lo cual es otra de las reglas de la novela negra: siempre hay que seguir el dinero. Lo que tenemos en estos años –y que se ha consolidado en algunos lugares–, es el crecimiento de una clase política que se está convirtiendo en clase criminal.

¿Cree que algo ha cambiado en los últimos años?
Creo que es un panorama poco claro. De las pocas veces que me he entusiasmado con un político en los últimos años fue con Kirchner, cuando llegó al poder en una situación verdaderamente horrorosa para Argentina. Y que sin doblarse logró hacer una serie de cambios fundamentales: controlar el asunto de la deuda, echar atrás las leyes que indultaban a los militares, y eso a mí me parecía que ejemplificaba no tanto lo que debía replicarse en otros países sino una actitud posible: ser audaz en el ejercicio del poder sin estarse sometiendo a estos grupos fácticos que están todo el tiempo determinándolo.
Sin embargo, tampoco sería optimista en términos de que esa vieja clase política criminal ha sido desplazada por una nueva que no tiene esos nexos. El poder contagia locura. Y eso es algo de lo que nadie, independientemente de cual sea su condición política, está a salvo. En todo caso, en el caso mexicano específico, no ha habido en realidad un gran relevo de clases políticas.

¿Y por qué cree que México recorre otro camino?
Son distintas razones. Nuestra agenda política está dominada por la agenda criminal desde hace años, lo que impide un debate sobre prioridades. También se debe a la larga permanencia en el poder del PRI, que fue una mezcla de distintos tipos de ideologías y de políticos que agotaron el lenguaje que parecía popular o revolucionario. Y, por otro lado, a que hay un grupo de poder de intereses bien consolidados que están de acuerdo en la democracia siempre y cuando eso solo permita la mayor inserción de ellos en la vida política, pero que no cuando eso significa la inserción de grupos marginales.

¿Desde cuándo el poder criminal está instalado?
Luis Astorga, que es tal vez el investigador más importante de México sobre el asunto del narcotráfico, dice que la relativa convivencia que había de los carteles del narco con el poder antes de la salida del PRI tenía que ver con una centralización de las decisiones que hacía posible tener un interlocutor para los criminales y así se mantenían las cosas en paz. Cuando salió el PRI, se multiplicó el número de interlocutores. Desde mediados de los 80 es un tema importante, pero se convirtió en fundamental con la llegada de Calderón –esto ha sido algo muy estudiado– y tuvo que ver con la posición de Calderón a la hora de tomar el poder: elecciones cuestionadas, apoyo muy débil. Fue tan impulsivo este inicio de la guerra contra los grupos criminales que no ha bajado el consumo de drogas sino que aumentó la violencia y el gasto en armas.

De regreso a la migración, ¿cómo construyó desde la literatura esta idea en su versión contemporánea? Porque gente que migra hay desde que el mundo es mundo...
Una de las cosas que a mí me importan a la hora de escribir es no ser rehén de ciertos términos que están sobrecargados y dependen de discursos muy establecidos. Eso es lo que sucede con narcotráfico o migración. Nunca utilizo esas palabras porque creo que una de las cosas que puede hacer la literatura es poner ciertos problemas que parecen abstractos en una escala humana.

¿Y en la novela específicamente?
Señales que precederán al fin del mundo es la historia de un viaje que realiza una mujer y, a través de este viaje, esta mujer por un lado está cambiando su identidad y por otro está colaborando en el cambio de identidad de estos distintos países. Y una de las cosas que se pueden ver en este trayecto es que la lengua también es algo que está cambiando. Cuando se habla de migración, cuando los políticos hablan de migración, da la impresión de que solo están hablando de asuntos que tienen que ver con pasaportes y con ciertas leyes sobre cómo puedes tú transportarte de un lugar a otro manteniendo tus derechos. Y la migración es algo que tiene muchas más influencias que las que los estados nacionales están dispuestos a reconocerle. Llevo más de 10 años mudándome, siempre lo he hecho como un individuo privilegiado, pero si una cosa puedo decir es que no solo la migración es un derecho universal sino que es un hecho irrefrenable. Y lo que hacen estas grandes leyes migratorias en muchos países es simplemente abaratar el trabajo migrante pero no detener el fenómeno.

28 oct 2011

Sobre la escritura

1 - Escribiendo de izquierda a derecha

Estas conferencias se titulan Confesiones de un joven novelista, y cabría preguntarse por qué, teniendo en cuenta que ya he cumplido más de setenta años. Pero resulta que publiqué mi primera novela, El nombre de la rosa, en 1980, de modo que empecé mi carrera como novelista hace cosa de treinta años. Me considero, por lo tanto, un novelista muy joven y ciertamente prometedor, que hasta el momento ha publicado unas cuantas novelas y publicará muchas más en los próximos cincuenta años. Este trabajo en curso no está terminado (de otro modo, no estaría en curso), pero espero haber acumulado suficiente experiencia para decir algunas palabras sobre mi forma de escribir. Conforme al espíritu de las «Conferencias Richard Ellmann», prestaré más atención a la ficción que a los ensayos, aunque me considero académico de profesión, y como novelista no soy más que un aficionado.

Empecé a escribir novelas en mi infancia. Lo primero que se me ocurría era el título, habitualmente inspirado en los libros de aventuras de aquellos días, que eran del tipo de los Piratas del Caribe. Solía dibujar de inmediato todas las ilustraciones, y luego empezaba el primer capítulo. Pero como siempre escribía en mayúsculas, por imitación de los libros impresos, al cabo de unas pocas páginas me agotaba y lo dejaba. Aun así, cada uno de mis trabajos era una obra maestra inacabada, como la Sinfonía inacabada de Schubert.

A los dieciséis empecé por supuesto a escribir poemas, como cualquier otro adolescente. No recuerdo si fue la necesidad de poesía la causa del florecimiento de mi primer (platónico e inconfesado) amor, o si fue al revés. La combinación fue un desastre. Pero, como escribí una vez -si bien en forma de una paradoja que puso en circulación uno de mis personajes ficticios-, hay dos clases de poetas: los buenos, que queman sus poemas a los dieciocho años, y los malos, que siguen escribiendo poesía mientras viven.

¿Qué es la escritura creativa?

Al enfilar la cincuentena, no me sentí, como les pasa a muchos alumnos, frustrado por el hecho de que mi escritura no fuera «creativa».

2 - Nunca he entendido por qué a Homero se le considera un escritor creativo y a Platón no. ¿Por qué un mal poeta es un escritor creativo y un buen ensayista científico no lo es?

En francés existe una distinción entre un écrivain —alguien que produce textos «creativos», como, por ejemplo, un novelista o un poeta— y un écrivant: alguien que registra datos, como un empleado de banco o un policía que prepara el informe de un caso criminal. Pero ¿qué tipo de escritor es un filósofo? Podría decirse que un filósofo es un escritor profesional cuyos textos son susceptibles de ser resumidos o traducidos a otras palabras sin perder todo su significado, mientras que los textos de los escritores creativos no pueden ser completamente traducidos o parafraseados. Pero, aunque es ciertamente difícil traducir poesía y novelas, el noventa por ciento de los lectores del mundo ha leído Guerra y paz o el Quijote en traducción, y pienso que un Tolstói traducido es más fiel al original que cualquier traducción inglesa de Heidegger o Lacan.

¿Es Lacan más «creativo» que Cervantes? La diferencia no puede expresarse ni siquiera en términos de la función social de un texto determinado. Los textos de Galileo poseen ciertamente un calado filosófico y científico de primer orden, pero en las universidades italianas se estudian como muestras de refinada escritura creativa, como obras maestras de estilo.

Imagine que es usted un bibliotecario y decide colocar los llamados textos creativos en la Sala A y los llamados textos científicos en la Sala B. ¿Pondría los ensayos de Einstein junto con las cartas de Edison a sus mecenas, y «Oh, Susanna!» con Hamlet? Se ha sugerido que los escritores «no creativos» como Linneo y Darwin quisieron transmitir información verdadera sobre ballenas o monos. En cambio, cuando Melville escribe sobre una ballena blanca, o cuando Burroughs habla de Tarzán de los Monos, solo fingen manifestar la verdad, porque en realidad inventaron ballenas y monos inexistentes sin tener ningún interés por los de verdad. ¿Podemos afirmar sin asomo de duda que Melville, al contar la historia de una ballena inexistente, no tenía intención de decir nada verdadero sobre la vida y la muerte, o sobre el orgullo humano y la obstinación?

Resulta problemático definir como «creativo» a un escritor que simplemente nos cuenta cosas que contradicen hechos objetivos. Ptomoleo dijo una cosa falsa sobre el movimiento de la Tierra. ¿Deberíamos considerarle pues más creativo que Kepler? La diferencia reside más bien en las formas opuestas en que los escritores pueden reaccionar a interpretaciones de sus textos. Si yo le digo a un filósofo, a un científico, a un crítico de arte: «Has escrito esto y aquello», el autor siempre puede replicar: «No has entendido mi texto. Decía exactamente lo contrario». Pero si un crítico ofrece una interpretación marxista de En busca del tiempo perdido, diciendo que en el cénit de la crisis de la burguesía decadente, la entrega total al reino de la memoria aisló necesariamente al artista de la sociedad, Proust seguramente estaría descontento con esa interpretación, pero tendría dificultades para refutarla.

Como veremos más adelante en otra clase, los escritores creativos —como lectores razonables de su propia obra— tienen ciertamente el derecho a desafiar una interpretación descabellada. Pero en general, tienen que respetar a sus lectores, ya que, por decirlo así, han lanzado su texto al mundo como un mensaje en una botella.

Después de publicar un texto sobre semiótica, me dedico o bien a reconocer que me he equivocado, o bien a demostrar que quienes no lo han entendido de la manera que yo pretendía lo han leído mal. En cambio, después de publicar una novela, siento en principio un deber moral de no desafiar las interpretaciones que hace de ella la gente (y de no alentar ninguna interpretación).

Esto sucede —y aquí podemos identificar la verdadera diferencia entre la escritura creativa y la científica— porque en un ensayo teórico, normalmente uno pretende demostrar una tesis determinada o dar una respuesta a un problema concreto, mientras que en un poema o en una novela, lo que uno pretende es representar la vida con todas sus contradicciones. Poner en escena una serie de contradicciones, haciéndolas evidentes y conmovedoras. Los escritores creativos piden a sus lectores que traten de encontrar una solución; no ofrecen una fórmula precisa (excepto en el caso de los escritores cursis y sentimentales, que lo que pretenden ofrecer son consuelos vulgares). Por este motivo, en las charlas que ofrecí sobre mi recién publicada primera novela, decía que, a veces, un novelista puede decir cosas que no puede decir un filósofo.

Así que, hasta 1978, me sentí completamente realizado como filósofo y semiótico. Una vez escribí incluso —con un toque de arrogancia platónica— que veía a los poetas, y a los artistas en general, como prisioneros de sus propias mentiras, imitadores de imitaciones, mientras que como filósofo, yo tenía acceso al verdadero mundo platónico de las ideas.

Podría decirse que, creatividad aparte, muchos eruditos han sentido el impulso de contar historias y han lamentado ser incapaces de lograrlo, y que por eso los cajones de escritorio de muchos profesores universitarios están llenos de novelas malas inéditas. Pero con el paso de los años, yo pude satisfacer mi pasión secreta por la narrativa de dos formas distintas: primero, recurriendo a la narrativa oral, contando cuentos a mis hijos (de forma que me quedé desorientado cuando crecieron y pasaron de los cuentos de hadas a la música rock) y en segundo lugar, dando un tono narrativo a cada ensayo crítico.

Cuando presenté mi tesis doctoral sobre la estética de Tomás de Aquino —un tema muy controvertido, ya que en esa época los estudiosos creían que no había reflexiones estéticas en el inmenso corpus de su obra—, uno de los examinadores me acusó de una especie de «falacia narrativa». Dijo que un estudioso maduro, cuando se pone a investigar algo, avanza a base de pruebas y errores, proponiendo y rechazando diferentes hipótesis, pero que al final de ese proceso, se suponía que estas dudas estarían resueltas y el estudioso debería presentar solamente las conclusiones. Por el contrario —dijo—, yo presentaba la historia de mis indagaciones como si fuera una novela de detectives. La objeción llegó de forma amable, y el examinador me sugirió la idea fundamental de que todo hallazgo en el transcurso de la investigación debe ser «narrado» de esta forma. Todo libro científico debe ser una especie de historia policíaca, el relato de la búsqueda de algún Santo Grial. Y creo que eso es lo que he hecho desde entonces en todas mis obras académicas.

Érase una vez

A principios de 1978, una amiga mía que trabajaba para un pequeño editor me dijo que estaba pidiendo a autores sin experiencia en la novela (filósofos, sociólogos, politólogos, etcétera) que escribieran un relato breve de detectives. Por las razones que acabo de mencionar, respondí que no me interesaba la escritura creativa, y que estaba seguro de ser absolutamente incapaz de escribir buenos diálogos. Concluí diciendo (no sé por qué), provocativamente, que si tuviera que escribir una novela negra, esta tendría por lo menos quinientas páginas y estaría ambientada en un monasterio medieval. Mi amiga dijo que no estaba tratando de pescar novelas torpes hechas para ganar dinero, y así terminó nuestro encuentro.

En cuanto volví a casa, me puse a fisgar en los cajones de mi escritorio y recuperé unos garabatos del año anterior, una hoja de papel en la que había apuntado varios nombres de monjes. Eso significaba que en el recodo más secreto de mi alma había estado creciendo la idea de una novela sin ser yo consciente de ello. En ese momento se me ocurrió que estaría bien envenenar a un monje durante su lectura de un libro misterioso, y eso fue todo. Empecé a escribir El nombre de la rosa.

Una vez publicado el libro, la gente me preguntaba a menudo por qué había decidido escribir una novela, y las razones que esgrimí (que variaban según mi humor) eran todas probablemente ciertas, es decir, eran todas falsas. Comprendí que la única respuesta correcta era que en un determinado momento de mi vida sentí la urgencia de hacerlo, y creo que esa es una explicación suficiente y razonable.

Cómo escribir

Cuando los entrevistadores me preguntan: «¿Cómo ha escrito usted sus novelas?», suelo cortar en seco esta línea de interrogatorio respondiendo: «De izquierda a derecha». Creo que no es una respuesta satisfactoria, y que puede provocar cierto estupor en los países árabes y en Israel. Ahora tengo tiempo para dar una respuesta más detallada. En el transcurso de la escritura de mi primera novela, aprendí varias cosas. En primer lugar, que «inspiración» es una mala palabra que los autores tramposos utilizan para parecer intelectualmente respetables. Como dice el viejo refrán, el genio es en un diez por ciento inspiración y en un noventa por ciento transpiración. Dicen que el poeta francés Lamartine describía a menudo las circunstancias en las que escribió uno de sus mejores poemas: aseguró que le había llegado completamente compuesto en una súbita iluminación, una noche que paseaba por el bosque. Después de su muerte, encontraron en su estudio un impresionante número de versiones de ese poema, que había estado escribiendo y reescribiendo a lo largo de los años.

Los primeros críticos que reseñaron El nombre de la rosa dijeron que el libro había sido escrito bajo el influjo de una inspiración luminosa, algo que, dadas sus dificultades conceptuales y lingüísticas, sucedía solo a unos pocos afortunados. Cuando el libro alcanzó un éxito notable, vendiéndose millones de copias, los mismos críticos escribieron que no cabía duda de que yo, para confeccionar un éxito de ventas tan popular y entretenido, había seguido al pie de la letra una receta secreta. Más tarde, dijeron que la clave del éxito del libro era un programa informático, olvidando que los primeros ordenadores personales con programas aptos para redactar textos no aparecieron hasta principios de los años ochenta, cuando mi novela ya estaba en la imprenta. En 1978-1979, lo único que se podía encontrar, incluso en Estados Unidos, eran esos pequeños ordenadores baratos fabricados por Tandy, que nadie hubiera usado jamás para escribir más que una carta.

Algún tiempo después, algo alterado por semejantes acusaciones informáticas, formulé la auténtica receta para escribir un éxito de ventas por ordenador: En primer lugar, obviamente, necesita usted un ordenador, que es una máquina inteligente que piensa por usted. Eso sería una gran ventaja para mucha gente. Todo lo que necesita es un programa de unas pocas líneas; hasta un niño podría hacerlo. Luego hay que meter en el ordenador el contenido de unas cien novelas, obras científicas, la Biblia, el Corán, y un puñado de listines telefónicos (muy útiles para encontrar nombres de personajes). Digamos, unas 120.000 páginas. Después de eso, usando otro programa, hay que aleatorizarlo todo; en otras palabras, mezclar todos esos textos, ajustarlos un poco —por ejemplo, eliminando todas las es— para conseguir no solo una novela, sino ya una especie de lipograma de Perec. En ese momento, pulse «imprimir» y, puesto que usted ha eliminado todas las es, salen algo menos de 120.000 páginas.

Tras leerlas cuidadosamente varias veces, subrayando los pasajes más significativos, llévelas a una incineradora. Entonces, simplemente siéntese bajo un árbol con una hoja de papel carbón y otra de buen papel de dibujar y, dejando fluir sus pensamientos, escriba dos líneas. Por ejemplo: «La luna está alta en el cielo / El bosque cruje». A lo mejor lo que sale al principio no es una novela, sino más bien un haiku japonés. Pero lo importante es empezar.

3 - Hablando de inspiración lenta, El nombre de la rosa la escribí en solo dos años, por la sencilla razón de que no tuve que investigar nada sobre la Edad Media.

Como he dicho, mi tesis doctoral versaba sobre estética medieval, y después de presentarla seguí estudiando la Edad Media. Con el paso de los años, visité un montón de abadías románicas, catedrales góticas, etcétera. Cuando decidí escribir la novela, fue como abrir un gran armario donde había estado amontonando mis archivos medievales durante décadas. Todo ese material estaba a mis pies, y yo no tenía más que seleccionar lo que necesitaba.

26 oct 2011

Carta al Maestro

Verano de 1861



Maestro: Si usted viera cómo una bala alcanza a un pájaro, y él le dijera que no está herido, puede que llorase ante su amabilidad, pero con toda seguridad dudaría de su palabra. Una gota más de la cuchillada que ensucia el pecho de vuestra Margarita... Dios me creó, Maestro. No fui yo misma. Yo no sé cómo ocurrió. Él construyó el corazón en mí. Golpe a golpe, creció más que yo y, como una pequeña madre con un hijo mayor, me can¬sé de cargar con él. Me enteré de que existía algo llamado «Redención», algo que hacía descansar a hombres y mujeres. Se acordará que le pregunté por ella: usted me ha dado algo distinto. Olvidé la Redención... (No se lo dije durante mucho tiempo, pero sabía que usted me había cambiado) y estaba cansada... Me siento más vieja -esta noche, Maestro- pero el amor es el mismo, y también lo son la luna y la media luna. Si la voluntad del Señor hubiera sido que respirase donde usted respiraba y encontrase el lugar -por mí misma- en plena noche; si nunca puedo olvidar que no estoy con usted ni que la tristeza y el fracaso están más cerca que yo; si deseo con una fuerza que no puedo reprimir que mío sea el lugar de la reina, el amor del Plantagenet es mi única disculpa...
Estas cuestiones son sagradas, señor, las abordo con veneración, pero las personas que oran se atreven a decir en voz alta «¡Padre!». Afirma que yo no se lo cuento todo. La Margarita «confesó y no desmintió».



El Vesubio no habla; el Etna, tampoco... Uno de los dos pronunció una sílaba hace mil años, Pompeya la oyó y se ocultó para siempre. No se atrevió a mirar al mundo a la cara después -supongo-. ¡Vergonzosa Pompeya! «Le hablaré del deseo.» Sabe lo que es un parásito, ¿verdad?; usted ha sentido el horizonte, ¿verdad?, ¿y el mar nunca se acercó tanto como para hacerle bailar? No sé qué puede hacer pero, gracias, Maestro; si tuviera barba en mis mejillas, como usted, y usted tuviera pétalos de Margarita, y se preocupara mucho por mí, ¿qué sería de usted? ¿Podría olvidarme en la lucha o en el vuelo o en tierra extraña...? Solía pensar que cuando muriera podría verle, así que habría de morir tan rápido como pudiera, pero la «corporación» también lo va a hacer, de manera que el Cielo ya no será un lugar aislado. Digamos que esperaré por usted. Digamos que no necesito ir con ningún extraño al, para mí, país desconocido. He esperado mucho tiempo, Maestro, pero puedo esperar todavía más, esperar hasta que mi pelo color de avellana esté moteado y usted utilice bastón, entonces podré mirar mi reloj y, si el Día está en el lejano ocaso, podemos tentar a la suerte en el Cielo.

¿Qué haría conmigo si vengo «de blanco»? ¿Tiene usted la fuerza para darle vida? Quiero verle más, Maestro, que todo lo que anhelo en este mundo, y el deseo, ligeramente alterado, será el único en los cielos. ¿Puede venir a Nueva Inglaterra este verano? ¿Vendría a Amherst? ¿Le gustaría venir, Maestro? ¿Podría perjudicarnos, aunque los dos seamos temerosos de Dios? ¿Le desilusionaría la Margarita? No, no lo haría, Maestro. Sería consuelo eterno; solo el mirar su rostro mientras usted mira el mío, entonces podría jugar en los bosques, hasta el anochecer, hasta cuando usted me lleve donde el sol que se pone no pueda hallarnos, y la verdad venga, hasta que la ciudad esté llena. (¿Me dirá si lo hará?) No pensaba decirlo, usted no vino a mí «de blanco», ni me dijo nunca por qué... No soy una Rosa, aunque me sentí florecer, no soy Pájaro, aunque crucé el Éter.

23 oct 2011

Fragmento

"Una obra de ficción es una conversación que permite enfrentarse a la soledad esencial que se da en el mundo. Entre los seres humanos se da una situación de incomunicabilidad de emociones. La comunicación entre el creador y el lector es algo extraordinariamente misterioso. La buena literatura provoca una experiencia que permite trascender el aislamiento de orden subjetivo. Yo no sé si funcionará en español, porque es un término sumamente idiomático e idiosincrático, en realidad, la expresión de un sonido. Lo encontré una vez leyendo a Auden o Yeats, no recuerdo exactamente. Es como una epifanía, en el sentido que le daba Joyce al término, una revelación, la sensación de armonía y perfección que se siente en presencia de la obra bien hecha, de la obra de arte que logra su cometido. Es como un clic, el sonido que hace una caja que está perfectamente elaborada al cerrarse. El efecto inefable que provoca el contacto con la obra de arte. La comunicación entre distintas conciencias pensantes que se deriva de la contemplación de la belleza poética. En el acto de la lectura se da un componente que es el intento de establecer comunicación con otra conciencia, una interpenetración. Lo que llamo el clic es la capacidad de reconocer pensamientos y sentimientos que el lector siente como suyos, pero que no es capaz de verbalizar. Yo, como lector, en el momento de la lectura siento que el autor ha dado con las palabras que necesito para dar expresión a mis sentimientos. No les he dado forma yo, pero no por eso son menos mías: gracias al poeta, al escritor, han sido transfiguradas, y expresadas en una frase de gran belleza. En ese momento, el mundo cobra plenitud, solidez, rectitud."

20 oct 2011

Ascesis



André Gide confesaba, en una página del cuarto cuaderno de su Diario (Euvres, vol. IV, p. 532), su sorpresa y alegría al descubrir este texto de Baudelaire«L'ironie considérée comme une forme de la macération» [La ironía considerada como una forma de maceración].
Antes de Baudelaire, el infeliz enamorado y panfletario danés Soren Kierkegaard había creído en la misma «ironía considerada como una forma de maceración». Una «forma de maceración», es decir, una forma de ascesis. Una especie de ascesis laica. 
Pero con el mismo fin y con los mismos resultados: la descomposición del hombre profano, la aniquilación de las formas superficiales de equilibrio. Eres irónico contigo mismo, o con tus vecinos, para disolver una cierta ingenuidad o una vulgaridad espiritual; para exorcizar, humillándola, una comodidad demasiado humana. Utilizas, pues, una técnica perfectamente ascética; porque éste es el objetivo de cualquier ascesis: macerar la carne, disolver los estados de conciencia alimentados por el bienestar de la carne.
Las recientes interpretaciones, que quieren ver en Baudelaire «un martyr sans nom»(Francois Mauriac, Charles du Bos), se apoyan sobre textos muy parecidos. La«voluptuosidad» que busca Baudelaire tiene la misma función que la «ironía»: maceración, humillación, descomposición; en una palabra, ascesis. El hombre se humilla a través de la «voluptuosidad», se disuelve, se reduce a sí mismo a un plasma amorfo en el cual se agitan la desesperanza y la inanidad. Lejos de colmar el ser, la voluptuosidad baudelairiana lo empobrece. 
El gesto inaugural de la técnica ascética es este empobrecimiento del ser humano: la reducción del hombre a lo que le es propio, a lo que no supera la condición humana; a la inanidad, al gusano, al polvo. Solamente después de haber macerado al hombre, poniéndole delante de la insignificancia de su condición, la ascesis cristiana (como la asiática, por otra parte) le podrá enseñar el camino de la redención: la realización del hombre a través de su deshumanización. El punto de partida de cualquier ascesis es una desvalorización de la vida profana, una intuición «pesimista» de la existencia humana como tal.
La misma desvalorización de la vida profana, que tantos «mártires sin nombre» han puesto en práctica (desde Sócrates hasta Kierkegaard), late en el meollo de la ironía baudelairiana.
El último libro de Emil CioranLacrimi si Sfinti [Lágrimas y santos], es un trágico ejemplo de lo que puede significar la maceración de sí mismo a través de la paradoja y la invectiva. 
¡Hay tantos pasajes exasperantes en este libro melancólico, pasajes que han desorientado hasta a sus más fervientes defensores y que no pueden ser defendidos bajo ningún concepto! Podemos tomar nota de ellos y sufrir por el autor, pero nada más. No tienen ninguna excusa. 
Ofrecen la impresión de que Emil Cioran los ha escrito y publicado solamente para aislarse cada vez más, para volver más impenetrable su soledad, para desanimar hasta a sus más íntimos allegados. Un hombre alcanza la soledad absoluta cuando ya no puede ser defendido. Concedamos, pues, que Emil Cioran ha alcanzado su objetivo: ciertas páginas (muy pocas por cierto) de su libro destruyen cualquier comunión viva con el mundo exterior, con la gente que le quiere, le comprende o le «admira».
Alguien hablaba de su irresponsabilidad. Conozco bien a Emil Cioran; y puedo decir que aquí, en algunos pasajes casi infernales de este libro, ha sido más responsable que nunca. Cioran, que no conoce la ironía, explota en cambio hasta la saciedad la invectiva y la paradoja sarcástica. Lacrimi i Sfinti es una continua y penosa «maceración». Todo se disuelve, se descompone, se macera en este libro.
Lo que con una terminología desgastada llamaríamos «exageración», en Cioran recibe la impronta ascética de la voluptuosidad e ironía baudelairiana. Por supuesto que es exasperante, deprimente y escan daloso, pero como cualquier otro acto de máxima desesperación, cuando te das cuenta de que nada resiste a esta corrosión, de que la existencia, como el sueño, es una absurda vacuidad universal.
Pero ¿qué ocurriría si este deprimente y escandaloso espectáculo tuviera, en la intención del autor, una finalidad pedagógica y un valor ascético? 
El hombre puede resistir a cualquier forma de descomposición. Un fenomenólogo como Aurel Kolnai hablaba recientemente de la «repulsión» como un admirable instrumento de autodefensa del ser. Todo lo que sufre un proceso de corrosión (la suciedad, la putrefacción), como todo lo que aparece y crece con una vitalidad monstruosa (las colonias de larvas, los gusanos, los ratones, etc.), produce disgusto por su vertiginosidad; el ser humano teme su reabsorción en una categoría múltiple, su aniquilación en una masa viva. 
Y a pesar de todo (Kolnai no lo sabía), todas las formas de ascesis utilizan la repulsión como instrumento de contemplación. La meditación sobre cadáveres (en la India, encima de ellos), la meditación en los lugares abandonados o en los cementerios son prácticas obligatorias. La suciedad del cuerpo, la agitación febril de los parásitos, los harapos, lasenfermedades repugnantes (la lepra, el lupus, la viruela, etc.), son técnicas ascéticas fervorosamente recomendadas, por lo menos como ejercicios introductorios. El neófito tiene que realizar el asco hasta la médula de su ser: sentir que todo se descompone en este mundo de ilusiones y dolor, que todo deviene; es decir, «pulula». Solamente después de haberalcanzado esta pesimista intuición, el asceta podrá instalarse en la indiferencia y la quietud, indiferencia y quietud que le hacen mirar de la misma forma «un pedazo de tierra o una joya de oro, un trozo de carne en la carnicería o el suave muslo de una mujer», como rezan los antiguos tratados hindúes.
Creo que el escándalo que provocan ciertas páginas de Lagrimas y santos cumple una función ascética no solamente para su autor (que logra así aislarse de una manera absoluta), sino también para el lector, que tendrá que pasar por la misma «maceración» real, aun que orientada en otro sentido.



18 oct 2011

Libros recomendados para quienes quieren empezar a escribir


Álvarez Cordero, María del Carmen, Pequeños lectores , escritores y poetas. Juegos de lenguaje para niños y niñas de 2 a 6 años, Noriega editores, México, 2000.

Auster, Paul, Experimentos con la verdad, Anagrama, Barcelona, 2003 (Compactos, 325)

Ayuso, Ana, selec. El oficio de escritor, Punto de lectura, Madrid, 2003.

Bartolomé, Efraín, La poesía, Praxis, México, 1996.

Bullrich, Silvina, Carta a un joven cuentista, Santiago Rueda ed., Buenos Aires, 1968 (Colección mundial, 6)

Bysshe Shelley, Percy  et al., El placer y la zozobra. El oficio de escritor, trad. de Ignacio Quirarte, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1996. (Colección Poemas y ensayos).

Campos, Marco Antonio, El poeta en un poema, Ediciones Coyoacán, México, 2001. (Diálogo abierto, 91).

Carrión, Salvador A., De plomo en oro. El poder de los cuentos y metáforas, Mandala, Madrid, 2004.

Claudel, Paul, Reflexiones sobre poesía, Ediciones Monte Carmelo, FECAT, 2000.
Cómo crear personajes de ficción. Una guía práctica para desarrollar personajes convincentes que atraigan al lector, Alba ed. Barcelona, 2000.

Curso práctico de poesía. Un método sencillo para todos los que escriben poesía, o aspiran a escribirla, Alba ed., Barcelona, 2000.

Demetrio, Duccio, Escribirse. La autobiografía como curación de uno mismo, Paidós, Barcelona, 1999.

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