28 oct 2011

Sobre la escritura

1 - Escribiendo de izquierda a derecha

Estas conferencias se titulan Confesiones de un joven novelista, y cabría preguntarse por qué, teniendo en cuenta que ya he cumplido más de setenta años. Pero resulta que publiqué mi primera novela, El nombre de la rosa, en 1980, de modo que empecé mi carrera como novelista hace cosa de treinta años. Me considero, por lo tanto, un novelista muy joven y ciertamente prometedor, que hasta el momento ha publicado unas cuantas novelas y publicará muchas más en los próximos cincuenta años. Este trabajo en curso no está terminado (de otro modo, no estaría en curso), pero espero haber acumulado suficiente experiencia para decir algunas palabras sobre mi forma de escribir. Conforme al espíritu de las «Conferencias Richard Ellmann», prestaré más atención a la ficción que a los ensayos, aunque me considero académico de profesión, y como novelista no soy más que un aficionado.

Empecé a escribir novelas en mi infancia. Lo primero que se me ocurría era el título, habitualmente inspirado en los libros de aventuras de aquellos días, que eran del tipo de los Piratas del Caribe. Solía dibujar de inmediato todas las ilustraciones, y luego empezaba el primer capítulo. Pero como siempre escribía en mayúsculas, por imitación de los libros impresos, al cabo de unas pocas páginas me agotaba y lo dejaba. Aun así, cada uno de mis trabajos era una obra maestra inacabada, como la Sinfonía inacabada de Schubert.

A los dieciséis empecé por supuesto a escribir poemas, como cualquier otro adolescente. No recuerdo si fue la necesidad de poesía la causa del florecimiento de mi primer (platónico e inconfesado) amor, o si fue al revés. La combinación fue un desastre. Pero, como escribí una vez -si bien en forma de una paradoja que puso en circulación uno de mis personajes ficticios-, hay dos clases de poetas: los buenos, que queman sus poemas a los dieciocho años, y los malos, que siguen escribiendo poesía mientras viven.

¿Qué es la escritura creativa?

Al enfilar la cincuentena, no me sentí, como les pasa a muchos alumnos, frustrado por el hecho de que mi escritura no fuera «creativa».

2 - Nunca he entendido por qué a Homero se le considera un escritor creativo y a Platón no. ¿Por qué un mal poeta es un escritor creativo y un buen ensayista científico no lo es?

En francés existe una distinción entre un écrivain —alguien que produce textos «creativos», como, por ejemplo, un novelista o un poeta— y un écrivant: alguien que registra datos, como un empleado de banco o un policía que prepara el informe de un caso criminal. Pero ¿qué tipo de escritor es un filósofo? Podría decirse que un filósofo es un escritor profesional cuyos textos son susceptibles de ser resumidos o traducidos a otras palabras sin perder todo su significado, mientras que los textos de los escritores creativos no pueden ser completamente traducidos o parafraseados. Pero, aunque es ciertamente difícil traducir poesía y novelas, el noventa por ciento de los lectores del mundo ha leído Guerra y paz o el Quijote en traducción, y pienso que un Tolstói traducido es más fiel al original que cualquier traducción inglesa de Heidegger o Lacan.

¿Es Lacan más «creativo» que Cervantes? La diferencia no puede expresarse ni siquiera en términos de la función social de un texto determinado. Los textos de Galileo poseen ciertamente un calado filosófico y científico de primer orden, pero en las universidades italianas se estudian como muestras de refinada escritura creativa, como obras maestras de estilo.

Imagine que es usted un bibliotecario y decide colocar los llamados textos creativos en la Sala A y los llamados textos científicos en la Sala B. ¿Pondría los ensayos de Einstein junto con las cartas de Edison a sus mecenas, y «Oh, Susanna!» con Hamlet? Se ha sugerido que los escritores «no creativos» como Linneo y Darwin quisieron transmitir información verdadera sobre ballenas o monos. En cambio, cuando Melville escribe sobre una ballena blanca, o cuando Burroughs habla de Tarzán de los Monos, solo fingen manifestar la verdad, porque en realidad inventaron ballenas y monos inexistentes sin tener ningún interés por los de verdad. ¿Podemos afirmar sin asomo de duda que Melville, al contar la historia de una ballena inexistente, no tenía intención de decir nada verdadero sobre la vida y la muerte, o sobre el orgullo humano y la obstinación?

Resulta problemático definir como «creativo» a un escritor que simplemente nos cuenta cosas que contradicen hechos objetivos. Ptomoleo dijo una cosa falsa sobre el movimiento de la Tierra. ¿Deberíamos considerarle pues más creativo que Kepler? La diferencia reside más bien en las formas opuestas en que los escritores pueden reaccionar a interpretaciones de sus textos. Si yo le digo a un filósofo, a un científico, a un crítico de arte: «Has escrito esto y aquello», el autor siempre puede replicar: «No has entendido mi texto. Decía exactamente lo contrario». Pero si un crítico ofrece una interpretación marxista de En busca del tiempo perdido, diciendo que en el cénit de la crisis de la burguesía decadente, la entrega total al reino de la memoria aisló necesariamente al artista de la sociedad, Proust seguramente estaría descontento con esa interpretación, pero tendría dificultades para refutarla.

Como veremos más adelante en otra clase, los escritores creativos —como lectores razonables de su propia obra— tienen ciertamente el derecho a desafiar una interpretación descabellada. Pero en general, tienen que respetar a sus lectores, ya que, por decirlo así, han lanzado su texto al mundo como un mensaje en una botella.

Después de publicar un texto sobre semiótica, me dedico o bien a reconocer que me he equivocado, o bien a demostrar que quienes no lo han entendido de la manera que yo pretendía lo han leído mal. En cambio, después de publicar una novela, siento en principio un deber moral de no desafiar las interpretaciones que hace de ella la gente (y de no alentar ninguna interpretación).

Esto sucede —y aquí podemos identificar la verdadera diferencia entre la escritura creativa y la científica— porque en un ensayo teórico, normalmente uno pretende demostrar una tesis determinada o dar una respuesta a un problema concreto, mientras que en un poema o en una novela, lo que uno pretende es representar la vida con todas sus contradicciones. Poner en escena una serie de contradicciones, haciéndolas evidentes y conmovedoras. Los escritores creativos piden a sus lectores que traten de encontrar una solución; no ofrecen una fórmula precisa (excepto en el caso de los escritores cursis y sentimentales, que lo que pretenden ofrecer son consuelos vulgares). Por este motivo, en las charlas que ofrecí sobre mi recién publicada primera novela, decía que, a veces, un novelista puede decir cosas que no puede decir un filósofo.

Así que, hasta 1978, me sentí completamente realizado como filósofo y semiótico. Una vez escribí incluso —con un toque de arrogancia platónica— que veía a los poetas, y a los artistas en general, como prisioneros de sus propias mentiras, imitadores de imitaciones, mientras que como filósofo, yo tenía acceso al verdadero mundo platónico de las ideas.

Podría decirse que, creatividad aparte, muchos eruditos han sentido el impulso de contar historias y han lamentado ser incapaces de lograrlo, y que por eso los cajones de escritorio de muchos profesores universitarios están llenos de novelas malas inéditas. Pero con el paso de los años, yo pude satisfacer mi pasión secreta por la narrativa de dos formas distintas: primero, recurriendo a la narrativa oral, contando cuentos a mis hijos (de forma que me quedé desorientado cuando crecieron y pasaron de los cuentos de hadas a la música rock) y en segundo lugar, dando un tono narrativo a cada ensayo crítico.

Cuando presenté mi tesis doctoral sobre la estética de Tomás de Aquino —un tema muy controvertido, ya que en esa época los estudiosos creían que no había reflexiones estéticas en el inmenso corpus de su obra—, uno de los examinadores me acusó de una especie de «falacia narrativa». Dijo que un estudioso maduro, cuando se pone a investigar algo, avanza a base de pruebas y errores, proponiendo y rechazando diferentes hipótesis, pero que al final de ese proceso, se suponía que estas dudas estarían resueltas y el estudioso debería presentar solamente las conclusiones. Por el contrario —dijo—, yo presentaba la historia de mis indagaciones como si fuera una novela de detectives. La objeción llegó de forma amable, y el examinador me sugirió la idea fundamental de que todo hallazgo en el transcurso de la investigación debe ser «narrado» de esta forma. Todo libro científico debe ser una especie de historia policíaca, el relato de la búsqueda de algún Santo Grial. Y creo que eso es lo que he hecho desde entonces en todas mis obras académicas.

Érase una vez

A principios de 1978, una amiga mía que trabajaba para un pequeño editor me dijo que estaba pidiendo a autores sin experiencia en la novela (filósofos, sociólogos, politólogos, etcétera) que escribieran un relato breve de detectives. Por las razones que acabo de mencionar, respondí que no me interesaba la escritura creativa, y que estaba seguro de ser absolutamente incapaz de escribir buenos diálogos. Concluí diciendo (no sé por qué), provocativamente, que si tuviera que escribir una novela negra, esta tendría por lo menos quinientas páginas y estaría ambientada en un monasterio medieval. Mi amiga dijo que no estaba tratando de pescar novelas torpes hechas para ganar dinero, y así terminó nuestro encuentro.

En cuanto volví a casa, me puse a fisgar en los cajones de mi escritorio y recuperé unos garabatos del año anterior, una hoja de papel en la que había apuntado varios nombres de monjes. Eso significaba que en el recodo más secreto de mi alma había estado creciendo la idea de una novela sin ser yo consciente de ello. En ese momento se me ocurrió que estaría bien envenenar a un monje durante su lectura de un libro misterioso, y eso fue todo. Empecé a escribir El nombre de la rosa.

Una vez publicado el libro, la gente me preguntaba a menudo por qué había decidido escribir una novela, y las razones que esgrimí (que variaban según mi humor) eran todas probablemente ciertas, es decir, eran todas falsas. Comprendí que la única respuesta correcta era que en un determinado momento de mi vida sentí la urgencia de hacerlo, y creo que esa es una explicación suficiente y razonable.

Cómo escribir

Cuando los entrevistadores me preguntan: «¿Cómo ha escrito usted sus novelas?», suelo cortar en seco esta línea de interrogatorio respondiendo: «De izquierda a derecha». Creo que no es una respuesta satisfactoria, y que puede provocar cierto estupor en los países árabes y en Israel. Ahora tengo tiempo para dar una respuesta más detallada. En el transcurso de la escritura de mi primera novela, aprendí varias cosas. En primer lugar, que «inspiración» es una mala palabra que los autores tramposos utilizan para parecer intelectualmente respetables. Como dice el viejo refrán, el genio es en un diez por ciento inspiración y en un noventa por ciento transpiración. Dicen que el poeta francés Lamartine describía a menudo las circunstancias en las que escribió uno de sus mejores poemas: aseguró que le había llegado completamente compuesto en una súbita iluminación, una noche que paseaba por el bosque. Después de su muerte, encontraron en su estudio un impresionante número de versiones de ese poema, que había estado escribiendo y reescribiendo a lo largo de los años.

Los primeros críticos que reseñaron El nombre de la rosa dijeron que el libro había sido escrito bajo el influjo de una inspiración luminosa, algo que, dadas sus dificultades conceptuales y lingüísticas, sucedía solo a unos pocos afortunados. Cuando el libro alcanzó un éxito notable, vendiéndose millones de copias, los mismos críticos escribieron que no cabía duda de que yo, para confeccionar un éxito de ventas tan popular y entretenido, había seguido al pie de la letra una receta secreta. Más tarde, dijeron que la clave del éxito del libro era un programa informático, olvidando que los primeros ordenadores personales con programas aptos para redactar textos no aparecieron hasta principios de los años ochenta, cuando mi novela ya estaba en la imprenta. En 1978-1979, lo único que se podía encontrar, incluso en Estados Unidos, eran esos pequeños ordenadores baratos fabricados por Tandy, que nadie hubiera usado jamás para escribir más que una carta.

Algún tiempo después, algo alterado por semejantes acusaciones informáticas, formulé la auténtica receta para escribir un éxito de ventas por ordenador: En primer lugar, obviamente, necesita usted un ordenador, que es una máquina inteligente que piensa por usted. Eso sería una gran ventaja para mucha gente. Todo lo que necesita es un programa de unas pocas líneas; hasta un niño podría hacerlo. Luego hay que meter en el ordenador el contenido de unas cien novelas, obras científicas, la Biblia, el Corán, y un puñado de listines telefónicos (muy útiles para encontrar nombres de personajes). Digamos, unas 120.000 páginas. Después de eso, usando otro programa, hay que aleatorizarlo todo; en otras palabras, mezclar todos esos textos, ajustarlos un poco —por ejemplo, eliminando todas las es— para conseguir no solo una novela, sino ya una especie de lipograma de Perec. En ese momento, pulse «imprimir» y, puesto que usted ha eliminado todas las es, salen algo menos de 120.000 páginas.

Tras leerlas cuidadosamente varias veces, subrayando los pasajes más significativos, llévelas a una incineradora. Entonces, simplemente siéntese bajo un árbol con una hoja de papel carbón y otra de buen papel de dibujar y, dejando fluir sus pensamientos, escriba dos líneas. Por ejemplo: «La luna está alta en el cielo / El bosque cruje». A lo mejor lo que sale al principio no es una novela, sino más bien un haiku japonés. Pero lo importante es empezar.

3 - Hablando de inspiración lenta, El nombre de la rosa la escribí en solo dos años, por la sencilla razón de que no tuve que investigar nada sobre la Edad Media.

Como he dicho, mi tesis doctoral versaba sobre estética medieval, y después de presentarla seguí estudiando la Edad Media. Con el paso de los años, visité un montón de abadías románicas, catedrales góticas, etcétera. Cuando decidí escribir la novela, fue como abrir un gran armario donde había estado amontonando mis archivos medievales durante décadas. Todo ese material estaba a mis pies, y yo no tenía más que seleccionar lo que necesitaba.

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